Cajón de Sastre. Un poco de un todo

Oneirodinia
Publicado por Javier S. Burgos
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Autor: Henry Robinson (DP)
A ese año maldito se le conoció como el año sin verano.

La luz mortecina del crepúsculo londinense teñía de un amarillo espeso la bruma que asfixiaba la ciudad, virando a un morado fúnebre con los últimos rayos del atardecer, que atravesaban a duras penas el velo de cenizas que cubría el sol escondido tras su manto translúcido. Las partículas volcánicas más finas generaban singularidades ópticas en el ocaso de la metrópoli. Los gases de azufre del lejano volcán habían cubierto el cielo durante los últimos meses, y los adoquines se cubrían de una extraña nieve de cenizas grisáceas. Los temporales de nieve y hielo asolaban el país, y los empobrecidos habitantes perseguían las escasas ratas y perros que se escondían en los recovecos de los edificios. El ganado había muerto y las cosechas habían sido destruidas, causando hambrunas en toda Europa, y multiplicando las epidemias de tifus y cólera por doquier.

Un año antes, John William Polidori se graduaba como el más joven médico de la Edinburgh Medical School. Tenía solo veinte años, y se sentía fascinado por los trastornos relacionados con el sueño y por sus estados de trance. Polidori leyó su tesis sobre el sonambulismo en 1815, estudiando las enfermedades relacionadas con el sueño y los estados semiconscientes de animación suspendida. La había escrito en latín, según los requisitos de su universidad para alcanzar el grado de médico. Ciento noventa y cinco años más tarde aquel documento sería por fin traducido al inglés.

Polidori estaba convencido de que el sonambulismo era consecuencia de la aflicción del cerebro. Estaba seguro de que los órganos de los dormidos eran capaces de responder, que sus ojos eran capaces de ver y que sus oídos no habían perdido la capacidad de oír. Por el contrario, sus contemporáneos de aquella época lejana convenían en que el poder secreto del alma inmortal suplía las necesidades de la percepción; los sonámbulos no necesitaban ni sus ojos ni sus oídos para sentir. Eran, según ellos, incluso capaces de realizar funciones con precisión sin utilizar el cerebro, guiados tan solo por el alma.

Erasmus Darwin, el abuelo del gran naturalista inglés, estaba convencido de que se trataba de una enfermedad de la voluntad, y como tal lo explicaba en el segundo volumen de su gran obra, Zoonomia, donde ya atisbaba los principios de la teoría de la evolución, para disgusto de su nieto. Erasmus, como Polidori, también defendía que el sonámbulo tiene los nervios vivos y que puede percibir sensaciones.

Pero aparte de profundizar en los conocimientos de los estados del sueño, Polidori tuvo, además, la posibilidad de aprender de grandes profesores que han pasado a la historia de la neurociencia, como Alexander Monro, o Charles Bell, configurándose así como uno de los grandes conocedores de los entresijos del conocimiento del cerebro de la época decimonónica.

Pero John Polidori no ha pasado a la historia por sus descubrimientos médicos.

Sería el año de la catástrofe del volcán cuando George Gordon «Noel» Byron, más conocido como Lord Byron, contrataría a Polidori como médico personal para acompañarlo por sus viajes por Europa. Entre sus múltiples tareas, el médico debía evitar que el poeta maldito enfermara por su abuso del alcohol y de los laxantes, que consumía compulsivamente para alimentar a su voraz anorexia. Como contraprestación, Byron pagaría doscientas libras al año al doctor.

Polidori y Byron viajaron a Ginebra el aciago verano volcánico. Se alojaron en Villa Diodati, a las orillas del lago Leman. Durante ese estío maldito las tardes húmedas y plomizas los obligaron a resguardarse en las profundidades de la elegante villa suiza. Y fue allí donde Polidori conoció a la joven Mary Wollstonecraft Godwin y a su amante, Percy Bysshe Shelley. Los veraneantes, confinados en la mansión, se entretenían durante aquellas tardes brumosas y tormentosas imaginando historias fantásticas y leyendo pasajes traducidos al francés de la Phantasmagoria germánica, entre sorbos de láudano.

Mary Wollstonecraft Godwin, a la postre Mary Shelley, con tan solo diecinueve años, escuchaba el erudito discurso del poeta, pero sobre todo le fascinaban los profundos conocimientos del doctor Polidori, que relataba con pasión cómo se entremezclaba la consciencia con el trance en los estados alterados del sueño, mientras Byron y Percey se entusiasmaban con los avances de la electricidad descritos por Benjamin Franklin. Todos ellos presentían que los últimos descubrimientos médicos podrían anticipar el principio del fin de la muerte y, apiñados en torno al fuego, discernían las intimidades de la naturaleza del principio vital.

Y fue allí donde Mary empezó a maquinar inconscientemente los andamios de su engendro, fusionando, como en un puzle macabro, las piezas referentes a las alusiones a extrañas máquinas eléctricas con las nociones más románticas de la fisiología del cerebro. Mary escuchaba a sus compañeros de verano, rescatando sus lecturas científicas, y devolviendo a su mente detalles precisos de los escritos de Erasmus Darwin o de Humphry Davy.

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L. Galvani, De viribus electricitatis in motu musculari commentarius, cum J. Aldini dissertatione et notis. Acc. epistolae ad animalis electricitatis theoriam pertinentes, 1792.
Fue durante aquella tarde de un junio disfrazado de noviembre cuando Mary y sus compañeros entendieron que la electricidad iba a resultar ser el elemento clave. Aquellos lejanos estudios de Luigi Galvani que relataban sus compañeros permitirían prender la chispa divina de la vida. En los experimentos del médico italiano las patas seccionadas de las ranas muertas llegaban a saltar como si estuvieran vivas. Tan solo una descarga eléctrica atmosférica procedente de un rayo de tormenta parecía obrar el milagro. Solo hacía falta eso. Y un cuerpo. O un órgano.

Galvani había asegurado que la electricidad era el jugo vital que fluía desde el cerebro a los nervios, y de ahí a los músculos. Y había argumentado que no hay una diferencia sustancial entre la electricidad artificial y la electricidad que reside en la fisiología de los animales. El fin de la muerte parecía estar cerca.

Y todavía mejor. El sobrino de Galvani, el también médico Giovanni Aldani, había alcanzado el siguiente nivel. Aldani había realizado experimentos con cabezas frescas de cadáveres utilizando una máquina de su invención. Los reos recién decapitados en la Piazza Maggiore parecían volver a la vida por un momento tras el milagroso chasquido eléctrico. Tan solo había que conectar la oreja con la boca y pasar justo después una corriente eléctrica. El resultado era prometedor; la mandíbula se movía y, con un poco de suerte, los ojos se abrían oteando la estupefacción de los experimentadores desde la bruma de un más allá plagado de sombras de espíritus.

Contaban que Aldani había conseguido por fin llevar a cabo el experimento definitivo; el simulacro de la resurrección de un cadáver de cuerpo entero. Para ello tuvo que abandonar su Italia natal y viajar a Inglaterra, donde tenían la sana costumbre de ahorcar a sus reos, en vez de guillotinarlos. El clímax ocurrió un 17 de enero de 1803 en el Royal College of Surgeons. El sentenciado tenía tan solo veintiséis años. Su falta había sido matar a su mujer y a su hijo. Su nombre era George Forsters. Aldani manipuló con cuidado el cuerpo del ejecutado, conectando ciento veinte placas de cobre y zinc. Inmediatamente después hizo pasar una corriente eléctrica que hizo que los músculos de la cara del muerto se contrajeran, que hiciese muecas, e incluso que abriera el ojo izquierdo. Para finalizar el espectáculo, conectó la oreja con el recto y aplicó de nuevo una intensa corriente eléctrica. Los brazos del fallecido golpearon con fuerza la mesa mortuoria en un espasmo funesto, mientras los pulmones simulaban respirar, y la boca resoplaba apagando incluso las velas encendidas que ponían a su alcance.

Años después el químico escocés Andrew Ure realizó experimentos similares en Glasgow, conectando la médula espinal con el nervio ciático de otro ejecutado, pero doblando la potencia eléctrica utilizada por Aldani. El resultado resultó ser un baile siniestro del muerto, en donde todos los músculos se agitaron, sufriendo movimientos convulsivos que se asemejaban a un estremecimiento por frío, produciéndose algo parecido a una respiración completa, y generando una expresión en la cara del cadáver que combinaba todos los sentimientos, desde la rabia a la angustia, y de la desesperación a la sonrisa desgraciada. Algunos espectadores de tan tétricos espectáculos llegaron a creer que los ejecutados iban a volver a la vida, otros se desmayaron por la impresión, y los menos osados huyeron despavoridos.

Ambos científicos prometieron a las generaciones venideras restaurar la vida. La única duda que ensombrecía sus avances era si los esperados desenlaces de la resurrección podrían ser contrarios a la ley.

De todo aquello discutieron los veraneantes en la villa suiza de aquel lejano y tormentoso junio, conduciéndoles inconscientemente al convencimiento de la posibilidad de transgredir la última de las fronteras de la ciencia. De aquellas conversaciones a las que atendía con entusiasmo la joven amante de Percey surgió la ensoñación nocturna con la que nació el nuevo Prometeo.

Y de aquellos sueños literarios del verano maldito que siguió a la gran erupción volcánica hemos terminado por comprender que la chispa que enciende nuestras áreas cerebrales y que posibilita los pensamientos y las ilusiones reside íntimamente en la electricidad. Y todo ello lo imaginó Mary antes de que existiese una comprensión clara de la neurotransmisión y de la neurofisiología del cerebro.

De todos los límites que nos ofrece la ciencia, todavía se nos resiste la posibilidad de transgredir esa frontera definitiva que permita la resurrección de un cuerpo inerte.

Galvani, Aldani y Ure jugaron a ser nuevos dioses. Mary Shelley y John Polidori, en aquellas noches fantasmales a orillas del lago, intentaron adivinar las consecuencias de la más osada aventura que el ser humano ha conseguido imaginar. Hoy, doscientos años más tarde, seguimos sin conocer si ese límite alguna vez será traspasado. Y tal vez eso sea una fantástica noticia.
https://www.jotdown.es/2018/09/oneirodinia/
 
Con tu permiso Serendi , no se si estas curiosidades corresponden a este hilo.


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EL BLOG DE VIAJES , EL PAÍS

10 cosas que los turistas tienen prohibidas
El aumento del turismo ha provocado también un incremento de las molestias que generamos. Las ciudades tratan de combatirlo con prohibiciones. A veces sensatas; otras, absurdas



Hace poco conocíamos que el Ayuntamiento de Venecia quería multar a los turistas que se sienten en la calle o en las escaleras públicas para comer. No es nuevo, el de Roma aplica esa medida ya desde 2012. En Florencia está prohibido comer... parado; si te tomas la pizza mientras caminas, no te multan. De momento la del consistorio veneciano es solo es una propuesta —controvertida—, que se uniría a una larga lista de prohibiciones ya implementadas —por ejemplo, calles peatonales de sentido único— en una ciudad que con 30 millones de visitantes al año hace mucho tiempo que perdió la batalla de la gentrificación. Pero vamos, en un lugar donde te crujen 10 euros por un café o 100 por una comida (mala) con vistas al Gran Canal, intentar que la gente no se coma un bocata por la calle parece una empresa imposible. Además, no será lo mismo tomarse un discreto sándwich sentado en un banco que echar el mantel de cuadros al suelo de la Piazza San Marcos y empezar a sacar túper con conejo frito y tortilla de patatas.


En fin, los turistas somos el maná, pero en grandes cantidades —reconozcámoslo— molestamos. En apenas cinco décadas hemos pasado de darle un ramo de flores al turista "un millón" a empapelar las calles con carteles "Tourists not welcome" ¿Qué ha pasado? Pues que somos muchos. En concreto, 1.300 millones de personas moviéndose por el mundo para hacerse la foto delante de casi los mismos sitios. Con dos problemas añadidos. Uno: el vandalismo o la falta de educación de unos pocos afecta a la inmensa mayoría de los otros. Y dos: las nuevas tecnologías van más rápido que la legislación y que la adaptación de las infraestructuras. Las ciudades más turísticas se debaten en cómo regular el turismo sin matar la gallina de los huevos de oro. Nadie parece tener la varita mágica, por eso lo que se hace —de momento— es prohibir. Prohibiciones a veces lógicas y sensatas, aunque otras lleguen al absurdo, cuando no a la imposibilidad de ponerlas en práctica. Estas son algunas de las que te encontrarás ya viajando por el mundo:

Palos 'selfie': el demonio

Son el ogro de los espacios turísticos. Se prohíben ya en multitud de sitios, sobre todo en ruinas arqueológicas, museos y espacios culturales. Entre ellos, el Coliseo romano, los parques Disney, la Torre de Londres, el palacio de Buckingham, el MOMA y otro buen número de museos de primer rango.

Machu Picchu: prohibido aplaudir, silbar o cantar

Además de la previsible prohibición de palos selfie, trípodes o cualquier otro elemento de estabilización para fotografía o vídeo, los vigilantes están muy al quite de prohibir otras manifestaciones en principio nada sospechosas: no se puede aplaudir, gritar, silbar o cantar. Ni hacerse fotos con carteles de ningún tipo (vi como le llamaban la atención a un señor que se hacía una foto con un folio en blanco en el que había escrito: "Paz").

Taj Mahal: fotos sí; vídeo, no
Una de las prohibiciones más absurdas que he visto en los últimos años es en el famoso monumento indio. Se puede acceder con cámaras de fotos, pero no con cámaras de vídeo. Quizá nadie le ha explicado a los responsables que ya todas las cámaras de fotos hacen vídeos de excelente calidad, muchas en formato 4K. Por supuesto, está prohibido acceder con todo tipo de palos selfies o trípodes (cosa que veo muy bien). El absurdo aparece cuando te prohíben usar también un trípode a las afueras del Taj Mahal, en concreto en la otra orilla del río Yamuna (como me ocurrió a mí).

Barcelona: ni patinetes eléctricos ni 'segways'

La capital catalana fue la pionera (julio de 2017) en prohibir circular por la acera a patinetes eléctricos y segways. Medida a la que se han sumado ya otras muchas ciudades. Es comprensible: estos artilugios pueden alcanzar hasta 30 kilómetros por hora y en el mismo espacio que los peatones pueden resultar peligrosos. Pero no perdamos de vista este otro ángulo de la noticia: llevamos décadas clamando por medios de transporte ecológicos, no contaminantes y alternativos para el caos circulatorio de las ciudades. Y cuando aparecen (patinetes eléctricos, por ejemplo) en vez de lanzarnos a crear nuevas infraestructuras para que puedan circular más seguros, los demonizamos y prohibimos. ¿En qué quedamos?

Sin tacones en Grecia

Desde 2009 Grecia prohíbe acceder a los monumentos históricos con zapatos de tacón de aguja por el daño que pueden causar al pavimento. También el consumo de chicles, comidas o bebidas.

No te beses en Dubai

El destino turístico más famoso del golfo Pérsico tiene que conjugar la estricta moral religiosa con la necesidad de fomentar el turismo. En este sentido, además de prohibir maldecir o bailar por las calles, sanciona también las muestras de afecto cariñosas o los besos por la vía pública. En Malasia también está penado besarse o cogerse de la mano en público, norma que no solo afecta a los turistas, sino a toda la población. Aunque tampoco hay que irse tan lejos: supuestamente también está prohibido besarse en las estaciones o en los trenes de Francia, norma que al parecer viene de principio de siglo XX y que no está relacionada con la religión o la moral, sino con el tiempo que demoraban los trenes en partir por culpa de los novios que no terminaban nunca de darse un piquito.

Bañadores fuera de la vía pública

Además de que es de un mal gusto que te mueres, ir en bañador y sin camiseta por las calles de Barcelona, Palma o Dubrovnik te puede salir muy caro. Estas y otras ciudades costeras han puesto coto mediante multas a los turistas que combatan el calor yendo por las calles como si estuvieran en la playa.

No alimentes a las palomas


Las palomas serán el símbolo de la paz, pero en muchos lugares no las dejan en ídem. Cada vez son más ciudades (Londres, Venecia, Viena, Chicago...) las que prohíben que los turistas alimenten las palomas... una foto clásica en el álbum de recuerdos de cualquiera de nuestros abuelos. Muchos municipios españoles se han sumado a esa medida, que intenta evitar la proliferación de aves porque las heces dañan mucho la piedra de las fachadas históricas donde se posan o hacen sus nidos.

Francia: prohibido fotografiar la torre Eiffel por la noche

Puede parecer una noticia de El Mundo Today, pero es de verdad. La iluminación
nocturna de la torre Eiffel tiene derechos de autor por lo que no puedes difundir fotos de ella —ni siquiera en tu Instagram— a menos que pidas permiso a los gestores de la famosa estructura. Lo mismo pasa con otros edificios famosos de Francia, Bélgica e Italia, como el Atomium de Bruselas o el Parlamento Europeo de esa misma ciudad.

Con drones y a lo loco

Lo de los drones es kafkiano. Somos cada vez más los profesionales o aficionados que hemos incorporado uno a nuestro equipo, pero cada país va a su bola con la legislación. Los hay donde directamente está prohibido volar e incluso entrar al país con ellos, caso de Marruecos, Uganda o Uzbekistán, donde si los detectan te los requisan en el aeropuerto. En otros, como en México puedes usarlo en cualquier lugar. Los había permisivos, como Camboya, hasta que un turista necio se le ocurrió volar el suyo por encima del palacio Real. Consecuencia: se prohibieron. En fin, que son más los sitios donde no está autorizado su uso que en los que lo está y si piensas viajar con el tuyo... ármate de paciencia.


https://elpais.com/elpais/2018/10/05/paco_nadal/1538735902_552069.html
 
La casa de las chicas que iban a cambiar el mundo
Publicado por Ruth Prada
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Alumnas en la biblioteca de la Residencia de Señoritas en Miguel Ángel, 8 (ca. 1929). Fotografía: Archivo International Institute in Spain, Madrid.
El feminismo es, por un lado, el derecho que la mujer tiene a la demanda de trabajo cultural y, por otro, el deber en que la sociedad se halla de otorgárselo.

María de Maeztu.

Si un paseante se detiene en la calle Fortuny 53 y mira a través de la verja, verá un antiguo chalé que parece un balneario rodeado de un jardín con olor a glicinia. En el jardín se conservan algunos árboles centenarios, los mismos que hace cien años vieron cómo en este lugar se gestaba una auténtica revolución: las sublevadas eran chicas que empuñaban libros, cuadernos y probetas. Formaban parte de la primera generación de jóvenes que llegaban de provincias a estudiar en la Universidad de Madrid y se instalaban en esta casa, la recién inaugurada Residencia de Señoritas. En una sociedad que asustaba a las chicas diciéndoles que el exceso de estudio las podía convertir en seres grotescos y masculinizados, la Residencia se convirtió en un oasis intelectual que atrajo como un imán a las mujeres con más talento y con más vocación de independencia de aquellos años. Las críticas les caían por todas partes, pero el número de alumnas crecía año tras año y ese grupo de mujeres avanzó con determinación hacia la igualdad. Fue un camino emocionante. Hasta que llegaron las vacaciones del verano del 36 y se toparon de bruces con un abrupto final.

Imaginemos cómo era la situación de una chica a principios del siglo XX, concretamente en 1915, cuando se inauguró la Residencia de Señoritas. Solo cinco años antes, en 1910, se había publicado una real orden que permitió a las mujeres matricularse libremente en cualquier centro educativo. Antes de eso, solo treinta y seis habían conseguido licenciarse en la universidad, algunas fueron a clase disfrazadas de hombres, otras tuvieron que permitir que un bedel las custodiara hasta la clase, donde se sentaban separadas de sus compañeros. Fue en esa época cuando María de Maeztu, quien fue la directora de la Residencia durante los veintiún años que estuvo abierta, se planteó el proyecto: «Cuando vine a Madrid a estudiar el doctorado, me alojaba en una pensión en la calle Carretas, donde pagaba un duro. Pero allí no había modo de estudiar. Voces, riñas, chinches, discusiones y un sinfín de ruidos de la calle me impedían dedicarme al trabajo. Comprendía que no había muchacha de provincias que se decidiera a estudiar en la universidad a costa de aquello y se me ocurrió que a las futuras intelectuales había que proporcionarles un hogar limpio, cómodo, cordial y barato, semejante a los que ya existen en el extranjero. El año 1915 propuse esta idea a la Junta de Ampliación de Estudios y al final de aquel mismo curso se abrió la Residencia con tres alumnas solamente. El segundo año ya hubo cincuenta. Al tercero, cien».

José Ortega y Gasset, que fue su profesor, aseguraba que María de Maeztu era la primera pedagoga del país. Y además tenía la determinación necesaria para emprender la tarea de crear ese entorno adecuado para facilitar el acceso de las mujeres a la enseñanza superior que consistía en primer lugar en ofrecerles «una habitación propia». Ella había estudiado en otros países europeos, había visitado los colleges femeninos en Estados Unidos y en esos viajes había encontrado la inspiración. El momento oportuno llegó cuando la casa de la calle Fortuny, que había estado ocupada por la Residencia de Estudiantes, se quedó libre cuando los chicos se trasladaron a las nuevas instalaciones en los Altos del Hipódromo. Esa residencia se hizo mundialmente famosa porque en ella convivieron los integrantes de la generación del 27. Mientras, en torno a Fortuny 53 se congregaron las mujeres que dieron un vuelco al estatus de la mujer en este país. La primera, María de Maeztu. Pero también, como estudiantes o como profesoras, pasaron por esta casa la artista surrealista que dio nombre a Las Sinsombrero, Maruja Mallo, la filósofa María Zambrano, la política que consiguió el voto para las mujeres, Clara Campoamor, la primera mujer que ocupó un cargo público, Victoria Kent, la jurista Matilde Huici, la pintora Delhy Tejero, la física y meteoróloga Felisa Martín Bravo, la periodista Josefina Carabias y muchas otras que fueron dando pasos en distintas direcciones para sacar a las mujeres españolas de la ignorancia y de los límites que marcaban las paredes de sus propias casas.

Fuera del influjo de la Residencia, el horizonte seguía siendo muy turbio para las mujeres jóvenes. Mientras ese pequeño grupo conseguía avances prodigiosos hacia la igualdad a través de la educación, la mayoría de las demás solo tenían a su alcance manuales que las convencían de que el único lugar donde podrían alcanzar la plenitud era sirviendo a sus maridos dentro de casa. Era la época en la que el Código Civil vigente equiparaba a la mujer casada con los menores, los dementes y los sordomudos analfabetos.

Un ejemplo de estos manuales puede ser La mujer, alma del hogar. Tratado de economía doméstica, donde se pueden leer mensajes de este calibre: «Consideraos la última de la casa y a vuestro marido el primero». «Lo mismo que la mujer derrochadora, la falsa economista hace su hogar frío y repugnante; aleja al hombre, que se refugia en el café o en el casino, cuando no forma otro hogar donde encontrar la paz y el descanso que no tiene en el legítimo. Por su negligencia y por su ignorancia, la mujer labra su propia desdicha; fomenta los vicios del hombre…». La autora del manual, Celia de Luengo, deja en el prólogo, sin que tengamos constancia de que se le cayeran los dedos después de escribirla, la siguiente reflexión dirigida a las jóvenes: «Su vida útil, benemérita de altruismo, se alejará de las torturas del ridículo y las inconfesadas amarguras de las solteronas (…) desdichadas desahuciadas de la vida».

María de Maeztu, que consideraba la educación como la única vía para que el país progresara, tenía que hacer oídos sordos a todas las voces que clamaban por este tipo de doctrinas a pesar de que, como ella escribió en una ocasión, «el camino no puede ser más áspero y a veces las espinas me quitan la salud, pero la finalidad me parece cada vez más certera y luminosa».


(Clic en la imagen para ampliar). Reportaje en el diario Ahora, 24 de abril de 1931. Imagen: Biblioteca Nacional de España.
Lo que ofrecía la Residencia

La Residencia de Señoritas era mucho más que un internado para adquirir cultura general o un alojamiento para que las chicas pudieran ir a la universidad. El centro, heredero de la Institución Libre de Enseñanza, aspiraba a dar a las residentes una educación integral. Entre los servicios que ofrecía la Residencia estaba el laboratorio Foster, el primer espacio para la formación científica de las mujeres en España, donde no solo las residentes sino también otras universitarias podían hacer prácticas. También contaba con una nutrida biblioteca, cuya importancia queda patente en el folleto informativo destinado a las estudiantes del curso 1932-1933: «La biblioteca es el centro esencial de la vida de la Casa, y las alumnas han de honrarlo pasando en ella todas las horas que sus ocupaciones se lo permitan (…) La mayor lectura de libros constituye en la Residencia uno de los índices de más alto aprecio que las alumnas puedan merecer».

Además, las residentes recibían gratis clases de inglés, francés, alemán, prácticas en el laboratorio de química, cursos de bibliotecarias y los cursos de pedagogía y psicología de María de Maeztu. El inglés era fundamental porque las estudiantes podían acceder a un programa de becas en Estados Unidos gracias a la colaboración del centro con el International Institute for Girls in Spain. Y en una época en la que las mujeres todavía no se habían olvidado de los corsés, la dirección impulsaba la educación física. En la Residencia había una cancha de tenis, un equipo de hockey y se organizaban excursiones a la sierra para practicar esquí y alpinismo.

Los sábados por la noche eran muy importantes en la vida de la Residencia y todo el mundo tenía que vestirse con sus mejores ropas para acudir a las conferencias y los conciertos, que eran de obligada asistencia. No era para menos, ya que llegaban conferenciantes de la talla de Marie Curie, Gabriela Mistral, Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Ortega y Gasset, Marañón, Alberti, Lorca… Por su parte, la dirección de la Residencia avisaba: «Cuando la dirección advierte que las señoritas residentes no estudian o no aprovechan suficientemente las oportunidades que la Casa generosamente les ofrece, ruega a las alumnas que dejen su puesto a otras estudiantes que deseen beneficiarse de este privilegio».

El centro se creó para facilitar el acceso de las mujeres a la cultura y a los estudios superiores, y para la dirección de la Residencia era muy importante que el mayor número de familias de provincias pudieran enviar a sus hijas, por lo que ajustaban los precios, ofrecían becas y daban facilidades a las alumnas. Para sufragar parte de sus gastos, las residentes podían realizar distintos trabajos en la casa, en la biblioteca o en tareas administrativas. Y se fomentaba la colaboración y participación de todas, como se explica en el folleto informativo de la Residencia del año 1922: «El grupo de Señoritas, por su índole especial, ha ensayado desde el primer momento con gran éxito una acción cooperativa de las alumnas, dándoles participación en la vida económica y en el gobierno interior de la casa».

A algunos padres les cuesta entenderlo

María de Maeztu —María la Brava, como era conocida entre sus alumnas— tenía que hacer filigranas para lograr el equilibrio necesario entre lo que consideraba una educación completa y los temores de la primera generación de padres que enviaban a sus hijas a estudiar a Madrid. En una carta dirigida a la directora de la Residencia, un padre, registrador de la propiedad de Torrelaguna, exponía estas peticiones:

… teniendo en cuenta que no me propongo especializarla en nada: educación general, quehaceres domésticos, música, algo de dibujo y labores es la única orientación que pretendo. Me alegraría, sin embargo, que hubiera elementos para iniciarla en el corte y confección de prendas de vestir.

Y otro padre escribe a María de Maeztu desde Villablino (León) tras enterarse de las excursiones de las chicas los fines de semana para practicar deporte:

Hay, por ejemplo, viajes a la sierra, que yo de buena gana le suprimiría y que le he permitido en la creencia de que a Vd., Srta. Maeztu, le agradaba hiciese. Tengo entendido que han llegado a ser estas reuniones en la sierra, más que motivo de sport, quizás de amistades poco envidiables, pues a veces degeneran en amorosas y como Vd. comprenderá, no estoy dispuesto a que continúen, si Vd. no está segura de que me han engañado, al decirme esto.

Las miradas perplejas

En 1928 se celebró en España el VII Congreso Internacional de Mujeres Universitarias y las asistentes se instalaron en la Residencia de Señoritas. Clara Campoamor, que tres años después conseguiría en las Cortes que las mujeres pudieran votar, fue una de las organizadoras del Congreso. La visión de ese grupo de mujeres universitarias que venían de otros países causó tal asombro que un perplejo periodista lo narró así en la Revista de Pedagogía:

Con la nota impresionante de la abogada india, vestida con el bello traje nacional de su país, han logrado la reconciliación de nuestro pueblo con una idea, blanco otras veces de todas las burlas: la mujer intelectual que despectivamente era designada con el remoquete invariable de sufragista. Pues bien, el desfile de estas otras damas modernas agradables, que ni siquiera usaban gafas en su mayoría, le ha hecho sentir, más que pensar, todo lo que hay de feminidad en lo que el pueblo creía solo de feminismo.


(Clic en la imagen para ampliar). «Las mil estudiantes de la Universidad de Madrid», artículo de Josefina Carabias publicado en Estampa, Madrid, 24 de junio de 1933. Imagen: Biblioteca Nacional de España.
Lo que ocurría en la Residencia de Señoritas se veía como una amenaza por parte de amplias capas de la sociedad, a pesar del éxito que suponía que cada año se multiplicara el número de estudiantes. Una de las propias residentes, Carmen de Munárriz, quiso explicar su experiencia en un artículo publicado en la revista Estampa en 1930: «Todavía hay quien la considera como una incubadora de intelectuales femeninas que sueñan con suplantar al hombre en el ejercicio de sus profesiones. Otros se regocijan ante la idea de tanta mujer reunida, pensando que todas nos miramos con recelo y llevamos en el bolso, entre la calderilla y el tubo de rouge, un estilete para asestar el golpe de gracia a la supuesta rival. Solo las que pasamos por la Residencia podemos darnos cuenta de su gran obra educadora, que, además, redime de la vulgaridad y peligro de las casas de huéspedes a esa juventud que viene de provincias con la modesta pretensión de seguir una carrera que les asegura un porvenir».

En 1929, un periodista del diario ABC visitó la Residencia y describía así de sorprendido a María de Maeztu: «La eximia educadora parece venida al mundo para confundir a los detractores sistemáticos de la mentalidad del s*x* contrario y avivar la fe de los tibios creyentes como nosotros». La directora le explicó que los ministros del ramo no acaban de admitir que pudieran estar tantas mujeres juntas sin pelearse:

—Sí es milagro. ¿Y son todas estudiantes?

—Matriculadas en centros oficiales, principalmente en facultades universitarias.

—¿Por qué orden de preferencias?

—Tal vez le sorprenda. La de mayor número, Farmacia, y, sucesivamente, Ciencias Químicas, Medicina, Filosofía y Letras y Derecho. Hay también un grupo nutrido que estudia en la Escuela de Magisterio y veinticinco extranjeras que aprenden nuestro idioma.

—La mayor parte de las alumnas serán del norte.

—No. Castilla, primero, y luego Galicia.

—¿Castilla?

—Castilla, en la que siempre he tenido una fe ciega. León es una de las ciudades más representadas. Los pueblecitos ofrecen, en proporción, bastante contingente. Vienen también, claro está, de todas las regiones.

María de Maeztu no podía estar más orgullosa del éxito que había tenido su iniciativa entre las estudiantes y las mujeres que admiraban la cultura, pero se lamentaba de los obstáculos con los que chocaba día tras día, como le cuenta en 1925 a su amiga María Martos:

Al comenzar el año, empezó para la Residencia mía (…) el momento de su éxito pleno. Por todas partes venían demandas, de los más remotos pueblos de España llegaban cartas pidiendo el ingreso en la Residencia y no había extranjera que llegase a Madrid que no pidiese vivir en nuestra casa o por lo menos asistir a mis cursos. Nuestras alumnas, las primeras en la universidad; fue un momento magnífico. Aunque no vuelva a repetirse, bien vale el dolor de una vida. (…) ¡Oh, María! Qué duro, qué áspero, qué difícil, sobre todo para una mujer, es en España el camino para hacer una obra social. ¡Qué enorme delito pretender que se logre un tipo de vida más humano donde las mujeres encuentren su clima adecuado!

Un colchón, cubiertos de plata y una noche en la ópera

Cuando una familia enviaba a su hija a vivir a la Residencia recibía un reglamento con los detalles de la intendencia y las normas de la casa. Lo primero que tenían que hacer era preparar un baúl con juegos de sábanas, toallas, mantas y colchas debidamente marcadas con las tres iniciales de la alumna. Pero, además, el equipaje debía incluir un colchón, aunque cabía la posibilidad de alquilarlo. En cuanto al ajuar para las comidas, «previo pago de cinco pesetas al inicio del curso», la Residencia facilitaba un juego de cubiertos de plata. Unos cubiertos a los que se daba buen uso en las cuatro comidas diarias, desayuno, almuerzo, té a media tarde y cena. «El té se sirve todas las tardes en el antiguo salón-biblioteca de cinco y media a seis y cuarto, y tiene como principal objeto la función social de reunir a todas las alumnas de los distintos grupos para que se conozcan y formen una corporación estrechamente unida». Y los menús que detalla el reglamento son dignos de La montaña mágica por su abundancia: la cena constaba de «sopa o verduras, huevos o frito, plato de carne o de pescado y postre de cocina». Y, como aclaración, «no se admite otro extraordinario que la leche después de cada comida».

El reglamento de la Residencia ayuda a hacerse una idea muy clara del día a día de una joven estudiante en Madrid. Las trataban como adultas capaces de tomar sus propias decisiones, pero siempre dentro del orden que imperaba en la casa:

Las alumnas salen a sus clases, visitas o paseos, durante el día, empleando la misma libertad que la que tendrían en sus casas autorizadas por sus padres; deberán estar en la Residencia antes de la nueve de la noche; si vuelven después de esa hora, firmarán a la hora en que entran. Como las alumnas vienen a la Residencia a hacer vida de recogimiento y estudio, no salen de noche, salvo en los casos en que su directora de grupo las acompañe para ir a la ópera o algún otro espectáculo artístico o cultural que forme parte de su educación y que no tenga lugar por la tarde. Cuando las alumnas están invitadas por la Residencia de Estudiantes para asistir a alguna de sus fiestas después de cenar, deberán pedir permiso a su directora de grupo, quien podrá autorizarlas una vez al mes y siempre que no coincida esta invitación con algún acto preparado por la Casa.

¡Éramos tan felices!

Desde la decoración hasta las costumbres, la vida en la Residencia era un soplo de optimismo para las chicas recién llegadas. Su nuevo hogar, influenciado por el estilo americano, era práctico y alegre, con habitaciones soleadas, cortinas ligeras, muebles modernos, libros y adornos de artesanía popular.

Josefa Lastagaray en su libro María de Maeztu Whitney. Una vida entre la pedagogía y el feminismo recoge los recuerdos de Pura Cendán, una gallega que vivió en la Residencia entre los años 1921 y 1927: «Solíamos salir de compras, a ver comercios, sobre todo por la calle Fuencarral en la que, como hoy, abundaban las zapaterías. Ir desde la Residencia andando hasta la Puerta del Sol, por Almagro, era un paseo agradable que nos encantaba». Por las mañanas, las residentes acudían a sus clases en la universidad; por las tardes asistían a las clases que ofrecía la Residencia y hacían una parada para estrechar lazos a la hora del té. A última hora, tras la cena, organizaban veladas de música en el mismo salón, donde alguna estudiante de música tocaba el piano. La misma residente que recordaba sus paseos por Madrid evoca los años que pasó en la Residencia: «Éramos felices, yo al menos».

Y tras la Guerra Civil, de vuelta a la cueva

Cuando terminó el curso de 1936, las estudiantes regresaron a sus pueblos y ciudades de origen para pasar las vacaciones de verano con sus familias, pero ya no pudieron regresar a su Residencia. En julio estalló la Guerra Civil y con ella saltaron por los aires los avances hacia la libertad y la independencia que con mucho esfuerzo acababan de alcanzar las mujeres de España. Tras veintiún años al frente de la Residencia de Señoritas, María de Maeztu fue apartada del cargo, se fue al exilio y murió en Argentina con la pena de haber perdido la gran obra educativa a la que había consagrado su vida. El exilio también fue el destino al que se vieron obligadas otras mujeres que habían gravitado alrededor del centro, como Victoria Kent, condenada a treinta años de prisión, María Zambrano, que rodó de país en país junto a su familia, o Maruja Mallo, que triunfó con su arte por todo el mundo mientras estuvo exiliada pero que a su regreso descubrió cómo la habían silenciado. Algunas de las alumnas que habían disfrutado de becas consiguieron puestos de profesoras o investigadoras en universidades de Estados Unidos. Muchas de las residentes que se quedaron sufrieron represalias, tuvieron que abandonar la vida pública y volvieron a estar como al principio de esta historia, recluidas en sus propias casas. Tras el final de la guerra, las falangistas impusieron sus ideales en lo que quedaba del legado de María de Maeztu y la Residencia de Señoritas perdió hasta el nombre. Como dijo en sus memorias una de las residentes, la doctora en Química Dorotea Barnés, «A mí me sacó de la ciencia mi marido».
https://www.jotdown.es/2018/10/la-casa-de-las-chicas-que-iban-a-cambiar-el-mundo/
 
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