Ballenas

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El valle de las ballenas
Un desierto egipcio, que en su día fue un océano, guarda el secreto de una de las transformaciones más notables de la evolución



06 de enero de 2019, 06:59


https://www.nationalgeographic.com.es/animales/fotos
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Wadi Hitan
Imagine esta árida extensión cubierta por un mar, con ballenas nadando y cazando. Hoy los visitantes de Wadi Hitan recorren un sendero marcado con piedras para ver las rocas que albergan los fósiles de las antiguas bestias marinas.

Foto: Richard Barnes

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Maiacetus
Egipto no es el único país donde se han hallado restos de ballenas primitivas. Este Maiacetus de 47 millones de años hallado en Pakistán se conserva en el sótano del Museo de Paleontología de la Universidad de Michigan. Con extremidades robustas y pies palmeados, se desplazaba por tierra como los leones marinos. Las patas también le servían para nadar y usaba la cola básicamente como timón. Con el tiempo, las ballenas llegaron a ser nadadoras más eficientes, impulsándose con los movimientos de la cola. Las patas traseras menguaron y las delanteras se convirtieron en aletas.

Foto: Richard Barnes





https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/grandes-reportajes/valle-ballenas_2915
 
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Una posible serpiente marina
En un risco de Wadi Hitan, a menos de 160 kilómetros de las pirámides de Gizeh, sobresalen las mandíbulas de una ballena (izquierda). «Hay una leyenda egipcia escrita en jeroglíficos que habla de una serpiente marina –explica el paleontólogo Philip Gingerich–. Quizás esté inspirada en estos animales.»

Foto: Richard Barnes


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Al abrigo de un pequeño montículo
El campamento base del área protegida de Wadi Hitan está al abrigo de un pequeño montículo, que lo resguarda del sol y de los fuertes vientos cargados de arena que periódicamente barren la zona. (La temperatura en verano alcanza a menudo los 49 grados centígrados.) El arquitecto egipcio Gabriel Mikhail diseñó el campamento para que se fundiera con las formas y colores del desierto.

Foro: Richard Barnes


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Basilosaurus
Este molde fue utilizado por el restaurador William Sanders, de la Universidad de Michigan, y su equipo para fabricar una réplica del cráneo de 1,52 metros de un Basilosaurus. Para crear el vaciado cubrieron el fósil original con varias capas de poliuretano flexible, que sujetaron con un armazón exterior de fibra de vidrio. «Para armar el vaciado a partir del molde hicieron falta seis personas trabajando a la vez, cada una de las cuales sujetaba una pieza. Todo tenía que estar perfectamente sincronizado», dice Sanders.

Richard Barnes

https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/grandes-reportajes/valle-ballenas_2915/5
 
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"Un milagro de Dios"
«Las ballenas fósiles son un milagro de Dios», dice Mohammed Sameh (a la izquierda), guarda principal de Wadi Hitan, que reconstruye un esqueleto de Dorudon con Iyad Zalmout, posdoctorando de la Universidad de Michigan. La Unesco ha declarado el yacimiento Patrimonio de la Humanidad.

Foto: Richard Barnes



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Un puzzle colosal
«Preparar moldes, hacer los vaciados y montar una ballena de 15 metros es el sueño, o la pesadilla, de cualquier aficionado a los rompecabezas», asegura William Sanders, jefe de restauradores del Museo de Paleontología de la Universidad de Michigan. Su equipo pasó un año entero preparando moldes de huesos de Basilosaurus, que se pueden ver aquí con las costillas en primer término y las vértebras detrás. Los moldes blancos se pintarán del mismo color herrumbre de los originales.

Foto: Richard Barnes




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Esfinges sedentes
El viento cargado de arena talla en los afloramientos de Wadi Hitan formas exóticas que los egipcios llaman «leones de barro» o «esfinges sedentes».

Foto: Richard Barnes




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Vertebras de Basilosaurus
Las crestas óseas de las vértebras de Basilosaurus sostenían los grandes músculos necesarios para mover la cola de la ballena cuando nadaba.


Foto: Richard Barnes


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Testigos de la historia
Los estratos de esta formación de arenisca son un registro de la historia sedimentaria de Wadi Hitan, cuando millones de años atrás este lugar estaba cubierto por las aguas del prehistórico mar de Tetis. Los vientos conformarían esta llamativa morfología mucho más tarde, después de que el mar se retirara y la zona se convirtiera en desierto.

Foto: Richard Barnes

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Nummulites
Los nummulites y otros fósiles diminutos proporcionan importantes indicios para saber cómo vivieron y murieron las antiguas ballenas.

Foto: Richard Barnes



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Relucientes como fangales...
...pero secas como el Sahara, las cuencas de nummulites reciben este nombre por los fósiles que tapizan el suelo.

Foto: Richard Barnes



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Dorudon
Más de un millar de esqueletos de ballenas prehistóricas, algunos muy completos, puntean el paisaje de Wadi Hitan, en el nordeste de Egipto. A veces los paleontólogos identifican algunos ejemplares concretos con apodos. Este Dorudon se conoce como la ballena italiana por la nacionalidad del científico que lo descubrió.

Foto: Richard Barnes


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En perfecto estado
Hallado en Wadi Hitan, con el hocico asomando por un lado de una colina y la cola por el otro, este Basilosaurus de 37 millones de años estaba perfectamente conservado en la roca que lo sepultó. Este año regresará a Egipto para convertirse en la principal atracción de un museo dedicado a la evolución de las ballenas.

Foto: Richard Barnes


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Las ballenas primitivas caminaron
Las patas traseras de 45 centímetros de longitud de Basilosaurus (extremidad izquierda, arriba) eran demasiado pequeñas para soportar el peso de una ballena de 16 metros de largo. En realidad, el animal nunca abandonó el medio acuático. Pero la conservación de las patas es una evidencia espectacular de que las ballenas primitivas caminaron (y corrieron) por tierra firme. Nadie sabe con certeza cómo utilizaba Basilosaurus esas pequeñas extremidades; el paleontólogo Philip Gingerich cree que tal vez pudieron servir como estimuladores o guías durante la cópula.

Foto: Richard Barnes

El valle de las ballenas
Hace treinta y siete millones de años, en las aguas del antiquísimo mar de Tetis, una sinuosa bestia de 15 metros de largo, con mandíbulas enormes y dientes afilados, murió y se hundió en el fondo del mar. Con el transcurso de los milenios, un manto de sedimentos se acumuló sobre sus huesos. El mar retrocedió, y cuando el antiguo lecho marino se transformó en desierto, el viento comenzó a desgastar la arenisca y la arcilla depositadas sobre los huesos. Poco a poco el mundo cambió.

Los movimientos de la corteza terrestre empujaron a la India contra Asia, y se formó el Himalaya. En África, nuestros antepasados remotos adoptaron una postura erguida y empezaron a caminar sobre dos piernas. Los faraones construyeron las pirámides. Roma ascendió y cayó. Y durante todo ese tiempo el viento continuó su paciente excavación. Entonces, un día, llegó Philip Gingerich para terminar el trabajo. Una tarde del pasado mes de noviembre, Gingerich, paleontólogo de vertebrados de la Universidad de Michigan, se había tumbado cuan largo era junto a la columna vertebral de una bestia llamada Basilosaurus, en un lugar del desierto egipcio conocido como Wadi Hitan.

La arena a su alrededor estaba sembrada de fósiles de dientes de tiburón, púas de erizo de mar y huesos de peces gato gigantes. «Paso tanto tiempo rodeado de estas criaturas acuáticas que, al poco de estar aquí, vivo en su mundo –dijo, mientras limpiaba con el pincel una vértebra del tamaño de un tronco–. Cuando miro este desierto, veo el océano.» Gingerich buscaba una pieza clave de la anatomía del animal, y tenía prisa. Estaba anocheciendo y debía volver al campamento antes de que sus colegas empezaran a preocuparse. Wadi Hitan es un lugar hermoso, pero hostil. Además de huesos de monstruos marinos prehistóricos, Gingerich ha hallado restos de desdichados humanos.

Siguió avanzando por la espina dorsal, en dirección a la cola, tentando alrededor de cada vértebra con el mango del pincel. Finalmente se detuvo y dejó el instrumento en el suelo. «Aquí está el tesoro», dijo. Delicadamente apartó la arena con los dedos y dejó al descubierto un delgado hueso cilíndrico de apenas 20 centímetros de longitud. «No todos los días se ven patas de ballena», añadió, levantando el hueso con ambas manos en actitud de respetuosa reverencia.


"No todos los días se ven patas de ballena"


Basilosaurus fue en verdad una ballena, pero una ballena a la que le sobresalían dos delicadas patas traseras, del tamaño de las piernas de una niña de tres años, de los flancos. Esas cautivadoras extremidades, perfectamente formadas aunque inútiles (al menos para caminar), son una pista crucial para entender cómo las ballenas actuales, esas supremas máquinas de nadar, descienden de unos mamíferos terrestres que en otra época caminaron a cuatro patas. Gingerich ha dedicado gran parte de su carrera a explicar esa metamorfosis, probablemente la más radical del reino animal, y en el proceso ha demostrado que las ballenas, antaño citadas por los creacionistas como la mejor prueba contra la evolución, pueden ser el testimonio más elegante a su favor. «Especímenes completos como ese Basilosaurus son la piedra Rosetta», me dijo Gingerich de vuelta al campamento.

En Wadi Hitan («valle de las ballenas»), esas piedras Rosetta abundan. En los últimos 27 años, Gingerich y sus colegas han localizado los restos de más de un millar de ballenas, y aún quedan muchas más por descubrir. Cuando llegamos al campamento, nos encontramos con varios miembros del equipo de Gingerich que acababan de regresar de su jornada de trabajo de campo. Mohammed Sameh, guarda principal del área protegida de Wadi Hitan, había estado buscando ballenas un poco más al este e informó de varias pilas nuevas de huesos, pistas frescas para descifrar uno de los grandes enigmas de la historia natural. Los jordanos Iyad Zalmout y Ryan Bebej, estudiantes de posdoctorado y posgrado, respectivamente, habían estado excavando un rostrum de ballena que sobresalía en la pared de un risco. «Creemos que el resto del cuerpo está dentro», aseguró Zalmout.



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El antepasado común de las ballenas y del resto de los vertebrados terrestres fue un tetrápodo de cabeza plana y aspecto de salamandra que salió del mar y se instaló en alguna orilla fangosa hace unos 360 millones de años. Poco a poco, sus descendientes mejoraron la función de sus pulmones primitivos, transformaron sus aletas en patas y alteraron las articulaciones de sus mandíbulas para oír en el aire en lugar de hacerlo en el agua. Los mamíferos se convirtieron en uno de los grupos de animales terrestres con más éxito. Hace 60 millones de años ya dominaban la Tierra. Las ballenas figuran entre los pocos mamíferos que dieron una vuelta evolutiva de 180 grados, volviendo a adaptar su cuerpo terrestre para sentir, comer, moverse y aparearse bajo el agua.

El modo en que llevaron a cabo tan enorme transformación ha desconcertado incluso a los más grandes científicos. Consciente de que ese enigma era uno de los grandes retos para la teoría de la evolución por selección natural, Charles Darwin intentó darle una explicación en la primera edición de El origen de las especies, donde señaló que se había observado a osos negros nadando durante horas con la boca abierta por la superficie de un lago, comiendo los insectos que flotaban. «No veo ningún obstáculo para que una raza de osos se haya vuelto, por selección natural, cada vez más acuática en su estructura y en sus hábitos, con una boca cada vez más grande, hasta producir una bestia tan monstruosa como una ballena», fue la conclusión de Darwin. Pero sus críticos se burlaron tanto de esa imagen, que la eliminó de las posteriores ediciones de su obra.


Las ballenas figuran entre los pocos mamíferos que dieron una vuelta evolutiva de 180 grados, volviendo al agua



Casi un siglo después, George Gaylord Simpson, destacado paleontólogo del siglo XX, aún no sabía dónde situar a las ballenas en su árbol evolutivo de los mamíferos, que por lo demás resultaba perfectamente ordenado. «Los cetáceos son en su conjunto los más peculiares y aberrantes mamíferos –comentó irritado–. No hay un lugar adecuado para ellos en la scala naturae

Los antievolucionistas argumentaron entonces que si la ciencia no podía explicar la transformación de las ballenas, quizá fuera porque nunca se había producido. ¿Dónde estaban los fósiles que probaban esa transición? «Las diferencias anatómicas entre ballenas y mamíferos terrestres son tan grandes que tuvo que haber innumerables fases intermedias que chapotearan y nadaran por los mares antiguos antes de que apareciera una ballena tal como hoy la conocemos –escribieron los autores de Of Pandas and People, un libro de texto creacionista de bastante éxito, publicado en 1989–. Hasta ahora no se ha hallado ninguna de esas formas transicionales.»

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Sin proponérselo, Philip Gingerich ya había recogido el guante a mediados de la década de 1970. Tras doctorarse en Yale, empezó a excavar en la cuenca del Clarks Fork, en Wyoming, para documentar el ascenso meteórico de los mamíferos a principios del eoceno, tras la extinción de los dinosaurios producida diez millones de años antes. En 1975, con la esperanza de reconstruir las rutas seguidas por los mamíferos en sus migraciones de Asia a América del Norte, empezó a estudiar las formaciones del eoceno medio en las provincias paquistaníes del Punjab y de la Frontera del Noroeste (hoy llamada Jaiber Pajtunjua). Se llevó una decepción al descubrir que los sedimentos de 50 millones de años de antigüedad objeto de su estudio no habían estado en tierra firme, sino que fueron el lecho marino del extremo oriental del mar de Tetis. Cuando en 1977 los miembros de su equipo hallaron unos huesos pélvicos, los atribuyeron en broma a «ballenas caminantes», una idea que entonces parecía ridícula. En esa época los fósiles de ballena más conocidos eran similares a las ballenas modernas, con avanzados mecanismos para oír bajo el agua, una aleta caudal ancha y poderosa, y sin patas traseras «visibles».

Entonces, en 1979, un miembro del equipo de Gingerich encontró en Pakistán un cráneo del tamaño del de un lobo, pero con unas crestas óseas prominentes, y muy poco lobunas, en la parte superior y en los costados del mismo, donde se insertaban los robustos músculos de las mandíbulas y del cuello. Lo más extraño era la caja craneal, no más grande que una nuez. Ese mismo mes Gingerich encontró varios ejemplares de ballenas arcaicas en museos de Lucknow y Kolkata (Calcuta), en la India. «Fue entonces cuando la caja craneal diminuta empezó a cuadrar, porque las ballenas primitivas tenían el cráneo grande y el cerebro relativamente pequeño –recuerda el paleontólogo–. Empecé a pensar que esa criatura de cerebro minúsculo podía ser una ballena muy primitiva.»


Cuando en su laboratorio de Michigan separó el cráneo de la matriz de roca dura que lo envolvía, Gingerich halló en la base una pepita de hueso denso del tamaño de una uva, llamada ampolla auditiva, con una sinuosa cresta ósea denominada apófisis sigmoidea: dos rasgos anatómicos característicos de las ballenas, que les permiten oír bajo el agua. Sin embargo, el cráneo no presentaba otras adaptaciones que las ballenas actuales emplean para localizar la procedencia de los sonidos bajo las olas. La conclusión fue que el animal probablemente era semiacuático: pasaba gran parte del tiempo en aguas someras pero volvía a tierra para descansar y reproducirse.

El descubrimiento de esa ballena primitiva, a la que Gingerich llamó Pakicetus, hizo que el paleontólogo viera a los cetáceos con otros ojos. «Empezó a interesarme cada vez más la enorme transición ambiental realizada por las ballenas –recuerda–. Desde entonces, he dedicado todo mi tiempo a la búsqueda de las muchas formas transicionales de ese salto gigantesco de tierra firme al mar. Quiero encontrarlas todas.»

En la década de 1980, Gingerich centró su atención en Wadi Hitan. Con su esposa, la paleontóloga B. Holly Smith, y su colega de Michigan William Sanders, comenzó a buscar ballenas en formaciones unos diez millones de años más recientes que los estratos donde había encontrado a Pakicetus. El trío sacó a la luz esqueletos parciales de ballenas totalmente acuáticas, como Basilosaurus y la más pequeña Dorudon, de cinco metros. Estas especies tenían una ampolla auditiva grande y densa, así como otras adaptaciones para la audición bajo el agua; cuerpos alargados e hidrodinámicos, con una columna vertebral larga, y una cola musculosa que los impulsaba por el agua con poderosos movimientos verticales. Sus esqueletos aparecían por toda la zona. «Tras un breve período en Wadi Hitan crees ver ballenas por todas partes –dice Smith–. Cuando pasa algo más de tiempo, te das cuenta de que verdaderamente las estás viendo. Pronto comprendimos que no íbamos a poder sacarlas todas, así que empezamos a cartografiarlas y a excavar sólo las más prometedoras.»

Pero el equipo tuvo que esperar hasta 1989 para hallar el nexo de unión con los antepasados terrestres de las ballenas. Casi al final de la expedición, Gingerich estaba trabajando en un esqueleto de Basilosaurus cuando descubrió la primera rodilla conocida de ballena, en una pata situada en una parte de la columna vertebral mucho más abajo de lo que había supuesto. Ahora que los investigadores sabían dónde buscar las patas en la anatomía de estos animales, volvieron a varios de los lugares donde habían localizado ballenas y no tardaron en descubrir un fémur, una tibia, un peroné y un conglomerado óseo que formaba el pie y el tobillo de una ballena. El último día de la expedición, Smith encontró un juego completo de dedos finos de 2,5 centímetros de largo. «Saber que aquellos animales enormes, totalmente acuáticos, conservaban patas funcionales, con dedos, y comprender lo que eso significaba para la evolución de las ballenas fue abrumador», recuerda la paleontóloga.

Aunque no podían soportar el peso de Basilosaurus en tierra, aquellas patas no eran elementos simplemente vestigiales. Tenían inserciones para unos músculos robustos, así como una articulación funcional del tobillo y complejos mecanismos para bloquear la rodilla. Gingerich cree que quizá pudieron servir como estimuladores o guías durante la cópula.




"Saber que aquellos animales enormes, totalmente acuáticos, conservaban patas funcionales, con dedos, fue abrumador"

Hiciera lo que hiciese Basilosaurus con esas patas, dar con ellas fue la confirmación de que los antepasados de las ballenas caminaron, trotaron y galoparon por tierra firme. Pero su identidad continuaba siendo un enigma. Algunos rasgos esqueléticos de las ballenas arcaicas, en particular sus grandes molares triangulares, hacían pensar en los mesoníquidos, un grupo de ungulados carnívoros del eoceno. En la década de 1950 los inmunólogos habían observado ciertas características en la sangre de las ballenas que sugerían un parentesco con los artiodáctilos, orden al que pertenecen los cerdos, los ciervos, los camellos y otros ungulados con un número par de dedos en las patas. En los años noventa los biólogos moleculares que estudiaron el código genético de los cetáceos llegaron a la conclusión de que el pariente vivo más cercano de la ballena era un ungulado concreto: el hipopótamo.

Gingerich y otros paleontólogos confiaban más en las pruebas materiales aportadas por los huesos que en las comparaciones moleculares entre animales vivos. Creían que las ballenas descendían de los mesoníquidos. Pero para probar su teoría, Gingerich necesitaba encontrar un hueso en particular. El astrágalo, uno de los huesos del tobillo, es el elemento más distintivo del esqueleto artiodáctilo, por su inusual aspecto de doble polea, con acanaladuras claramente definidas en las superficies superior e inferior, como los surcos por donde pasa la cuerda de una polea. Esa configuración proporciona a los artiodáctilos mayor flexibilidad e impulso en el salto que la forma de polea simple observada en los otros cuadrúpedos. (Las ballenas vivas no le servían, porque no tienen astrágalos.)

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Continuara...
 
En Pakistán, en el año 2000, Gingerich vio finalmente el primer tobillo de ballena. Su estudiante de posgrado Iyad Zalmout encontró un fragmento de hueso acanalado entre los restos de una especie nueva de ballena de 47 millones de años de antigüedad, a la que posteriormente se denominó Artiocetus. Unos minutos después, el geólogo paquistaní Munir ul-Haq localizó un hueso similar en el mismo lugar.

Al principio Gingerich pensó que los dos huesos eran astrágalos de acanaladura simple procedentes de las patas izquierda y derecha del animal, lo que habría probado que estaba en lo cierto respecto al origen de las ballenas. Pero cuando los juntó, se dio cuenta de que eran ligeramente asimétricos. Mientras reflexionaba al respecto, manipulando los huesos como haría un aficionado a los rompecabezas con dos piezas problemáticas, ambos fragmentos encajaron de pronto a la perfección, formando un astrágalo de doble acanaladura. Después de todo, los científicos de laboratorio tenían razón.


Esa tarde de regreso al campamento, Gingerich y su equipo pasaron junto a unos niños que jugaban con astrágalos de cabra. (En diversas culturas, las tabas de artiodáctilos domésticos se utilizan en juegos y prácticas adivinatorias.) Zalmout les pidió uno y se lo dio a Gingerich, y el profesor se pasó horas observando el tobillo de ballena y el de cabra, advirtiendo las inequívocas similitudes. «Fue un hallazgo importante, pero trastocó mis ideas –dice Gingerich con una sonrisa irónica–. Aun así, pudimos saber de dónde venían las ballenas y comprobar que la teoría del hipopótamo no era ciencia ficción.»

Desde entonces, Gingerich y otros colegas han reconstruido la historia de las ballenas primitivas, diente a diente, dedo a dedo. Gingerich cree que los primeros cetáceos probablemente se parecían a los antracoterios, ramoneadores semejantes a un hipopótamo delgado que vivieron en ambientes pantanosos durante el eoceno. (Según otra teoría, las ballenas descenderían de un animal parecido a Indohyus, un artiodáctilo prehistórico parecido a un ciervo pero del tamaño de un mapache, que era parcialmente acuático.)

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