Los Romanov

Capítulo 2. LA PETITE DUCHESSE (Fragmento)

Desde sus primeros días en Rusia, la princesa Alix de Hesse estaba decidida a considerar todo lo que veía una amenaza para la tranquila vida familiar que había planeado para Nicky y ella. Cuando la muerte se había llevado a sus seres queridos, lo único que le había dado seguridad había sido la familia. Estaba sola, lejos de casa, se mostraba suspicaz y odiaba ser expuesta como un objeto curioso. Pero al intentar ganar seguridad huyendo cada vez que podía del escrutinio público, solo consiguió acentuar su marcado aire de fría reserva. Alejandra Feodorovna, como la llamaban a la sazón, solo recibía miradas hostiles de una aristocracia rusa que se mostraba muy crítica con su educación y costumbres inglesas y no podía creer lo mal que hablaba francés, la lengua franca de las élites[73]. Y lo que era aún peor, a sus ojos esta insignificante princesa alemana había desplazado de su posición central en la corte a la emperatriz anterior, Maria Feodorovna, una viuda muy querida y aún fuerte a sus cuarenta y tantos años. A Alejandra le resultó intolerable desde el principio cumplir con todas sus obligaciones protocolarias. Por ejemplo, en enero de 1895 hubo de saludar a toda una fila de 550 damas de la corte y permitir que besaran su imperial mano. Su visible incomodidad y su costumbre de retroceder horror ...

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El Ocaso de la Aristocracia Rusa.
Douglas Smith



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Foto de Portada: El Gran Duque Nicolás y su familia.





Rusia, 1900

En los albores del siglo XX Rusia avanzaba hacia la modernidad. En las dos décadas anteriores a la primera guerra mundial el país registró cifras de crecimiento industrial excepcionales, superando las de Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. En tiempos del ministro de finanzas Serguéi Witte la industria, la minería y los ferrocarriles rusos recibieron ingentes inversiones nacionales y extranjeras. Entre 1850 y 1905 Rusia pasó de tener
alrededor de 1400 kilómetros de vías férreas a contar con unos 64.000. El sector petrolero se desarrolló hasta ser comparable al de Estados Unidos, y Rusia superó a Francia en la producción de acero. A comienzos de la década de 1880 San Petersburgo y Moscú estaban conectadas por la línea telefónica más larga del mundo. Los primeros cines se inauguraron en Rusia en 1903, el mismo año que en San Petersburgo tenía ya tres mil farolas eléctricas.

En 1914 Rusia se había convertido en la quinta potencia industrial del mundo.
El ritmo con que crecían la economía y el poder del país, y lo que prometía alcanzar en el futuro, hicieron que las demás potencias miraran a Rusia con una mezcla de asombro, envidia y miedo.

No obstante, a pesar de la rápida industrialización, el explosivo crecimiento de los centros urbanos rusos y la inversión extranjera sin precedentes, en 1900 Rusia seguía siendo una sociedad feudal. Su estructura social se parecía a la de una pirámide de amplia base que ascendía gradualmente hasta una estrecha cúspide. En la base se hallaba la gran masa de campesinos, el 80 por ciento de la población.
En la cima estaba el emperador, gobernante autocrático de un extenso y multiétnico imperio que en 1897 contaba con casi 130 millones de habitantes. En medio estaban varios grupos sociales, definidos por leyes y costumbres de cientos de años de antigüedad: el clero, los habitantes de las ciudades, los llamados ciudadanos distinguidos u honorables, los mercaderes y la nobleza.

Al contrario que en Europa occidental y Estados Unidos, no existía una amplia clase media urbana o burguesía.
A finales de la década de 1890 sólo alrededor del 13 por ciento de la población era urbana, frente al 72 por ciento de Inglaterra, el 47 por ciento de Alemania y el 38 por ciento de Estados Unidos. Las ciudades rusas albergaban a la inmensa mayoría de la pequeña elite instruida del país, mientras que sólo un cuarto de la población rural sabía leer y escribir.

Rusia no sólo seguía siendo una sociedad campesina tradicional, sino que políticamente continuaba atascada en el pasado. No se regía por leyes o instituciones, sino por los designios de un solo hombre, el zar. Según las Leyes Fundamentales de 1832, «el gobierno del Imperio ruso se asienta en la base firme que constituyen las leyes y estatutos positivos que emanan del Poder Autocrático». Se entendía que el poder del emperador ruso era ilimitado: sus decretos, así como sus instrucciones y órdenes verbales tenían fuerza de ley. Eso no significa que no hubiera legislación o marco jurídico, sino que el emperador tenía libertad y capacidad para decidir si se dignaba reconocer ambas cosas.

Durante las últimas décadas del siglo XIX, a las clases instruidas de Rusia cada vez les resultaba más preocupante la contradicción existente
entre una sociedad en proceso de modernización y un sistema político anticuado y rígido. Mientras el país avanzaba hacia la modernidad,
el Estado parecía impermeable al cambio. Evidentemente, el zar Alejandro II había tomado medidas para modernizar el país durante
la época de las Grandes Reformas. En 1861 se liberó a los siervos, poniendo así fin a un horrible sistema de servidumbre que
duraba cientos de años y que, llegado el siglo xviii, había alcanzado niveles de inhumanidad parecidos a los de la esclavitud americana.

En 1864 se modificó el marco legal para crear una judicatura independiente ante la que todos los rusos, excepto los campesinos, la gran mayoría de la población, fueran jurídicamente iguales. Ese mismo año se concedió mayor autoridad a la sociedad local para gestionar sus asuntos, sobre todo en materia de educación pública, sanidad y carreteras, con la creación de los zemstvos, instituciones de autogobierno local electas e independientes del Gobierno central. El «zarliberador» había aprobado un plan que, dictando que se consultara con un pequeño número de representantes sociales, planteaba la aprobación de más reformas (en el marco de la llamada Constitución de Loris-Melikov), cuando el 1 de marzo de 1881 saltó por los aires hecho pedazos debido a la bomba arrojada por miembros de la organización terrorista La Voluntad del Pueblo.

Al acceder al trono, Alejandro III hizo trizas la Constitución de Loris-Melikov y mediante un manifiesto imperial volvió a proclamar sin ambages su poder absoluto. El conde Dmitri Tolstói, ministro del Interior, no se anduvo con rodeos al definir el nuevo programa de Gobierno con una sola palabra: «Orden».
Las contrarreformas pretendían deshacer o limitar las reformas de la década de 1860.
Durante el verano de 1881 el Gobierno proclamó nuevas Normas Temporales destinadas a mantener la paz y proteger el orden público.
Esa normativa dotaba al régimen de cada vez mayor poder para controlar, detener y desterrar a sus súbditos sin posibilidad de apelación. Podían
registrarse domicilios, cerrarse negocios y escuelas, y prohibirse cualquier clase de reunión, ya fuera pública o privada. Las normas llegaban
incluso a conceder al Gobierno poderes para negar a los ayuntamientos y zemstvos el derecho a reunirse y a destituir a cualquiera de
sus miembros si no era considerado políticamente de fiar. Las Normas Temporales, que en teoría sólo iban a durar tres años, fueron renovadas constantemente por Alejandro III y luego por Nicolás II, lo cual supuso la consolidación de una especie de ley marcial.

Alejandro III trajo consigo una renovada represión, pero poco más. Algunos veían en él el espíritu redivivo de Pedro el Grande con su garrote, aunque otros sólo veían el garrote.
El monarca no necesitaba a la sociedad, ni siquiera a sus miembros más conservadores y favorables a la autocracia. En marzo de 1881 un grupo de aristócratas conservadores fundó la Santa Compañía para salvaguardar la vida del nuevo zar y enfrentarse a los revolucionarios.
Cuando sus integrantes, entre los que figuraba el conde Serguéi Sheremétev, se atrevieron a apuntar que quizá sólo con medidas represivas no se lograra derrotar a los enemigos del régimen, sugiriendo que pudieran barajarse ciertos cambios en él, los ministros del zar denunciaron a dicha sociedad, obligándola a disolverse. Según el ministro Dmitri Tolstói, la Santa Compañía estaba infectada de un «nocivo liberalismo»

Nicolás, hijo y heredero de Alejandro III, estaba en Livadia, Crimea, cuando, en octubre de 1894, recibió la noticia de la muerte de su padre. Según su yerno, el gran duque Alexandr Mijaílovich, el anonadado Nicolás le agarró del brazo y le dijo: «¿Qué voy a hacer yo, qué va a ser de mí, de ti [...] de mamá, de toda Rusia? No estoy preparado para ser zar. Nunca quise serlo. No sé nada de las tareas de gobierno». El gran duque, y la historia, confirmarían cuánta razón tenía Nicolás. Alexandr Mijaílovich escribió sobre sus cualidades personales que, aunque «loables en un ciudadano corriente», eran «fatales en un zar».
Débil, indeciso, abrumado por las responsabilidades del poder y ciegamente entregado al «destino», el nuevo zar se reveló fatal para sí mismo, para su familia y para Rusia.

Desde el inicio de su reinado, Nicolás II se comprometió a seguir gobernando con el mismo espíritu que su difunto padre. Mantuvo una férrea censura de prensa, aumentó la limitación del poder de los zemstvos, restringió la autonomía de las universidades rusas y renovó la vigencia de las Normas Temporales. Cuando, en enero de 1895, una delegación de representantes de los zemstvos, deseándole un largo y fructífero reinado, se atrevió a mencionar su deseo de servir para comunicar al Gobierno los deseos del pueblo, Nicolás los frenó, calificando tal deseo de «sueño insensato». «Que todos sepan», les dijo, «que al dedicar todas mis energías al bienestar del pueblo, salvaguardaré los principios de la autocracia con la misma firmeza y ausencia de vacilación que mi difunto e inolvidable padre.»

Pero no lo hizo, porque no pudo. Allí donde el padre sabía lo que quería, el hijo nunca estaba seguro; allí donde el padre se había mostrado
decidido, al hijo le costaba tomar una decisión y atenerse a ella. Empeñado en demostrar que su mano sujetaba con fuerza el timón del Estado, Nicolás insistía en supervisar casi cualquiera de las decisiones que conllevaba la gestión de un gran imperio. Ese emperador tan mal preparado no tardó mucho en verse abrumado y después paralizado por la incertidumbre. Cuando se enfrentaba a problemas difíciles, Nicolás solía palidecer, encendía un cigarrillo y callaba.

Los miembros más ingeniosos de la sociedad bromeaban diciendo que «Rusia no necesitaba una Constitución que limitara la monarquía,
puesto que ya tenía un monarca limitado».

La confusión, la incoherencia, la parálisis y cierta sensación de ir a la deriva comenzaron a irradiar del despacho del zar y a contagiar al Gobierno.
Con todo, sí hubo un aspecto de la cultura política rusa que sobrevivió al reinado de Alejandro III. Los rusos lo llaman proizvol, palabra que carece de equivalente claro en inglés, pero que en general suele traducirse por «gobierno o régimen arbitrario». La práctica del proizvol era evidente en
el proceder de la Ojrana, la policía secreta zarista, que encargada de combatir el terrorismo, parecía sospechar de cualquiera y veía
subversivos incluso en los leales súbditos del emperador.

El proizvol era evidente en los amplísimos poderes de los gobernadores provinciales, que con frecuencia regían los destinos de extensas regiones
del imperio como sátrapas corruptos. Las clases instruidas, sobre todo los hombres de los zemstvos, cuya labor obstaculizaban los gobernadores y cuya autoridad intentaban coartar, eran quienes más sufrían este poder. La injerencia del Estado en los zemstvos acabó teniendo consecuencias a largo plazo: en 1900, estaban dominados por la nobleza y, al arremeter contra ellos, el régimen convirtió en adversario a su principal aliado.

A finales del siglo XIX la nobleza estaba formada por casi 1,9 millones de personas:
alrededor del 1,5 por ciento del total de la población del Imperio ruso. Era un grupo diverso, dividido por nacionalidades (rusos, polacos, georgianos, alemanes bálticos), religión (ortodoxos rusos, católicos, luteranos), educación y riqueza (desde los que tenían mucho de ambas
cosas hasta los que tenían poco de las dos) y perspectivas políticas (desde reaccionarios hasta revolucionarios). Había nobleza hereditaria, cuyos privilegios pasaban a los hijos, y nobleza personal, que no los trasmitían. Tan grande era la diversidad entre la nobleza imperial que los historiadores continúan debatiendo si debe realmente considerarse una clase social diferenciada.
Si algo definía al noble era, tal como un analista escribió en 1895 en «Las tareas de la nobleza», cierta conciencia de «encontrarse entre los elegidos, de ser un privilegiado, de no ser igual al resto de la gente».

Sin embargo, la nobleza rusa nunca fue una clase de haraganes. Más bien, siempre estuvo vinculada al servicio y sus privilegios se habían derivado inicialmente, y después de forma cada vez más acentuada también su propia identidad, del hecho de servir a los grandes príncipes de Moscovia
y luego a los zares de la Rusia imperial, ya fuera en la corte, el Ejército o la administración.

En la cumbre del estamento nobiliario se hallaba la elite aristocrática, formada grosso modo por unas cien familias de terratenientes
cuyos orígenes se remontaban al menos al siglo XVIII. Con frecuencia, esos nobles ostentaban importantes puestos en la corte o el Gobierno.

El típico aristócrata era viejo, titulado y rico. Se casaba con otros miembros de su clase y tenía conciencia de pertenecer a un grupo muy concreto.
Los aristócratas frecuentaban los mismos clubes y salones, y sus jóvenes formaban parte de elitistas regimientos imperiales como los Caballeros Guardias, la Guardia de a Caballo y los Guardias de Corps de Húsares del Zar. Parte de la aristocracia (incluidos los Golítsin, los Gagarin, los Dolgoruki y los Volkonski) descendía de las antiguas dinastías principescas de los ruríkidas y los gediminas; otros procedían de familias de boyardos sin título de la corte moscovita, sobre todo los Narishkin y los Sheremétev, y una rama de esta última dinastía accedió al título de conde en el reinado de Pedro el Grande; o de otras antiguas familias nobiliarias que habían servido en unidades de caballería, como los Shuválov, los
Vorontsov y los Orlov.



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Douglas Smith es un historiador y traductor galardonado y autor de cuatro libros sobre Rusia. Estudió alemán y ruso en la Universidad de Vermont y tiene un doctorado en historia en la UCLA.

Durante los últimos treinta años Smith ha hecho muchos viajes a Rusia. En la década de 1980, era un guía de habla rusa en la exposición del Departamento de Estado de Estados Unidos "Información de EE.UU." que viajó por toda la URSS. Ha trabajado como analista de asuntos soviéticos en Radio Europa Libre / Radio Liberty en Munich, Alemania especializada en el nacionalismo ruso y sirvió como intérprete para fallecido presidente Reagan.

Smith ha enseñado y dado conferencias en los Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa y ha aparecido en documentales para A & E, National Geographic y la BBC. Ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos una beca Fulbright y una residencia en Bellagio Study Center de la Fundación Rockefeller.
 
Lo que he escrito de Rasputín no me lo invento, sale en documentales de Youtube que estoy viendo ahora mismo y demás páginas documentadas.
Su lema era "comete los pecados más atroces porque Dios perdona a los que realmente se arrepienten". Sí que es cierto que la zarina recurrió a él por la hemofilia, pero esa relación se intimó con el tiempo hasta el punto de que varios miembros de casas reales parientes suyos los Hessel,los daneses y Dagmar de Dinamarca les pidió a la zarina que con ese hombre no se podía tener a unas níñas cerca. Rasputín lo que hacía era hipnotizar al zarevich, nunca lo curó. Eso sí, el día que lo mataron arrojó la profecía que con él moría toda la familia Romanov y fue cierto,. era un charlatán que encandiló a Alix.

Yo insisto en que Ana Anderson era impostora, aunque tengo mis dudas. Pero por ejemplo, ella nunca quiso hablar en ruso ¿por qué?


Cuando estaba ya esa sra. en agonias, SI, comenzo a hablar en Ruso. Lo dijo el Dr que la estaba atendiendo, lo lei no recuerdo el titulo del libro. No con esto quiero decir que era Anastacia, eso solo Dios lo sabe.

Tambien lei, que cuando Pio XII estaba aun vivo, Sor Pascualina ( su camarera) un dia, al ver salir a unas damas todas vestidas de negro, se animo a preguntarle a Pio XII : " que si ellas eran quienes creia que eran " y el le contesto que " SI, eran 2 sobrevivientes de los Romanov." Que llegaban todos los meses a ver a Pio XII y se les entregaba un sobre. ( esto lo ha escrito Sor Pascualina, y dejo dicho que le dejaba a su sobrino las Memorias que no las publicara sino hasta su muerte. No se si el sobrino las ha publicado o no)
 
Estoy con Uru. El Rasputín era un dañado, pero no creo que haya hecho con la Zarina algo más que tomarle el pelo acerca de la enfermedad de su hijo. creo que esta familia era demasiado inocente para que las madres y las hijas tuvieran un romance con el mismo hombre. De hecho,lo que los mató fue eso. Eran crédulos e inocente para todo, a diferencia de otros antepasados Romanov, que casi que no soltaban el látigo, metafóricamente hablando. Y bueno, Rasputín ayudo, pero convengamos que lo que se gestó en Rusia no fue sólo porque Rasputín entrara en la vida de los Romanov. Hay toda una línea de teoría política que explica por qué en Rusia la entrada a la modernidad se dio través de una revolución y porque en otras sociedades, como la inglesa, hubo una alianza de sectores. Aunque cueste creerlo hay explicaciones políticas a la desaparición de los Romanov como dinastia reinante. Lo que no tiene discusión es que los Bolcheviques habrían podido tener algo de humanidad para con esta familia y dejarlos vivir.

Tristemente, en política, las cosas no son tan sencillas. En Rusia no podian permanecer con vida porque el zarismo aun tenia muchos partidarios - los rusos blancos - que luchaban contra la Revolución y habrian intentado liberar al Zar para derribar a los bolcheviques, el pais estaba en guerra civil. Pero, por otra parte, tampoco pudieron huir al extranjero, nadie les ofreció asilo a tiempo, el primo Jorge V de Gran Bretaña dijo que no, porque representaban a una monarquia autocrática como la del Kaiser alemán con quien el pueblo británico estaba en guerra.

Y, en Rusia, dificilmente podian vivir prisioneros para siempre, por las razones dichas, además de que Lenin odiaba a los Romanov por motivos personales, pues el padre del Zar, Alejandro III, habia denegado el indulto al hermano mayor de Lenin, por participar en un atentado contra el propio Zar, que fué ahorcado pese a las súplicas de la madre, el Zar ni contempló la conmutación por una perpetua en Siberia, como habia pasado con otros -recordemos que el propio Dostoievski, años antes, se vió indultado cuando ya estaba atado frente al pelotón de fusilamiento y fué deportado a Siberia 10 años-. Para Lenin, los Romanov eran los responsables de las desgracias y represión del pueblo ruso, habia tocado a su propio hermano, y despreciaba a Nicolás II por ser encima un tipo debil y sin carácter que se habia negado a hacer reformas tras la muerte de su dictatorial padre dominado por una esposa supersticiosa y un tipo degenerado como Rasputin.

Asi que todo fué el resultado de décadas de represión y odio, que pagaron unos niños solo por ser los herederos Romanov.
 
Porque son realeza, son mitos, parte de la historia. Todos los días muere gente, plebe común, personas corrientes. No todos los días mueren reyes ni mucho menos de la manera de los Romanov.
Si encima observas fotos de esos niños, que parecían angelicales, con su inocencia y todo...te abruma más, pensar que los masacraron como a bestias. El zar y la zarina me dan igual (y eso que prefiero el exilio a la barbarie), pero unos niños/adolescentes que no representaban ningún riesgo o problema a una revolución...vamos, qué culpa tenían ellos de las malas gestiones de sus padres.
El exilio en Inglaterra y ya iban listos.

Según la naturaleza de la monarquia, los derechos sucesorios se adquieren desde el nacimiento, por eso se puede coronar a un niño. Esos niños eran potenciales sucesores para los rusos blancos, los bolcheviques lo sabian, y con esto no justifico la barbarie de la que fueron victimas... Es que la guerra es así de cruel, no respeta nada, ni niños, ni mujeres, ni ancianos, que mueren asesinados a diario en el mundo desde el principio de la "civilización".
 
El Ocaso de la Aristocracia Rusa.
Douglas Smith



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Foto de Portada: El Gran Duque Nicolás y su familia.





Rusia, 1900

En los albores del siglo XX Rusia avanzaba hacia la modernidad. En las dos décadas anteriores a la primera guerra mundial el país registró cifras de crecimiento industrial excepcionales, superando las de Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. En tiempos del ministro de finanzas Serguéi Witte la industria, la minería y los ferrocarriles rusos recibieron ingentes inversiones nacionales y extranjeras. Entre 1850 y 1905 Rusia pasó de tener
alrededor de 1400 kilómetros de vías férreas a contar con unos 64.000. El sector petrolero se desarrolló hasta ser comparable al de Estados Unidos, y Rusia superó a Francia en la producción de acero. A comienzos de la década de 1880 San Petersburgo y Moscú estaban conectadas por la línea telefónica más larga del mundo. Los primeros cines se inauguraron en Rusia en 1903, el mismo año que en San Petersburgo tenía ya tres mil farolas eléctricas.

En 1914 Rusia se había convertido en la quinta potencia industrial del mundo.
El ritmo con que crecían la economía y el poder del país, y lo que prometía alcanzar en el futuro, hicieron que las demás potencias miraran a Rusia con una mezcla de asombro, envidia y miedo.

No obstante, a pesar de la rápida industrialización, el explosivo crecimiento de los centros urbanos rusos y la inversión extranjera sin precedentes, en 1900 Rusia seguía siendo una sociedad feudal. Su estructura social se parecía a la de una pirámide de amplia base que ascendía gradualmente hasta una estrecha cúspide. En la base se hallaba la gran masa de campesinos, el 80 por ciento de la población.
En la cima estaba el emperador, gobernante autocrático de un extenso y multiétnico imperio que en 1897 contaba con casi 130 millones de habitantes. En medio estaban varios grupos sociales, definidos por leyes y costumbres de cientos de años de antigüedad: el clero, los habitantes de las ciudades, los llamados ciudadanos distinguidos u honorables, los mercaderes y la nobleza.

Al contrario que en Europa occidental y Estados Unidos, no existía una amplia clase media urbana o burguesía.
A finales de la década de 1890 sólo alrededor del 13 por ciento de la población era urbana, frente al 72 por ciento de Inglaterra, el 47 por ciento de Alemania y el 38 por ciento de Estados Unidos. Las ciudades rusas albergaban a la inmensa mayoría de la pequeña elite instruida del país, mientras que sólo un cuarto de la población rural sabía leer y escribir.

Rusia no sólo seguía siendo una sociedad campesina tradicional, sino que políticamente continuaba atascada en el pasado. No se regía por leyes o instituciones, sino por los designios de un solo hombre, el zar. Según las Leyes Fundamentales de 1832, «el gobierno del Imperio ruso se asienta en la base firme que constituyen las leyes y estatutos positivos que emanan del Poder Autocrático». Se entendía que el poder del emperador ruso era ilimitado: sus decretos, así como sus instrucciones y órdenes verbales tenían fuerza de ley. Eso no significa que no hubiera legislación o marco jurídico, sino que el emperador tenía libertad y capacidad para decidir si se dignaba reconocer ambas cosas.

Durante las últimas décadas del siglo XIX, a las clases instruidas de Rusia cada vez les resultaba más preocupante la contradicción existente
entre una sociedad en proceso de modernización y un sistema político anticuado y rígido. Mientras el país avanzaba hacia la modernidad,
el Estado parecía impermeable al cambio. Evidentemente, el zar Alejandro II había tomado medidas para modernizar el país durante
la época de las Grandes Reformas. En 1861 se liberó a los siervos, poniendo así fin a un horrible sistema de servidumbre que
duraba cientos de años y que, llegado el siglo xviii, había alcanzado niveles de inhumanidad parecidos a los de la esclavitud americana.

En 1864 se modificó el marco legal para crear una judicatura independiente ante la que todos los rusos, excepto los campesinos, la gran mayoría de la población, fueran jurídicamente iguales. Ese mismo año se concedió mayor autoridad a la sociedad local para gestionar sus asuntos, sobre todo en materia de educación pública, sanidad y carreteras, con la creación de los zemstvos, instituciones de autogobierno local electas e independientes del Gobierno central. El «zarliberador» había aprobado un plan que, dictando que se consultara con un pequeño número de representantes sociales, planteaba la aprobación de más reformas (en el marco de la llamada Constitución de Loris-Melikov), cuando el 1 de marzo de 1881 saltó por los aires hecho pedazos debido a la bomba arrojada por miembros de la organización terrorista La Voluntad del Pueblo.

Al acceder al trono, Alejandro III hizo trizas la Constitución de Loris-Melikov y mediante un manifiesto imperial volvió a proclamar sin ambages su poder absoluto. El conde Dmitri Tolstói, ministro del Interior, no se anduvo con rodeos al definir el nuevo programa de Gobierno con una sola palabra: «Orden».
Las contrarreformas pretendían deshacer o limitar las reformas de la década de 1860.
Durante el verano de 1881 el Gobierno proclamó nuevas Normas Temporales destinadas a mantener la paz y proteger el orden público.
Esa normativa dotaba al régimen de cada vez mayor poder para controlar, detener y desterrar a sus súbditos sin posibilidad de apelación. Podían
registrarse domicilios, cerrarse negocios y escuelas, y prohibirse cualquier clase de reunión, ya fuera pública o privada. Las normas llegaban
incluso a conceder al Gobierno poderes para negar a los ayuntamientos y zemstvos el derecho a reunirse y a destituir a cualquiera de
sus miembros si no era considerado políticamente de fiar. Las Normas Temporales, que en teoría sólo iban a durar tres años, fueron renovadas constantemente por Alejandro III y luego por Nicolás II, lo cual supuso la consolidación de una especie de ley marcial.

Alejandro III trajo consigo una renovada represión, pero poco más. Algunos veían en él el espíritu redivivo de Pedro el Grande con su garrote, aunque otros sólo veían el garrote.
El monarca no necesitaba a la sociedad, ni siquiera a sus miembros más conservadores y favorables a la autocracia. En marzo de 1881 un grupo de aristócratas conservadores fundó la Santa Compañía para salvaguardar la vida del nuevo zar y enfrentarse a los revolucionarios.
Cuando sus integrantes, entre los que figuraba el conde Serguéi Sheremétev, se atrevieron a apuntar que quizá sólo con medidas represivas no se lograra derrotar a los enemigos del régimen, sugiriendo que pudieran barajarse ciertos cambios en él, los ministros del zar denunciaron a dicha sociedad, obligándola a disolverse. Según el ministro Dmitri Tolstói, la Santa Compañía estaba infectada de un «nocivo liberalismo»

Nicolás, hijo y heredero de Alejandro III, estaba en Livadia, Crimea, cuando, en octubre de 1894, recibió la noticia de la muerte de su padre. Según su yerno, el gran duque Alexandr Mijaílovich, el anonadado Nicolás le agarró del brazo y le dijo: «¿Qué voy a hacer yo, qué va a ser de mí, de ti [...] de mamá, de toda Rusia? No estoy preparado para ser zar. Nunca quise serlo. No sé nada de las tareas de gobierno». El gran duque, y la historia, confirmarían cuánta razón tenía Nicolás. Alexandr Mijaílovich escribió sobre sus cualidades personales que, aunque «loables en un ciudadano corriente», eran «fatales en un zar».
Débil, indeciso, abrumado por las responsabilidades del poder y ciegamente entregado al «destino», el nuevo zar se reveló fatal para sí mismo, para su familia y para Rusia.

Desde el inicio de su reinado, Nicolás II se comprometió a seguir gobernando con el mismo espíritu que su difunto padre. Mantuvo una férrea censura de prensa, aumentó la limitación del poder de los zemstvos, restringió la autonomía de las universidades rusas y renovó la vigencia de las Normas Temporales. Cuando, en enero de 1895, una delegación de representantes de los zemstvos, deseándole un largo y fructífero reinado, se atrevió a mencionar su deseo de servir para comunicar al Gobierno los deseos del pueblo, Nicolás los frenó, calificando tal deseo de «sueño insensato». «Que todos sepan», les dijo, «que al dedicar todas mis energías al bienestar del pueblo, salvaguardaré los principios de la autocracia con la misma firmeza y ausencia de vacilación que mi difunto e inolvidable padre.»

Pero no lo hizo, porque no pudo. Allí donde el padre sabía lo que quería, el hijo nunca estaba seguro; allí donde el padre se había mostrado
decidido, al hijo le costaba tomar una decisión y atenerse a ella. Empeñado en demostrar que su mano sujetaba con fuerza el timón del Estado, Nicolás insistía en supervisar casi cualquiera de las decisiones que conllevaba la gestión de un gran imperio. Ese emperador tan mal preparado no tardó mucho en verse abrumado y después paralizado por la incertidumbre. Cuando se enfrentaba a problemas difíciles, Nicolás solía palidecer, encendía un cigarrillo y callaba.

Los miembros más ingeniosos de la sociedad bromeaban diciendo que «Rusia no necesitaba una Constitución que limitara la monarquía,
puesto que ya tenía un monarca limitado».

La confusión, la incoherencia, la parálisis y cierta sensación de ir a la deriva comenzaron a irradiar del despacho del zar y a contagiar al Gobierno.
Con todo, sí hubo un aspecto de la cultura política rusa que sobrevivió al reinado de Alejandro III. Los rusos lo llaman proizvol, palabra que carece de equivalente claro en inglés, pero que en general suele traducirse por «gobierno o régimen arbitrario». La práctica del proizvol era evidente en
el proceder de la Ojrana, la policía secreta zarista, que encargada de combatir el terrorismo, parecía sospechar de cualquiera y veía
subversivos incluso en los leales súbditos del emperador.

El proizvol era evidente en los amplísimos poderes de los gobernadores provinciales, que con frecuencia regían los destinos de extensas regiones
del imperio como sátrapas corruptos. Las clases instruidas, sobre todo los hombres de los zemstvos, cuya labor obstaculizaban los gobernadores y cuya autoridad intentaban coartar, eran quienes más sufrían este poder. La injerencia del Estado en los zemstvos acabó teniendo consecuencias a largo plazo: en 1900, estaban dominados por la nobleza y, al arremeter contra ellos, el régimen convirtió en adversario a su principal aliado.

A finales del siglo XIX la nobleza estaba formada por casi 1,9 millones de personas:
alrededor del 1,5 por ciento del total de la población del Imperio ruso. Era un grupo diverso, dividido por nacionalidades (rusos, polacos, georgianos, alemanes bálticos), religión (ortodoxos rusos, católicos, luteranos), educación y riqueza (desde los que tenían mucho de ambas
cosas hasta los que tenían poco de las dos) y perspectivas políticas (desde reaccionarios hasta revolucionarios). Había nobleza hereditaria, cuyos privilegios pasaban a los hijos, y nobleza personal, que no los trasmitían. Tan grande era la diversidad entre la nobleza imperial que los historiadores continúan debatiendo si debe realmente considerarse una clase social diferenciada.
Si algo definía al noble era, tal como un analista escribió en 1895 en «Las tareas de la nobleza», cierta conciencia de «encontrarse entre los elegidos, de ser un privilegiado, de no ser igual al resto de la gente».

Sin embargo, la nobleza rusa nunca fue una clase de haraganes. Más bien, siempre estuvo vinculada al servicio y sus privilegios se habían derivado inicialmente, y después de forma cada vez más acentuada también su propia identidad, del hecho de servir a los grandes príncipes de Moscovia
y luego a los zares de la Rusia imperial, ya fuera en la corte, el Ejército o la administración.

En la cumbre del estamento nobiliario se hallaba la elite aristocrática, formada grosso modo por unas cien familias de terratenientes
cuyos orígenes se remontaban al menos al siglo XVIII. Con frecuencia, esos nobles ostentaban importantes puestos en la corte o el Gobierno.

El típico aristócrata era viejo, titulado y rico. Se casaba con otros miembros de su clase y tenía conciencia de pertenecer a un grupo muy concreto.
Los aristócratas frecuentaban los mismos clubes y salones, y sus jóvenes formaban parte de elitistas regimientos imperiales como los Caballeros Guardias, la Guardia de a Caballo y los Guardias de Corps de Húsares del Zar. Parte de la aristocracia (incluidos los Golítsin, los Gagarin, los Dolgoruki y los Volkonski) descendía de las antiguas dinastías principescas de los ruríkidas y los gediminas; otros procedían de familias de boyardos sin título de la corte moscovita, sobre todo los Narishkin y los Sheremétev, y una rama de esta última dinastía accedió al título de conde en el reinado de Pedro el Grande; o de otras antiguas familias nobiliarias que habían servido en unidades de caballería, como los Shuválov, los
Vorontsov y los Orlov.



http://static0.planetadelibros.com/...31/30537_El_ocaso_de_la_aristocracia_rusa.pdf


Douglas Smith es un historiador y traductor galardonado y autor de cuatro libros sobre Rusia. Estudió alemán y ruso en la Universidad de Vermont y tiene un doctorado en historia en la UCLA.

Durante los últimos treinta años Smith ha hecho muchos viajes a Rusia. En la década de 1980, era un guía de habla rusa en la exposición del Departamento de Estado de Estados Unidos "Información de EE.UU." que viajó por toda la URSS. Ha trabajado como analista de asuntos soviéticos en Radio Europa Libre / Radio Liberty en Munich, Alemania especializada en el nacionalismo ruso y sirvió como intérprete para fallecido presidente Reagan.

Smith ha enseñado y dado conferencias en los Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa y ha aparecido en documentales para A & E, National Geographic y la BBC. Ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos una beca Fulbright y una residencia en Bellagio Study Center de la Fundación Rockefeller.

Este libro no está especialmente bien escrito ni estructurado (y es una investigación "exhaustiva" sobre solamente un par de familias; se echa de menos muchas otras que pasaron por todavía más vicisitudes, incluso desapareciendo por completo), pero como fuente de información sobre qué fue, en general, de los que se tuvieron que quedar alli, no tiene precio. Si sois de lagrima "floja", preparaos.
 
Condesa Nathasa Brasova
Cristina Rosario Franco
Editorial Brufol

En los últimos años de la Rusia Imperial, surgió una bella historia de amor entre el gran duque Mikhail Alexandrovich Romanov y la condesa Natasha Brasova. El Tsarevich, hermano menor del tsar Nikolay ll, es quizás una de las figuras menos biografiadas y desconocidas para el gran público, a pesar de pretender en la revolución de 1917, ofrecer a su pueblo la posibilidad de elegir entre autocracia o democracia, como forma de gobierno.
Narrado en primera persona por quien fue la bella y no menos controvertida Condesa, el relato, lejos de plasmar la consabida idea trágico-romántica de cuanto sucedió, aporta materiales inéditos, desclasificados tras la desaparición de la unión soviética en 1991.
En controvertido trasfondo político, sin faltar a la verdad histórica, la protagonista relata el nefasto papel que jugó la última tsarina, Alexandra Feodorovna, en la caída del Imperio, a pesar de las advertencias que sobre su proceder reiteraron demás miembros de la familia Romanov.
Natasha Brasova tuvo una vida singular, extrema, condicionada y sometida por nuevas doctrinas socialistas y gritos libertarios que convulsionaron y asolaron la vieja Europa en 1918.

Captura2.png
 
Alguien sabe cómo va esto?
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¿Es este español el último Romanov?
Un juez comprobará si desciende de Nicolás Segundo
22.04.16 | 21:34h. Noticias Cuatro

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Etiquetas:
Descendiente Romanov · último Romanov · David Duaigües
Un vecino de Lleida, David Duaigües, asegura ser descendiente del último zar de Rusia, Nicolás Segundo. Un juez ha admitido su demanda para comprobar si genéticamente es un auténtico Romanov. El hombre cuenta que lleva 20 años investigando y cimentando su reclamación.

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Parece que esta es su cuenta de twitter:
https://twitter.com/dvdromanov/media


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Un zar en Lleida
Un juez admite a trámite una demanda de un leridano que sostiene que es descendiente de Nicolás II
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David Duaigües y su madre, con otros parientes, ante el juzgado de Girona.

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El zar Nicolás II y David Duaigües.

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Casa donde vive David Duaigües, en Torres de Segre

LAURA BIELA / TORRES DE SEGRE

Jueves, 21 de abril del 2016 - 17:46 CEST


David Duaigües sostiene desde Torres de Segre, la localidad leridana conde residen él y su familia, que es descendiente del último zar ruso, Nicolás Alexandrovich Romanov, Nicolás II, destronado y ejecutado junto con su familia por la Revolución soviética. Pero esa pretensión genealógica quizá no sea tan llamativa como el hecho de que un juez haya admitido a trámite su demanda de filiación. Este viernes, el juzgado de primera instancia número 7 de Lleida decidirá si exige a los herederos imperiales a someterse a una prueba para demostrar la filiación.

El hombre cuenta que lleva 20 años investigando y cimentando su reclamación. Todo empezó cuando la familia quiso buscar a la abuela de David Duaigües, Maria Martí Juanola. Él y su madre, Carme Martí Juanola, fueron a la comisaría de Policía de Girona, ciudad donde la familia había perdido años atrás la pista de la abuela. Allí solo pudieron certificar que la mujer ya no vivía. Había muerto en 1990 en el geriátrico Puig d'en Roca, donde pasó los últimos años de su vida, a pocos metros del orfanato en el que había crecido.


Fotos comparativas entre la familia de David Duaigües y la de Nicolás II.

En el geriátrico, según el relato del demandante, este y su madre se enteraron por las secretarias y el director de que su abuela era conocida como 'la rusa' o 'la Romanov', apodos cuya razón David no fue capaz de entender hasta que, tiempo después, en 1998, vio en una revista imágenes de los Romanov. "¡Somos clavados!", exclamó para sí Duaigües.

Entonces empezó su investigación. El quinto hijo de Nicolás II, Alekséi, ejecutado junto con su padre en 1918, sufría hemofilia o anemia hemolítica autoinmune. Ahí vio Duaigües otro filón: él, sus hermanos y su madre padecen esta última enfermedad. Y tras una consulta en el Hospital de Santa Caterina, en Girona, donde su abuela había sido asistida, confirmó que esta también la padecía. Alekséi debía su dolencia congénita a la rama materna de su familia. Su madre, Alejandra Fiódorovna Románova (Alice de Hesse y del Rin, de soltera), era nieta de la británica reina Victoria y la dolencia del hijo del último zar provenía, genes arriba, del rey inglés Jorge III, no propiamente de la dinastía de los Romanov.

Pero eso no desalentó a David. El siguiente paso era comparar el ADN de la familia Duaigües con el de los Romanov. David no pudo conseguir el de su abuela, por lo que tiró adelante con el de su madre. ¿Y el de los Romanov? ¿Cómo conseguir una muestra de ADN de un Romanov? Si alguien pensaba que esa dificultad iba a frenar el ímpetu de Duaigües, estaba muy equivocado. Echó mano de internet, ese gran colmado. Y solicitó dictamen al Colegio de Farmacéuticos y Bioquímicos de Buenos Aires, que tras cotejar el ADN de la madre de David y el de los Romanov hallado en la red concluyó que "los resultados obtenidos incluyen la existencia de vínculo abuelo/nieta de Nicolás II y Alexandra respecto de Carme Martí Juanola, con una probabilidad del 99,9%".

Con esto y un abogado, Duaigües puso una demanda de reclamación de filiación contra los ignorados herederos del zar Nicolás II y la zarina Alexandra Fiodorovna. Esta fue aceptada a trámite por la Fiscalía de Lleida el 18 de septiembre de 2015. Una decisión que ha sumido en la perplejidad a no pocos abogados de la ciudad, que se preguntan si no hay asuntos que colapsan los juzgados y son más importante de solucionar que "esta chorrada".

Duaigües confía en que este viernes el juez le dé la razón. El demandante quiere que se le reconozca el parentesco con el último zar ruso. Su objetivo es poder reclamar la parte de la herencia que le correspondería a su abuela y conseguir el apellido Romanov que tanto ansía. Un afán que de momento, dice, ya le ha costado 30.000 euros.

Aunque esta curiosa historia haya sido admitida a trámite por el juez, en Torres de Segre es más bien objeto de chanzas. "Mucha gente se ríe de ellos", apunta Dolors, una vecina, hasta el punto de que David ha sido apodado como 'El Cafre'. Otra vecina sentencia que "esta obsesión le ha hecho perder la cabeza".

Los vecinos cuentan que ni David ni su madre tienen trato con sus conciudadanos, que en más de una ocasión ha tenido altercados con otros vecinos, incluso con el propio alcalde. Comentarios a los que Düaigues hace oídos sordos. Él, a lo suyo, a por el apellido Romanov.:cautious::shifty::unsure::whistle:
 
A ver, de quien se supone que era hija la abuela de este señor, para que hubiera heredado la hemofilia? De una de las grandes duquesas? Que hacia la bisabuela de este señor por Rusia? O es que la gran duquesa en cuestión también acabo sus días en Lérida?
 
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