Europa en su Cine

la_citta_delle_donne-920649070-mmed.jpg


La ciudad de las mujeres (Federico Fellini, 1979, Italia)

Relato de un hombre soñador en un mundo poblado de mujeres de toda condición


 
upload_2019-1-23_13-52-34.jpeg

La ciudad de los niños perdidos(Jean-Pierre Jeunet - Marc Caro, 1995, Francia)

Sobre una plataforma marina perdida en la niebla, el malvado Krank envejece prematuramente, pues carece de una cualidad esencial: la facultad de soñar. Por esta razón, rapta a los niños de la ciudad para robarles sus sueños. Sus compañeros de infortunio son: Irvin, un cerebro que flota dentro de un acuario, la señorita Bismuth y una banda de clónicos. Al otro lado de la niebla, en la ciudad portuaria, se encuentra One, una fuerza de la naturaleza ingenua, pero extraordinariamente valiente, que busca a su hermano pequeño desaparecido


 
Última edición:
Mi homenaje al director yugoslavo, actual Serbia, Dusan Makavejev (1932-2019)
Hoy nos ha dejado, descanse en paz.
Serendi,
montenegro_eller_parlor_och_svin-500240213-mmed.jpg


Montenegro (Dusan Makavejev, 1981, Suecia)

Marilyn Jordan es una norteamericana casada con un suizo que lleva la más aburrida y frustrante de las vidas maritales. Lejos de su país, encerrada en una casa que odia, Marilyn comienza a tener una conducta errática e incluso peligrosa, hasta el día en que conoce a un grupo de inmigrantes yugoeslavos con quienes va a redescubrir la alegría de la pasión y el poder de la locura.


 
8_1_2_otto_e_mezzo-307830622-mmed.jpg


Fellini, ocho y medio (1963)

Después de obtener un éxito rotundo, un director de cine atraviesa una crisis de creatividad e intenta inútilmente hacer una nueva película. En esta situación, empieza a pasar revista a los hechos más importantes de su vida y a recordar a todas las mujeres a las que ha amado




 
francesco_giullare_di_dio-570091465-mmed.jpg


Francisco, juglar de Dios / Roberto Rossellini, 1950 / Italia

Diversos episodios de la vida de San Francisco de Asís. Francisco entendió la pobreza en un sentido estrictamente evangélico; él no tenía absolutamente nada. Amaba por encima de todo la creación de Dios, de ahí su amor a la naturaleza.


 
smultronstallet-201685410-mmed.jpg


Fresas Salvajes (Ingmar Bergmanb, 1957, Suecia)

El profesor Borg, un eminente médico, debe ir a la ciudad de Lund para recibir un homenaje de su universidad. Sobrecogido, tras un sueño en el que contempla su propio cadáver, decide emprender el viaje en coche con su nuera, que acaba de abandonar su casa, tras una discusión con su marido, que se niega a tener hijos. Durante el viaje se detiene en la casa donde pasaba las vacaciones cuando era niño, un lugar donde crecen las fresas salvajes y donde vivió su primer amor.



 
goupi_mains_rouges_it_happened_at_the_inn-709742848-mmed.jpg


Goupi mains rouges (Jacques Becker, 1943, Francia)

Una peculiar familia campesina, cuyas heterodoxas tradiciones han ido pasando de padres a hijos, está habituada a resolver sus asuntos al margen de la ley, sin recurrir nunca a los gendarmes, aunque se vean involucrados en graves delitos. Messous hace venir de París a su hijo Goupi, al que no veía desde hacía venticinco años. El tío Mains Rouges, la oveja negra de la familia, es el encargado de ir a buscarlo a la estación.

 
el_gran_amor_del_conde_dracula-823111156-mmed.jpg


El Gran Amor del Conde Drácula (Javier Aguirre, 1972, España)

Cuatro mujeres y un hombre deciden refugiarse de la noche en un castillo. Por desgracia para ellos, el propietario del castillo, el Dr. Marlow resulta ser el mismísimo Conde Drácula


 
hans_le_marin_hans_the_sailor-856007957-mmed.jpg


Hans le marin (Hans the Sailor) / François Villiers, 1949, Francia

Eric, un marinero canadiense de escala en Marsella, se enamora de la guapa Dolores, una cantante y animadora muy voluble. Cuando ella le deja, se consuela con la dulce Tania, una joven gitana adivina. Pero metido en una pelea, Eric mata a un hombre y debe esconderse. Tania consigue documentos falsos a nombre de Hans. Cuando está a punto de salir de Marsella a bordo de su barco, Dolores regresa...

 
Última edición:
CALL ME BY YOUR NAME (2017, Luca Guadagnino) Call Me by Your Name

20190124090216-call-me-by-your-name.jpg

Vivimos tiempos convulsos y, en apariencia, de retroceso social, cultural y artístico. Sin embargo, la presencia y el éxito -que le ha concedido el casi inmediato estatus de culto-, de CALL ME BY YOUR NAME (Idem, 2017. Luca Guadagnino), puede suponer una valiosa señal, de que no todo se encuentra perdido en nuestra sociedad. A la entusiasta acogida de público y crítica, aceptando con absoluta naturalidad un efímero romance que tiempo atrás hubiera sido motivo de escándalo, hay que añadir un elemento definitivo; nos encontramos con la demostración de que el cine sigue fascinando. E incluso explorando terrenos ya transitados en el pasado, logra en ocasiones esa mágica fórmula, mezcla de fascinación y emotividad, que de cuando en cuando da como resultado un título inolvidable. Este es, sin duda, para mí -y para no pocos espectadores- uno de ellos. La prueba de la vigencia del arte cinematográfico, en una obra que apela a los sentimientos más íntimos, a las emociones más hondas de ese ser humano en proceso de construcción. A convertir la imagen en una experiencia, en apariencia muy lejana, pero en el fondo tan universal para todo ser humano. Y hacerlo, casi sin que nos demos cuenta, con unas formas cinematográficas, heredadas de los mejores viñedos del pasado del séptimo arte, tamizándolo con una puesta en escena contemplativa y dominada por un matiz impresionista. Una mirada dominada por las pequeñas pinceladas. Por una decidida desdramatización, camuflando de contrabando una carga emocional que va a sentándose de manera creciente, hasta transmitir al espectador esa olla crepitante de emociones, de frustración por una felicidad inalcanzada. Es algo que todos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas. Da igual que aparezca revestido de otro marco, otro contexto, u otra preferencia sexual. En muchas ocasiones, las más, de nuestras vidas, aparece un sendero, que muy pronto se desvanece. Es el caminito que apenas se vislumbra, en el que el tiempo se detiene, y nos deja contemplar los destellos de la felicidad.

Adaptando la novela del escritor egipcio André Aciman, modulado como guion por el nonagenario James Ivory, que estuvo a punto de ser el realizador de la película -obteniendo un Oscar por su tarea-, CALL ME BY YOUR NAME se desarrolla en el verano de 1983 en un indeterminado lugar del Norte de Italia, localizado en la Provenza. En realidad, apenas escasos toques de ambientación datan esa configuración temporal -es curioso como en los últimos compases del film, el adolescente protagonista sí que vista con ropas plenamente eighties- ya que, en el fondo, el italiano Guadagnino lo que nos propone, en realidad, es visitar una especia de paraíso perdido, dominado por el joie de vivre. En medio de la frugalidad de una naturaleza, realzada hasta límites insospechados, por la luminosa fotografía de Sayombhu Muldeeprom, la llegada de un joven universitario norteamericano al mismo -Oliver (Armie Hammer)-, supondrá todo un revulsivo para la familia formada por el acomodado y culto matrimonio formado por el académico Perlman (Michale Suthlbarg), su esposa Annella (Amira Casar) y, sobre todo, el hijo fruto de ambos. Se trata de Elio (Timothy Chalamet), un despierto e introvertido adolescente de 17 años, dotado del cariño de sus padres, desprovisto de ninguna necesidad material, y adornado de un bagaje cultural a todos los niveles, heredado de sus progenitores

Sin embargo, la incorporación del norteamericano, un joven treintañero de atractiva presencia, poco a poco, y de manera casi imperceptible, irá aflorando en el muchacho una serie de sentimientos hasta ese momento ocultos en él. Dará de lado relaciones femeninas propias de su edad, para ir acercándose hacia ese recién llegado para seis semanas, con el que inicialmente había demostrado una soterrada hostilidad. Lo que jamás podría intuir, es que lo que en principio se planteaba como un juego de verano, tendrá una inesperada receptividad por parte de Oliver, que se entregará al muchacho con sinceridad, pero en ningún momento olvidando que aquello quizá no supondrá más que una experiencia… o quizá no.

Preludiada por unos hermosos títulos de crédito, dominados por estatuas de la cultura clásica, CALL ME BY YOUR NAME es, ante todo, una experiencia sensorial. Y de sentimientos. La cámara impresionista de su director, va plasmando en el espectador una mirada en apariencia perezosa y descriptiva, de un contexto idílico. En el que no hay ni dolor ni resentimiento, pero en el que, poco a poco, se agazapará el drama del despertar sexual y, sobre todo, sentimental de Elio. Todo ello lo iremos percibiendo a través de pequeños, gestos. De miradas, focalizadas en el punto de vista del muchacho y, por lo general, envueltos en el fragor casi enfermizo, de esa naturaleza que adquiere por momentos, un aura feérica. Pero la grandeza de la película, reside de un lado en la extrema sensibilidad -en ningún momento lindante con el esteticismo o la cursilería-, con la que se desarrollan los diferentes y cortantes episodios, que se suceden de manera casi cotidiana. Y de otro, en la manera con la que Guadagnino los plasma visualmente, optando por una compleja puesta en escena que, de manera desarmante, aparece ante el espectador con extrema simplicidad.

Esa aura impresionista, casi pictórica, que domina sus encuadres, es la que proporciona un aura llena de frescura veraniega a sus secuencias, en la que no pocos han querido ver huellas del cine del mencionado Ivory, aunque trasladando su radio de acción a un ámbito más cercano en el tiempo. Podríamos estar más o menos de acuerdo con dicha precisión, pero lo cierto es que nos encontramos con una obra, que da en la diana, a la hora de plasmar una de las historias de amor más hondas, breves, originales y conmovedoras, legadas por el cine en las últimas décadas. La extrema delicadeza, y al mismo tiempo la frescura y espontaneidad, con la que se plantea la misma, permite que aflore esa ya señalada desdramatización y, por ello, que ese crescendo dramático y romántico marcado entre Elio y Oliver, alcance una pregnante cercanía con el espectador. Esa sensación de tocar con las manos la felicidad absoluta, en medio de un contexto dominado por el respeto, la cultura, la nostalgia por la cultura clásica y la naturaleza, permite que las imágenes de CALL ME BY YOUR NAME queden invadidas de una sinceridad que, por momentos, alcanza unas cuotas de sublime pertinencia.

Y es que, seamos sinceros, el film de Guadagnino aparece como una propuesta mucho más arriesgada de lo que insinúan sus en apariencia plácidas imágenes. Hay un empeño narrativo por parte de su director, que inicialmente podríamos destacar en ese interés en otorgar un especial protagonismo a la presencia de la frondosidad del exterior de la vivienda veraniega de la familia protagonista. Pero esa aparente sencillez, no evita encontramos con episodios de pasmosa complejidad -y no puedo omitir en ellos el complejo plano secuencia descrito en la plaza del pueblo, ante una estatura conmemorativa de la I Guerra Mundial, donde se describirá con tanta originalidad como sensibilidad, la entraña homosexual de la relación de Oliver y Elio, culminada con el detalle de ese crucifijo del exterior de la iglesia católica ¿Insinuación del sentimiento del pecado, venido a la mente en esos dos protagonistas, de ascendencia judía?-. O estallidos emocionales como esa asombrosa nocturna en el interior de la casa de campo, entre los dos protagonistas, que cerrará una panorámica hacia el exterior del bosque, mientras ambos se encuentran haciendo el amor. Todo, todo en CALL ME BY YOUR NAME, está tocado por esa varita mágica de la emoción, de la sensualidad, de esos cuerpos que expresan casi sin necesidad de los rostros, el palpitar emocional que los embarga. Hay una extrema delicadeza en sus imágenes, que llegan a cobrar elecciones visuales arriesgadas, como la presencia de extrañas texturas en los fotogramas, al describir la espera nocturna de Elio al retorno de Oliver, o ese sueño nocturno que será mostrado al espectador en un negativo de imagen, en la última noche que ambos pasarán juntos. El crepitar de sus imágenes, está repleto de momentos e instantes que se adhieren a nuestra retina. Esa manera tan elegante de firmar las paces entre ambos, tomando por medio el encuentro de ese brazo de una escultura clásica. Los diálogos de ambos en el pueblo, donde Oliver confiesa a Elio la pasión que siente por él. El tormento interior del muchacho, cuando no ve correspondido su cariño. El enorme erotismo que despliega la secuencia de la mas***bación de Elio con un melocotón, que alberga una inesperada y triste conclusión, cuando le confiese a Oliver “No quiero que te vayas”. El tacto de las manos, los pies de ambos. Los besos en el campo. Los últimos dos días solos. La tan sobria como dolorosa despedida. El llanto. La secuencia confesional con un padre comprensivo, que desde el primer momento intuimos la circunstancia vivida por su hijo y Oliver, y que tendrá el pudor de confesar que en el pasado vivió una situación similar que marcó su existencia.

Lo confieso, el tercio final de CALL ME BY YOUR NAME es una espiral de efímera felicidad y creciente congoja, que penetra en el alma del espectador, hasta el punto de dejarlo touching, sin que el aflorar de las lágrimas evite esa sensación de vernos reflejados, de una u otra manera, en la feliz y al mismo tiempo dolorosa vivencia de sus protagonistas. Esa sensación de irreductible paso a la rutina. De abandonar el paraíso perdido. De asumir que, casi sin darse cuenta, el ser humano deja de ser libre en sus sentimientos, insertándose en una senda de convención que sí, le llevará a una relativa delimitación de su existencia futura, pero quizá, jamás le permita recuperar ese arcano de la felicidad perdida.

Y para ello, el realizador italiano alberga con aliados del más alto octanaje. Unamos a ello la elegante y profunda banda sonora de Sufjan Stevens, que se asoma sin embargo, con la anuencia de célebres piezas de música clásica, y éxitos diegéticos de aquellos primeros ochenta. Sin embargo, sus imágenes no serían las mismas sin la entrega, la identificación, la sensibilidad y la compenetración del tándem formado por el joven Timothée Chalamet y Armie Hammer, forjando con sus miradas, sus gestos y su sensibilidad, una de las más hermosas y furtivas historias de amor legadas a la gran pantalla en los últimos años. Es de justicia destacar de manera muy especial, el auténtico prodigio de Chalamet, componiendo uno de los trabajos más sencillos, hondos y sinceros, que he tenido ocasión de contemplar en la pantalla en los últimos años, y logrando desde el primer momento, transmitir al espectador ese drama emocional que se vislumbra en su mirada inquieta, en un lenguaje corporal tan palpitante y, como no, en un alma que nos es transmitida con tanta intensidad como verdad.

Se han hablado antes de numerosas referencias cinematográficas en la película. Antes hemos citado la del ámbito elegante, culto, sensual y refinado de James Ivory. Pero esto seguro que cada espectador podrá citar las suyas propias. Me atreveré a citar ese paso de la felicidad a la congoja, ese disfrute de la efímera felicidad -uno de los sentimientos más difíciles de transmitir en la pantalla-, que podrían transmitir títulos como THE RIVER (El río, 1951. Jean Renoir), SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan), o TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen). Estoy hablando, y es deliberado, de algunos de algunas de las cimas del séptimo arte. Y no es exagerado. La dolorosa desazón que brinda al espectador la conclusión de CALL ME BY YOUR NAME, permite ratificar una conclusión a la que me sumo emocionado; la de encontrarnos ante una de las más conmovedoras obras cinematográficas, creadas en lo que llevamos de siglo XXI.

Calificación: 4’5

http://thecinema.blogia.com/2019/01...2017-luca-guadagnino-call-me-by-your-name.php



 
DAYBREAK (1948, Compton Bennett)

20190121070320-daybreak.jpg

La segunda mitad de los años cuarenta y los primeros cincuenta, fueron un ámbito propicio para que en Inglaterra floreciera un cine de ámbito criminal, dominado por triángulos amorosos, enfrentamientos de clase, y pasiones frustradas. Serían numerosos los exponentes que seguirían un sendero, quizá retomado de referentes literarios norteamericanos en la obra de los escritores noir e, intuyo, dentro del éxito de la traslación cinematográfico que dicha corriente iba consolidándose en Hollywood. Obras dirigidas por Wolf Rilla, Lewis Gilbert, Robert Hamer, incluso David Lean, y otros diversos directores, prolongarían una corriente con peso específico, que sin embargo creo que alcanzaría uno de sus exponentes más crueles y desesperanzados con esta casi ignota DAYBREAK (1948), otro punto de inflexión en el interés de un realizador que poco tiempo antes había alcanzado un notable éxito con THE SEVENTH VEIL(El séptimo velo, 1945), como fue Compton Bennett. De nuevo, contando con la producción y el guion del patrimonio formado por Sidney y Muriel Box -en este caso adaptando una obra teatral de Monkton Hoffe-, nos encontramos ante una de las películas más pesimistas y sombrías que jamás haya podido contemplar, del cine de su tiempo.

Es algo que ya podrá vaticinarse en sus primeros instantes, punteados con el sombrío fondo sonoro de Benjamín Frankel, situándonos en el interior de una prisión. En ella, se describe con una atmósfera apática, el abandono de Eddie (un superlativo Eric Portman) de su condición de verdugo. Los tres personajes que contemplamos en la secuencia, describen en sus escasos movimientos, la incomodidad que les produce vivir de manera habitual dicho modus operandi. Especialmente para este hombre gris y circunspecto, que se tendrá que enfrentar ante su último trabajo, la ejecución de la condena de un joven, ante cuya contemplación se desmoronará. Será un condenado al que no conocemos, pero que poco después tendrá una capital importancia, en el relato que Eddie formule a sus superiores, y que la película describirá por medio de un amplio flashback, extendido a casi los ochenta minutos de metraje del relato. DAYBREAKacierta al describir con trazo preciso, una adecuada ambientación, una magnífica utilización de la iluminación, y una perfecta dirección de actores, la dolorosa y angustiosa mediocridad que rodea a Eddie. Un ser casi sin identidad, que sobrelleva una doble vida -a su condición de verdugo, se une la de copropietario de un negocio que incluye una barbería-. Sin tener noticia de ello, la muerte de su padre -con quien no mantenía relación alguna, dado el mal trato que proporcionó a su madre mientras esta vivió-, le hará heredero de un estimable negocio de embarcaciones. No supondrá para él ninguna visión optimista, pero sí lo hará el inesperado encuentro, en el interior de una taberna sin público -está lloviendo copiosamente; atención a la importancia del agua, a la hora de describir la relación que presidirá la película-, con la joven Frankie (extraordinaria Ann Todd). Como una tregua en el destino, entre ambos se fraguará una cercana y sincera relación. Para ella, una artista de segunda fila, la oportunidad de una estabilidad material. Para él, un hombre descreído de la vida, tanto por sus orígenes, como por su propia y dura profesión, quizá por primera vez se vislumbre la vivencia de una luz de humanidad en su existencia. Pronto prenderá, sin ellos pretenderlo, el amor, en unas secuencias dominadas por la sensibilidad, y descritas en las dependencias de la vieja barcaza que Eddie ha heredado, y que Frankie no dudará en arreglar. Es más, en un maravilloso instante, la lectura de un viejo libro que ella ha descubierto, le trasladará al que muy pronto convertirá en su esposo, los ecos de esa madre amada que quizá siempre quedará en su memoria.

En el fondo, DAYBREAK aparece como una versión, sombría e inquietante, del exitoso BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro), que David Lean rodara en 1945. En esta ocasión asistimos a una extraña historia de amor, que aparece casi como una laguna, como una excepción, a dos historias personales dominadas por su alcance existencial, especialmente centrada en ese hombre de atildadas maneras, que mantiene una vida paralela como ayudante de verdugo, permitiéndole al mismo tiempo conservar una cierta comodidad material -que combina con ser socio del negocio que alterna como barbero-, pero le impide aterrizar con normalidad en la sociedad que le ha tocado vivir. Bennett acierta al describir esta historia oscura. De encuadres cerrados, dominada por rostros torvos y envejecidos, y con un escaso margen a la esperanza. Parece que en la pantalla se plantee una lucha en el aflore de la sensibilidad e incluso el amor, pese al atavismo que supone el pasado de este hombre que no dejará de esconder a su ya esposa, el esporádico cumplimiento de esa profesión de verdugo, que esconde a ella bajo supuestos negocios, y cuyos encargos -ha de asumir unos meses hasta que se retire-, anota en una agenda de manera cuidadosa. Nos encontramos, llegados a este punto, ante un drama psicológico de singular agudeza y doloroso discurrir, creciente en una atmósfera que por momentos llegará a ser irrespirable. Será algo que le llevará incluso a un extremado cuidado de los personajes secundarios, como ese viejo hombre de mar, que conoció a Eddie desde bien pequeño, al tanto desde su veteranía de esos detalles oscuros que se van produciendo en la barcaza donde el nuevo matrimonio ha reiniciado su vida en común. Y se pondrá de manifiesto, por supuesto, en la figura del joven y arrogante Olaf (Maxwell Reed), dotado de un atractivo sexual animal, y que desde el primer momento en que es contratado como ayudante por Eddie, no dudará en galantear a su esposa, pese a la abierta hostilidad de esta. Una vez más, el cine inglés introducirá la juventud y el atractivo sexual como elemento de lucha de clases. Y lo hará mediante el creciente acoso de este atrevido hombre de mar, que dudará en provocar a esa mujer que se tiene que resignar a los peculiares desplazamientos “por negocios” de su esposo, que en realidad tiene que cumplir a sus designios como verdugo.

Película desconocida por completo, DAYBREAK aparece, sin embargo, como uno de los exponentes más crueles y desesperanzados rodado en el cine inglés de su tiempo. Finalmente, Frankie sucumbirá levemente a las constantes presiones de Olaf, aunque ello no evite sentir el sincero aprecio y lealtad por ese hombre ya veterano, que le ha proporcionado estabilidad, ternura, y también amor. La inesperada llegada de este -el periódico que leerá Olaf anunciará la conmutación de una pena de muerte que este iba a ejecutar-, le hará encontrarse al joven marino con su esposa. Será el inicio de la tragedia, en un amor quizá condenado ya de antemano, por los atavismos de sus dos protagonistas. Tras una pelea entre Olaf y Eddie, este caerá al mar y será dado por muerto. Para su esposa, la existencia ya carecerá de sentido, y en un memorable off decidirá poner fin a la misma., Sin embargo, el verdugo ha logrado llegar a tierra, e incluso retornar a su viejo negocio -su socio siempre le dejó la llave dispuesta a un posible retorno-. Ello -en una pirueta argumental quizá un poco pillada por los pelos-, le hará retornar a sus encargos como verdugo. La acción volverá al momento presente, poco después de haberse topado en la prisión con el condenado Olaf, que presumiblemente será liberado de su condena como asesino. Sin embargo, para Eddie el recuerdo de la muerte de su mujer, no supondrá más que una condena en vida… No deseará más que seguir sus pasos, descritos de un modo tan terrible como magistral en su expresión cinematográfica. De nuevo en over, con el reflejo de las sombras de su cadáver ondeando de la cuerda de su suicido en la horca, descubierto por su joven socio de negocio, culminando una de las propuestas más duras del cine inglés, en un tiempo donde la desesperanza aparecía como uno de los elementos más tratados en sus fotogramas. Esa sensación desgarrada y al mismo cotidiana, de una sociedad que aún vivía muy de cerca el trauma de la II Guerra Mundial, se plasma en esta película, tan ignota como magnífica, con una virulencia en algunos instantes incluso inusitada.

Calificación: 3’5

http://thecinema.blogia.com/2019/012101-daybreak-1948-compton-bennett-.php

 
PEEPING TOM (1960, Michael Powell) El fotógrafo del pánico

20190110201153-peeping-tom.jpg

No se ha señalado con la suficiente contundencia, que PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960. Michael Powell) es una película fruto de su tiempo. En sus imágenes, se percibe ironía en torno a la producción media del cine inglés de aquellos años. Se encierra en su seno una supuesta trama, que la relaciona con el valioso -aunque entonces no demasiado bien considerado- cine policíaco del país, con exponentes muy cercanos rodados por Basil Dearden. En algunos de sus planos –la presencia del protagonista en la oscuridad del interior del estudio, donde efectuará uno de sus crímenes-, uno siente muy de cerca el hálito del mundo visual emanado por el gran Terence Fisher en sus más célebres realizaciones para Hammer Films. Es evidente por otro lado, que la película no oculta insertarse en la plasmación de la Inglaterra urbana del momento, aliándose con las nuevas corrientes realistas. Indaga en los senderos del drama psicológico, uno de los magisterios nunca entonces reconocido de la cinematografía del país. E incluso se atreve a integrarse con determinadas corrientes del cine de terror, paralelas a las de la Hammer, presentes en aquellos años. En concreto, las imágenes progenérico, insertas casi en su totalidad en cámara subjetiva, no dejan de suponer una actualización del universo de Jack el destripador, que en aquel tiempo había tenido una sórdida revisitación cinematográfica, por medio de JACK THE RIPPER(1959, Monty Berman & Robert S. Baker).

Referencias todas ellas, que se incardinan de manera admirable, en el seno de una película única, revulsiva y despreciada hasta límites insospechados –habría que remontarse al impacto que más de un cuarto de siglo atrás, ofreció FREAKS (La parada de los monstruos, 1932. Tod Browning)-. Si en aquel caso, dentro de la sociedad norteamericana de la Gran Depresión, aterrorizó y perturbó la presencia de una película que humanizaba, aunque sin sensiblería, una serie de seres humanos deformes, casi treinta años después, la Inglaterra bienpensante, se escandalizaba ante una obra inclasificable, que exploraba en el convulso mundo interior de la psique humana. Prolongando la estela de la igualmente excepcional PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) –una obra monumental que cambió el desarrollo del cine-, y preludiando otra obra maestra –esta aún precisa de su necesaria reivindicación-, como es NIGHT MUST FALL (1964, Karel Reisz) –con la que comparte su voluntaria ausencia de intriga-, nos encontramos ante una obra maestra de incansables sugerencias. Una propuesta que puede ser disfrutada y analizada de múltiples maneras, con la que Michael Powell echó el resto, tras abandonar su fructífera colaboración con Emeric Pressburger, y que prácticamente le saldó con el hundimiento de su trayectoria posterior –que le llevó a filmar algunos títulos en Australia-. Una película que fue despreciada como detritus sensacionalista –tal y como venían sucediendo con las ya citadas producciones de la Hammer, pero sin el éxito comercial que acompañó estas-, hasta que a finales de los setenta, fue restaurada y recuperada por el entusiasta Martin Scorsese, iniciándose el merecido culto en torno a la misma. Recuerdo el desconcierto que a los adolescentes del momento, nos proporcionó poder contemplarla como una de las primeras cintas elegidas por Chicho Ibáñez Serrador, dentro de su mítico espacio televisivo “Mis terrores favoritos”, a finales de 1981.

Y es que pese a ser, con lógica aplastante, una de las cumbres del cine de terror de todos los tiempos, inserta además dentro de un ámbito espacio temporal que generó algunas de las mejores muestras del género, lo cierto es que, como antes señalaba, nos encontramos con una propuesta incómoda y perturbadora. Inclasificable como aparecen sus primeros instantes, a partir de ese perturbador primerísimo plano de un ojo que se abre. Es el de Mark Lewis (un memorable Karlheinz Böhm). La secuencia pregenérico, dominada casi en su totalidad en plano subjetivo, describirá la filmación de Lewis en su pequeña cámara de 16 mm, y mostrándonos su encuentro con una prost*t*ta, que posibilitará el primero de sus crímenes, cuando en teoría se dispone a hacer el amor con ella.

Primer mazazo, en una obra pródiga en ellos. Es más, parece que la intención y la cámara de Powell –ayudado por la punzante base argumental del guionista Leo Marks-, se presta a no dejar títere con cabeza, en esa sociedad en apariencia abierta al progreso, pero en el fondo imbuida de una casi ancestral sarta de prejuicios, que la han ido definiendo década tras década. La entraña de PEEPING TOM –título que obedece a la denominación del vouyerismo-, se centra en la figura terrible y al mismo tiempo compasiva, que brinda la figura de Mark, de quien Powell y su afortunado intérprete –en su momento se barajó la posibilidad de contar con Laurence Harvey en dicho rol-, brinda una mirada ambivalente. Una oscilación en ese cómputo de humanización, en el fondo de un ser sobrevenido una víctima, a partir de las terribles prácticas que su padre –encarnado en su visión en películas caseras, por el propio Michael Powell-, centró en él cuando era niño, destinado a exteriorizar un comportamiento monstruoso, anidado en su propia psique. Se trata de un joven introvertido y agraciado, que compagina sus tareas profesionales como foquista en un estudio, con su deambular amateur con su pequeña cámara, empeñado en filmar reacciones tortuosas del comportamiento humano- También realiza fotografías eróticas de mujeres, producto prohibido para caballeros burgueses –como podremos comprobar en la emblemática secuencia que se describe en el kiosko donde Lewis realiza, dentro de un cuarto oculto, dichas imágenes en teoría veladas. Sería otra mirada transgresora, ironizando en torno a esa sociedad hipócrita que considera pecaminosa cualquier expresión sexual, pero que no duda en vivirla de manera oculta, como algo oscuro. O que consume un cine dominado por las convenciones –la visión que se ofrece de la película rodada en estudio, es demoledora-.

En medio de ese contexto, Lewis vivirá de manera tormentos, algo que para cualquier otro mortal sería objeto de felicidad; enamorarse de una joven. Será de una de sus inquilinas, que vive en la planta de entrada –él reside en el ático, lugar habitual en la iconografía del cine de terror-. Se trata de la encantadora Helen Stephens (Anna Massey). Una chica sensible, que contrariará la atribulada mente de un joven acostumbrado a deambular entre jóvenes de vida licenciosa. En el fondo, esa llamada a la normalidad –significativo el detalle de la aparición inicial de Helen portando un crucifijo-, no dejará de suponer una singular actualización del enfrentamiento de los estereotipados conceptos de Bien y Mal, heredado de la figura de Dracula y Van Helsing. Sin embargo, Powell sabe horadar en todo momento dicha división, imbricando el devenir de esa obra de tanta entraña visual, a la hora de transgredir todos los estereotipos por los cuales orilla su base argumental, hasta el punto de proponer un resultado único, que culminará con una casi inevitable catarsis y sacrificio, descrito por alguien que ha asumido que jamás podrá acceder a la normalidad de la sociedad en que vive.

En una obra de tal riesgo y calibre. Tan transgresora, y al mismo tiempo tan delicada en sus instantes íntimos, que serían casi interminables los elementos a destacar. Al final uno tiene que optar por aquellos que realmente le han impactado o llamado la atención. Como la manera con la que se ridiculiza el proceso de realización de una típica película inglesa de la época. La saturación de su cromatismo en un Eastmancolor que prolonga la querencia de Powell –también con Pressburger- por la utilización pictórica de su iluminación propuesta por Otto Heller. La singularidad que reviste la banda sonora creada por Brian Easdale, en la que uno intuye se quiso apostar por las partituras compuestas para piano, familiares en el cine silente. En la anuencia de dichas características, uno puede percibir episodios visualmente tan atrevidos y sugerentes, como el que describe la primera sesión de fotos “prohibidas” realizada por Lewis, en donde una de sus modelos se muestra en la pantalla, delante de un fondo dominado por estridentes papeles dorados.

Powell articula una planificación percutante que envuelve los giros de sus personajes, especialmente las variaciones del estado de ánimo de Lewis, en una función dominada por el horror y la tristeza al mismo tiempo. En la andadura de un ser atormentado por su pasado –perturbadores los pasajes de películas caseras que definen la infancia del protagonista, encarnado por Columbia, el propio hijo de Powell, dominadas por una atmósfera malsana, que tendrá su punto más repulsivo, en aquella que describe la despedida del niño del cadáver de su madre-. Y en ese relato dominado entre diferentes niveles de “normalidad” y “perversión”, emergerá la figura, atormentada y enigmática, de la madre de Helen (maravillosa Maxine Audley), una mujer invidente que ahoga su frustración en el alcohol, y que desde su aislado mundo, intuirá, escuchará –percibe todos sus pasos y su modo de andar, cuando lo escucha en el piso superior-, e incluso olfateará el aura inquietante que rodea a Lewis. Llegará a propiciar un encuentro con él en la propia y oscura sala de proyección que este alberga, en uno de los episodios más inquietantes y memorables de la película, donde de alguna manera le confesará reconocerlo como uno de los suyos. Otra excluida, quien sin embargo no puede, en su condición de invidente, saber a ciencia cierta cual es la circunstancia que le atormenta, al no tener acceso al contenido de esas imágenes, en las que cree saber se encuentra la clave del drama que vive el muchacho, y ella percibe con claridad.

PEEPING TOM es una obra asombrosa, que no solo se adelantó a su tiempo, sino que incluso en nuestros días emerge como un islote. Que se arriesga hasta límites insospechados, como describir un asesinato –el de la extra que encarna Moira Shearer-, en la conclusión de un insospechado número musical. Que en un momento dado –en esa sesión inicial de fotografía nudie, Mark se sentirá fascinado por esa joven modelo que aparece con un labio deforme –otra excluida de la sociedad, por la que sentirá una extraña y momentánea atracción-. Que en esa salida que mantendrá con Helen, dejará entrever su casi imposibilidad de mantener una relación normal, sin portar en su hombro su eterna cámara. Que alberga imágenes imborrables, como esos planos en los que la invidente se encuentra frente a las inquietantes filmaciones de Lewis en la pantalla. O los desplazamientos de este en el interior, oculto y carente de personal, del estudio, con unas imágenes que parecen una versión actualizada de las andanzas de Dracula en el film de Fisher.

Atrevida, inmersa hasta la entraña, en una historia tan desagradable como dolorosa, provista de una conclusión, que deslumbra a partes iguales por su expresión visual, y la carga de necesario sacrificio que realiza Mark, PEEPING TOM es una cima del cine. Un punto y aparte en la producción del “cine dentro del cine”. Una mirada transgresora en lo que de vouyeur alberga el proceso de creación cinematográfica. Lo plasmará de manera arriesgada, un cineasta que no dudó en enfangarse en las cloacas de la sociedad de su tiempo. Sufrió el rechazo, vio hundida el devenir de una obra ya considerable. Pero en ello, dejó la huella indeleble, de una de las obras más imperecederas y transgresoras de la historia del cine británico.

Calificación: 5
http://thecinema.blogia.com/2019/011001-peeping-tom-1960-michael-powell-el-fotografo-del-panico.php

 
Back