Follow along with the video below to see how to install our site as a web app on your home screen.
Se debe tener en cuenta: This feature may not be available in some browsers.
Ver el archivo adjunto 1311484Ver el archivo adjunto 1311486Ver el archivo adjunto 1311487Ver el archivo adjunto 1311488
Talleres que se pretenden dar en ciudadanía valores... En los colegios
Me lo he leído y pienso que no es más que hablar y hablar de temas referentes a la sexualidad con la excusa de los delitos de odio.Ver el archivo adjunto 1311484Ver el archivo adjunto 1311486Ver el archivo adjunto 1311487Ver el archivo adjunto 1311488
Talleres que se pretenden dar en ciudadanía valores... En los colegios
En realidad, con el pin parental lo que se pretende es garantizar a los padres el ejercicio efectivo no ya de sus derechos, sino también de sus deberes, tal y como indica la ley. A tal efecto, el pin establece la obligación a los colegios de informar a las familias de todas las actividades complementarias organizadas dentro del horario lectivo, y permitir a los progenitores decidir si dan su consentimiento o no a cada uno de esos “talleres”. Nada más… pero también nada menos, ya que en amplios sectores de la sociedad se ha establecido la creencia de que ha de ser el Estado, a través del sistema público de enseñanza, quien ejerza el deber de formar integralmente a los niños.Si no se atienden los deberes es difícil ejercer de forma efectiva los derechos que estos llevan aparejados. Y no porque exista el evidente propósito por parte de numerosos políticos de conculcar esos derechos, sino porque sus titulares, al descuidar sus deberes, dejan de estar vigilantes
No tiene nada de malo si se dedicará a enseñar o mostrás la sexualidad en todas sus variantes, pero no es el caso va más allá, el hombre varón es el mal de todos los males.Y que tienen de malo?
No tiene nada de malo si se dedicará a enseñar o mostrás la sexualidad en todas sus variantes, pero no es el caso va más allá, el hombre varón es el mal de todos los males.
Jan 18 at 6:50pm
Unlocked
La expropiación de los hijos
Por Javier Benegas
"No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres", esta frase de la ministra de Educación Isabel Celaá, pronunciada cuando anunció que su ministerio recurriría en los tribunales el llamado "pin parental" aprobado por el Gobierno de Murcia, desató la tormenta. Y rápidamente, como ya es costumbre, la polémica se convirtió en un enfrentamiento bipolar, donde la cuestión de fondo quedó oscurecida por juicios, prejuicios y dogmas que apenas arañaban la superficie del verdadero asunto.
De esta forma, el debate adoptó el esquema habitual de buenos y malos, grupos víctima y grupos verdugo. Por un lado estaban los partidarios del pin parental propuesto por el Gobierno de Murcia —los homófobos y reaccionarios— y por otro, sus detractores —los defensores de los valores cívicos—. Así, apoyar el pin significaba atentar contra valores cívicos y democráticos mientras que oponerse era defender esos valores y la propia democracia.
Lo cierto es que la polémica degeneró en trifulca porque quien había prendido la mecha no era el rey Agamenón sino su porquero, es decir: el partido Vox. Por lo tanto, estar a favor, no ya del pin parental, sino de respetar los derechos y deberes de los padres, se asociaba con la ultraderecha. Lo que disuadiría a muchos, preocupados por el qué dirán, de oponerse con rotundidad a la extralimitación del gobierno en materia educativa, ya que al hacerlo podrían ser tachados de ultraderechistas.
En realidad, con el pin parental lo que se pretende es garantizar a los padres el ejercicio efectivo no ya de sus derechos, sino también de sus deberes, tal y como indica la ley. A tal efecto, el pin establece la obligación a los colegios de informar a las familias de todas las actividades complementarias organizadas dentro del horario lectivo, y permitir a los progenitores decidir si dan su consentimiento o no a cada uno de esos “talleres”. Nada más… pero también nada menos, ya que en amplios sectores de la sociedad se ha establecido la creencia de que ha de ser el Estado, a través del sistema público de enseñanza, quien ejerza el deber de formar integralmente a los niños.
Sin deberes no hay derechos
Aquí es pertinente hacer un inciso para apuntar que esta polémica ha puesto de manifiesto la ignorancia de muchos padres acerca de lo que sucede en los colegios de sus hijos. Y diríase que se limitan a aparcarlos en las escuelas para poder acudir a sus trabajos. Algunos incluso desconocen que estas florecientes actividades complementarias, cada vez más expeditivas, se han ido convirtiendo en obligatorias. Sólo toman conciencia de la deriva del sistema educativo cuando en casa su hijo de siete u ocho años reproduce alguna opinión compleja, a todas luces impropia de un niño, sobre un asunto delicado. Es entonces cuando los despreocupados padres deciden averiguar qué les enseñan a sus hijos en el colegio, además de matemáticas, lengua o conocimiento del medio.
Este desentendimiento pone de manifiesto otro problema: la resistencia a asumir que los derechos llevan aparejados deberes. Así, ser padre implica derechos, pero también obligaciones. Y estas obligaciones van más allá de proporcionar techo y escolarización a los hijos, o atender como es debido su alimentación, su vestir y su aseo; también conlleva procurarles una formación integral que, al menos en teoría, no puede delegarse exclusivamente a los maestros.
Si no se atienden los deberes es difícil ejercer de forma efectiva los derechos que estos llevan aparejados. Y no porque exista el evidente propósito por parte de numerosos políticos de conculcar esos derechos, sino porque sus titulares, al descuidar sus deberes, dejan de estar vigilantes, de tal suerte que un día, de repente, esos derechos desaparecen.
Celaá y Musolini
Volviendo al asunto, una de las señales más inquietantes de lo sucedido la encontramos en las propias palabras empleadas por la ministra Isabel Celaá y que desataron la polémica, concretamente en el verbo irregular empleado: pertenecer. Pertenecer significa ser propiedad o formar parte de alguien o de algo. Esto quiere decir que para la ministra socialista lo que estaba en discusión era la propiedad de los hijos: si ésta correspondía a los padres o al Estado. Planteado en estos términos, y puesto que en opinión de Celaá los hijos no pertenecían de ningún modo a los padres, la propiedad no podía sino corresponderle al Estado. Y aquí cabe hacer dos apuntes, el primero, la concordancia entre las ideas de Celaá, y de su partido, con el fascismo.
Dar a entender que los niños pertenecen al Estado implica que el Estado tiene derecho de propiedad no sólo sobre los bienes materiales o la riqueza de la sociedad, también sobre los sujetos que la componen. Esta idea se ajusta al milímetro con los postulados de Benito Musolini, según los cuales el pueblo sólo existe como Estado. Así, en la doctrina fascista el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.
Esta observación puede parecer exagerada pero no lo es en absoluto. No se trata simplemente del significado de las palabras sino de los hechos. Las palabras son sólo signos convencionales para identificar objetos o hechos: son estos últimos los que cuentan. Por lo tanto, no es el verbo “pertenecer”, es el hecho de que, para Celaá y su partido, los niños pertenecen al Estado.
Esta idea, además, entra en concordancia con la pulsión expropiadora de la izquierda, cuya máxima expresión en el presente es la democracia patrimonialista; esto es, que la democracia o es socialista o no es democracia. Por lo tanto, el único gobierno legítimo es un gobierno socialista. Esto significa a su vez que la democracia no es un sistema de gobierno que debe representar al pueblo en su conjunto, sino que el pueblo tiene un único propietario: el Estado socialista.
La ley y la dignidad del ser humano
La concepción de las personas como propiedades nos lleva a un segundo apunte no menos preocupante: el desconocimiento de la ley por parte de los propios gobernantes socialistas o, peor, su determinación para conculcarla por la vía de los hechos. La ley no dice de ninguna manera que los hijos pertenezcan a los padres, mucho menos al Estado, es respetuosa con la dignidad del ser humano, especialmente cuando se trata de un niño. Por ello, lo que la ley establece y regula es la patria potestad.
La patria potestad es el conjunto de derechos que la ley confiere a los padres sobre las personas y bienes de sus hijos, así como el conjunto de deberes que también deben cumplir los progenitores respecto de sus hijos. En ningún caso considera a los hijos como una propiedad. Lo que dice taxativamente es que son los padres los que tienen determinados derechos, pero también el DEBER —no el gobierno o el Estado— de que sus hijos se formen de manera integral.
La patria potestad ha de ejercerse siempre en beneficio de los hijos. Y entre los deberes de los padres se encuentra la obligación de estar con ellos, cuidarlos, protegerlos, alimentarlos, educarlos, procurarles una formación integral, representarlos legalmente y administrar sus bienes. Pero también establece que los hijos están obligados a obedecer y respetar a los padres.
Ocurre que el concepto de la patria potestad choca frontalmente con la pretensión socialista de eliminar cualquier jerarquía dentro del ámbito familiar para así poder establecer un nuevo tipo de familia: la familia democrática, donde no existe orden jerárquico, sino una autoridad negociada. Al eliminar la jerarquía, el concepto de familia tradicional desaparece y con él, la autoridad de los padres sobre sus hijos. Esa autoridad se trasfiere al Estado y es entonces cuando el circulo se cierra: todo en el Estado, nada fuera del Estado.
El porquero tiene razón… aunque moleste
Es comprensible hasta cierto punto que, como en esta polémica participan dos formaciones antagónicas y que, al decir de algunos, a ambas les interesa la polarización para ganar protagonismo, concluyamos que la cuestión del pin parental no deja de ser un asunto menor y que no debemos prestarnos a un debate que beneficia a determinados partidos.
Pero nos guste o no, la haya colocado ahí Agamenón o su porquero, estamos ante una cuestión trascendente sobre la que no hay que frivolizar ni tampoco restarle importancia. Aunque nos preocupe que nos asocien con ciertos extremos o que nos coloquen la etiqueta de turno, estamos frente a un dilema de la misma trascendencia que en su momento representó la violencia de género. En aquella ocasión, muchos reusaron significarse por miedo a ser tachados de machistas y fachas. El resultado de esa incomparecencia fue que el principio fundamental del Estado de derecho, la igualdad ante la ley, quedó demolido. Algo que está teniendo muy graves consecuencias.
Podemos argüir que habrá quien quiera hacer prevalecer la patria potestad frente a un Estado cada vez más expeditivo para poder inculcar en sus hijos ideas contrarias a los valores cívicos y democráticos. Pero esa posibilidad no es argumento suficiente para renunciar a salvaguardar principios fundamentales. Eso sería los mismo que prohibir los automóviles porque en manos de conductores desaprensivos pueden convertirse en armas mortales. Para disuadir y sancionar a quienes sean propensos a hacer un mal uso de sus prerrogativas ya están las leyes, y los tribunales de justicia para aplicarlas. Lo que no parece de ningún modo razonable es pretender conjurar todos los peligros convirtiendo a los sujetos en propiedades del Estado. Eso sólo tiene un nombre: fascismo.
Le falla la base
Las actividades complementarias no las ha inventado el gobierno socialista, llevan en la escuela tela de años
A partir de ahí, se sigue viendo el plumero
Disidencia?
Aquí está otra vez Mussolini como ilustre miembro de la izquierda (ironía on, que todavía alguna se lo creerá). Desde 1982, además de Felipe González y Zapatero, han gobernado un señor de bigotes llamado Aznar y otro llamado Rajoy, ambos dos peligrosísimos socialistas infiltrados en el Gobierno y el Ministerio de Educación.Jan 18 at 6:50pm
Unlocked
La expropiación de los hijos
Por Javier Benegas
"No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres", esta frase de la ministra de Educación Isabel Celaá, pronunciada cuando anunció que su ministerio recurriría en los tribunales el llamado "pin parental" aprobado por el Gobierno de Murcia, desató la tormenta. Y rápidamente, como ya es costumbre, la polémica se convirtió en un enfrentamiento bipolar, donde la cuestión de fondo quedó oscurecida por juicios, prejuicios y dogmas que apenas arañaban la superficie del verdadero asunto.
De esta forma, el debate adoptó el esquema habitual de buenos y malos, grupos víctima y grupos verdugo. Por un lado estaban los partidarios del pin parental propuesto por el Gobierno de Murcia —los homófobos y reaccionarios— y por otro, sus detractores —los defensores de los valores cívicos—. Así, apoyar el pin significaba atentar contra valores cívicos y democráticos mientras que oponerse era defender esos valores y la propia democracia.
Lo cierto es que la polémica degeneró en trifulca porque quien había prendido la mecha no era el rey Agamenón sino su porquero, es decir: el partido Vox. Por lo tanto, estar a favor, no ya del pin parental, sino de respetar los derechos y deberes de los padres, se asociaba con la ultraderecha. Lo que disuadiría a muchos, preocupados por el qué dirán, de oponerse con rotundidad a la extralimitación del gobierno en materia educativa, ya que al hacerlo podrían ser tachados de ultraderechistas.
En realidad, con el pin parental lo que se pretende es garantizar a los padres el ejercicio efectivo no ya de sus derechos, sino también de sus deberes, tal y como indica la ley. A tal efecto, el pin establece la obligación a los colegios de informar a las familias de todas las actividades complementarias organizadas dentro del horario lectivo, y permitir a los progenitores decidir si dan su consentimiento o no a cada uno de esos “talleres”. Nada más… pero también nada menos, ya que en amplios sectores de la sociedad se ha establecido la creencia de que ha de ser el Estado, a través del sistema público de enseñanza, quien ejerza el deber de formar integralmente a los niños.
Sin deberes no hay derechos
Aquí es pertinente hacer un inciso para apuntar que esta polémica ha puesto de manifiesto la ignorancia de muchos padres acerca de lo que sucede en los colegios de sus hijos. Y diríase que se limitan a aparcarlos en las escuelas para poder acudir a sus trabajos. Algunos incluso desconocen que estas florecientes actividades complementarias, cada vez más expeditivas, se han ido convirtiendo en obligatorias. Sólo toman conciencia de la deriva del sistema educativo cuando en casa su hijo de siete u ocho años reproduce alguna opinión compleja, a todas luces impropia de un niño, sobre un asunto delicado. Es entonces cuando los despreocupados padres deciden averiguar qué les enseñan a sus hijos en el colegio, además de matemáticas, lengua o conocimiento del medio.
Este desentendimiento pone de manifiesto otro problema: la resistencia a asumir que los derechos llevan aparejados deberes. Así, ser padre implica derechos, pero también obligaciones. Y estas obligaciones van más allá de proporcionar techo y escolarización a los hijos, o atender como es debido su alimentación, su vestir y su aseo; también conlleva procurarles una formación integral que, al menos en teoría, no puede delegarse exclusivamente a los maestros.
Si no se atienden los deberes es difícil ejercer de forma efectiva los derechos que estos llevan aparejados. Y no porque exista el evidente propósito por parte de numerosos políticos de conculcar esos derechos, sino porque sus titulares, al descuidar sus deberes, dejan de estar vigilantes, de tal suerte que un día, de repente, esos derechos desaparecen.
Celaá y Musolini
Volviendo al asunto, una de las señales más inquietantes de lo sucedido la encontramos en las propias palabras empleadas por la ministra Isabel Celaá y que desataron la polémica, concretamente en el verbo irregular empleado: pertenecer. Pertenecer significa ser propiedad o formar parte de alguien o de algo. Esto quiere decir que para la ministra socialista lo que estaba en discusión era la propiedad de los hijos: si ésta correspondía a los padres o al Estado. Planteado en estos términos, y puesto que en opinión de Celaá los hijos no pertenecían de ningún modo a los padres, la propiedad no podía sino corresponderle al Estado. Y aquí cabe hacer dos apuntes, el primero, la concordancia entre las ideas de Celaá, y de su partido, con el fascismo.
Dar a entender que los niños pertenecen al Estado implica que el Estado tiene derecho de propiedad no sólo sobre los bienes materiales o la riqueza de la sociedad, también sobre los sujetos que la componen. Esta idea se ajusta al milímetro con los postulados de Benito Musolini, según los cuales el pueblo sólo existe como Estado. Así, en la doctrina fascista el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.
Esta observación puede parecer exagerada pero no lo es en absoluto. No se trata simplemente del significado de las palabras sino de los hechos. Las palabras son sólo signos convencionales para identificar objetos o hechos: son estos últimos los que cuentan. Por lo tanto, no es el verbo “pertenecer”, es el hecho de que, para Celaá y su partido, los niños pertenecen al Estado.
Esta idea, además, entra en concordancia con la pulsión expropiadora de la izquierda, cuya máxima expresión en el presente es la democracia patrimonialista; esto es, que la democracia o es socialista o no es democracia. Por lo tanto, el único gobierno legítimo es un gobierno socialista. Esto significa a su vez que la democracia no es un sistema de gobierno que debe representar al pueblo en su conjunto, sino que el pueblo tiene un único propietario: el Estado socialista.
La ley y la dignidad del ser humano
La concepción de las personas como propiedades nos lleva a un segundo apunte no menos preocupante: el desconocimiento de la ley por parte de los propios gobernantes socialistas o, peor, su determinación para conculcarla por la vía de los hechos. La ley no dice de ninguna manera que los hijos pertenezcan a los padres, mucho menos al Estado, es respetuosa con la dignidad del ser humano, especialmente cuando se trata de un niño. Por ello, lo que la ley establece y regula es la patria potestad.
La patria potestad es el conjunto de derechos que la ley confiere a los padres sobre las personas y bienes de sus hijos, así como el conjunto de deberes que también deben cumplir los progenitores respecto de sus hijos. En ningún caso considera a los hijos como una propiedad. Lo que dice taxativamente es que son los padres los que tienen determinados derechos, pero también el DEBER —no el gobierno o el Estado— de que sus hijos se formen de manera integral.
La patria potestad ha de ejercerse siempre en beneficio de los hijos. Y entre los deberes de los padres se encuentra la obligación de estar con ellos, cuidarlos, protegerlos, alimentarlos, educarlos, procurarles una formación integral, representarlos legalmente y administrar sus bienes. Pero también establece que los hijos están obligados a obedecer y respetar a los padres.
Ocurre que el concepto de la patria potestad choca frontalmente con la pretensión socialista de eliminar cualquier jerarquía dentro del ámbito familiar para así poder establecer un nuevo tipo de familia: la familia democrática, donde no existe orden jerárquico, sino una autoridad negociada. Al eliminar la jerarquía, el concepto de familia tradicional desaparece y con él, la autoridad de los padres sobre sus hijos. Esa autoridad se trasfiere al Estado y es entonces cuando el circulo se cierra: todo en el Estado, nada fuera del Estado.
El porquero tiene razón… aunque moleste
Es comprensible hasta cierto punto que, como en esta polémica participan dos formaciones antagónicas y que, al decir de algunos, a ambas les interesa la polarización para ganar protagonismo, concluyamos que la cuestión del pin parental no deja de ser un asunto menor y que no debemos prestarnos a un debate que beneficia a determinados partidos.
Pero nos guste o no, la haya colocado ahí Agamenón o su porquero, estamos ante una cuestión trascendente sobre la que no hay que frivolizar ni tampoco restarle importancia. Aunque nos preocupe que nos asocien con ciertos extremos o que nos coloquen la etiqueta de turno, estamos frente a un dilema de la misma trascendencia que en su momento representó la violencia de género. En aquella ocasión, muchos reusaron significarse por miedo a ser tachados de machistas y fachas. El resultado de esa incomparecencia fue que el principio fundamental del Estado de derecho, la igualdad ante la ley, quedó demolido. Algo que está teniendo muy graves consecuencias.
Podemos argüir que habrá quien quiera hacer prevalecer la patria potestad frente a un Estado cada vez más expeditivo para poder inculcar en sus hijos ideas contrarias a los valores cívicos y democráticos. Pero esa posibilidad no es argumento suficiente para renunciar a salvaguardar principios fundamentales. Eso sería los mismo que prohibir los automóviles porque en manos de conductores desaprensivos pueden convertirse en armas mortales. Para disuadir y sancionar a quienes sean propensos a hacer un mal uso de sus prerrogativas ya están las leyes, y los tribunales de justicia para aplicarlas. Lo que no parece de ningún modo razonable es pretender conjurar todos los peligros convirtiendo a los sujetos en propiedades del Estado. Eso sólo tiene un nombre: fascismo.