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Sinopsis

Categoría
Clubs de Lectura
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Spanish (Spain)
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RECUERDO QUE ESTABA LLOVIENDO
(Intento de imitación de Steve Hanks con palabras)​


- Recuerdo que estaba lloviendo.

Recuerdo que estaba lloviendo y que el frío vivía en cada uno de los objetos que me rodeaban. El invierno había pasado vestido con sus colores oscuros, robando la escasa luz que perduraba del otoño, extendida su amplia capa donde se llevaba la vida de los arboles y el aroma de las ultimas flores. Era una tarde monótona y melancólica, donde las montañas aun se distinguían oscuras contra el cielo grisáceo, en la lejanía que siempre me pareció inalcanzable. No había nadie en la estación.

- No había nadie en la estación.

No había nadie en la estación y el tiempo pasaba con una laxitud exasperante. Quizás fue la lluvia siempre molesta o quizás fue el frío siempre pegajoso lo que impulso a las gentes a permanecer inmóviles en sus hogares, desamparadas en su aburrimiento. Durante todo el día, los trenes se habían sucedido con su horario monótono, parando en la estación por simple costumbre pero sin esperanza alguna, sin la alegría de un rencuentro ni la tristeza de una despedida. Me sorprendió verla llegar.

- Me sorprendió verla llegar.

Me sorprendió verla llegar y que su única compañía fuese la soledad siempre silenciosa. No había llanto en sus ojos por los momentos que dejaba tras de si, ni el deseo alegre ante el futuro de un nuevo principio, ni la esperanza jubilosa por el inicio de un viaje, ni la tristeza incensurable de una derrota. Solo vi en sus ojos el muro de protección de los que han sido heridos en muchas ocasiones, de los que no muestran una sonrisa o una lagrima, para evitar un arma para destruirles. Compro un billete a cualquier destino.

- Compro un billete a cualquier destino.

Compro un billete a cualquier destino y no demostró ningún interés por saber cual era. Lo guardo en su abrigo y me dio la espalda, mirando las añoradas montañas del horizonte, líneas ondulantes que todavía se recortaban en la luz de la tarde. Permanecía de pie, protegida en el pórtico de columnas de la estación de la llovizna que, por momentos, se mostraba como lluvia. Estaba de espaldas y no se si sus ojos contenían ilusión por la partida o melancolía por alejarse. No entro en la sala de espera.

- No entro en la sala de espera.

No entro en la sala de espera y la engreída lluvia la abrazo sin ninguna compasión. Cuando abandono el pórtico de la estación, dejo tras de si, con una displicencia seductora y femenina, un tenue perfume de aceites cítricos y un leve aroma de esencias florales, redondeado por la calidez de la sutil fragancia de la vainilla. Una mano buscaba el equilibrio entre el paraguas y la maleta sombrerero, mientras la otra arrastraba un baúl grande y misterioso, de brillantes herrajes. Se sentó sobre el baúl oscuro.

- Se sentó sobre el baúl oscuro.

Se sentó sobre el baúl oscuro y permaneció rodeada por el andén vacío y cubierto de charcos por el suelo ondulante. Eran pequeños espejos que reflejaban trazos de ella, imágenes que han perdurado hasta que el frágil sol de los días posteriores, las borro para siempre. Se protegía sin un interés especial con un paraguas y sus ojos miraban continuamente el punto lejano donde la distancia hace converger las vías. El agua de lluvia goteaba de su cabello.

- El agua de lluvia goteaba de su cabello.

El agua de lluvia goteaba de su cabello y lo decoraba con brillos acuosos y fugaces. No había impaciencia en ella, solo curiosidad por adivinar la llegada de un tren que, en la distancia, siempre es silencioso y diminuto. Recuerdo su gorra negra intentado contener un largo pelo que ondeaba al son marcado por el viento, a juego con un abrigo que dejaba ver sus piernas cuidadas y desnudas, extraña imagen en el frío de la tarde, y unos zapatos abiertos que no la alejaban del agua. Irradiaba serenidad rodeada por la lluvia.

- Irradiaba serenidad rodeada por la lluvia.

Irradiaba serenidad rodeada por la lluvia y su piel blanquecina brillaba en el gris del andén. Con el abrigo se cubrió los muslos en un vano intento por alejar el frío del invierno de sus piernas sin protección. Súbito y en la lejanía, aparecieron las luces amarillas y cálidas del tren, único punto acogedor en todo el paisaje de la tarde. Cuando subió al vagón, no miro atrás. Me gusta pensar que le esperarían unos brazos acogedores, un beso ardiente, una palabra de amor susurrada al oído. Recuerdo que estaba lloviendo.

- Recuerdo que estaba lloviendo.
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Lady_Isabeau
EL PRIMER DÍA DESPUÉS DEL INFIERNO


Ahora, en este instante relajado y apacible, cuando la noche duerme y las calles están desbordadas de serenidad, cuando una suave brisa limpia el aire y la tormenta furiosa solo se adivina en el horizonte, Rebeca comienza a sentir la laxitud de su cuerpo. Después de meses de infinita tensión, en esta oscuridad que la envuelve es cuando se permite el último recuerdo a su anterior vida, finalizada esa misma tarde.

No es capaz, por muchos intentos que realizase, de situar el día, ni la semana, ni tan siquiera el mes cuando comenzó el infierno. Vagamente, como quien adivina una amenazante figura a través de una densa niebla, como quien sabe de un acechante peligro que no puede identificar, recuerda aquella pequeña hinchazón en su pecho derecho, en una de sus rutinarias y matinales duchas. No obstante, la rapidez de su vida laboral, los compromisos en exceso adquiridos, el frenesí de su cotidianeidad le hizo olvidar rápidamente. Todas las mañanas, cuando el agua recorría su piel y en el habitual acto de enjabonarse reparaba de nuevo en él, se prometía encontrar un momento para dedicarle más tiempo. Era plenamente consciente de la anormalidad de ese absceso, de su extraño enrojecimiento, de su extrema dureza, pero, aunque ocasionalmente un ligero vértigo aliado con temor le recorría las entrañas, encontraba muchos escudos detrás de los cuales esconder sus miedos, quizás un grano imprevisto, quizás alguna reacción a la ropa interior, quizás…

El infierno se incidió de la forma más vulgar posible. Una tarde cualquiera, un momento de relajación con unas cálidas amigas, un aromático café en una cafetería con apacible música de fondo, un comentario dicho al azar sin mayor trascendencia. Mas para conseguir retomar la rutina de su vida diaria y escapar del continuo asedio de sus amigas, accedió a un visita rápida al médico de la cual no esperaba más que una pérdida de tiempo, pero que, en realidad, su dilación había sido un miedo a esos fantasmas que la acechaban en el fondo de su pánico, a ese diagnóstico que supondría sumergirse en una vorágine de cambios, en un torbellino de alteraciones, en la posibilidad de enfrentarse a un fin cercano, al miedo ancestral a una palabra maldita.

El resultado de las pruebas fue demoledor. Aún recuerda las palabras sin emoción del médico, pero sintiéndolas como una película de la cual solo era espectadora ocasional, como una conversación escuchada entre dos desconocidos en un autobús. El cáncer crecía dentro de ella. Añoraba sus proyectos que se derrumbaban, sus ilusiones de futuro que se deshacían. Los cambios de humor eran continuos e incontrolables, de la tristeza más profunda pasaba a la ira sin fundamento, de las lágrimas apesadumbradas a la ignorancia más absoluta de su enfermedad, del ostracismo inviolable a la negación de cualquier anomalía en su cuerpo.

Con el lento transcurrir del tiempo, aprendió a convivir con su enemigo y termino aceptando la única salida que le ofrecieron, perder una parte de su cuerpo para salvar el resto de su vida. En el quirófano sentía su desnudez, su fragilidad, su vulnerabilidad debajo de la sabana. Unos segundos antes de la anestesia, se acercó una mujer, le acaricia el pelo con la suavidad del aleteo de una mariposa y le dijo: “todo irá bien”. Fueron las últimas palabras antes de dormirse y las primeras a las que se atenazo su mente al despertarse. “Todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien…” se repetía con firmeza y monotonía, se aferraba a esas palabras como la oración de un creyente que se siente abandonado por sus dios, como la última salida del desesperado perdido en un laberinto de locura, como el náufrago que solo divisa un mar infinito.

Las meses siguientes fueron la rutina de las visitas diarias a ese imponente edificio, tan frío y altivo, orgulloso. Esos pasillos sin final, desbordados de gente hablando de temas banales. Tan cerca y tan lejos, tan rodeada de gente y tan aislada en su mundo.

Y, por fin, en la mañana del día que había finalizado hacia solo unas horas, llegaron las ansiadas palabras, las dulces palabras, las deseadas palabras, el último de los soldados enviados por la muerte había sido derrotado, la última de las células del monstruo que obligo a amputarle el pecho derecho había sido exterminada. “Todo ha ido bien” repitió la misma médico que la había operado.

El día comienza a nacer, imprevistamente, en la lejanía del horizonte. Primero de forma tímida y, después, con la arrogancia propia de quien se sabe bello, el sol dibuja el alba sobre el cielo con sus amarillos cálidos, rojos intensos y naranjas apacibles. Cuando Rebeca siente la calidez de los primeros rayos en su rostro, cierra los ojos y solo tiene un pensamiento: “Hoy es el primer día después del infierno”.
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