Superhéroes

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El tigre de Tarzán: fetiches, pastiches e hiperrelatos (I)
Publicado por Carlo Frabetti
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Johnny Weissmüller como Tarzán ca. 1940. Imagen: Cordon.
Cuando Edgar Rice Burroughs escribió la primera versión de Tarzán de los monos le asignó a su héroe un tigre como animal de compañía. Actualmente cuesta creer que un escritor que sitúa una novela en la selva del África ecuatorial ignore que los tigres viven a unos diez mil kilómetros de allí; pero a principios del siglo XX (la primera entrega de Tarzán se publicó en 1912) el tigre, para los europeos, era poco menos que un animal fabuloso, del que no era fácil ver siquiera imágenes fidedignas. Hoy día hemos visto cientos de documentales, fotografías y películas de aventuras en las que los tigres aparecen en todo su esplendor; conocemos bien sus hábitos y sus hábitats, los hemos visto saltar sobre sus presas a cámara lenta, y nos han sobrecogido los primeros planos de sus fauces abiertas de par en par y sus enormes colmillos. Pero hace cien años el lapsus de Rice Burroughs era comprensible: el tigre era el mítico morador de la selva virgen, y la selva más virgen estaba en África. Por supuesto, muchos sabían —sobre todo gracias a Salgari y a Kipling— que en Asia había tigres, pero no todos tenían claro que solo los hubiera allí.

Y si para nuestros abuelos el tigre era casi tan fabuloso como el dragón o el unicornio, para nosotros es casi tan familiar como la vaca. O más: muchos niños que han visto tigres de carne y hueso en zoos y circos nunca han visto una vaca de verdad. Y en cualquier buscador encontraremos más de cien millones de entradas sobre los tigres: el doble de las relativas a las vacas. El tigre es una de nuestras mascotas virtuales favoritas y uno de los iconos recurrentes de nuestra cultura, un fetiche colectivo. Es un motivo habitual de tatuajes y emblemas, y la publicidad utiliza su contundente simbología para promocionar los más variados productos, desde un carburante para automóviles hasta una golosina infantil, pasando por un perfume o —cómo no— un equipo de fútbol.

Al asignarle a su europeo asilvestrado un tigre como anatópico compañero de aventuras, el autor de Tarzán se anticipó a nuestra globalizada jungla de asfalto, poblada de depredadores solitarios y maestros del camuflaje. Hic sunt tigres: la amenazadora terra incognita está bajo nuestros pies.

En cualquier caso, con o sin tigre, el propio Tarzán, actualización y banalización del mito del buen salvaje, es un icono recurrente y un fetiche colectivo, y su historia «ejemplar» es un pastiche convertido en hiperrelato multimediático. Tarzán es hijo del Mowgli de Kipling y nieto del Emilio de Rousseau, y a su vez es el padre y maestro mágico de los superhéroes terminados en «an»: Conan, Superman, Iron Man, Batman, Spider-Man… El hiperbóreo hiperbólico, el hombre de acero y el de hierro, el hombre murciélago, el hombre araña y tantos otros híbridos simbólicos tienen su claro antecesor en el hercúleo hombre mono. Sin más que cortarle el pelo a navaja, pintarlo de azul y endosarle una anacrónica capa, tenemos a Superman. Y mientras Tarzán vuela por la selva de liana en liana, Spider-Man vuela por la jungla de asfalto colgado de sus hilos de seda. Pero, aunque el hombre mono se vista de seda…

La función 32: abdicación

Mono se queda: pese a los recientes esfuerzos de Marvel y DC por dotar a sus superhéroes de cierto espesor psicológico, su discurso no va ni puede ir mucho más allá del consabido «Yo Tarzán, tú Jane»: cada uno con su eterna novia y el lector con las de todos. Un lector mayoritariamente masculino y adolescente —una adolescencia que hoy día se puede prolongar más allá de los treinta años— que pasa del cuento maravilloso al marveloso, con distintos ropajes, pero idénticas funciones: alejamiento, transgresión, lucha, victoria, persecución, tarea difícil, cumplimiento, reconocimiento, transfiguración… Y así hasta la función 30 de Propp: el antagonista es castigado, y la indefinidamente pospuesta función 31: el héroe se casa y asciende al trono.

Indefinidamente pospuesta, pues el héroe se casa, pero el superhéroe no, porque su cuento maravilloso ha de permanecer abierto, inconcluso, para poder repetirlo una y otra vez, con ligeras variantes argumentales, pero sin dejar de ser siempre el mismo: la estructura iterativa del mito clásico y el simplismo repetitivo de la cultura de masas en perfecta sinergia.

En este sentido, es significativo que Tarzán, sustrayéndose a su propio estereotipo, en los libros de Rice Burroughs sí que consume su unión con Jane y tenga un hijo (Korak el Matador), mientras que en las versiones cinematográficas solo aparece un hijo adoptivo (el asilvestrado Boy, el «chico» por antonomasia).

¿Y aquí se acaba la historia de las innumerables historias repetidas, el hiperrelato fetichista y pastichero de los superhéroes? Para algunos, sí. Pero si el cuento maravilloso es también un rito de iniciación, como señalaron Frazer, Saintyves o el propio Propp, se supone que el iniciando —el lector— ha de superar esa etapa, no quedar atrapado en su repetición indefinida. Dicho de otro modo, ¿cuál es —o debería ser— la función 32? Hay una primera respuesta automática que no podemos ignorar: si la función 31 es el binomio boda/coronación, la 32 podría ser divorcio/abdicación. Madurar pasaría por superar el mito del amor romántico y la tentación del poder.
https://www.jotdown.es/2018/11/el-tigre-de-tarzan-fetiches-pastiches-e-hiperrelatos-i/
 
El tigre de Tarzán (II): La función 32
Publicado por Carlo Frabetti
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El compromiso (1969). Imagen: Athena Productions.
(Viene de la primera parte)

Donde terminan los cuentos

La inmensa mayoría de las películas del cine comercial anterior a los años setenta terminaban con un beso. Los protagonistas, coloquialmente denominados «el chico» y «la chica», se encontraban por azar, él la cortejaba de manera más o menos explícita, superaba algún tipo de prueba o peligro y acababa «conquistándola». Y la rendición se sellaba con un beso, que inevitablemente daba paso a la palabra FIN, puesto que después de aquel ósculo definitivo —y definitorio— no quedaba nada por contar: se daba por supuesto que los protagonistas serían felices comiendo perdices, y la felicidad ajena no interesa a nadie. Beso y final.

Es evidente el paralelismo de las historias del tipo «chico encuentra chica» —que hasta hace poco eran casi todas y siguen siendo mayoría— con los cuentos maravillosos tradicionales. Y el beso final se corresponde claramente con la función 31 de Propp: el héroe se casa y asciende al trono. Dicho en términos más coloquiales y modernos, el chico triunfa y se liga a la chica.

Incluso algunas películas clásicas que parecen sustraerse al tópico del beso final, en realidad restituyen su mensaje en forma de perífrasis. En la última escena de El mundo en sus manos (1952), de Raoul Walsh, Gregory Peck maneja el timón de su nave con una arrobada Ann Blyth entre los brazos, mientras Anthony Quinn —por si la imagen y el propio título del filme no fueran lo suficientemente explícitos— nos anuncia que el protagonista «tiene el mundo en sus manos».

Inciso: como detalle curioso y seguramente interpretable, aunque no es el momento, el título original de la película es The World in His Arms, lo que significa que para los angloparlantes el mundo es principalmente la chica (o sea, el amor), que es lo que está entre los brazos del héroe, mientras que para los hispanoparlantes el mundo es el timón (o sea, el poder), que es lo que está en sus manos. Fin del inciso.

Tanto los cuentos maravillosos tradicionales como las innumerables películas que repiten su esquema básico terminan donde empieza la vida adulta: son —aunque no solo eso— ritos de iniciación, y por ello se alude coloquialmente a los protagonistas de los filmes como «el chico» y «la chica», aunque hayan dejado muy atrás la adolescencia.

¿Y en qué consiste la vida adulta? Hasta hace muy poco solo había una opción «respetable»: casarse y tener hijos, crear una familia, y la única alternativa socialmente admitida era el sacerdocio o el monacato. Alguien que permaneciera célibe más allá de los cuarenta se convertía en un «solterón» o una «solterona», un tipo raro —cuando no sospechoso— en el primer caso y una pobre infeliz que no había sido elegida en el segundo. La familia era «la célula de la sociedad», en palabras de José Antonio Primo de Rivera, y familia no había más que una: la nuclear patriarcal, la que todas las dictaduras han utilizado y potenciado —por no decir impuesto— como forma de control social, empezando por la Iglesia.

Pero la estadística —por si no bastara el sentido común— demuestra que, en muchos, muchísimos casos, el matrimonio no es un final feliz, y menos aún el comienzo de la felicidad eterna. Sobre todo para las mujeres, para las que la familia nuclear patriarcal ha sido durante siglos —y para muchas sigue siéndolo— una solapada prisión domiciliaria. En muchos, muchísimos casos, el verdadero final feliz, el comienzo de una vida propia, es el divorcio. Sobre todo para las mujeres, que antes tenían que enviudar para librarse del yugo marital; pero en los treinta años que van de La viuda alegre (1905) a La alegre divorciada (1934), se gestó un cambio radical, una revolución permanente —el feminismo— que se convertiría en la gran fuerza transformadora del siglo XX y lo que va del XXI. Función 32: el héroe y la heroína —verdadera protagonista por primera vez— se divorcian.

Abdicación

¿Y qué pasa con el trono? Si la ficticia felicidad del matrimonio se supera, o cuando menos se relativiza, con el divorcio, ¿cómo se supera el ficticio empoderamiento vinculado a la creación de un hogar? ¿Cómo se abdica del cargo de «cabeza de familia» o de «ama de casa»? Se podría pensar, ingenuamente, que el mero hecho de romper el vínculo matrimonial pone fin a las funciones asociadas a él; pero los conceptos de éxito y de realización personal que nuestra sociedad nos inculca desde la cuna están tan profundamente arraigados que la tendencia a reproducir los roles familiares solo se puede contener mediante un esfuerzo deliberado y consciente; de lo contrario, quien haya tenido que renunciar a ser cabeza de familia intentará compensarlo siendo un ejecutivo agresivo o un donjuán, y la ex ama de casa buscará otros ámbitos a regentar u otras personas a las que cuidar para sentirse necesaria y querida.

Una significativa parte de la novelística posterior a la Segunda Guerra Mundial y del cine de los últimos cincuenta años gira, de forma más o menos explícita, alrededor del tema —la función— de la abdicación: el abandono meditado o compulsivo de supuestos roles de poder y de prestigio. Como pioneros de esta desencantada tendencia cabría citar un par de filmes de culto protagonizados por el incombustible Kirk Douglas: Dos semanas en otra ciudad (1962), de Vincent Minelli, y El compromiso(1969), de Elia Kazan. Y precisamente el compromiso personal, la responsabilidad de elegir, es lo que empieza donde termina el trillado camino de los cuentos.
https://www.jotdown.es/2018/11/el-tigre-de-tarzan-ii-la-funcion-32/
 
El tigre de Tarzán (III): La capa de Superman
Publicado por Carlo Frabetti
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T + P = S
(Viene de la segunda parte)

Ética, estética y semiótica del superhéroe

Lo más increíble de Superman no es que pueda volar o fundir metales con la mirada. Sus manifestaciones más inverosímiles son de tipo ético y estético. Y semiótico, como la proeza de conseguir que nadie lo reconozca sin más que ponerse unas gafas, que ni siquiera están graduadas.

Con sus superpoderes cuasidivinos, Superman podría acabar con el hambre en el mundo, y sin embargo suele dedicarse a perseguir delincuentes a escala local. La engañosa «pretensión de verdad» de las historias del superhéroe no consiste en intentar convencernos que un hombre puede volar, sino de que el orden establecido merece ser defendido con la fuerza, e incluso con la superfuerza. Y aunque Superman podría contratar a los mejores estilistas, su atuendo —que parece diseñado por Ágata Ruiz de la Prada— es tan ridículo y absurdo que solo un superpoder de sugestión comparable al que impide que lo reconozcan puede evitar que la gente se desternille de risa a su paso.

Al igual que Tarzán, Superman es a la vez un fetiche, un pastiche y un hiperrelato multimediático interminable. Un fetiche paradójico, pues el fetichismo consiste en atribuir a algo o a alguien poderes que no posee, y Superman los posee casi todos. Pero para eso está Clark Kent, el «hombre cualquiera» por excelencia, tímido y gris, pero íntimamente colorido y superpoderoso: él es el fetiche que nos reconforta y nos permite, por identificación, aspirar a contagiarnos de su oculto poder.

Como pastiche, Superman es básicamente un híbrido de Tarzán y el príncipe azul de los cuentos de hadas. En la pionera versión en cómic de Harold Foster algunas imágenes de Tarzán saltando de liana en liana anticipan el vuelo de Superman, cuyos creadores se inspiraron claramente en el hombre mono, tanto a nivel conceptual como icónico. Y sin salir del universo Foster encontramos en su Príncipe Valiente, versión artúrica del príncipe azul, los elementos icónicos a añadir al musculoso héroe: la capa roja y la túnica azul, con el blasón también rojo en el centro del pecho.

Al igual que Hércules —el ancestro de los héroes superforzudos— y su tataranieto Tarzán, el hombre de acero tiene que estar semidesnudo para lucir sus poderosos músculos en todo su esplendor; pero a la vez debe ir decentemente vestido para integrarse en el mundo moderno y civilizado. Y esta «fusión de contrarios» se consigue enfundando al superhéroe en unas ceñidas mallas (principescamente azules, naturalmente), tan ceñidas que obligan a complementarlas con un slip rojo a juego con la capa y las botas-calcetines.

La indumentaria ceñida se explica por sí sola, en este como en tantos otros casos, y también el chillón slip rojo que oculta y señala a la vez; pero ¿por qué la anacrónica y afuncional capa? Para contestar esta pregunta tal vez convenga empezar haciendo un poco de historia.

La capa tiene uno de sus antecedentes más claros en la lacerna de los romanos, que los nobles teñían de púrpura para distinguirse de los plebeyos, y que con el tiempo se convertiría en el manto real. Así que, por una parte, la capa, sobre todo si es roja, es un símbolo de poder y majestad.

Por otra parte, la capa es el complemento indispensable de la espada en todo un subgénero de novelas y películas de aventuras que no en vano se denominan precisamente «de capa y espada». La simbología de la espada no requiere muchas explicaciones: es el arma por antonomasia, instrumento primordial y emblema del guerrero; y la de la de la capa no es menos obvia: envuelve y oculta, a la vez que protege (a menudo, en cuentos y leyendas, otorga la invisibilidad). La espada es acción y la capa misterio, los dos ingredientes básicos de toda aventura. Un freudiano diría que la espada representa el falo agresivo y la capa el claustro protector. Y un lacaniano añadiría que la capa «cubre las espaldas» en sentido literal, y por tanto incorpora también, en el plano simbólico, el sentido figurado de la expresión.

Por último, pero no menos importante, no hay que olvidar la función ornamental de la capa y su elocuencia cinética: puede desplegarse como la cola del pavo real y ondear al viento como una bandera, magnificando y embelleciendo la figura de su portador. Y en el caso de Superman a menudo cumple también una función vectorial: si en una viñeta lo vemos flotando cerca del suelo con la capa por encima de la cabeza, sabemos que está aterrizando.

Y, como no podía ser de otra manera, el anacronismo estético/indumentario de Superman se corresponde con su anacronismo ético. El hombre de acero es la caricatura del príncipe azul, que a su vez es la banalización del caballero andante, y se comporta como tal, rescatando a damiselas en apuros y desfaciendo todo tipo de entuertos (menos los más importantes). Nulla aesthetica sine ethica.

Como le advierte a Spider-Man su tío, un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Ergo los superpoderes conllevan responsabilidades superlativas y, por lo tanto, Superman tiene la responsabilidad moral de acabar con el cambio climático, las guerras, la pobreza… ¿Por qué no lo hace?
https://www.jotdown.es/2018/11/el-tigre-de-tarzan-iii-la-capa-de-superman/
 
El tigre de Tarzán (IV): La gorra de Sherlock Holmes
Publicado por Carlo Frabetti
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Sherlock (2010-). Fotografía: BBC.
(Viene de la tercera parte)

Superhéroes, semidioses y clones triunfales

Nadie le negaría a Batman el estatuto de superhéroe, y sin embargo no tiene superpoderes propiamente dichos. Es muy fuerte, muy ágil, muy diestro en el manejo de todo tipo de batinstrumentos, pero no posee ninguna facultad sobrehumana. Y lo mismo se puede decir de Flecha Verde, Doc Savage y otros superhéroes que, si lo son, es debido a la consabida conversión de la cantidad en calidad: poseen tantas y tan grandes habilidades —como la increíble pericia de Flecha Verde con el arco— que están a otro nivel, se convierten en algo cualitativamente distinto de los héroes normales (si es que cabe hablar de normalidad al referirse a un héroe).

En su acepción primigenia, el término «héroe» es sinónimo de semidiós y, por tanto, intrínsecamente superlativo, por lo que «superhéroe» sería un pleonasmo de no ser por la trivialización del concepto a nivel coloquial, que da lugar a expresiones tan impropias como «héroes del deporte». Los semidioses clásicos, como Hércules o Aquiles, tenía poderes sobrehumanos de origen divino, como la descomunal fuerza del primero o la invulnerabilidad del segundo, por lo que, en este sentido, los superhéroes del cómic y el cine representan un retorno a los orígenes. Pues a pesar de los burdos intentos de racionalización (como la picadura de una araña radiactiva en el caso de Spider-Man), los superpoderes de los superhéroes no solo son sobrehumanos, sino literalmente sobrenaturales, en la medida en que violan las leyes de la naturaleza.

En principio, los superhéroes cuantitativos no parecen traspasar los límites de lo posible; pero un somero análisis de las aventuras de, por ejemplo, Flecha Verde, muestra que muchas de las proezas que lleva a cabo con el arco no son compatibles, no ya con las limitaciones humanas, sino ni siquiera con las leyes de la física. En general, e independientemente de su origen y supuesta explicación, los superhéroes son tan divinos —o semidivinos— como los de la antigua Grecia: se cierra así el círculo milenario del discurso mítico-heroico, y no es sorprendente que los viejos dioses, como Thor, vengan en ayuda de los nuevos héroes.

El divino Holmes

Nadie le negaría a Batman el estatuto de superhéroe, pero pocos se lo concederían a Sherlock Holmes. Y, sin embargo, el atrabiliario detective victoriano es tan divino —o semidivino— como cualquier miembro de la Liga de la Justicia.

Los superpoderes mentales son menos ostensibles que los físicos, pero igualmente sobrehumanos. Incluso ciñéndonos al canon holmesiano —las cuatro novelas y los cincuenta y seis relatos escritos por Conan Doyle— podemos encontrar proezas deductivas inverosímiles, además de una declaración indirecta de divinidad: cuando, en El signo de los cuatro, Holmes dice que una vez descartadas todas las explicaciones imposibles, la que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdadera, está dando a entender que, en sus análisis, contempla todas las posibilidades concurrentes en un caso para acabar descartándolas todas menos una. Pero las posibles explicaciones de un crimen misterioso son, si no infinitas, innumerables, y abarcarlas todas supone un conocimiento de la realidad y un poderío mental cuasidivinos. Y si no nos limitamos al canon y contemplamos las numerosas versiones cinematográficas y televisivas homologadas, la semidivinidad de Holmes resulta aún más evidente; basta verlo pelear en las películas protagonizadas por Robert Downey o visitar su «palacio mental» en la serie Sherlock.

Pero, como en el caso de Superman, el más increíble superpoder de Holmes es el de sugestión. Al Hombre de Acero le basta con ponerse unas gafas, que ni siquiera están graduadas, para que nadie reconozca su rostro ni note la voluminosa capa que oculta bajo la camisa. Y a Sherlock Holmes le basta con ponerse una extravagante gorra cervadora para que nos olvidemos de que es una copia descarada del Auguste Dupin de Edgar Allan Poe. Se ha dicho que Conan Doyle le robó El perro de Baskerville, su novela más famosa, a su amigo Fletcher Robinson; pero se suele pasar de puntillas sobre el otro plagio, el evidente y fundamental, diciendo, a lo sumo, que Holmes se inspira en Dupin o le rinde homenaje, cuando lo cierto es que lo copia en todos sus detalles significativos, y basta con leer La carta robada para darse cuenta de que los procesos deductivos del primero —a menudo traídos por los pelos— son un remedo de los sutilísimos y consistentes razonamientos del segundo. Y esa es otra prueba de la semidivinidad de Holmes: sus devotos, como los de todos los cultos, se niegan a ver lo evidente, pues en eso consiste la devoción. No en vano a los novicios de los jesuitas se les advertía: «Si tu superior afirma que es de noche, tienes que creerlo, aunque veas brillar el sol». Decirle a un holmesiano —y se cuentan por millones— que Sherlock Holmes es una mala copia de Auguste Dupin (o incluso una buena) es tan inútil —o peligroso— como decirle a un musulmán que el islam es una adaptación coyuntural del judeocristianismo.

Hay un caso similar —otro clon triunfal— en el ámbito de la mal llamada literatura infantil: el popular Guillermo Brown de Richmal Crompton es una copia descarada del Penrod de Booth Tarkington (el protagonista de la novela De la piel del diablo); pero casi nadie parece darse cuenta o concederle importancia. En ambos casos, los imitados son grandes escritores y los imitadores no, y en ambos casos las mediocres imitaciones han alcanzado una popularidad muy superior a la de sus excelentes modelos. De hecho, Sherlock Holmes es, con mucho, el personaje de ficción más veces llevado al cine y la televisión, y ha dado lugar a innumerables parodias, homenajes y adaptaciones, lo que ha convertido sus aventuras en el mayor hiperrelato multimediático de la cultura de masas. Y su gorra con dos viseras en un ambiguo fetiche.
https://www.jotdown.es/2018/11/el-tigre-de-tarzan-iv-la-gorra-de-sherlock-holmes/
 
El tigre de Tarzán (V): El culote de Wonder Woman
Publicado por Carlo Frabetti
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La mujer maravilla (1975–1979). Imagen: Douglas S. Cramer Company.
(Viene de la cuarta parte)

Ética, estética y semiótica de la superheroína

¿Qué tienen en común Hércules, Batman, Flecha Verde y Roberto Alcázar? Además de ser extraordinariamente fuertes y audaces, y de poner sus poderes al servicio del poder, todos ellos tienen —o tuvieron— pupilos adolescentes: Yolao, Robin, Veloz y Pedrín, respectivamente. En el caso de Hércules la pederastia incestuosa es explícita, pues Yolao, además de su sobrino, es su erómeno (amante adolescente), por más que este detalle se pase por alto en algunas versiones del mito. En los demás casos, como no podría ser de otra manera, la cosa solo es simbólica o sutilmente semiótica: los pupilos a veces muestran las piernas desnudas como signo de objetualidad erótica potencial. Al igual que las superheroínas.

Las heroínas guerreras clásicas, como Hipólita o Brunilda, estaban destinadas a sucumbir a manos de los héroes para mayor gloria de estos y exaltación de la autoproclamada superioridad masculina. Hipólita es, según las versiones, sometida o muerta por Hércules, y Brunilda es vencida doblemente por Sigfrido, primero en la palestra y luego en el tálamo. En este y otros sentidos, los trabajos de Hércules son muy significativos: mata (en orden cronológico) al león de Nemea, a la Hidra y a Hipólita, es decir, al rey de los animales, a la serpiente ctónica —equiparable al diablo— y a la reina de las amazonas. La fuerza bruta hiperbólica al servicio del especismo, la religión y el patriarcado, las tres grandes constantes antropológicas que siguen siendo las grandes lacras de nuestra cultura.

Las superheroínas del cómic supusieron, en el momento de su irrupción, a mediados del siglo pasado, un significativo avance con respecto al estereotipo clásico. Aunque la mayoría de ellas —como Supergirl, Batgirl o Catwoman— estaban supeditadas de un modo u otro a un superhéroe, ya no eran meros apéndices de sus compañeros ni víctimas propiciatorias del patriarcado, y al menos una de ellas, Wonder Woman, alcanzó un lugar muy suyo en el panteón superheroico sin el respaldo de una contraparte masculina. Un lugar muy suyo y muy alto, pues integra, junto a Superman y a Batman, la triada capitolina de DC Comics, por lo que es comprensible que se haya visto en Wonder Woman un icono feminista. Comprensible, pero poco convincente. Como la mayoría de las superheroínas, Wonder Woman luce una larga y poco funcional cabellera, generosos escotes y piernas desnudas, que proclaman su faceta de objeto —y fetiche— erótico. De objeto erótico insumiso, que no es poco; pero modelado, en última instancia, por las fantasías masculinas, como las dominatrices en cuya estética se inspira por más que pueda despistarnos el colorido de su indumentaria y su culote estrellado, que parece hecho con un retal de la bandera estadounidense. Lo cual, dicho sea de paso, además de indicarnos de qué lado está su usuaria, le confiere a la prenda un cierto cariz de cinturón de castidad simbólico. Noli me tangere: la sagrada enseña patria custodia mi pureza amazónica.

Y si la indumentaria de Wonder Woman se inspira en la estética dominatrix, la de otras superheroínas la reproduce sin ambages; como en el caso de Catwoman enfundada en su traje de cuero negro, que en algunas versiones lleva incluso zapatos de tacón (muy adecuados para correr y saltar por los tejados) y blande un látigo con el que «disciplinar» a sus adversarios.

Los zapatos de tacón merecerían un largo inciso, y es inexcusable dedicarles al menos uno breve. No hace falta recordar que figuran entre los principales fetiches sexuales, ni que los traumatólogos llevan décadas alertando sobre su uso, que no solo provoca daños en los pies sino también en las articulaciones de las piernas y las caderas, e incluso en la columna vertebral. La relación del calzado con la salud, la libertad y la dignidad no ha sido estudiada con la profundidad que el asunto requiere, pese a ensayos pioneros como This Mysery of Boots (1907), de H. G. Wells. El pie femenino, como instrumento y símbolo de la movilidad y la autonomía, ha sido objeto de agresiones brutales en muchas culturas (como el tradicional vendado de pies chino), y la nuestra no es una excepción: «Mujer casada, pierna quebrada» no es solo una metáfora odiosa. Y para encontrar más atractiva a una mujer con un calzado que limita sus movimientos y daña sus articulaciones hay que ser un enfermo intoxicado por la estética del dolor y el sometimiento. Fin del inciso.

La compleja dialéctica cultura-mercado genera una gran variedad de productos; algunos tienen éxito y ocupan lugares destacados en el escenario cultural, otros permanecen en los márgenes y muchos no logran siquiera salir a la luz. De vez en cuando un producto poco convencional, expresión más o menos oportuna u oportunista de una corriente transformadora, alcanza un cierto éxito, y es una buena señal, como es una buena señal que a la Casa Blanca llegue un presidente no del todo blanco. Pero sería ingenuo hacerse demasiadas ilusiones: ni Obama es un referente del Black Power ni Wonder Woman un icono feminista. Son dedos que señalan la Luna; pero la Luna, aunque ya no sea inalcanzable, sigue estando lejos.

(Continuará)

https://www.jotdown.es/2018/12/el-tigre-de-tarzan-v-el-culote-de-wonder-woman/
 
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