Una historia de la sexualidad (y II)

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Una historia de la sexualidad (y II)
Publicado por Jose Serralvo
Viene de la primera parte.

¿Qué puedo contarles yo de los antiguos griegos que ustedes no sepan? Seguro que ya han escuchado más de una vez que los griegos se comportaban como unos auténticos pervertidos, en el más puro sentido freudiano del término. Pues bien, veamos qué hay de cierto en esto.

Lo primero que Foucault nos dice es que los griegos eran, en lo referente a la moral sexual, mucho más majetes que los cristianos. (Si tienen quejas a este respecto, por favor no me las endiñen a mí al final del artículo: diríjanselas directamente a monsieur Daniel Defert, compañero y legatario de Foucault). Según Foucault, el cristianismo habría asociado el acto sexual «con el mal, el pecado, la caída, la muerte, mientras que la Antigüedad lo habría dotado de significaciones positivas».

Para los griegos, los desajustes respecto a la moral sexual estándar no se consideraban, en sí mismos, un problema. En general, la conducta sexual no solía ser, contrariamente a lo que ocurre desde hace siglos en el Occidente cristiano, objeto ni de escándalos ni de disgustos. Desde luego, ayudó mucho el hecho de que en la antigua Grecia, salvo un par de pitonisas aspirando gases tóxicos entre las grietas de la montaña, no existía una casta sacerdotal preocupada por adoctrinar a sus creyentes acerca de lo que «estaba permitido o prohibido, o era normal o anormal». En mi opinión, aunque Foucault no lo mencione, también tuvo que ayudar bastante el hecho de que los propios dioses griegos fuesen acreedores de unas costumbres de lo más disolutas. Piensen ustedes en la cantidad de ocasiones en que Zeus, el mandamás del Olimpo, se saltó a la torera la fidelidad conyugal —a veces literalmente, como cuando se transformó en toro blanco para raptar a la hermosa Europa—.

Además, como nos recuerda Foucault constantemente, la moral sexual de la época, cuyas reglas eran normalmente enunciadas por los filósofos, solo tenía como objetivo establecer la conducta del «hombre ideal». No constreñía a todo el mundo. No era, como en el cristianismo, una norma general de conducta que todos debían seguir. Y, ciertamente, no había un Dios dentro de la cabeza de los griegos asegurándose de que sus pensamientos eran puros en todo momento, ni un cura en el confesionario esperando a que fuese usted a contarle qué pensamientos impuros había albergado, con qué frecuencia y dónde andaba su mano diestra —o zurda, según el caso— mientras los susodichos pensamientos fluían por su imaginación.

Una vez aclarado que la moral sexual cristiana no ha de servirnos como referencia para entender la (in)trascendencia de la moral sexual griega, toca responder a la siguiente pregunta: ¿en qué consistía esta última?

Básicamente, el precepto primordial era que un ciudadano adulto y libre, o sea, alguien que no era ni mujer, ni niño, ni adolescente, ni esclavo, podía hacer poco más o menos lo que le viniese en gana. Solo había dos cositas que no estaban muy bien vistas: el exceso y la pasividad.

El problema en relación al exceso es bastante singular. Para los griegos, los placeres más elevados eran aquellos vinculados a la vista y al oído, porque eran precisamente los que diferenciaban a los seres humanos de los animales. Todo lo que implicase una satisfacción personal a través de la estimulación corporal, o bien a través de un roce con la garganta —i. e. comida y bebida—, era considerado de carácter inferior. Entre otras cosas, porque la búsqueda de esta clase de placeres coartaba la libertad del individuo. Diógenes decía que los esclavos servían a sus dueños, mientras que los inmorales hacían lo propio con sus deseos. Además de eso, como señala Platón (en una explicación que es digna del mismísimo Don Gregorio), había también razones médicas que apuntalaban la inmoralidad de los excesos:

La lujuria debe tomarse como efecto de una enfermedad del cuerpo (…) el esperma, en lugar de seguir encerrado en la médula y en su armadura ósea, se habría desbordado y puesto a fluir por todo el cuerpo.

Viendo el currículum vítae de Zeus, la bisexualidad de Dionisio o las infidelidades de Afrodita —quien, pese a estar casada con el pobrecito de Hefesto, no dudaba en alternar en su lecho al hermoso Adonis y al aguerrido Ares—, es más que legítimo dudar acerca de la importancia de la templanza en la moral sexual griega. En todo caso, puedo asegurarles que si el grado de constreñimiento de la moral sexual cristiana se aplicase al panteón griego, al menos el 80 % de los dioses olímpicos no vivirían en el Olimpo, sino en el Hades —i. e. el infierno.

El segundo tabú de la moral griega era ser pasivo. Probablemente más que ninguna otra cultura, los griegos concebían las relaciones sexuales como una prolongación de las relaciones sociales. De modo que:

Así como, en la casa, es el hombre el que manda; así como, en la ciudad, no está ni en los esclavos ni en los niños ni en las mujeres ejercer el poder, sino en los hombres y solo en ellos, igualmente cada quien debe hacer valer sobre sí mismo sus cualidades de hombre [en la cama] (…) Ser activo, en relación con quien por naturaleza es pasivo y debe seguir siéndolo.

Tanto fanatismo existía en relación con el tema de la pasividad sexual que si un hombre libre permitía que otro individuo le penetrase quedaba inmediatamente incapacitado para el ejercicio de funciones públicas. «Cuando en el juego de las relaciones de placer se desempeña el papel del dominado, no es válido ocupar el lugar del dominante en el juego de la actividad cívica y política».

En realidad, lo que de verdad molestaba a los griegos era que alguien se saliese del rol que tenía asignado. Esa era la razón por la que el lesbianismo estaba tan mal visto en Grecia. Se asumía que si dos mujeres llegaban a mantener relaciones —algo que seguramente ni siquiera llegó a ocurrir en el caso de la poetisa Safo de Mitilene, quien probablemente se limitó a un desahogo lírico de sus amoríos homosexuales— una de ellas tenía que ejercer el papel activo, penetrar a la otra de alguna forma, dominarla. Y esto, como ya habrán imaginado, estaba muy pero que muy mal visto. Como contraargumento a tanto sinsentido, ustedes podrían aducir que una mujer puede acostarse con otra mujer sin que ninguna de las dos recurra a la penetración. Y lo mismo con respecto a dos hombres. Otra posibilidad sería que ambos se penetren por turnos. Pero lo cierto es que, como apunta Jesse Bering en Perv, la idea de la versatilidad —tanto práctica como teórica— en el interior de las parejas homosexuales es bastante reciente.

Antes de pasar a los romanos, hay que dedicarle unas líneas al tema de las relaciones con los «muchachos» (no intento escudarme en eufemismos, es la palabra que emplea Foucault: l’amour des garçons). Para los griegos, por aberrante que nos parezca, la relación entre un hombre y un muchacho constituía el vínculo más puro y perfecto. El adulto, el erasta («amante»), no solo persigue al muchacho, el erómeno («amado»), con ardor e insistencia, sino que, si consigue llamar su atención, le colma de regalos y le instruye en los quehaceres de la ciudadanía. A cambio, el erasta adquiere derechos (sexuales) sobre el erómeno.

En la Grecia del siglo IV a. C. uno no se casaba por amor. Las uniones entre un hombre y una mujer perseguían intereses políticos y económicos. Se trataba, ante todo, de asegurar la correcta perpetuación de las élites. En este sentido, el marido no tenía demasiadas obligaciones para con su esposa. Como hemos adelantado, podía acostarse con quien quisiese. La única prohibición verdaderamente vinculante era la de seducir a otra mujer casada. Y lamento tener que informarles de que esta restricción no pretendía salvaguardar el honor de la mujer casada, sino el del esposo de esta, al que se le consideraba su dueño.

Con esto último en mente, es un poco más fácil entender (ojo: he dicho entender, no justificar) la pasión que los griegos sentían por los muchachos. Resumiendo mucho la cuestión, puede afirmarse que la relación entre un hombre y su esposa siempre tenía un componente sexual, pero no era necesario —aunque ocurriese a menudo— que tuviese también un componente erótico; por el contrario, las relaciones entre un erasta y un erómenoeran siempre de carácter erótico, con lo que esto implica.

Por no dejar la imagen de los griegos tan por los suelos, me permito aclararles que, pese a su fama, no eran un pueblo de pederastas, sino de efebófilos. Es decir, que no practicaban s*x* con niños —lo cual estaba prohibido por ley—, sino con adolescentes. En concreto, los griegos se interesaban por los muchachos durante el breve período que media entre el umbral de la pubertad y «las primeras muestras de barba». Mantener esta relación después de la adolescencia, o sea, cuando el muchacho se convertía, a su vez, en un hombre libre, era considerado inadecuado tanto para el erasta como para el erómeno.

En todo caso, como lo indica Foucault, los adultos no ejercían sobre los muchachos ningún poder estatutario. El erómeno era «libre de hacer su elección, de aceptar o rechazar, de preferir o de decidir». No cabe duda de que, en este contexto, hablar de «elección» resulta cuando menos sospechoso. Aunque tampoco seré yo quien ponga en duda que, tal vez, un adolescente griego de entre catorce y dieciséis años tenía más margen de maniobra que una joven colona británica en el siglo XVI: quizás se sorprendan ustedes si les digo que, por aquel entonces, en los asentamientos ingleses de Norteamérica la edad de «consentimiento» de las niñas era de tan solo diez añitos.

Para concluir, quédense con esta idea: los griegos no eran unos santos: se burlaban de la igualdad de la mujer, se acostaban con adolescentes y usaban a los esclavos como si fuesen muñecas hinchables. Lo que hacía que los griegos fuesen distintos a los cristianos no era que su moral sexual fuese mejor, sino sencillamente que no estaba vinculada a la idea del mal. Voy a darles un último ejemplo: los griegos creían que los excesos de placer —i. e. la falta de templanza de la que hablábamos antes— eran perjudiciales para los ojos y la espalda, «que son alcanzados de manera destacada, ya sea porque contribuyen al acto más que los demás órganos o porque el exceso de calor produce en ellos una licuefacción». Pues bien, esto no es muy diferente de lo que me decía mi abuela cuando pensaba que cometía actos impuros con mi propio cuerpo: «Niño, no te toques que te vas a quedar ciego», «Niño, no te toques que se te derrite el cerebro». Cuando un día me senté junto a mi abuela, que nació a comienzos de la Segunda República, y le pregunté de dónde se había sacado aquellas ideas, me dijo que las contaba un cura de Jerez cuando ella era joven. (Esta anécdota es real). Como ven, a la hora de decir tonterías los griegos y los cristianos no siempre son tan diferentes: ojos/espalda v. ojos/cerebro. Y, por su puesto, nadie lo pone en duda, Dios me valga, en algunas cosas los griegos eran mucho peor que los cristianos. Lo que realmente les diferencia es que, en el caso de los griegos, uno se daba un masaje de espalda después del coito y se quedaba tan pancho. En el caso de los cristianos, en cambio, uno primero se queda ciego y luego va al Infierno por ello. Encima de cabrón, apaleado.

La inquietud de sí

En el tercer tomo de su trilogía, Foucault se centra en las prácticas sexuales de los romanos. Específicamente, en torno a los siglos I y II de nuestra era. Primero voy a exponerles lo que no cambió respecto a los griegos del siglo IV a. C., y luego aquello que cambió radicalmente.

Lo que no cambió es que los romanos seguían usando a los esclavos como muñecas hinchables, se masturbaban con total tranquilidad y podían tener relaciones sexuales con otros hombres. Ser el polo pasivo de una pareja de varones homosexuales seguía viéndose como algo despectivo, pero sin melodramas. Tampoco cambió la «repulsión» hacia «las relaciones entre mujeres y, sobre todo, [hacia la] usurpación por una de ellas del papel masculino».

Si entre la época griega y la romana hay una mudanza en las costumbres que, a nuestros efectos, merece ser analizada, es sin duda la de la nueva importancia concedida al matrimonio. Como ya apuntamos, para los griegos la unión entre un hombre y una mujer cumplía, ante todo, una finalidad político-económica. Dicha unión se circunscribía claramente a la esfera de lo privado y solo afectaba, en esencia, a las familias de los cónyuges. En Roma, por el contrario, el matrimonio fue convirtiéndose poco a poco en una institución cívica. «Ya sea por medio de un funcionario o de un sacerdote, es siempre la ciudad entera la que sanciona el matrimonio». Como consecuencia, la conducta de los esposos comienza a ser fiscalizada a través de mecanismos públicos. Un ejemplo es la ley de adulteriis, que permite condenar por adulterio a la mujer casada que se acuesta con un hombre (casado o no) y al hombre casado que se acuesta con una mujer casada. En términos morales, tal y como subraya Foucault, esta ley no supone un cambio respecto a las costumbres helenas: las esposas griegas tampoco podían tener relaciones sexuales con nadie, mientras que los esposos podían acostarse con quien quisiesen, excepto con la mujer de otro hombre (pues se consideraba una afrenta hacia este último). Por lo tanto, lo interesante de la ley de adulteriis no es la regla que establece, sino la sanción que prescribe. En el siglo V a. C. el asunto se habría resuelto en el seno de la familia, intramuros. Ahora se dirime por un juez, de forma oficial y de acuerdo con una serie de formalidades administrativas que conciernen a todos los ciudadanos.

Poco a poco, empezó a ocurrir lo impensable: se formalizaron parejas por el mutuo acuerdo de un hombre y una mujer, sin previo consentimiento del padre de esta. Así, el matrimonio fue convirtiéndose en una institución más libre y, por consiguiente, más igualitaria. Mientras que un contrato matrimonial del siglo V a. C. hubiese exigido al marido, a lo sumo, que mantuviese a la concubina fuera de casa, que no le pegase a la esposa o que no tuviese hijos bastardos, en el siglo II d. C. era corriente encontrar cláusulas que especificasen «la prohibición de tener una amante, o un querido, o de poseer otra casa».

Curiosamente, los pensadores de esta época dedicaron una inmensa cantidad de energía a teorizar sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio. No pude evitar una sonrisa cuando llegué a la parte en la que Foucault explica que los epicúreos y los cínicos eran contrarios a esta institución, mientras que los estoicos se mostraban más bien favorables. Me recordó a una vieja viñeta de The New Yorker —políticamente incorrecta.

En fin, el caso es que en el siglo II de nuestra era, el nuevo rango concedido al vínculo matrimonial cambiará para siempre los contornos de la moral sexual. Dos prácticas se verán especialmente afectadas. La primera es la del s*x* con los muchachos. Aunque no desaparece, los romanos lo verán cada vez con mayor suspicacia. En Los amores, un texto atribuido a Luciano, el protagonista, un tal Teomnesto, se cuestiona sobre qué amor es más valioso: el de las mujeres o el de los jóvenes. (Teomnesto admite sufrir de ambos). La conclusión del autor, efebófilo convencido, es que el vínculo que une a un hombre y un muchacho es el más puro de todos. Sin embargo, la obra no deja de reflejar el aumento de la problematización moral de este asunto, tendencia que, en pocos siglos, acabará censurando por completo esta vieja costumbre. En segundo lugar, como ya se intuía en los párrafos precedentes, las relaciones fuera del matrimonio empiezan a perfilarse como una práctica reprobable.

Musonio Rufo, un filósofo contemporáneo de Nerón, fue uno de los más fervientes defensores de circunscribir toda relación sexual al ámbito del matrimonio. En relación con esta cuestión, Musonio va mucho más allá que cualquier otro pensador de su época. No contento con prohibir el adulterio, condena también las relaciones prematrimoniales y los métodos contraceptivos. Según Musonio Rufo, la contracepción pone en peligro a la ciudad —que necesita una población— y a la familia —que requiere tener descendencia—, además de atentar contra la voluntad de los dioses: «¿Cómo no pecaríamos contra nuestros dioses ancestrales y contra Júpiter, protector de la familia, cuando hacemos semejantes cosas?».

Doscientos años más tarde, estas ideas serían retomadas por San Clemente de Alejandría en su obra El pedagogo. Y luego, entre los siglos IV y V d. C., por San Agustín, a quien se le ocurrió la brillantísima idea de decir que derramar la simiente masculina fuera del coito equivalía poco más o menos que a un asesinato. Ya conocen ustedes el resto de la historia: nada de tocamientos en la edad infantil, nada de usar preservativos, etc.

Una conclusión, de las muchas que podrían sacarse

Hasta aquí llega la Historia de la sexualidad de Foucault. A la muerte del filósofo francés, el manuscrito del cuarto tomo de su obra, titulado Confesiones de la carne, estaba prácticamente acabado. Desafortunadamente, las restricciones impuestas por el propio Foucault en su testamento impidieron la publicación de este volumen, consagrado íntegramente a la moral sexual en la Pastoral cristiana —i. e. precisamente el tema con que el autor nos azuza la curiosidad desde la mismísima introducción.

Pese a sus interminables divagaciones, pese a su carácter incompleto, e inclusive pese a su ambigüedad, esta obra de Foucault posee un mérito indudable, a saber, el haber demostrado que la sexualidad es, por encima de todo, un producto social de cada época. Los griegos no se acostaban con muchachos porque fuesen unos monstruos. Lo hacían simplemente porque, por incomprensible que nos parezca, para ellos esta forma de amor era prueba del más alto refinamiento. Y si a alguien se le ocurría decirle a un griego que acostarse con muchachos iba en contra de la naturaleza, porque era algo que no hacían ni los osos ni los leones, el filósofo de turno le respondería, con razón o sin ella, que ni los osos ni los leones cocinan sus alimentos, edifican viviendas más allá de sus cuevas o se visten con sedas perfumadas.

Ahora bien, si la sexualidad humana no es más que un fenómeno cultural, no biológico sino sociológico, tanto a nivel individual como colectivo, articulado por múltiples discursos de poder, el Estado, la familia, la economía política, la religión, la medicina, ¿cuál es la moral que debemos adoptar ante sus diversas manifestaciones? Por falta de espacio, pues hasta los osados lectores de Jot Down tienen sus límites, me ceñiré a citar una vez más a Jesse Bering, autor de Perv, con el que estoy, al menos en este punto, bastante de acuerdo. Bering escribe lo siguiente:

El único aspecto importante a la hora de ponderar lo que resulta o no resulta sexualmente apropiado es la cuestión del daño. Cualquier desviación respecto a la media poblacional es útil a la hora de recordarnos la amplia panoplia de la diversidad erótica, pero, tal y como hemos visto, la cuestión de qué puede considerarse «norma»¯ o «natural» está tan hueca como un dedal cuando se trata de guiarnos acerca de nuestro propio comportamiento (…) Lo normal no es más que una cifra. Y se trata de una cifra sin ningún valor moral inherente.

Sería interesante añadir unas cuantas palabras sobre qué aspectos de la moral sexual individual pueden considerarse dañinos para otra persona. Les adelanto que, cuando se trata de cualquier práctica que involucre a dos adultos que consienten en el pleno ejercicio de sus facultades, para mí, y espero que también para ustedes, no hay (casi) ningún límite. En todo caso, me veo en la necesidad de citar una vez más al bueno de Michael Ende: esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Fotografía de portada: Mesalina, Eugène Cyrille Brunet, 1884. Musée des beaux-arts de Rennes / Caroline Léna Becker (CC)
http://www.jotdown.es/2014/03/una-historia-de-la-sexualidad-y-ii/
 
Última edición por un moderador:
Siempre me pareció curioso que la edad antigua era mas aperturista en el s*x* (ya que los romanos cometían incesto,los griegos pederastia ,orgías a gogó) ,y hoy en dia la sexualidad aún sea un tabú,creo que la religión católica(cosa que ellos no cumplieron por que muchos curas tenían la modalidad de concubinato es decir vivir bajo el mismo techo sin casarse,,hijos cuando debían mantener celibato...,) influenció mucho en la sociedad(monogamia,prostit*ción como "mal necesario",el s*x* solo para procrear)
@Serendi gracias por subirlo un tema realmente interesante!
 
Lo que hacen las mujeres antes de tener s*x* que pone en riesgo su salud
Hay ciertos hábitos que mantienen la mayoría de las féminas y que puede causarles problemas en su vagina

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Lo que hacen las mujeres antes de tener s*x* que pone en riesgo su salud Tofros.com
MARÍA PALMERO
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PUBLICADO 18.02.2019 - 19:11ACTUALIZADO18.2.2019 - 19:15

Las mujeres deben tener cuidado a la hora de mantener relaciones sexuales. Aparte de lo obvio (uso de preservativos, etc.) han de ser precavidas con lo que hacen antes de tener s*x*, ya que pueden poner en riesgo su salud.

La mitad de los millennials españoles tiene s*x* con sus amigos, según un estudioLa mitad de los millennials españoles tiene s*x* con sus amigos, según un estudio
"Ellas suelen suelen cuidar mucho sus uñas, cabello y piel pero dejan de lado su salud íntima, y debería ser su prioridad número uno", señala la experta en sexología Stephanie Taylor a 'The Sun'.

Y es cierto. Recogemos, a continuación, las cuatro cosas que hacen las mujeres antes de mantener relaciones y que ponen en riesgo su salud.

1) Orinar antes de tener s*x*
Hay muchos mitos sexuales, pero este no es uno de ellos. Orinar antes de tener s*x* es muy peligroso, ya que se podría hacer que ella desarrollase cistitis, una enfermedad del tracto urinario.

La infección suele aparecer en un periodo de entre 24 y 48 horas tras el coito. Más del 80% de los casos en los que aparecen enfermedades del tracto urinario lo hacen por la bacteria Escherichia coli (E.Coli), que se encuentra en el organismo de las mujeres.

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Orinar antes del s*x*, peligroso Tim Mossholder
El acto sexual favorece la entrada de las bacterias de la propia mujer en su uretra. De hecho, esta es la causa número uno de infecciones poscoitales del tracto urinario, conocido también como cistitis de luna de miel".

Por todo ello, las mujeres deberían orinar después de tener s*x*. "Vaciar la vejiga al instante elimina cualquier bacteria que haya en la vagina y en el tracto urinario, reduciendo el riesgo de contraer una infección del tracto urinari", detalla Taylor.

2) Usar tanga
Aunque el tanga cada vez está más pasado de moda, lo cierto es que muchas mujeres siguen llevándolo. Y no es lo más saludable para la vagina.

Por lo general, la tira es ajustada y se mueve hacia adelante y hacia atrás a lo largo del día, lo que puede contribuir a contraer una enfermedad del tracto urinario", señala Taylor.

¿Lo mejor? Ropa interior de algodón para que todo transpire y esté sano. No hace falta que ellas se compren 'bragas de abuela', pues están las brasileñas, por ejemplo, que son cómodas a la par que sexies.

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Mejor, braguitas Tofros.com
3) Depilarse o afeitarse sus partes íntimas
Alrededor del 84 por ciento de las mujeres se afeitan sus partes íntimas, y el 50 por ciento se deshace completamente de todo el vello, depilándose.

Aunque algunas mujeres afirman que se sienten más limpias con menos pelo en su región púbica, este vello tiene beneficios para la salud. Donde hay pelo hay alegría, que se suele decir.

"Protege de bacterias e infecciones como la foliculitis, absorbe el sudor y actúa como un amortiguador contra la fricción", apunta Taylor.

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Donde hay pelo hay alegría Evelyn
4) No beber agua
No beber agua puede ser muy peligroso para la vagina de las mujeres. "Si está deshidratada, más seca estará ahí abajo, lo que podría provocar problemas como una infección, picazón o ardor".

Taylor aconseja tomar de dos a tres litros por día. Beber agua también es muy importante para evitar la retención de líquidos.

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Beber agua es esencial para mantener una vagina sana Daria Shevtsova
Y esto es todo. Cuidadito con lo mencionado anteriormente, lectoras.

https://www.vozpopuli.com/bienestar/mujeres-s*x*-hacen-riesgo-salud_0_1219679076.html
 
Amor barroco, s*x* rococó
Publicado por Álvaro Corazón Rural
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L’amore frivolo, Nicolas Lavreince, ca.1780 .
¡A follxx todo el mundo! —permitió entonces el regente, harto y cansado.

Como contamos hace unos años a raíz del extraordinario ensayo de Elizabeth Roudinesco Nuestro lado oscuro (Anagrama. 2009), con la Revolución francesa la burguesía echó mano del higienismo para promover un tipo de sexualidad que sería eminentemente romántica. Atrás debían quedar todos los imaginativos excesos sexuales cometidos por la aristocracia en sus palacios impenetrables. Había llegado lo racional, que aplicado al s*x*, un impulso ciertamente animal, abrió una nueva etapa de represión.

Si tomamos como ejemplo un pequeño extracto de Sade que citaba la filósofa francesa, podemos apreciar someramente el nivel al que había llegado la fiesta de la nobleza en el último par de siglos:

El libertino deberá disfrutar de ellas inventando hasta el infinito el gran espectáculo de las posturas más irrepresentables. Deberá encular al pavo y cortarle el cuello en el momento de la eyaculación, luego acariciar los dos sexos del hermafrodita, arreglándoselas para tener entre la nariz el culo de la vieja mientras esta defeca y en su propio culo al eunuco follándolo. Tendrá que pasar del culo de la cabra al culo de una mujer, luego al culo del niño mientras otra mujer le secciona el cuello al pequeño. Me follé al mono, de nuevo al dogo pero por el culo, al hermafrodita, al eunuco, a los dos italianos, al consolador de Olympe: todos los demás me masturbaron, me lamieron y salí de tan nuevas y singulares orgías tras diez horas de los más estimulantes goces.

No sé ustedes, pero yo leo estas cosas y me entran ganas de haber estado allí a ver si la creatividad de Sade tenía base en la sociedad que habitaba, la cual ha sido erotizada hasta la extenuación en la imaginación contemporánea. Para satisfacer algunas de estas dudas podemos consultar un libro que salió hace un par de años, Una historia erótica de Versalles, de Michel Vergé-Franceschi y Anna Moretti (Siruela, 2017).

El capítulo relativo a la época que nos interesa comienza recordando el estribillo de una canción popular de 1701 entonada a la muerte de Felipe, duque de Orleans. Decía así: «Felipe ha muerto con la botellla en la mano. / El proverbio que dice que el hombre muere como ha vivido / es muy poco cierto. / Él nos muestra todo lo contrario, / Porque si hubiera muerto como vivió, / habría muerto con un pexx en el culo».

Durante su célebre regencia, un amigo suyo de la infancia, el abate de Choisy, dejó su huella en los textos de la época. Era un cura al que le gustaron los hombres y las mujeres y que le encantaba travestirse. También Ninon de L’Enclos, dama que a los setenta y cuatro años se acostaba con los hombres de dos en dos «porque el tiempo empezaba a apremiarla y veía que era necesario tomar los bocados de dos en dos». Esas eran las celebrities.

El duque solo era un homosexual, como muchos había en la corte y en una situación de discreción, pero con tolerancia y aceptación entre la aristocracia. Entre aquella nobleza la bisexualidad era habitual. Aquello se llamaba «el vicio italiano». Según testimonios de la cuñada de Luis XIV, en 1701, «se ocultan todo lo que pueden para no ofender al vulgo. [Pero] entre gente de calidad se habla de ello abiertamente. Estiman que es una gentileza y no se cansan de decir que, desde Sodoma y Gomorra, nuestro Señor no ha vuelto a castigar a nadie por ese motivo».

Durante esta maravillosa regencia el ambiente de las fiestas que se organizaron en Vesalles se puede percibir por muchos testimonios, como este del duque Saint-Simon:

Las cenas del regente eran siempre con compañías muy extrañas: con sus amantes, a veces con jovencitas de la Ópera, a menudo con la duquesa de Berry, algunas señoras de dudosa virtud y algunas gentes sin apellido, pero que brillaban por su ingenio y su libertinaje (…). [Se veía allí]una libertad que era licencia desenfrenada. Las galanterías pasadas y presentes de la corte y de la ciudad (…), no faltaba nada ni nadie […]. Se bebía mucho, el mejor vino; se acaloraban, se decían palabras soeces a voz en grito, impiedades cada vez mayores, y cuando ya habían hecho ruido y estaban bien ebrios, iban a acostarse y volvían a empezar al día siguiente (…) Todo el mundo está desnudo. Hasta la hoja de vid está prohibida en estas bacanales. Todos hacen el amor. Todos se acuestan con todos. Las parejas se intercambian alegremente.

Entre esta jet destacaba un personaje: María Luisa Isabel de Orleans, apodada Joufflote «rellenita». Era la hija del regente. Las coplas populares la convirtieron en amante de su padre. Era bien conocida del populacho, pues se hacía anunciar con trompetas cuando paseaba por París. De niña había posado desnuda para su padre. Cuando se estableció en el palacio de Luxemburgo su comportamiento escandaloso llevó a Voltaire a referirse a ella como «esa Mesalina», por lo que fue encarcelado en la Bastilla en 1717 y bien le estuvo, por cotilla. En su propia clase social se la veía como «alta hasta la locura, baja hasta la última indecencia». Cuando murió, con solo veinticuatro años, Moufle d’Angerville, escribió que su padre «lloró su muerte más como amante desesperado que como un padre afligido».

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Jeune femme à sa toilette, de Nicolas Lavreince, ca.1780. Cubierta de Una historia erótica de Versalles.
Más adelante, otra trayectoria destacada fue la de Jeanne-Antoinette Poisson, la marquesa de Pompadour, apodada en vida «la primera put* de Francia» o «Ramera subalterna» en las coplas populares. Mientras el rey la colmaba de regalos el pueblo encrudecía sus sátiras sobre ella. El rey le obsequió con el palacio de Crécy, seis hectáreas en Versalles, el palacio de la Celle, el palacete de Évreux —que es el actual palacio del Elíseo—, el palacio de Menars y la tierra de Nozieux. Su mérito: simplemente disfrazarse para el rey de todas sus fantasías: criada, soldado, granjero, oriental…

Antes, en el Vaticano, según cuenta Enric Frattini en Los papas y el s*x* (Espasa, 2011) había también una mujer al nivel de Jeanne-Antoinette. Era el caso de Olimpia Maidalchini, amante de Inocencio X. Tanto la quería el pontífice que el donativo que tras ser elegidos los papas donaban a los pobres se lo dio a ella. Fueron quince mil coronas. En algunas iglesias se borró el nombre de Inocencio y se escribió el de su amante para protestar por su influencia.

Tal era la situación que, cuando Clemente XI se convirtió en papa, dio orden de albergar en edificios religiosos a las personas que se habían quedado sin hogar tras el terremoto de Roma de 1703. El s*x* entró pues de forma masiva en la iglesia: «Muchas quejas de fieles se sucedieron durante ese año, debido a que algunos sacerdotes exigían s*x* a cambio de techo y comida».

Después, en el papado de Benedicto XIII, era el propio Vaticano quien mostró preocupación por la conducta de los frailes y sacerdotes. Un teólogo cercano al pontífice escribió:

Bastante malo es ya lo que se ve a la luz del día. El sentido del pudor me impide reflejar el modo de vida de las monjas. Las esposas de Dios son reclutadas por los nobles y las relaciones sexuales entre príncipes y monjas tienen una gran tradición. En la mayor parte de los conventos los viajeros disfrutan de una hospitalidad como la que puede encontrarse en cualquier burdel. Muchos conventos son antros de corrupción en toda regla y a veces son convertidos en casas de placer.

Ya en el papado de Pío VI, iniciado en febrero de 1775, se consumó uno de los mayores escándalos de esta época, cuando el arzobispo de París —tenía que ser París, que diría Fabio McNamara—, protestó por en lo que se habían convertido las asociaciones del movimiento de flagelantes, el que preconizaba que se podía uno salvar al margen de la Iglesia solo con el propio martirio. En los círculos donde se supone que debía encontrarse la más entregada devoción lo que había era desparrame:

«Extrañas asociaciones de flagelantes donde, principalmente mujeres casadas, aburridas del convencionalismo del matrimonio y de la fría indiferencia que por lo general conlleva, han resuelto revivir el éxtasis que experimentaban al principio de su vida conyugal». En cada reunión, seis mujeres de la nobleza se encargaban de flagelar a otras seis mujeres. El castigo se infligía con una gruesa vara «hasta que la piel blanca como la leche se tornaba rojiza». «Estoy seguro de que estos castigos no se hacen como penitencia, sino como un simple y desvergonzado placer sexual».

Donde se supone que todas estas prohibiciones se tomaban en serio era en España. Cerrada a cal y canto por la Contrarreforma, el país se habría mantenido libre de perniciosos escándalos como los citados. Sin embargo, según cita Juan Eslava Galán en su Historia secreta del s*x* en España, (Temas de hoy, 1991) un viajero inglés, Francis Willughby, que recorrió el país en 1673, escribió: «En fornicación e impureza los españoles son la peor nación de Europa».

Para tomar el pulso a la sociedad del momento se cita a Amaro Rodríguez. Un forjador que enloqueció cuando descubrió que su mujer le era infiel. Fue ingresado en el hospital San Marcos de Sevilla, pero cogió la costumbre de improvisar sermones contra los religiosos y algunos de ellos se recogieron por escrito. Uno decía así:

Solo digo, señoras, que aunque seáis putas, aunque tengáis seis maridos como la samaritana, si os arrepentís y os dejáis de putear, os podéis salvar (…) lo digo de parte de Dios; y tú, cornudo que te ríes, di: Me pesa de haber tenido más cuernos que el almacén del matadero.

Según Marañón, sigue la obra, la vida sexual española de esa época fue puro sadomasoquismo como el que apasionaba a la aristocracia francesa a causa de la implacable represión que ejercía la Iglesia sobre los placeres. En las procesiones había lujuria. En un informe que adjuntaba el libro se decía:

Lo que menos se trata o se piensa es de Dios y lo que más de ofenderle. Salen a ver dicha procesión muchas mujeres enamoradas y compuestas y llevan meriendas (…) y las mujeres hacen señas a los cofrades (…) y hay mucho regocijo en un día tan triste y en cuanto anochece hay muchas deshonestidades (…) Los cofrades habían concertado un Viernes Santo a dos rameras muy hermosas que salieran a la procesión en el ejido de la Coronada y que saldrían con ellas a las huertas y se las llevaron a una acequia y allí se habían metido y habían tenido acceso carnal con ellas, pues en cuanto anochece hay muchas deshonestidades.

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Joven recostada —probable retrato de Marie-Louise O’Murphy, amante de Luis XV— de François Boucher, 1751
La mujer, recluida en casa, para escapar de la lacerante soledad de su encierro lo que hacía era multiplicar la asistencia a misas y devociones varias donde se encontraba con tanto personaje deshonesto. Inventamos el cruising. Según Galán, otro viajero, esta vez francés, se escandalizó, lo que tiene mérito por nuestra parte, y escribió: «No se avergüenzan de servirse de las iglesias para teatro de vergüenzas y lugar de citas para muchas cosas que el pudor impide nombrar».

Y la sociedad no era ciega. La burla de lo decente, a la imposición, no faltó. Pedro José Echevarría, un estudiante, se las tuvo que ver con la Inquisición por escribir sobre el adulterio que «si Dios no perdona este pecado, podría llenar el cielo de Paj*». Quevedo bromeó con que se podía fundar una orden para la redención de mal casados, como las que había para liberar cautivos. Y Cervantes, un excautivo, opinó «en las repúblicas bien ordenadas había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer y confirmarse de nuevo».

La prostit*ción estaba extendida a todos los niveles, aunque se diera orden de clausurar todos los burdeles en 1623. Lo que es más llamativo es la existencia de consoladores para las mujeres, como atestiguan documentos de la Inquisición, y gigolós.

Otras preferían reclutarlos personalmente. En los Avisos de Barrionuevo correspondientes a 1657 leemos: «Detuvieron a un hombre por maltratar a una mujer y declaró ante el juez: Señores, soy casado y con seis hijos. Salí anteayer desesperado de casa, por no tener con qué poderles sustentar y paseando por la calle de esta mujer me llamó desde una ventana y diciéndome que le había parecido bien me ofreció un doblón de a cuatro si condescendía con ella y la despicaba, siendo esto por decirla yo que era pobre. Era un escudo de oro el precio de cada ofensa a Dios. Gané tres, desmayando al cuarto de flaqueza y hambre. Ella me quiso quitar el doblón y no pudo, y a las voces llegó este alguacil que está presente».

En Inglaterra las instituciones se desesperaron por acabar con la prostit*ción. En 1700 había en Londres más de una docena de grupos organizados que perseguían «el vicio», detalla Faramerz Dabhoiwala en The Origins of Sex: A History of the First Sexual Revolution (Penguin, 2012). Entre 1694 y 1707 se publicaron listas negras con los delitos que había cometido cada «delincuente sexual» completamente detallados. Lo que tenía que ser muy interesante de leer.

Una situación mucho mejor que la que se debía vivir, por ejemplo, en Escocia, donde Julie Peakman, según publicó en Pleasure’s All Mine: a History of Perverse Sex (Realtion Books, 2013) encontró documentación de que en 1732 hubo sociedades secretas de hombres para mas***barse. Quedar de adultos para hacerse Paj*s como actividad insurgente contra el orden establecido. Una sociedad amena.

Era una época de conmoción e inestabilidad, porque la Reforma había creado debates sobre si existía pecado o fornicación si un soltero dormía con una mujer. Lo mismo que llegó a discutirse en la incipiente prensa la oportunidad del amor libre. Se entendía que las normas morales del cristianismo provenían del hombre, y no de Dios. Todo debía tener una base lógica y verificable.

Es curioso, porque revisando todas las citas de este libro sale que ya existían visiones claras e inequívocas que serían exportables para hoy en día. Un ejemplo definitivo fue el consejo que le dio el reverendo Charles de Guiffardière, que luego fue favorito de Jorge III, a un chaval. Si eliminamos la coletilla final, que haría referencia a la pregunta que hubiera hecho el muchacho, podríamos decir que este hombre era todo un arquitecto del sentido común.

Créeme, la moral de nuestros corazones es la única moral que tenemos para guiarnos, y esa asquerosa masa de preceptos que la gente ya no lee, que se derivan de no sé qué principios absurdos, está hecha solo para aquellas almas groseras, torpes e incapaces de alcanzar esa delicadeza del gusto que permite a un alma bien nacida sentir todo lo que es digno de ser amado en virtud y odioso en el vicio, independientemente de las ridículas razones expuestas por nuestros sabios… Sobre todo, dedícate a las mujeres.

Pero si por algo es llamativo este fragmento es porque hasta bien entrado el siglo XX no cobró verdadera relevancia un mensaje de estas características. Incluso nos tendríamos que remontar a muy pocas décadas atrás para hacerlo extensivo a las mujeres. Ni siquiera hoy se puede decir que la abundante literatura popular de consejos sexuales abogue por la independencia y autonomía personal como el padre Guiffardière en esta alocución. Sin duda se trataba de un sabio, esa palabra que tanto asco le daba, precisamente porque lo era
https://www.jotdown.es/2019/03/amor-barroco-s*x*-rococo/
 
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