Lágrimas saladas. Naufragios.

Sálvese quien pueda
Publicado por Santiago Echevarría
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El cabo Blanco que supuestamente avistaron en la Medusa horas antes del naufragio.
La Medusa

Se discutía por la mañana en la fragata francesa si aquella masa blanca que habían avistado sobre el horizonte sería el cabo Blanco, o solamente una capa de vapor, una nube.

Pasado el mediodía se discutía ya si no estarían navegando sobre el banco de Arguin, tan brava era la incompetencia del capitán. El plomo del escandallo alertó entonces diez metros de profundidad y De Chaumareys ordenó todo a estribor como quien se revuelve en vano ante la muerte triunfante.

Fue exactamente aquí, en estos bajíos que emergen al resguardo del cabo, a las tres y cuarto de la tarde del martes 2 de julio de 1816: el naufragio más importante en la historia de la cultura occidental.

El que fue el más importante, al menos, hasta que Rose y Jack empañaron el Renault Coupé de Ville en la bodega del Titanic.

Aquí encalló la Medusa.

Aquí se arruinó este soberbio navío que debía comandar una expedición —corbeta Eco, urca Loira y bergantín Argus— desde la isla de Aix hasta la ciudad de Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, para retomar la posesión de esta colonia, recuperada por Francia de la mano de los ingleses en la restauración del Congreso de Viena de 1815.

Pero aquella tarde de verano sahariano la Medusa quedó varada en la pleamar frente a las dunas de Mauritania.

La balsa

Aún permanecieron sus tripulantes tres días a bordo antes de comprender, así atrapados, que el casco se iría resquebrajando cada vez más y que la fragata estaba definitivamente perdida.

Sálvese quien pueda.

Casi la mitad de las doscientas cuarenta almas a bordo de la Medusa embarcaron en los seis botes de los que disponía el buque. Entre ellos, el gobernador Schmaltz y el capitán De Chaumareys

El resto, ciento cincuenta desgraciados, se apretujaron en una balsa improvisada que debía permanecer amarrada a esa flotilla de media docena de botes de náufragos.

Las seis lanchas habían prometido remolcar la balsa de la Medusa a tierra firme —si es que las arenas del desierto merecen tal consideración—, y desde la orilla formarían todos juntos una caravana para caminar el desierto rumbo sur desde el banco de Arguin hasta Saint Louis, a través de más de quinientos kilómetros.

Ese era el trato.

Pero poco después de evacuar el buque los botes concluyeron que la balsa los lastraba demasiado y largaron las amarras.

A menos de treinta kilómetros de la costa, con las dunas prácticamente a la vista, soltaron esa almadía de maderos mal atados, de veinte metros de largo por siete de ancho, que apenas mantenía a flote con el agua por las rodillas a centenar y medio de condenados a la agonía más atroz.

Los abandonaron a la deriva.

Más de una docena de aquellos infelices de la balsa fallecieron en la primera noche al pairo del Atlántico. Cuando el sol se puso por segunda vez estalló una refriega de cuchilladas y sablazos, y al amanecer del tercer día se contaban ya menos de ochenta vidas a bordo de la maderada. Sin comida. Ni agua. Devoraron los cadáveres secados al sol. Retomaron las bayonetas. Al quinto día, quedaban solo treinta tripulantes. En el día séptimo, sentenciaron a los más enfermos arrojándolos al mar. De los ciento cincuenta náufragos de la balsa de la Medusa solamente quince sobrevivieron a esa primera semana.

El bergantín Argus halló por sorpresa a estos quince muertos vivientes trece días después de haber sido abandonados en alta mar a una expresión animal de la lucha por la supervivencia.

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La Medusa debía comandar una flotilla hasta Saint Louis, capital colonial del Senegal.
Los botes

Los tripulantes de los seis botes que abandonaron a tal suerte a la balsa tampoco garantizaron su propia vida.

Solamente dos de aquellas lanchas pudieron alcanzar sanos y salvos esta isla de Saint Louis, después de tres días y tres noches de meritoria navegación de emergencia desde el banco de Arguin.

En uno de esos botes había embarcado el gobernador Schmaltz. En el otro, el capitán De Chaumareys.

El resto de la flotilla se mantuvo igualmente a flote por tres días y tres noches, pero terminó encallando a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de Saint Louis. Vagaron cinco jornadas por todos los infiernos del Sáhara, siguiendo la costa hacia el sur, antes de arrastrarse abrasados por las puertas de la capital de la colonia senegalesa a las siete de la tarde del sábado 13 de julio.

Mucho más lastimosa fue la caminata de sesenta y tres náufragos de esos mismos botes: en vez de mantenerse a bordo de las lanchas hasta encallar, este grupo se había apresurado a lanzarse a tierra solo un día después de haber abandonado la Medusa, aún más al norte de la duna de las Mottes d’Angel. Su procesión se alargó durante diecisiete días y diecisiete noches. Aparecieron cincuenta y cuatro espectros en Saint Louis el martes 23 de julio a mediodía.

Por el camino habían enterrado a seis compañeros, y extraviado a otros tres.

Y aún hubo —aunque duela solo imaginarlo— quien padeció un calvario tres veces más prolongado que estos últimos náufragos vagabundos: aquella tarde nefasta en el banco de Arguin hubo diecisiete personas que se negaron a embarcar en la balsa y que se empeñaron en refugiarse en la fragata varada. Una goleta francesa que había partido de Saint Louis halló la Medusa tal como la habían abandonado al cabo de cincuenta y dos días.

Solamente tres de aquellos diecisiete desventurados habían sobrevivido allí, casi dos meses, en los mismos restos del naufragio.

Rescataron esos huesos moribundos. La tripulación de la goleta tomó inmediatamente después la Medusa como botín legítimo y la desvalijó hasta vender la bandera de Francia a precio de trapo.

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Los supervivientes se hacinaron en el campamento de la playa de la Anse Bernard, en Dakar.
Los náufragos

El gobernador inglés se negó a entregar la colonia del Senegal a los franceses tras el vergonzoso desastre de la Medusa, y retrasó cuanto pudo el traspaso del territorio.

Expulsaron a los náufragos de Saint Louis.

Se fletó el bergantín Argus y un tres mástiles para transportarlos hasta el Cabo Verde, aún más al sur, entre los ríos Gambia y Senegal. Zarparon tres días después de haberse reagrupado en Saint Louis los esqueletos torturados de la balsa y de los botes. Los desembarcaron junto a un pueblo que llamaban Daccard.

Aquí, en Dakar, en la playa de la Anse Bernard, que mira de frente a la isla de Gorée, se levantó un campamento en el que hubieron de hacinarse entre los espasmos, las disenterías, y las fiebres pútridas de la estación de lluvias. Subsistieron en esa caleta a base de quina estropeada y farmacopea de marabú —ron caliente con té de pimienta— hasta finales de noviembre, cuando se les autorizó la vuelta a Saint Louis.

Así se trató a los náufragos.

Confrontaron la deshumanización más cruel, sepultaron a los suyos en el mar o en la arena, se asfixiaron días y noches por el océano y el desierto, y se les negó cualquier acto de compasión o misericordia cuando alcanzaron de milagro su destino.

Ni una mínima intención de desagravio, ni rastro de dignidad.

Los barrieron bajo la alfombra.

Eran incómodos para el gobernador y el capitán porque los náufragos de la Medusa encarnaban inequívocamente la alegoría de los súbditos abandonados por la corona a sufrimiento salvaje. La de los soldaditos de plomo conducidos a un trance repugnante por la nulidad de sus dirigentes.

El ingeniero Alexandre Corréard fue el superviviente más debilitado de la balsa de la Medusa y pudo quedarse en Saint Louis y evitar el campamento de Dakar. Ya en septiembre aprovechó una mejoría en las fiebres y salió de caza en Gandiolle, al sur de la capital colonial, donde encontraron campos de maíz y de mijo, un joven león, un lagarto del tamaño de un hombre, hierbas de más de dos metros de altura, y nubes de garcetas revoloteando alrededor de un baobab cuyo tronco trazaba en la tierra una circunferencia de veintipico metros.

Corréard zarpó de vuelta a casa en la urca Loira y atracó en la ciudad francesa de Brest antes del mes de octubre.

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Corréard salió de cacería Gandiol, al sur de Saint Louis, antes de volver a Francia.
Los naufragios

El cirujano Henri Savigny también sobrevivió a la balsa de la Medusa y pudo embarcar en la corbeta Eco antes que Corréard. Llegó a Brest a primeros de septiembre. El día 12 entregó personalmente en el Ministerio de la Marina la memoria que había redactado del naufragio.

Su relato se filtró al momento a la prensa y apareció publicado el mismo 13 de septiembre en el Journal des Debats.

Se encendió un escándalo de alcance mundial.

Corréard y Savigny firmaron a continuación una versión conjunta: Naufrage de la Frégat La Méduse (El naufragio de la Medusa. Ediciones del Viento, 2014), testimonio en el que se fundamentan estas líneas.

Denunciaron los coautores que se había enchufado a De Chaumereys al mando del buque pese a su evidente impericia.

Y que horas antes del naufragio se habían ignorado señales clamorosas del riesgo que acometía la fragata aproximándose al banco de Arguin, como las advertencias luminosas de corbeta Eco, los avisos de los oficiales de guardia Maudet y Lapérè, los cambios de color característicos en el agua, o la arena y las hierbas apreciables en la superficie del océano.

Y que así, que de la manera más sonrojante, se había hundido uno de los navíos franceses más solventes en la época, la fragata que debía solemnizar la recuperación de los derechos sobre el Senegal.

La historia terminaría perpetuando a Corréard y Savigny en Le radeau de la Méduse. Théodore Géricault les concedió el protagonismo del lienzo que trabajó con obsesión durante meses y que expuso tres años después del naufragio en el Salón de 1819.

Aquel verano no se habló de otra cosa en París.

Y, por lo tanto, en el mundo.

La balsa de la Medusa fue censurada y jaleada con idéntica rabia, pero todos sin distinción habían advertido la furia de la pintura contra una élite desmerecida que dilapidaba los tesoros del país y que sin dolor de conciencia podía pastorear a sus paisanos hasta un final abominable.

Los entusiastas que encumbraron o que aborrecieron a Géricault se habían estremecido por igual ante aquella obra maestra de la historia del arte, éxtasis terrible del romanticismo, de belleza perturbadora, casi inexplicable.

Para siempre queda en el Louvre esta escena de Corréard y Savigny avistando los rescatadores en la lejanía desde la balsa de la Medusa.

Uno no cuenta en la vida con rebatos tan poderosos de los naufragios que lo acechan.

Del desamparo que aguarda a la zozobra en la arena.

De las balsas de las medusas alrededor.

Sálvese quien pueda.

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La balsa de la Medusa, de Théodore_Géricault, 1818-19. Museo del Louvre

https://www.jotdown.es/2018/08/salvese-quien-pueda/
 
Las sirenas del puerto

Sobre antiguos tejadillos y decadentes agujas
Las sirenas del puerto ululan durante toda la noche;
Voces llegadas de puertos extraños, de playas blancas y lejanas.
Y fabulosos océanos, entonando juntas un coro mestizo.
Todas son desconocidas y ajenas entre sí.
Pero todas por alguna oscura fuerza propia
De los abismos que se abren tras el curso Zodiacal,
Se funden en un mismo zumbido, misterioso y cósmico.
En los sueños tenebrosos organizan un desfile
De formas aún más tenebrosas, imágenes y visiones.
Ecos de abismos exteriores y vagos indicios.
De cosas que ni ellas mismas pueden describir.
Y siempre en ese coro, entremezcladas suavemente.
Captamos notas que ningún buque terreranal podría emitir.

Hongos de Yuggoth,
H. P. Lovecraft
 
  • HISTORIA
    La leyenda del Holandés Errante: el capitán que condenó a su barco a navegar por la eternidad a través de los mares del mundo

    Martes, 12 de diciembre de 2017 17:11

    |Rodrigo Ayala Cárdenas


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    Una de las leyendas más famosas de los piratas europeos cobra vida para que conozcas su eterna maldición.
    Decían que el diablo le había dado al capitán pirata holandés Hendrick van der Decken la facultad de hacer que su barco fuera la nave más veloz de todos los mares, después de que el hombre le vendiera su alma una noche de luna llena. Ningún barco podía viajar más rápido que el navío del temerario capitán: rompía las olas y quebraba los vientos más furiosos para tocar puerto en cuestión de horas o pocos días.


    Los marineros que viajaban con Van der Decken le respetaban y temían al mismo tiempo, pero les agradaba navegar con él porque era justo en la repartición de ganancias y tesoros. Además, le gustaba llevarlos a los prostíbulos del Caribe y otros exóticos lugares donde había mujeres de piel morena y cabellos rizados a las que les gustaban los piratas.


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    La última conquista del holandés y sus marinos habían sido las lejanas Indias Orientales, a las que acudieron para adquirir especias, sedas y tintes que revenderían a precios más altos en su natal Holanda. Después de dos días en las que el mar había estado iracundo e impidiendo el avance comúnmente rápido de Van der Decken y sus hombres, que se dirigían de regreso a Europa, el capitán ordenó que su barco tomara rumbo hacia el Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica, para tomar un descanso ante las turbulentas aguas que les frenaban extrañamente el paso.


    Sin embargo, al llegar a esta parte de África, los marineros se percataron que el mar estaba mucho más furioso. Las olas azotaban el barco y amenazaban con volcarlo, las velas se estaban rasgando ante la acción del viento y los mástiles se quebraban con la pegada del mar y los vendavales. Van der Decken y sus hombres, verdaderos lobos de mar, fuertes, tatuados, tuertos, con la piel quemada por el sol y con algunos miembros amputados, que llevaban cerca de 30 años o más haciendo un viaje tras otro en altamar, jamás se habían enfrentado a una tormenta tan furiosa.


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    Algunos decían que era el castigo de Poseidón, otros que eran los demonios pálidos de los mares que estaban causando ese fenómeno para reclamar los tesoros y las vidas de cada uno de ellos. Otros afirmaban con terror en la mirada que el diablo los había ido a buscar para reclamar sus almas, tal y como lo había hecho con la de su capitán, quien en aquellos momentos se mantenía recluido en su camarote fumando o bebiendo. Aquellos hombres, a la vez que temibles, eran también supersticiosos de las viejas leyendas piratas que habían escuchado desde su niñez. En cubierta, reinaba un miedo cada vez más creciente.

    Mientras tanto, en su camarote, Van der Decken meditaba acerca de la razón por la que el mar le estaba jugando en contra en aquellos momentos. ¿Es que no había cedido al Maligno lo más preciado que todo hombre tiene a cambio de que su poder jamás fuera quebrado por ningún enemigo ni elemento de la naturaleza? El capitán se levantó de su mesa, misma que se tambaleaba a cada embate de las olas, y cogió un crucifijo de plata que colgaba encima de su cama. Había sido un regalo de su esposa antes de que zarpara de Holanda rumbo a su ultima misión.


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    De pronto, el hombre apretó con fuerza el objeto hasta hacerse daño en las manos y comenzó a hablar con ira en su gesto y en su voz: «¿Es que acaso me estás castigando por haberle dado mi alma a tu rival? ¿Ésta es tu manera de retarme, castigarme y humillarme para demostrarme que eres superior a mí y que debo someterme a tu voluntad cuando lo único que quiero es regresar a casa? ¡Déjame seguir mi camino, déjanos en paz a mis hombres y a mí que tengo el derecho de hacer tratos con quien mi espíritu lo desee!».

    Van der Decken corrió hacia la puerta del camarote, la abrió y subió corriendo las escaleras que llevaban hasta la cubierta. El estruendo de los rayos cayendo en el mar, la tempestad cada vez arreciendo más, las olas inundando su embarcación que apenas se mantenía a flote y sus hombres pereciendo arrastrados por el agua, llenaron su campo visual. Corrió hacia la zona del timón y, apuntando hacia el cielo con el crucifijo de plata, exclamó: «¡Tú no podrás detenerme, soy el amo de los mares e incluso el mismo diablo me tiene miedo! ¡Maldito sean los dos! ¡Par de cobardes! ¡Ambos se inclinan a mis pies cuando mi embarcación pasa por los océanos del mundo! ¡Ninguna tempestad, dios o demonio podrán frenarme!»


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    Acto seguido, lanzó la cruz al mar, mientras de su garganta salía una carcajada de burla hacia aquel dios que no iba a frenar su camino hacia Holanda y la conquista de la tormenta. Cuando dirigió su vista hacia la parte inferior de la embarcación se dio cuenta que varias decenas de aquellos piratas que llevaba consigo en cada misión lo miraban con miedo casi reverencial.

Van der Decken también fue consciente de que las aguas se habían calmado y que los vientos disminuían su intensidad. Arriba, un brillante sol comenzaba a despuntar después de haber permanecido oculto durante varios días. En altamar se respiraba una sensación de absoluta calma. Una algarabía inundó la embarcación y Van der Decken sonrió al saberse vencedor en la batalla contra un dios que no era tan poderoso como muchos le habían dicho. El holandés y su tripulación continuaron con su viaje hacia Holanda sin mayores sobresaltos.



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La maldición

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Una madrugada, cuando la embarcación holandesa navegaba en completa calma y a buena velocidad hacia su país de origen (tocarían puerto al amanecer), Van der Decken, escuchó una voz en sueños: «Como resultado de tu soberbia, estás condenado a navegar los océanos por la eternidad con una tripulación fantasmagórica de hombres muertos que traerán la desgracia a todos los que vean su nave espectral, la cual nunca llegará a puerto ni conocerá el descanso. Además, para ti y tus hombres, no habrá bebida no comida».

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El capitán abrió los ojos cuando su segundo de a bordo lo fue a despertar para notificarle que, tal como lo tenían previsto, el puerto de su amada Holanda se hallaba a la vista. Ambos salieron para ser testigos de la dichosa noticia, pero conforme más se acercaban, el puerto más parecía alejarse. El barco viajaba a excelente velocidad y el cielo estaba despejado por competo. Van der Decken veía el puerto frente a su ojos de manera clara, pero éste se alejaba de manera caprichosa. «Nunca llegará a puerto ni conocerá el descanso», las palabras resonaban en la mente del holandés que había desafiado a Dios y comenzó a sentir una angustia creciente.


Las horas pasaban, y la embarcación no lograba llegar a su objetivo. Cuando cayeron el atardecer y después la noche completa, los hombres gritaban de miedo, indignación y consternación. Algunos se habían arrojado al agua como un acto desesperado por llegar al puerto, pero perecieron ahogados o fueron rescatados en botes. Van der Decken sabía a la perfección que la condena en sus contra se estaba cumpliendo.


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Los años pasaron y se convirtieron en décadas, éstas en centurias y después en siglos. Los marineros de Van der Decken murieron poco a poco, al igual que su capitán, quien fue bautizado por los piratas que se cruzaban con su barco como “El Holandés Errante”, el hombre que nunca puede tocar puerto y que vaga por los mares del mundo de manera triste y melancólica con una tripulación que ya es puro despojo y muerte. Todos tienen sed, hambre, necesidad de tocar el cuerpo de una mujer y de sentir un suelo firme bajo sus pies. Cuando un barco se topa con esta nave condenada sólo la observa durante algunos minutos antes de que vire su curso y se pierda en la bruma del océano.

Es ésta la historia del “Holandés Errante”, una de las leyendas más famosas en torno a los piratas europeos que aterrorizaron los mares del mundo con su oscura presencia. Estos hombres de mar que asaltaban, invadían y robaban en pequeñas poblaciones y puertos de los cinco continentes también aterrorizaron los mares de México y Latinoamérica. Su presencia sigue inundando el imaginario colectivo y tanto la historia, como el cine o la literatura les han dedicado mucha atención debido a su singular carácter.
https://culturacolectiva.com/historia/la-leyenda-del-holandes-errante/
 
«Naufragios» de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un españolazo de los de antes

MANUEL DE LA FUENTEMANOLHITO / MADRID
Día 27/04/2012 - 17.50h

TEMAS RELACIONADOS


Edhasa reedita esta preciosa crónica, con magnífica versión del académico José María Merino

ABC
Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, un españolazo de los pies a la cabeza

El jerezano Alvar Núñez Cabeza de Vaca fue un hombre inverosímil, entre los muchos españoles inverosímiles que cruzaron el Charco en los primeros días de la Conquista de América. Era un hijosdalgo de una familia ennoblecida por los servicios prestados, aunque para su inmenso dolor, que le acompañaría toda la vida a ambas orillas de la Mar Océana, era huérfano de padre y madre.

Tipo valiente y decidido, pero bien educado para lo habitual en el que sería un guerrero español del siglo XVI, fiel servidor durante años en la Casa de Medina Sidonia, y curtido siendo adolescente en las guerras de Italia, el 17 de junio de 1527, aún un veinteañero, partió rumbo al Nuevo Mundo enrolado en la que sería la desastrosa expedición comandada por Pánfilo de Nárvaez.

Un africano en América
Derrotadas y masacradas nuestras huestes tanto por los indios como por los desaires de la Naturaleza, Alvar, en compañía de varios camaradas (entre ellos Estebanico, el primer africano llegado al Nuevo Continente) pusieron pies en polvorosa, sin siquiera imaginar que su aventura duraría diez años. Desde las costas de Florida hasta las del Golfo de California recorrieron todo lo que hoy es el sur y suroeste de los Estados Unidos.

Soportaron calamidades sin cuento, se alimentaron de hierbajos, de pajarracos, cuando no tenían que salir por piernas perseguidos por los nativos. Sin embargo, en no pocas ocasiones estos les tuvieron en alta estima y los consideraron curanderos y chamanes. La leyenda incluso apunta a alguna resurrección milagrosa. Se cuenta que se valían de latinajos, avemarías y padrenuestros para que los naturales del lugar quedasen absolutamente hechizados y los tomaran por gente con poderes sobrenaturales.


PEDRO DE MEDINA. BNE
Portada de «Naufragios», de Alvar Núñez Cabeza de Vaca
No contento con ello, cuando concluyó la odisea (dieron con unos compatriotas en el norte de México) el españolazo Cabeza de Vacadecidió contar por escrito su aventura, no tanto por mor de la gloria literaria ni económica, como para satisfacción de Su Majestad Católica, que pudiera tener así información etnográfica detallada y al milímetro de aquellas feraces tierras, de su fauna, de su flora y de su personal.

El libro se llamó «Naufragios» y fue un relativo éxito de ventas de la época. En él, con todo lujo de detalles que hoy llamaríamos naturalistas y numerosas secuencias que serían ahora tomadas por realismo mágico de puro insólitas, trazó las líneas maestras de lo que podía ser una novela de aventuras antes incluso de que estas existieran.

Preciosa versión
Libro poco difundido en los tiempos modernos, a pesar de ser uno de los más bellos de nuestras letras, esta estupenda edición de Castalia con excelente versión a cargo del académico José María Merino lo recupera. Como escribe Merino en el prólogo, «si este libro no perteneciese a la historia de los españoles, cuya actuación en América ha tenido desde el principio tantos detractores implacables; si hubiese algo similar en la tradición de franceses o anglosajones, pueblos que también urdieron imperios, sin duda este libro sería un clásico mundial en la crónica verdadera de las grandes aventuras humanas».

Descubridor de Iguazú
Años más tarde volvería a América y descubriría las cataratas de Iguazú: «... y la espuma del agua, como cae con tanta fuerza, sube en alto dos lanzas y más». Fue Gobernador del Río de la Plata, pero su amor por los indios no era compartido por la mayoría de sus súbditos y acabó desterrado en Orán tras una conjura y falsísimas acusaciones a cuyo desmentido dedicó la parte final de su vida. Algunas leyendas sugieren que tomó los hábitos.

Que las palabras de Don Alvar Núñez Cabeza de Vaca en el Proemio del libro, resuenen en nuestros oídos y en nuestros corazones quinientos años después, a la mayor gloria de España: «Sacra, Cesárea, Católica Majestad: Entre todos los príncipes que ha habido en el mundo, creo que no se podría hallar ninguno a quien hayan procurado los hombres servir con tan verdadera voluntad, con diligencia y deseo tan grandes, como vemos que sirven hoy a Vuestra Majestad...».

Solo queda disfrutar de esta joya de la literatura española y mundial.
https://www.abc.es/20120427/cultura-libros/abci-naufragios-alvar-nunez-cabeza-201204271039.html
 
LOS NÁUFRAGOS DEL BATAVIA – Simon Leys
Publicado por Ariodante | Visto 4293 veces



Del suceso real el autor hace en este libro un breve pero jugosísimo reportaje de lo que ocurrió, enmarcado en la historia, aliñado con diversos comentarios y consideraciones. La editorial resume los hechos: la noche del 3 al 4 de junio de 1629, el Batavia, orgullo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, naufragó a poca distancia del continente australiano, tras chocar contra un archipiélago coralino. Buscando ayuda, el representante del armador y el capitán se dirigieron a Java en una chalupa, dejando a los más de doscientos supervivientes en manos del ayudante del sobrecargo, Jeronimus Cornelisz, un ex boticario perseguido por la justicia. Los desgraciados viajeros, familias enteras -mujeres y niños incluidos- hubieron de soportar unas dramáticas condiciones donde a las dificultades del espacio –un archipiélago de islotes desolados- se sumaban las crueldades y violencias del psicópata Cornelisz.

Leys, en un breve prólogo de este aún más breve libro (88 págs.) explica al lector que pasó muchos años muy interesado en escribir sobre esta tragedia, estuvo investigando y documentándose… hasta que, finalmente, fue Mike Dash quien escribió el libro en 2002, (Batavia’s Graveyard, Weidenfeld & Nicolson, Londres), por lo que Leys solo hace un resumen, un excelente resumen, a modo de introducción al libro de Dash; Vilá-Matas, en una reseña del libro de 2011 en El PAÍS, afirma que “la impresionante síntesis de la historia que nos ofrece Leys, síntesis que parece corroborar la creencia borgiana de que si una historia la podemos contar en pocas líneas no es necesario que escribamos una novela entera. (…) Estoy seguro de que nadie ya nunca podrá sintetizar mejor en tan pocas páginas la historia de terror que siguió al naufragio del buque holandés, una historia que hacia el final nos habla de esa determinación desesperada que se apodera a veces de la gente honrada cuando un agresor injusto les fuerza a batirse para defender su vida.”

Así pues, lo que me queda es resumir y ciertamente recomendar la lectura del resumen. Leys alude a la cantidad de barcos desaparecidos por toda esta zona entre la India y Australia. En el siglo XVII y hasta finales del XVIII una vez doblado el cabo de Buena Esperanza, las embarcaciones debían descender primero hacia el sur, casi hasta el límite del océano Antártico, para aprovechar los fuertes vientos del oeste que giran alrededor del globo a partir del paralelo 40 —«los rugientes 40»—. Así seguían hacia oriente, hasta que consideraban cercano el Estrecho de la Sonda; cambiaban de rumbo entonces, sin seguridad de dónde estaban exactamente; y empujados por los vientos alisios del sudeste, navegaban hacia el Norte las aproximadamente dos mil millas que les separaban de Java.

De todos los barcos que zarparon durante doscientos años, uno de cada cincuenta desaparecía por estos lares y no se volvía a saber de él. El Batavia estaba considerado algo así como un Titanic de la época. Navío enorme para su época, el Batavia, solo tenía cincuenta metros de eslora, pero debía transportar durante ocho meses casi trescientas personas: además de los cargos oficiales, patrón y timonel, los pasajeros distinguidos, los gavieros, artilleros y soldados.

Ya salió de Holanda con problemas, embarrancando en los bancos de Walcheren de los que afortunadamente volvió a reflotar con la marea. Durante el resto del viaje, lo que ocurrió fue que crecieron las tensiones, cosa inevitable en un espacio reducido y superpoblado. El patrón, Ariaen Jacobsz, y el sobrecargo, Francisco Pelsaert bebían como cosacos y disputaban constantemente; entre ellos no sólo estaba la cuestión del poder (el sobrecargo tenía más mando que el patrón), sino su interés por las mujeres de a bordo. Por otra parte, gavieros y soldados (mercenarios en su mayoría) también se hallaban en continua bronca. Eso dejando aparte a los artilleros, los artesanos, carpinteros y veleros, cocinero y marmitones, y el cirujano-barbero. La paz dentro del barco era poco menos que una utopía. Para más inri, el ayudante del sobrecargo, personaje oscuro y peligroso, comenzó labores sediciosas, maquinando apoderarse del barco; reunió a un pequeño grupo de seguidores que más tarde le apoyarían en sus odiosas crueldades contra el resto de los tripulantes y pasajeros. Sin embargo, antes de que el motín fraguase, lo que ocurrió fue el hundimiento del barco, tras chocar contra los arrecifes.

Tras desembarcar en los islotes, y acomodar a los supervivientes, Pelsaert y Jacobsz decidieron buscar ayuda en Java, puesto que de otro modo estaban condenados a morir allí al cabo de un tiempo. Y allí quedaron los desgraciados, con Cornelisz como máxima autoridad.

Cornelisz se convirtió rápidamente en un dictador implacable, apoyado por una camarilla de matones a los que no les importaba violar, apalear, torturar y realizar todo tipo de sevicias. Y los infortunados supervivientes casi desearon haber perecido. Aterrorizados, soportaron aquel infierno en el que fueron muriendo asesinadas más de ciento veinte personas …hasta que una parte de los abandonados en otro de los islotes se hizo fuerte y le plantó cara, liderados por un tal Hayes, soldado raso. En un primer momento pareció que podrían vencer, pero poco a poco la superioridad de los malvados se hizo evidente. Hubieran perecido, finalmente, pero les salvó la llegada del Sardam, un barco con que Pelsaert, que había conseguido llegar a Java volvía a buscar su tripulación…y, sobre todo, el valioso cargamento del barco.

El posterior proceso judicial hizo justicia y Cornelisz fue ejecutado con lentitud cruel. Los detalles más escabrosos, los leerán en este interesante y terrible relato.

Simon Leys, seudónimo de Pierre Ryckmans (Bruselas, 1935 – Canberra, 2014), fue un escritor, crítico literario, traductor y sinólogo belga. Sus obras tratan sobre todo de la cultura china, la literatura y el mar. Hijo de un burgomaestre de Amberes, estudió derecho e historia del arte en Lovaina. Con diecinueve años, participó en un viaje de un mes en China, y a partir de 1959 prosiguió sus estudios de lengua, literatura y arte chinos en Taiwán, Singapur y Hong Kong. En 1970 se estableció en Australia para dar clases de literatura china, primero en la Universidad Nacional Australiana y posteriormente en la Universidad de Sidney. Fue miembro de la Academia Australiana de Humanidades.

Ariodante

LOS NÁUFRAGOS DEL BATAVIA. Anatomía de una masacre
Simon Leys
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado, 2011
 
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