Orbyt.
08/01/2022
La inadecuada concesión a petición de Pedro Sánchez y rubricada con la firma de Felipe VI de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III a una serie de impresentables ex, unos más que otros y uno de ellos, como Pablo Iglesias, de triste memoria: “Ha desnaturalizado bastante lo que era una monarquía parlamentaria”, a juicio del compañero de EL MUNDO Eduardo Álvarez y que yo comparto plenamente. No olvidemos que España es la única monarquía de Europa con un gobierno comunista.
A propósito de estas condecoraciones, quiero recordar hoy y aquí el día que yo me senté a la mesa del presidente de Estados Unidos en la Casa Blanca, con una condecoración falsa y un frac alquilado, en una cena en honor del Rey Juan Carlos, con motivo de una de las 15 visitas que el Soberano español ha realizado desde el 6 de junio de 1976. Como es habitual en el protocolo de toda visita oficial, se recurre al obligado sorteo para elegir entre el séquito informativo que, por ser ciento y la madre, no todos pueden asistir a la cena de gala en la mítica mansión presidencial de la avenida de Pensilvania. Solo uno en representación de los demás. El resultado del sorteo no fue del agrado de todos. Algunos pensaban que yo, entonces enviado especial de ¡Hola!, no era el más adecuado para tal acontecimiento. Los compañeros de la prensa de opinión, siempre tan politizados, creían tener más derecho que yo. Un problema de celos… “Si no tienes ni frac”, me decían. No lo tenía. Pero en Washington, al igual que en Madrid, hay decenas de Cornejos y Gilarranz que alquilan fracs y esmóquines. Recuerdo que nos hospedábamos en el lujoso y exclusivo hotel Mayflower, con todo el séquito, menos los Reyes, que lo hacían en la mansión de invitados, frente a la Casa Blanca.
A la hora fijada yo estaba hecho un pincel con aquel elegante frac que me había costado 25 dólares de alquiler. Cuando me observé en el espejo de la habitación pensé en la frase de Dickens: “Cualquiera puede estar lleno de animación y buen humor cuando va bien vestido. No es ningún mérito”. Pero la alegría suele durar muy poco en la vida de los pobres. Duró lo que tardé en bajar al lobby del hotel donde habían citado a los invitados a la cena para marchar en bus. Todos, como yo, con el obligado frac. Pero con un detalle que alejó de mí la euforia con la que había dejado la habitación: todos sin excepción con condecoraciones sobre el ceremonioso atuendo. De repente, me vi como un camarero de la Casa Blanca que sirve la cena de frac. Mi padre me enseñó que si quieres pasar desapercibido haz lo que vieres. De repente, entre los invitados a la cena divisé a mi querido amigo Chencho Arias quien, como todos, lucía su correspondiente condecoración sobre su elegante frac.
-¿No tendrás alguna que te sobre?, le pregunté angustiado.
-Pide la llave de mi habitación.En un maletín creo que tengo alguna.
Sin esperar el ascensor, subí la escaleras de cuatro en cuatro. ¡Eureka! Allí estaba mi salvación.
Lo que temía se produjo durante el cóctel que precedió a la cena, cuando un diplomático español de nuestra Embajada en Washington, uno de esos diplomáticos cursis y pedantes como entonces había hasta que llegó Chencho Arias y los democratizó, de manera inquisidora me preguntó: “¿De qué país es esa condecoración que llevas?”.
André Gide pensaba, con razón, que hay más respuestas en el cielo que preguntas en los labios de los hombres. Y yo, que no había tenido la precaución de preguntar a Chencho el origen de lo que llevaba en el frac, no tenía ninguna respuesta que darle. Porque mi condecoración, aunque era tan legal como las que Felipe VI, sí, el Rey, ha concedido a estos políticos, se convertía en ilegal llevándola yo. Como éticamente ilegal el día que esta gente, sobre todo Pablo Iglesias, tengan la desvergüenza de lucirlas en el habitual descorbatado atuendo. Por aquella época yo viajaba con frecuencia a Irán, cuyo emperador me distinguía con su amistad. Al verme cogido in fraganti por aquel pedante, le solté lo primero que se me ocurrió. “Me la otorgó el Sha cuando lo de Persépolis”, dije. El tío, que en condecoraciones debía ser un experto, señalando con su dedo acusador me dijo en el peor de los tonos: “Mucho me temo que estás haciendo uso indebido de condecoraciones y eso, querido amigo, es un delito”.
Reconozco que aquel diplomático tan pedante me amargó la noche que prometía ser feliz, históricamente feliz. Era la primera vez que yo cenaba en la Casa Blanca compartiendo mesa no solamente con los Reyes, sino con el rey del mundo, el presidente de Estados Unidos. Pero no consiguió que cual cenicienta yo abandonara la fiesta y corriera al hotel antes de que sonara el reloj. Porque antes de sentarme a la mesa abordé al ministro español de Asuntos Exteriores y le conté el incidente: “No te preocupes. Olvídalo y diviértete, pero antes de colgarte una condecoración procura enterarte de qué país es”.
08/01/2022
CON UNA CONDECORACIÓN FALSA Y UN FRAC ALQUILADO
TODOS CONDECORADOS MENOS YO
ME AMENAZÓ CON DENUNCIARME
La inadecuada concesión a petición de Pedro Sánchez y rubricada con la firma de Felipe VI de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III a una serie de impresentables ex, unos más que otros y uno de ellos, como Pablo Iglesias, de triste memoria: “Ha desnaturalizado bastante lo que era una monarquía parlamentaria”, a juicio del compañero de EL MUNDO Eduardo Álvarez y que yo comparto plenamente. No olvidemos que España es la única monarquía de Europa con un gobierno comunista.
A propósito de estas condecoraciones, quiero recordar hoy y aquí el día que yo me senté a la mesa del presidente de Estados Unidos en la Casa Blanca, con una condecoración falsa y un frac alquilado, en una cena en honor del Rey Juan Carlos, con motivo de una de las 15 visitas que el Soberano español ha realizado desde el 6 de junio de 1976. Como es habitual en el protocolo de toda visita oficial, se recurre al obligado sorteo para elegir entre el séquito informativo que, por ser ciento y la madre, no todos pueden asistir a la cena de gala en la mítica mansión presidencial de la avenida de Pensilvania. Solo uno en representación de los demás. El resultado del sorteo no fue del agrado de todos. Algunos pensaban que yo, entonces enviado especial de ¡Hola!, no era el más adecuado para tal acontecimiento. Los compañeros de la prensa de opinión, siempre tan politizados, creían tener más derecho que yo. Un problema de celos… “Si no tienes ni frac”, me decían. No lo tenía. Pero en Washington, al igual que en Madrid, hay decenas de Cornejos y Gilarranz que alquilan fracs y esmóquines. Recuerdo que nos hospedábamos en el lujoso y exclusivo hotel Mayflower, con todo el séquito, menos los Reyes, que lo hacían en la mansión de invitados, frente a la Casa Blanca.
A la hora fijada yo estaba hecho un pincel con aquel elegante frac que me había costado 25 dólares de alquiler. Cuando me observé en el espejo de la habitación pensé en la frase de Dickens: “Cualquiera puede estar lleno de animación y buen humor cuando va bien vestido. No es ningún mérito”. Pero la alegría suele durar muy poco en la vida de los pobres. Duró lo que tardé en bajar al lobby del hotel donde habían citado a los invitados a la cena para marchar en bus. Todos, como yo, con el obligado frac. Pero con un detalle que alejó de mí la euforia con la que había dejado la habitación: todos sin excepción con condecoraciones sobre el ceremonioso atuendo. De repente, me vi como un camarero de la Casa Blanca que sirve la cena de frac. Mi padre me enseñó que si quieres pasar desapercibido haz lo que vieres. De repente, entre los invitados a la cena divisé a mi querido amigo Chencho Arias quien, como todos, lucía su correspondiente condecoración sobre su elegante frac.
-¿No tendrás alguna que te sobre?, le pregunté angustiado.
-Pide la llave de mi habitación.En un maletín creo que tengo alguna.
Sin esperar el ascensor, subí la escaleras de cuatro en cuatro. ¡Eureka! Allí estaba mi salvación.
Lo que temía se produjo durante el cóctel que precedió a la cena, cuando un diplomático español de nuestra Embajada en Washington, uno de esos diplomáticos cursis y pedantes como entonces había hasta que llegó Chencho Arias y los democratizó, de manera inquisidora me preguntó: “¿De qué país es esa condecoración que llevas?”.
André Gide pensaba, con razón, que hay más respuestas en el cielo que preguntas en los labios de los hombres. Y yo, que no había tenido la precaución de preguntar a Chencho el origen de lo que llevaba en el frac, no tenía ninguna respuesta que darle. Porque mi condecoración, aunque era tan legal como las que Felipe VI, sí, el Rey, ha concedido a estos políticos, se convertía en ilegal llevándola yo. Como éticamente ilegal el día que esta gente, sobre todo Pablo Iglesias, tengan la desvergüenza de lucirlas en el habitual descorbatado atuendo. Por aquella época yo viajaba con frecuencia a Irán, cuyo emperador me distinguía con su amistad. Al verme cogido in fraganti por aquel pedante, le solté lo primero que se me ocurrió. “Me la otorgó el Sha cuando lo de Persépolis”, dije. El tío, que en condecoraciones debía ser un experto, señalando con su dedo acusador me dijo en el peor de los tonos: “Mucho me temo que estás haciendo uso indebido de condecoraciones y eso, querido amigo, es un delito”.
Reconozco que aquel diplomático tan pedante me amargó la noche que prometía ser feliz, históricamente feliz. Era la primera vez que yo cenaba en la Casa Blanca compartiendo mesa no solamente con los Reyes, sino con el rey del mundo, el presidente de Estados Unidos. Pero no consiguió que cual cenicienta yo abandonara la fiesta y corriera al hotel antes de que sonara el reloj. Porque antes de sentarme a la mesa abordé al ministro español de Asuntos Exteriores y le conté el incidente: “No te preocupes. Olvídalo y diviértete, pero antes de colgarte una condecoración procura enterarte de qué país es”.