Vida en las cortes de Europa según Infanta Española

Eulalia de Borbón fue testigo excepcional de cómo vivía la realeza europea antes de la Primera Guerra Mundial, cuyo final se selló en noviembre de 1918 hace exactamente un siglo.

A través de sus viajes, la hija de la reina Isabel II conoció a los reyes de Suecia, Noruega y Baviera, al último emperador de Brasil, a la reina Victoria de Inglaterra y a los líderes de los grandes imperios que regían la Vieja Europa: se inclinó ante el emperador Francisco José de Austria, compartió diversiones con el último káiser de Alemania y conoció la vida íntima del último zar de Rusia.

Aquí, unos fragmentos de sus increíbles Memorias:


La vida en el palacio de Viena, como un reloj
A principios del siglo XX, antes del estallido de la Gran Guerra que acabó con los imperios europeos, la vida de la Corte de Viena giraba en torno a la poderosa figura de Francisco José de Habsburgo, que durante sus más de 60 años de reinado supo imprimir su propia huella de majestad y dramatismo en todo el imperio: “Aquel mundo nutrido, uniformado, elegante y mundano giraba todo en torno al emperador Francisco José, el hombre melancólico de los extraños destinos, a quien se trataba con respeto tan extremado que llegaba a la veneración”, escribe doña Eulalia de Borbón en su libro.

“El grado de parentesco no rezaba en las relaciones de los príncipes con Su Majestad Imperial y Real, que ceñía la doble corona austrohúngara. Su aparición en cualquier sitio obligaba, aún a sus hijos, a hacer una reverencia que era casi una genuflexión. La conversación debía concretarse
con él, exclusivamente, a dar respuesta a las cosas que preguntara, sin extenderse en comentarios ni, mucho menos, haciendo preguntas. El tiempo que Su Majestad dedicaba a cada uno a quien hablaba estaba determinado por el grado de estimación, y ningún cortesano osaba dirigirse a su vecino mientras Francisco José permanecía en el salón (…) El protocolo no permitía la conversación, el cambio de impresiones, la amable charla ágil, ligera y suelta que hacían el encanto de otras cortes. En palacio estaba casi mal visto que un marqués hablara con un conde o que una duquesa sonriera a una baronesa”.


La vida hogareña de los zares
“Contra todo lo que pudiera pensarse y lo que se ha escrito, en aquel escenario suntuoso la vida era sencilla“, relata doña Eulalia. “El zar Nicolás, la zarina Alejandra y sus hijas llevaban una existencia tranquila, casi burguesa, apartados todo el tiempo del exceso de ayudantes, de mayordomos y de cortesanos. Se almorzaba a las doce y media, y se cenaba a las ocho, aunque la velada solía prolongarse hasta la madrugada después de la retirada de sus majestades.

Los trajes de la familia imperial carecían del lujo que era frecuente entre los cortesanos. Excepto en las horas de audiencia, ni el emperador ni su familia acostumbraban a mostrarse en público, y pasaban a
a veces semanas enteras sin que se les viera trasponer las verjas altísimas de Tsarskoie Selo, residencia habitual y discreta en la que transcurrían con hogareña placidez las horas.

“El mismo Nicolás II vigilaba la educación de sus hijas, atento a su progreso, y, como buen padre burgués y complacido, se deleitaba a veces escuchando al piano una romanza ejecutada por una de sus hijas o entretenía las largas horas del invierno haciéndoles relatos históricos (…) Eran los soberanos gente sencilla. El lujo que los rodeaba era una necesidad en Rusia. Había que impresionar al pueblo, tardo de imaginación, con el fasto, porque no concebía la majestad sin esos aditamentos. En público, sí hacía la zarina derroche de pedrerías deslumbrantes, como Nicolás de cruces y condecoraciones. Todo lo que se refería al autócrata tenía que ser brillante y lujoso con derroche, llamativamente a lo oriental, es decir, sin medidas ni limitaciones de buen gusto


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El káiser, un músico frustrado
Del emperador Guillermo II de Alemania, Eulalia cuenta que “se dedicaba a vigilar la limpieza de la ciudad, anotando en una libreta los lugares que hallaba descuidados para llamar la atención tan pronto regresaba a palacio”. “A veces”, continúa la infanta, “él mismo detenía el coche para ordenar al cochero que recogiera un diario abandonado, un papel arrastrado por el viento o un pedazo de tela descolorida que colgara de una ventana”. Una vez, detuvo su coche al escuchar a un músico callejero interpretar pésimamente una pieza de música clásica con un violín: ‘Es una infamia deshacer una obra maestra‘”, dijo.

“Descendió del carruaje y le pidió al ciego el violín, que apoyó en su hombro fuertemente, pese a su mano izquierda defectuosa, y concon arco sabio comenzó a tratar de ejecutar en el modesto instrumento del ciego. Fue imposible escuchar aquella sinfonía, pues los dedos de la mano izquierda carecían del movimiento adecuado y las notas seguían desentonando aún más que antes”. “Yo no pude evitar una sonrisa ante aquel emperador que hacía templar a Europa y no podía someter medianamente a Bach”, dijo doña Eulalia. El humilde ciego fue más duro: “Démelo señor, él y yo nos llevamos mejor”.


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