Cajón de Sastre. Un poco de un todo

Ve preparando tu muerte
El fallecimiento sigue siendo un gran tabú, nos falta información sobre lo inevitable. Tenerla nos ayudaría a afrontar mejor el fin


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Una experta japonesa en tanatopraxia, en un congreso sobre la industria funeraria en 2015 en Tokio. TOSHIFUMI KITAMURA / AFP/ GETTY




Todos sabemos lo que sucede antes de un nacimiento. Náuseas matutinas, ardor de estómago, contracciones… Las matronas enseñan a los padres vídeos para que estén tranquilos y preparados para el momento del parto. Sin embargo, nada ni nadie nos cuenta cómo será el instante de nuestra muerte. Llegamos al fin sin información real de nuestros últimos momentos.

Hace un siglo, cuando alguien cumplía los 30 años ya había visto morir a varios familiares en su casa. Su abuela, quizá su padre, muchas veces a uno de sus hermanos. Esa experiencia preparaba a las personas para afrontar ese temido momento. Sin embargo, en los últimos 40 años, es muy raro que alguien tenga ese conocimiento, sobre todo en las ciudades. Conforme ha avanzado la medicina, hemos pasado a morir en los hospitales, buscando siempre una posible solución a la enfermedad.

La inestabilidad de los tiempos que corren tampoco nos ayuda a despedirnos en paz. Para Oriol Quintana, profesor de Ética y Pensamiento Cristiano de la Universidad Ramon Llul, que trata la muerte en su libro 100 preguntes filosòfiques (editorial Cossetània; solo disponible en catalán), antes, cuando todo era menos cambiante, podías morirte en paz con el mundo, pues todo iba a continuar más o menos como hasta entonces. “Pero en el momento en que entramos en una sociedad tecnológica, con infinidad de ideas y de cambios, desaparece esa tranquilidad”, afirma Quintana.

El miedo a la muerte es la base del sentimiento humano. Nadie piensa que vaya a morir antes de llegar a una edad muy avanzada. No lo aceptamos y por eso es un tabú bien asentado. “Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente, como dijo François de La Rochefoucauld en el siglo XVII”, afirma el filósofo Fernando Savater, que no cree que los humanos seamos capaces de alcanzar la idea de una buena muerte. “Vivir el fallecimiento de mi mujer”, reconoce, “me acabó convenciendo de ello”.

Una muerte normal es amable e indolora. Si lo supiéramos, elegiríamos con serenidad dónde queremos morir y junto a quién


El resultado es que cuando nos llega el instante, afrontamos el proceso con mucho desconocimiento y temor, porque pensamos que, además de algo terrible, que lo es, será muy doloroso. Pero no lo suele ser. La intención de acabar con ese desconocimiento es lo que ha llevado a Kathryn Mannix, una experta británica en cuidados paliativos, a escribir Cuando el final se acerca (editorial Siruela). “Lo que quiero con mi libro es devolverle a la gente la sabiduría de la muerte”, afirma la autora durante una entrevista en Madrid. “Para que entendamos que se puede vivir bien dentro de los límites de la pérdida de energía, e incluso desarrollar cierta familiaridad con las fases que suceden en el lecho de muerte”, sostiene.

Leer la treintena de casos que relata en su libro produce desasosiego y tristeza, pero su narración de los momentos de humanidad compartida junto al lecho de muerte es empática y transmite la paz de la última verdad: la que viviremos todos. El relato comienza con la primera vez que escuchó a su entonces jefe contarle con pelos y señales a una paciente de 80 años cómo sería su muerte. Mannix, entonces una estudiante de 4º de Medicina, no daba crédito. La enferma, que sufría metástasis, estaba aterrorizada ante la posibilidad de sufrir dolor en la agonía. Su jefe la miró a los ojos y le relató todo el proceso: “Irás durmiendo cada vez más. A veces ese sueño será que has perdido la consciencia, pero no lo notarás. Luego tu respiración empezará a cambiar. Se ralentizará hasta que se detenga suavemente del todo. No sentirás un dolor repentino, ni miedo. Solo una gran sensación de paz”. Sabine, la mujer, recibió la información besando las manos del doctor.

Aunque hay excepciones, ese es el patrón cuando morimos. Es un proceso amable, habitualmente indoloro y lento. Si todos contáramos con esta información, podríamos elegir con más serenidad dónde nos gustaría morir y junto a quién. Hay quien aboga porque se haga en casa. Y sin embargo, la tendencia entre los españoles es la contraria: en 2015, el 25% (105.643 personas, según el INE) murió en su hogar, frente a un 22,4% (99.149) en 2016, último año disponible.

Mannix afirma que no le gustaría tener una muerte repentina, porque querría despedirse en condiciones de sus hijos y nietos. “Decirles adiós. Gracias. Es muy triste, pero no tener la oportunidad de hacerlo es mucho más duro para quienes dejamos atrás”. La británica incluso incluye en su libro un esquema de carta de despedida que nos anima a redactar para las personas a las que queremos si no somos capaces de decírselo frente a frente. “Gracias por ser una parte tan importante de mi vida”, cierra la carta, que se despide con un “Te quiero”.

"Se puede vivir bien dentro de los límites de la pérdida de energía", dice una experta


En la literatura hay casos de fallecimientos bien narrados, pero en las películas y en las series es difícil que el pasaje de una muerte real tenga protagonismo porque es algo lento que no resulta entretenido. Entre todas las películas que ha visto, la autora solo cae en una que trata bien el tema: Philadelphia, de 1993, con Tom Hanks y Antonio Banderas. “Retrata muy bien la enfermedad, aunque el momento del fallecimiento no aparece”, dice con una mueca.

¿Deberíamos plantearnos alguna forma de informar sobre la muerte? ¿Sería correcto hacerlo en los institutos o habría que ceñirlo a los hospitales? ¿Y si hubiera algo parecido a esos vídeos para padres primerizos sobre la muerte? Seguramente nos dejaría más tranquilos y ahuyentaría miedos. “Ayudaría a que entendiéramos la realidad y no nos viéramos en la tesitura de imaginarnos cosas que no son”, afirma Quintana.

Llegado el momento de la muerte, del miedo del moribundo lo normal es que se pase al que experimentan los familiares hacia el cuerpo sin vida de su ser querido. Es lo que pasa en buena parte del planeta. Pero no en todos los países. El libro De aquí a la eternidad, de la estadounidense Caitlin Doughty, repasa los ritos a la hora de despedir a sus muertos en Indonesia, Bolivia, España o Japón. Doughty es una firme defensora de no retirar el cuerpo nada más suceder el fallecimiento, como pasa en España. “No deberíais dejar que las funerarias os metieran prisa por retirar el cadáver”, dice por correo electrónico. “No causa ningún problema de salud velar el cuerpo en casa, antiguamente se hacía”. Le chirrió la forma en que velamos los cuerpos, tras un cristal, pero le gustó comprobar que muchas familias siguen eligiendo que el difunto esté presente durante el velatorio. Ella posee una funeraria innovadora y conoce bien nuestro temor a la muerte, porque lo vivió en primera persona siendo una niña. Fue testigo cercano del fallecimiento de otro menor que cayó de un balcón en un centro comercial. Enseguida la alejaron del lugar y nunca le mencionaron el suceso, dejándola sola, rumiando lo vivido e imaginando su muerte y la de toda su familia.

“Solo hay dos días con menos de 24 horas en nuestra vida, que esperan como dos paréntesis abiertos que cierran nuestra existencia: uno de ellos lo celebramos cada año, aunque es el otro el que hace que atesoremos la vida”, escribe Mannix en su libro. La muerte es inherente a la vida. Es inevitable. Y esa certeza debería abrirnos los oídos a saber más sobre ella, para hacernos el favor de quitarnos ese pavor y para que podamos despedirnos en condiciones.


https://elpais.com/sociedad/2018/10/30/actualidad/1540895699_535897.html
 
Resolviendo el problema de la Santísima Trinidad de las pseudociencias
Publicado por Guillermo de Haro
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Fotografía: Jorge Gonzalez (CC).
Lo primero que suele hacer un científico para resolver un problema es entenderlo lo mejor posible, definiéndolo y cuantificando todo lo que sea posible para contextualizarlo. Por ejemplo el problema de las pseudociencias.

Bueno, pues lo primero que debemos tener en cuenta es que el problema del que estamos hablando es en realidad un conjunto de problemas totalmente diferentes. Cada uno de ellos se inicia en un momento diferente, está motivado por causas diferentes, y se debe entender con detalle su forma particular para poder actuar de manera razonada y así buscar maneras de resolverlos.

El primer problema es cómo evitar que la gente crea en las pseudociencias. Sin evidencia en sentido contrario parece imposible que absolutamente todo el mundo pueda dejar de creer. Por cómo somos los seres humanos, los sesgos que tenemos y cómo usamos y necesitamos las creencias en nuestro proceso cognitivo, no parece posible. Se podrá reducir, pero nunca eliminar. Incluso personas con una gran capacidad intelectual o científica han tenido creencias de un tipo u otro en algún momento de su vida. La solución que se plantea actualmente para este problema, promulgada por la mayoría de los más ruidosos paladines contra las pseudociencias de nuestro país, es la divulgación científica.

La divulgación de la ciencia es imprescindible, pero desafortunadamente una cantidad relevante de personas se inician en la homeopatía por motivos diversos que hacen complicado que una impida la otra. Desde motivos sociales (su entorno lo hace, una nueva pareja tiene una tienda de productos homeopáticos —esto es de un caso real—…), pasando por motivos personales y emocionales (gente que quiere ser buena persona y como lo natural es bueno, pues claro), así como diversos motivos más. Por cierto, podemos encontrar entre estos motivos algunos iguales a los que hacen que muchas personas empiecen a fumar, como la presión social del entorno, por ejemplo. La solución en cada caso sería diferente a otros, y la divulgación no hará que alguien que, por ejemplo, ha crecido en Alemania rodeado de homeopatía a todas horas, deje de consumirla.

¿Por qué ese interés en la divulgación como solución? Es un negocio del que unos pocos consiguen vivir, ahora que estamos de nuevo en lo alto del ciclo de los contenidos divulgativos. No hace mucho empresas privadas se quejaban de quedarse fuera del pastel de las subvenciones para divulgación. Es más, el enfoque elitista hacia el que está girando esta corriente tiene el riesgo de alejarse de las nuevas generaciones, que aprenden más de ciencia con YouTubers como los creadores de Experimentos Caseros o celebrities como ElRubius. Estos divulgan mientras hablan su mismo idioma, son personalidades en las que confían, y son a menudo despreciados por una supuesta falta de rigor u otros motivos espurios.

El segundo problema es cómo conseguir que quien ya ha entrado en ese mundo lo deje. Aquí la solución dependerá de factores como la intensidad con la que ha entrado y el uso que hace de esos productos y servicios. La pega aquí es que conocer la realidad del problema no es fácil. Si no resolvemos casos como incluir el Stodal en la ecuación, los datos se pervierten y decimos que una cantidad aberrante e incorrecta de españoles consumen homeopatía. Eso no ayuda a resolver este segundo problema. Tampoco ayuda insultar, despreciar o ridiculizar a quien consume o vende, que es la solución en la que insisten diversos colectivos, hasta el punto de intentar censurar a quienes les insisten que no funciona. No existe evidencia científica sólida de que dicha estrategia consiga que la gente abandone el consumo de productos y terapias alternativas.

De lo que sí existe evidencia es de que este tipo de comportamiento enquista la situación, e incluso puede favorecer el negocio de los farsantes. ¿Cómo? Apoyando su discurso de creación de marca, basado en que ellos están salvando a la humanidad de unos malvados que les atacan y quieren impedir que transmitan sus secretos. Paradójico que quienes dicen defender la ciencia la ignoren en estos casos. A menudo citan un único estudio, publicado no hace mucho, que hace tantas aguas metodológicas que da miedo. Otro ejemplo: cuando un famoso apoya una teoría no científica es típico el aluvión de memes, ataques y desprecios. Pues no, esto tampoco funciona para que quien cree deje de hacerlo. Es más valioso que otro famoso hable en sentido contrario. Pero dejar de hacer algo a lo que uno está habituado, como insultar, despreciar o ridiculizar, es complicado. Sobre todo cuanto despreciar a otros hace a unos cuantos sentirse superiores. Así que difícilmente esto va a cambiar, de la superioridad moral es complicado bajarse en marcha.

Finalmente hay un tercer problema: la gente que, consumiendo homeopatía o no, abandona o no inicia un tratamiento médico que le podría salvar la vida para elegir uno homeopático o alternativo. Y digo salvar la vida porque en algunos casos hay personas que dejan la medicina tradicional ante la perspectiva de vivir rodeados de médicos durante unos meses o un par de años, y prefieran lanzarse a una apuesta suicida: si sale bien, ganas; si sale mal, ya habías perdido. Su decisión puede ser seguir con terapias alternativas, con paliativos o sin terapia ninguna. Es típico y lógico que sus familiares, que desean más tiempo con sus seres queridos, piensen que deberían haber tomado otra opción, cuando fue una decisión personal y consciente. Pero aquí entramos en el mismo debate que la eutanasia. Ciertamente muchas de estas personas que abandonan la medicina tradicional pueden descubrir cuando ya es tarde que se equivocaron, y entonces plantear que les engañaron cuando antes estaban convencidos. El estudio de Yale sobre pacientes de cáncer que habían abandonado su tratamiento por terapias alternativas infería que la mayoría eran personas de alto poder adquisitivo, con estudios y que vivían en zonas cercanas a donde un «promotor» de las terapias alternativas tenía un centro de acción. Cada caso es diferente.

¿Pasa la resolución a este problema por prohibir los productos? Probablemente no, pero lo descubriremos pronto tras la decisión del gobierno español de exigir (acertadamente) responsabilidades a los fabricantes. Por donde probablemente sí pasa es por prohibir la actividad de los que se ganan la confianza de estas personas enfermas. Enric Corberá ha pasado de facturar 3 millones en 2015 a 4,4 millones de euros en 2016. Muy posiblemente gracias a los ataques que ha recibido, como comentábamos antes. Y su margen es muy alto, ya que principalmente vende servicios, varios de ellos online. En cualquier caso la estrategia que sea que se haya seguido para pararle no funciona, por lo que seguir haciendo lo mismo contra él no tiene pinta de funcionar.

Por todo esto cuantificar la magnitud del problema para entenderlo, definirlo y poder solucionarlo es la clave. Quizá la solución es dejar de insultar, despreciar y ridiculizar a gente como los antivacunas, por peligrosos que sean, cuando no se puede demostrar impacto positivo alguno y se hace para contentar a una tribu ya convencida. O dejar de intentar callar a todo el que opine diferente del pensamiento único de los paladines contra la pseudociencia, bajo el argumento de que ellos están salvando la humanidad y se les debe dejar hacer, porque los demás no hacemos nada. Al menos mientras no haya evidencia científica de que insultar, despreciar, ridiculizar y estar en «modo guerrilla» continuo resuelve el problema y hace que estas personas cambien. Para ello debemos intentar entender qué provoca el comportamiento de cada uno de ellos. Solo así podremos tomar medidas razonadas, preventivas y correctivas, y no solo legales. Hablar con gente a la que se ha estado insultando y que confíen en uno para aportar información valiosa es complicado. Y no, los casos que a menudo se comentan online de personas que tras una bronca tuitera, o similar, han cambiado de opinión, no son una evidencia científica, sino el otro lado de la moneda del «a mí me funciona».

Solucionar estos problemas no puede pasar por replicar los comportamientos de quien se quiere combatir, sino por un enfoque científico hacia los mismos, que ahora se echa mucho de menos.
https://www.jotdown.es/2018/11/reso...-la-santisima-trinidad-de-las-pseudociencias/
 
El arte del azote
Publicado por Josep Lapidario
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Secretary (2002). Imagen: Slough Pond / TwoPoundBag Productions / double A Films.
No conozco nada más magnífico que unas nalgas que se sacuden bajo una mano, se endurecen y a continuación vuelven a suplicar otro azote. Se entregan y se rebelan en el mismo movimiento…

El arte del azote, Jean-Pierre Enard

19 de agosto de 1996. En el Radio City Music Hall de Nueva York, la cantante Carly Simon se siente aterrorizada ante la perspectiva de actuar en pocos minutos, en función privada, con motivo del quincuagésimo cumpleaños de Bill Clinton. Para calmar su miedo escénico recurre a un remedio habitual en sus giras, y lanza un gesto nervioso a su orquesta. Sonriendo, el saxofonista, el trompeta y el trombón se turnan para poner a Carly sobre sus rodillas y darle unos juguetones azotes en el culo. Desgraciadamente, el telón se levanta antes de tiempo, en plena azotaina. «Estoy segura de que a Clinton le encantó», recuerda la cantante… El dolorcillo físico la distraía del paralizante malestar mental; la azotaina funcionaba como disipador de tensiones y nudos emocionales. Sin embargo, de entre los múltiples usos de las palmadas en las nalgas, no es este el que más me interesa.

En el mismo 1996, la periodista Daphne Merkin escribió un controvertido artículo en The New Yorkerhablando de su atracción erótica por el spanking, es decir, por verse azotada en las nalgas «por una firme mano masculina». Es una lectura interesante a pesar de su innecesario aire de disculpa y autojustificación: como veremos, no hay nada extraño en gozar de la estimulación extra que ofrecen los azotes interpretados como dolorosas caricias. Por supuesto, el arte de la azotaina no tiene nada que ver con el machista e impotente axioma nietzscheano («si vas a ver a una mujer, llévate el látigo»), ni tampoco con los castigos infantiles, afortunadamente ya en desuso. En este artículo libertino planeo compartir con los lectores y lectoras el placer de las nalgas enrojecidas y los azotes firmes, sea como acompañantes del frenesí sexual, sea como práctica erótica en sí misma… Así que desabróchense los cinturones y vamos allá.

El sutil equilibrio entre golpe y caricia

Pregunté a Michèle si la azotaina le había hecho daño. Ella dijo que sí, con un tono cuya modestia sugería de forma irresistible el orgullo y un placer, una felicidad incluso, sordas y salvajes.

Elogio de la azotaina, Jacques Serguine

Cuando el azote se practica como juego libertino, no se corre el riesgo de que el presidente Clinton abra la puerta en cualquier momento… Pero sí hay que tener cuidado con qué se hace y cómo, a riesgo de acabar convirtiendo un juego erótico en una inesperada batalla a muerte.

Pongámonos un momento la bata de laboratorio y analicemos la azotaina desde un punto de vista puramente físico. Durante un spanking el cuerpo azotado reacciona aumentando la producción de adrenalina, lo que incrementa los niveles de respuesta y excitación. Si los azotes se propinan con maestría (es decir, con el ritmo adecuado y un medido crescendo de intensidad), el cuerpo no tarda en producir endorfinas, una droga endógena que no solo palia el dolor sino que resulta placentera por sí misma. Cierta configuración del gen SCN9A predispone a generar grandes cantidades de endorfinas: he ahí un estímulo para la manipulación genética que dejo encima de la mesa.

La clave para una azotaina placentera es saber dónde y cómo azotar. Este texto no pretende ser una guía práctica, pero me permito un par de consejos: la mano desnuda suele proporcionar una mejor experiencia (ah, el tacto de piel con piel, la intimidad física inesperada), aunque no se debe desdeñar el uso de instrumentos si se quiere jugar con más intensidad… Pero los azotes con látigo, fusta, Jot Downen papel u otros implementos de tortura quedan para un futuro artículo. Las zonas más azotables del cuerpo son la parte baja de las nalgas, los muslos (con cuidado) y el ocasional manotazo que parece errar su objetivo y casualmente aterriza en la zona genital.

Todo aficionado al spanking se acaba convirtiendo en connoiseur de los diferentes tipos de nalgas. En un memorable párrafo de El arte del azote (divertido librito de Jean-Pierre Enard ilustrado por Milo Manara) el autor desgrana su propia enumeración: «Hay culos traviesos, sin apenas curvas, su forma encerrada en pantalones tan apretados que se puede ver la línea de las bragas. Culos anchos y fuertes, que llaman la atención con autoridad, culos que te hacen sentir que no podrías ser su amo jamás (…); culos temperamentales, rígidos o relajados según su humor, ahora animados y alegres, luego amenazadores, tensos; culos lánguidos, que se contonean de forma holgazana y se retraen al ver acercarse la mano; (…) culos dormidos que aguardan el beso que los haga despertar».

Por supuesto, la parte psicológica es la que más excitación aporta, más allá de que evoque situaciones de intercambio de poder o autoridad (jefe-secretaria, profesora-alumno). En una azotaina hay desnudez, indefensión voluntaria y deseada, calor, brutalidad controlada. Una ternura salvaje, animal, primaria y jadeante, aunque el spanker azote con una serena y profunda calma, con precisión casi quirúrgica, siguiendo su propia música de las esferas… o de las nalgas. Los azotes tienen su propia respiración, su ritmo intuitivo y no calculado, como no se calcula el número de movimientos de un coito.

Lo más importante del arte del azote es que no hay que azotar jamás con rabia en el corazón. El spanking no debe ser nunca una vía por la que desahogar la ira o materializar reproches hacia la persona azotada. Una azotaina puede simular juguetonamente un castigo, nunca serlo; depende de un sentimiento, no de un resentimiento. Quien azote debe hacerlo con ánimo placentero, irónico y lúdico, lo que no significa haciendo el payaso. La azotaina ritualiza eróticamente una forma de agresión y la convierte en un placer mutuo y consentido. En palabras de Jacques Serguine: «la azotaina, a condición de ser admitida por las dos partes, tiene el mágico privilegio de convertirse en un gesto de amor, exorcizando lo que en el amor reside y residirá siempre de violento, de hostil, de desigual, de divergente y agresivo». Por eso mismo es tan importante no dejarse llevar, una vez se levanta la mano, por la rabia o el lado oscuro de la Fuerza. Añade Serguine poco después: «es un gesto de amor, y como todos puede ser alterado, degradado, se puede corromper su uso, profanar su sentido».

No hay que olvidar jamás que el azote es una variante reforzada de la caricia.

«Un delicioso calor, probablemente sexual…»

El azote no es fuerza, ni obligación, ni violencia. Quien lo utilice para castigar o para obligar no entiende nada de este arte. Aún más, hay muchas posibilidades de que el acto degenere rápidamente en una serie de golpes y heridas que no tienen nada que ver con el azote.

El arte del azote, Jean-Pierre Enard

Tanto el citado librito de Enard como el fundacional Elogio de la azotaina de Jacques Serguine se centran en el azote erótico femenino… Y, sin embargo, es igual de frecuente el masculino, aunque históricamente se haya camuflado mucho más.

20 de noviembre de 1917. Thomas Edward Lawrence, alias Lawrence de Arabia, se infiltra como espía en la ciudad de Deraa, ocupada por los turcos, y es capturado por los hombres del bey local. En su celda Lawrence es desnudado, manoseado por el bey y azotado con un rebenque, una especie de látigo corto. Cuenta el propio Lawrence en Los siete pilares de la sabiduría: «Recuerdo que el cabo me daba puntapiés con su bota herrada para que me incorporase (…) Recuerdo que le sonreí perezosamente, ya que un delicioso calor, probablemente sexual, crecía dentro de mí». La cursiva, junto con la sospechosa exactitud con que describe el látigo en el capítulo, han hecho sospechar a muchos biógrafos que Lawrence era masoquista en el sentido literal del término, es decir, que extraía placer sexual del dolor físico. Nunca quedó del todo claro qué ocurrió esa noche en Deraa, y hay quien cree que todo fue una fantasía febril… De cualquier modo, el masoquismo de Lawrence ayuda a comprender muchos puntos oscuros de su biografía, desde su tendencia al ascetismo mortificador hasta sus peticiones posteriores a su amigo John Bruce para que le azotara, esgrimiendo excusas cada vez más peregrinas.

El hecho de que los azotes se utilizaran frecuentemente como recurso disciplinario infantil, más con los niños que con las niñas, tuvo a veces consecuencias inesperadas. Jean Jacques Rousseau recuerda así en sus Confesiones las azotainas que le proporcionaba a los ocho años la maestra Lambercier, de 30: «no imaginaba entonces que iba a influenciar mis inclinaciones, deseos y pasiones para el resto de mi vida; caer a los pies de una dómina autoritaria, obedecer sus órdenes o implorar su perdón siempre fueron para mí agradabilísimos placeres…». Por su parte, el poeta británico Algernon Swinburnedisfrutaba profundamente de la disciplina inglesa (ejem), y en particular de los duros castigos corporales con vara de fresno que se infligían regularmente en Eton.

Estos ejemplos podrían hacer pensar que hay una fuerte correlación entre el haber recibido azotes de pequeño y el gusto por el masoquismo en la edad adulta… Pero algunos estudios, como el dirigido por el sociólogo Murray Straus en los 70, muestran que puede ser un factor contributivo pero ni mucho menos suficiente; más bien un catalizador oblicuo para reconocer una tendencia y disfrute propios que un factor creador de preferencias sexuales.

De la severidad a la voluptuosidad

No se trata de hacer daño, sino más bien de hacer el daño suficiente, dentro del interior limitado y espacioso de una convención: es lo contrario de la crueldad.

El arte del azote, Jean-Pierre Enard

No resulta sencillo bucear en los orígenes históricos del azote como juego erótico, aunque parece que el impulso de dar un par de estimulantes cachetes de vez en cuando es universal. El Kama Sutra propone cuatro tipos de golpes con los que estimular y expresar la excitación: con el dorso de la mano, con la palma, con el puño y con los dedos levemente contraídos. Varios manuales sexuales chinos, como los recopilados en Artes del dormitorio, de Douglas Wile, mantienen que un poco de dolor sabiamente administrado aumenta la potencia del orgasmo.

En la así llamada «Tumba de la Flagelación» de la Necrópolis de Monterozzi, en Italia, se conserva un fresco etrusco datado en el siglo v a. C. que muestra a dos hombres y una mujer enzarzados en lo que parece una fellatio acompañada de latigazos en las nalgas. Algún tipo de ritual erótico-religioso de origen dionisíaco, tal vez… Imágenes similares pueden verse en los frescos pompeyanos.

En esa época los azotes, propinados o recibidos, se consideraban mano de santo para revigorizar los ardores masculinos. En el Satiricón de Petronio la impotencia (languor) del narrador se cura con unos buenos azotes en el miembro… Durante las fiestas lupercales, que se celebraban a mediados de lo que hoy es febrero, los sacerdotes luperci corrían por el monte Palatino azotando a los paseantes con látigos de cuero llamados februa. Estos azotes aumentaban las posibilidades de embarazo de una mujer y la virilidad de los hombres… Desgraciadamente en el siglo vi se prohibieron estas fiestas por indecentes, sustituidas por el hortera San Valentín. Desde hace unos años unos cuantos libertinos intentamos recuperar la tradición pagana original, pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

El mayor auge del spanking erótico llegó, previsiblemente, con la disciplina inglesa de la época victoriana. Buena parte de la por**grafía de la época muestra flagelaciones y azotes eróticos, anticipando y fijando gran parte de las fantasías del spanking contemporáneo: la institutriz severa y el alumno rebelde, la espía capturada, la doncella revoltosa…

Durante la primera mitad del siglo xx se vivió otra edad de oro de las representaciones gráficas y literarias del spanking, un extraño y potente boom localizado en Francia. En Histoire de la fessée, de la sévère a la voluptueuse, Jean Feixas recuerda esa etapa con una cierta admiración desconcertada, sin que hayan quedado nunca claros los motivos del auge repentino. La publicación más frecuente en aquellos años era la novela para adultos ilustrada con grabados más o menos bien conseguidos de azotainas; discretas obritas de consumo rápido vendidas por correo o en librerías especializadas. Tras la Segunda Guerra Mundial el interés decayó un tanto, aunque puede seguir rastreándose la pasión francesa por las azotainas en la cultura popular… Por ejemplo en la canción La fessée de Georges Brassens, escrita en 1966, en la que unos azotes propinados como castigo corporal se convierten en algo muy diferente.

En la segunda mitad del siglo xx, Estados Unidos y en particular Hollywood tomaron el relevo como productores de ficción spanker camuflada de «azotes correctivos». En muchos sketches televisivos Lucille Ball acababa sobre las rodillas de algún azotador (generalmente su marido Desi Amaz), adoptando ambos un aire juguetón que hacía sospechar cierto entusiasmo. Además, en Estados Unidos existe una bonita tradición por la que la persona que celebra un cumpleaños recibe el mismo número de azotes en el culo que años cumple, más uno «para que crezca»… Una versión hardcore de los tirones de orejas. La actriz Natalie Wood, al cumplir los 18, acabó tumbada sobre las rodillas de su compañero de reparto Tab Hunter, inmortalizados ambos en una magnífica foto. Tan famosa se hizo esa imagen, que muchos años más tarde Hunter repetiría azotando a Natasha Wagner, la hija de Natalie, en exactamente la misma postura…

El periodista Joe Hyams explica en su autobiografía una anécdota interesante ocurrida en 1955 durante una entrevista con Ava Gardner, en un bar de California, para la revista Look. Tras una pregunta incómoda del columnista, Ava respondió con un soberbio puñetazo en la mandíbula que le arrojó al suelo. En un acto reflejo, Hyams se levantó, tumbó a la actriz sobre sus rodillas («era la primera vez que la tocaba: me sorprendió que fuera tan ligera, tan suave y femenina») y levantó la mano para propinarle unos azotes en el culo. En ese momento ambos se quedaron inmóviles, conscientes de que todo el bar les estaba observando, y volvieron poco a poco a sus asientos. Hyams esperaba encontrarse con una gélida mirada de odio, pero la Gardner sonreía de oreja a oreja… Es inevitable preguntarse si durante las entrevistas de Jot Down se producirán momentazos similares.

Aun violando las reglas del azote de Serguine que antes comentábamos (no azotar con rabia o como castigo), el carácter inesperadamente lúdico de este intercambio lo convierte en esencialmente inofensivo, con un sutil subtexto sexual aparentemente bienvenido por ambas partes. Volvemos a la anécdota con que se abre este artículo: el azote o su amenaza como liberador-de-tensiones, incluyendo la tensión sexual no resuelta.

Sin embargo, no todas las actrices reaccionan igual ante la perspectiva de unas nalgas enrojecidas. Keira Knightley estuvo a punto de rechazar el papel de Sabina Spielrein en Un método peligroso,incómoda por las dos escenas de spanking del guión… Finalmente los azotes fueron fingidos mediante un cuidadoso enfoque de cámara y una especie de caja interpuesta ante las nalgas de la actriz. Justo antes de rodar la escena, Keira amenazó medio en broma medio en serio al actor Michael Fassbender, diciéndole que si se le iba la mano y le azotaba de verdad durante el rodaje, le diría a su guardaespaldas que le rompiera las piernas. No es de extrañar que con tantas precauciones el resultado final sea sobreactuado y tan falso como para provocar vergüenza ajena.

Afortunadamente, por Hollywood ha pasado gente más interesante. De Warren Beatty se ha comentado a menudo que es aficionado al spanking, entre otras cosas porque poco después de su tórrido affaire con Madonna esta compuso la canción Hanky Panky, con versos como «Trátame como si fuera una mala chica, aunque sea buena contigo / no quiero que me des las gracias, limítate a darme unos azotes…». Sin duda, esto le da un nuevo ángulo a la frase de Woody Allen: «me gustaría reencarnarme en las yemas de los dedos de Warren Beatty». El mismo Jack Nicholson atesora, entre sus muchos apodos surreales, el de Spanking Jack. Una de sus parejas, la ya fallecida Karen Mayo-Chandler, le recuerda con esta imagen imborrable que parece salida de las tomas falsas de Las brujas de Eastwick: llevando boxers de satén azul, calcetines naranja fluorescentes y una amenazante pala de ping-pong en las manos… A menudo el asunto se limita a un cierto postureo fotográfico, como en las famosas fotos de Jane Birkin posando en actitud spankee ante Gainsbourg o la de Sofia Coppola en Vanity Fair recibiendo una fingida azotaina de su amante Marc Jacobs.

Y ya que hemos trazado un estimulante rumbo por Hollywood, parece apropiado terminar este artículo con dos recomendaciones cinematográficas y una televisiva. Hablando de azotainas es imprescindible mencionar Secretary, esa pequeña joya que cuenta con alguna de las mejores y más auténticas escenas de spanking de la historia del cine. Ah, esa Maggie Gyllenhaal inclinándose sobre el escritorio ante la mirada severa y algo sorprendida de James Spader… Menos conocida pero igualmente pertinente para el tema tratado es la coreana Mentiras (Gojitmal), en la que se narra la tormentosa relación de un escultor sadomasoquista de 38 años y una jovencita de 18. Ambos se alternan como spanker y spankeeen una historia de amor y moratones que resulta a la vez tierna, divertida y cercana.

La recomendación televisiva con la que voy a despedirme es una broma, lo reconozco, pero una que todavía me hace sonreír cada vez que la recuerdo. Y es que en cierto capítulo de The Big Bang Theory (el décimo de la sexta temporada) el mismísimo Sheldon Cooper se deja engatusar por su novia Amy y acaba «castigando su mal comportamiento» mediante unos científicamente calculados azotes en el culo… La cara de Amy al recibirlos podría ser, en realidad, un buen resumen fou de este artículo.

https://www.jotdown.es/2018/11/el-arte-del-azote/
 
Miedo, represión y política
Publicado por Octavio Medina
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Núremberg, 1935. Fotografía: Charles Russell / National Archives and Records Administration.
Camarada, el único plan de producción que se está cumpliendo es el plan de arrestos.

La utilización del terror y el miedo como instrumento político es algo que existe desde que existe la política en sí. En los años finales de la República Cicerón ya se preguntaba si para un gobernante era mejor ser temido o ser amado. Su respuesta era que el «oderint dum metant!», o «¡Que me odien, mientras me teman!» (una cita del poeta Accio que supuestamente gustaba a Calígula) no era una buena forma de hacer política. Por desgracia el Segundo Triunvirato no opinaba lo mismo, y el filósofo y orador fue ejecutado. Pero el debate jamás perdió su relevancia y quince siglos después, Maquiavelosugería que, puestos a elegir, el terror era superior. La razón era que, mientras que la emoción y la afección por el gobernante eran mucho más susceptibles de cambios impredecibles, el miedo dependía únicamente del cálculo racional de la supervivencia, lo cual era mucho más poderoso y controlable.

Esta dicotomía entre ser amado y odiado está intrínsecamente ligada al nivel de represión y miedo que cualquier régimen está dispuesto a alcanzar, una decisión que varía dependiendo del contexto y de los objetivos de cada tirano. Una de las formas de analizar esta clase de situaciones es pensar en lo que el politólogo Lukes llama las tres facetas del poder. De manera resumida, cuando Lukes escribió su clásico Poder: una visión radical, existía un debate muy serio en la ciencia política sobre lo que significaba el poder y la medida en que se podía observar o medir. A pesar de que a toda persona le resultaría fácil pensar en situaciones que reflejan el uso del poder, resultaba difícil el definirlo con exactitud. En ese sentido el poder es como la por**grafía, en palabras del juez estadounidense Potter Stewart: quizá no pueda definirlo con exactitud, «pero lo reconozco cuando lo veo». En general, el poder se definía como la medida en que alguien o algo podía influenciar la decisión de otra persona o entidad. En ese sentido, politólogos como Robert Dahl defendían que la mejor manera de analizarlo era a través de conflictos políticos reales. En principio, si uno analiza las diferentes posturas de los agentes involucrados, y el ganador final, es factible observar quién tiende a ganar y quién a perder, y por lo tanto quién tiene más poder. Esta es la que Lukes llamaba la primera faceta del poder, la capacidad para salir victorioso en conflictos observables y activos.

Sin embargo, otros autores discrepaban de esta postura, arguyendo que el poder que no se puede observar, valga lo místico del concepto, es en ocasiones igual o más importante que el visible. Esta clase de poder consiste en influenciar no los conflictos políticos, sino todo el entramado institucional, o las decisiones sobre lo que se puede poner sobre la mesa, o discutir. A modo de ejemplo, un sistema político donde un grupo étnico o de otro tipo no tiene representación, como el apartheid en Sudáfrica o la época previa al sufragio femenino, significa que existirán clivajes políticos que jamás saldrán a la palestra, porque carecen de canales de representación institucional. La tercera faceta del poder es la que consigue influir en las propias preferencias de los individuos o grupos. Por lo tanto, no es solo que algunos temas controvertidos no se discutan, sino que alguien tiene el poder de convencer a los actores de que no les conviene hacerlo. En definitiva, esta clase de poder modifica las preferencias de los agentes para que estén en contra de sus propios intereses. Evidentemente, esta faceta es la más complicada de estudiar, porque requiere el imputar preferencias a los individuos que están en contradicción con las que ellos mismos expresan.

El miedo y la represión juegan un papel importante en estas dos últimas caras del poder. Una de las mejores ilustraciones de estas diferencias es El caso del camarada Tulayev, la gran novela del escritor marxista (y acérrimo crítico del régimen estalinista) Victor Serge. La premisa de la historia es la misteriosa muerte a tiros de un jerarca del partido, pero el libro es realmente un análisis preciso y brillante de los engranajes de un sistema totalitario. El camarada Tulayev es asesinado una noche de febrero al bajar de un coche oficial para ir a ver a su amante. El dedo que aprieta el gatillo es el de un joven, Kostya, sin agenda política más allá que su desencanto con el sistema. Pero para el aparato gubernamental esta acción presenta una imposibilidad, porque en la narrativa de un régimen totalitario que se jacta de ser perfecto no hay espacio para la oposición de ciudadanos independientes. La única explicación que cabe en ese marco es que tiene que tratarse de una conspiración de traidores que intentan destruir el sistema desde dentro. La historia que sigue es la de una investigación kafkiana que identifica como culpables a varios personajes que comparten dos cosas: su compromiso ideológico con la revolución y su inocencia en relación con el crimen, y que precisamente por ello acaban siendo destruidos por el instrumento represor del sistema al que son fieles.

A un lado tenemos a los revolucionarios desencantados, los que construyeron el sistema pero que a la vez serán destruidos por él. Kondratiev, amigo del líder y veterano de cientos de batallas, intuye que su caída se acerca por haberse atrevido a interceder por un joven trotskista arrestado por el servicio secreto. Rublev, antaño brillante intelectual de referencia, hoy sabe que sus días están contados. Ambos son conscientes de que el sistema camina hacia su propia perdición, pero saben que no pueden hacer nada al respecto. Son víctimas de la segunda faceta del poder, la que persigue que debates políticos cruciales, como en este caso el preguntarse si la revolución ha fracasado, no salgan a la luz por la amenaza de represión del régimen. El sistema es tan perfecto que no solo suprime visiones alternativas de forma activa una vez aparecen, sino que induce a los propios individuos a no intentar exponerlas para empezar.

Al otro lado del banquillo nos encontramos con aquellos que aún creen que trabajan al servicio del partido y del país. Tenemos a la fiscal Zvyeryeva, que ayuda a preparar la acusación ficticia por el asesinato de Tulayev. Son personajes a menudo anodinos, a los que el sistema ha llevado a seguir un camino que va claramente en contra de sus intereses porque, aunque quizá no lo sepan aún, sus acciones acabarán convirtiéndolos en las víctimas de la próxima purga. Los ascensos y éxitos de hoy se convierten en futuras condenas, como en el caso del jefe de seguridad Erchov, que pasa de verdugo a acusado en cuestión de días.

Otra forma de ver la segunda y tercera faceta del poder en acción, como menciona Xavier Márquez, es a través de la censura. Un censor en un sistema autoritario tiene que elegir un punto medio entre dos extremos: o una oferta cultural completamente homogénea que repita sin pausa las consignas del régimen, pero a la vez insoportablemente tediosa para los ciudadanos (lo cual provoca descontento) o un panorama más independiente en el que se permite completa libertad y creatividad a los medios. El problema, claro está, es que a la par que se mantiene más contentos a los ciudadanos, también se arriesga uno a la publicación de contenidos contrarios a la ideología oficial. Una prensa absolutamente controlada aburre y por lo tanto solo es tomada en serio precisamente por los más fanáticos seguidores —los que menos la necesitan—, mientras que una prensa libre es más atractiva pero a la vez fracasa en el adoctrinamiento. El punto óptimo de censura y control, por lo tanto, no queda nada claro.

En consecuencia, a menudo la censura se llevaba a cabo de una manera bastante burda. Márquez nos da abundantes ejemplos de los primeros años del régimen de Franco, cuando los oficiales de la Vicesecretaría de Educación Popular intentaban controlar la opinión pública a través de consignas, muchas de ellas a menudo involuntariamente humorísticas. Así, se conservan mensajes que pedían a los periódicos que se esforzaran en contar las anécdotas «menos conocidas» de los líderes (dado que algunas ya estaban muy vistas), sin que estas dejen, por supuesto, de ser «ejemplarizantes». También se les rogaba que intentaran reducir a toda costa el «sabor oficial» de lo publicado, para darle un toque más fresco. Evidentemente el ser creativo bajo amenaza de castigo fulminante es complicado, por lo que los medios (naturalmente) optaban por ser lo más cautos posibles. El resultado es que la balanza se acabó inclinando hacia el lado del aburrimiento, hasta el punto de que el propio Franco no leía la prensa española por lo predecible que era. No así con el New York Times, que el dictador consideraba una fuente muy fiable sobre la masonería internacional. En la Alemania nazi pasaba tres cuartos de lo mismo, y Goebbels se desvivió durante los primeros años, sin mucho éxito, por limitar el número de eternos discursos de jerarcas nazis y darle algo de variedad a la música marcial. A pesar de ello, se cuenta que las celebraciones del primero de mayo de 1934 incluyeron unas diecisiete horas de programación. Como en el caso franquista, en el régimen nazi tanto el número como la variedad de la oferta cultural disminuyó rápidamente a medida que pasaban los años.

Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces, y la nueva represión es más sofisticada, en parte gracias a las nuevas tecnologías. En un estudio reciente sobre las redes sociales en China, los politólogos King, Pan y Roberts llevan a cabo un esfuerzo descomunal para analizar el comportamiento de los censores gubernamentales. En China, al contrario que en Europa y el resto del mundo occidental, el mercado de las redes sociales está muy fraccionado y hay cientos de proveedores. El Gobierno actúa tanto de forma descentralizada (mediante censores que dependen de los propios proveedores) como a través de empleados públicos (la llamada policía de internet, miembros del partido y monitores, que en total podrían llegar a casi trescientos cincuenta mil en número) que supervisan de forma manual lo que se publica. Dado que el control no es automático, hay un tiempo que transcurre entre la primera publicación de un mensaje y su posterior edición o eliminación por parte del censor. Los investigadores guardaron todo lo publicado en un periodo de tiempo determinado y luego analizaron qué tipo de publicaciones se habían censurado.

Lo curioso es que, al contrario de lo que uno podría imaginar, el Gobierno no parece tener un interés especial en censurar las críticas hacia el régimen, el partido o autoridades concretas. Las críticas rutinarias a las promesas de democratización, como por ejemplo, el que «la democracia intrapartido es hoy en día una excusa para perpetuar un régimen de partido único», pasan el filtro. En cambio, los censores le dedican mucha atención a las publicaciones sobre acción colectiva. Por ejemplo, publicaciones sobre las protestas de Mongolia interior se censuran sin piedad, al igual que entradas relacionadas con los disturbios en el distrito de Zengcheng.

La idea que se intuye es que gracias a la información disponible el régimen chino ha conseguido encontrar el cierto equilibrio que buscaban sus antecesores autocráticos en el negocio de la represión: el permitir relativa libertad a los ciudadanos para que critiquen lo que deseen, de forma que la red siga teniendo interés tanto como plataforma de consumo de información como para el desahogo de frustraciones y enfado. Todo ello, claro está, siempre que no redunde en una mayor capacidad organizativa o de resistencia de la población.

Aunque la de la represión no es una historia alegre, siempre nos quedará el hecho de que, aun en el sistema más despótico, siguen existiendo formas de rebelión. La resistencia pasiva (o política subalterna, en las palabras del politólogo James Scott) es la forma de expresión o insurrección cuando no hay espacio para hacerlo a través de las instituciones tradicionales. La histeria represora que lleva a conclusiones tan trágicas como las del caso Tulayev también conduce a rebeliones a través de mecanismos como el humor.

Esta faceta de rebelión es retratada por el novelista egipcio Albert Cossery en La violencia y la burla. La premisa de la novela es muy actual: en una ciudad árabe cualquiera, gobierna un dirigente autoritario extremadamente egocéntrico y vanidoso. En vez de optar por la revolución armada, un grupo de jóvenes —más caraduras, machistas y bon vivants que disidentes, todo sea dicho— decide que la mejor forma de derrotar al líder es utilizar un arma que no puede combatir: su amor propio. Así pues, los jóvenes comienzan a publicar panfletos tan aduladores que rozan lo estrambótico. El problema para las autoridades es que no pueden hacer nada al respecto. En un preludio a lo que hoy se conoce como la Ley de Poe —que a menudo resulta imposible el diferenciar posturas extremistas pero sinceras de la parodia—, los gobernantes tienen que optar entre permitir la expresión de lo que todo el mundo sabe que es una sátira del dirigente, o retirar los panfletos y carteles, reconociendo que es imposible que alguien tenga tan buena opinión de un Gobierno represor.

Desde la tala de árboles de las tierras de la corona, como hacían campesinos ingleses en la Baja Edad Media, a desertar en tiempos de guerra, a cosas tan sencillas como retrasar la producción, arrastrar los pies o contar chistes, las formas de rebelión informal son innumerables. Todo ello son formas de protesta que cobran un papel vital cuando el resto de canales de resistencia deja de existir, y el miedo y la represión abundan. No en vano se dice que la guerra fría fue una de las edades de oro de los chistes en el este de Europa. Uno de ellos cuenta que para celebrar el aniversario del régimen comunista en Polonia, el Politburo le pidió a un artista que pintara un retrato de la visita de Lenin a Varsovia. Al desvelarse el cuadro frente a Brezhnev y el resto de jerarcas, los asistentes se miran entre sí confundidos, porque el cuadro muestra a la mujer de Lenin y a Trotski en la cama. Brezhnev, airado, le pregunta al artista: «¿Oiga, dónde está Lenin?»; «Lenin», responde el pintor, «está en Varsovia».
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La habitación de Alan Ball
Publicado por Bárbara Ayuso
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Alan Ball, 2001. Foto: Cordon.
No se me olvida —y seguro que a ustedes tampoco— el año 2000. El año en que un hombre dedicó el mayor galardón cinematográfico a una bolsa de plástico del World Trade Center.

Antes de subir al escenario apretaba entre los dedos un tubo de tranquilizantes escondido en el esmoquin. Para él, todo aquello era una fantasía grotesca y casi felliniana. Orinar junto a Brad Pitt, ayudar a Charlize Theron a recolocarse el vestido. Ver a Joan Rivers en carne y hueso. En la cumbre misma del éxito (recoger un Óscar con tu primera película), Alan Ball se sentía un extraterrestre sudoroso con gafas de pasta.

Porque no hacía tanto tiempo que no era más que otro gris guionista que se dejaba los dientes en un empleo que detestaba. Escribir para sitcoms como Grace Under Fire o Cybill fue lo más parecido a ser cortesano en el palacio de una reina desquiciada. Risas enlatadas y guiones semanales que no valían ni el papel en el que estaban impresos. Habría sido obsceno confesarse infeliz —viviendo entre Hollywood y Nueva York, trabajando con las estrellas televisivas del momento—, así que se resignaba con la frustración alienante de justificar su sueldo.

A Ball le rondaba la certeza de haberse equivocado por segunda vez. Dar marcha atrás en su empeño de ser actor no fue especialmente traumático (bastó con interpretar al general Von Trapp en el musical teatral de Sonrisas y Lágrimas y percatarse de que tres de sus hijos eran actores bastante mayores que él), pero con la escritura le estaba costando doblegarse. Era una ilusión esquiva y tramposa, un constante ir y venir de oportunidades que, una vez llegaban a término, deformaban sus sueños en parodia chusca. Ni siquiera cuando ABC le concedió su propia serie, Oh, Grow Up, pudo sacudirse la vergüenza de ver el resultado en pantalla. Le cambiaban los diálogos (demasiado elevados), los personajes (nada de roles gais) y los escenarios. Cuando el perro ladraba, le ponían subtítulos. El despropósito no pasó de los once episodios, para alivio de sus cero espectadores y especialmente del propio Ball. «Es la primera serie que es físicamente dolorosa de ver», describió un crítico, de forma memorable.

Todos los días abandonaba el set de Cybill a las dos de la mañana con toneladas de ira y frustración en el estómago. Una noche cualquiera comenzó a golpear el teclado para tratar de sacárselas de encima y afrontar el tóxico rodaje. Había perdido la pasión por lo que hacía, y escribió la historia de un hombre que había perdido la pasión por lo que hacía. No le puso nombre hasta que se vio a sí mismo hipnotizado por la basura azotada por el aire en la capital del mundo: American Beauty.

Y aquí podría acabar el relato lacrimógeno de alguien que persevera para conseguir su sueño. El olfato de Steven Spielberg localizó el potencial del proyecto y, dos años después, recaudaba ciento treinta millones de dólares y cinco estatuillas en los premios Óscar. Entre otras, la de mejor guion original para Alan Ball.

Dejar de vender su alma al diablo fue en un alivio, sí. Pero para alguien que ha pasado toda su vida entre fantasmas, estaba muy lejos de suponer una salvación.

Poco después de la ceremonia, Ball regresó de visita a su casa familiar en Marietta (Georgia) y descubrió que su antigua habitación había sido convertida en una inútil sala de estar. Nada fuera de lo común, en apariencia. Los hijos avanzan y sus padres también. Pero ese insignificante detalle implicaba un devastador retroceso emocional. No le quedó más remedio que dormir en la habitación de su hermana muerta, en la que todo permanecía intacto desde su cumpleaños número veintidós.

Ese día, Mary Ann llevaba a Alan, de trece años, a clase de piano. Él iba en el asiento del copiloto cuando les arrolló otro coche que circulaba en sentido contrario. «Literalmente, murió encima de mí. Se esparció sobre mí». Él salió físicamente ileso, pero huérfano de una de las pocas personas con las que tenía una intimidad real. Fue un niño-sorpresa en una familia muy tradicional, y apenas existía relación con los otros dos hermanos, separados por más de dos décadas. Sus aficiones artísticas le coronaron como el «rarito» de la casa.

Sus padres asumieron la pérdida replegándose en sus propios mundos de dolor y religiones apocalípticas. Alan se quedó solo y la vida jamás recuperó el equilibrio. Su padre falleció seis años después. Su madre encadenó depresiones e ingresos en el hospital.

A él no le fue difícil aprender a reprimir la pena. Lo sumó a la lista de cosas que era mejor no sentir para no proporcionar problemas extra a su devastada familia: el aislamiento, la invisibilidad, el ardor cuando veía a Sean Connery en pantalla. Nacer y crecer en un pueblo del sur profundo de Estados Unidos —no viendo Will and Grace— convertía la homosexualidad en algo aterrador para la comunidad y para él mismo.

Llegado el momento, apiló todo aquello en una habitación con armario y se largó a estudiar teatro en la Universidad de Florida. Tiró la llave.

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***

«Nos encantan los personajes, pero ¿podrías hacer que estén más jodidos?». Asomó a su rostro una expresión de placer. Aún no se había recompuesto de aquellas noches en la habitación de su hermana muerta y HBO le respondía así al borrador que les había enviado para una nueva serie. «Este es mi sitio», se dijo.

Entonces fue cuando parió a los Fisher. Y les jodió bien. Carolyn Strauss le había pedido una trama sobre una familia de funerarios y optó por el camino más inesperado: concebirles como auténticos héroes. Su trabajo era encarar la muerte para que el resto de nosotros no tuviéramos que hacerlo. Mirar el cadáver. Limpiarlo, maquillarlo, embalsamarlo, exponerlo en el salón central de su casa. Hacer lo que el resto está demasiado atemorizado para siquiera imaginar.

Fue una catarsis. Ball sintió que emplazaba la serie en Los Ángeles («capital mundial de la negación de la muerte»), pero en realidad la ubicó exactamente en sus entrañas. Y no solo en el plano más superficial —que el personaje de Richard Jenkins muera de manera similar a Mary Ann, o que Michael C. Hall sea homosexual reprimido—, sino en lo más hondo y podrido de sí mismo. En esa habitación clausurada habitada por fantasmas.

El sexto episodio de la primera temporada es la muestra de cuánto se había alimentado Ball, como buitre de carroña, de sus propias aprensiones. No en vano, se titula «The Room». En él, todo se desata con el trivial comentario de un conocido: «Tu padre era un tipo muy gracioso», le dice al personaje de Nate, que queda petrificado. ¿Gracioso? A él le crio —a ratos— un hombre bastante malencarado, severo, cuya única fuente de entusiasmo eran los coches fúnebres y los cigarrillos. A partir de legajos, Nate va bosquejando el perfil de un hombre sustancialmente distinto. Un desconocido. Que, en la intimidad, escuchaba una música diferente. Que fumaba hierba. Que guardaba las fotos de su mujer en un pequeño cofre oxidado. Que tenía una habitación (no metafórica: con paredes, bombillas y, al menos, un sofá) en la que, a veces, se escondía a ser él mismo. Un lugar donde no había deudas, ni muerte, ni reproches. Una fortaleza infranqueable con acceso vetado para los demás. Un hombre que guardaba bajo llave sus secretos más frustrantes, como Lester Burnham. Como su padre. Como él mismo. Como usted y yo.

Puede parecerlo, pero Alan Ball no nos estaba hablando (solo) de su familia. Con la precisión microscópica de una historia personal, A dos metros bajo tierra extrajo verdades universales. Él —que empezó escribiendo guiones para darse el placer de interpretarlos— acabó haciendo uno de los retratos más nítidos de la familia occidental suburbana, disfuncional por definición. Con sus vergüenzas, sus traumas, sus patetismos y su siniestra y cautivadora belleza. Traficó con aquellos recuerdos que no se había atrevido a tocar y fusionó lo alegre con lo macabro. Lo mundano, lo grotesco y lo fantástico.

El truco —de haberlo— fue hacer exactamente lo opuesto que había aprendido en Cybill. Invertir el dispositivo narrativo. Entonces existía lo que él llamaba «the moment of shit» (el momento de mierda), en el que la hija de Cybill reconocía que la pataleta de esta semana se debía a que cuando tenía su edad, su madre era tan perfecta que ella era incapaz de lidiar con la presión. Pedía disculpas y todo el mundo se abrazaba con música de violines. En A dos metros bajo tierra el momento de mierda jamás se produce. Todo se sepulta, se ignora, se esconde. Si una madre llora frente al ataúd abierto de su hija muerta, el director de la funeraria aparece de la nada y la empuja suavemente tras una cortina. Es la ridícula manera que nuestra sociedad impone para lidiar con la omnipresencia de la muerte.

Solo hay dos formas de verlo: la serie trata sobre la vida o sobre la muerte. Y el único método para sobreponerse a ambas es la risa. Por eso A dos metros bajo tierra es oscuramente humorística. O humorísticamente oscura.

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***

Una vez acomodó el dolor, abrió las compuertas y confesó a su madre su orientación sexual, a Alan Ball le entró hambre. Le apetecieron palomitas. Algo que rebajara el forcejeo existencial con la mortalidad y que le permitiera, sencillamente, disfrutar de lo llorado.

El resultado se llamó True Blood, que inauguró y clausuró su propio género. Porque lo que parecía una serie de vampiros, basada remotamente en los best sellers de Charlaine Harris, acabó siendo otra cosa. Por favor, no pregunten el qué. Podría ser un vodevil chalado, un desahogo mamarracho, una novelucha romántica victoriana, una genialidad inclasificable. Y, a la vez, decididamente nada de eso.

Se nos vendió que los vampiros, el s*x* y la violencia eran los muros de carga de la serie. Al principio nos lo tragamos. Pero el retorcimiento de Alan Ball nunca es tan obvio, y se divirtió jugueteando con nuestras mandíbulas desencajadas mientras, con la otra mano, iba tejiendo una serie con un protagonista incognoscible. Uno que llevaba inserto en el ADN: el sur.

El musgo y los pantanos de Louisiana no son mero atrezo, sino la diégesis misma de True Blood. Todos los sures históricos están ahí: los licántropos como la white trash de una aristocracia vampírica, las grandes mansiones con plantaciones aledañas, los werepanthers como oscuros rednecks… Ball trasplantó el terror de ser «el otro» en una población sureña, e hizo de esa sensación de aislamiento un hogar para sus personajes. Con la dosis alegórica mínima, eso sí, porque la discriminación contra los vampiros es una metáfora apenas velada de la lucha por los derechos de los homosexuales. «God hates fangs», ¿recuerdan?

Lo sobrenatural siempre ha atraído al sur como la Luna atrae el agua de mar. En el deep south están las raíces de la más turbia mitología —no solo estadounidense— y es parte integral de su carácter. «Ponga una cerca alrededor del sur y tendrá un gran manicomio», decía Florence King. «Y no olviden las palomitas», remachó Alan Ball. Una advertencia más que pertinente. Porque nada en True Blood es demasiado alocado para no ser superado en el capítulo siguiente. Ni demasiado carnavalesco. Una bruja llamada Antonia Gavilán de Logroño, un vampiro irrumpiendo en el prime time para arrancarle el espinazo (y sustituir) al presentador de telediario, mientras porta una bombonera con los restos de su amante muerto. ¿Frívolo? ¿Lúbrico? ¿Superficial? Quizás. Pero reconozcamos que hay que gozar de una inteligencia portentosa para hacer que el sur, el tradicional gemelo malvado, nos deleite con más placer que terror. Que sepa a Faulkner o a Lynch, o quizá a ambos al mismo tiempo.

***

Aquel crío sureño que escribía obras de teatro a los seis años y descubrió demasiado pronto que la muerte llega a una inconcebible velocidad es hoy un señor satisfecho de su excentricidad. Vive en una delirante mansión hollywoodiense poblada de todas las clases de aves exóticas imaginables. El incesante estruendo enloquece a su vecino, Quentin Tarantino, que se declara incapacitado para escribir guiones ante semejante recital. Demandó a Ball, pero él continúa, ufano, exportando jaulas y más jaulas.

«Ahora siento como que lo tengo todo, y eso es extraño», dice.

Y bien está. Cualquier cosa menos volver a clausurar esa habitación, ese santuario de demencia, genialidad y ternura que Ball entreabrió al ver la basura volar. Porque lo suyo no es televisión: es realismo mágico.

«Everybody is waiting», reza uno de sus inolvidables capítulos finales. Aquí estamos, Alan. Creyéndonos preparados para lo siguiente, pero no estándolo en absoluto

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Frankenstein, Crosse y la creación de vida
Publicado por Juan Manuel García Ruiz y Juan Antonio Aguilera Mochón
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Retrato anónimo de Andrew Crosse.
El 31 de diciembre de 1836 nació en el condado de Somerset, en el suroeste de Inglaterra, el Somerset County Gazette, un periódico local que aún hoy existe. Su editor, Edward W. Cox, introdujo como artículo estrella para el primer número el titulado «Experimento extraordinario, por Andrew Crosse, Esq.» (1). Andrew Crosse (1784-1855) era un científico afincado en Somerset que llegó a ser muy popular, por las razones que aquí explicaremos. Hoy diríamos que era un científico amateur ya que no estaba ligado a ninguna institución académica o compañía industrial. Trabajaba solo y jamás había estado interesado en dar a conocer sus resultados, excepto por correspondencia epistolar con otros científicos, como era común en su época. De hecho, sus experimentos sobre producción de pilas voltaicas y electromineralización (formación de minerales mediante el uso de corrientes eléctricas) realizados en su propia finca de Fine Court, Broomfield (Condado de Somerset), eran tan bien conocidos en la comunidad científica de su país, que la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia le invitó a presentarlos en una conferencia en su reunión en Bristol de ese mismo año. Su brillante exposición le dio un notable prestigio en los círculos académicos y también cierto renombre entre las fuerzas vivas de la región.

Crosse era conocido en la región porque en su finca se llevaban a cabo experimentos eléctricos que iluminaban la campiña con el refulgir de sus rayos y cuyas atronadoras explosiones alarmaban a los campesinos del condado. Intrigado por las noticias llegadas de Bristol, Cox se fue a visitar la finca de su ya célebre vecino científico para entrevistarlo y conocer de primera mano los detalles de sus investigaciones sobre electricidad. Estaba seguro de que el artículo sería bien recibido por los lectores de su flamante periódico porque, en aquellos años, todo lo relativo la electricidad, un fenómeno aún misterioso pero capaz de transformar milagrosamente tanto lo vivo como lo muerto, era noticia de interés general. Pero lo que el director del periódico describió en el artículo del primer número del Somerset County Gazette no era solo una visita al espectacular montaje eléctrico de un laboratorio perdido en el campo. Lo que desveló en ese artículo fueron los resultados de un reciente hallazgo que Crosse le había comentado con exquisita prudencia durante la visita, sin ánimo de que fueran publicados dada la importancia de los mismos y la falta de una explicación convincente. Era un descubrimiento absolutamente extraordinario: la aparición de seres vivos —ácaros, por más señas― en un experimento realizado con materiales puramente inorgánicos: una disolución de sílice y una roca volcánica a través de la cual pasaba una corriente eléctrica producida por dos electrodos de platino.

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Dibujo realizado por el propio Andrew Crosse de los supuestos «ácaros» encontrados en sus experimentos.
¡Cox entendió que Crosse había creado vida artificialmente! ¡Que había creado un organismo a partir de la materia inerte! ¡Que había creado vida! Recordemos que estamos en 1836, en una época en la que la posibilidad de generación espontánea parecía haberse esfumado definitivamente gracias a los trabajos de Luis Pasteur y otros científicos, pero en la que había un gran interés por el fenómeno vital y una gran expectación con las promesas de progreso de la electricidad, del galvanismo. El artículo de Cox sobre la creación de vida produjo un enorme revuelo. Crosse reaccionó inmediatamente y el día 3 de enero de 1837 escribió una carta titulada «To the editor of the Taunton Courier. Broomfield, Jan. 3 (1837) (2)» aclarando que los resultados se habían divulgado sin su permiso, que la descripción de sus experimentos que se hacía en el artículo no era rigurosa y que, en todo caso, él no afirmaba haber ‘creado’ ácaros, sino que no se pronunciaba sobre cómo aparecían. Pero ya era tarde. El 4 de enero de 1837 The Times publicaba en Londres el artículo de Cox y enseguida cientos de otros periódicos y revistas de todo el país, de Europa y de América se hicieron eco del extraordinario «descubrimiento». Una noticia así era imparable. A pesar de las puntualizaciones de Crosse, la creación de vida mediante el uso de la electricidad fue aceptada en poco tiempo por el público como un hecho. Cundió la idea de que Crosse pretendía emular al Creador, ser un dios. Él, un hombre prudente y modesto, poco dado a mostrarse en público, solo contestó a través de artículos científicos, en algunos casos con cierta amargura, como en el que publicó en 1837 en las Transactions of the Electrical Society of London:

I have met with so much virulence and abuse, so much calumny and misrepresentation, in consequence of the experiments I am about to detail, and which it seems in this nineteenth century a crime to have made, that I must state …that I am neither an “Atheist,” nor a “Materialist,” nor a “self-imagined creator,” but a humble and lowly reverencer of that Great Being, whose laws my accusers seem wholly to have lost sight of. More than this, it is my conviction that science is only valuable as a means to a greater end. (3)

A pesar de esta confesión, Crosse fue denostado ―e incluso amenazado― como ateo, materialista y blasfemo, y se le llegó a llamar el «Diablo Crosse». Sin ir más lejos, ese mismo año, Fraser’s Magazinepublicó una ficción satírica titulada «The New Frankenstein» inspirada descaradamente en el caso Crosse. El relato trata de un estudiante que utilizaba el galvanismo para hacer cristales y había osado crear insectos a partir de rocas volcánicas. En un momento de la historia el suelo se abre bajo los pies del protagonista y aparece Satanás para recriminarle a él su osadía, quitarle la vida a su funesta creación, y condenar a ambos al fuego eterno. Finalmente, todo resulta ser un sueño. Crosse siguió sufriendo las consecuencias de este acoso durante el resto de su vida e incluso después de su muerte. En 1979, Peter Haining en un libro hábilmente titulado El hombre que fue Frankenstein, se empeñó en defender que Mary Shelley conoció y habló con Crosse tras una conferencia de este en Londres el 28 de diciembre de 1814, es decir, unos tres años antes de la publicación de su famoso Frankenstein. Haining propaló la creencia de que Mary Shelley se inspiró en Andrew Crosse para crear el personaje del doctor.

En realidad, no hay ninguna prueba de que Crosse impartiera aquella conferencia ni de que Mary Shelley llegara a hablar en esa época con Crosse. Aunque lo hubiera hecho, en los años que Shelley escribe y publica su novela, Crosse no estaba interesado en el origen de la vida, y de hecho faltaban más de veinte años para que realizara el famoso experimento en el que encontró los supuestos ácaros, de modo que poco podría haberle inspirado en este sentido a Mary Shelley. Y, más allá de eso, Mary jamás lo mencionó ni en sus detallados diarios, ni en su correspondencia, ni en el prólogo a la edición de Frankenstein de 1931, en el que da cuenta de cómo gestó la obra. La supuesta conexión Andrew Crosse-Mary Shelley tampoco aparece en las extensas memorias que publicó la segunda esposa de aquel, Cornelia Crosse, un elegante panegírico de su esposo «el electricista», como lo llamó en el título de su libro y en la tumba que levantó en su memoria. En fin, una teoría insostenible la de Haining, probablemente escrita para aprovechar el tirón de todo lo que tenga que ver con la genial historia del célebre Prometeo moderno de Shelley.

De hecho, más bien ocurrió todo lo contrario: que la ficción creada por Mary Shelley contribuyó a forjar la opinión colectiva que arruinó la vida profesional de Crosse. Porque cabe preguntarse: ¿por qué en 1837 el mundo quiso creer que Crosse había creado vida artificialmente?, ¿por qué siguió creyendo una noticia de la que no se tenía evidencia y que había sido denostada por el propio científico, por el supuesto «creador»? La respuesta no es otra que porque al final del XVIII y la primera mitad del XIX, en las sociedades donde la Revolución Industrial triunfaba, se esperaba cualquier cosa de la ciencia y de la naciente y poderosa tecnología. Y se la temía. El propio Frankenstein, publicado casi veinte años antes, es una obra crítica sobre las terribles e incontrolables consecuencias morales que traería el desarrollo irrefrenable de la ciencia, en concreto, desvelar el principio de la vida y, por supuesto, crearla. Como es bien sabido, pero a veces olvidado, Frankenstein no es el nombre del monstruo, sino de su creador, Víctor Frankenstein, un científico que se atreve a emular a Dios y crear la vida como hizo el Prometeo «plasticator» (4) de la Grecia clásica. Mary Shelley reconoce en el prólogo de su obra que el experimento no es del todo imposible a tenor de los últimos avances de la ciencia, aunque evita —hábilmente— explicar la receta exacta que siguió el Dr. Frankenstein para infundir vida a su amasijo de restos humanos so pretexto de impedir que otros emularan tan descabellado logro. Tan solo le basta poner en boca del doctor que «le iba a poder insuflar una chispade existencia». Y es que la atmósfera revolucionaria de los años que tratamos estaba impregnada por doquier de las manifestaciones del progreso científico y tecnológico.

La máquina de vapor perfeccionada por Watt —tan evidentemente poderosa frente a la tracción animal— que propició la Revolución Industrial y los enormes cambios sociológicos y económicos que inevitablemente conllevaba. Los avances tangibles de la química de Boyle y Lavoisier, o la vacuna de Jenner. Los misterios de la energía eléctrica que revelaban los Volta, Franklin, o Galvani con llamativas experiencias y descubrimientos. El alumbrado y la calefacción a gas, los ascensores, el globo aerostático, los barcos a vapor, las bicicletas y primitivos automóviles, etc. Pero, sobre todo, es que esa ciencia que se realizaba en los laboratorios del mundo en la primera mitad del XIX se divulgaba con una tremenda eficacia por los teatros, museos, tertulias y salones de reunión de todas las ciudades europeas. Abundaban las conferencias sobre el poder de la electricidad y sobre ilusiones ópticas. Había demostraciones con los llamativos avances de la física y la química. Triunfaban en los teatros las linternas mágicas y las «fantasmagorías» a base de ilusiones ópticas. Pero sobre todo tenían una enorme popularidad los espectáculos galvánicos, en los que los actores asombraban a los espectadores usando máquinas electrostáticas para crear corrientes eléctricas, desde pasarlas a través de una cadena de personas unidas por las manos (como en los célebres «calambritos» mexicanos) a erizar el pelo de sujetos voluntarios, a realizar levitaciones o incluso inducir movimientos involuntarios de pobres mendigos o «revivir» animales muertos. Mary Shelley, de hecho, acude a una de ellas, según se lee en su propio diario de 1814:

Wednesday, December 28.— Shelley and Clara out all the morning. Read French Revolution in the evening. Shelley and I go to Gray’s Inn to get Hogg; he is not there; go to Arundel Street; can’t find him. Go to Garnerin’s Lecture on electricity, the gases, and the phantasmagoria; return at half-past 9. Shelley goes to sleep. Read View of French Revolution till 12; go to bed. (5) (6)

Este ambiente de convencimiento en el poder de la ciencia y la tecnología había preparado a la sociedad para creer cualquier noticia basada en la ciencia, incluida la fabricación de vida. Debe ser fácil de entender para el lector porque, en buena medida, es una atmósfera similar a la de nuestra sociedad actual, donde los avances de la biomedicina, la llamada inteligencia artificial y el impagable papel de la divulgación científica, tanto la honesta como la interesada, han convencido a la humanidad de que acepte como hechos probados puros deseos de los científicos y de los grupos de presión en la ciencia. Por citar solo un ejemplo, ¿cuánta gente da hoy por hecho que existe vida extraterrestre sin que tengamos aún prueba de ello?

El artículo de Cox sobre el «descubrimiento» de Crosse fue una noticia de impacto imparable porque había una opinión pública crédula que lo aceptaba como verosímil, y unas fuerzas prorrevolucionarias a las que les interesaba hacer ver que ese logro era cierto o podría ser cierto. Pero los conservadores y religiosos, por un lado, y los románticos reticentes de la ciencia, por otro, aprovecharon el impacto mediático de la noticia para atacar sin compasión al científico y desprestigiar la corriente política y económica que promovía el avance de la Revolución Industrial.

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Reproducción experimental de los jardines de sílice o crecimientos vegetativos realizada con el silicato de potasio usado por Crosse en sus recetas de laboratorio y una sal de estroncio.
Crosse, un científico honesto y prudente, había realizado hasta ese año de 1836 importantes aportaciones a la fabricación de baterías (pilas voltaicas) y al conocimiento de la conducción de la electricidad. Pero el virulento ataque frenó su producción y, sobre todo, castró lo que hubiera sido muy probablemente una contribución científica significativa a los estudios sobre el origen de la vida. Porque, sorprendentemente, si analizamos las recetas de los experimentos de Crosse encontramos que la base es la misma que se utiliza para generar unas estructuras minerales de origen osmótico que debido a su semejanza con vegetales se conocen como jardines de sílice. Esto provoca una cierta perplejidad porque, curiosamente, algunos años después de la muerte de Crosse, otros investigadores relacionaron estas estructuras viscosas con formas de hongos y helechos, con el origen de la vida, con el protoplasma que entonces se creía era la sustancia que inducía el principio vital. Los jardines de sílice habían sido descritos en 1646 por el alemán Johann Glauber, pero pasaron desapercibidos durante doscientos años. La pregunta obvia es: ¿estaba investigando Crosse las estructuras osmóticas? Y nuevamente, para nuestra sorpresa, la respuesta es que sí. Lo describe claramente el propio Andrew Crosse en una carta (que dirigió el 12 de agosto de 1849 a la escritora inglesa Harriet Martineau en respuesta a las preguntas que esta le hizo antes de escribir sobre los ácaros de Crosse en su The History of England During the Thirty Years’ Peace: 1816-1846 (1849):

…I must remark, that in the course of these and other experiments, there is considerable similitude between the first stages of the birth of acari and of certain mineral crystallizations electrically produced. In many of them, more especially in the formation of sulphate of lime, or sulphate of strontia, its commencement is denoted by a whitish speck: so it is in the birth of the acarus. This mineral speck enlarges and elongates vertically: so it does with the acarus. Then the mineral throws out whitish filaments: so does the acarus speck. So far it is difficult to detect the difference between the incipient mineral and the animal; but as these filaments become more definite in each, in the mineral they become rigid, shining, transparent six-sided prisms; in the animal they are soft and have filaments, and finally endowed with motion and life. (9)

En nuestra opinión, es muy probable, aunque obviamente indemostrable, que si Crosse hubiera tenido la calma necesaria para seguir desarrollando sus investigaciones se habría percatado, tras concluir que sus «ácaros» eran contaminaciones biológicas, de que lo verdaderamente interesante de sus experimentos era la formación de esas estructuras. De hecho, unas décadas después, Moritz Traube(en 1866) y Carl Vogt (en 1882) y, ya a principios del siglo XX, Stéphane Leduc y Alfonso Herrera relacionaron tales estructuras osmóticas con el origen de la vida sin citar a Crosse. Este tenía a mano lo que necesitaba, un marco teórico que inspirara la interpretación de los jardines químicos. Ese marco teórico lo iniciaron Hugo von Mohl y Jan Evangelista Purkyně con la idea de protoplasma para referirse al líquido viscoso y blanquecino que es la base de las células, el descubrimiento que inspiró los estudios de esa fascinante aproximación mecanicista al origen de la vida, de esa primitiva biología sintética de los citados autores. Todas esas aproximaciones biológicas fueron más tarde descalificadas con la llegada de la moderna biología celular y de la bioquímica, pero una contribución temprana de un científico como Crosse habría cambiado —quien sabe cómo— el derrotero de esos estudios.

Este año que celebramos el bicentenario de la publicación de Frankenstein merece la pena rescatar la memoria de Andrew Crosse, que no fue un Dr. Frankenstein, sino un apasionado y honrado científico adelantado a su tiempo en algunos aspectos, entre ellos, para su desgracia, en ser víctima del sensacionalismo periodístico, literario y social. Una de las tareas de los medios de comunicación es contribuir con información contrastada a la creación de la opinión pública sobre los diversos temas que interesan a los ciudadanos. A veces, demasiadas veces, la prevalencia de otros intereses conocidos o inconfesables pervierte esta misión convirtiéndola en una herramienta de manipulación de conocida eficacia, lo que se ha dado en llamar periodismo amarillo. El poder de esos medios es tan inmenso que incluso consigue a veces trastocar los serios, aunque lentos, mecanismos que la ciencia tiene para separar lo probado de lo falso, o de lo supuesto. El escándalo vende, crea famosos y genera dividendos. Ojalá se quedara ahí, pero no es inocuo intelectualmente. El periodismo, hoy especialmente el de las oficinas de prensa de las grandes corporaciones que hacen o financian la ciencia, también es capaz de influir en el trabajo y en la conciencia colectiva de los científicos, y en el desarrollo histórico de la propia ciencia. El caso de Andrew Crosse, injustamente llamado Dr. Frankenstein, y de su asombrosa relación con los estudios sobre el origen de la vida es un buen ejemplo.

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(1) Abreviatura de ‘Esquire’, un título honorífico que denotaba un cierto estatus social.

(2) Taunton es la capital del Condado de Somerset, y el Taunton Courier era un periódico que ya existía desde 1810.

(3) «Me he enfrentado a tanta virulencia y abuso, tanta calumnia y tergiversación, como consecuencia de los experimentos que estoy a punto de detallar, y que en este siglo XIX parece un crimen haber cometido, que debo declarar… que no soy ni un “ateo” ni un “materialista”, ni un “autoproclamado creador”, sino un humilde y modesto venerador de ese Gran Ser, cuyas leyes mis acusadores parecen haber perdido de vista. Más que esto, estoy convencido de que la ciencia solo es valiosa como un medio para un fin mayor».

(4) El mito de Prometeo tiene dos versiones históricas: el ‘Prometeo pyrophoros’ que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres, y el ‘Prometeo plasticator’, que creó y modeló al hombre a partir de arcilla. En el siglo III e. c. las dos versiones ya estaban fundidas, de modo que el fuego de la vida animaba al hombre creado a partir de la arcilla.

(5) Según Peter Haining y otros, esta conferencia la impartió Crosse, y Mary Shelley quedó impactada con ella. Como vemos, el diario de esta apunta a unos hechos muy diferentes.

(6) «Miércoles, 28 de diciembre. Shelley y Clara salen toda la mañana. Leo la revolución francesa por la tarde. Shelley y yo fuimos a la posada de Gray a buscar a Hogg; Él no está allí; Vamos a la calle Arundel; tampoco lo encontramos. Nos fuimos a oír la conferencia de Garnerin sobre electricidad, los gases y la fantasmagoría; volvemos a las nueve y media. Shelley se va a dormir. Leer La revolución francesa hasta las 12; Me voy a la cama».

(7) Vease J. M. García-Ruiz, Macla 20 (2015) 61.

(8) Recogida en Letters on the Laws of Man’s Nature and Development, by Henry George Atkinson, Harriet Martineau (1851). Y en Memorials, Scientific and Literary, of Andrew Crosse, the Electrician(Crosse, Cornelia A. H. London: Longman, Brown, Green, Longmans & Roberts. 1857).

(9) «Debo señalar, que en el curso de estos y otros experimentos, hay una considerable similitud entre las primeras etapas del nacimiento de los Acari y de ciertas cristalizaciones minerales producidas eléctricamente. En muchos de ellos, especialmente en la formación de sulfato de cal, o sulfato de estroncio, comienza con una mota blanquecina, como en el caso del nacimiento del ácaro.

Más tarde, esa mota mineral se agranda y se alarga verticalmente, como lo hace el ácaro.

Luego, el mineral lanza unos filamentos blanquecinos como también lo hace la mota del ácaro. Hasta aquí es difícil detectar la diferencia entre el mineral incipiente y el animal; pero a medida que estos filamentos se vuelven más definidos en cada uno, en el mineral se convierten en prismas de seis lados rígidos, brillantes y transparentes; en el animal son suaves y tienen filamentos, y finalmente dotados de movimiento y vida».

https://www.jotdown.es/2018/11/frankenstein-crosse-y-la-creacion-de-vida/
 
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