Réquiem para Adam West
Hay noticias sobre las que no quisieras escribir, pese a que son parte inevitable de nuestra existencia. Como la mayoría de ustedes, me encontraba instalado en la placidez sabatina cuando me enteré de la muerte física de William West Anderson, a quien todos reconocemos por el nombre artístico de Adam West. Él significó mi primer acercamiento a un personaje de ficción con quien dialogo cotidianamente y al que debo tanto. Dejó este mundo pacíficamente, seguramente rodeado por sus seres amados, en su hogar en Los Ángeles, luego de librar una corta pero valerosa batalla contra la leucemia. Tenía 88 años de edad.
Nació el 19 de septiembre de 1928 en un hogar multicultural en Walla Walla, Washington. Su padre era un granjero sueco y su madre una pianista y cantante de ópera de descendencia inglesa –con una pizca de galesa, alemana, escocesa e irlandesa- que abandonó sus sueños artísticos de sobresalir en Hollywood para encargarse de su familia. El joven William –Adam- no hizo lo mismo con los suyos. Tras el divorcio de sus padres, de residir y acumular experiencia en el mundo del entretenimiento en Seattle y Hawaii, de contraer un primer matrimonio –se casó otras dos veces- y procrear dos hijos –tuvo otros cuatro-, finalmente se asentó en la meca del cine. Inició una carrera discreta en la televisión, generalmente en westerns y policiales –sobresalen sus actuaciones en el drama legal Perry Mason con Raymond Burr– hasta que en 1966 el productor William Dozier lo reclutó para protagonizar la teleserie que la valdría la inmortalidad. Ganó el papel a Lyle Waggoner, quien años más tarde interpretaría al gallardo militar Steve Trevor, interés amoroso de la siempre deslumbrante Linda Carter en La Mujer Maravilla.
Sería un niño de 5 años cuando lo vi por primera vez acudir con su colorido disfraz de Batman al llamado del Comisionado Fierro (o Gordon, según su creador Bill Finger, interpretado por un siempre sobrio Neil Hamilton) y el torpe Jefe O´Hara (Stafford Repp), al lado de su fiel –y aún más colorido- escudero Robin (Burt Ward), siempre dispuestos a combatir al villano en turno que amenazaba a la pacífica Ciudad Gótica. Antes de ello, conocíamos las identidades secretas de los paladines: el millonario Bruno Díaz y su entenado Ricardo Tapia, porque yo ni siquiera sabía que se llamaban Bruce Wayne y Dick Grayson. Y tampoco me interesaba.
¿Cómo olvidar todas las emociones que me hizo vivir en las 3 temporadas –de 120 episodios- que duró el serial? Verlo –obviamente en sus repeticiones- era un ritual obligado de las tardes de mi infancia. El mítico tema musical de Neal Hefti anticipaba toda clase de aventuras. Igualmente indispensables eran sus voces en español, comenzando por Guillermo Romano (Batman), Santiago Gil (Robin), María Antonieta de la Nieves “La Chilindrina” (Bárbara Fierro/Batichica) y su inolvidable galería de adversarios: Víctor Alcocer (El Guasón), el maravilloso Jorge Arvizu (El Pingüino), Carmen Salas (Gatúbela), Carlos Becerril (El Acertijo), Eduardo Alcaráz (El Rey Tut), Roberto Cardín (El Bibliófilo), Carlos David Ortigosa (El Cascarón), Carlos Riquelme (El Relojero), entre otros, sin olvidar la narración de Víctor Guajardo, que al finalizar nos aseguraba que volveríamos a verlos la siguiente semana “a la misma bati-hora y por el mismo bati-canal”. Abundando en el rubro de los oponentes, no hay que dejar de mencionar las participaciones del Maestro del humor y lo siniestro Vincent Price como El Cascarón o el pintoresco Liberace como el malvado pianista Chandell –y su hermano gemelo Harry-.
El programa tenía tantos momentos delirantes, con sus secuencias de combate físico –nunca se admitieron armas de fuego- salpicadas por onomatopeyas (¡Pum! ¡Splat! ¡Pow!), las escaladas del Dúo Dinámico –rodadas en un escenario horizontal- donde eran saludados por todo tipo de celebridades –como Edward G. Robinson, Sammy Davis, Jr., el conductor Dick Clark o Ted Cassidy, a quien recordamos como Largo, el mayordomo de la excéntrica Familia Addams-, o esa confrontación del héroe y el Payaso Príncipe del Crimen –con veraniegas bermudas sobre sus disfraces- en tablas de surf, o el inolvidable bati-twist. Todo era parte de una deliberada estética camp. Después de todo, era la era de la psicodelia, la cultura hippie y Andy Warhol.
Pero sobre todo siempre se encontraba Adam West, con su elegancia y estoicismo, imperturbable ante la inminencia de la muerte o los avances de las tres sensuales Gatúbelas (Julie Newmar, Eartha Kitt y Lee Meriwether) que nos presentaron la serie y la película que desprendió, dirigida por Leslie H. Martinson en 1966 (sólo su Batman pudo inventar el bati-repelente de tiburones). Con la soberbia de la juventud, el beneficio de conocer su forma original en el cómic y las grandiosas contribuciones de Dennis O´Neil, Frank Miller, Grant Morrison o Brian Azzarello, muchos reniegan del programa en algún momento. Yo mismo lo hice en mi adolescencia, luego de impresionarme por la oscuridad de la película de Tim Burton en 1989 –la que por cierto West quiso estelarizar-. Si pudiera viajar en el tiempo y encontrarme conmigo mismo, me diría enérgicamente “no sabes lo que dices, muchacho tonto”.
Como le ocurrió a Bela Lugosi luego de encarnar al Rey de los Vampiros, el panorama laboral no fue amable para West. Se dedicó a vivir su enorme triunfo del pasado, sea a través de su propio y efímero programa de dibujos animados (Las nuevas aventuras de Batman, 1977), sus visitas al Springfield de la amarillenta familia Simpson, prestar su voz al actor Simon Trent –conocido como el intrépido Fantasma Gris-, inspiración temprana del Encapotado en un episodio de 1992 de Batman: la serie animada y al Alcalde Adam West en la irreverente caricatura Padre de Familia, documentales auto-paródicos (Regreso a la Baticueva: las desafortunadas aventuras de Adam y Burt, Duane Poole, 2003), o su aparición en el capítulo 200 de la popular comedia The Big Bang Theory, homenaje al cincuentenario de la ocasión inicial que portó el símbolo de un murciélago en su pecho. Dio su último saludo al escenario en la película animada Batman: el regreso del enmascarado (Rick Morales, 2016), flamante trabajo que abreva del poder de la nostalgia y al que se le unieron su gran amigo Burt Ward y la bella Julie Newmar. Pero sobre todo se dedicó a gozar del puesto que alcanzó con justicia en un pedestal, como siempre pudimos ver en las incontables convenciones en que se presentó. Supo mantenerse cerca de sus huestes de admiradores y aprovechó para ello los avances de la tecnología, como demuestran sus cuentas en las redes sociales con mayor alcance. Esa es la mejor forma de volverse eterno.
Este mundo es un lugar menos seguro sin la presencia de Adam West. Siento un nudo en mi garganta cuando me aproximo a escribir el punto final de esta adelantada columna. Hasta su actual lugar de residencia, donde ya se encontró con la mayoría del elenco que le acompañó para materializar sus anhelos, le dedico la mirada del niño que fui y se asombró instantáneamente en el momento que lo conoció.