La orgía moral

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La orgía moral
Publicado por Tsevan Rabtan
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Màxim Huerta el día que recibió la cartera de ministro de de Cultura y Deporte. Fotografía: Cordon.
Un ministro, cuando no solo no era ministro, sino que no tenía nada que ver con la cosa pública, decidió hacer caso a un asesor fiscal y constituyó una sociedad. Buscaba pagar menos impuestos. Curiosamente esto, algo que todo el mundo admite cuando se trata de uno mismo, está mal visto si introducimos el factor ideológico: los de izquierdas te hablan de lo importante que es que todo el mundo pague SUS impuestos —como si no fuera discutible la cifra— y que son los de derechas los que creen que el dinero está mejor en sus bolsillos y no a disposición de los necesitados, mientras que los de derechas dirán que los de izquierdas son unos cínicos que siempre hablan de impuestos a los ricos hasta que empiezan a serlo, momento en el que descubren el proceloso mundo de las contradicciones vitales.

La pregunta que podría desactivar esta guerra es la siguiente: ¿es malo pagar menos impuestos? Para responderla hay que partir de un malentendido previo: todo el mundo puede usar su dinero para ayudar a los demás. Incluso para dárselo al Estado. Pero los impuestos se caracterizan porque se imponen, porque son obligatorios. Y como lo son, su configuración es legal. Es la ley y no la moral la que nos dice cuánto tenemos que pagar. Pero la ley a veces está mal hecha —incluso mal hecha a propósito— y nunca puede prever todos los supuestos. La realidad económica es tan compleja, la libertad es un factor tan esencial para la prosperidad y la simplicidad lo es para la eficacia, que es imposible que no exista un margen de ambigüedad. Así que, siendo como son los impuestos una obligación, es perfectamente admisible interpretarla para pagar lo menos posible. No hay nada amoral en ello; insisto, si quieres usar lo que te queda en el bolsillo para la filantropía, nadie te lo impide.

La cuestión, sin embargo, es más compleja. El Estado debe preocuparse porque los impuestos se paguen. Y no cumpliría con esa misión si no introdujera incentivos. Por esta razón, se consideró delito el fraude fiscal a partir de una cifra. Sucede que fraude es algo más que no pagar, y no solo porque todos los delitos hayan de ser dolosos, sino porque el fraude exige una conducta mendaz o el uso de artificios destinados a engañar. El delincuente sabe y asume que paga menos porque miente, ocultando información o, por ejemplo, incluyendo gastos inexistentes para rebajar su cuota. Para proteger a la Hacienda Pública —que no somos todos, no se crea la propaganda— se decidió castigar a los que dificultaban el acceso a la realidad sobre la que se calcula el tributo.

La ley no se paró aquí. También para incentivar el pago creó las infracciones tributarias. No constituyen un delito, pero sí se deriva de ellas la imposición de una sanción. El funcionario de Hacienda tiene derecho a interpretar la ley de forma diferente a la tuya y, si estima que has declarado menos de lo que debes, a exigirte lo que no pagaste con intereses. También puede ir más lejos: si piensa que tu comportamiento es negligente o doloso, te puede sancionar. Aquí ya se admite que la negligencia sea causa para sancionarte, no como en el caso del delito. No eres negligente si la discrepancia se basa en una «interpretación razonable de la norma». Pero sucede que, aunque tu interpretación sea negligente, conforme a ese estándar, o dolosa, la sanción puede ser leve, grave o muy grave, y se da la circunstancia de que solo puede ser leve si no se oculta información, si no se utilizan facturas o contabilidades falseadas —aunque no sean fraudulentas— o si no se usan «medios fraudulentos».

Volvamos al ministro: basándose en una interpretación de la ley, decidió crear una sociedad que contratase y facturase con terceros por trabajos que hacía él. No inventó facturas, ni falseó contabilidades. Esa sociedad compró un inmueble y decidió deducir como gasto las facturas relativas a la adquisición y la parte que podía amortizar. También dedujo la sociedad como gasto lo que pagaba al ministro por sus servicios —una suma muy inferior a la que cobraba la sociedad—. El ministro no falseó los documentos. No inventó contratos, ni facturas. Los servicios eran reales y se especificaban en los contratos. También lo eran la compra del inmueble y los gastos que se deducía. No ocultó ingresos, ni creó un entramado dirigido a ocultarlos. Tampoco innovó: era una práctica inveterada y consentida y, aunque existían signos y cambios legislativos que anticipaban lo que vino, no tengo por qué pensar que el ministro tuviera que conocerlos. Hablo de lo que había, no de lo que yo, por ejemplo, he pensado sobre estas prácticas: siempre he sostenido que eran una fraude de ley. Aclaro, fraude de ley, no fraude fiscal.

El funcionario de Hacienda decidió que la interpretación de la ley que hacía el ministro no solo no era correcta, sino que era negligente. Más aún, declaró que no había buena fe, que la sociedad no contaba con medios humanos y materiales independientes que añadieran valor al trabajo personalísimo del ministro y que las deducciones de gastos por ese inmueble no tenían que ver con la actividad de la sociedad. No levantó el velo, afirmando que la sociedad no existiera: de hecho, corrigió la suma que la sociedad debía pagar al ministro al alza (con lo que esto suponía de declaración por IRPF), pero no lo hizo hasta el punto de llegar a la diferencia entre el ingreso de la sociedad y los gastos sí imputables a la actividad. Es decir, la sociedad era real y se admitía un margen de ganancia, pero se corregía este margen atribuyéndoselo personalmente al ministro.

De ahí salió la cuota. Lo interesante es que la sanción que se le impuso al ministro no lo fue por la deducción de gastos del inmueble playero. Se le impuso por el cálculo de lo que la sociedad —que controlaba el ministro, único socio y único administrador— debía pagarle. Es decir, eso que tanto ha escandalizado a muchos, la deducción de gastos de la casa de vacaciones por su dueña, la sociedad, ni siquiera dio lugar a una sanción. El inspector, simplemente los eliminó. La negligencia no estaba ahí, sino en la cifra de retribución pactada al no contar la sociedad con medios personales o materiales que le hubieran permitido fijar una retribución inferior al mercado. Le hubiera bastado, posiblemente, al ministro, con haber creado una estructura con algún empleado, unas oficinas, trabajos de apoyo, para poder aplicar esa presunción entonces vigente en la ley. Y, en todo caso, la sanción fue leve: es decir, no hubo ocultación o uso de medios fraudulentos. ¿Se puede hablar de fraude fiscal cuando no hay ocultación, Hacienda tiene acceso a toda la información y coincide con la realidad, no se utilizan medios defraudatorios y la discrepancia se refiere a una forma de entender la ley tributaria?

El ministro no estuvo de acuerdo con la decisión y recurrió. Imagino que, en esto, se dejó guiar por completo por el consejo de su abogado. Para hacerlo tuvo que pagar o avalar. La fase judicial de su recurso se inicia con una demanda que interpone él. El tribunal no podía condenarle, como han dicho tantos medios, a nada. Ya había sido sancionado. El tribunal solo podía estimar la demanda o desestimarla. De hecho, la única condena es la relativa a las costas del proceso. El tribunal, en suma, solo establece que la decisión del funcionario fue correcta. También la sanción.

El ministro no solo no era ministro. Tampoco era diputado o alcalde. Ni tenía visos de serlo hace diez años. El ministro no ha mentido siendo ministro como sí mintió otro que dio tres explicaciones diferentes sobre sus sociedades en paraísos fiscales. Y todos sabemos por qué el ministro ganaba ese dinero: por trabajar en televisión presentando un programa y haciendo publicidad. No se trata de un dinero que le cae de golpe, pagado por un gobierno extranjero, por realizar un informe sobre algo que no domina; informe que ni siquiera muestra.

¿Dónde vamos a parar? ¿Vamos también a pedir a los políticos que nos enseñen toda la información sobre su vida privada previa? Por ejemplo, ¿les pediremos que nos enseñen sus pleitos civiles o laborales? ¿Si un ministro pleiteó temerariamente con un hermano sobre la herencia de sus padres solo para joderlo, vamos a pedir que dimita? ¿También vamos a investigar sus relaciones personales? ¿Exigiremos saber si trató bien a sus padres o a sus hijos, o si fue buen vecino? No hablo de conductas con consecuencias penales. ¿Vamos a pedir que nos den un listado de parientes y amigos para entrevistarlos y juzgar? Por poner un ejemplo: hace poco, un amigo me dijo de una ministra del actual Gobierno, a la que conoce por razones personales y profesionales, que es muy capaz, pero que es una trepa y un bicho de coj*nes, más mala que la quina. ¿La incapacita esto para ser ministra? ¿O quizás la consecuencia es justo la contraria?

Vivimos tiempos excesivos, cargados de un énfasis enfermizo y de la imposición de un cínico puritanismo civil. Las prisas y la mala fe han sido la gasolina. Al final, más que la bondad de las políticas públicas y de las leyes que se aprueban, lo importante es el titular, la imagen o la etiqueta. La simplicidad se impone porque vende, y es instantánea y manejable. El Torquemada de turno pega fuego a cualquier intento de mostrar la complejidad y los matices se convierten en anatema. Todo es igual a todo, y solo se admite un modelo inhumano —por eso más falso que Judas— que consiste en un currículum que nos muestra a robots inmaculados que maravillosamente cumplían desde que nacieron con los requisitos que exige la corrección política actual, aunque se refiera a la conducta de hace décadas. Estos extraños seres que alimentan nuestra parafilia de entomólogos de insectos morales se muestran como si ya estuvieran en la lista de los elegidos por Dios para la salvación. Pero como somos imperfectos, a muchos el juicio les empieza a titubear cuando el pecador es de los nuestros, e inventamos justificaciones estúpidas para intentar ocultar la incoherencia con nuestra conducta previa del día ese en que linchamos a aquel facha o aquel rojo. Todo mejor que admitir que nos hemos pasado.

Esta deriva, además, lo ha infectado todo. Ya no solo exigimos a un cargo público que cumpla estándares éticos a menudo disparatados —salvo que queramos que nos gobiernen tipos que rocen lo psicopático o lo heroico, aunque de hecho sean auténticos inútiles— sino que hemos terminado extendiéndolos al universo mundo. Si eres conocido, un actor, un presentador de televisión, un empresario de éxito, también has de ajustarte al modelo, o pagarás las consecuencias. La masa ha adquirido el derecho a juzgarte, en juicio sumarísimo y casi siempre inane, y la pena es siempre la misma: el destierro. Es lo mismo ser un violador o que una mujer afirme que hace años le miraste las t*tas demasiado rato. Como mucho, y ya veremos lo que dura, se te permite pedir perdón. Perdón a un montón de seres anónimos que creen estar libre del escrutinio y que actúan como pequeños nerones, subiendo o bajando el dedo pulgar. Lo creen, pobres diablos, como si esto no pudiera ir a más. Como si esta carrera hacia la total confusión entre la denuncia y la condena tuviera una meta.

Soy perfectamente consciente de que es inútil pretender parar esto. Tampoco es nuevo. Años atrás, en un artículo que se publicó en esta revista, escribí:

El libertinaje era una «riqueza de lujo». Al entrar en los palacios, revolvimos en los arcones, nos pusimos sus pelucas y comimos hasta hartarnos. Al menos así lo hicieron los que se atrevieron. Eso fue la revolución sexual. No podía basarse en la violencia o la dominación porque la arbitrariedad había muerto, pero ¿lo demás? ¡Lo demás era maravilloso! Despojado del lado turbio, parecía una vuelta a un edén desordenado.

Ahora, tras esa comilona, ha vuelto la normalidad. Vivimos en un deseo de pequeño potlatchpermanente. Creemos que podemos aspirar a hacer lo que queramos y que no hay nada que no esté a nuestro alcance porque tenemos el catálogo a mano. Que podemos derrochar como aquel marqués de Osuna que tiraba los platos de oro al Neva para asombrar al zar de todas las Rusias. Pero no, la «moralidad» se está recomponiendo bajo las leyes de lo políticamente correcto. No podrás tirar tus platos al Neva, aunque sean de hierro, porque la propiedad está limitada por su utilidad social; no podrás excederte en tu comportamiento sexual, no sea que alguien vea en ello una cosificación del otro, sobre todo si es mujer; no podrás comer demasiadas grasas porque la obesidad será un vicio; no podrás pensar nada que vaya contracorriente, porque serás un apestado; no podrás autodestruirte, en alguna forma que te haga felizmente desgraciado, porque la sociedad tutela tu bienestar.

No se está recomponiendo. El golem está vivo y manda.

http://www.jotdown.es/2018/06/la-orgia-moral/
 
Excelente artículo. Cada día hay menos así, racionales, sensatos y poniendo las cosas en su justa perspectiva. Hoy, casi todo son gritos, cuanto más altos e histéricos mejor, casi todo es hacer mucho humo, mucho ruido mediático, mucho linchamiento inmediato...en fin, toda una explosión para que no nos paremos a pensar. Pero cuando alguien se para a pensar y habla pasando las cosas por la cabeza, y no por las vìsceras...pues da gusto leerlo o escucharlo. Gracias por traerlo.
 
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