Un GPS norteamericano: el cine de los hermanos Coen

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Un GPS norteamericano: el cine de los hermanos Coen
Publicado por Iker Zabala

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Fargo (1996). Imagen: PolyGram Filmed / Working Title Films / Universal.
Sam said, «Tell me quick, man, I got to run»

Old Howard just pointed with his gun

And said, «That way, down Highway 61».

Bob Dylan, «Highway 61 Revisited» (1965)

Todos los países y ciudades del planeta que se lo pueden permitir exhiben con satisfacción su herencia al mundo, y presumen de las grandes figuras locales que pusieron su pueblo, su región, su estado en el mapa. Con honrosas excepciones (y muerto Prince), el estado de Minnesota exhibe un orgullo ciertamente curioso: presume de emigrados, de exiliados, de gente que empezó a prosperar el día en que decidió que el estoicismo judío, el folclore escandinavo y la tundra helada en invierno no eran para ellos. Personas que se definen no tanto por ser de Minnesota como por no haber encajado allí y haber puesto oportunos pies en polvorosa: gente como Pete Docter, ese genio creador de Pixar que halló su paraíso creativo en San Francisco; o Terry Gilliam, el más glorioso zumbado de los Monty Python y Don Quijote de Minneapolis en sus ratos libres, dedicados todos ellos a lograr adaptar de una vez a Cervantes. Y, sobre todo, gente como Bob Dylan, el gran bardo de Duluth. Minnesota es un lugar tan dado a la huida que incluso sus vías de salida tienen su punto de glamour. Ahí está la Highway 61 sin ir más lejos, también conocida como «Blues Highway», una ruta que comunica el estado con otro planeta: el Delta del Mississippi, Nueva Orleans y, en general, muchos otros lugares más interesantes, y a la que Dylan dedicó una canción y un disco que le sirvió para inundar para siempre los Estados Unidos y el planeta entero con el eco eterno de su arrolladora personalidad.

Joel y Ethan Coen nacieron y crecieron en un suburbio de Minneapolis. Allí filmaron sus primeras películas en Super-8 siendo unos chavales y, sin embargo, cuando tuvieron la oportunidad de rodar su ópera prima, Sangre fácil (1984), decidieron que lo mejor, por si acaso, era irse al otro extremo del país, a Texas. La tendencia siguió en sus siguientes obras: en Arizona Baby (1987), Muerte entre las flores(1990), Barton Fink (1991) y El gran salto (1994) pasearon el hilo argumental a lo largo de Arizona, de una ciudad indeterminada del noreste en tiempos de la ley seca, de Broadway, de Hollywood o del Midtown de Manhattan. En esos años se consagraron como cineastas, conquistaron el mundo (Palma de Oro en Cannes incluida) y se pegaron un monumental batacazo crítico y de taquilla con El gran salto. Como si jugar a ser Ícaro fuera un prerrequisito para volver a poner pie en su estado natal, allí volvieron en 1996 a recomponer las alas para rodar buena parte de Fargo. El resto es historia.

Cuando se hizo público el título de ¡Ave, César! (2016) algunos medios especularon con que los hermanos preparaban un péplum, una de romanos. Otros intuyeron con razón que ello era poco probable, o al menos constituiría un notable cambio de registro en una filmografía que en sus dieciséis largometrajes anteriores nunca se había aventurado fuera de los Estados Unidos. ¡Ave, César! no es, como sabrá, un péplum, sino un homenaje al Hollywood clásico. También el último capítulo de una carrera que funciona como GPS de la geografía norteamericana, recorriéndola de norte a sur y de este a oeste, y que constituye, sobre todo, un recorrido espiritual y folclórico por buena parte de la herencia social, histórica y cultural de los Estados Unidos. Puede decirse que, en el sentido estricto del término, no hay unos cineastas más americanos que los dos hermanos de Minnesota, un estado que funciona como puesto de vigía de sus más selectos iluminados: esos cuya visión abarca todo el país.

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¡Ave, César! (2016). Imagen: Universal Pictures / Working Title / Mike Zoss / Dentsu.
En más de treinta años de carrera, los Coen han tocado casi todos los géneros del Hollywood clásico: el noir (Sangre Fácil, El hombre que nunca estuvo allí), el cine de gánsteres (Muerte entre las flores), la screwball comedy (El gran salto), el wéstern (que se hizo esperar, pero llegó a lo grande con Valor de ley) y hasta el musical (ese descacharrante número con Channing Tatum que es lo mejor de ¡Ave, César!). Lejos de hacer ejercicios de estilo al uso, los hermanos impregnan esos tránsitos por géneros trillados con una indeleble marca personal, llena de humor negro, fatalidad y cruda ironía, que sacrifica grandes artificios narrativos y obvia los clichés de género para adentrarse por mundos imaginados en los que se revela, entre otras cosas, la pátina de absurdo que domina nuestra cotidianeidad. Ahí está, por ejemplo, El hombre que nunca estuvo allí, cine negro sin detective ni misterio por resolver, que nos cuenta con lógica irrefutable lo que pasa cuando un barbero hastiado de su vida quiere dedicarse a la tintorería: hay muertos por el camino, vaya si los hay.

Los héroes de los Coen, si es que pueden ser llamados así, se entregan al sempiterno y multirreferencial sueño americano, pero en manos de los cineastas este adopta extrañas formas. También los atajos que sus personajes toman para llegar a él. Ejemplos: organizar el falso secuestro de tu esposa para que tu suegro te financie la inversión que no te atreves a pedirle (Fargo), raptar a un bebé quintillizo tras descubrir que eres estéril (Arizona Baby) o vender secretos de Estado a Rusia para pagarte una operación estética (Quemar después de leer). El sueño también adopta en ocasiones la forma de un tesoro al alcance de la mano, pero el tono que va del que buscan los personajes de O Brother! al que se encuentra el protagonista de la descarnada y brutal No es país para viejos dice mucho de la versatilidad de los hermanos, que lo mismo se marcan una desgarradora y milimétrica adaptación de la devastadora narrativa de frontera de Cormac McCarthy que una comedia a ritmo de bluegrass inspirada en laOdisea.

Porque en los créditos iniciales de O Brother! podemos leer: «basado en la Odisea de Homero». Los hermanos reconocieron con sorna durante la promoción de la película que nunca habían leído el libro, pero poco importa: de lo que se trataba ahí era de contar el más estrafalario poema épico posible sobre los Estados Unidos: el viaje, plagado de innumerables pruebas y terribles enemigos, de un héroe que trata de regresar a su hogar a lo largo del paisaje de folclore y fantasía de la única región norteamericana donde la magia existe: el Sur, con mayúsculas. El Ulysses Everett McGill de O Brother!(George Clooney) vive tiempos oscuros (la Gran Depresión), pero tras una larga odisea entre brujas, cíclopes y monstruos temibles (el Ku Klux Klan entre ellos) le espera su recompensa bajo la apariencia de una típica vida familiar estadounidense en su Ítaca particular: la América del New Deal de Roosevelt.

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El gran Lebowski (1998). Imagen: Polygram Filmed / Working Title / Universal.
A falta de una película sobre béisbol, jazz o hamburguesas, que seguramente llegará, el cine de los Coen ha tocado casi todos los mitos patrios: el capitalismo en El gran salto, la cultura de las armas de fuego en Sangre fácil y Valor de ley, la era dorada de Hollywood en ¡Ave, César! y Barton Fink, la animación alocada al estilo del Pájaro Loco, Coyote y Correcaminos en Arizona Baby, la Prohibición en Muerte entre las flores o el folk en A propósito de Llewyn Davis, esa gran película sobre «el hombre que nunca fue Bob Dylan». Tampoco faltan en sus obras referencias a sus escritores americanos preferidos, e incluso esbozaron un retrato nada amable del mismísimo William Faulkner en Barton Fink, donde el alter ego de ficción del célebre autor era un tipo alcohólico, arrogante y embustero que pegaba a la misma novia que le escribía los guiones en secreto. El Faulkner de los Coen terminaba decapitado, porque eso es lo que hacen los hermanos con sus escritores más admirados: deconstruirlos a placer. Algo parecido hicieron con Raymond Chandler; mucho se ha escrito a cuenta del paralelismo de El gran Lebowski con El sueño eterno y otras novelas del autor: un millonario triste contrata a un antihéroe para que se adentre en los bajos fondos de Los Ángeles e investigue la desaparición de su añorada rubia fatal. Con el pequeño detalle de que el detective no es Philip Marlowe, sino un posthippyde vuelta de todo que no acude a manifestaciones contra la guerra de Irak porque tiene que ir a jugar a los bolos con su mejor amigo, un fascista veterano de Vietnam.

El gran Lebowski es la mejor comedia de los Coen de lejos, y deja otros de sus esfuerzos en el género a la altura de un bolo derribado. Es un hecho que los hermanos se han pasado de vueltas alguna vez, dejándose todo mimo por los personajes y por ende toda la gracia en el tintero (os estoy mirando a vosotras, Ladykillers y Crueldad intolerable). Y, sin embargo, en otras ocasiones han logrado manejar los resortes de la comedia con perfecta maestría, sobre todo en la versión en la que se sienten más cómodos: la negra, un subgénero más eficaz cuanto mayor sea la capacidad de describir al personaje principal como un ser rigurosamente real. Quizá por ello las dos mejores comedias negras de los Coen son aquellas protagonizadas por los héroes que mejor conocen: los anónimos residentes de su Minnesota natal, ese estado que Joel Coen describió una vez como «Siberia con restaurantes familiares». Hablamos, por supuesto, de Fargo, la más incontestable de sus obras. Pero también de esa mordaz parodia del libro de Job que constituye, probablemente, la perla menos conocida de su filmografía: Un tipo serio (2009) que rodaron en su pueblo, St. Louis Park.

Joel y Ethan Coen son por tanto tan rabiosamente estadounidenses como el Tío Sam. También han hecho válida la célebre máxima de Scott Fitzgerald sobre los segundos actos de las vidas americanas, pues no se conoce una secuela en su filmografía. Y, sin embargo, es bien evidente su gusto por desmontar expectativas: quizá por ello han reconocido públicamente que están esperando que John Turturro envejezca unos años más para embarcarse en una segunda parte de Barton Fink. Uno imagina ya al bueno de Fink en los años setenta, exiliado de Hollywood y Broadway y escarmentado de todo contacto social, entregado a la búsqueda de un lugar convenientemente tranquilo y anónimo. En ese momento se pregunta si por fin lo ha encontrado: desayuna tortitas con café en soledad en uno de esos restaurantes familiares de Siberia, disfrutando del silencio mientras barrunta la trama de su primera novela con la sola y apropiada compañía de (¿era así?, ¿de verdad?) la cabeza de William Faulkner en una caja. Necesitará conservarla en frío, pero por fortuna hay hielo de sobra en Minnesota.

https://www.jotdown.es/2018/07/un-gps-norteamericano-el-cine-de-los-hermanos-coen/
 
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