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Pilar Eyre
Mónica Hoyos, ya puedes arrastrarte, que Isabel Pantoja te odiará siempre
El "violento" encuentro entre Jaime Peñafiel y el padre de Letizia
¡Se ha casado la hija de Carolina de Mónaco y es como si se hubiera casado mi hija! ¡La conozco desde que era así de pequeña! La vi en Saint-Rémy, precisamente donde ha celebrado su boda religiosa. Hace treinta años yo veraneaba también en una localidad de la Provenza, Carolina acababa de quedarse viuda y se había refugiado con sus tres hijos en un primitivo caserón de piedra en medio de un campo de lavanda. Por curiosidad, fui un domingo a verla.
¡Impresionante! El pueblo era pequeño, y ella, que vivía a tres kilómetros del centro, transitaba por la calle principal entre la panadería y la iglesia, con unas olorosas baguettes en un cesto y sus tres niños de la mano. Normal, ¿no? Lo que no resultaba normal era que a su alrededor llevara, caminando de espaldas, al mismo ritmo que ellos, a trescientos periodistas, fotógrafos, paparazzis, con micros de jirafa y pesadas cámaras al hombro, vociferando: “Carolina, mira aquí, ¿estás triste?”. Y a los niños, entonces no sujetos a ningún tipo de protección: “Andrea, Pierre, Charlotte… ¿os acordáis mucho de vuestro papá?”. Los cuatro iban arreglados con cierto descuido, con alpargatas y atuendos de semiluto –ella con una cosita de algodón tipo bata–, y se desplazaban sin mover ni un músculo, sin hablar entre ellos, la mirada al frente. Incluso Carlota –de entonces cinco años– mantenía el semblante imperturbable.
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Mónica Hoyos, ya puedes arrastrarte, que Isabel Pantoja te odiará siempre
El "violento" encuentro entre Jaime Peñafiel y el padre de Letizia
¡Se ha casado la hija de Carolina de Mónaco y es como si se hubiera casado mi hija! ¡La conozco desde que era así de pequeña! La vi en Saint-Rémy, precisamente donde ha celebrado su boda religiosa. Hace treinta años yo veraneaba también en una localidad de la Provenza, Carolina acababa de quedarse viuda y se había refugiado con sus tres hijos en un primitivo caserón de piedra en medio de un campo de lavanda. Por curiosidad, fui un domingo a verla.
¡Impresionante! El pueblo era pequeño, y ella, que vivía a tres kilómetros del centro, transitaba por la calle principal entre la panadería y la iglesia, con unas olorosas baguettes en un cesto y sus tres niños de la mano. Normal, ¿no? Lo que no resultaba normal era que a su alrededor llevara, caminando de espaldas, al mismo ritmo que ellos, a trescientos periodistas, fotógrafos, paparazzis, con micros de jirafa y pesadas cámaras al hombro, vociferando: “Carolina, mira aquí, ¿estás triste?”. Y a los niños, entonces no sujetos a ningún tipo de protección: “Andrea, Pierre, Charlotte… ¿os acordáis mucho de vuestro papá?”. Los cuatro iban arreglados con cierto descuido, con alpargatas y atuendos de semiluto –ella con una cosita de algodón tipo bata–, y se desplazaban sin mover ni un músculo, sin hablar entre ellos, la mirada al frente. Incluso Carlota –de entonces cinco años– mantenía el semblante imperturbable.
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