La Pasión según san José Fallero
Publicado por Javier S. Burgos
Fotografía: Rafa Esteve (CC).
Génesis
En el principio creó Dios el cielo y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: sea la luz, y cuando iba a ser la luz Dios miró muy fijamente a la tierra, poniendo los ojos así como pequeñitos, como de chino, y vio Dios que ya había fuego. En el Edén, cerca de la Albufera, unos labradores estaban haciendo una hoguera. Y la voz de Dios resonó como un trueno diciendo: «¿Qué estáis haciendo?». Y dijeron ellos, «Ací estem, cremant la fusta que ens ha sobrat de la faena». Y vio Dios en su calendario que era 19 de marzo.
Y de esta forma, y a partir de entonces y durante generaciones y generaciones, los valencianos han perpetuado las mejores fiestas del mundo de forma absolutamente objetiva y cuantitativamente ponderable; las Fallas. Desde entonces, y hasta hoy, las Fallas han cambiado más bien poco.
La creencia habitual es que las fallas son en marzo. Nada más lejos de la realidad. Las fiestas falleras, por el contrario, recorren un vía crucis que alcanza todo el calendario gregoriano. De hecho empiezan el mismo día que acaban, en una suerte de eterno retorno de Nietzsche, o de ave fénix que resurge cada año de sus cenizas. Esto lo saben solo los valencianos; los forasteros, por el contrario, saldrán disparados como alma que lleva el diablo una vez se quemen las fallas. Los oriundos saben que la fiesta recorre un in crescendo magnífico que acaba en el fuego cautivador y purificador de la pasión de san José Fallero. Las nuevas fallas comienzan cuando los basureros todavía están recogiendo los restos humeantes y húmedos del monumento recién sacrificado en la suerte suprema del fuego que marca el final de un ciclo y purga los pecados de los valencianos un año más. Pero vayamos por partes, o mejor dicho, por estaciones de nuestro particular vía crucis.
Primera estación: la presentación
Aunque el valenciano de bien conoce perfectamente que las nuevas fiestas comienzan el mismo 19 de marzo de madrugada, ya tiene marcado en su almanaque particular ciertas fechas a las que acudirá con puntualidad británica y caiga quien caiga. Empieza la puesta de largo en la presentación. O la «presentació» (léase «presentasió»), como diría el bueno de David Broncano. La presentación es la puesta de largo de los integrantes de la falla, ergo, los falleros. Valga el término «falla» como escultura que arderá en el clímax álgido de las fiestas; valga, asimismo, como segunda acepción al utilizarse como «conjunto de falleros de una congregación», y que se reúnen en un local común que llamaremos «casal», con el único objetivo de comer, beber, y loar las evidentes ventajas de la falla (valga ahora como monumento), en contraposición con las fallas vecinas (siguen siendo monumentos) con las que compite.
Pero volvamos a la presentación. Dicho evento se realiza hasta con seis meses de antelación a la semana fallera, y tiene como principal motivo fomentar el sentimiento enraizado de clan que conforma a la falla (ahora como conjunto de personas), exaltando la belleza de las reinas de la corte, esto es, sus falleras, en dos categorías que no compiten, tanto infantiles como adultas, y que ostentan el rango de «falleras mayores». La labor de los presidentes, también de ambos rangos, se restringe a acompañar circunspectos a sus damas. Portan los falleros de su falla (congregación ahora) estandartes o pendones al más puro estilo William Wallace, que ríete tú de la DUI y del cacareado «procés». Un valenciano nunca será secesionista, pero por su falla (de nuevo conjunto de personas) pueden llegar a morir (entiéndase esto último como licencia poética, ya que el máximo sacrificio será resignarse a mascullar un lacónico «ché collons»).
Segunda estación: la cabalgata del ninot
La cabalgata fallera es celebrada con algarabía y fanfarrias en el frío mes de febrero, con el mandato de separarla el máximo espacio de tiempo posible de las cabalgatas navideñas de los Reyes Magos. Una cabalgata fallera difiere de la cabalgata de sus majestades fundamentalmente en que donde deberían estar los Reyes se encuentran las falleras mayores y donde los pajes, sus cortes, siempre precedidos de la falla (acepción grupal ahora) ataviados con los más bizarros disfraces. Pero esa no es la diferencia más marcada. Una cabalgata es fallera tan solo si tras la falla disfrazada se encuadran dos elementos. Uno, una charanga de percusión y vientos engalanados con camisetas customizadas para la ocasión y con algún elemento adicional común en la cabeza (verbigracia unos sombreros). Y dos, y más importante si cabe; una furgoneta o remolque donde se asan longanizas, morcillas y chorizos y se reparten como en el milagro de los panes y los peces entre los falleros que se mueven en singulares coreografías que van perdiendo la coordinación conforme aumenta el cansancio. La bota de vino es compañera contingente en semejante caravana.
Tercera estación: las mascletàs
Fotografía: Rafa Esteve (CC).
Son los valencianos los únicos que han desarrollado suficientemente sus epitelios olfatorios como para conectarlos casi directamente con su amígdala cerebral al aroma de ciertos y muy concretos olores. Las lágrimas de un valenciano brotan irremediables fundamentalmente con tres esencias precisas, a saber: el aroma de la paella burbujeante al fuego de leña, el olor cálido y penetrante de los buñuelos de calabaza, y, por supuesto, el intenso aroma de la pólvora recién quemada tras una mascletà. El primero, y si se es buen valenciano, se puede disfrutar periódicamente los domingos. Los otros dos son eminentemente estacionales. Y no hay olor que más identifique a un valenciano, y exalte más su sentimiento, que el de la pólvora tras una atronadora mascletà en la Plaza del Ayuntamiento, otrora Plaza del Caudillo. Tras el éxtasis grupal, los falleros, vestidos con los blusones de faena, se arrojarán hacia la búsqueda del maestro «pirotècnic», entre vítores y alabanzas verdaderas, espoleados por el cambio comportamental que experimentan sus ebrios cerebros con el olor a pólvora. Es de buen comportamiento, tras la ovación cerrada de rigor, comentar brevemente la intensidad, ritmo o música de las explosiones. El verdadero experto es capaz de entender las carencias y las frecuencias entre «masclets» (nunca petardos) terrestres y «aéreos» (estos siempre sin sustantivo).
Cuarta estación: la plantà
Dicen los expertos, muchos de ellos doctorados durante décadas y décadas de deambular noctámbulo e infinito, que el verdadero fallero acude a la «plantà». Huelga apuntar que la plantà es cuando se «planta» la falla (ahora monumento). Es el momento en que los elegidos, aquellos servidores más fieles a la falla (ahora congregación), lanzan órdenes deslavazadas a los operarios de las grúas que, a pesar de los gritos, intentarán que los grandes ninots (el que usa «muñeco» es expulsado automáticamente de los lindes que perfilan la tierra de las flores) no acaben con los sueños de los falleros estrellados sobre el asfalto. Y ahí el gran enemigo, el Godzilla que encoge los temerosos corazones de los falleros, el único monstruo que atemoriza al valenciano en periodo festivo es un elemento incontrolable de la naturaleza: el viento. La plantà acaba por liturgia con los retoques de pintura. El maestro fallero sabe que en ese momento se la juega, como en las distancias cortas de Brummel. Es cuando debe demostrar su maestría, cuando se debe lucir ante sus expectantes aprendices. El momento cumbre. El clímax. El alfa y el omega. El principio y el fin. Cuando amanezca, porque la plantà debe hacerse con alevosía a veces, pero siempre con nocturnidad, el valenciano de bien escrutará con ojos de halcón si se perciben, aunque sea sutilmente, las marcas de pintura que diferencian el trabajo en el taller del de la calle. Ahí residirá el premio, la competencia feroz con la falla vecina, el grado superlativo del artista fallero.
Quinta estación: la pasión
Las noches interminables deambulando de falla en falla (ahora como acepción geográfica, que también la tiene), los albores de la mañana con las despertàs plagadas de explosiones rítmicas, las docenas de buñuelos ingeridos, los largos desfiles de las ofrendas hacia la «Geperudeta» y las noches previas en los casales son solo el anticipo de la gran noche; la noche de la pasión. Como emulando a Kavafis, los valencianos saben que lo importante es siempre el camino, y que la cremà es equivalente a la emoción, pero también a la tristeza del fin, y que ninguna persona de bien quiere alcanzar el clímax máximo que anticipa al día después. Pero no tiene sentido lo que no se quema, así que esa lánguida noche los buenos valencianos se arman de paciencia y, aunque compungidos por la pena, deciden recorrer las calles en busca de los camiones de bomberos, que permiten identificar con exactitud de satélite dónde ocurrirá la siguiente cremà. El bombero, aun a sabiendas de que es un servidor público encargado de que las ciudades valencianas no se conviertan en la Roma de Nerón, debe ser siempre abucheado. Es la norma. Es el único que se interpone entre la viveza mastodóntica del fuego y la sed incendiaria del enloquecido pueblo fallero. Es él el que reduce la quema, el que minimiza las lenguas de fuego, y por su pecado se le recriminará. El acto ancestral del inicio de la cremà corresponde única y exclusivamente a la fallera mayor, no hay personaje más importante en toda la fiesta. Será la encargada de prender la falla, utilizando una traca, claro, mientras suena el «Per a ofrenar», y las lágrimas brotan de los ojos y los corazones de la gente de bien que se encogen contritos.
El apocalipsis
La vuelta a casa, a nuestra Ítaca particular, se debe realizar no antes de que despunte el alba. Tal vez el enésimo chocolate con buñuelos nos caliente el cuerpo y permita transitar por la tristeza del inexorable fin. Los restos humeantes de las cenizas y las maderas a medio quemar nos recordarán, sin ambages, que todo tiene su fin, pero que no tiene sentido lo que no comienza. La punzada perfora el pecho cuando los barrenderos recogen los últimos despojos del cadáver de la falla, los vasos muertos sobre el asfalto, las crisálidas de los masclets.
El día siguiente dará paso a una ensoñación, en el que nadie osará mencionar el fin de las fallas, tal es la congoja. Cada uno volverá a su puesto de trabajo, silencioso, rememorando las vivencias inmediatamente pasadas, queriendo oír la sombra de las explosiones azarosas en la lejanía. Pero pronto las mentes comenzarán de nuevo a pensar en las siguientes fallas, en sus vestidos, sus monumentos y sus mascletàs. Y el ave fénix volverá de nuevo a desperezarse, ya que sabe que es la única forma cabal de no morir de tristeza.
Cremà. Fotografía: Asier Solana Bermejo (CC)
http://www.jotdown.es/2018/03/la-pasion-segun-san-jose-fallero/
Publicado por Javier S. Burgos
Fotografía: Rafa Esteve (CC).
Génesis
En el principio creó Dios el cielo y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: sea la luz, y cuando iba a ser la luz Dios miró muy fijamente a la tierra, poniendo los ojos así como pequeñitos, como de chino, y vio Dios que ya había fuego. En el Edén, cerca de la Albufera, unos labradores estaban haciendo una hoguera. Y la voz de Dios resonó como un trueno diciendo: «¿Qué estáis haciendo?». Y dijeron ellos, «Ací estem, cremant la fusta que ens ha sobrat de la faena». Y vio Dios en su calendario que era 19 de marzo.
Y de esta forma, y a partir de entonces y durante generaciones y generaciones, los valencianos han perpetuado las mejores fiestas del mundo de forma absolutamente objetiva y cuantitativamente ponderable; las Fallas. Desde entonces, y hasta hoy, las Fallas han cambiado más bien poco.
La creencia habitual es que las fallas son en marzo. Nada más lejos de la realidad. Las fiestas falleras, por el contrario, recorren un vía crucis que alcanza todo el calendario gregoriano. De hecho empiezan el mismo día que acaban, en una suerte de eterno retorno de Nietzsche, o de ave fénix que resurge cada año de sus cenizas. Esto lo saben solo los valencianos; los forasteros, por el contrario, saldrán disparados como alma que lleva el diablo una vez se quemen las fallas. Los oriundos saben que la fiesta recorre un in crescendo magnífico que acaba en el fuego cautivador y purificador de la pasión de san José Fallero. Las nuevas fallas comienzan cuando los basureros todavía están recogiendo los restos humeantes y húmedos del monumento recién sacrificado en la suerte suprema del fuego que marca el final de un ciclo y purga los pecados de los valencianos un año más. Pero vayamos por partes, o mejor dicho, por estaciones de nuestro particular vía crucis.
Primera estación: la presentación
Aunque el valenciano de bien conoce perfectamente que las nuevas fiestas comienzan el mismo 19 de marzo de madrugada, ya tiene marcado en su almanaque particular ciertas fechas a las que acudirá con puntualidad británica y caiga quien caiga. Empieza la puesta de largo en la presentación. O la «presentació» (léase «presentasió»), como diría el bueno de David Broncano. La presentación es la puesta de largo de los integrantes de la falla, ergo, los falleros. Valga el término «falla» como escultura que arderá en el clímax álgido de las fiestas; valga, asimismo, como segunda acepción al utilizarse como «conjunto de falleros de una congregación», y que se reúnen en un local común que llamaremos «casal», con el único objetivo de comer, beber, y loar las evidentes ventajas de la falla (valga ahora como monumento), en contraposición con las fallas vecinas (siguen siendo monumentos) con las que compite.
Pero volvamos a la presentación. Dicho evento se realiza hasta con seis meses de antelación a la semana fallera, y tiene como principal motivo fomentar el sentimiento enraizado de clan que conforma a la falla (ahora como conjunto de personas), exaltando la belleza de las reinas de la corte, esto es, sus falleras, en dos categorías que no compiten, tanto infantiles como adultas, y que ostentan el rango de «falleras mayores». La labor de los presidentes, también de ambos rangos, se restringe a acompañar circunspectos a sus damas. Portan los falleros de su falla (congregación ahora) estandartes o pendones al más puro estilo William Wallace, que ríete tú de la DUI y del cacareado «procés». Un valenciano nunca será secesionista, pero por su falla (de nuevo conjunto de personas) pueden llegar a morir (entiéndase esto último como licencia poética, ya que el máximo sacrificio será resignarse a mascullar un lacónico «ché collons»).
Segunda estación: la cabalgata del ninot
La cabalgata fallera es celebrada con algarabía y fanfarrias en el frío mes de febrero, con el mandato de separarla el máximo espacio de tiempo posible de las cabalgatas navideñas de los Reyes Magos. Una cabalgata fallera difiere de la cabalgata de sus majestades fundamentalmente en que donde deberían estar los Reyes se encuentran las falleras mayores y donde los pajes, sus cortes, siempre precedidos de la falla (acepción grupal ahora) ataviados con los más bizarros disfraces. Pero esa no es la diferencia más marcada. Una cabalgata es fallera tan solo si tras la falla disfrazada se encuadran dos elementos. Uno, una charanga de percusión y vientos engalanados con camisetas customizadas para la ocasión y con algún elemento adicional común en la cabeza (verbigracia unos sombreros). Y dos, y más importante si cabe; una furgoneta o remolque donde se asan longanizas, morcillas y chorizos y se reparten como en el milagro de los panes y los peces entre los falleros que se mueven en singulares coreografías que van perdiendo la coordinación conforme aumenta el cansancio. La bota de vino es compañera contingente en semejante caravana.
Tercera estación: las mascletàs
Fotografía: Rafa Esteve (CC).
Son los valencianos los únicos que han desarrollado suficientemente sus epitelios olfatorios como para conectarlos casi directamente con su amígdala cerebral al aroma de ciertos y muy concretos olores. Las lágrimas de un valenciano brotan irremediables fundamentalmente con tres esencias precisas, a saber: el aroma de la paella burbujeante al fuego de leña, el olor cálido y penetrante de los buñuelos de calabaza, y, por supuesto, el intenso aroma de la pólvora recién quemada tras una mascletà. El primero, y si se es buen valenciano, se puede disfrutar periódicamente los domingos. Los otros dos son eminentemente estacionales. Y no hay olor que más identifique a un valenciano, y exalte más su sentimiento, que el de la pólvora tras una atronadora mascletà en la Plaza del Ayuntamiento, otrora Plaza del Caudillo. Tras el éxtasis grupal, los falleros, vestidos con los blusones de faena, se arrojarán hacia la búsqueda del maestro «pirotècnic», entre vítores y alabanzas verdaderas, espoleados por el cambio comportamental que experimentan sus ebrios cerebros con el olor a pólvora. Es de buen comportamiento, tras la ovación cerrada de rigor, comentar brevemente la intensidad, ritmo o música de las explosiones. El verdadero experto es capaz de entender las carencias y las frecuencias entre «masclets» (nunca petardos) terrestres y «aéreos» (estos siempre sin sustantivo).
Cuarta estación: la plantà
Dicen los expertos, muchos de ellos doctorados durante décadas y décadas de deambular noctámbulo e infinito, que el verdadero fallero acude a la «plantà». Huelga apuntar que la plantà es cuando se «planta» la falla (ahora monumento). Es el momento en que los elegidos, aquellos servidores más fieles a la falla (ahora congregación), lanzan órdenes deslavazadas a los operarios de las grúas que, a pesar de los gritos, intentarán que los grandes ninots (el que usa «muñeco» es expulsado automáticamente de los lindes que perfilan la tierra de las flores) no acaben con los sueños de los falleros estrellados sobre el asfalto. Y ahí el gran enemigo, el Godzilla que encoge los temerosos corazones de los falleros, el único monstruo que atemoriza al valenciano en periodo festivo es un elemento incontrolable de la naturaleza: el viento. La plantà acaba por liturgia con los retoques de pintura. El maestro fallero sabe que en ese momento se la juega, como en las distancias cortas de Brummel. Es cuando debe demostrar su maestría, cuando se debe lucir ante sus expectantes aprendices. El momento cumbre. El clímax. El alfa y el omega. El principio y el fin. Cuando amanezca, porque la plantà debe hacerse con alevosía a veces, pero siempre con nocturnidad, el valenciano de bien escrutará con ojos de halcón si se perciben, aunque sea sutilmente, las marcas de pintura que diferencian el trabajo en el taller del de la calle. Ahí residirá el premio, la competencia feroz con la falla vecina, el grado superlativo del artista fallero.
Quinta estación: la pasión
Las noches interminables deambulando de falla en falla (ahora como acepción geográfica, que también la tiene), los albores de la mañana con las despertàs plagadas de explosiones rítmicas, las docenas de buñuelos ingeridos, los largos desfiles de las ofrendas hacia la «Geperudeta» y las noches previas en los casales son solo el anticipo de la gran noche; la noche de la pasión. Como emulando a Kavafis, los valencianos saben que lo importante es siempre el camino, y que la cremà es equivalente a la emoción, pero también a la tristeza del fin, y que ninguna persona de bien quiere alcanzar el clímax máximo que anticipa al día después. Pero no tiene sentido lo que no se quema, así que esa lánguida noche los buenos valencianos se arman de paciencia y, aunque compungidos por la pena, deciden recorrer las calles en busca de los camiones de bomberos, que permiten identificar con exactitud de satélite dónde ocurrirá la siguiente cremà. El bombero, aun a sabiendas de que es un servidor público encargado de que las ciudades valencianas no se conviertan en la Roma de Nerón, debe ser siempre abucheado. Es la norma. Es el único que se interpone entre la viveza mastodóntica del fuego y la sed incendiaria del enloquecido pueblo fallero. Es él el que reduce la quema, el que minimiza las lenguas de fuego, y por su pecado se le recriminará. El acto ancestral del inicio de la cremà corresponde única y exclusivamente a la fallera mayor, no hay personaje más importante en toda la fiesta. Será la encargada de prender la falla, utilizando una traca, claro, mientras suena el «Per a ofrenar», y las lágrimas brotan de los ojos y los corazones de la gente de bien que se encogen contritos.
El apocalipsis
La vuelta a casa, a nuestra Ítaca particular, se debe realizar no antes de que despunte el alba. Tal vez el enésimo chocolate con buñuelos nos caliente el cuerpo y permita transitar por la tristeza del inexorable fin. Los restos humeantes de las cenizas y las maderas a medio quemar nos recordarán, sin ambages, que todo tiene su fin, pero que no tiene sentido lo que no comienza. La punzada perfora el pecho cuando los barrenderos recogen los últimos despojos del cadáver de la falla, los vasos muertos sobre el asfalto, las crisálidas de los masclets.
El día siguiente dará paso a una ensoñación, en el que nadie osará mencionar el fin de las fallas, tal es la congoja. Cada uno volverá a su puesto de trabajo, silencioso, rememorando las vivencias inmediatamente pasadas, queriendo oír la sombra de las explosiones azarosas en la lejanía. Pero pronto las mentes comenzarán de nuevo a pensar en las siguientes fallas, en sus vestidos, sus monumentos y sus mascletàs. Y el ave fénix volverá de nuevo a desperezarse, ya que sabe que es la única forma cabal de no morir de tristeza.
Cremà. Fotografía: Asier Solana Bermejo (CC)
http://www.jotdown.es/2018/03/la-pasion-segun-san-jose-fallero/