Hablemos de música

wayne jones | toy piano

giphy.gif
 
Última edición:
oie_31112132NDMNiuSy.jpg

Marvin Gaye, 1984. Foto: Cordon

Una bandera tachonada de estrellas.
Publicado por Carlos Zúmer.

Julius Erving lanzaba y lanzaba. Una sesión de tiro se prolonga hasta que el jugador desea, y en esa ocasión Erving terminó quedándose a solas ante la canasta del Fórum de Los Angeles Lakers, tranquilo de miradas en ese momento de sesteo. Julius lanzaba y lanzaba hasta que un hombre de metro ochenta y cinco apareció en la pista del pabellón y el tiempo se detuvo. Era su ídolo, Marvin Gaye, que se disponía a ensayar el himno estadounidense que al día siguiente iba a cantar ante todo el país en ese mismo lugar, en ese mismo parqué, con motivo del All Star Game. Erving se detuvo a presenciar la actuación completa, que encontró maravillosa, como también pensaron otros mirones, pero no tardó en darse cuenta de que algo no iba bien. Enseguida advirtió la reacción adversa de dos hombres que estaban allí y en los que Julius apenas había reparado al principio, quizá distraído por la aparición de la estrella. Aquellos hombres, Josh Rosenfeld y Lon Rosen, a los que el jugador identificó rápidamente como hacedores del evento, responsables del espectáculo, de las luces, pancartas, anuncios, fanfarria, invitados, cabos atados para que todo saliera perfecto, se asustaron por lo que vieron. Gaye terminó de cantar y ambos se acercaron a él preocupados. El cantante desdeñó atenderles. Julius Erving resolvió mediar y pudo saber por fin qué ocurría. Rosenfeld y Rosen no dejaban de repetir que la cadena de televisión que retransmitía el evento, la CBS, solo les concedía dos minutos para la ceremonia completa del himno. Gaye había sobrepasado con creces esa duración pactada. «Dos minutos, dos minutos», repetían sin parar. Pero en el fondo Erving sabía que la duración no era el único problema. En realidad, era el problema más pequeño de todos.

Cuando, a principios de febrero de 1983, Gaye aceptó el encargo de cantar para la NBA (con menos de una semana de antelación), no tardó en ceder al pánico. Su momento personal era nefasto. Volver de Europa para vivir de nuevo en Estados Unidos significó reencontrarse con la adicción a la cocaína, un sumidero que conocía bien y que, desde hacía algunos meses, volvía a succionarle con fuerza. Ni siquiera el gran éxito de su último disco, Midnight Love, le libró de una zozobra personal ajena a su renovado ánimo profesional. En cualquier caso, no sin esfuerzo, los ataques de pánico fueron aplacados y Marvin se puso a trabajar contra reloj en el asunto. No tardó en enfrentarse a la pregunta fundamental, acaso la que más temía: ¿Qué tipo de himno quería cantar? ¿Uno como el que interpretó en 1968?

Quizá fue el año más convulso de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX. La conflictividad social golpeó en todos los frentes y especialmente en la cuestión racial, con el asesinato de Martin Luther King y los puños de los olímpicos Tommie Smith y John Carlos alzados al cielo de México D. F. como gran metáfora del momento en el que el deporte también se encontraba. Aquel año, Marvin Gaye fue invitado a cantar el himno de las barras y estrellas (The Star-Spangled Banner) en un partido de las World Series de béisbol. Ante el temor de cualquier heterodoxia o significación, los organizadores rogaron a Marvin una interpretación sobria y convencional, carente de cualquier contenido político. Gaye se ciñó a la demanda. Solo un día después, el intérprete puertorriqueño José Feliciano ofreció una propuesta muy diferente, herética al menos en términos musicales. Guitarra en ristre, interpretó una bonita versión acústica del himno. «¿Eres consciente de lo que acabas de hacer?», le dijo un patrocinador nada más bajarse del escenario. Veteranos de guerra tiraron cosas contra la televisión. Las radios le vetaron durante años. Feliciano, invidente, pudo oír con todo detalle los abucheos en aquel estadio abarrotado de Detroit, Michigan.

El cantante incluso se atrevió a criticar veladamente la versión del himno de Gaye del día anterior. Quince años después, Marvin tenía claro que no quería redimirse ni servir a la causa de nadie, pero sí hacer una versión que le llenara, que le representara como artista. Público y jugadores compartieron a su manera idénticos nervios, idéntica expectativa de algo especial. Algunos incluso se supone que influyeron decisivamente en su designación. Cuenta magníficamente el periodista Gonzalo Vázquez que fue el propio Magic Johnson quien propuso a Gaye a los propietarios de los Lakers. Kareem Abdul-Jabbar, hombre de pocas palabras, incluso se significó abiertamente: «Si lo vais a traer, podéis contar conmigo. Ya era hora».

Aquella mañana de sábado, cuando Marvin se presentó en el pabellón un día antes para ensayar ante la mirada atónita de Julius Erving, la composición musical que el cantante y su cuñado y productor, Gordon Banks, habían estado componiendo durante horas se derramó por el recinto como una criatura todavía caliente y parturienta, una sensual declaración de intenciones aún apenas desinhibida de sí misma. Musicalmente, aquella base rítmica no era nada muy sofisticado: un beat electrónico de tempo tranquilo articulado con percusiones cadenciosas. «¿Qué es esto? ¿“Sexual healing”?», se preguntaban desde el control técnico. Pero no era nada parecido ni nada corriente. Era, en realidad, un modesto alegato cultural. Además de una versión del himno estadounidense insoportablemente larga.

Un miedo y una convicción asaltaron a Marvin en la víspera, aún entre retoques de última hora a la instrumental. El miedo no necesitaba mucha explicación y era inevitable dadas las circunstancias del evento y la fragilidad emocional de aquel hombre. La convicción pasaba por la necesidad de idear alguna manera de zafarse de las restricciones que iban a imponerle al día siguiente tanto en la prueba de sonido previa (pactada una hora antes del acto, para asegurarse de la enmienda) como cuando se encendiera el piloto rojo del directo. Necesitaba un truco. Alguna forma de salirse con la suya.

Las preocupaciones de la joven Amanda Mayo, acomodadora del Fórum de Los Ángeles, eran bastante más mundanas. Despejar asientos. Colocar cartulinas. Asistir al público en sus localidades. Además de acomodadora, e hija de actriz, Amanda era conocida por sus dotes como cantante novata. Ni una profesional ni una aficionada, pero sí una voz que ninguno de los trabajadores de la franquicia podría olvidar. Siempre dispuesta, aquella mañana de domingo fue realmente rara para Amanda. Faltaban quince minutos para el arranque del All Star pero algo iba mal, muy mal. Estaban listos periodistas, equipos y entrenadores. Estaba lista la gente en sus asientos y en sus casas tras la televisión, dispuestas las cadenas de radio, los bares, los plumillas en las redacciones. Pero faltaba Marvin Gaye. Ni rastro de Marvin Gaye.

Lon Rosen, director comercial de los Lakers, actuó en consecuencia. Le dijo a Amanda Mayo que se vistiera y se preparara. Aquel día no la necesitaba para una prueba de sonido, como habitualmente, sino para cantar el himno de Estados Unidos ante una audiencia de decenas de millones de personas. Amanda obedeció. Amanda deseó, en el fondo de su alma, que aquello no estuviera pasando, aunque acertó a decirle a su hermano: «Llama a todo el mundo». Tres minutos. Apenas quedaba tiempo que ganar y todo se precipitaba. Dos minutos. Listos también los marcadores. La grada, impaciente, quizá ya notaba algo raro. Un minuto. Y entonces, apareció Marvin Gaye.

Traje azul marino imponente con pañuelo y corbata a juego. Gafas oscuras. Paso sincero y sonriente. No hubo tiempo para saludos. Gordon Banks entregó la cinta musical a los técnicos. Gaye se dirigió al centro de la pista. Saludó con el brazo. Comenzó a palpitar a todo volumen el beat diseñado por Banks. Gaye ajusta el micrófono a su estatura y comienza a frasear. Aquello era soul. Aquello era góspel. Aquello era blues. «Oh say, can you see…». Gaye se agitaba con sus puños y las palmas de sus manos. Era como si una sensual Billie Holiday hubiera viajado en el tiempo. Primera reacción del público: sorpresa, pero visible entusiasmo. Gritos de pasión. Un minuto. Un minuto y medio de interpretación. «And the rockets’ red glare, the bombs bursting in air…». La voz de Gaye rasgaba aquel mantel musical como si fuera terciopelo. Tenía fuerza. Tenía groove. Dos minutos. Dos minutos y medio. El beat retumbaba. Tocaba a su fin. El público dio palmas. Estaban entregados.. «O’er the land of the free… and the home of the brave». Un clamor. Una sonrisa indisimulada en los jugadores que formaban en la cancha, atónitos, aturdidos. Una exclamación, incluso, del propio Gaye: «Oh, Lord. Woo!».





Gaye no se quedó a ver el partido. Lon Rosen («le encantó lo que oyó») fue llamado a capítulo por el comisionado de la NBA, Larry O’Brien, con el que mantuvo una conversación «muy colorida». Pero no fue despedido en absoluto. Rosen fue luego a dar explicaciones al dueño de los Lakers, Jerry Buss, que tuvo clara su opinión: «¿Estás de broma? Ha sido el mejor himno de todos los tiempos». La CBS recibió muchas llamadas iracundas, incrédulas, desconcertadas, pero terminó comprando los derechos de aquella versión del himno de instantáneo éxito.

«Hicimos lo que hicimos», dijo Gordon Banks. «Gaye tenía música en su interior y lo que salió fue justo eso. Nada especial». Pero sí fue algo extraordinario. Quizá ante otro público que no fuera el del Fórum, vientre de pruebas del naciente Showtime, ese fenómeno sociológico de purpurina y estrellas de cine viendo baloncesto en primera fila en la ciudad de Los Ángeles, es posible que la osadía de Gaye no hubiera sido bien recibida. Pero no puede decirse que fuera una transgresión incoherente con el marco y la ocasión. Con el contexto asignado. Como señala Pete Croatto en Grantland: «Fue como un chiste interno: he aquí una versión funky y reconociblemente negra y representativa de lo que hay en la cancha».

Jugadores y cuerpo técnico fueron expresivos. «Cuando Marvin Gaye despegó, me transformé en americano», confesó el entrenador de los Lakers, Pat Riley. El escolta de los Chicago Bulls Reggie Theus declaró: «Fue tan nuevo, tan diferente, tan único… Vergüenza de ti si no te hizo reflexionar». Mientras Kiki Vandeweghe, alero de los Denver Nuggets, dio la medida del momento: «No me acuerdo de la mitad de lo que pasó luego en el partido, pero te digo una cosa: sí recuerdo el himno».

El Este ganó al Oeste 132-123 y Julius Erving fue nombrado hombre más valioso del encuentro. Consiguió veinticinco puntos, seis rebotes y tres asistencias. Aquel año de 1983 ganó además su ansiado título NBA tras tres finales perdidas y treinta y tres años a las espaldas. Fue una temporada que no iba a olvidar jamás por culpa, además, de Marvin Gaye, ídolo antes y después de aquel partido de las estrellas. Solo un año después, Marvin murió por dos disparos de su propio padre en la víspera de su cuadragésimo quinto cumpleaños. Su legado está presente también en el deporte estadounidense.

https://www.jotdown.es/2019/06/una-bandera-tachonada-de-estrellas/
 
El lado oscuro del negocio del reguetón
Lujo sin control, falta de profesionalidad y cachés que se multiplican por cinco en un año

Alvarez-luciendo-camiseta-Escobar_1253284708_13519076_660x371.jpg

J. Álvarez, luciendo camiseta de Escobar
VÍCTOR LENORE
PERFIL
EMAILTWITTER


PUBLICADO hace 3 horas

El ascenso de la música latina tiene también su lado sombrío. Un artículo reciente en la web Ocio Latino, que pasó injustamente desapercibido, cuenta la realidad detrás de los vuelos privados, los deportivos descapotables y los pabellones repletos. Lo firma Víctor Sánchez Rincones, un responsable de promoción colombiano residente en Madrid. Para empezar, el sector se ha salido de madre provocando una burbuja de consecuencias impredecibles. “Artistas de un solo éxito, pongamos el caso de Lunay, comenzaron el año cobrando 8.000 euros por concierto y han terminado pidiendo entre 25 y 40.000. El mercado está tan saturado que, en el caso de Barcelona, hay cuatro festivales de reguetón en un mismo mes. El que se lleva la palma es el Beach Festival, un evento que sin anunciar el cabeza de cartel ya tiene casi todo vendido”, explica.

Otras fuentes solventes confirman la burbuja. “He visto estrellas del ‘perreo’ con tres asistentes de vestuario: uno le da las gafas, otro le pone la chaqueta y el último le coloca los zapatos delante de cada pie”, confiesa una veinteañera, encargada de promoción. Los séquitos con los que se desplazan por el mundo pueden llegar hasta las treinta personas. “Los festivales españoles ya no hacen ofertas, sino que participan en subastas, sobre todo con los cabezas de cartel. Son cifras de cinco ceros, cada vez más altas, hasta de 200.000 por un ‘show’ donde todo el mundo sabe que la estrella hace ‘playback’”, lamenta un promotor español.

“No solo es el dinero, también hay que aguantarles. Imagina tratar con un veinteañero que lo ‘peta’ en todo el mundo, rodeado de empleados que se pasan la vida diciendo que sí a todo. La mitad del tiempo van colocados. Los colombianos se meten, pero los ‘boricuas’ (puertorriqueños) se matan, actúan como si mañana se fueran a acabar todos los estimulantes del planeta”, añade un veterano agente musical, claramente crispado. Hoy los grandes nombres se desplazan en avión privado, a 5.000 euros la hora el modelo más barato, con todos los gastos a cargo del promotor. Estrellas como J. Balvin ya tienen el avión propio y pasan los gastos de combustible, pilotos y estacionamiento en el aeropuerto.

De reponedor a multimillonario
Los testimonios de la industria española coinciden en señalar el narcisismo, consumismo y ostentación de la escena. Todas actitudes muy presentes en las letras del género. Antes eran sueños aspiracionales, ahora se han convertido en la vida cotidiana de media docena de estrellas pop. Bad Bunny pasó en tiempo récord de reponedor de supermercado a superventas global, mientras Anuel tiene un “léxico precario que raya en la vergüenza ajena” cuando toca enfrentarse a una entrevista (entrecomillado del artículo de Sánchez Rincones). Si alguien no quiere dar entrevistas, deja de hacerlo y punto.

La escritora cubana Mayra Montero, que defiende la calidad literaria del reguetón, explicaba esta semana sus dificultades para conversar con Bad Bunny, que "no se quiere exponer a las entrevistas”. Traducido: los artistas viven en burbujas y no han comprendido el trabajo cotidiano que requiere mantener una carrera de largo alcance. Al contrario que en el mundo del fútbol, los jóvenes que triunfan en el reguetón no están obligados a seguir entrenamientos disciplinados, ni a mantener una imagen saludable ante patrocinadores, ni al constante escrutinio de la prensa. Una receta perfecta para perder la perspectiva.

Los artistas punteros son tan codiciados que se entregan a la ley del mínimo esfuerzo. “Lo peor es la falta de humildad y de profesionalidad”, repiten ejecutivos y empleados del sector

Los artistas de primera son tan codiciados que se entregan a la ley del mínimo esfuerzo. “Lo peor es la falta de humildad y de profesionalidad”, repiten como un mantra ejecutivos y empleados del sector. El pasado mes de julio, el puertorriqueño Ozuna llenó el Palacio de los Deportes de Madrid, pero ofreció un 'show' lamentable dominado por sonidos pregrabados. No trajo bailarinas, ni coristas, ni rapero de apoyo. Apostó por un concierto de bajo coste más parecido a un karaoke que a un espectáculo de clase mundial. Las pantallas desplegaban un contenido tristón, mezcla de visuales estilo Windows 98 y fragmentos aleatorios de sus propios vídeoclips. Incluso hubo algún momento bochornoso, como cuando tuvo que abortar el éxito “Ahora dice” por problemas con las bases prepgrabadas. Hizo que el público cantara una versión corta ‘a capella’ y listo. Como otros músicos de la escena, Ozuna ocultó a su banda en los márgenes para que toda la atención se centrase en su figura. Esa noche la música fue lo de menos y el culto a la personalidad el plato principal.

Para comprender los problemas actuales, hay que recordar que los orígenes del género están entrelazados con ambientes de delincuencia en San Juan, capital de Puerto Rico. Quien mejor lo explicado es John Echevarría, el ejecutivo español que gestionó (desde Miami) el lanzamiento global del género. Descubrió el ‘perreo’ en 2001 casi por casualidad, mientras pasaba unas vacaciones familiares en la isla. Una noche le invitaron a una discoteca y alucinó con el ambiente. “Me llamó la atención el atuendo de los camareros. Todos iban con una riñonera con pinta de guardar dentro una pistola. Llevaban una especie de sonotone, como si fuesen del FBI. Me pareció raro y pregunté. Me dijeron que era porque los 'bichotes' frecuentaban el local. En el narcotráfico 'bichotes' son las manos derechas de los ‘capos’. Y efectivamente mirabas las mesas y en todas había dos o tres botellas de Dom Perignon”, recuerda.

Banda sonora mafiosa
Su relato es elocuente. “Otra cosa de la que me entero es que los 'bichotes' están limpiando dinero con el reguetón. ¿Cuánto cuesta lavar dinero? Si eres un genio, genio, pero genio de verdad, te cuesta un 25%. Lo habitual es que te vayas al 40%. Si entregas 100 dólares te llevas 60 limpios. Estos vendían discos y perdían un dólar por pieza. Recuerda que entonces se vendían los compactos a las tiendas a diez dólares. Perder un dólar por disco era una limpia de dinero brutal, gloriosa. ¡Sacaban un 90%! Y además estaban en la pomada. En las discotecas, las fiestas, con los reguetoneros, aunque en esa época estos solo eran conocidos en Puerto Rico, compraban las radios que programaban su música”, recuerda Echevarría. La conversación, conducida por el también ejecutivo discográfico Adrian Vogel, puede leerse completa en este enlace.

En realidad, el género con orígenes más parecidos al reguetón es el gangsta-rap, que arrasó en los años noventa en Estados Unidos. Por eso hay que alegrarse de que no se hayan registrado episodios mayores de violencia, como los que terminaron con las vidas de Tupac Shakur y Notorious B.I.G, entre otros. Lo que sufrió el reguetón es el paso por la cárcel de muchas de sus estrellas, desde el pionero Tego Calderón hasta el superventas Nicky Jam. Los delitos más habituales entre los cantantes son posesión de armas y de sustancia estupefacientes. Calderón recuerda la cárcel como un experiencia que le obligó a espabilarse. “Allí conocí gente que me hizo ver que yo no era tan desafortunado como creía, que me estaba quejando de más. Tuve claro que ese no era mi sitio. El interés en ser criminal hizo que me costara adaptarme a la vida, pero al final conseguí centrarme”, confesó en una entrevista en 2007. Nicky Jam también confiesa que estuvo entre rejas , tras un periodo oscuro donde se mezclaron fracaso comercial, depresión y adicciones varias. Resurgió gracias al impacto mundial de “El perdón” (2017), pero podría no haberlo hecho. ¿Otro episodio elocuente de lo perdidos que andan algunos? En agosto de 2016, el alcalde de Medellín regañó públicamente al reguetonero puertorriqueño J. Álvarez por posar con una camiseta de Pablo Escobar antes de participar en la Feria de las Flores, pagada con dinero municipal.

vídeoclip de “Travesuras”, donde conducía el espectacular Lamborghini blanco de Víctor Alonso Mosquera, jefe del clan de los Úsuaga, capturado en Pozuelo de Alarcón (Madrid) en diciembre de 2014. El cantante negó haber conocido al delincuente en persona. Otro grande, Daddy Yankee, creció en Río Piedras, uno de los barrios más conflictivos de San Juan. Como explicó en El Hormiguero, recibió un balazo en un ajuste de cuentas que truncó su aspiraciones de dedicarse al béisbol y le obligó a centrarse en la música, además en el momento en el que iba a ser padre adolescente.

Don Omar, nombre artístico de William Omar Landrón, cuenta con antecedentes por posesión ilegal de armas. Aparecieron en un registro de la policía cuando le encontraron fumando marihuana frente a la casa de su madre. En 2006 incautaron uno de sus coches de alta gama durante un operativo antidrogas en una mansión propiedad de Álex Trujillo, conocido capo del narcotráfico. También tuvo relación con José “Coquito” López, fallecido productor de reguetón y traficante. Don Omar confesó a la revista Plaboy México que le “encanta” el mundo de la mafia.

Los cantantes Arcángel, De la Guetto, Jowell & Randy, Ñejo y Dalmata y el colectivo Mortal Kombat fueron contratados en 2012 para un concierto privado por Camilo Torres Martín, alias “Fritanga”, un capo colombiano de la droga. Randy respondió a las acusaciones alegando que “ha ocurrido en todos los géneros, pero como el reguetón está de moda, pues somos más vulnerables, somos los más contratados”. Pueden consultarse más casos en este artículo del periodista Juan Diego Aguirre “Cachastan”, de donde se extraen algunos datos de este despiece.

Reportaje original con material audiovisual, en el siguiente enlace, gracias:
https://www.vozpopuli.com/altavoz/c...trafico-crimen-especulacion_0_1253275131.html
 
Back