ÓSCAR 2020 (Todo aquí: red carpet, looks, peinados, modelos, etc)

Cada país "clasifica" a la gente a su manera, en EEUU todo lo que no sea un fenotipo noreuropeo no se considera blanco. Ni siquiera a los italianos en muchas ocasiones. En muchos países de Europa (centro y norte) es igual. No veo la noticia ni el problema por ningún lado. Lo que si veo es mucho complejo español por todas partes, ha sido noticia hasta en El País (y eso que me parecía un periódico serio).
Me podéis moler a aspitas, pero a veces es bueno viajar un poco y ver que no todo el mundo piensa igual.
No es cuestiones de como al gente piense. Ed que hay una explicación científica . tu no puedes decidir quien es blanco o caucasiaco ni ningún país. No estamos en los años 40. Hay día hay un a clasificación que se hace por unos criterios que puedes ver en antropología forense. No se pues e distinguir si alguien es italiano o aleman o incluso arabe (si no hay mezcla en ningún caso ) por los huesos pero si diferencias a un afroamericano. Porque las divisiones negro o blanco (caucásico) o asiático se basa en una diferente morfología osea. Que ademas son importantes a la hora de los medicamentos (se sabe que los negros suelen tener carencias de vitamina b o que los caucausicos son mas sensibles a las fiebres altas ) . hace mucho que estas divisiones son por criterios científicos y sirven desde para tratamientos médicos a clasificar cadáveres sin identificar.

Por pensar que cada país puede considerar las cosas como es da la gana un país decidió que los judíos eran una "raza" y además a exterminar (los judios y arabes son caucasicos ) El mundo h de salir de eso pero hace tiempo lo. Y si en USA se sigue aplicando es que tiene baTantes problemas de racismo subyacentes. Porque hace muchos años que esto esta claro. Y no me vale soltar el "hay que viajar mas y considerar lo los demás guay y alteridad " que por ahí hay quien me justifica hasta la ablación.
 
Frozen 2 deberían estar nominada a película animada para mi gusto y fuera sustituido a toy story 4 la veo mejor pelicula
Creo que hay un casi consenso mundial a que hoy toy story 4 es muy buena y frozen II una secuela floja. Y no hablo solo del rotten que les casco a toy story 4 un 97% de nada... Es que todo lo que he leído pone a toy story como tres peldaños por encima a TOY story .

Y puedo discutir que hoy story no es del gusto de todos pero es que Frozen II e la típica secuela para ganar mucho dinero y cumplir. No hay mas
 
Humanos del capitalismo tardío: por qué Parasite debería ganar el Oscar a la mejor película

La película de Bong Joon-Ho es un éxito de taquilla en los Estados Unidos; el triunfo de su elenco en los premios SAG, desconocido fuera de Corea y ante estrellas locales, alimenta la posibilidad de una sorpresa en los Oscar


La película de Bong Joon-Ho es un éxito de taquilla en los Estados Unidos; el triunfo de su elenco en los premios SAG, desconocido fuera de Corea y ante estrellas locales, alimenta la posibilidad de una sorpresa en los Oscar Crédito: Impacto Cine

Hernán Ferreirós
2 de febrero de 2020 • 00:39

Con 8.469 votantes habilitados, la entrega de los Oscar es, como casi todo en nuestra cultura desde la irrupción de las redes sociales, un particular concurso de popularidad. Es sabido que las películas ungidas por l a Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas pocas veces coinciden, no digamos con "lo mejor" (porque es difícil establecer unánimemente tal cosa), pero ni siquiera con el consenso de los críticos o de jurados de notables como el del Festival de Cannes. A la vez, tampoco se suele premiar a films que rompen récords de taquilla (por esta razón, el año pasado se intentó incorporar la categoría "película popular", para que los poderosos estudios
Marvel también tuvieran su Oscar, aunque la iniciativa quedó prontamente liquidada).

Los miembros de la Academia premian películas que llegan a la temporada de premios con un grado alto de visibilidad, pero solo si también tienen algún atributo que permita ubicarlas al menos un escalón por encima de lo que se percibe como mero "entretenimiento" y dentro de la esfera del "arte". Aunque no es excluyente, si este atributo pudiera ser un "mensaje" socialmente relevante, como que esclavizar gente o ser nazi está mal, muchísimo mejor.

Pongamos títulos como ejemplos a esta preferencia: el año pasado, para los críticos del The New York Times, la mejor película norteamericana fue Monrovia, Indiana, un documental de 149 minutos dirigido por Frederick Wiseman, sobre el pueblo rural del título (ningún Oscar), mientras que la película más vista del año fue Avengers: Infinity War (ningún Oscar). La ganadora del Oscar fue Green Book, una buddy movie con un blanco bruto y racista y un negro gay y pianista. Su maridaje de drama, humor, un mensaje edificante contra la discriminación y una recaudación global de 330 millones de dólares tildó cada uno de los casilleros correctos.


Esta hibridación de reconocimiento popular y "prestigio" es la fórmula que abre las puertas de la Academia al premio mayor. Parasite tiene ambos: la película de Bong Joon-ho ( Snowpiercer, Okja), situada en Seúl, hablada en coreano, sin figuras reconocibles, con la Palma de Oro de Cannes en su haber y centrada en la violencia engendrada por la desigualdad económica en el capitalismo tardío (todo esto computa como "prestigio"), también se convirtió en el film de habla no inglesa más exitoso de la década en los Estados Unidos: lleva recaudados 31 millones de dólares en ese país (y 160 millones de dólares en el mundo, con gran desempeño aquí).

Para tener una mejor perspectiva de lo que significa esa cifra basta decir que Una mujer fantástica, el film de Sebastián Lelio que ganó el premio a la mejor película internacional en 2017, recaudó diez veces menos que Parasite, sumando lo obtenido tras el empujón del Oscar.

Por otro lado, el reciente triunfo de su elenco en los Screen Actors Guild sienta un precedente ante lo imposible: los intérpretes, perfectos desconocidos fuera de Corea (solo Song Kang-ho es una cara familiar por sus protagónicos en otros film de Bong y de Park Chan-wook), se impusieron, en Los Angeles y gracias al voto de los miles de afiliados del sindicato de actores, por sobre los elencos de El irlandés (Robert De Niro, Al Pacino, Harvey Keitel, Joe Pesci y Anna Paquin) y de Había una vez en Hollywood (Leonardo Di Caprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Bruce Dern y Dakota Fanning), dos films que, si en algo parecían insuperables, era en el poder de fuego de sus estrellas. Tras esto, que una película subtitulada gane el premio mayor en los Oscar (algo que jamás sucedió en la historia del premio) ya no resulta tan inimaginable.


Para reforzar estos precedentes (y terminar de redondear lo que cuenta como "popularidad"), Parasite parece conectarse con sus audiencias de un modo inesperado. Si bien todas las películas de Bong evocan el problema de la brecha entre ricos y pobres, ésta es la que lo hace de modo más explícito y en un momento en que el tema es central en la discusión global. Con sus diferencias y múltiples colores ideológicos, las protestas de los chalecos amarillos en Francia, de los jóvenes chilenos y las más recientes en Ecuador o El Líbano tienen un origen común en la disparidad de la distribución del ingreso. La noción de que la mitad de la riqueza está en manos del 1% de la población se vuelve cada vez más inaceptable modula la extraordinaria recepción de este film y también la de uno de los éxitos más grandes y más sorprendentes del año, su competidora en el rubro de mejor película, Guasón.



Bong Joon-ho subió a recibir su Globo de Oro con su traductora, instando al público norteamericano a perderle el miedo a los subtítulos; quizá la Academia le de la razón con Parasite

Bong Joon-ho subió a recibir su Globo de Oro con su traductora, instando al público norteamericano a perderle el miedo a los subtítulos; quizá la Academia le de la razón con Parasite Fuente: Reuters

Tanto la película de Todd Phillips como la de Bong abrevan en un mismo sentir: el malestar social y personal que provoca la desigualdad. Pero Guasón, en comparación, resulta trivial, demagógica y, sobre todo, patéticamente complaciente con lastimosa cultura de la victimización. Arthur Fleck ( Joaquin Phoenix) es una víctima perfecta: abusado, traicionado o ignorado por todos los que lo rodean, también es pobre, incapaz de conseguir empleo y discapacitado. La minuciosa crueldad de su martirologio no deja espacio alguno para la contradicción, la duda o la reflexión; apuntala el relato populista sobre el presente, tan maniqueo que parece salido de un cuento infantil (o de uno de superhéroes) pero cada vez más extendido: el mundo se divide entre los que tienen poder y lo que no lo tienen. Aquellos que carecen de poder son víctimas, y para las víctimas todo está justificado. Incluso, tal como muestra la película, el empoderamiento a través del asesinato. Si Guasón tiene un remate, no es tanto que la injusticia puede engendrar violencia sino que la violencia es un remedio contra la injusticia. El Guasón baila ante la misma sinfonía del resentimiento que escucha un gran grupo de necesitados, también autopercibidos víctimas: los incels (tomado de la frase en inglés que describe a los "célibes involuntarios"), hombres necesitados de s*x*, misóginos y violentos, que consideran que el mundo está en deuda con ellos desde la cuna (así como el Guasón cree que su derecho a la fortuna de los Wayne le fue usurpado). La película despertó polémica porque varios los tiradores de las masacres escolares en Estados Unidos fueron asimilados a este grupo y se consideró que Guasón los justificaba. Está claro que de su necesidad no nace un derecho.


Parasite presenta un mapa de las relaciones sociales más ambiguo y complejo, más parecido a las laberínticas calles de Seúl que unen las dos viviendas donde se da el grueso de la acción que a la autopista de sentido único que es Guasón. En primer lugar, los protagonistas no son víctimas: los Kim viven al borde de la pobreza, apenas asomándose sobre el nivel más bajo, tal como les permite literalmente el semisótano en el que habitan, una habitación hundida a un metro bajo el suelo, con un ventanal que da a un callejón al que van a orinar los borrachos. Aun en estas condiciones son asombrosamente capaces de buscarse la vida. Operan como un organismo único: una unidad vital y altamente funcional que resuelve problemas. Cuando no pueden seguir robando el wi-fi de un vecino (la última línea que los conecta con la actividad económica) empieza una coreografía en la que todos se ponen a rastrear como rabdomantes en cada rincón de su casa una nueva señal. Son bufones incompetentes (esto es, ante todo, una comedia) que ni pueden doblar correctamente una caja de pizza, pero no carecen de destrezas. En la pared de su vivienda se luce la medalla que obtuvo la madre del clan en lanzamiento de bala. Este premio entra en franco contraste con el que se ve unos minutos después, en una de las paredes de la mansión de los Park, los millonarios que terminan empleándolos: una distinción como mejor innovador tecnológico del año. Los Kim tienen capacidades, solo que no son las que el capitalismo recompensa. Su mayor don es el de aparentar.



El film de Bong Joon-ho narra la relación entre dos familias: una rica y una pobre

El film de Bong Joon-ho narra la relación entre dos familias: una rica y una pobre Fuente: Archivo

Byung-Chul Han, filósofo coreano radicado en Berlín, afirma que vivimos en la sociedad de la transparencia, aunque tal transparencia no está considerada en un sentido favorable –como ausencia de corrupción– sino como la condición necesaria para que todo sea nivelado, uniformado y asimilado al ciclo acelerado del capital. "La transparencia estabiliza el sistema eliminando lo otro o lo extraño" afirma. De este modo, no ser transparente, ponerse una máscara, es una forma de resistencia. "La sociedad de la transparencia, como sociedad de la revelación y el desnudamiento trabaja contra toda forma de apariencia", agrega. Los Kim son incomparables en el arte de pretender ser lo que no son. Cuando un amigo universitario del hijo tiene que abandonar su trabajo como tutor de inglés de una adolescente, el joven toma la posta, aunque para eso debe falsificar su título. Así logra emplearse con los Park, los millonarios que viven en una mansión amurallada en la parte alta de la ciudad. Rápidamente surge un plan para forzar el despido de todo el personal doméstico de la mansión y emplear a su familia en su reemplazo.
La hermana (presentada como "una compañera de la universidad"), quien googleó "terapia artística" uno minutos antes de su entrevista, se emplea como terapeuta artística. Luego, el padre como chofer y la madre como ama de llaves. Cuando la antigua ama de llaves, despedida tras una elaborada estrategia, regresa a la mansión una noche en que los dueños de casa no están, se produce un giro que subvierte las expectativas y transforma radicalmente la historia.

La película evita ser complaciente y mostrar las oposiciones esperadas: ni los Kim son pobres santificados, ni los Park millonarios explotadores. No hay lucha de clases sino de pobres contra pobres por preservar sus nuevos lugares de "privilegio". La pobreza no es caracterizada por la ausencia de poder (más bien, durante buena parte del metraje de la película, todos están a merced de las manipulaciones de los Kim), ni por la victimización de los desposeídos sino por otro conjunto de rasgos que revelan aspectos de nuestra vida sobre los que no se machacó tanto, ni tan seguido. Más allá de la diferencia obvia entre las muy metafóricas viviendas de los Park y los Kim (una es una mansión en lo alto; la otra, un sótano de mala muerte), la primera está rodeada de muros mientras que la segunda tiene un ventanal que da a la calle. Es decir, en la casa de los pobres no hay privacidad. El corolario final de la sociedad de la transparencia tal como es caracterizada por Han es el control: la visibilidad total es una forma de ejercer el biopoder, el control sobre la vida. En la novela Nosotros, escrita por el ruso Yevgeny Zamyatin en los años 20 (evidente influencia en 1984, de George Orwell), las viviendas de todos los habitantes del Estado Único son de vidrio, transparentes ante la mirada de la policía secreta. De modo similar, Parasite plantea que la vida de los pobres sucede tras ventanales, desplegada ante la vista de cualquiera, mientras que el verdadero privilegio consiste en disponer de privacidad. Por eso, el disfraz, la apariencia, las estrategias para volverse opaco, habilidades eficazmente ejercidas por los Kim, son modos de oponerse al panóptico (un sistema carcelario en torno a la mirada de la autoridad) creado por la exigencia de transparencia como forma última de control social.

La película no está exenta de contradicciones (una es que disponer de once millones de dolares para producir una película es una manifestación sobre las desigualdades que la película denuncia) sin embargo, evita el facilismo de asignar culpas automáticas. Más bien plantea que, aun con ganadores y perdedores, todos formamos parte de un sistema que está roto y debe ser ¿mejorado? ¿reemplazado?. Y esta es una idea que, en la actualidad, casi todos, incluso "ganadores del sistema" como lo son los votantes de la Academia de Hollywood, quieren escuchar.


Por: Hernán Ferreirós

 
De Judy Garland a Renée Zellweger, Hollywood ama ver resurgir a sus grandes estrellas

Zellweger es la gran favorita para quedarse con la estatuilla a la mejor actriz el próximo 9 de febrero tras una prolongada ausencia de la pantalla; el film narra el último año de vida de Garland

Zellweger es la gran favorita para quedarse con la estatuilla a la mejor actriz el próximo 9 de febrero tras una prolongada ausencia de la pantalla; el film narra el último año de vida de Garland

Paula Vázquez Prieto
2 de febrero de 2020

Si hay algo que define a Hollywood es la devoción por los grandes regresos. Esos que llegan después de una estrepitosa caída o una prolongada ausencia. O aquellos que suponen una especie de reconciliación entre la estrella rebelde y la industria maternal que la recibe nuevamente en su seno. El Oscar a Elizabeth Taylor por Una Venus en visón (1960), luego de una enfermedad que la tuvo peleando por su vida, fue el perfecto drama para erigirla nuevamente como la niña mimada, arrebatándosela a la muerte por la fuerza de quienes no se resignaban a perderla. Y unos años antes, el reconocimiento para Ingrid Bergman por Anastasia (1956) había sido la misiva de perdón que la industria le otorgaba a la actriz sueca, al tenerla de regreso entre sus filas luego del periplo neorrealista junto a Roberto Rossellini. Hollywood siempre encuentra la mejor manera de celebrar esos retornos, de teñirlos de ese desgarrador glamour propio del ave fénix.


Este año le tocó a Renée Zellweger, apartada por decisión propia de la pantalla y los flashes durante varios años. Esa prolongada ausencia, que comenzó en 2010, signada por el bajo perfil, el regreso a los estudios universitarios y los viajes por el mundo, tuvo dos interrupciones agridulces. La primera fue en 2014, cuando su aparición en un evento público despertó comentarios insidiosos sobre su apariencia (¿se había hecho una cirugía en el rostro?) y culminó con una enojada respuesta de la estrella en The Huffington Post que señalaba el cruel escrutinio al que se veían sometidas las mujeres en el mundo del espectáculo. La segunda fue el fracaso de El bebé de Bridget Jones (2016), tercera película de la saga basada en las novelas de Helen Fielding que la hizo popular y que, como toda promesa de éxito económico, se convirtió en una prisión para su trayectoria. Ambas parecían nuevas desilusiones. Pero fue en ese mismo tiempo en el que se gestó su verdadero resurgimiento, ese que llega con el aura de los melodramáticos retornos que solo las leyendas de antaño parecían merecer con Judy, que el jueves llega a las salas locales propulsada por la nominación al Oscar a la mejor actriz de Zellweger.




Judy Garland en Amarga es la gloria (1963), su última película

Judy Garland en Amarga es la gloria (1963), su última película

De entre las cenizas

Desde septiembre último, con el estreno de Judy en el festival de Toronto, es un hecho consumado que Renée Zellweger ha vuelto a las luces del espectáculo. Todas las entrevistas con los grandes medios de los Estados Unidos desde entonces señalan ese extraño espejo que encuentran aquellos años finales de la carrera de Judy Garland en Londres con este resurgimiento que tiene a la propia Zellweger como protagonista. La elección de ella para el papel también fue toda una sorpresa. Leyó el guion en 2017, viajó a los estudios Abbey Road para una serie de pruebas musicales y sorprendió al director británico Rupert Goold con esa mezcla de entrega y fragilidad con la que vestía el escenario e interpretaba las canciones. Basada en la obra de teatro "Al final del arco iris", de Peter Quilter, Judy recrea los últimos conciertos de la estrella en 1968 -antes de su muerte, a los 47 años, el 22 de junio de 1969-, en el célebre club nocturno londinense Talk of the Town. Como su título lo anticipa, la obra encadena el inicio y el final de la carrera de Garland, desde la mítica ciudad de Oz gobernada por la tiranía de Louis B. Mayer, dueño de los estudios MGM, hasta las canciones del final, marcadas por las turbulencias de toda una vida, los últimos estertores de una leyenda. El principio y el final, y lo que esos dos tiempos tuvieron en común.



Si bien dar vida a esa desgarradora historia era todo un desafío para Zellweger, la prueba de fuego era poder dar su voz a las canciones. Entrenada en el musical desde los tiempos de Chicago, la intérprete, ahora tenía que encontrar una forma original de interpretar "The Trolley Song" o "Come Rain or Come Shine" sin convertirlas en un ejercicio de pura imitación. Con una voz de grave registro y fraseo inimitable, el despliegue de Garland en los conciertos de sus últimos años fue tanto una ardiente despedida como una marca indeleble para la historia de la canción americana. Recrear aquello podía resultar un sacrilegio si solo estaba impulsado por el mero intento de la repetición. Pero luego de extenuantes entrenamientos vocales, de conseguir aquella apariencia de showoman que le daban los trajes coloridos y el pelo corto, Zellweger logró dotar a su interpretación de una entereza que anhela sobreponerse a su propia fragilidad, al miedo de sentirse observada que recuerda a la Judy adolescente, y a la entrega absoluta que todo público exige para guardarla en su memoria.





Judy recrea las turbulentas semanas en las que Garland fue la artista en residencia en The Talk of the Town, el club londinense, meses antes de su muerte, a los 47 años
Judy recrea las turbulentas semanas en las que Garland fue la artista en residencia en The Talk of the Town, el club londinense, meses antes de su muerte, a los 47 años



Judy escapa a la idea de película biográfica. Comienza con los sueños construidos sobre el camino amarillo de El mago de Oz, con aquella distinción prometida por la voz del director de la Metro que la consagraba por encima de los mortales y al mismo tiempo la confinaba a la disciplina de la fama, y se eleva hasta el invierno boreal de 1968, en una Londres lluviosa que la espera para aplaudirla y para absorber los últimos haces de luz que quedan de su estrella. En ese viaje entre pasado y presente, el retrato que Zellweger ofrece de Garland está plagado de contraluces, del dolor por la separación de sus hijos, por sus matrimonios frustrados, por el insomnio y las adicciones. Pero también en ese tiempo asoma el descubrimiento de amistadas inesperadas, del cariño conmovedor de los fans que no la olvidan y la fuerza sobre el escenario que nace de aquellas cenizas todavía incandescentes. Ese pulso contradictorio de la fama, que Garland padeció como una condena desde que era la tímida Frances Gumm de Minnesota, para luego convertirse en la mina de oro para la MGM, es el mismo que asoma en la mirada de Zellweger sobre ese escenario fantasmal, el que encubre en ese desgarro ajeno los indicios del propio.



Sigue el camino amarillo

El elemento común en la mayoría de las entrevistas que Zellweger ha dado desde el comienzo de la carrera por el Oscar es el testimonio de la lenta adaptación al trato con la prensa que ha tenido que afrontar luego de años de ausencia. En la entrevista publicada en The New York Times en septiembre pasado, el cronista conjuga la sorpresa por la aparición de la actriz en el lobby del Hotel Beverly Wilshire de jogging y camiseta, con el pelo recogido bajo una gorra deportiva, con la certeza de que una demora de más de dos horas solo se le tolera a una verdadera estrella. Y su temprana afirmación de que esa texana menuda y de voz apenas audible será probablemente la próxima ganadora del Oscar -ya ha ganado el Globo de Oro, el SAG y el Critic's Choice- no hace más que confirmar la verdadera dimensión de esa reaparición. Enlazar de manera tan definitiva esa historia contada en la pantalla con la de quien la interpreta es algo que ya estaba inscripto en la propia figura de Garland, cuyos personajes se han nutrido desde siempre del ideal que ella misma proyectaba, de las angustias de sus días más oscuros, del vigor de todos sus renacimientos. Sin embargo, hay una película que se destaca entre todas, el sendero evidente seguido por Quilter en la construcción de su retrato de aquel invierno de despedidas, el mismo que retoman Goold y Zellweger en Judy.



La película es Amarga es la gloria (1963), dirigida por Ronald Neame, aquel inglés de los estudios Ealing que encabezó sátiras como Whisky y Gloria (1960) con Alec Guinness, y que inesperadamente fue quien despidió a Judy Garland del cine. Como reza su título original, I Could Go On Singing -"Podría seguir cantando", disponible en YouTube-, Garland interpreta allí a una famosa cantante que inicia una gira por Inglaterra e intenta seguir con sus esperados conciertos pese a los fantasmas de su pasado. En el centro de esa pena que la asedia está el abandono de su hijo, con quien intenta reencontrarse pese a los rencores que la separan del padre del niño. Ese amante despechado es Dirk Bogarde, un médico estricto que mantiene a su hijo en un internado y vela por la extinción de sus recuerdos. Es más que evidente que no hay película más cercana a la vida de Judy Garland que esta pequeña historia para llorar sin pudores. Ahí está el sufrimiento por la separación de sus hijos, que años después terminaría con la pérdida de la custodia a manos de su ex marido Sid Luft, los conciertos en Londres con canciones autorreferenciales como "By Myself", los matrimonios fallidos, el pánico escénico, la soledad y el extravío en la encrucijada entre la carrera y la vida personal.



Es interesante que Judy haya decidido nutrirse del argumento de esa película como el eco perfecto de la propia vida de Garland. Y lo es porque en ese gesto no solo afirma la tenue distancia que separa a toda ficción de la realidad, sino porque nos recuerda que la vigencia de un mito se debe a que su construcción siempre se realiza ante nuestros ojos, sobre la misma tela de la pantalla. El camino iniciado en los años de El mago de Oz culmina sobre un nuevo sendero de piedras, ahora desgastadas por el tiempo y la consciencia de la despedida, que desembocan nuevamente sobre un colorido escenario. La imagen final de Amarga es la gloria muestra a Judy Garland sonriendo ante su público entre lágrimas, erigida por sobre las sombras de su dolor gracias a la fuerza de su voz y su pasión. Es esa misma imagen la que Renée Zellweger recrea en la verdadera despedida de aquel lluvioso 1968, donde las lágrimas reclaman la persistencia de un recuerdo imborrable, donde la fuerza y la pasión de Judy Garland siguen intactas.


Por: Paula Vázquez Prieto

 
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