The Man in the High Castle o la previsibilidad del nazismo

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The Man in the High Castle o la previsibilidad del nazismo
Publicado por Marta G. Coloma
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Imagen: Amazon Prime Video.
Es marzo del 38, y el III Reich de Adolf Hitler va viento en popa: tras meses de atentados, chantaje político y escasa reacción internacional, Alemania logra la invasión de Austria, convirtiendo en germanos a esos «diez millones de alemanes exiliados» que, según el régimen nazi, estaban destinados a formar parte de sus megalómanos planes de expansión. Apenas siete años después no quedaría rastro ni del Anschluss ni del propio Führer, pero tanto el teatro como el cine recordarían sin cesar este episodio. En 1959 sonaban los primeros acordes de Edelweiss, esa melodía que recordamos por ser la que el señor Von Trapp entonaba risueñamente en Sonrisas y lágrimas junto a su familia, pero que había nacido con un fin mucho menos íntimo en el contexto teatral: lanzar un mensaje de exaltación patriótica y de rechazo al expansionismo nazi.

La misma nostálgica melodía dedicada a la flor de las nieves austríaca sirve de primera aproximación a The Man in the High Castle, un universo en el que, para empezar, ni el musical de Broadway ni la película de Robert Wise habrían existido —al menos, como los conocemos hoy—. En el mundo presentado por Amazon Prime Video y basado en la conocida obra homónima de Philip K. Dick, los nuevos alemanes no son diez millones, sino prácticamente la mitad de la población mundial. Todo porque el Punto de Jonbar —ese instante que puede definir la historia tal y como la conocemos— no ha sido el bombardeo de Hiroshima, sino el asesinato de Roosevelt antes de la Primera Guerra Mundial. El efecto mariposa ha hecho estragos: tras la muerte de su líder, Estados Unidos optó por una política aislacionista, por lo que no se inmiscuyó en el conflicto ni tampoco se obcecó con el programa nuclear… desencadenando la más fatal de las consecuencias: los nazis consiguieron primero la bomba atómica y pulverizaron Washington D. C.

En 1962, Hitler lleva casi dos décadas siendo dueño y señor de gran parte del globo terráqueo. El Partido Nazi ha invadido Europa, colonizado África y tiene planes para desecar el Mediterráneo. También se ha repartido Norteamérica con Japón: el Gran Reich Americano se extiende por la costa este de Estados Unidos, mientras que los nipones dominan las playas californianas bajo el nombre de Estados del Pacífico. La solución final ha tenido éxito y los principios nacionalsocialistas son la única Constitución posible. Un futuro de pesadilla que resulta irremediablemente atractivo en la época de El cuento de la criada y del rebrote de la ciencia ficción más política. Una ucronía de éxito casi asegurado gracias a la firma de Ridley Scott —productor ejecutivo de la serie— y a la obsesión con la obra del propio Dick, laureada hasta el extremo en estos tiempos de pasión distópica. Y (también) una historia casi intragable que invita a apagar la tele durante su primera e interminable temporada.

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Mapa político de Estados Unidos en la serie. Imagen: Rama (CC).
¿Qué le pasa a The Man in the High Castle? Durante semanas, todas las personas a las que pregunté si habían pasado de los primeros capítulos negaban con la cabeza. Nadie aguantaba. No había un alma que se enganchara. Pese a las alabanzas de la crítica, pocos de esos espectadores que se habían acercado a la serie con curiosidad acababan por disfrutarla. Aburría hasta a las ovejas. Los nazis no eran motivo suficiente de fascinación: el movimiento más terrorífico de nuestra historia contemporánea se había convertido en algo mundano, en un leitmotiv sobado por las constantes referencias literarias y audiovisuales. Acostumbrados a digerir infinitos análisis sobre el nazismo y a leer diez falacias de Godwin diarias en Twitter, esperábamos más. El repaso insistente de este terrorífico episodio de nuestra historia nos ha vuelto exigentes: ya no tragamos con cualquier producto sobre el tema, y mucho menos con documentales del Canal Historia que indagan en la relación de los nazis con la vida extraterrestre.

El ingente presupuesto de Amazon para esta producción, rechazada previamente por varios canales de cable, podría interpretarse como una buena señal, un primer paso para apuntalar una serie de calidad basada en una novela de culto que se llevó hasta un Premio Hugo, la crème de la crème de la ciencia ficción literaria. Nadie puede negar que The Man in The High Castle está rodada con gusto y que aspira a ofrecer calidad. Son, sin embargo, muchas las razones que la convierten en un producto mediocre —sirva de aviso que no estamos juzgando la adaptación de la obra original, sino el proyecto audiovisual creado por Frank Spotnitz (Expediente X, Transporter)—.

Es cierto que resulta inevitable ver el encanto de un universo en el que, a pesar de todo, Doris Day sigue escuchándose en la radio, en el que el rock se ha visto relegado a las radios piratas por ser «música de negros» y en el que el mundo feliz de Huxley ha nacido igualmente, aunque esta vez amenazado por la censura, de la que es objeto hasta la propia Biblia (como se nos muestra a mitad de temporada, conseguir un ejemplar en la zona neutral de las Montañas Rocosas se ha convertido en un deporte de riesgo). Nada más reconfortante que comprobar que ciertas cosas no cambiarían en unas pocas décadas aunque Goebbels se dejara los codos planificando.

*Atención: a partir de aquí hay riesgo de spoilers.*

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Imagen: Amazon Prime Video.
Una buena ambientación y una gran premisa no son, sin embargo, suficientes para compensar un desarrollo dudoso. Durante sus once primeros capítulos, The Man in the High Castle se empeña en detenerse en detalles superfluos y en conducirnos a puntos muertos que nada tienen que ver con el corazón de la trama. Mientras se adentra en excursiones narrativas como la persecución del cazarrecompensas nazi o como el supuesto asesinato, secuestro y gran escapada de la protagonista, descuida detalles fundamentales como el significado de La langosta se ha posado, un enigmático libro sobre un futuro alternativo escrito por el celebérrimo hombre en el castillo, al que no conocemos hasta la segunda temporada después de que nos hagan creer que podría ser hasta el propio Hitler. Y mientras nos comemos los sesos pensando en qué está buscando Juliana Crain (Alexa Davalos), por qué la gente no para de morir por un puñado de películas misteriosas y se nos introduce en una conspiración nazi contra Japón que se recrea más en los asuntos internos que en sus verdaderos fines y protagonistas, asistimos con deleite a escenas de relleno como el nada previsible «su***dio» del oficial traidor que, oh, sorpresa, cae de un rascacielos con la esvástica de fondo.

Muchos de estos fallos serían perdonables si los compensasen interpretaciones magnéticas, personajes con una profundidad que nos hiciera quedarnos un poco más. Pero ninguno de los tres grandes protagonistas de la serie resulta lo suficientemente atractivo de entrada. La química es nula entre Davalos y Rupert Evans (Frank Frink), una pareja subyugada por los nipones y cuya separación no apena porque parece que entre ellos nunca existió el amor (debería ser delito que nos hicieran esperar hasta el décimo noveno episodio para comprobarlo). Hasta Ed, el insistente mejor amigo de Frank (DJ Qualls), o Robert Childan (Brennan Brown), un temeroso vendedor de antigüedades que se dedica a agasajar a la élite japonesa, acaban por resultarnos más encantadores que ellos por funcionar como alivio cómico y emocional. Tal panorama nos conduce a interesarnos por Joe Blake (Luke Kleintank), un joven espía nazi con un misterioso pasado que podría convertirse en un gran personaje si no se manipulara tanto su evolución moral.

Todos actúan en un escenario americano céntrico, en el que apenas hay referencias al estado en el que se encuentra Europa y el resto del mundo, pese a que la Segunda Guerra Mundial fuese un asunto fundamentalmente europeo (es curioso que nos enteremos antes de que media Latinoamérica está oprimida y no de la situación de Reino Unido o España). Toda la carga ideológica de los planes futuristas nazis queda empañada por los escasos detalles que recibimos sobre la situación de las minorías oprimidas. De los judíos solo sabemos que se siguen exterminando limpiamente gracias a una avanzada tecnología y a una sociedad ávida de linchamientos populares. Los pocos que quedan ocultan su condición en privado, uniéndose a la Resistencia o celebrando rituales a puerta cerrada. Menos sabemos aún de los afroamericanos, un colectivo capital en Estados Unidos, sobre los que no se dan detalles aun contando con el personaje de Lem Washington (Rick Worthy), un cebo perfecto para profundizar. Solo recibimos algo más de información sobre la situación de los discapacitados o enfermos terminales, a los que directamente se asesina e incinera en grandes fábricas.

Sorprende que The Man in The High Castle dé un salto de calidad posterior tan notable como el que empezamos a percibir en el segundo capítulo de la segunda temporada. Es entonces cuando arrancan las conexiones emocionales y la acción se reorienta hacia el centro de la historia, con Joe volando a Alemania para conocer a su verdadero padre y Juliana infiltrándose en el Reich con aires de Elizabeth Jennings en The Americans. Ahí es donde nos sorprendemos a nosotros mismos haciendo una maratón hacia un final con mucho más sustento e interés y, en definitiva, hacia un desarrollo que se parece mucho más a lo que anhelábamos cuando leímos por primera vez la sinopsis de la serie.

El antihéroe (más) americano

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Imagen: Amazon Prime Video.
¿Por qué narices se quedaría un seriéfilo viendo esto y no se iría a Netflix a probar con algo nuevo? ¿De verdad hay razones para seguir tragando con este aparente bodrio? Si el impaciente espectador actual ha aguantado hasta aquí, probablemente lo haya hecho llamado por la fuerza del antihéroe contemporáneo. Sí: en The Man in The High Castle el mejor personaje es un oficial estadounidense de las SS, el Obergruppenführer John Smith (Rufus Sewell), un nazi de acomodada vida suburbana y tendencia a la psicopatía cuya vida se trastoca cuando descubre que su primogénito, hijo modelo de las juventudes hitlerianas, sufre una enfermedad degenerativa que le llevará irremediablemente a la purga. Bajo Smith, que hasta ese momento nos resulta sádico, frío e inamovible, descubrimos las capas de un pasado de pobreza, desgracia familiar y necesidad de encajar. También (de nuevo, demasiado tarde para arrastrar al espectador) nos enteramos de que Smith vistió antaño el uniforme de las barras y las estrellas; y comprobamos con curiosidad lo complicado que resulta acabar con el patriotismo de los padres fundadores en un país en el que, hasta bajo la batuta de Hitler, se celebraría el 4 de julio en forma de Día de la Victoria nazi, la división femenina saldría a ejercitarse a Central Park y la tele retransmitiría dramas policiales bajo el título de American Reich: dos polis, una gran ciudad.

Es quizá por su honestidad emocional por lo que los antihéroes como Smith nos resultan más fascinantes (algo que, por otra parte, ya aprendimos con Tony Soprano y Walter White). Desde el principio deseamos empatizar con los miembros de esa Resistencia que persigue el propio Obergruppenführer, no solo porque estén en el lado correcto de la historia, sino por la cercanía de sus ideales con los de la propia modernidad. Todos —los nazis, los nipones y sus oponentes—utilizan medios deleznables para conseguir sus objetivos, pero la escasa integridad de los últimos los convierte en personajes antipáticos, en modelos de comportamiento planos con los que cuesta más identificarse. Quizá el único personaje que se erige como excepción es Nobusuke Tagomi (Cary-Hiroyuki Tagawa), un ministro nipón que busca evitar a toda costa otra debacle nuclear, y con el que nos acercamos un poco más al núcleo de una historia que, en realidad, va de realidades paralelas. Porque The Man in The High Castle habla en gran parte de lo que Hannah Arendt definía como la banalidad del mal: de esas obligaciones prácticas que, con toda probabilidad, todos habrían cumplido sin pestañear si la historia no hubiese favorecido a los aliados y se hubiesen visto al otro lado de la barrera. Uno de los mayores logros de la serie es precisamente hacernos empatizar con los que se supone que tendrían que ser los malos de la película, con ese padre que busca salvar la vida de su hijo enfermo a toda costa o ese joven que cree haber encontrado su sitio tras una vida errática. Al fin y al cabo, y volviendo a citar a Arendt, «la triste verdad es que la mayor parte de las maldades las hacen las personas que nunca llegan a decidir si quieren ser buenas o malas».

Y volviendo a las realidades paralelas, cabe destacar que donde realmente acierta la producción no es en su vocación histórica, sino en su capacidad de hacer un ejercicio filosófico y moral sobre el destino. En el fondo, no pretende recordarnos de forma obvia que la historia la escriben los vencedores, sino señalar, con esa insistente épica estadounidense, que una sola persona puede cambiar su curso. ¿Lo bueno? Que lo hace con matices y cierta sinceridad, hablando también de la volatilidad del destino en lo más superficial: que comas Twinkies o ramen dependerá de quién gane la guerra… y lo más probable es que la mayoría de la gente se cambie de bando cuando tenga hambre o estén en riesgo sus seres queridos.

Nada de esto, sin embargo, es nuevo. Aunque este año podríamos llegar a ver una tercera temporada de la ficción ucrónica más centrada en los viajes en el tiempo, quizá haya llegado el momento de tomarnos un respiro y dejar de sobreanalizar las barbaries del nazismo. ¿De verdad puede The Man in the High Castle ofrecernos una visión nueva? A Amazon le gusta alardear de que su piloto es, en efecto, el más visto de la historia de su plataforma de streaming. Pero nadie puede garantizar que todos los espectadores que lo reprodujeron en su momento pasaran de allí.
http://www.jotdown.es/2018/04/the-man-in-the-high-castle-o-la-previsibilidad-del-nazismo/
 
The Man in the High Castle o la previsibilidad del nazismo
Publicado por Marta G. Coloma
Bscap0121.jpg

Imagen: Amazon Prime Video.
Es marzo del 38, y el III Reich de Adolf Hitler va viento en popa: tras meses de atentados, chantaje político y escasa reacción internacional, Alemania logra la invasión de Austria, convirtiendo en germanos a esos «diez millones de alemanes exiliados» que, según el régimen nazi, estaban destinados a formar parte de sus megalómanos planes de expansión. Apenas siete años después no quedaría rastro ni del Anschluss ni del propio Führer, pero tanto el teatro como el cine recordarían sin cesar este episodio. En 1959 sonaban los primeros acordes de Edelweiss, esa melodía que recordamos por ser la que el señor Von Trapp entonaba risueñamente en Sonrisas y lágrimas junto a su familia, pero que había nacido con un fin mucho menos íntimo en el contexto teatral: lanzar un mensaje de exaltación patriótica y de rechazo al expansionismo nazi.

La misma nostálgica melodía dedicada a la flor de las nieves austríaca sirve de primera aproximación a The Man in the High Castle, un universo en el que, para empezar, ni el musical de Broadway ni la película de Robert Wise habrían existido —al menos, como los conocemos hoy—. En el mundo presentado por Amazon Prime Video y basado en la conocida obra homónima de Philip K. Dick, los nuevos alemanes no son diez millones, sino prácticamente la mitad de la población mundial. Todo porque el Punto de Jonbar —ese instante que puede definir la historia tal y como la conocemos— no ha sido el bombardeo de Hiroshima, sino el asesinato de Roosevelt antes de la Primera Guerra Mundial. El efecto mariposa ha hecho estragos: tras la muerte de su líder, Estados Unidos optó por una política aislacionista, por lo que no se inmiscuyó en el conflicto ni tampoco se obcecó con el programa nuclear… desencadenando la más fatal de las consecuencias: los nazis consiguieron primero la bomba atómica y pulverizaron Washington D. C.

En 1962, Hitler lleva casi dos décadas siendo dueño y señor de gran parte del globo terráqueo. El Partido Nazi ha invadido Europa, colonizado África y tiene planes para desecar el Mediterráneo. También se ha repartido Norteamérica con Japón: el Gran Reich Americano se extiende por la costa este de Estados Unidos, mientras que los nipones dominan las playas californianas bajo el nombre de Estados del Pacífico. La solución final ha tenido éxito y los principios nacionalsocialistas son la única Constitución posible. Un futuro de pesadilla que resulta irremediablemente atractivo en la época de El cuento de la criada y del rebrote de la ciencia ficción más política. Una ucronía de éxito casi asegurado gracias a la firma de Ridley Scott —productor ejecutivo de la serie— y a la obsesión con la obra del propio Dick, laureada hasta el extremo en estos tiempos de pasión distópica. Y (también) una historia casi intragable que invita a apagar la tele durante su primera e interminable temporada.

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Mapa político de Estados Unidos en la serie. Imagen: Rama (CC).
¿Qué le pasa a The Man in the High Castle? Durante semanas, todas las personas a las que pregunté si habían pasado de los primeros capítulos negaban con la cabeza. Nadie aguantaba. No había un alma que se enganchara. Pese a las alabanzas de la crítica, pocos de esos espectadores que se habían acercado a la serie con curiosidad acababan por disfrutarla. Aburría hasta a las ovejas. Los nazis no eran motivo suficiente de fascinación: el movimiento más terrorífico de nuestra historia contemporánea se había convertido en algo mundano, en un leitmotiv sobado por las constantes referencias literarias y audiovisuales. Acostumbrados a digerir infinitos análisis sobre el nazismo y a leer diez falacias de Godwin diarias en Twitter, esperábamos más. El repaso insistente de este terrorífico episodio de nuestra historia nos ha vuelto exigentes: ya no tragamos con cualquier producto sobre el tema, y mucho menos con documentales del Canal Historia que indagan en la relación de los nazis con la vida extraterrestre.

El ingente presupuesto de Amazon para esta producción, rechazada previamente por varios canales de cable, podría interpretarse como una buena señal, un primer paso para apuntalar una serie de calidad basada en una novela de culto que se llevó hasta un Premio Hugo, la crème de la crème de la ciencia ficción literaria. Nadie puede negar que The Man in The High Castle está rodada con gusto y que aspira a ofrecer calidad. Son, sin embargo, muchas las razones que la convierten en un producto mediocre —sirva de aviso que no estamos juzgando la adaptación de la obra original, sino el proyecto audiovisual creado por Frank Spotnitz (Expediente X, Transporter)—.

Es cierto que resulta inevitable ver el encanto de un universo en el que, a pesar de todo, Doris Day sigue escuchándose en la radio, en el que el rock se ha visto relegado a las radios piratas por ser «música de negros» y en el que el mundo feliz de Huxley ha nacido igualmente, aunque esta vez amenazado por la censura, de la que es objeto hasta la propia Biblia (como se nos muestra a mitad de temporada, conseguir un ejemplar en la zona neutral de las Montañas Rocosas se ha convertido en un deporte de riesgo). Nada más reconfortante que comprobar que ciertas cosas no cambiarían en unas pocas décadas aunque Goebbels se dejara los codos planificando.

*Atención: a partir de aquí hay riesgo de spoilers.*

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Imagen: Amazon Prime Video.
Una buena ambientación y una gran premisa no son, sin embargo, suficientes para compensar un desarrollo dudoso. Durante sus once primeros capítulos, The Man in the High Castle se empeña en detenerse en detalles superfluos y en conducirnos a puntos muertos que nada tienen que ver con el corazón de la trama. Mientras se adentra en excursiones narrativas como la persecución del cazarrecompensas nazi o como el supuesto asesinato, secuestro y gran escapada de la protagonista, descuida detalles fundamentales como el significado de La langosta se ha posado, un enigmático libro sobre un futuro alternativo escrito por el celebérrimo hombre en el castillo, al que no conocemos hasta la segunda temporada después de que nos hagan creer que podría ser hasta el propio Hitler. Y mientras nos comemos los sesos pensando en qué está buscando Juliana Crain (Alexa Davalos), por qué la gente no para de morir por un puñado de películas misteriosas y se nos introduce en una conspiración nazi contra Japón que se recrea más en los asuntos internos que en sus verdaderos fines y protagonistas, asistimos con deleite a escenas de relleno como el nada previsible «su***dio» del oficial traidor que, oh, sorpresa, cae de un rascacielos con la esvástica de fondo.

Muchos de estos fallos serían perdonables si los compensasen interpretaciones magnéticas, personajes con una profundidad que nos hiciera quedarnos un poco más. Pero ninguno de los tres grandes protagonistas de la serie resulta lo suficientemente atractivo de entrada. La química es nula entre Davalos y Rupert Evans (Frank Frink), una pareja subyugada por los nipones y cuya separación no apena porque parece que entre ellos nunca existió el amor (debería ser delito que nos hicieran esperar hasta el décimo noveno episodio para comprobarlo). Hasta Ed, el insistente mejor amigo de Frank (DJ Qualls), o Robert Childan (Brennan Brown), un temeroso vendedor de antigüedades que se dedica a agasajar a la élite japonesa, acaban por resultarnos más encantadores que ellos por funcionar como alivio cómico y emocional. Tal panorama nos conduce a interesarnos por Joe Blake (Luke Kleintank), un joven espía nazi con un misterioso pasado que podría convertirse en un gran personaje si no se manipulara tanto su evolución moral.

Todos actúan en un escenario americano céntrico, en el que apenas hay referencias al estado en el que se encuentra Europa y el resto del mundo, pese a que la Segunda Guerra Mundial fuese un asunto fundamentalmente europeo (es curioso que nos enteremos antes de que media Latinoamérica está oprimida y no de la situación de Reino Unido o España). Toda la carga ideológica de los planes futuristas nazis queda empañada por los escasos detalles que recibimos sobre la situación de las minorías oprimidas. De los judíos solo sabemos que se siguen exterminando limpiamente gracias a una avanzada tecnología y a una sociedad ávida de linchamientos populares. Los pocos que quedan ocultan su condición en privado, uniéndose a la Resistencia o celebrando rituales a puerta cerrada. Menos sabemos aún de los afroamericanos, un colectivo capital en Estados Unidos, sobre los que no se dan detalles aun contando con el personaje de Lem Washington (Rick Worthy), un cebo perfecto para profundizar. Solo recibimos algo más de información sobre la situación de los discapacitados o enfermos terminales, a los que directamente se asesina e incinera en grandes fábricas.

Sorprende que The Man in The High Castle dé un salto de calidad posterior tan notable como el que empezamos a percibir en el segundo capítulo de la segunda temporada. Es entonces cuando arrancan las conexiones emocionales y la acción se reorienta hacia el centro de la historia, con Joe volando a Alemania para conocer a su verdadero padre y Juliana infiltrándose en el Reich con aires de Elizabeth Jennings en The Americans. Ahí es donde nos sorprendemos a nosotros mismos haciendo una maratón hacia un final con mucho más sustento e interés y, en definitiva, hacia un desarrollo que se parece mucho más a lo que anhelábamos cuando leímos por primera vez la sinopsis de la serie.

El antihéroe (más) americano

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Imagen: Amazon Prime Video.
¿Por qué narices se quedaría un seriéfilo viendo esto y no se iría a Netflix a probar con algo nuevo? ¿De verdad hay razones para seguir tragando con este aparente bodrio? Si el impaciente espectador actual ha aguantado hasta aquí, probablemente lo haya hecho llamado por la fuerza del antihéroe contemporáneo. Sí: en The Man in The High Castle el mejor personaje es un oficial estadounidense de las SS, el Obergruppenführer John Smith (Rufus Sewell), un nazi de acomodada vida suburbana y tendencia a la psicopatía cuya vida se trastoca cuando descubre que su primogénito, hijo modelo de las juventudes hitlerianas, sufre una enfermedad degenerativa que le llevará irremediablemente a la purga. Bajo Smith, que hasta ese momento nos resulta sádico, frío e inamovible, descubrimos las capas de un pasado de pobreza, desgracia familiar y necesidad de encajar. También (de nuevo, demasiado tarde para arrastrar al espectador) nos enteramos de que Smith vistió antaño el uniforme de las barras y las estrellas; y comprobamos con curiosidad lo complicado que resulta acabar con el patriotismo de los padres fundadores en un país en el que, hasta bajo la batuta de Hitler, se celebraría el 4 de julio en forma de Día de la Victoria nazi, la división femenina saldría a ejercitarse a Central Park y la tele retransmitiría dramas policiales bajo el título de American Reich: dos polis, una gran ciudad.

Es quizá por su honestidad emocional por lo que los antihéroes como Smith nos resultan más fascinantes (algo que, por otra parte, ya aprendimos con Tony Soprano y Walter White). Desde el principio deseamos empatizar con los miembros de esa Resistencia que persigue el propio Obergruppenführer, no solo porque estén en el lado correcto de la historia, sino por la cercanía de sus ideales con los de la propia modernidad. Todos —los nazis, los nipones y sus oponentes—utilizan medios deleznables para conseguir sus objetivos, pero la escasa integridad de los últimos los convierte en personajes antipáticos, en modelos de comportamiento planos con los que cuesta más identificarse. Quizá el único personaje que se erige como excepción es Nobusuke Tagomi (Cary-Hiroyuki Tagawa), un ministro nipón que busca evitar a toda costa otra debacle nuclear, y con el que nos acercamos un poco más al núcleo de una historia que, en realidad, va de realidades paralelas. Porque The Man in The High Castle habla en gran parte de lo que Hannah Arendt definía como la banalidad del mal: de esas obligaciones prácticas que, con toda probabilidad, todos habrían cumplido sin pestañear si la historia no hubiese favorecido a los aliados y se hubiesen visto al otro lado de la barrera. Uno de los mayores logros de la serie es precisamente hacernos empatizar con los que se supone que tendrían que ser los malos de la película, con ese padre que busca salvar la vida de su hijo enfermo a toda costa o ese joven que cree haber encontrado su sitio tras una vida errática. Al fin y al cabo, y volviendo a citar a Arendt, «la triste verdad es que la mayor parte de las maldades las hacen las personas que nunca llegan a decidir si quieren ser buenas o malas».

Y volviendo a las realidades paralelas, cabe destacar que donde realmente acierta la producción no es en su vocación histórica, sino en su capacidad de hacer un ejercicio filosófico y moral sobre el destino. En el fondo, no pretende recordarnos de forma obvia que la historia la escriben los vencedores, sino señalar, con esa insistente épica estadounidense, que una sola persona puede cambiar su curso. ¿Lo bueno? Que lo hace con matices y cierta sinceridad, hablando también de la volatilidad del destino en lo más superficial: que comas Twinkies o ramen dependerá de quién gane la guerra… y lo más probable es que la mayoría de la gente se cambie de bando cuando tenga hambre o estén en riesgo sus seres queridos.

Nada de esto, sin embargo, es nuevo. Aunque este año podríamos llegar a ver una tercera temporada de la ficción ucrónica más centrada en los viajes en el tiempo, quizá haya llegado el momento de tomarnos un respiro y dejar de sobreanalizar las barbaries del nazismo. ¿De verdad puede The Man in the High Castle ofrecernos una visión nueva? A Amazon le gusta alardear de que su piloto es, en efecto, el más visto de la historia de su plataforma de streaming. Pero nadie puede garantizar que todos los espectadores que lo reprodujeron en su momento pasaran de allí.
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De acuerdo con casi todo excepto en eso de que la II Guerra Mundial fué un asunto básicamente europeo- En realidad hubo dos guerras paralelas, la europea - con sus prolongaciones en las colonias - y la del Pacífico, donde se enfrentaron EE.UU y Japón, por los intereses particulares de ambas potencias, que era precisamente el dominio del Pacifico y el Este asiático y sus materias primas dada la decadencia de las potencias europeas para mantener sus colonias allí. En el Pacífico se batalló una guerra económica por las malas, por mucho que Japón vislumbrase el dominio mediante la ocupación territorial y EE. UU. a través del dominio económico con gobiernos títeres, tal y como impuso en Corea y Vietnam, pero ya con el conflicto con la URSS que llevó a la partición de dichos paises.

Para EEUU su verdadera guerra fué la del Pacífico. En 1944 ya tenia bastante dominada la guerra contra los japoneses y a todo correr se montaron la operación Overlord del dia D para evitar que el Ejercito Rojo ocupase toda Europa en su imparable avance contra los nazis. Hasta entonces, los "salvadores" norteamericanos no habian sufrido por la ocupación de Europa, desde hacia más de tres años, pero al ver que se podían quedar sin parte del reparto en Europa tuvieron que intervenir.

Philip K. Dick dió en la diana al pensar que el asesinato de Roosevelt antes de la Primera Guerra Mundial podria haber evitado la intervención de los USA, porque hay una razón subyacente tabú para los norteamericanos: que Roosevelt, para tener un "casus belli" contra Japón, hiciese voluntariamente caso omiso a los informes sobre el descontento de las élites japonesas por el embargo de petroleo y otras materias primas provenientes de las colonias inglesas y francesas que los USA les habia impuesto y que encendía las iras belicistas del entorno más duro y conservador del emperador. Roosevelt dió largas a los acuerdos que los diplomáticos japoneses más moderados deseaban aceptar porque sabia que el entorno duro militarista lanzaria un ataque tarde o temprano. Y lo hizo, en teoria "por sorpresa", a Pearl Harbor, aunque casualmente, pese al hundimiento de varios buques y la muerte de sus tripulaciones, muchos otros navios se habian marchado de maniobras ¡que casualidad! Vamos, que los USA no perdieron su flota, como pretendia Japón.

Sin embargo, Dick también tiene una visión determinista propia de las ucronias: pensar que si un personaje no existe, otro no lo sustituirá realizando sus mismo actos, es decir, que en caso de no existir Roosevelt no hubiese podido haber otro presidente dispuesto a entrar en guerra.

Es un tema apasionante.
 
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