The Peninsular War (1808-1814)

Así profanaron la tumba del Cid Campeador las tropas francesas de Napoleón: huesos dispersos por el mundo
Las tropas napoleónicas arrasaron con cualquier objeto valioso del templo, entre ellos los restos del Cid y su familia. Solo cuando el general Thiebault, conocedor del personaje, quiso congraciarse con el pueblo de Burgos se pudieron recuperar algunos de los restos
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SeguirCésar Cervera@C_Cervera_M
Actualizado:03/07/2019 01:55h

En lo más alto de su poder, el 10 de julio de 1099, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, fallecióRodrigo Díaz de Vivar, El Cid, a causa de muerte natural. Cuando dos años después los almorávides conquistaron Valencia, Doña Jimena se llevó consigo los restos mortales de su marido, que fueron depositados en en el atrio del Monasterio de San Pedro de Cardeña, un templo levantado en el siglo IX, a diez kilómetros de Burgos, que en la actualidad es morada de una comunidad de hermanos trapenses pertenecientes a la orden Benedictina.

Doña Jimena eligió el Monasterio de San Pedro de Cardeñacomo tumba para su marido, y para ella, porque, según la leyenda, fue allí donde el héroe castellano dejó a su esposa e hijas allí tras ser desterrado en 1081 por Alfonso VI. Años después, Alfonso X El Sabio honraría su memoria construyendo en la capilla mayor un gran sepulcro labrado con las palabras: «Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos». Los restos del Cid fueron embalsamados y el Rey mostró todo su reconocimiento público.

«Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos»


En el siglo XV, unas obras en el cenobio forzaron un nuevo traslado a la entrada de la sacristía para ser colocada la tumba sobre cuatro leones de piedra. Pero no terminó ahí el periplo de los huesos del Cid... En el año 1541, la tumba fue relegada al lateral de la abadía, hasta que el condestable Pedro Fernández de Velasco reclamó al Emperador Carlos V que los monjes volvieran a dejar al héroe en su localización original. En 1736, los restos fueron llevados a una capilla de nueva creación, la de San Sisebuto.

La profanación del héroe
El monasterio, donde 200 monjes habían sido martirizados durante la conquista musulmana, se convirtió gracias a la historia que rezuman sus paredes en un lugar de peregrinaje para los castellanos. Isabel la Católica, Felipe II y Felipe III no dudaron en presentar sus respetos al Campeador. Pudo ser así hasta la Guerra de Independencia, donde el expolio cultural francés también se extendió al monasterio burgalés.

Las tropas napoleónicas arrasaron con cualquier objeto valioso del templo, entre ellos los restos del Cid y su familia. Solo cuando el general Thiebault, conocedor del personaje, quiso congraciarse con el pueblo de Burgos se pudieron recuperar algunos de los restos. El 19 de abril de 1809 se celebró un acto lleno de pompa y de solemnidad para sepultar al Cid en un mausoleo que, para la ocasión, se levantó en el Paseo del Espolón. A la marcha de los franceses, los monjes solicitaron al Ayuntamiento de Burgos que los restos fueran devueltos al Monasterio de San Pedro de Cardeña, pero no obtuvieron una respuesta positiva hasta 1826.

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Capilla del Cid en el Monasterio de San Pedro de Cardeña.
Las desamortizaciones que sufrieron las propiedades eclesiásticas durante buena parte del siglo volvieron a dejar lo que quedaba del Cid a expensas de profanadores, de modo que fueron resguardados en la capilla de la Casa Consistorial de Burgos. Desde 1921 reposan junto con los de su esposa Doña Jimena en el crucero de la Catedral de Burgos.

La profanación francesa y el abandono dieron como resultado que los restos óseos se dispersaran por Francia y la República Checa, así como el disparate de que con todos los huesos que se dicen hoy procedentes de Don Rodrigo se podrían montar tres o cuatro hombres. Pero, ¿para qué querían los franceses los restos de un héroe castellano de la Edad Media? Lo cierto es que durante los siglos XVI y XVII la influencia cultural de la España imperial extendió la lengua castellana y la forma de vestir «a la española» a muchas cortes europeas que querían imitar a la potencia hegemónica. La historia del Campeador se popularizó en aquellos siglos en Francia tanto con la lectura del «Cantar del Mío Cid» como, sobre todo, tras el estreno de la obra de teatro «Le Cid», de Pierre Corneille, en 1636.

Españoles por el mundo
Al calor de su popularidad a ambos lados del Pirineos, el conde de Salm-Dick y el barón de Delammardelle se apropiaron de gran parte de los restos mortales durante la invasión napoleónica. El primero terminó por regalárselos al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern, pasando a formar parte del museo particular de su castillo de Sigmaringen, en el sureste de Alemania. El gobierno español consiguió que esos restos regresaran a España a finales del XIX. No obstante, el resto se perdió por distintas ubicaciones, entre ellas Brionnais, en la Borgoña francesa, y el palacio checo de Lazne Kynzvart.

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Tumba del Cid y Doña Jimena, en el crucero de la Catedral de Burgos
El egiptólogo, dibujante y coleccionista francés Vivant Denon hizo acopio de muchos de estos huesos. Es más, el francés se arrogó la devolución de una parte del cráneo del Cid al monasterio burgalés en el invierno de 1808-1809 en medio de grandes escenificaciones, pero, en secreto, se guardó para su colección particular unas cuantas piezas. En 1825, a la muerte de Denon, se subastó un reliquiario que atesoraba huesos del Cid y de Jimena, de Molière y La Fontaine, y de los eternos amantes Abelardo y Eloísa. Aparte de un trozo de la camisa ensangrentada de Napoleón y del bigote del rey Enrique IV de Francia. Denon guardaba incluso la mitad de un diente del divino Voltaire.

Como recuerdo de que el Cid es tanto un personaje histórico como uno literario, en la sede de la Real Academia Española de la Lengua se conserva también un fragmento del cráneo desde 1968 a raíz de la pasión de uno de sus miembros por el Campeador. Con motivo del 99 cumpleaños de Ramón Menéndez Pidal, una comisión de académicos acudió a su domicilio a homenajearlo y llevarle como presente un hueso del cráneo del héroe. Según recogen las actas de la RAE, el casi centenario filólogo observó el fragmento de cráneo «con conmovedor silencio» y que después lo besó «devotamente». El mismísimo Camilo José Cela hizo las gestiones para hacerse con la reliquia con su anterior propietaria, la condesa Thora Darnel-Hamilton, quien a su vez lo había heredado de su abuelo.

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El infierno de la 'División Azul' que España envió a luchar por Napoleón en Rusia
Después de que comenzara la Guerra de la Independencia, tres regimientos rojigualdos incrustados por las bravas en la «Grande Armée» fueron forzados a marchar sobre Rusia contra su voluntad. Sus integrantes ansiaban rendirse al enemigo y acabar con su tragedia
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SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:12/07/2019 13:43hhttps://www.abc.es/historia/abci-cr...rmando-en-una-mujer&vli=noticia.foto.historia

Más que conocidas son las desventuras de la División Azul en la URSS de Iósif Stalin. Sus combates en el lago Ílmen o en Krasny Bor han pasado a la historia. Lo que es menos popular en la sociedad actual es que, más de un siglo antes, otros soldados peninsulares marcharon sobre Rusia a las órdenes de un líder extranjero. Aunque en aquel caso, y con el calendario detenido a principios del siglo XIX, este mandamás no llevaba la esvástica en el chaquetón ni hablaba alemán, Por el contrario, portaba en su pendón el águila imperial y hablaba francés con un ligero acento corso. Su nombre era Napoleón Bonaparte.

Los hombres a los que hago referencia son los pobres desgraciados de tres regimientos del cuerpo expedicionario enviado en 1807 a servir en el ejército galo. Hombres desafortunados que, después de que comenzara la Guerra de la Independencia contra el «Pequeño corso», no lograron regresar a su amada patria y fueron obligados a participar, junto a la «Grande Armée», en la loca invasión de Rusia orquestada por el megalómano Bonaparte. Sus integrantes se dejaron la vida a miles por culpa del frío y de los mosquetes enemigos hasta que, por fin, sus esperanzas se materializaron y pudieron desertar como reos ante los hombres del Zar. «Mi emperador no hace prisioneros a los españoles, vuestro país y el mío tienen estrecha alianza; los ejércitos rusos protegen a todo español que la suerte ponga en nuestras manos», les respondió el oficial al que se entregaron.

Puñalada trapera
Hallar los mimbres de esta unidad requiere retroceder hasta 1796, época convulsa en la que «la France» y nuestra España andaban aliadas contra el poder británico. Pocos sabían entonces que nos íbamos a tragar una invasión gala a traición poco después... Pero en aquellos años, amigos como éramos de los gabachos, el gobierno firmó con el futuro «Empereur» el Tratado de San Ildefonso; texto abusivo donde los hubiere y en el que ambas potencias se comprometían a aunar fuerzas contra Gran Bretaña. Con aquel precedente, y después de la entrada victoriosa del « Pequeño Corso» en Berlín tras hacer añicos a las tropas prusianas, poco podía hacer nuestro país más allá de rendir pleitesía a los revolucionarios.

Sometido al incipiente poder galo, y afrancesado como era, el valido poco válido del monarca, Manolito Godoy, recibió en 1806 un mensaje en el que se le exigía reunir a unos 14.000 hombres y enviarlos, como el mismísimo rayo, hasta las costas de Hannover en previsión de un más que predecible asalto inglés por mar. Dicho y hecho. De esta guisa, y en valor del Tratado de San Ildefonso, partieron hacia su nuevo destino 10.000 infantes, 4.000 jinetes y una veintena de piezas de artillería. Más de la mitad del contingente inició su viaje desde la Península al mando de Pedro Caro y Sureda, Marqués de la Romana, primer oficial de la llamada División del Norte. El resto lo hizo desde Etruria, donde ya había destacadas fuerzas de nuestro país, bajo el liderazgo del segundo al mando, Juan Kindelán.

«Bernadotte jamás se cansó en las revistas y en las marchas de manifestar la satisfacción que le causaban […] nuestros compatriotas»
Allí quedaron nuestros compatriotas haciéndose un nombre a golpe de bayoneta, mosquete y sable (este último, en el caso de los jinetes). Y así lo recordaba el militar y escritor del siglo XIX José Gómez de Arteche en su extensa « Guerra de la Independencia, 1808-1814»:

«Bernadotte cuidaba con el mayor esmero de que no les faltase nada de lo que la codicia francesa se hacía proporcionar para sus soldados, y no perdonaba medio para halagar a los nuestros en su orgullo nacional y en su espíritu de personalismo. Su guardia de honor era, cual la de los césares, de españoles, compuesta por una compañía formada de soldados y clases escogidos en el regimiento de Zamora y una sección de 30 caballos del Rey, y jamás se cansó en las revistas y en las marchas de manifestar la satisfacción que le causaban […] nuestros compatriotas».

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Manuel Godoy
Pero la situación se enrareció poco después. De forma más concreta, en 1808, después de que Bonaparte asediara Madrid (y España) a traición tras firmar un permiso de paso con Godoy en el popular Tratado de Fontaineableau. Aquella puñalada trapera pilló a buena parte de la División del Norte en Dinamarca, lo que permitió a la mayoría viajar a toda prisa hasta a Suecia y, a continuación, regresar a la Península para unirse a las tropas británicas y enfrentarse al galo invasor. Por desgracia, la suerte fue esquiva con tres de sus regimientos. Unos hombres a los que les fue imposible separarse de las tropas napoleónicas y que se vieron obligados a partir, dentro de la «Grande Armée», hacia Rusia bajo las órdenes de Napoleón.

Los oficiales del gabacho sabían que no podían esperar lealtad por su parte, pero conocían su destreza con las armas. Por ello, el destino último de nuestros compatriotas era habitualmente la primera línea de batalla. Al menos, así lo afirmó en su diario de viaje Rafael de Llanza, nombrado jefe de este curioso contingente: «No me queda ninguna duda que fuimos puestos en el más evidente riesgo para que fuésemos exterminados». Lo cierto es que los hombres de Bonaparte llevaban razón, pues los nuestros ansiaban el «feliz y suspirado momento de pasarnos a los rusos».

Camino a Borodinó
Las andanzas en Rusia de los tres regimientos españoles que no pudieron escapar de las garras de Napoleón comenzó, siempre según el diario de Rafael de Llanza, en marzo de 1812, cuando recibieron la orden de formar y partir hacia el este. Por entonces, nuestros compatriotas se hallaban en el pueblecito de Neuwarp recordando por activa y por pasiva a sus habitantes que ellos no eran galos. «Yo hice cuanto me fue posible por manifestar que era español, en medio de los ejércitos franceses, y que odiaba el robo y la villanía en medio de unas legiones de ladrones y perturbadores del sosiego humano», explicaba el español en su obra. Así comenzó la campaña más helada de Bonaparte.

A partir de entonces el diario narra de forma pormenorizada, aunque rauda, las diferentes paradas que llevó a cabo el ejército español de Napoleón. Y en todas ellas, según Llanza, el contingente galo se destacó por su pillaje y su villanía. Al parecer, la «imponente multitud» se mostraba «furiosa de deseos de […] entregarse a los horrores del saqueo, incendios, robos y, en fin, al exterminio del género humano» desde el mismo momento en el que asediaron Polonia en su camino hacia Moscú. Aunque los franceses trataban de paliar esta actitud repartiendo panfletos con manifiestos en los que se afirmaba que estaban allí para liberar a los ciudadanos de la opresión de los zares.

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Napoleón en Rusia
Una de las primeras batallas en las que participaron los españoles fue la que, según Llanza, comenzó a pergeñarse el 5 de septiembre de 1812. Por la cercanía con las fechas parece que se refiere a una escaramuza previa a la contienda de Borodinó; la más sangrienta de la campaña rusa. En todo caso, aquella jornada los defensores se jugaban mucho, pues habían permitido a los galos adentrarse kilómetros y kilómetros en el país sabedores de que era imposible defender la ingente cantidad de territorio que atesoraban. Según la crónica, Bonaparte no dudó y ordenó a sus hombres cargar sin piedad. En la vanguardia iban nuestros compatriotas, como bien dejó explicado el autor del diario:

«Mientras duraba este sangriento choque, mi batallón formado en cuadro sostenía avanzado el combate, cuando a las nueve y media fue atacado por el grueso de la caballería, que por el orden regular debía ser roto y deshecho, y tuvo tanta fortuna que una descarga hizo retroceder toda esa caballería, que sin duda a beneficio de la noche nos creyó más fuertes de lo que éramos. ¡Qué bella situación esta para haberse pasado al ejército ruso hasta con las banderas! Los dos regimientos españoles fueron avanzados del Ejército francés, y no me queda ninguna duda de que fuimos puestos en el más evidente riesgo para que fuésemos exterminados. Si nosotros hubiésemos tenido la más remota idea de que podíamos ser acogidos de los rusos, nos podríamos haber pasado sin ningún riesgo».

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Napoleón en Rusia
Dos días después, ya en la contienda principal, el regimiento de Llanza se quedó en retaguardia. Aunque sí «sostuvo por cuatro horas seguidas la diabólica artillería de la Guardia Imperial» y tuvo que «sufrir muchas balas de artillería» enemigas durante horas. Tras la lucha, el hispano se quedó asombrado cuando Napoleón ordenó dejar a los heridos sobre el campo de batalla: «¡Qué triste espectáculo, y más al considerar que tantos miles de hombres debían el día siguiente ser abandonados sobre aquel campo de desolación y expirando en recompensa de su valor y de la victoria obtenida por unos y por la brillante y valerosa defensa de los otros!».

Pero aquellos hombres no iban a ser los únicos olvidados en mitad de la estepa rusa. Le pasó lo mismo a otros tantos que murieron debido al hambre y al frío invierno al que el ejército galo tuvo que enfrentarse en su avance hacia la capital. Y el resto sufrieron todo tipo de enfermedades y problemas físicos por culpa de las bajas temperaturas. El mismo Llanza dejó escrito que, un día, se «sintió en el tobillo del pie derecho un dolor sumamente fuerte».

La sorpresa fue mayúscula cuando se quitó la bota, pues vio que toda su pierna «parecía una piel de tigre de manchas negras y amarillas». «Lo manifiesto a los cirujanos, no les gustó; menos me gustaba a mí», afirmó. En sus palabras, los dolores (que se acrecentaban debido al frío) eran «terribles e insoportables», lo mismo que los remedios que le daban los médicos militares. Y, a pesar de todo, la « Grande Armée» logró tomar Moscú.

¡Retirada!
Con la conquista de la capital parecía que solo era cuestión de tiempo que el ejército galo obtuviese una victoria aplastante sobre los rusos. Pero la falta de comida, el frío, las enfermedades y los continuos ataques de la guerrilla obligaron a Napoleón a marcharse con el rabo entre las piernas y abandonar Moscú el 24 de octubre de 1812.

Desde entonces comenzó una carrera contra el tiempo en la que la «Grande Armée» trataba de evitar ser masacrada mientras regresaba, de forma paulatina, hacia su cuartel general ubicado en Smolensk (primero) y hasta Francia (después). Por descontado, en el camino su retaguardia fue acosada por las unidades más veloces del ejército del Zar. Pintaban bastos para el corso, pero también para nuestros compatriotas. De hecho, los españoles de Llanza sufrieron un ataque el 25 de octubre que a punto estuvo de costarles la vida.

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Cosacos rusos
«Mi división tuvo orden de escoltar [a una unidad] en castigo de haberse dejado tomar toda su artillería al amanecer del 25 por una emboscada de dos mil cosacos que, saliendo de un bosque, cortaron la columna, mataron a cuanto encontraron, desordenando espantosamente todo el convoy. Y en esta situación el Emperador se hallaba de paso entre él, y tuvo a buen partido el poner pies en polvorosa. Su guardia, tres edecanes y un general, fueron lanceados. […] No hubiéramos escapado tan felizmente si el rey de Nápoles, que estaba muy inmediato con toda su caballería, noticioso del riesgo que corría su amo, no hubiese avanzado con diez mil caballos».

En palabras de Llanza, lo que comenzó como una retirada ordenada por parte de la «Grande Armée» terminó en un desastre y en un caos generalizado cuando los jinetes rusos comenzaron a hostigar los flancos y la retaguardia francesa. «El 2 y el 3 de noviembre el cuerpo de ejército que sostenía la retirada fue atacado furiosamente y casi exterminado», añadía. Nuestros compatriotas se vieron obligados, durante todo ese trayecto, a comer la carne de los caballos muertos debido a la escasez de alimento y a abandonar todos sus pertrechos para ir más livianos. «¡Qué muebles tan preciosos se verían tirados y abandonados sobre aquellos campos! Los polacos me robaron mi equipaje», afirmó.

Final del infierno
Por si fuera poco, la situación se enrareció todavía más para los españoles cuando, en plena huida, recibieron la orden de atacar a un gigantesco contingente ruso ubicado en el barranco de Krassnow para cubrir la retirada del ejército galo. «[El mariscal] Ney, sin ver al enemigo a causa de la niebla, mandó a mi cuerpo a atacar a la bayoneta». Fue un desastre. Los rusos, que conocían el terreno, lanzaron un torrente de plomo contra los hispanos y provocaron una gran cantidad de bajas. El mismo Llanza fue herido y se vio obligado a arrastrarse hasta un pueblo cercano. «Después de haber andado como cosa de media hora, nos hallamos en un pueblecito donde se había reunido una multitud de hombres [...[ de los que yo era el único jefe», completó.

Para entonces la aventura rusa de Bonaparte ya estaba llegando a su fin y la única cosa en la que podía pensar el oficial español era en la rendición. Así pues, en cuanto Llanza se topó con una unidad rusa, decidió que había llegado el momento de capitular y acabar con aquel infierno de una vez por todas. Tuvo suerte, pues un coronel leal al Zar le solicitó mantener una conversación antes de que él se lo pidiera. Ya frente a frente, le dijo que «el príncipe Gallitzin, general del Ejército ruso, ofrecía a aquellas tropas un buen tratamiento si se rendían sin la mayor efusión de sangre». La conversación que se sucedió a continuación fue recogida por el hispano:

-«Señor: soy un desgraciado español...».

-«¡Español! Mi emperador no hace prisioneros a los españoles; vuestro país y el mío tienen estrecha alianza: los Ejércitos rusos protegen a todo español que la suerte ponga en nuestra manos».

-«Pues señor, tampoco nada tengo que tratar; yo, mis oficiales y soldados nos acogeremos a la protección de vuestro emperador, vuestro padre y general, y en cuanto a esta multitud podéis disponer de ella como os plaza».

Así terminó la injusticia perpetrada contra los españoles en el este. De hecho, los rusos respetaban tanto a nuestros soldados que una escolta de cosacos les acompañó durante el viaje que emprendieron por Rusia antes de regresar a la patria y, allí por donde pisaban, eran vitoreados por los que, hasta entonces, habían sido sus enemigos: «¡Hispanikis, hispanikis!».

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Así era el Empecinado, el militar que «sembró España de cadáveres franceses» para echar a Napoléon
Juan Martín Díez fue ensalzado por la mayoría de los periódicos del país durante la Guerra de Independencia por sus batallas contra el invasor: «No duerme ni reposa por acosarlos y perseguirlos hasta la muerte. Prosigue así, dignísimo campeón, en tu heroica empresa»
SeguirIsrael Viana@Isra_Viana
MadridActualizado:22/07/2019 20:43h

Desde que se produjera el levantamiento contra el invasor el 2 de mayo de 1808, y hasta que se puso fin a la Guerra de la Independencia española el 17 de abril de 1814, más de 400 artículos de prensa se hicieron eco de las «valientes» ofensivas de Juan Martín Díez contra las tropas deNapoléon. «Llenas están las gacetas de sus proezas. Su fama se extiende más allá de los ámbitos de la nación. Las carreteras de Valladolid, Aranda, Burgos, Salamanca, Sigüenza, Guadalajara, etc., pregonan sus hazañas, que están atestiguadas por tantos y tantos cadáveres enemigos sembrados acá y allá por las manos de este héroe, gloria de la patria y terror del francés», podía leerse en « El Conciso» a principios de 1811. El motivo: la noticia del general enemigo que, tras secuestrar a la madre de nuestro protagonista, tuvo que dejarla en libertad y huir «temeroso» después de que este le amenazara con «pasar a cuchillo» a todos sus prisioneros.

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Portada de la edición del 18 de enero de 1811 de «El Conciso», en la que se ensalzaba al Empecinado - BNE
Este no fue más que uno de los muchos episodios que recogieron los periódicos de toda índole, procedencia y línea editorial, rindiéndose ante la figura de este guerrillero de Valladolid al que pronto pasaron a llamar el «Empecinado». España veía nacer a un héroe y la prensa supo explotarlo. «El Empecinado cree perdido el día si no mata gabachos —añadía el mismo diario de corte liberal—. No duerme ni reposa por acosarlos y perseguirlos hasta la muerte. Prosigue así, dignísimo campeón, en tu heroica empresa. Caigan a miles los bandidos postrados por tu mano vencedora. Todos te amamos. La patria complacida está tejiendo ya la inmarcesible corona que embellezca tus sienes y te coloque en el sublime asiento del templo de la inmortalidad».

La Península Ibérica se había convulsionado tres años antes con la llegada de las tropas napoleónicas, que entraron con la excusa de atravesar España para invadir Portugal... pero se quedaron. Martín Díez tenía 32 años y vio con orgullo desde Fuentecén —el pequeño pueblo a donde se había trasladado tras casarse desde su Castrillo del Duero natal—, el levantamiento espontáneo de sus vecinos. Hasta la pequeña región burgalesa había llegado la noticia del alcalde de Móstoles con la que empezó todo: el llamamiento a las armas que este hizo a todos los españoles para que acudieran en socorro del Rey Fernando VII, retenido por Napoleón.

Todavía faltaba un año para que la prensa española nombrara a Martín Díez por primera vez. Fue en el « Diario de Mallorca»: «El Empecinado hace muchos progresos en Castilla. Su partida se enriquece y aumenta considerablemente. Últimamente ha pillado 80 carros de equipaje, algunos hasta cargados con colchones», detallaba esta cabecera. Y mucho más quedaba para que este labrador convertido en ídolo fuera pintado por Goya y convertido en uno de los personajes históricos que dio título a la famosa novela de Benito Pérez Galdós.

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Portada de la novela de Galdós dedicada al Empecinado - ABC
Durante 1808, el primera año de este conflicto internacional, se habían ido formando las guerrillas, que fue la mejor forma que encontró el pueblo español para luchar contra el invasor. Lo hizo sobre todo en el campo, que era el terreno que mejor conocían sus voluntarios. Juan Martín Díez, desde muy joven con vocación militar, se convirtió pronto en líder de una de las partidas. Se cuenta que tomó la decisión después de ver en su pueblo como una muchacha era violada por un soldado francés al que, más tarde, asesinó como venganza. Fue en ese momento cuando decidió organizar un grupo de guerrilleros con sus propios amigos y familiares, para actuar, inicialmente, en la ruta que unía Madrid y Burgos.

A principios de 1809 ya fue nombrado capitán y, en primavera, extendió su campo de acción hasta Gredos, Ávila y Salamanca, para seguir después por las provincias de Cuenca y Guadalajara. En la edición del 3 de diciembre de ese año, el «Diario de Mallorca» contaba: «Los franceses invadieron Almonacid de Zorita el 13 de octubre con el pretexto de requisar cuatro caballerías. El pueblo se consternó y todas las mujeres se fueron a los cerros. Los franceses hicieron mal al cruzar el Tajo, porque el magnánimo Empecinado se hallaba a cinco leguas de allí. Los esperó a la altura de Albares y, cuando estos estaban almorzando, se presentó ante ellos con 300 hombres, sorprendiendo a los que guardaban las mulas y los equipajes. Alborotándose todos, echaron a huir. Caminaron seis leguas hasta que lograron entrar en Loeches los 34 o 35 que quedaron vivos. Desde Albares hasta el frente de Mondéjar cayeron otros 12. Y las gentes con palos y las mujeres con asadores los acabaron de matar. Allí fue donde abrieron en canal a un mayor grueso y le sacaron una gran porción de sebo (...). El Empecinado solo perdió a un soldado, natural de Trujillo. Esta es la verdad, aunque otros la pinten de otra forma».

«Abrazar la causa de Napoleón»
Fue tal su capacidad de ataque y el daño que infringió a los convoyes franceses, que el mismísimo Napoleón mandó personalmente al general Sigisbert Hugo a que le persiguiera y acabara con él. Tan solo acumuló fracasos. «Leyose una carta de Hugo al brigadier Juan Martín en el que le incitaba a abrazar la causa de Napoleón. La respuesta del Empecinado fue aconsejarle a este que cambiase de vida y dejase de ser satélite del tirano», apuntaba el « Semanario patriótico» el 7 de febrero de 1811. En ese momento, el Empecinado ya tenía a su cargo a 6.000 hombres y el mando del regimiento de húsares [unidad de caballería ligera] de Guadalajara, con los que también protagonizó algunas crónicas de « El Español». «Una de sus partidas hizo 47 prisioneros, tomó 70 caballos y mató a 15 enemigos cerca de Segorbe (Valencia). Cuando el pueblo de Molina de Aragón (Guadalajara) fue atacado por 85 enemigos, el Empecinado los hizo también prisioneros. Y después se dirigió a Daroca (Zaragoza) para sorprender a otra guarnición, pero esta se escapó a Calatayud con algunos muertos y heridos más».

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Página de «El Español» donde se dan cuenta de las victorias del Empecinado en Valencia, Guadalajara y Zaragoza - BNE
La prensa relataba sus embestidas contra los invasores como victorias de todo la nación, a la que, sin duda, había que levantar el ánimo por las atrocidades de algunos soldados franceses contra la población: «El Empecinado cuenta sus triunfos casi por el número de días. En Castilla, en Aragón, en La Mancha, en Cataluña... en toda la hermosa superficie de este país privilegiado no hay un palmo de tierra ocupado por los enemigos en donde gocen de quietud», aseguraba «El Conciso». Y otras informaciones se centraban en las cifras: «En un ataque entre Almadrones y Olmeda mató a 200 franceses e hizo prisioneros a 300»; «haevacuado a los franceses de Torrevieja y entrado él con 2.500 soldados»; «ha realizado cuatro ataques en los cuales le ha quitado al enemigo 1.450 hombres» o «ha destrozado en Carabanchel (Madrid) un cuerpo de 200 franceses». Era tal la confianza de Martín Díez que, incluso, se planteó secuestrar al propio José Bonaparte, aprovechando sus conocidos escarceos por las calles de la capital en busca de tabernas. Pero el gran número de guardias que custodiaban al hermano de Napoleón era tan grande que le imposibilitaron el acto.

En 1812, el Empecinado tomó la ciudad de Guadalajara, poco antes de que, tras la batalla de los Arapiles el 22 de julio de ese año, José Bonaparte abandonara definitivamente Madrid. Con motivo de estas nuevas noticias, en el «Diario de Madrid» se podía encontrar reseñas de las obras de teatro que se representaban en la capital sobre las hazañas del gran Juan Martín Díez, que todavía vivía, o la noticia del grabado que se estaba haciendo de su figura para que entrara en la colección de « Los ilustres defensores de la patria».

La defensa de Alcalá de Henares
Un año más tarde, el Empecinado ayudó en la defensa de Alcalá de Henares, en cuyo puente de Zulema venció a un grupo de franceses que le doblaban en número. Tales eran los éxitos del famoso guerrillero que Fernando VII daría su consentimiento para que en dicha ciudad se levantara una pirámide conmemorativa de aquella victoria que, de nuevo «El Conciso», contaba así. «El Empecinado se hallaba en el puente de Alcalá de Henares solo con su batallón de Cuenca y parte del de Madrid, el 22 de abril. Entre 3 y 4 de la mañana se tocó la generala y se formó una columna camino del puente para defenderle contra 20 enemigos con artillería que ya estaban encima. Pero los "empecinados", alentados por su caudillo, resistieron el ataque y un fuego horrible por espacio de dos horas, hasta obligar a los franceses a huir precipitadamente».

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Primera vez que el Empecinado aparecía en la prensa española, en el «Diario de Mallorca» - BNE
La última noticia de la guerra en la que aparece nuestro protagonista fue publicada por « El Fiscal Patriótico de España» el 14 de abril de 1814. En ella se hablaba de la «lacería que sufrió la intrépida división del Empecinado, que en el sitio de Tortosa (Tarragona) acaba de rechazar al enemigo cubriéndose de gloria». Los aliados de España —Inglaterra y Portugal— ya habían reconquistado el norte del país y cruzado los Pirineos. En el sur de Francia continuaron atacando a las tropas de Napoléon. Hubo combates en el río Nivelle, Garris, Orthez, Toulouse y finalmente Bayona, donde los soldados españoles hicieron saqueos como venganza por los excesos cometidos anteriormente por los invasores. Finalmente, Napoleón pidió la paz y el Fernando VII pudo regresar a Madrid. Con el Tratado de Fontainebleau, el emperador francés renunció a todos los derechos de soberanía sobre los territorios bajo su dominio. Francia acababa de perder al dirigente más importante de su historia.

No le fue mucho mejor al Empecinado tras la guerra. Con Fernando VII de nuevo en el poder y restaurado el absolutismo, el héroe español se vio obligado a exiliarse por orden del monarca, al que consideró entonces un enemigo liberal. Sus victorias ya no importaban. Asumió su destierro en Valladolid, pero el 1 de enero de 1820 se unió al levantamiento de Riego cogiendo de nuevo las armas contra el rey al que había defendido. Con el Trienio Liberal (1820-1823) gozó de cierta paz e, incluso, fue nombrado gobernador militar de Zamora. Pero al acabar este periodo tuvo de nuevo que huir a Portugal y, aunque se le dio permiso para regresar poco después, en cuanto puso el pie en España fue detenido y sometido a todo tipo de vejaciones y torturas. Nunca recobró la libertad. Fue condenado a muerte y llevado a la horca el 20 de agosto de 1825. Tenía solo 50 años.

Original con vídeo inicial:
https://www.abc.es/historia/abci-en...cadaveres-franceses-201808100208_noticia.html
 
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