Un barcelonés en la capital argentina

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Un barcelonés en la capital argentina
El crítico literario de ‘La Vanguardia’ recuerda sus encuentros con escritores durante su estancia en Buenos Aires en los años setenta
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Una calle de Buenos Aires en los años setenta con el icónico obelisco al fondo (Foto Mario De Biasi/Getty Images)
J.A. Masoliver Ródenas
28/04/2019 00:15 Actualizado a 28/04/2019 00:35
Mi profunda relación con Buenos Aires empezó en Londres, mucho antes de viajar a Argentina. Durante mis dos años como lector de español en King’s College, me hice amigo de Jean Franco, directora de la sección de estudios latinoamericanos, auténtica pionera y máxima experta en la materia. A la hora de la comida íbamos con el profesor de portugués Luis Rebelo, probable pariente del actual presidente de Portugal, “comíamos” dos pintas de cerveza y ella hablaba de sus proyectos en el departamento, por donde pasaban tantos escritores latinoamericanos.

Londres estaba desplazando a París como centro de atracción. Fue así como conocí a Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, Antonio Cisneros y a tantos otros. Y estaban también los latinoamericanistas, Jason Wilson, uno de los grandes divulgadores de William Hudson; William Rowe, divulgador entre otros de Cisneros y Perlongher; y Nissa Torrents, colaboradora en las páginas de arte de La Vanguardia, viajera por excelencia y con la que coincidimos en varias ocasiones en Buenos Aires y la que más amigos reales e inventados tenía.


Era ineveitable que acabara viajando a Buenos Aires, como era inevitable que me sedujera de inmediato


Y estaban los que no pertenecían a la universidad, como el poeta Hugo Gola, al que reencontraría más tarde en México; a la intensa poeta Ana Calabrese, que tanto sufrió y tanto hizo sufrir; a Alejandro Manara, apacible autor de novelas tan buenas como anónimas. Cuando Jason Wilson pasó su año sabático en Buenos Aires, en su casa se alojó Oscar Masotta, un genio extravagante al que veíamos algunos domingos en el pub de mi barrio londinense, The Hand and Flower, y del que yo conocía su introducción a la obra de Lacan. Luego Jason me contó entre divertido y escandalizado como, entre otros desastres, Masotta pagaba las colillas en la lafombra y allí quedaban, en lo que yo llamé “el cenicero de Holmes Road”. Otro personaje singular pero sensato e inteligible era el capitán de marina mercante Ariel Canzani, que solía hacer escala en Londres, donde buscaba colaboradores para su revista Cormorán y Delfín, que acogía a distintos poetas a lo largo de su periplo marítimo.

Un largo trimestre sabático me permitió abrir la puerta que me iba a llevar a un Buenos Aires que yo ya había hecho mío. El prestigioso crítico argentino Enrique Pezzoni, excelente traductor y poseedor de un olfato muy fino como asesor literario de Editorial Sudamericana, dio una conferencia sobre Felisberto Hernández que me deslumbró. Si hay un Cupido para el amor, debería haber uno para la amistad. Acompañé a Pezzoni a que conociera Londres y como despedida le di una separata de unos poemas míos publicados en Papeles de Son Armadans que sé que le gustaron porque así me lo dijeron amigos suyos.

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El famoso Cafe Tortoni de Buenos Aires (Photo by Luis Davilla/Cover/Getty Images) (Luis Davilla / Getty)
Yo estaba casado entonces con una argentina, por lo que el viaje a Buenos Aires era inevitable. Como era inevitable que la ciudad y sus gentes me sedujeran, pese al mal momento por el que pasaba el país, en esta primera visita, bajo la dictadura de Videla. Estoy hablando de 1979. A diferencia de en España, donde nos alimentamos durante muchos años de chistes y chismes apocalípticos sobre el dictador, en Argentina dominaba la ley del silencio.

Me sorprendió lo precariamente que vivían muchos escritores y la dignidad con la que lo sobrellevaban. Había, sí, mucho valdanito, seductores por la palabra. Me deprimió ver cómo al finalizar el curso los estudiantes arrojaban por los balcones las libretas con sus apuntes de todo el año. Me producía ardor de estómago el vino que tomaba en el restaurante Pipo, y que allí se solía mezclar con agua. Y me irritaba que a los homosexuales los llamasen putos.


Vuelvo a sus novelas, lloro a tantos amigos perdidos y necesito imaginar que me reencuentro con ellos en el Tortoni o en el Florida Garden


El trío de amigos con el que con más frecuencia me reunía era con el cuentista y poeta tucumano Juan José Hernández, Enrique Pezzoni y el popularísimo Pepe Bianco. A Juan José le visitaba todas las semanas, siempre con la promesa de tomarnos una buena botella de vino, y acabábamos chupando mate hasta que yo lo veía todo verde. Me fascinaba la sensualidad de su poesía. Las visitas a la frugalísima casa de Bianco no prometían nada, pero, estrechamente relacionado con la revista Sur de Victoria Ocampo, su biblioteca estaba llena de joyas bibliográficas. Su frugalidad era tal que un día se presentó a uno de nuestros encuentros en zapatillas. Sí, en la italiana Buenos Aires, la ciudad de la elegancia por excelencia.

Pezzoni me puso en contacto con Héctor Libertella y con su esposa Tamara Kamenszain. Pasaba tardes enteras en su casa. Las novelas de Héctor rompían con todos los moldes y sólo ahora, después de su muerte, se ha reconocido su enorme talento literario. Tamara era una poeta originalísima, tan delicada como lo era la persona. Fue muy respetada desde muy joven. Su reciente El libro de Tamar (2018), historia de un encuentro y un desencuentro amoroso, publicado por Eterna Cadencia, me ha llevado a aquellos tiempos de plenitud y de enorme generosidad.

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La librería Clásica y Moderna, una de las más famosas de Buenos Aires, desde hace años también bar-restaurante (EFE/Cézaro De Luca) (Cézaro De Luca / EFE)
Y una enorme sorpresa me ha causado recibir los tres volúmenes de la Poesía Reunida de Arturo Carrera, editados por Adriana Hidalgo. A Carrera me lo presentó Ana Becciú, buena conocedora de la nueva poesía y de la que no he vuelto ni he querido volver a saber nada. Poeta realmente precoz al que se le conocía como Arturito, Carrera se presentaba siempre con cuatro o cinco poemas que me leía con un entusiasmo que resultaba incluso incómodo. Pero era realmente admirable su entrega en lo que estaba haciendo y todos sentíamos por él una gran simpatía. Su poesía está ahora entre lo más interesante que se publica en Argentina.

Los encuentros con los escritores se producían en muy diversos lugares. Como yo ya había entrado en contacto en Londres con Oscar Massotta y presenciado una de las actuaciones de Lacan, al que leía con entusiasmo sin entender mucho lo que decía, pronto entré en contacto con los lacanianos bonaerenses. Con el inevitable Germán García, del que huía como la peste, pero también con el entrañable Luis Gusmán, autor de una novela breve, El frasquito. Solía encontrarme con él en la librería Martín Fierro, donde trabajaba, como me encontraba con el poeta Héctor Yanover en la Librería Norte o con Nato Poblet, alma y corazón de Clásica y Moderna.


Los encuentros con los escritores se producían en muy diversos lugares, restaurantes, editoriales, redacciones o las emblemáticas librerías


Las editoriales eran también un acogedor lugar de encuentro. En Sudamericana, Pezzoni; en Ediciones Botella al Mar, con el prestigioso pintor español exiliado Luis Seoane y Alejandrina de Vescovi; o en la Fundación Argentina para la Poesía, donde su activo secretario Carlos Alberto Débole me obsequió con toda la valiosísima colección Poesía Argentina. A Antonio Requeni solía visitarlo en la redacción de La Prensa y a Vera Ocampo en la de La Opinión.

Hubo encuentros especialmente singulares con los poetas más interesantes de entonces y de ahora. Un día de resaca me encontré en un bar con Edgar Bayley. Yo pedí una menta poleo y él pidió lo mismo. Cuál no sería mi o nuestra sorpresa cuando ese mismo día fuimos con Alejandro Manara a casa de Enrique Molina, grande entre los grandes, y vaciamos varias botellas de vino. Sospecho que aquella menta poleo fue la primera y la última que tomó en su vida.

Edgar, cuando empezaron a salirle canas, se tiñó el bigote de verde. En realidad se llamaba Maldonado, hermano de Tomás Maldonado, escritor de novelas policíacas, y compañero de Inge Feltrinelli, a los que solía ver en Punta del Este con su hijo Carlo, como solía encontrarme con el actor y director de cine Sergio Renán. A Héctor Viel Temperley le conocí en su cama de enfermo, con la cabeza recién trepanada y vendada como Apollinaire, rodeado de admiradores y botellas de whisky. Hospital Británico me sigue deslumbrando.

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Entrada 'tematizadaa' en el metro bonaerense con motivo de la pasada Feria del Libro (.)
Y, por último, dos personas que me marcaron profundamente. Alberto Girri, poeta de la concisión dentro de la tradición sajona. Hablábamos continuamente –pues nos veíamos continuamente– de poesía y, como yo coleccionaba traducciones de Eliot y de Joyce, me regaló un manuscrito de una traducción suya de Eliot que ignoro si se llegó a publicar. En cuanto a Ricardo Piglia, fui a verles a su casa a él y a su entonces esposa, Josefina Ludmer. Nos reencontramos mucho más tarde en España, ya casado con Bebe Eguia y seguimos comunicándonos hasta muy poco antes de su muerte.

Una recuperación que se dio también con Bioy Casares, que no parecía recordar nuestro primer encuentro en una cena en Buenos Aires con Silvina Ocampo, y con el que tuvimos años más tarde un magnífico encuentro con Vila-Matas en El Escorial, que quedó registrado por él en las páginas de La Nación. Vuelvo a sus novelas, regreso al Buenos Aires de Marechal, de Borges o de Cortázar, lloro a tantos amigos perdidos, y necesito imaginar que me reencuentro con ellos en el Tortoni, el Florida Garden o leyendo en La Biela Buenos Aires: A Cultural History , de Jason Wilson, y luego dirigirme como los elefantes al apacible cementerio de la Recoleta, para que este cronista barcelonés pueda seguir conversando largamente con sus hermanos de Buenos Aires.

https://www.lavanguardia.com/cultur...5201/feria-libros-buenos-aires-argentina.html
 
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