Los Romanov

DINASTIA DE LOS ROMANOV. GRAN DUQUESA MARIA VLADIMIROVNA DE RUSIA.

María Vladimirovna Romanova. La Heredera al Trono de Rusia pide a su país un trato similar al otorgado a la Iglesia ortodoxa. María, quien cultiva un pequeño huerto en la azotea de su apartamento madrileño, lleva en cierto sentido una doble vida. Aunque nació en Madrid hace 55 años, se educó en París y Oxford, y está emparentada con la familia real británica, María Vladimirovna es rusa por los cuatro costados. Vive de acuerdo con el calendario festivo ruso, frecuenta la iglesia ortodoxa rusa, en la periferia de Madrid, y viaja casi todos los años a su país, donde es agasajada por autoridades y por el clero. María Vladimirovna es la Jefa de la Casa Imperial de Rusia desde la muerte de su padre, Vladimir Kirillovich, en 1992, quien heredó el título del abuelo de María, Kirill Vladimirovich, nieto del Zar Alejandro II. Convencida de sus derechos dinásticos, María, que abrió una Cancillería de la Casa Imperial rusa en Moscú con web propia en 2002, acaba de pedir a las autoridades del país, en un comunicado difundido la semana pasada, un estatus oficial para la familia imperial. Algo similar a la posición de la Iglesia ortodoxa rusa, "una organización social distinta del Estado, pero que participa en todas las ceremonias oficiales y posee una cierta autoridad e influencia". La petición podría parecer disparatada, si no fuera por las simpatías que la realeza autóctona despierta en el actual primer ministro ruso, Vladimir Putin. María Romanova consiguió en octubre pasado, tras un forcejeo legal, que el Presídium del Tribunal Supremo ruso rehabilitara al Zar Nicolás II, a su esposa, la Zarina Alejandra, y a sus cinco hijos, asesinados por los bolcheviques el 17 de julio de 1918, junto al médico de la familia y a tres sirvientes, en Yekaterimburgo, Rusia Central. Pero una cosa es restituir la dignidad a los represaliados políticos y otra es pugnar por abrirse un hueco en la vida política y social del país, con las implicaciones incluso patrimoniales que algo así podría tener. Sin embargo, la Gran Duquesa se muestra confiada en que Rusia le otorgue con el tiempo el estatus que pide, "como han hecho todos los países civilizados con sus antiguas dinastías reinantes". Las reivindicaciones de María Vladimirovna no alcanzan a todos los Romanov, un colectivo de, al menos, medio centenar de personas. Para la Gran Duquesa, la familia imperial se reduce a tres miembros: ella misma, su madre nonagenaria y su hijo, residente en Bruselas. La batalla enfrenta a dos líneas de pretendientes a un trono que aparece bastante remoto. De un lado, la de María Vladimirovna, que desciende del Zar Alejandro II. Del otro, la de Nicolás Romanovich, que parte del Zar Nicolás I. Vladimirovna niega los derechos dinásticos de los candidatos masculinos porque todos, alega, han contraído matrimonios morganáticos, es decir, se han unido a personas ajenas a la realeza. Una vez obtenido el estatus oficial por parte de la Federación Rusa la familia imperial se trasladaría definitivamente a Rusia. Hasta entonces estaremos a la espera de cómo se irán desarrollando los acontecimientos

Fuente: Blog Monarquías de Europa y del mundo.

Monarquías de Europa y del mundo: DINASTIA DE LOS ROMANOV. GRAN DUQUESA MARIA VLADIMIROVNA DE RUSIA.
 
LOS CUATRO DIMITRI IVANOVICH

Cuando Iván el Terrible, zar de Rusia, murió en 1584, fue sucedido por su hijo Fiodor. Éste, débil y enfermizo, fue dominado por su cuñado, Boris Godunov, quien fue el poder detrás del trono hasta la muerte de Fiodor en 1598. Entonces, Boris se proclamó zar, y a su muerte en 1605 le sucedió su hijo Fiodor II. Pero éste fue asesinado por los enemigos de su padre, y reemplazado por el primer falso Dimitri, quien decía ser hijo de Iván el Terrible (se supone que era un monje llamado Grigory Bogdanovich Otrepyev, que aparentemente se creía su historia). Tras conseguir el apoyo de Polonia, Lituania y los jesuitas, logró que el ejército de los Godunov lo aceptara como zar en junio de 1605.

Pero pronto se hizo impopular por su política de alianza con los polacos y fue asesinado también. Fue reemplazado por el candidato de los nobles (boyardos), el príncipe Vassili Shuiski, de la familia Rurikovich, adoptando el nombre de Basilio IV.

Había rumores (seguramente interesados) de que Dimitri había sobrevivido al golpe, y en agosto de 1607 apareció otro pretendiente. Ni siquiera se parecía físicamente al anterior, pero su existencia servía a los intereses polacos. No es de extrañar entonces que la esposa del anterior Dimitri (que era una noble polaca) lo reconociera formalmente como su esposo superviviente... Basilio recién pudo derrotarlo, con ayuda del ejército sueco, en 1610.

Pero Basilio fue depuesto por la nobleza en julio de 1610 ante la aparición de otro falso Dimitri, un diácono llamado Sidorka, otra vez apoyado por el Rey de Polonia, que lo instaló como un zar títere. Mientras tanto, las tropas polacas ocupaban Moscú, los suecos invadían las provincias occidentales, y cosacos y tártaros en el sur incendiaban las aldeas y profanaban las iglesias. Pero los rusos se sublevaron, tomaron el Kremlin y esclavizaron a los ocupantes polacos. Tras la expulsión de los invasores y la muerte del tercer Dimitri, un congreso nacional estableció la dinastía Romanov al reconocer como zar a Miguel III, hijo del Patriarca de Moscú
 
Alexis Petrovich Romanov



Alexis retratado por Johann Gottfried Tannauer
Alexis Petrovich Romanov (en ruso: ??????? ????????), (Moscú, 28 de febrero de 1690 – 7 de julio de 1718). Hijo primogénito del Zar Pedro I de Rusia y de su primera mujer Eudoxia Lopujiná.

Contenido
1 Infancia
2 Carrera Militar
3 Autoexilio
4 El Regreso
Infancia
El joven Alexis fue criado por su madre en un ambiente de odio a su progenitor, el Zar Pedro I, la relación que mantuvo con él siempre estuvo resentida por los sinsabores sufridos por su madre en su matrimonio. De los 6 a los 9 años fue educado por su tutor, Vjazemskij, pero más adelante, al ser encerrada Eudoxia en un convento, el joven Zarévich fue confiado a las enseñanzas de profesores que le impartieron clases de historia, geografía, matemáticas y francés.

Carrera Militar
Alexis le fue ordenado por su padre seguir una carrera militar en el regimiento de artillería y por estos formó parte en en 1704 en la toma de Narva. Durante este período sus preceptores tenían las más altas opiniones del candidato a Zar, quien había asimilado muy bien incluso la arqueología y la eclesiología. Sin embargo, Pedro tenía que sacrificar a su hijo y heredero al servicio del Estado ruso por lo que le confío numerosas tareas relacionadas con el mejoramiento y bienestar de Rusia. Las pésimas relaciones entre el padre y el hijo provocaban mucha tensión, Pedro consideraba que Alexis carecía de carácter y determinación que se necesitaban para gobernar, por lo que lo dejó en manos de boyardos y sacerdotes que, para infortunio del Zar, lo impulsaron a odiar aún más a su padre e incluso llegaron a planear un golpe de Estado.

En 1708 Pedro envió a Alexis a Smolensk para reclutar soldados y a Moscú para fortificar la ciudad y protegerla de las invasiones de Carlos XII de Suecia. Para fines de 1709 el Zarévich se retiró a Dresde durante un año, donde terminó sus estudios de francés, alemán, matemáticas y fortaleció sus conocimientos militares. Al finalizar sus estudios contrajo matrimonio a regañadientes con la princesa alemana Carlota Cristina, cuya familia estaba unida por matrimonio a las más importantes casas de Europa. En teoría Alexis habría podido rehusarse a la unión, pero no quiso contradecir a su padre ni arruinar sus proyectos.

El contrato matrimonial fue fechado en septiembre de 1711 y se celebra en Torgau el 14 de octubre de ese año. La unión no fue de las más sólidas, desde un principio los cónyuges durmieron en piezas separadas y se ignoraron mutuamente en las presentaciones públicas y sociales.

Tres semanas más tarde Alexis fue enviado por Pedro a Toru? para supervisar el apoyo de las tropas rusas en Polonia. Durante doce meses Alexis estuvo en constante movimiento. Su mujer se encuentra con él en Toru? en diciembre de ese año, pero en abril una orden perentoria lo obligó a dejar los ejércitos de Pomerania y en otoño de ese mismo año debe seguir a su padre en una expedición a Finlandia.

Para el nacimiento de su primera hija Natalia, en 1714, Alexis invita a la corte a Afrosina, su amante finlandesa.



Autoexilio
Poco después de su retorno de Finlandia, Alexis fue enviado por Pedro a Staraja para supervisar la construcción de las naves de la flota rusa. Esta fue la última comisión que su padre le confió, quien se lamentaba continuamente de la poca diligencia y entusiasmo que Alexis le dedicaba a las tareas de Estado.

El 11 de octubre de 1715, Carlota muere poco de dar a luz al primer hijo del Zarévich Pedro. El día de los funerales Pedro I le envió una carta a su hijo instándolo a que se hiciera cargo de una vez por todas de las tareas de Estado so pena de quitarle sus privilegios a la corona. Podría decirse que Alexis se sintió aliviado con la oferta, y escribió al Zar una carta en que le pedía que pasara sus derechos directamente a su hijo, además solicitaba el permiso de tomar los hábitos.

Sin perder el ánimo, el Zar le escribe el 26 de agosto de 1716 que si quiere permanecer para siempre como Zarévich debía hacerse cargo de la armada y seguirlo en sus campañas como subordinado. Ante esta última provocación, Alexis, escapó a Viena y se puso bajo la protección de su cuñado, el emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico, quien lo mantiene a salvo junto a su amante Afrosina.

Pedro se sintió profundamente insultado, la fuga del Zarévich a otra nación era un vergonzoso escándalo, debía traer a toda costa a Alexis de vuelta a Rusia lo antes posible. Lo que fue posible solamente con el apoyo del Conde Pëtr Andreevi? Tolstoj, el súbdito más fiel y con menos escrúpulos del Gran Pedro.



El Regreso

Pedro I interroga al Zarevich Alexis, obra de Nikolaj Ge, 1871
Alexis le comunica que solamente consentiría en volver a Rusia si Pedro consiente en su renuncia a sus derechos a la corona, y se le permitiera retirarse tranquilamente junto a Afrosina. Engañado, vuelve a Moscú.

La intención de Pedro era instruir un tribunal especial para investigar a fondo los motivos de fuga de su hijo. El 18 de febrero a Alexis se le extrae una confesión en la que delata a quienes lo ayudaron a escapar, y así, sólo tras ese episodio, se le permite renunciar públicamente a sus derechos sucesorios a favor de su hijo.

Este fue ciertamente uno de los momentos más dramáticos del reinado de Pedro I, ya que al mismo tiempo la Zarina Eudoxia Lopujiná fue acusada de adulterio.

Los amigos de Alexis fueron muertos empalados, en la rueda o colgados. Con la única intención de asustar y aislar a su hijo.

En abril de 1718 nuevas confesiones le fueron extraídas a Alexis. Además se obligó a su amante a declarar que el Zarévich había conspirado con los conservadores para destronar a Pedro.

Para el Zar esta era la peor de las ofensas, quien ya no veía a su hijo como un holgazán sin voluntad, si no que como un traidor, obviando que era el mismo Alexis quién pidió muchas veces que alejaran la corona de su cabeza. La cuestión fue llevada al Consejo de Estado, que estaba compuesto por sacerdotes, senadores, ministros y otros dignatarios.

Al mediodía del 24 de junio de 1718, los dignatarios temporales – 126 elementos que componían la Corte de Justicia Extraordinaria – declararon al Zarévich Alexis culpable y lo condenaron a muerte. Antes se le hizo al condenado un examen acucioso a través de tortura para evitar que se fuera a la tumba con algún secreto.

El 19 de junio Alexis fue azotado 25 veces con el látigo y el 24 del mismo mes se le infringieron otros 50 azotes. El 26 Alexis falleció en Fortaleza de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo, dos días después de ser condenado como conspirador contra el reino de su padre, por alianza con el pueblo llano y con el emperador de Alemania

Alexander Petrovich Romanov (1691 - 1692) - Ancestry.com

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NOTA DE LA MODERADORA

La charla sigue aqui:

http://www.cotilleando.com/f12/los-romanov-parte-ii-60976/
 
a mi también me gustaría que se recuperará la segunda parte....había mucho material muy interesante.
 
El arca rusa“Las hermanas Romanov” relata la vida de las cuatro muchachas, sus vestidos, mascotas y joyas, detalles de los sentimientos que despertaron y que tuvieron por distintas personas, entre ellas jóvenes oficiales –prohibidos como candidatos, claro–, nada raro en mujeres jóvenes cuya vida se lee como transcurrida en prisiones doradas. Una triste historia de princesas.
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Las hermanas Romanov, de Helen Rappaport. Taurus. Argentina, 2015. 576 págs.
En la noche del 16 al 17 de julio de 1918, los últimos descendientes de una dinastía de tres siglos: el ex zar de Rusia Nicolás, su esposa Alejandra, sus hijas Olga, Tatiana, María y Anastasia –la mayor de 24 años, la menor de 17–, y su hijo Alexey, de 13, fueron conducidos al sótano de la casa que los alojaba en Ekaterimburgo, y 11 hombres, bajo las órdenes de un tal Yurovsky, dispararon sobre ellos. Algunos relatos agregan que el matrimonio y el benjamín murieron instantáneamente, pero las muchachas tuvieron que ser rematadas a sablazos. Una semana después, las huestes de los rusos blancos que resistían a la revolución bolchevique llegaron al lugar. Unos pocos días separaron a los Romanov de su salvación. Ellos no lo sabían; quienes dieron la orden de la ejecución –se le atribuye a Lenin...
Fuente:http://brecha.com.uy/el-arca-rusa/
 
Las Hermanas Romanov.
Helen Rappaport

PRÓLOGO. LA HABITACIÓN DE LA PRIMERA Y ÚLTIMA PUERTA

El día que se llevaron a los Romanov, el palacio Alexander quedó solo y olvidado: un palacio de fantasmas. La familia había pasado los últimos tres días preparando a toda prisa su equipaje, pues había sido informada por el Gobierno provisional de Kerensky sobre su inminente traslado con escasa antelación. Cuando llegó el momento, aunque los niños se llevaron a sus tres perros, hubieron de abandonar a los gatos (Zubrovka, el gato callejero rescatado por Alexey en el cuartel general del Ejército, y dos crías). El zarevich pidió apenado que alguien cuidara de ellos[1].

Cuando llegó Mariya Geringer, camarera mayor de la zarina y encargada de cuidar del palacio tras su partida, las hambrientas criaturas emergieron de entre las sombras como si de espectros se tratara y se lanzaron sobre ella buscando su atención. Pero las cuarenta puertas de las habitaciones interiores donde estaban los animales se habían sellado. En el desierto parque Alexander solo quedaban los gatos: el último remanente de una familia que ya se había adentrado cientos de kilómetros en Siberia oriental.

Cualquiera que, en los años posteriores a la Revolución Rusa de 1917, sintiera curiosidad por saber dónde había vivido la última familia imperial rusa podía recorrer los veinticuatro kilómetros que separaban el lugar de la capital y echar un vistazo. Se podía llegar en un sórdido suburbano o, si se lograban esquivar los baches, en coche, recorriendo la carretera que cruzaba en línea recta la planicie de campos y bosques que llevaba a Tsarskoe Selo: la villa del zar. En sus buenos tiempos Tsarskoe Selo había rivalizado con Versalles, pero en los últimos días del imperio zarista había adquirido un aire melancólico, una especie de «tristesse impériale», en palabras de un antiguo residente[2]. En 1917, unos trescientos años después de que Catalina la Grande encargara su construcción, esta villa de los zares anticipaba su propio fin.

De hecho, los soviéticos se apresuraron a despojar a Tsarskoe Selo de sus vínculos con el imperio y cambiaron su nombre por el de Detskoe Selo: la villa de los niños. Situado en alto sobre el pantanoso golfo de Finlandia, se consideraba el lugar perfecto para hacer ejercicio, debido a la pureza de su aire y a su ordenada red de amplios bulevares rodeados de parques. Convirtieron el parque Alexander en un centro deportivo y recreativo en el que criar a los jóvenes y saludables ciudadanos que necesitaba el nuevo orden comunista. Sin embargo, el comunismo tardó más en dejar su impronta en el pueblo mismo, que siguió siendo pequeño, limpio y básicamente de madera. Más allá de su modesta plaza de mercado, estaban los palacios imperiales rodeados por las grandes residencias veraniegas construidas por los aristócratas de la corte. Hacía mucho que sus legendarios ocupantes (grandes familias rusas ya desaparecidas como los Baryatinsky, Shuvalov, Yusupov, Kochubey) se habían marchado y las casas, requisadas por los soviéticos, se desmoronaban, abandonadas y decadentes[3].

Hasta la Revolución, el núcleo de esta placentera y pacífica población había sido el elegante palacio Alexander, de color amarillo-dorado con sus níveas columnas corintias, pero en los siglos anteriores había ocupado el centro del escenario el palacio de Catalina, situado junto al anterior y aún mayor, con su esplendor barroco de oropel. En 1918 se nacionalizaron ambos para que pudieran erigirse en ejemplos materiales de la «decadencia estética de los últimos Romanov»[4]. En junio se abrieron al público las salas de la planta baja del palacio Alexander, tras la realización de un cuidadoso inventario de todo su contenido. La gente pagaba 15 kopeks por la entrada y se sorprendía no por el lujoso estilo de vida del antiguo zar, sino porque costaba creer que el último zar de todas las Rusias hubiera vivido en un entorno tan de «andar por casa»[5]. El interior era sorprendentemente modesto para los antiguos estándares imperiales, no mayor que una biblioteca pública, un museo de la capital o la casa de verano de un caballero moderadamente rico. Pero para los Romanov el palacio Alexander había sido un hogar muy querido.

Algunos miembros del recién liberado proletariado, muy conscientes de su deber, se unían a los pocos e intrépidos turistas extranjeros «masticando manzanas y emparedados de caviar». El palacio se podía visitar los domingos, miércoles y viernes; para entrar había que ponerse unas fundas de zapatos, feas pero obligatorias, que evitaban el deterioro de los hermosos y encerados suelos de parqué[6]. Después se guiaba a los visitantes por los apartamentos imperiales mientras se les hablaba, a menudo despectivamente, de sus antiguos ocupantes. Unos guías oficiales, bien aleccionados, hacían lo que podían para condenar los gustos decididamente burgueses del último zar de Rusia y su esposa. Los muebles anticuados, de estilo art nouveau, los óleos baratos, pasados de moda y con valor sentimental, el papel de pared inglés, la profusión de chismes regados por toda superficie disponible (sobre todo, productos manufacturados de lo más ordinarios), recordaban a los visitantes a la «típica salita de hotel inglés o estadounidense» o a un «restaurante de segunda de Berlín»[7]. El superficial discurso soviético obviaba a la familia como si fuera históricamente irrelevante.

A medida que los visitantes pasaban de habitación en habitación, cruzando bajo dinteles guardados por modelos de cera de los lacayos de librea dorada que permanecían allí en la vida real, no podían evitar la sensación de que Nicolás II, lejos de ser el despótico gobernante que se les describía, era un aburrido hombre de familia, cuyo estudio y biblioteca (donde recibía a sus ministros para tratar con ellos importantes asuntos de Estado) estaban repletos de fotos de sus hijos en los diversos estadios de su crecimiento, de la más tierna infancia a la vida adulta: niños con perros, montando ponis en la nieve, junto al mar. Todas reflejaban a una familia feliz sonriendo a la cámara Box Brownie que llevaban consigo a todas partes y con la que se hacían fotos caseras. El zar tenía en su estudio privado una mesa y una silla para estar con su hijo inválido mientras trabajaba. El ambiente, núcleo del difunto poder zarista, no podía ser más anodino, doméstico y acogedor para los niños. ¿Realmente era la última residencia de «Nicolás el Sanguinario»?

La suite formada por las habitaciones privadas del zar y la zarina daba fe de las tres pasiones que les consumían: el otro, sus hijos y su gran fe religiosa. Sus alcobas estaban repletas de objetos y, con sus paredes tapizadas de cretona inglesa a juego con las cortinas, parecían más un santuario ortodoxo que un tocador. Dos modestas camas de hierro individuales (de las que hay en «los hoteles de segunda», observaría un visitante estadounidense en 1934) estaban colocadas juntas en la alcoba, que contaba con pesados cortinajes; cada centímetro de pared estaba ocupado por imágenes religiosas, crucifijos y «pequeños, patéticos iconos baratos»[8]. La zarina tenía muchos más objetos y fotografías de sus hijos y su querido Nicky en las estanterías y mesas de su salita privada. Sus posesiones personales eran escasas y sorprendentemente triviales: objetos domésticos prácticos como un dedal de oro, tijeritas de bordar y otras cosas necesarias para la costura; juguetes baratos y baratijas, como un pájaro de porcelana y un acerico con forma de zapato... en fin, el tipo de cosas que podría haberle regalado alguno de los niños[9].

Al final del corredor que llevaba a los jardines estaba el vestidor de Nicolás. Sus uniformes, cuidadosamente planchados, aún colgaban en los armarios y cerca de allí, en la Gran Biblioteca, las estanterías con puertas de cristal guardaban los libros ingleses, alemanes y franceses, cuidadosamente ordenados y encuadernados en cuero marroquí, que le gustaba leer a su familia en voz alta por las tardes. Los visitantes solían quedarse de piedra cuando pasaban al Salón de la Montaña que venía a continuación. Era una de las salas del palacio pensadas para pasar revista a la tropa, pero, de hecho, se había convertido en la sala de juegos de la planta baja del zarevich Alexey. En el centro de ese elegante salón de mármoles de color, cariátides y espejos, se había instalado un tobogán de madera[10], en el que habían jugado, felices, los hijos de zares anteriores. Aún seguía allí, orgulloso, junto a los tres coches de juguete con motor favoritos de Alexey. Al lado de los ventanales que conducían al jardín había un emotivo recuerdo de la tragedia que había marcado la vida de la última familia imperial de Rusia. La «pequeña silla de ruedas de Alexey, forrada en terciopelo rojo» aún conservaba la huella de su cuerpo, un conmovedor recordatorio de los implacables ataques de hemofilia que le incapacitaban con frecuencia[11].

Dos tramos de escalera de piedra conducían a las habitaciones de los niños, a la sazón abandonadas, presididas una vez más por la amplia sala de juegos del adorado Alexey y llena de juguetes mecánicos y de madera: una caja de música que tocaba La Marsellesa, libros de láminas, cajas de bloques, juegos de mesa y una colección de soldaditos de juguete. Entre ellos languidecía un osito de peluche, uno de los últimos regalos que le enviara el káiser antes de que la guerra lo cambiara todo, que parecía estar de guardia junto a la puerta[12]. El baño personal del zarevich provocaba en los visitantes gestos de simpatía, pues estaba lleno de «horribles instrumentos quirúrgicos», como prótesis y otras «sujeciones para piernas, brazos y cuerpo de cuero y lienzo, utilizadas para sujetarlo cuando sangraba tanto que acababa temporalmente incapacitado[13].

Más allá se encontraban los dormitorios, las salas de estudio, el comedor y las salitas de recepción de sus cuatro hermanas mayores: Olga, Tatiana, María y Anastasia. Comparadas con las habitaciones del zarevich, parecían modestas y accesorias, pues sus dueñas ocuparon un lugar subordinado a los ojos de la nación. Las habitaciones, luminosas y espaciosas, estaban amuebladas con piezas sencillas de limonero pulido pintado de color marfil y cortinas de cretona inglesa[14]. Las hermanas más jóvenes, María y Anastasia, habían elegido un sencillo friso de rosas color rosa y mariposas de bronce sobre un papel de pared de tono rosáceo. En el dormitorio de Olga y Tatiana, el friso era de hiedras y libélulas marrones. Sobre los tocadores a juego aún había diversas cajitas, joyeros, estuches de manicura, peines y cepillos tal y como los habían dejado[15]. Sobre los escritorios había pilas de libros de ejercicios con cubiertas de colores y todo espacio libre estaba ocupado por una profusión de fotos de la familia y amigos. Sin embargo, estos recuerdos típicamente infantiles se mezclaban en las habitaciones de las niñas con iconos, láminas y cuadros de temática religiosa. Sobre sus mesillas no había el caos que cabría esperar, sino libros de oraciones y salmos, cruces y velas[16].

Las chicas habían dejado mucha ropa en los armarios, junto a parasoles y zapatos. Ahí estaban los uniformes que lucieron las hermanas mayores con tanto orgullo cuando formaron parte del desfile militar con el que se celebró el tercer centenario de la dinastía Romanov en 1913; había hasta ropa de cristianar y de bebé. En Siberia no iban a necesitar los vestidos de gala que lucían en la corte. Había cuatro de todo: conjuntos de satén rosa bordados en plata, sombreros kokoshniki con brocado rosa y cuatro enormes sombreros de verano, todo guardado meticulosamente en cajas. En el pasillo aún quedaban baúles y canastos a medio llenar con cosas de las chicas, listos para hacer un último viaje que nunca emprenderían.

En el comedor de los niños aún estaba puesta en la mesa la porcelana china con el monograma de los Romanov, preparada para la siguiente comida. Un visitante escribió en 1929: «Da la sensación de que los niños están jugando por el jardín y volverán en cualquier momento»[17]. Pero fuera, en los acres de parque que había más allá de los altos barrotes de hierro que rodeaban al palacio, las ordenadas y cuidadas avenidas de tilos se habían convertido en una selva y en el sotobosque habían crecido botones de oro siberianos, «grandes, dobles y fragantes como rosas», anémonas y hasta nomeolvides, que florecían profusamente en primavera[18]. Puede que el palacio se conservara como monumento histórico, pero el parque antaño tan admirado estaba lleno de hierbajos y, en ciertos lugares, la hierba había alcanzado gran altura. La larga y frondosa avenida en la que en otros tiempos jugaran los niños Romanov, donde habían montado en sus ponis y bicicletas; los ordenados canales por los que navegaban con su padre; la casita de juegos pintada de azul y blanco de la Isla de los Niños, con su profusión de lirios y el pequeño cementerio donde enterraban a sus mascotas…, todo hablaba de esas vidas perdidas e inspiraba un sentimiento de tremenda desolación.

Puede que el palacio Alexander fuera antaño la residencia de «gente de antes», ahora denigrada y liquidada por la Revolución, de la que los rusos corrientes apenas se atrevían a hablar. Pero, como bien señalara el devoto curador del palacio, nunca se logró erradicar el persistente e indefinible «aroma de la época». Aún permanecían en el aire el olor a la cera de abejas utilizada para encerar los suelos y el aroma a cuero marroquí que desprendían los numerosos volúmenes de la biblioteca, mezclados con el vago olor a rosas del aceite de las lámparas situadas ante los iconos del dormitorio de la zarina hasta que, al principio de la Segunda Guerra Mundial, el mando militar alemán ocupó el palacio y lo dejó prácticamente en ruinas[19].

En los días que precedieron a la guerra, la visita por las habitaciones culminaba en el vestíbulo semicircular central situado en la parte trasera del palacio, donde el zar había celebrado recepciones oficiales y cenas en honor de dignatarios visitantes y donde, durante la Primera Guerra Mundial, la familia había pasado las tardes de los sábados viendo películas. Esa última noche, la del 31 de julio al 1 de agosto de 1917, la familia Romanov había esperado allí durante largas y tediosas horas, temiendo la inminente llegada de la orden que los obligaría a abandonar su hogar para siempre.

En los días anteriores, las cuatro hermanas Romanov hubieron de tomar decisiones dolorosas al elegir cuáles de sus preciadas posesiones (álbumes de fotos, cartas de amigos, ropa, sus libros favoritos) iban a llevarse. No tuvieron más remedio que dejar atrás las muñecas de su infancia, que colocaron cuidadosamente en sillas y sofás en miniatura junto a otros tesoros y recuerdos, con la esperanza de que quienes vinieran tras ellas las cuidaran[20].

Cuenta la leyenda que Catalina la Grande había entrado por la puerta central del salón semicircular cuando puso el pie en el edificio por primera vez junto a su joven nieto, el futuro Alexander I, al finalizar la construcción del palacio que había mandado erigir para él. Poco después del amanecer del 1 de agosto de 1917, ciento veintisiete años después, la familia imperial rusa salió del espacio repleto de eco diseñado por el arquitecto italiano Giacomo Quarenghi, y se dirigió a los coches que esperaban fuera. Dejaron atrás el salón, con sus grandes ventanales en forma de arco, y atravesaron la puerta de cristal para dirigirse a un futuro incierto a 2.158 kilómetros, en Tobolsk, Siberia Oriental.

Las cuatro hermanas Romanov, aún débiles debido a las secuelas del sarampión que habían padecido a principios de año, lloraban desconsoladamente al dejar la casa donde habían transcurrido tantos días felices de su infancia[21]. Tras su partida, Mariya Geringer, a la que habían despedido, aún hablaba de ellas con esperanza. Puede que las chicas tuvieran suerte en el exilio, que encontraran maridos corrientes y decentes y fueran felices, decía. Para ella y otros amigos y criados leales que quedaron atrás, el recuerdo de estas cuatro adorables hermanas en tiempos más felices, de su amabilidad, sus penas y alegrías compartidas («sus caritas sonrientes bajo el ala de sus grandes sombreros adornados con flores») permanecería allí durante los largos y sombríos años del comunismo[22]. Al igual que el recuerdo de su vivaracho hermano, que plantaba cara día a día a una enfermedad que ponía en riesgo su vida sin dejarse vencer por ella. Y, por supuesto, en un segundo plano destacaba una mujer cuya mayor virtud (una virtud que irónicamente los acabó destruyendo a todos) fue un exceso fatal de amor de madre.


http://www.megustaleer.com/libros/las-hermanas-romanov/TA17098/fragmento/
 
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Capítulo 1.- AMOR DE MADRE

Había una vez cuatro hermanas, Victoria, Ella, Irene y Alix, que vivían en un oscuro gran ducado del sudoeste de Alemania lleno de serpenteantes calles empedradas y situado junto a los oscuros bosques legendarios descritos en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. En su día, muchos consideraban a estas cuatro princesas de la casa de Hesse y Renania «las flores de la camada de nietas de la reina Victoria», por su belleza, inteligencia y encanto[23]. Cuando crecieron fueron objeto del más severo escrutinio en los tensos escenarios internacionales: el mercado matrimonial de la realeza europea. A pesar de carecer de grandes dotes o vastos territorios, todas se casaron bien, pero la que se llevó la mejor baza fue la más joven y hermosa de las cuatro.

Las cuatro hermanas de Hesse eran hijas de la princesa Alice, segunda hija de la reina Victoria, y su esposo el príncipe Louis, heredero del archiduque de Hesse. En julio de 1862, tras casarse con Louis en Osborne con solo dieciocho años, Alice se fue de Inglaterra, vestida de luto y oculta tras un velo por el reciente fallecimiento de su padre, el príncipe Alberto. Para los estándares dinásticos de la época, se trataba de un casamiento modesto para la hija de la reina Victoria, pero era un hilo más en la compleja red de matrimonios interdinásticos celebrados en Europa entre primos hermanos y primos segundos. La reina Victoria había orquestado los matrimonios de sus nueve hijos durante su largo reinado y siguió haciéndolo con avanzada edad para asegurarse de que hasta los hijos y nietos de estos tuvieran parejas dignas de su estatus regio. Puede que la princesa Alice hubiera conseguido algo mejor de no haberse enamorado del aburrido príncipe Louis. En cuanto a territorio, Hesse era relativamente pequeño, siempre tenía problemas financieros y políticamente carecía de poder alguno. «Hay nobles ingleses que podrían dar a sus hijas mejores dotes que la que recibirá la princesa Alice», señalaba un periódico de la época. Hesse-Darmstadt era «un país sencillo de carácter agrícola y ganadero», con una corte poco ostentosa. Era hermoso pero, hasta el momento, su historia había pasado inadvertida[24].

La capital, Darmstadt, estaba situada en las colinas cubiertas de bosques de robles del Odenwald y, según la eminente guía para turistas Baedeker, «carecía de importancia»[25]. Otro viajero de la época calificó a Darmstadt como «la ciudad más sosa de Alemania», un lugar «de paso a cualquier otra parte» y nada más[26]. La ciudad era uniforme y constaba de calles rectas y casas formales habitadas por «burgueses ahítos y amas de casa satisfechas». Estaba cerca del río Darmbach y la «ausencia de vida» de la capital supuestamente le daba «un aire de sombría inactividad»[27]. El antiguo barrio medieval tenía algo de carácter y había en él bullicio, pero aparte del gran palacio ducal, el teatro de la ópera y un museo público lleno de fósiles había poco que redimiera a la ciudad de la insípida rigidez que permeaba la corte de Darmstadt.

La princesa Alice se había sentido consternada cuando llegó, pues aunque oficialmente había recibido una educación autoritaria, su padre, el príncipe Alberto, era muy liberal. Para él, Alice era «la belleza de la familia» y había crecido feliz entre diversiones[28]. Sin embargo, el día de su boda se había visto ensombrecido por la muerte prematura de su padre y el paralizante dolor de su madre. El brillo de una infancia demasiado breve palidecería aún más porque la necesidad de alejarse de sus amados parientes, sobre todo de su hermano Bertie, acrecentaba su profunda sensación de pérdida. Rodeaba a la princesa un halo de tristeza que nada lograría mitigar del todo.

Su nueva vida en Hesse no iba a ser muy distinguida. Allí imperaba un orden antiguo que no toleraba a las mujeres inteligentes y progresistas como ella[29]. Lo único que contaba eran la virtud y la tranquila vida doméstica, y a Alice le costaba mucho acostumbrarse al rígido protocolo de la corte de Hesse. Desde el principio sintió la frustración de no poder ejercer sus considerables dotes intelectuales. Alice admiraba a Florence Nightingale y le hubiera gustado ser enfermera, oficio para el que debía estar dotada si nos atenemos a la habilidad que demostró cuidando a su padre durante la mortal enfermedad que se lo llevó en 1861. Pero, de no ser posible ejercer la enfermería, estaba decidida a encontrar otras formas de ser útil a los demás en su nuevo hogar.

De manera que se embarcó en todo tipo de actividades filantrópicas, incluidas visitas regulares al hospital y la promoción de la salud femenina a través de la Casa para Mujeres Embarazadas que fundó en Heidenreich en 1864. Durante las guerras de 1866 contra Prusia y de 1870-1871 contra Francia, que sacaron a Darmstadt de la oscuridad y llevaron a su esposo al campo de batalla, Alice se negó a refugiarse en Inglaterra y se dedicó a sacar adelante a sus hijos sola. Pero no era suficiente para su mentalidad de cruzada social: durante ambas guerras también organizó un hospital para atender a los heridos y fundó la Frauenverein (Sindicato de las Damas) para enseñar enfermería a las mujeres. En 1866 señalaba a su madre resueltamente: «En la vida hay que trabajar, no divertirse»[30]. Había adoptado la norma por la que se había guiado su padre toda la vida y la había convertido en la consigna que guiaría la suya.

Alice tuvo siete hijos muy seguidos con el mismo estoicismo con el que su madre había dado a luz a sus nueve retoños. Pero todo parecido acababa ahí. La princesa Alice era práctica, al contrario que la reina Victoria; y una madre que ejercía como tal y demostraba interés en todos los aspectos de la vida cotidiana de sus hijos, hasta el punto de que revisaba personalmente los gastos generados por los niños. Al igual que su hermana mayor, Vicky, y para «insuperable disgusto» de la reina Victoria, insistió en dar el pecho a algunos de sus bebés, lo que llevó a la reina a poner su nombre a una de sus muy apreciadas vacas de Windsor[31]. Alice también estudió Anatomía Humana y Pediatría, preparándose para ayudar a sus hijos a superar las inevitables enfermedades infantiles. Su devoción de madre no conocía límites, pero no mimó a sus hijos. Solo les dio un penique de paga semanal hasta su confirmación, y el doble después. Como la reina Victoria, era partidaria de la frugalidad, aunque en el caso de Alice economizar era con frecuencia una necesidad imperiosa. La casa de Hesse distaba mucho de ser rica y Alice sintió a menudo «apremiante necesidad»[32]. Pero en el palacio Nuevo, construido entre 1864 y 1866 con el dinero de su dote, creó un cálido hogar dentro del hogar, decorado con cretona de flores, piezas poco importantes enviadas desde Inglaterra y muchas fotografías y retratos familiares.

La princesa Alix nació el 6 de junio de 1872. La sexta hija de la familia y futura emperatriz de Rusia era una niña hermosa, con una sonrisa enmarcada por hoyuelos y perpetuas ganas de juegos. La llamaban Sunny, y su abuela la consideró un tesoro desde el principio. Alicky era demasiado hermosa, «la niña más guapa que he visto nunca», pensaba la reina Victoria y no hacía nada por ocultar su favoritismo[33]. Si bien la princesa Alice se implicó mucho más que otras madres regias en la educación de sus hijos, sus numerosos proyectos y obras de caridad le quitaban mucho tiempo, de manera que era su nodriza inglesa, la señora Orchard, la que organizaba la vida cotidiana de los niños.

En las habitaciones infantiles de Darmstadt, amuebladas con sencillez, imperaban los valores victorianos: cumplimiento del deber, bondad, modestia, higiene y sobriedad, junto a generosas cantidades de alimentos sencillos, aire fresco (daba igual la temperatura) y largos paseos a pie y en poni. Cuando tenía tiempo, Alice paseaba con sus hijos, charlaba con ellos, les enseñaba a pintar, vestía a sus muñecas y cantaba y tocaba el piano con ellos, dejando que «introdujeran sus pequeños dedos bajo los suyos sobre el teclado para hacer música como las personas mayores», contaba Alice riendo[34]. Enseñó a sus hijas a valerse por sí mismas y nunca quiso malcriarlas. Sus juguetes eran poco ostentosos y procedían de Osborne y Windsor. Los momentos de ocio de las niñas de Hesse siempre se cubrían realizando alguna tarea que su madre consideraba útil: hacían tartas, labores de punto o algún otro tipo de manualidad o costura. Arreglaban sus propias camas y limpiaban sus habitaciones. Además estaban obligadas a escribir regularmente a la Liebe Grossmama y realizaban visitas una vez al año a Balmoral, Osborne o Windsor. A veces se tomaban vacaciones más frugales a la orilla del mar en Blankenberge, situada en la costa belga, carente de árboles y barrida por el viento, o en el castillo Kranichstein, un refugio de caza del siglo XVII en el límite del Odenwald, donde montaban en burro, remaban, pescaban camarones y hacían castillos de arena.

La princesa Alice supervisaba personalmente la evolución moral y religiosa de sus hijos, les insuflaba altos ideales y su mayor deseo era que «de su hogar, solo tuvieran recuerdos de amor y felicidad que llevarse a la batalla de la vida»[35]. Sobrevivir a esa batalla suponía aprender a apreciar el sufrimiento de los pobres y enfermos, visitar hospitales con los brazos llenos de flores cada sábado y en Navidad. Pero la vida de la propia Alice se llenaba lentamente de dolor crónico, materializado en jaquecas, reuma y neuralgias, así como de un cansancio sobrehumano debido a su compromiso con múltiples causas. La última niña de la familia, May, nació dos años después de Alix, en 1874, pero para entonces ya se había acabado la feliz e idílica infancia en Darmstadt.

La melancolía se había adueñado irrevocablemente de la familia cuando el segundo hijo de Alice, Frittie, mostró los primeros e inconfundibles síntomas de hemofilia en 1872. Su padrino, el cuarto hijo de la reina Victoria, Leopold, también se había visto afectado por la enfermedad. Apenas un año después, en mayo de 1873, la pequeña, brillante y simpática criatura, por la que Alice sentía una clara devoción, murió de un derrame interno tras caer de una ventana desde una altura de seis metros. El duelo, las pruebas y las tribulaciones ocuparon el lugar que antes tenían en la vida de los niños supérstites los placeres de la vida, ya que Alice empezó a ser consumida por una especie de douleur muy similar a la de su madre viuda. Cuando Frittie murió, Alice escribió a su madre: «¡Ojalá se vayan todos tan pacíficamente, con tan poca lucha y dolor, dejando tras de sí una imagen igual de amorosa y brillante!»[36].

La pérdida de uno de sus «dos niños guapos» abrió una brecha entre su único hijo, Ernie, que nunca se recuperó de la muerte de Frittie, y su siguiente hermana, Alix[37]. Como sus tres hermanas mayores iban creciendo y distanciándose paulatinamente de ella, Alix gravitó instintivamente hacia su hermana menor, May, y se convirtieron en entregadas compañeras de juego. Con el tiempo, Alice disfrutó mucho de sus «dos pequeñajas». Eran tan «dulces, alegres, cariñosas y lindas. No sé cuál me es más querida», escribía a la reina Victoria, «ambas son tan cautivadoras»[38]. Alix y May eran un consuelo, pero tras la muerte de Frittie la luz había desaparecido de los ojos de Alice y su salud se estaba resintiendo. Dado que, lamentablemente, su marido y ella también se estaban distanciando, Alice se refugió en un permanente estado de melancolía y cansancio físico. «No valgo para nada», le decía a su madre, «vivo en mi sofá y no veo a nadie»[39]. El acceso al trono de Hesse del príncipe Louis, en 1877, y su propia promoción a archiduquesa la sumieron en la desesperación al pensar en todas las obligaciones que implicaba: «Se me exige demasiado», escribía a su madre, «¡tengo que hacer tantas cosas! A largo plazo es más de lo que mi salud puede soportar»[40]. Lo único que mantenía a Alice con vida eran su fe y la devoción que sentía por sus hijos, pero su resignación fatalista arrojó una gran sombra sobre su impresionable hija Alix.

En noviembre de 1878, una epidemia de disentería afectó a los niños de Hesse. Primero enfermó Victoria, después Alix, seguidas de todos los demás, salvo Ella y su padre, que al final también acabó enfermando. Alice los fue cuidando con absoluta devoción, pero ni sus habilidades como enfermera pudieron salvar a la pequeña May, que murió el 16 de noviembre. Cuando se llevaron el pequeño ataúd de May para enterrarla, Alice se encontraba al borde del colapso. Durante dos semanas intentó ocultar las novedades a los niños, pero puede que el beso de consuelo que diera a Ernie al darle la noticia le contagiara la enfermedad. Alice murió justo cuando sus hijos empezaban a recuperarse, el 14 de diciembre, a los treinta y cinco años de edad, deseosa de volver a ver a su precioso Frittie.

La pequeña Alix contaba seis años y sufrió un profundo trauma al perder a su madre y a su pequeña compañera de juegos, May, en el lapso de unos pocos días. La privaron de los amados símbolos de su infancia al destruir sus juguetes, libros y juegos por miedo al contagio. Ernie era el más cercano a ella en edad, pero, como al haberse convertido en heredero tenía un tutor especial, se sentía muy sola. Su hermana Victoria hablaba a la abuela de tiempos más felices del siguiente modo: «Parece que fue ayer cuando jugábamos con May en la habitación de mamá después del té, y ahora somos adultas, hasta Alix está seria y sensiblera y en la casa suele reinar el silencio»[41].

La abuela, la sólida y protectora señora Orchard (a la que Alix llamaba Orchie) y la gobernanta Madgie (señorita Jackson) intentaron llenar el terrible vacío dejado por la muerte de su madre, pero la sensación de abandono que experimentaba la niña tenía raíces muy profundas. Su alegre disposición empezó a cambiar, pues tendía al mal humor y la introspección, y desarrolló una desconfianza hacia los extraños que empeoraba a medida que pasaban los años. La reina Victoria quería ejercer de madre sustituta, pues Alix siempre había sido una de sus nietas favoritas. Las visitas anuales que realizaban Alix y sus hermanos, sobre todo a Balmoral en otoño, habían aliviado la solitaria viudez de Victoria, y esta proximidad sostenida le permitía supervisar la educación de la niña, pues sus tutores de Hesse le enviaban informes mensuales de sus progresos. Alix misma parecía satisfecha con su papel de «niña amorosa, cumplidora y agradecida», una de sus formas habituales de firmar las cartas que enviaba a la reina. Nunca olvidó un cumpleaños o aniversario y mandó numerosos regalos elegidos de entre sus propios brocados y manualidades[42]. Tras la muerte de su madre, Inglaterra se convirtió en un segundo hogar para ella.

La princesa Alice experimentó toda su vida fuertes sentimientos hacia sus hijas; quería hacer algo más que educarlas para que fueran esposas. «La vida tiene sentido aunque nunca te cases», le dijo a su madre en una ocasión añadiendo que, en su opinión, casarse por casarse era «uno de los mayores errores que podía cometer una mujer»[43]. Cuando se convirtió en una adolescente, lo mejor que podía esperar de Hesse la princesa Alix, hermosa pero pobre, para escapar al tedio provinciano de Darmstadt era casarse con un principito europeo. Pero todo cambió tras su primer viaje a Rusia en 1884 (para asistir a la boda de su hermana Ella con el archiduque Sergey Alexandrovich), cuando el primo tercero de Alix, Nicolás Alexandrovich, heredero del trono de Rusia, se fijó en ella. Él tenía dieciséis años y ella solo doce, pero a partir de entonces Nicky, como ella le llamaría siempre, estuvo muy enamorado. Cinco años después, cuando el archiduque Louis volvió a Rusia con Alix para realizar una visita de seis semanas, Nicolás estaba totalmente decidido a hacerla su esposa. La tímida escolar se había convertido en una joven mujer, estilizada y de una belleza etérea que enamoró profundamente a Nicky. Pero por entonces, en 1889, Alix se había confirmado en su fe luterana y dejó claro a Nicky que, pese a lo que sentía por él, una boda estaba descartada. Prevaleció la virtud. No quería ni podía cambiar de religión, pero se avino a escribirle cartas en secreto recurriendo a Ella como intermediaria.

En toda boda real había muchos intereses en juego y no se perdonaba a las niñas que rechazaban una buena oportunidad cuando se les presentaba. Como señalaba un periódico de la época: «En los círculos regios, el amor no es precisamente una epidemia»[44]. Al parecer, la inflexibilidad de Alix iba a privarla de aquello que muchas de las jóvenes de entonces anhelaban: un matrimonio por amor y no por interés. Nicky, triste y abandonado, creyó que se había abierto entre ellos un abismo insalvable y se permitió ciertas distracciones a cuenta de otras caras bonitas. Alix, por su parte, disfrutaba de un mejor estatus tras su vuelta a casa, como si fuera un pez grande en el diminuto estanque de Hesse. Adoraba a su padre viudo, que cada vez dependía más de ella ya que, como única hija soltera, desempeñaba todo tipo de obligaciones formales en su nombre en la corte de Hesse. Alix estaba con él a todas horas y dedicaba el poco tiempo que no pasaba en compañía de su padre al estudio, el dibujo y la pintura. Cosía y arreglaba sus vestidos personalmente, tocaba el piano (con gran talento) y se sumía en una contemplación religiosa tranquila. De manera que cuando Louis murió inesperadamente a la edad de cincuenta y cuatro años, en marzo de 1892, «el dolor de la querida Alicky fue terrible», escribió Orchie a la reina Victoria. Y lo que era aún peor: sobrellevaba «su pena en silencio, guardándose su dolor», como hacía en tantas otras circunstancias[45]. La abuela de Alix, profundamente preocupada, decidió hacerse cargo de su nieta huérfana y formuló una promesa: «Mientras yo viva, Alicky será más que si fuera mi propia hija hasta que se case»[46]. Alix se unió a ella en Balmoral durante unas semanas que transcurrieron entre un duelo profundo y una tranquila conmiseración femenina. Pero, por entonces, la prensa se mostraba poco deferente con el duelo regio y se ocupaba de otros asuntos.

La princesa Alix tenía veinte años y era muy casadera, de manera que empezaron a circular rumores sobre un posible compromiso entre ella y el joven príncipe George, segundo hijo de Bertie, a la sazón príncipe de Gales. Tres años antes sorprendió la determinación con la que la joven Alix se había opuesto al intento de la reina de casarla con el heredero de Bertie, Eddy, duque de Clarence. A la reina le disgustó enormemente que Alix, por entonces enamorada de Nicky, rechazara la oportunidad de convertirse en la futura reina del Reino Unido. Al ser la cuarta hija casadera de la casa de Hesse, las perspectivas de Alix no eran las mejores. Daba igual; la reina creyó que tal vez pudiera convencerla de casarse con George, sobre todo cuando el desafortunado Eddy murió de neumonía en enero de 1892. Pero no salió bien; Alix se mantuvo inflexible y cuando George empezó a cortejar a la desconsolada prometida de Eddy, May de Teck, todos supieron quién contaba con el afecto de Alix: solo tenía ojos para el zarevich ruso. A la reina Victoria la posibilidad de esta boda la ponía cada vez más nerviosa. No se fiaba de Rusia desde la Guerra de Crimea, pues consideraba a este antiguo enemigo de Gran Bretaña «falso» y «poco amistoso», aparte del hecho de que gran parte de su población era «medio oriental». Rusia era «un país corrupto donde no podías fiarte de nadie»[47]. Escribió cartas a la hermana mayor de Alix, Victoria, exhortándola a ella y a Ernie a intervenir para evitar el matrimonio, ya que «si tu hermana pequeña se casa con el hijo de un emperador, el matrimonio no funcionará y no serán felices […] Rusia está en un estado tan lamentable, es tan corrupta que algo horrible puede ocurrir en cualquier momento»[48].

Pero en Rusia, la hermana mayor de Alix, Ella, maniobraba en silencio para frustrar el plan ideado por la reina para arruinar el compromiso. Había visto al desolado Nicky en persona y, a pesar de que por entonces su padre, Alexander III, y su esposa también se oponían a la unión, le ofreció todo su apoyo. Mientras se decidía su futuro entre bambalinas, Alix se mantenía en silencio debido a un voto personal que había formulado antes de la muerte de su padre: que nunca cambiaría de fe religiosa. Tras la muerte de Louis, había establecido con Ernie una relación más intensa que nunca y lo ayudaba en la corte de Hesse de forma similar a como hiciera en tiempos de su padre. Tras la impenetrable y digna froideur que proyectaba, Alix se sentía orgullosa de lo mucho que se autoexigía, de la pureza de su corazón, de su integridad moral y su capacidad de pensar por sí misma. «Ciertamente soy alegre en ocasiones y supongo que puedo llegar a resultar agradable», confesaba a un visitante de Rumanía, «pero soy un ser más bien contemplativo y serio, que bucea en las profundidades de todo tipo de aguas, cristalinas o turbias»[49]. Sin embargo, esta amplitud de miras y esta virtud adolecían de un defecto fatal: Alix no había aprendido que «la virtud ha de ser amable»[50]. Ya por entonces se tomaba su vida y a sí misma demasiado en serio. En los años subsiguientes tendría que navegar por muchas aguas turbias y profundas.


Otra boda real volvió a reunir a Alix y Nicky. Por fin su hermano Ernie había encontrado una novia adecuada, su prima Victoria Melita (hija del segundo hijo de la reina Victoria, el príncipe Alfred), y toda la familia real europea se reunió en Coburgo en abril para asistir a las celebraciones. Allí, tras una seria y lacrimógena labor de persuasión por parte de Nicky, Alix acabó sucumbiendo, atendiendo a los ruegos de Ella, que se había convertido a la ortodoxia rusa. Puede que hubiera otra razón: Alix sabía que, tras la boda de Ernie, ya no tendría papel que desempeñar en la corte de Hesse. «La verdad es que mi vida va a cambiar mucho, voy a sentirme de más», le dijo a la reina[51]. En los meses siguientes demostró a las claras que no le gustaba nada quedar en segundo plano por la presencia de su cuñada, la archiduquesa, pero casarse con Nicky suponía mucho más que una providencial forma de escapar. Alix se permitió por fin ser feliz. Decidió dejar de pensar en «todas las cosas horribles que se dicen de los matrimonios entre primos» (Nicolay y ella eran primos terceros) y se negó a preocuparse por «la terrible y aterradora enfermedad» que había padecido Frittie. «¿Con quién podría casarme si no?», le preguntaba a una amiga; al menos tenía la suerte de poder casarse por amor[52].

El amor también subyugó a la dictatorial abuela de Alix, Victoria. Pronto superó su decepción y la pérdida personal que suponía para ella dejar partir a quien había considerado su propia hija pero, sin duda, recordó que también ella se había casado por amor en 1840. Luchó contra el miedo instintivo por el bienestar de su nieta que le inspiraba «ese trono tan inseguro», lleno de disturbios políticos y asesinatos, y se centró en lo que había que hacer[53]. Debía preparar a su amada Alicky para el oneroso cargo público que iba a desempeñar, de manera que ordenó que fuera de inmediato a Inglaterra con ella. Pasaron el verano cosiendo tranquilamente, leyendo, tocando el piano y saliendo de paseo. Alix también empezó a aprender ruso con la lectrice de Ella, Ekaterina Schneider, enviada especialmente desde Rusia para la ocasión, y comenzó a hablar seriamente con el doctor Boyd Carpenter, obispo de Ripon, buscando la forma de reconciliar su fe luterana y su conversión a la ortodoxia rusa.

Sin embargo no se encontraba nada bien, pues la ciática ya le producía los dolores que la atormentarían durante toda su vida, para gran preocupación de su abuela y otros parientes. «Alix vuelve a estar impedida, no puede andar en absoluto y tuvieron que llevarla a la iglesia en coche», escribió la duquesa de Sajonia-Coburgo a su hija durante la visita, «su salud es deplorable»[54]. Ya circulaban rumores de que Alix había heredado la frágil salud de su madre y su constitución nerviosa, algo de lo que no debían enterarse en el extranjero, puesto que el deber fundamental de la esposa del futuro heredero al trono era tener bebés sanos. Padecía asimismo frecuentes infecciones de oído (otitis) y jaquecas nerviosas que se convertían en migrañas, aparte de tener mala circulación. Pero el problema real era la ciática, que le producía un dolor tan intenso que no podía andar, montar a caballo o jugar al tenis. Alix no solía quejarse de sus «precarias piernas», que a menudo la condenaban a pasar largas horas tumbada o reclinada en un sofá[55]. La prensa europea ya había aireado sus problemas de salud, y los rumores que llevaban circulando un tiempo se agravaron hasta el punto de que en el verano de 1894 se emitió un comunicado oficial en el que se afirmaba que los informes de la mala salud de la princesa «carecían de fundamento»[56].

Pero la reina Victoria no quería correr riesgos. Siempre cuidó mucho de su propia salud y tenía mucha fe en el reposo. Sentía no haber impuesto a Alix antes «un estricto régimen de vida y comidas (culpa del médico de Hesse, un «hombre estúpido») y no haber llevado a su nieta el otoño anterior a hacer una cura de reposo en Balmoral, «que tiene el aire más puro del mundo»; Alix consideraba Escocia excesivamente «tonificante»[57]. A la reina no le cabía duda alguna de que el estrés y la tensión producidos por el compromiso de la joven princesa con Nicky habían «forzado sus nervios en exceso». De manera que, cuando Alix llegó procedente de Darmstadt el 22 de mayo, la enviaron a Harrogate a tomar las aguas.

Intentó hacerse pasar por la «baronesa Starkenburg», pero no engañó a nadie y, cuando se supo dónde estaba, la prensa volvió a sus especulaciones. «La princesa Alix no se habría enterrado en un balneario de Yorkshire en plena temporada londinense si estuviera bien de salud», se comentaba en el Westminster Budget:

La corte está ansiosa por negar el informe en el que se afirma que su salud es delicada, sin duda por el temor a que acabe con su compromiso. Es condición sine qua non que la esposa del heredero al trono de Rusia sea de constitución fuerte, pues los estatutos familiares de los Romanov prohíben explícitamente el matrimonio con alguien que no goce de buena salud[58].

Alix pasó cuatro semanas en Harrogate con su camarera, Gretchen von Fabrice, y la estancia fue feliz a pesar de la presión de la prensa. Dio un ambiente hogareño a la enorme villa con terraza situada en la parte de moda de la ciudad: Prospect Place en High Harrogate. Pero cada mañana había de enfrentarse a las miradas de los fisgones que la observaban, hasta con binoculares, cuando bajaba la colina en una silla de ruedas o en un carruaje hasta la Casa de Baños Victoria, donde se daba baños sulfurosos o de turba y bebía vasos de agua maloliente. Reaparecía por las tardes y realizaba excursiones en un asiento especial, mezcla de silla de ruedas y bicicleta, para admirar los bellos lugares de la zona y permitir que la revigorizara el tonificante aire de Yorkshire. Un detective las seguía en bicicleta a una discreta distancia[59]. Pero, como contó a Nicky, Alix pronto hubo de recurrir a maniobras de distracción: «Esperan todos juntos a que salga y, como he empezado a entrar por la puerta de atrás, vigilan también esa puerta y acuden todos a verme […], cuando entro en una tienda a comprar flores las niñas se paran y miran por el escaparate»[60]. La vergüenza que sentía se redoblaba por el hecho de ir en una silla de ruedas que la hacía sentir vulnerable. Estuvo lloviendo durante la mayor parte de su estancia y, cuando esta terminó, sus piernas apenas habían mejorado, pero siempre estuvo alegre y fue cortés con sus sirvientes y la gente del lugar con la que se cruzaba. Todos la recordaron como «afable, modesta, poco estirada y formal»[61].

Poco después de llegar a Prospect Place, Alix había descubierto con alegría que su anfitriona, la señora Allen, acababa de dar a luz a gemelos: niño y niña. Pensó que era un buen signo y pidió ver a los bebés. Se comportaba de modo muy informal con el servicio e insistía en que la trataran como a una persona corriente.

Iba cantando y saltando por la casa, como una feliz niña inglesa que acabara de llegar a casa del colegio, entrando como una exhalación en su dormitorio y alarmando a la criada que estaba haciendo su cama. Luego desconcertaba a la señora Allen tocando a la puerta de la cocina mientras preguntaba: «¿Puedo pasar?». Ponía a los bebés sobre sus rodillas o se sentaba de espaldas al fuego, como un hombre de Yorkshire cualquiera, mientras comentaba los preparativos de la comida o mantenía largas discusiones con la baronesa Fabrice sobre el mejor modo de educar y vestir a los niños»[62].

Alix aceptó ser la madrina de los gemelos cuando los bautizaron el 13 de junio en Saint Peter’s Church (Harrogate), a quienes puso los nombres de Nicholas Charles Bernard Hesse y Alix Beatrice Emma. Les ofreció generosos regalos, como joyas de oro, y también fotografías de sí misma y su prometido, para que los niños supieran al crecer a quién debían sus nombres. En el primer cumpleaños de los gemelos, Alix envió una cubertería rusa de esmalte y oro, servilleteros y saleros con el escudo de armas imperial y las iniciales de los bebés, así como un par de enaguas, azul y rosa, que había confeccionado ella personalmente. En 1910 llegaron más regalos de Rusia cuando se confirmó a los niños, y de nuevo en 1915 cuando cumplieron los veintiún años. Fue un interludio feliz, repleto de esperanzas sobre su propio futuro como esposa, rodeada de los niños que anhelaba tener. Durante ese tiempo la princesa Alix pudo ser ella misma, una persona abierta, amorosa y generosa con las personas que más le importaban porque formaban parte de su mundo doméstico privado.

A mediados de junio Nicky se reunió con Alix en Inglaterra. Escribió a su madre que era feliz de «poder abrazar por fin a la mujer que el destino me ha reservado y a la que encuentro más bella y adorable que antes»[63]. La pareja pasó tres días idílicos junto al río Támesis en Walton, que compartieron con Victoria, la hermana de Alix, y su marido Louis de Battenberg. Paseaban, se sentaban sobre una alfombra a la sombra de un castaño, donde Nicky leía en voz alta mientras Alix cosía, y salían en coche sin carabina. Luego se unieron a la reina en Windsor y viajaron a Osborne con ella. Mientras, había llegado de Rusia el capellán privado de Nicolás, el padre Yanishev, que debía instruir a Alix en la religión ruso-ortodoxa. Le costó mucho, pues Alix era una discípula rigurosa que no paraba de hacer preguntas. Su educación evangélica la había enseñado a rechazar el dogma y se negaba tercamente a hacer una declaración oficial renunciando a su luteranismo por herético. Había que llegar a algún tipo de acuerdo.

Como no estaba previsto que la boda se celebrara hasta la primavera de 1895, Alix creía que contaría con unos meses tranquilos en su casa de Hesse para hacer preparativos, pero su planes cambiaron drásticamente cuando llegó la noticia de que Alexander II estaba gravemente enfermo y se temía por su vida. Como ahora aceptaba el matrimonio, quería ver a Alix antes de morir, y ella dejó Hesse con gran apresuramiento para iniciar el largo viaje en tren hacia el sur en dirección a Simferopol, en Crimea, acompañada por su leal amiga Gretchen. Tras reunirse con Nicolás en el palacio que los Romanov tenían en Livadia, la pareja fue entronizada oficialmente ante el zar moribundo. Al día siguiente de la muerte de Alexander, el 20 de octubre, Alix fue formalmente aceptada en la Iglesia ortodoxa rusa. El matrimonio se celebró siendo Nicolás ya zar, pero no como habría deseado la pareja, en privado y en Livadia[64]. Los archiduques se opusieron y el protocolo de la corte exigía una ceremonia formal en la capital. De manera que Nicolás y Alejandra se casaron en un helado San Petersburgo, tres semanas después del agotador y doloroso duelo de la corte por el zar difunto. Lo hicieron ante los cientos de invitados que asistieron a la ceremonia celebrada en la capilla del palacio de Invierno.

Alix estaba bellísima y muy serena ese día, parecía una escultura: alta, luciendo un vestido blanco con brocado de plata, la cola profusamente adornada de armiño y la capa imperial en tela de oro sobre los hombros. Sus límpidos ojos azules complementaban su figura y su pelo rojizo ondulado brillaba bajo la corona de diamantes. El enviado británico, Lord Carrington, se mostró profundamente impresionado: «Era la perfecta encarnación de una emperatriz de Rusia camino al altar», informó a la reina Victoria[65]. Otros testigos dieron fe de lo alta que parecía la princesa junto a su consorte, más bajo y de aspecto delicado. También se habló de sus esfuerzos por parecer una mujer fuerte, de considerable presencia, «muy por encima del nivel tradicional de las princesas del ducado»[66].

Pero había algo en la mirada solemne y alerta de la novia regia y en sus labios finos y apretados que contaba una historia diferente: la de una personalidad fuerte y llena de determinación que luchaba contra el disgusto, natural pero intenso, que le provocaban las ceremonias públicas tras haber disfrutado tanto tiempo de la privacidad doméstica de la corte de Hesse. Alix pasó la prueba, pero al final del día de su boda, al igual que su abuela Victoria, se retiró pronto presa de un dolor de cabeza. En opinión de otros de los presentes, como la princesa Radziwill, había sido «uno de los espectáculos más tristes que he tenido ocasión de ver». En vida del autoritario Alexander III la aristocracia rusa se había sentido a salvo, pero ese sentimiento de seguridad se había desvanecido tras su muerte prematura y existía «la sensación de que cabía esperar calamidades»[67].

Tras unas pocas noches en los alrededores, llenos de gente, de los apartamentos de soltero de Nicolás en el palacio Anichkov de San Petersburgo (aún estaban redecorando su propio palacio de Invierno), los recién casados se trasladaron al palacio Alexander en Tsarskoe Selo. Se instalaron en las habitaciones de la emperatriz viuda del ala este, donde había nacido Nicolás en 1868 y donde disfrutaron de cuatro benditos días de total privacidad «con las manos y los corazones entrelazados», como escribiría Nicolás a su cuñado Ernie[68]. Alix también había escrito a Ernie poco antes de su boda: «Soy tan feliz que no puedo agradecer a Dios lo suficiente el haberme deparado un tesoro como Nicky»[69]. Aquella Alix de Hesse, oscura y seria, a la que hasta su abuela describía como «ein kleines deutsches Prinzessinchen que no sabe de nada más allá de las pequeñas cortes alemanas», no solo había adquirido uno de los mejores cachés regios, sino que se había casado con el hombre más rico del mundo[70].

Pero como había salido de Darmstadt apresuradamente, la nueva zarina lo ignoraba todo sobre las costumbres y profundas supersticiones de Rusia, tenía un conocimiento limitado de la lengua y había dado un enorme salto de fe desde la militante austeridad de su luteranismo hasta los rituales místicos y opulentos de la ortodoxia rusa. La distancia cultural era enorme. La princesa Alix de Hesse se topó con los mismos problemas que su madre cuando llegó a Darmstadt, aunque a escala mucho mayor, y que su abuelo, el príncipe Alberto, que había llegado a la ajena corte inglesa cincuenta y cuatro años antes, muerto de nostalgia por su Coburgo natal. El país adoptivo de Alix se mostraba muy receloso con ella, una intrusa alemana, la quinta princesa de sangre alemana que se convertiría en emperatriz de Rusia en apenas un siglo. Fueron tan suspicaces como lo habían sido en Inglaterra tras la llegada del oscuro príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo.

Alix podía haberse convertido a la ortodoxia de todo corazón, pero era muy inglesa, tenía costumbres y sentimientos ingleses y una idea pragmática de la familia que había mamado de su madre y su abuela. Este trasfondo le hubiera venido bien de haberse quedado en la esfera familiar de la línea de sangre de Europa Occidental, pero a pesar de la seductora belleza de los paisajes rusos, que ya amaba, Rusia era territorio desconocido, un país legendario por su turbulenta historia y la impresionante riqueza y grandeza de su corte. El San Petersburgo imperial de fin-de-siècle no tenía nada que ver con la cómoda vida doméstica del Neues Palais y las rosaledas de Darmstadt.

La «amable y sencilla Alicky» había hecho de tripas corazón para dejar su refugio en la tranquila y pacífica residenz de su hermano en Darmstadt y convertirse en la «gran emperatriz de Rusia» por amor[71]. Cerró la puerta al hostil mundo exterior y a todo lo que la asustaba e intentó perder el miedo a las desconocidas costumbres de la corte. Decidió aferrarse a las pequeñas cosas familiares que la reconfortaban y a su papel de «pequeña y devota esposa» de Nicolás; por lo pronto, el mundo y Rusia podían esperar.

Excepto en un aspecto: poco después de la muerte de Alexander III, Nicolás promulgó un edicto en el que ordenaba a sus súbditos que le prestaran juramento de lealtad como nuevo zar. Decidió que su hermano menor, el archiduque Georgiy Alexandrovich, ostentaría el título de zarevich «hasta que plazca a Dios bendecir Nuestra próxima unión con la princesa Alix de Hesse-Darmstadt, con el nacimiento de un hijo»[72]. En el esquema dinástico, la principal y más urgente obligación de Alix era proporcionar un heredero varón al trono de Rusia.


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