Felipe VI, el retorno del rey

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Felipe VI, el retorno del rey
Hablan sus amigos, compañeros de la academia militar, el círculo de confianza en la Casa Real, embajadores y políticos para comprender las dos figuras que conviven en él: el rey y el hombre.
Por David Jiménez
21 de enero de 2018 / 8:00
Lectura: 13 minutos
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© Getty Images.

La mañana del 3 de octubre el rey se levantó temprano, despachó asuntos pendientes y recibió en el Palacio de la Zarzuela al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Ninguno de los dos estaba de humor. Un par de días antes, la rebelión independentista en Cataluña había logrado organizar su referéndum, los vídeos de las cargas policiales para tratar de impedirlo habían dado la vuelta al mundo y el Gobierno parecía lejos de controlar la situación, una sensación escenificada por las imágenes de policías abandonando varias localidades catalanas ante la presión vecinal. El rey tenía decidido intervenir.

Felipe VI entregó en mano a Rajoy el último borrador del discurso en el que llevaba trabajando desde el domingo. Quería que fuera breve, directo y con mensajes claros. El Estado había perdido la paciencia y estaba preparado para actuar. La ley iba a ser restablecida. Y los derechos de los catalanes no independentistas, respetados.

La referencia en la mente del pequeño círculo que trabajó con el monarca en la elaboración del texto era la intervención de su padre, Juan Carlos I, tras el golpe del 23-F. Pero el rey llevaba años sin ver aquella alocución y solo la recordaba vagamente. No la utilizó como inspiración o modelo. El país era otro, pensó. La situación, diferente. En las horas en las que el Gobierno dispuso para hacer sugerencias o proponer cambios, “no se tocó una coma”, según fuentes de Zarzuela.

No habría llamadas al diálogo en el texto. Tampoco menciones a los golpeados durante la votación del 1 de octubre. Y la posibilidad de incluir algunas frases en catalán, que estuvo sobre la mesa, fue finalmente descartada. La decisión de lanzar el mensaje institucional se había tomado 48 horas antes, pero el endurecimiento de la posición del rey tenía su origen en un incidente que había sucedido dos meses atrás.

Felipe VI se había desplazado a Cataluña para participar en la concentración en homenaje a las víctimas asesinadas en el atentado de La Rambla del 17 de agosto y caminaba junto a Mariano Rajoy por el Paseo de Gracia cuando se empezaron a escuchar gritos de “fuera, fuera”. Eran manifestantes que portaban banderas independentistas y pancartas en las que se recriminaba a la monarquía su cercanía con Arabia Saudí. Una de ellas responsabilizaba directamente al rey y al Gobierno de los atentados: “Les vostres polítiques, les nostres morts” [Vuestras políticas, nuestras muertes]. No era la única: “Felipe, quien quiere la paz no trafica con armas”.

El monarca cuenta que regresó a Madrid indignado y ofendido. Había sido abucheado otras veces, y en la memoria guardaba la masiva pitada recibida en la final de la Copa del Rey de 2015 en el Camp Nou, pero pensaba que en esta ocasión había sido diferente. La masacre en una ciudad con la que sentía un vínculo especial desde su juventud había supuesto un duro golpe, el recuerdo de las víctimas estaba reciente y no entendía que los independentistas creyeran que aquel fuera un terreno válido para continuar su desafío al Estado.

Para Felipe VI, el independentismo había cruzado todas las líneas. Concluyó que no se detendría ante nada.

El equipo de TVE que debía grabar la intervención llegó al Palacio de la Zarzuela a media tarde. Se escogió el mismo escenario que en su último discurso de Nochebuena, el despacho de trabajo, pero con matices: corbata roja en lugar de la rosada y más informal que la de la ocasión anterior, el ordenador portátil visible en primer plano y el rey situado tras su escritorio, no relajado y con las piernas cruzadas. De fondo, un retrato de Carlos III y las banderas española y europea. “Buenas noches”, empezó diciendo el monarca, la tensión de los últimos días reflejada en el ceño fruncido. “Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática”.

Durante los siguientes seis minutos, el excoordinador de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares, fue de los que esperaron una llamada al diálogo que no llegó. “Ante un choque de trenes, debería haber actuado más como moderador —dice el hoy diputado en Asturias—. Haber funcionado más como un guardagujas que como un elemento de la confrontación”. Desde Barcelona, en cambio, uno de los padres de la Constitución, Miquel Roca, vio a un rey limitándose a cumplir la función que le correspondía, defendiendo la postura del Gobierno, y recuerda que la única excepción a esa regla tuvo lugar con el mensaje de su padre el 23-F, por una sencilla razón: ese día no había Gobierno. “Se atribuye al rey una responsabilidad que no le corresponde, porque, en una ocasión como esta, el discurso (como el de la reina de Inglaterra al abrir la sesión del Parlamento) lo que expresa es el programa del Gobierno”, dice Roca, que también habría preferido un tono más conciliador.

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© Getty Images.

El mensaje del rey se convirtió en éxito inmediato fuera de Cataluña, compartido como ningún otro del monarca en YouTube, aplaudido como si fuera un gol de la Selección en cuarteles militares y comisarías y preludio de lo que para él iban a ser semanas de vuelta al ruedo por España, con un público entregado. En Alicante, unos días después, cientos de empresarios le recibieron en pie, entre ovaciones y con gritos de “Viva el rey”, durante la clausura del tradicionalmente comedido Congreso de la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos (CEDE). “Imposible no darse cuenta —dice una de las personas que viaja con Felipe VI—. Desde aquel día hay un reconocimiento especial”.

A punto de cumplir 50 años, el rey arengó a las instituciones a actuar, sentando las bases de la suspensión de la autonomía en Cataluña e invirtiendo la iniciativa en favor de los constitucionalistas. Y, en el camino, buscó una reivindicación de su figura como jefe de Estado después de tres años tratando de consolidar su papel.

Felipe VI llegó al trono caminando sobre los cristales rotos dejados por su padre al marcharse, después de que la misma prensa que había alimentado el aura de infalibilidad de Juan Carlos I, otorgándole inmunidad informativa durante tres décadas, terminara narrando cada detalle de su decadencia final, viaje a Botsuana y relación con Corinna zu Sayn-Wittgenstein incluidos. Al igual que le ocurrió a la clase política y empresarial del país, el rey emérito no supo ver hasta qué punto la crisis económica había convertido en inaceptables comportamientos que la España que iba mejor había dejado pasar por alto.

La certeza de que ni el nuevo rey ni menos aún doña Letizia iban a contar con el crédito inicial de sus predecesores ha envuelto al monarca de una protección que irrita a la prensa que cubre la Casa Real —“Se ha impuesto el tedio”, asume una veterana de la caravana— y a menudo presenta una imagen de él distante y oficialista, en contraste con la campechanía juancarlista. Es una sensación de hermetismo a la que contribuye el propio carácter reservado de Felipe VI y que uno de sus mejores amigos de juventud atribuye a la herencia materna. “Le cuesta dejar entrar a la gente en su vida hasta que tiene mucha confianza, y su capacidad de autocontrol puede hacerle parecer frío —dice este empresario, que fue compañero de salidas nocturnas en el Madrid de los noventa—. Pero si te lo ganas, se entrega”.

A diferencia de Juan Carlos I, en quien el rey y la persona detrás de la Corona se confundían constantemente, su hijo ha levantado un muro que separa estrictamente ambos papeles. A un lado, el monarca disciplinado, la seriedad burocrática y la aprehensión a salirse del guion. Al otro, el Felipe cercano en las distancias cortas, que busca cualquier ocasión para desprenderse de las formalidades y tiene más sentido del humor del que nadie le atribuiría viéndole en público.

“Cuando está con los amigos, es más abierto y bromista”, asegura uno de sus compañeros que compartió formación en la Academia General Militar (AGM) de Zaragoza, hoy parte de su entorno. “En esos momentos, no parece que sea el rey”.

El resultado de esa contradicción es que los españoles, a pesar de haber sido expuestos a cada detalle de su vida, desde su primer día de colegio hasta sus alistamientos militares, y desde sus desamores hasta su vida en familia con la reina y sus hijas, no tienen la sensación de conocer a la persona que se sienta en el trono.

La idea era que Felipe VI ofrecería algunas contrapartidas a ese carácter reservado: la disciplina que siempre eludió a su progenitor, una normalización de la Casa Real e incluso reformas, dentro de los límites de una institución cuya supervivencia depende de que estas no terminen en revolución. “Una monarquía renovada para un tiempo nuevo”, según anunció en su discurso de proclamación. El reinado empezó con la aprobación de una mayor transparencia en las cuentas reales, un corte drástico de la concesión de títulos nobiliarios y la apertura de las puertas de palacio a colectivos que hasta entonces no lo habían pisado, incluidos representantes de la comunidad gay.

Pero la intención del monarca de forjar su propia identidad, rompiendo con el pasado, se vio empañada por el proceso contra su hermana Cristina y su cuñado Iñaki Urdangarin, la crisis política que mantuvo al país sin gobierno durante un año (tras las elecciones de diciembre de 2015) y el creciente empuje de una rebelión catalana que amenazaba con achicar su reino. La tercera iba a situarle ante el momento decisivo de su reinado; la primera, ante la encrucijada de elegir entre familia y Corona.

Quizá nada ha puesto más a prueba la determinación reformista de Felipe VI que la imputación de la infanta Cristina en el caso Nóos cuando él apenas llevaba una semana en el trono. Trató de convencerla, sin éxito, de que renunciara a sus derechos sucesorios. El rey no solo no iba a hacer nada por proteger a su hermana de la Justicia, algo que Juan Carlos I había intentado en la trastienda del poder, sino que optó por revocarle el uso del título de duquesa de Palma.

Lejos quedaban entonces los mejores tiempos de una familia que, en la cima de su popularidad, se reunió en la explanada del santuario de Covadonga para el acto de la proclamación del príncipe heredero, entonces de nueve años. La reina Sofía y las infantas, Cristina y Elena, se sentaron junto a don Felipe, que recibió de su padre la Cruz de la Victoria y un encargo que difícilmente podría comprender: “Tu cruz de rey —le dijo—. La que debes llevar con honra y nobleza, como exige la Corona”.

Cuatro décadas después, la Casa de Borbón vivía una trama tolstoiana —“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”— de lealtades enfrentadas, disputas palaciegas y reproches familiares que dejaron al rey herido y le obligaron a poner orden en mitad de fuertes tensiones.

Levantada la autocensura sobre la monarquía en el ocaso de Juan Carlos I, el carácter reservado del nuevo monarca ha tenido que enfrentarse a una exposición diaria de intimidades. Y, de entre todos los miembros de la Casa, nadie ha sido más escudriñada que la reina. Sobre Letizia se publica si ha mirado mucho o poco al rey en su último acto, cómo de distante es la relación con sus suegros, su supuesta afición por la kombucha, una bebida probiótica a base de té fermentado, o la “exclusiva” de que dispone de “nuevos brazos”, al parecer más tonificados de lo que corresponde a una reina. Para ella es una batalla perdida: asumido que no va a zafarse de la atención o las críticas, el objetivo es aislar de esos mismos focos a sus hijas, Leonor y Sofía, y darles espacios de normalidad. Cada noche, salvo compromiso ineludible, cenan en familia. Y por la mañana, uno de los dos las lleva al colegio.

La intención es trasladar esa normalidad también a la vida social de los reyes, después de que Felipe VI haya reforzado la amistad que siempre le unió con excompañeros del Ejército, con los que hoy organiza salidas al cine, comidas y planes. Cuando uno de ellos murió recientemente, tras una larga enfermedad, el rey llamó a algunos de sus amigos de la promoción y les llevó en helicóptero hasta el pueblo manchego donde se celebró un funeral familiar. Al preguntar qué encuentra en sus amigos militares, uno de ellos no lo duda: “Sabe que no tenemos ningún interés detrás”.

Si Felipe VI ha elegido la estabilidad de la Corona, por encima de todo lo demás, es en parte porque fue instruido a conciencia para hacerlo. Tras el acto de proclamación del joven príncipe en Covadonga, se inició la labor de construir un rey, un cometido en el que puso especial empeño la reina Sofía. Idiomas y cursos en el extranjero. Largas temporadas en las academias de los tres ejércitos. Las clases de Derecho y Económicas en la Autónoma de Madrid, para sacarle temporalmente del ambiente elitista que le rodeaba. Y, entre medias, la búsqueda de la anhelada normalidad, de la que estuvo más cerca en los dos años de Washington, donde podía mezclarse por el campus de Georgetown como un estudiante más, manejar desde la distancia las expectativas nacionales o jugar al squash con su profesor de Historia, John McNeill. “Era reservado, al menos en clase, y rara vez se mostraba animado o apasionado”, dice McNeill, que en cambio recuerda cómo el príncipe le buscaba para debatir en la privacidad de su despacho.

Ya por entonces convivían los dos Felipes: el que trataba de despistar a los guardaespaldas en Washington y el que una vez en la discoteca no se permitía perder el control; el que busca espacios de normalidad en su vida privada, decepcionando en su día a los tradicionalistas con noviazgos alejados de la nobleza, y el que cumple al detalle los rigores del protocolo monárquico; el Felipe que “no parece el rey” cuando está con los amigos, y el que en sus actos oficiales da la sensación de no poder dejar de serlo en ningún momento. Quienes le conocen aseguran que cada vez que entran en conflicto, rey y persona, siempre termina imponiéndose el primero.

Y así, según ha avanzado el reinado, han ido quedando en el camino personas cercanas, como su hermana Cristina; amigos que han dejado de convenir a la Corona; o esa parte de catalanes que, frente al televisor el pasado 3 de octubre, esperaron en vano que Felipe VI adoptara un tono más conciliador. Ese día, el rey escogió serlo más que nunca y a los ojos de muchos españoles ocupó al fin un trono que, en parte del subconsciente nacional, seguía en manos del príncipe con el que habían crecido.

James Costos, el exembajador estadounidense en España con quien Felipe VI ha forjado una amistad cercana estos años, cree que el monarca llega a los 50 años en su mejor momento. “Le he visto con personas de todo tipo, desde el presidente Obama hasta líderes empresariales internacionales, artistas y empresarios, ciudadanos de todos los orígenes —asegura Costos—. Sus instintos naturales son excepcionalmente apropiados en todas las situaciones”.

Solo el tiempo dirá cuánto se alargará la luna de miel que Felipe VI ha vivido desde el discurso del 3 de octubre y si los instintos que menciona Costos le permitirán evitar el final de su padre. Para un rey que confiesa en privado que a veces imagina una vida lejos de la Corona y que cree que, llegado el día, no tendrá problema en renunciar a ella si así fuese el deseo democrático de la mayoría, la única certeza es que, por ahora, tendrá que seguir conviviendo con sus dos yoes.

http://www.revistavanityfair.es/realeza/articulos/felipe-vi-el-retorno-del-rey/28473
 
¡Cuánta palabrería! Ya estamos preparando el panegírico para su quincuagésimo aniversario.
Tocará aislarse unos cuantos días.
Al contrario hay que ser crítico con estas estúpidos halagos aunque sea a través de foros como este..o redes sociales o por el medio que sea..
Sin insultar, sin agredir, con argumentos o con ironía... ocada cual como sepa y pueda..
Porque en los medios oficiales lo van a vender niquelado y maravilloso, y nadie se planteará una duda.. o critica..

Nos esperan días oscuros..pero no decaigamos..El lado oscuro no podrá vencernos.. :meh:

Los títulos de estos libros últimos son dignos de estudio, propios de Señor de los anillos& Juego de Tronos..
Me quedo con este otro Rey..

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Felipe VI, el retorno del rey
Hablan sus amigos, compañeros de la academia militar, el círculo de confianza en la Casa Real, embajadores y políticos para comprender las dos figuras que conviven en él: el rey y el hombre.
Por David Jiménez
21 de enero de 2018 / 8:00
Lectura: 13 minutos
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© Getty Images.

La mañana del 3 de octubre el rey se levantó temprano, despachó asuntos pendientes y recibió en el Palacio de la Zarzuela al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Ninguno de los dos estaba de humor. Un par de días antes, la rebelión independentista en Cataluña había logrado organizar su referéndum, los vídeos de las cargas policiales para tratar de impedirlo habían dado la vuelta al mundo y el Gobierno parecía lejos de controlar la situación, una sensación escenificada por las imágenes de policías abandonando varias localidades catalanas ante la presión vecinal. El rey tenía decidido intervenir.

Felipe VI entregó en mano a Rajoy el último borrador del discurso en el que llevaba trabajando desde el domingo. Quería que fuera breve, directo y con mensajes claros. El Estado había perdido la paciencia y estaba preparado para actuar. La ley iba a ser restablecida. Y los derechos de los catalanes no independentistas, respetados.

La referencia en la mente del pequeño círculo que trabajó con el monarca en la elaboración del texto era la intervención de su padre, Juan Carlos I, tras el golpe del 23-F. Pero el rey llevaba años sin ver aquella alocución y solo la recordaba vagamente. No la utilizó como inspiración o modelo. El país era otro, pensó. La situación, diferente. En las horas en las que el Gobierno dispuso para hacer sugerencias o proponer cambios, “no se tocó una coma”, según fuentes de Zarzuela.

No habría llamadas al diálogo en el texto. Tampoco menciones a los golpeados durante la votación del 1 de octubre. Y la posibilidad de incluir algunas frases en catalán, que estuvo sobre la mesa, fue finalmente descartada. La decisión de lanzar el mensaje institucional se había tomado 48 horas antes, pero el endurecimiento de la posición del rey tenía su origen en un incidente que había sucedido dos meses atrás.

Felipe VI se había desplazado a Cataluña para participar en la concentración en homenaje a las víctimas asesinadas en el atentado de La Rambla del 17 de agosto y caminaba junto a Mariano Rajoy por el Paseo de Gracia cuando se empezaron a escuchar gritos de “fuera, fuera”. Eran manifestantes que portaban banderas independentistas y pancartas en las que se recriminaba a la monarquía su cercanía con Arabia Saudí. Una de ellas responsabilizaba directamente al rey y al Gobierno de los atentados: “Les vostres polítiques, les nostres morts” [Vuestras políticas, nuestras muertes]. No era la única: “Felipe, quien quiere la paz no trafica con armas”.

El monarca cuenta que regresó a Madrid indignado y ofendido. Había sido abucheado otras veces, y en la memoria guardaba la masiva pitada recibida en la final de la Copa del Rey de 2015 en el Camp Nou, pero pensaba que en esta ocasión había sido diferente. La masacre en una ciudad con la que sentía un vínculo especial desde su juventud había supuesto un duro golpe, el recuerdo de las víctimas estaba reciente y no entendía que los independentistas creyeran que aquel fuera un terreno válido para continuar su desafío al Estado.

Para Felipe VI, el independentismo había cruzado todas las líneas. Concluyó que no se detendría ante nada.

El equipo de TVE que debía grabar la intervención llegó al Palacio de la Zarzuela a media tarde. Se escogió el mismo escenario que en su último discurso de Nochebuena, el despacho de trabajo, pero con matices: corbata roja en lugar de la rosada y más informal que la de la ocasión anterior, el ordenador portátil visible en primer plano y el rey situado tras su escritorio, no relajado y con las piernas cruzadas. De fondo, un retrato de Carlos III y las banderas española y europea. “Buenas noches”, empezó diciendo el monarca, la tensión de los últimos días reflejada en el ceño fruncido. “Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática”.

Durante los siguientes seis minutos, el excoordinador de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares, fue de los que esperaron una llamada al diálogo que no llegó. “Ante un choque de trenes, debería haber actuado más como moderador —dice el hoy diputado en Asturias—. Haber funcionado más como un guardagujas que como un elemento de la confrontación”. Desde Barcelona, en cambio, uno de los padres de la Constitución, Miquel Roca, vio a un rey limitándose a cumplir la función que le correspondía, defendiendo la postura del Gobierno, y recuerda que la única excepción a esa regla tuvo lugar con el mensaje de su padre el 23-F, por una sencilla razón: ese día no había Gobierno. “Se atribuye al rey una responsabilidad que no le corresponde, porque, en una ocasión como esta, el discurso (como el de la reina de Inglaterra al abrir la sesión del Parlamento) lo que expresa es el programa del Gobierno”, dice Roca, que también habría preferido un tono más conciliador.

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© Getty Images.

El mensaje del rey se convirtió en éxito inmediato fuera de Cataluña, compartido como ningún otro del monarca en YouTube, aplaudido como si fuera un gol de la Selección en cuarteles militares y comisarías y preludio de lo que para él iban a ser semanas de vuelta al ruedo por España, con un público entregado. En Alicante, unos días después, cientos de empresarios le recibieron en pie, entre ovaciones y con gritos de “Viva el rey”, durante la clausura del tradicionalmente comedido Congreso de la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos (CEDE). “Imposible no darse cuenta —dice una de las personas que viaja con Felipe VI—. Desde aquel día hay un reconocimiento especial”.

A punto de cumplir 50 años, el rey arengó a las instituciones a actuar, sentando las bases de la suspensión de la autonomía en Cataluña e invirtiendo la iniciativa en favor de los constitucionalistas. Y, en el camino, buscó una reivindicación de su figura como jefe de Estado después de tres años tratando de consolidar su papel.

Felipe VI llegó al trono caminando sobre los cristales rotos dejados por su padre al marcharse, después de que la misma prensa que había alimentado el aura de infalibilidad de Juan Carlos I, otorgándole inmunidad informativa durante tres décadas, terminara narrando cada detalle de su decadencia final, viaje a Botsuana y relación con Corinna zu Sayn-Wittgenstein incluidos. Al igual que le ocurrió a la clase política y empresarial del país, el rey emérito no supo ver hasta qué punto la crisis económica había convertido en inaceptables comportamientos que la España que iba mejor había dejado pasar por alto.

La certeza de que ni el nuevo rey ni menos aún doña Letizia iban a contar con el crédito inicial de sus predecesores ha envuelto al monarca de una protección que irrita a la prensa que cubre la Casa Real —“Se ha impuesto el tedio”, asume una veterana de la caravana— y a menudo presenta una imagen de él distante y oficialista, en contraste con la campechanía juancarlista. Es una sensación de hermetismo a la que contribuye el propio carácter reservado de Felipe VI y que uno de sus mejores amigos de juventud atribuye a la herencia materna. “Le cuesta dejar entrar a la gente en su vida hasta que tiene mucha confianza, y su capacidad de autocontrol puede hacerle parecer frío —dice este empresario, que fue compañero de salidas nocturnas en el Madrid de los noventa—. Pero si te lo ganas, se entrega”.

A diferencia de Juan Carlos I, en quien el rey y la persona detrás de la Corona se confundían constantemente, su hijo ha levantado un muro que separa estrictamente ambos papeles. A un lado, el monarca disciplinado, la seriedad burocrática y la aprehensión a salirse del guion. Al otro, el Felipe cercano en las distancias cortas, que busca cualquier ocasión para desprenderse de las formalidades y tiene más sentido del humor del que nadie le atribuiría viéndole en público.

“Cuando está con los amigos, es más abierto y bromista”, asegura uno de sus compañeros que compartió formación en la Academia General Militar (AGM) de Zaragoza, hoy parte de su entorno. “En esos momentos, no parece que sea el rey”.

El resultado de esa contradicción es que los españoles, a pesar de haber sido expuestos a cada detalle de su vida, desde su primer día de colegio hasta sus alistamientos militares, y desde sus desamores hasta su vida en familia con la reina y sus hijas, no tienen la sensación de conocer a la persona que se sienta en el trono.

La idea era que Felipe VI ofrecería algunas contrapartidas a ese carácter reservado: la disciplina que siempre eludió a su progenitor, una normalización de la Casa Real e incluso reformas, dentro de los límites de una institución cuya supervivencia depende de que estas no terminen en revolución. “Una monarquía renovada para un tiempo nuevo”, según anunció en su discurso de proclamación. El reinado empezó con la aprobación de una mayor transparencia en las cuentas reales, un corte drástico de la concesión de títulos nobiliarios y la apertura de las puertas de palacio a colectivos que hasta entonces no lo habían pisado, incluidos representantes de la comunidad gay.

Pero la intención del monarca de forjar su propia identidad, rompiendo con el pasado, se vio empañada por el proceso contra su hermana Cristina y su cuñado Iñaki Urdangarin, la crisis política que mantuvo al país sin gobierno durante un año (tras las elecciones de diciembre de 2015) y el creciente empuje de una rebelión catalana que amenazaba con achicar su reino. La tercera iba a situarle ante el momento decisivo de su reinado; la primera, ante la encrucijada de elegir entre familia y Corona.

Quizá nada ha puesto más a prueba la determinación reformista de Felipe VI que la imputación de la infanta Cristina en el caso Nóos cuando él apenas llevaba una semana en el trono. Trató de convencerla, sin éxito, de que renunciara a sus derechos sucesorios. El rey no solo no iba a hacer nada por proteger a su hermana de la Justicia, algo que Juan Carlos I había intentado en la trastienda del poder, sino que optó por revocarle el uso del título de duquesa de Palma.

Lejos quedaban entonces los mejores tiempos de una familia que, en la cima de su popularidad, se reunió en la explanada del santuario de Covadonga para el acto de la proclamación del príncipe heredero, entonces de nueve años. La reina Sofía y las infantas, Cristina y Elena, se sentaron junto a don Felipe, que recibió de su padre la Cruz de la Victoria y un encargo que difícilmente podría comprender: “Tu cruz de rey —le dijo—. La que debes llevar con honra y nobleza, como exige la Corona”.

Cuatro décadas después, la Casa de Borbón vivía una trama tolstoiana —“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”— de lealtades enfrentadas, disputas palaciegas y reproches familiares que dejaron al rey herido y le obligaron a poner orden en mitad de fuertes tensiones.

Levantada la autocensura sobre la monarquía en el ocaso de Juan Carlos I, el carácter reservado del nuevo monarca ha tenido que enfrentarse a una exposición diaria de intimidades. Y, de entre todos los miembros de la Casa, nadie ha sido más escudriñada que la reina. Sobre Letizia se publica si ha mirado mucho o poco al rey en su último acto, cómo de distante es la relación con sus suegros, su supuesta afición por la kombucha, una bebida probiótica a base de té fermentado, o la “exclusiva” de que dispone de “nuevos brazos”, al parecer más tonificados de lo que corresponde a una reina. Para ella es una batalla perdida: asumido que no va a zafarse de la atención o las críticas, el objetivo es aislar de esos mismos focos a sus hijas, Leonor y Sofía, y darles espacios de normalidad. Cada noche, salvo compromiso ineludible, cenan en familia. Y por la mañana, uno de los dos las lleva al colegio.

La intención es trasladar esa normalidad también a la vida social de los reyes, después de que Felipe VI haya reforzado la amistad que siempre le unió con excompañeros del Ejército, con los que hoy organiza salidas al cine, comidas y planes. Cuando uno de ellos murió recientemente, tras una larga enfermedad, el rey llamó a algunos de sus amigos de la promoción y les llevó en helicóptero hasta el pueblo manchego donde se celebró un funeral familiar. Al preguntar qué encuentra en sus amigos militares, uno de ellos no lo duda: “Sabe que no tenemos ningún interés detrás”.

Si Felipe VI ha elegido la estabilidad de la Corona, por encima de todo lo demás, es en parte porque fue instruido a conciencia para hacerlo. Tras el acto de proclamación del joven príncipe en Covadonga, se inició la labor de construir un rey, un cometido en el que puso especial empeño la reina Sofía. Idiomas y cursos en el extranjero. Largas temporadas en las academias de los tres ejércitos. Las clases de Derecho y Económicas en la Autónoma de Madrid, para sacarle temporalmente del ambiente elitista que le rodeaba. Y, entre medias, la búsqueda de la anhelada normalidad, de la que estuvo más cerca en los dos años de Washington, donde podía mezclarse por el campus de Georgetown como un estudiante más, manejar desde la distancia las expectativas nacionales o jugar al squash con su profesor de Historia, John McNeill. “Era reservado, al menos en clase, y rara vez se mostraba animado o apasionado”, dice McNeill, que en cambio recuerda cómo el príncipe le buscaba para debatir en la privacidad de su despacho.

Ya por entonces convivían los dos Felipes: el que trataba de despistar a los guardaespaldas en Washington y el que una vez en la discoteca no se permitía perder el control; el que busca espacios de normalidad en su vida privada, decepcionando en su día a los tradicionalistas con noviazgos alejados de la nobleza, y el que cumple al detalle los rigores del protocolo monárquico; el Felipe que “no parece el rey” cuando está con los amigos, y el que en sus actos oficiales da la sensación de no poder dejar de serlo en ningún momento. Quienes le conocen aseguran que cada vez que entran en conflicto, rey y persona, siempre termina imponiéndose el primero.

Y así, según ha avanzado el reinado, han ido quedando en el camino personas cercanas, como su hermana Cristina; amigos que han dejado de convenir a la Corona; o esa parte de catalanes que, frente al televisor el pasado 3 de octubre, esperaron en vano que Felipe VI adoptara un tono más conciliador. Ese día, el rey escogió serlo más que nunca y a los ojos de muchos españoles ocupó al fin un trono que, en parte del subconsciente nacional, seguía en manos del príncipe con el que habían crecido.

James Costos, el exembajador estadounidense en España con quien Felipe VI ha forjado una amistad cercana estos años, cree que el monarca llega a los 50 años en su mejor momento. “Le he visto con personas de todo tipo, desde el presidente Obama hasta líderes empresariales internacionales, artistas y empresarios, ciudadanos de todos los orígenes —asegura Costos—. Sus instintos naturales son excepcionalmente apropiados en todas las situaciones”.

Solo el tiempo dirá cuánto se alargará la luna de miel que Felipe VI ha vivido desde el discurso del 3 de octubre y si los instintos que menciona Costos le permitirán evitar el final de su padre. Para un rey que confiesa en privado que a veces imagina una vida lejos de la Corona y que cree que, llegado el día, no tendrá problema en renunciar a ella si así fuese el deseo democrático de la mayoría, la única certeza es que, por ahora, tendrá que seguir conviviendo con sus dos yoes.

http://www.revistavanityfair.es/realeza/articulos/felipe-vi-el-retorno-del-rey/28473

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