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"Years and Years": una distopía para toda la familia
publicado por Álvaro Corazón Rural

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Recuerdo leer en antiguos ejemplares de la revista comunista La calle reseñas escépticas sobre películas como las de la trilogía de La guerra de las galaxias. Se quejaba el crítico de que el género de ciencia ficción derivase hacia el entretenimiento y el escapismo, cuando tiene un potencial inherente para la crítica social e incomodar a las audiencias. La serie británica Years and Years de la BBC, emitida por HBO en España, habría sido de su agrado.

Su argumento es tan sencillo como ambicioso: tratar de anticipar cómo serán los próximos treinta años. No se trata de una crítica naif por un escenario apocalíptico tres siglos más tarde, sino que sitúa sus hipótesis a partir de dos años nada más y solo hasta 2030. En el resultado abundan hallazgos tan certeros sobre nuestro presente, expresados en el futuro que proyectarán, que el espectador los recibirá a carcajada limpia. Sin embargo, a medida que avance la miniserie, va cobrando más relieve la faceta de thriller familiar con protagonistas estupendos y la obra se torna más convencional. Tener, tiene un pase.

(Atención, SPOILERS a partir de aquí)

No siga leyendo si no quiere verse sorprendido por un destripe. Entre los grandes aciertos hay que citar sin duda alguna la brecha generacional. Es un hecho que todas las generaciones se creen el eje de la historia, ya lo dijo el sabio, como es un hecho también que todas están destinadas al adanismo al principio y el conservadurismo al final. Es una rueda sin fin que nunca dejará de girar. Por mucho que uno se proponga ser guay toda su vida, solo logrará acabar siendo un ridículo.

En este sentido, hay una escena impagable cuando unos padres hablan con su hija sobre ciertos problemas de personalidad que está experimentando al crecer. Los progenitores ya tienen la lección muy aprendida y solo quieren mostrarle su más fuerte apoyo si no se siente a gusto con su género o tiene algo que decir sobre su sexualidad, pero no van por ahí los tiros. El problema de la niña es que no se siente humana. Quiere ser una máquina, o menos que eso, código, hacerse uno con los infinitos datos de los que está hecha la red de redes. Su sueño es morirse. Sus papás son progres y modernos, pero por lo que sea no lo pillan. Surge la incomprensión. Los lazos familiares se quiebran. Drama.

Los personajes más mayores no presentan novedades tan interesantes, pero sus vidas están marcadas por la evolución del capitalismo. Cada vez hay menos empleos estables, como ahora, pero de forma más cruda, y más eufemismos para referirse a los trabajos esclavos. Uno de los miembros de la familia, tras arruinarse porque el banco en el que tenía sus ahorros se ha ido a la bancarrota, se hace rider. En el curro le corrigen cuando se refiere a sí mismo como repartidor, es un «mejorador de la vida».

Alexa o cacharros semejantes pasan a ser el centro del hogar. Controlan todas las llamadas, agendas y electrodomésticos. Los terroristas también evolucionan. Hace su aparición la bomba sucia. Artefactos explosivos que dejan una nube tóxica o radioactiva que envenena a todos los que están alrededor en ese momento. Indetectables e implacables.

El mayor problema político-social que se refleja es el de los refugiados y los migrantes. Todos los países de Europa van pasándose a la extrema derecha y recrudeciendo sus políticas con los extranjeros hasta llegar al más puro y genuino fascismo.

En este aspecto, es interesante ver la visión o el prejuicio que tienen de España los autores británicos. Se habla de «socialist Spain», donde imperan políticas garantistas. Refugiados y sin papeles pueden sentirse seguros en nuestro país. El giro distópico es que se produce una revolución de extrema izquierda, acaba con todo eso y vuelven las persecuciones a extranjeros porque «los extremos se tocan».

Un fenómeno absolutamente contemporáneo en el que se abunda es el de los políticos populistas. El personaje interpretado por Emma Thompson es una candidata que a base de decir tacos y boutades va ganando celebridad hasta que al final, para sorpresa de todo el mundo, llega a la presidencia. En este punto, no hay sorpresa ninguna en la distopía. Ese fenómeno lo llevamos viendo desde hace más de diez años con mayor o menor intensidad. Por otro lado, que su personaje sea un títere manejado por oscuros poderes tiene más de brochazo que de salida imaginativa e inteligente.

Sin embargo, aunque sea tópico, encaja en el sentido global de la serie, que viene a ser un qué pasará si todo sigue como hasta ahora. Si se sigue destruyendo empleo, si las políticas de extranjería son más restrictivas, si un mensaje político chusco y sin matices se impone en el debate, etcétera. Operando a diez años vista, la degradación de nuestra vida es mucho más palpable y es ahí donde se siente el vértigo que tanto ha reconocido el público y la crítica.

Sin duda, el mayor acierto de sus seis capítulos es el conflicto bélico. Trump, al final de su mandato, lanza un misil nuclear contra una isla china donde viven decenas de miles de personas. El incidente es de una gravedad extrema, miles de muertes, contaminación, todo lo que eso supone en el tablero geopolítico, etc., pero hay un detalle que lo clava: a la gente le da igual.

Hay un gran susto, conmoción, por un momento la gente se ve en Threads o The Day After, pero como los chinos achantan el mirlo y pasar, no pasa nada, a la gente no le importa, se indigna un poco y sigue con su vida. Lógicamente, no sabemos qué ocurriría en esas circunstancias, pero la crítica a la apatía general de hoy, no de mañana, es una carga de profundidad importante.

La pena es la deriva hacia el thriller y que los protagonistas sean una familia estupenda. Está el gay, el refugiado que han acogido, la activista ecologista anarquista lesbiana, la mujer negra, la minusválida, la abuela y el cishetero patriarcal que, vaya, es el malo. Es tremendamente complaciente. Las series, al menos en España, para poder reunir una audiencia rentable, tenían que presentar personajes de todas las edades con diferentes tramas y subtramas a la vez para todo tipo de público. Tenía que haber una familia, abuelos adorables, hombre sex symbolcon tableta, la guapa, secundarios varios al peso y niños. Quizá eso que ha hecho que tanta producción audiovisual española pecase de convencional y previsible, sea ahora, con ligeros matices, la forma de dirigirse al público joven. Una suerte de Los oprimidos superamigos de Parchís 5G. El colega Shane Meadows, con su aclamada The Virtues, tampoco andaba lejos de este principio.

Con todo, acentuar los defectos actuales de la sociedad, sus aspectos contradictorios y derivas más preocupantes, es un recurso perfecto para una crítica que permita cierta reflexión. Obviamente, en Reino Unido, un país que a todas luces parece que está dando decididos pasos hacia su desaparición, la preocupación es muy urgente.

https://www.jotdown.es/2019/07/years-and-years-una-distopia-para-toda-la-familia/
 
Última edición:
American horror story presenta el reparto de 1984 y no tiene desperdicio
Es la primera temporada sin Sarah Paulson
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AHS: 1984 será un homenaje al género slasher. (FX)
REDACCIÓN, BARCELONA
12/07/2019 09:13


American horror story cambia de personajes y tramas en cada temporada. Los únicos elementos que suelen tener en común son ciertos actores y que las tramas se mueven alrededor de clásicos de la cultura americana. Y, como ahora toca meterse con el género slasher de los ochenta, no tiene desperdicio ver la presentación de los actores de la novena temporada. Es toda una oda al look de Jane Fonda en sus míticos vídeos de aerobic.

No se puede decir que sea un tráiler pero sí un anticipo para entender que no es el fin del mundo (como mínimo a nivel televisivo). Y es que los fans de la franquicia de terror de Ryan Murphy y Brad Falchuk estaban un poco preocupados por dos ausencias fundamentales: es la primera temporada sin Sarah Paulson y Evan Peters, los dos miembros del reparto más habituales.

¿Y quiénes son los actores de esta temporada? Una veterana de la franquicia como Emma Roberts (Coven, Apocalypse, Freakshow), Billie Lourd (Scream Queens, Cult), el medallista olímpico Gus Kenworthy, Cody Fern (Apocalypse, American crime story: El asesinato de Gianni Versace), Zach Villa (Shameless), DeRon Horton (American vandal ) y otros rostros conocidos del universo Murphy como Angelica Ross ( Pose ), Matthew Morrison (Glee) y Leslie Grossman (Popular).

1984 tiene previsto homenajear películas como Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street y se estrenará el 18 de septiembre en Estados Unidos. Sarah Paulson no participa porque está involucrada en otro proyecto de Murphy, Ratched de Netflix, sobre el personaje de la enfermera Ratched de Alguien voló sobre el nido del cuco y su transformación de enfermera a monstruo absoluto.

https://www.lavanguardia.com/series/20190712/463421731679/american-horror-story-1984-reparto.html
 
The Twilight Zone
publicado por Antonio Errepé

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Rod Serling en The Twilight Zone, Will the Real Martian Please Stand Up?, 1961. Imagen: CBS

Ha servido de inspiración a músicos y estrellas del rock; a escritores, dibujantes de cómic, cineastas. No es extraño que a principios de los ochenta Steven Spielberg y John Landis unieran fuerzas para rendirle homenaje y que en definitiva muchos artistas de su generación sigan teniendo presente aquella serie que tanto les impactó de pequeños. Cada Nochevieja el canal temático Syfy le dedica un maratón de emisión ininterrumpida y uno de sus guiones ha acabado en libros de texto escolares. Quizás lo que realmente calibra el impacto que ha tenido este programa desde que fuera emitido en las postrimerías de la década de los cincuenta sea que raro ha sido el especial de Halloween de Los Simpson («Hungry Are the Damned», «Bart’s Nightmare», «Clown without Pity», «Homer3 », y un largo etcétera) que no haya homenajeado alguno de sus episodios más recordados. Hablamos de The Twilight Zone, una piedra angular de la primera ficción televisiva estadounidense que al menos en España no ha tenido la repercusión de otras series anglosajonas o la ventaja de tener un nombre excelso como el de Alfred Hitchcock como tarjeta de presentación. Sin embargo, su creador, Rod Serling, no solo fue uno de los mejores escritores televisivos de su tiempo (seis premios Emmy le avalan), sino también un claro precursor de la figura del creador, guionista y supervisor que hoy día encarnan nombres del panorama televisivo actual tan conocidos como el de David Chase o Vince Gilligan.

Rod Serling fue un niño extrovertido y muy hablador. Al igual que otros chavales de su generación creció leyendo las fascinantes historias de fantasía y ciencia ficción que ofrecían revistas pulp como Amazing Stories o Weird Tales. Junto con su hermano mayor acudía siempre que podía al cine para ver la última sensación en cine de aventuras o de terror. Era de esos chavales que hacía de su hogar —en Syracuse, Nueva York— un mundo de fantasía constante. De la fusión de esos recuerdos de infancia y los traumas de la guerra (Serling se alistó en el cuerpo de paracaidistas y luchó en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial) surgiría el hilo conductor de la futura The Twilight Zone. Tras licenciarse del ejército en 1946, aprovechó el sistema de becas y ayudas que el Gobierno concedía a los veteranos para estudiar Educación Física en la Universidad de Antioch. Muy pronto cambió sus estudios por los de Lengua y Literatura; había descubierto que escribir era para él una suerte de catarsis, una forma de lidiar con todo el horror que había vivido en la guerra. Decidido a trabajar en la radio cuando acabara sus estudios, enviaba cada guion que completaba a todas las estaciones de radio que podía. Fue en 1949 cuando por fin uno de sus guiones obtuvo respuesta: había ganado el segundo premio del concurso anual de guiones patrocinado por el programa Dr. Christian, de la CBS Radio. Tras graduarse se mudó a Cincinnati junto con su mujer. Allí trabajó como asalariado para la radio local WLW escribiendo de todo un poco, desde reportajes hasta diálogos; todo sobre temas y personajes que, según su parecer, eran lo menos interesante del mundo. Pero había que pagar las facturas.

Como suele suceder, aparte del talento, la diferencia entre el éxito y el fracaso estribó en hallarse en el lugar adecuado en el momento preciso. Y en 1951 ese lugar era un nuevo invento o forma de entretenimiento llamado televisión. El medio estaba creciendo rápidamente y había mucho espacio por llenar. Cualquiera con algo que decir o hacer era bienvenido. Serling nunca había dejado de escribir aunque fuera para sí mismo y en cuanto vio la oportunidad comenzó a enviar sus trabajos a las tres grandes cadenas televisivas (ABC, NBC y CBS) así como al creciente número de filiales y canales locales que iban apareciendo como setas por toda la geografía estadounidense. En aquel hambriento nuevo medio donde casi parecía importar más la cantidad que la calidad, los guiones de Serling, en los que todavía había mucho por pulir, acabaron destacando por su particular interés en el aspecto humano de cada historia. En cuanto comprobó que podía ganarse la vida como escritor freelance para la televisión, dejó su aburrido trabajo en Cincinnati. Su gran momento llegó en 1955 con «Patterns», un guion (en principio, otro de tantos) que había vendido al programa Kraft Television Theater. Aquella trama sobre luchas de poder dentro de una gran corporación dejó a crítica y público sin habla; los articulistas vieron en aquel episodio un paso hacia el futuro de la televisión y la respuesta de la audiencia fue tan entusiasta que, por primera vez en la historia de la televisión, un episodio de una serie fue reemitido. Finalmente Rod Serling se había convertido en alguien a tener en cuenta dentro de la industria televisiva.

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The Twilight Zone, The Fear, 1964. Imagen: CBS.
La consagración definitiva llegó un año más tarde con Playhouse 90, una apuesta de la CBS por ofrecer una, nunca mejor dicho, antológica serie de calidad como no se había visto antes. Con una amalgama de los mejores directores, actores, guionistas y técnicos disponibles, Playhouse 90 era uno de esos programas destinados a hacer historia. Por poner un ejemplo, por allí pasaron desde nombres consagrados como Charles Laughton o Boris Karloff hasta nuevos rostros como Paul Newman o Anne Bancroft. Con una entonces insólita duración de hora y media, como recalcaba su título, el objetivo era ofrecer tanto adaptaciones de obras literarias famosas como obras originales de los mejores guionistas del momento. El que el primer episodio de Playhouse 90 estuviera firmado por Serling (aunque fuera una adaptación) dice mucho de la reputación que tenía por aquel entonces en la televisión. El segundo episodio, «Requiem for a Heavyweight» —original, esta vez sí, de Serling— dio de nuevo mucho que hablar. Tanto que acabó siendo llevado al cine pocos años después.

Con su gran carisma personal, su talento, y su sex-appeal de hombre culto de los cincuenta, Rod Serling era una estrella; al menos, todo lo que podía serlo un escritor televisivo. Pero había una espinita que no le dejaba dormir, aunque fuera considerado uno de los mejores y se hubiera comprado una casa en la playa. Una vez vendía su guión, ya no tenía control alguno sobre su obra. Ya sabéis, la razón más vieja del mundo para que un guionista quiera convertirse en director. En la televisión de los cincuenta la censura era mucho más habitual de lo que pueda serlo hoy y muchas veces ni siquiera se debía a razones políticas o sociales. La influencia de los patrocinadores en el contenido de los programas era tremenda, y por ejemplo en «Requiem for a Heavyweight» se censuró una frase en la que alguien pedía una cerilla simplemente porque el patrocinador era una marca de mecheros. Así que cuando Serling tocó peligrosos temas raciales en «Noon on Doomsday», un episodio de The United States Steel Hour, la empresa patrocinadora U.S. Steel, temiendo algún tipo de boicot, se aseguró de introducir cambios sustanciales en la trama para que ningún cliente potencial se sintiera ofendido. La única ofensa fue, obviamente, para el autor. La historia volvería a repetirse en más ocasiones y de esa frustración nació The Twilight Zone. Serling estaba dispuesto a tener más control creativo sobre sus escritos y experimentar en un nuevo formato televisivo que forzosamente había de venir (y que en cierta medida había ayudado a crear). Las emisiones en directo habían protagonizado la programación hasta entonces, ficción incluida. Pero poco a poco los productores comprendieron que podían sacar más beneficio a una grabación enlatada que a una retransmisión de una obra de teatro destinada a perderse en el tiempo, por el simple hecho de que una grabación podía reutilizarse una y otra vez aumentando así los beneficios.

Todo comenzó con una original historia de un viajero en el tiempo titulada «The Time Element», palabras encabezadas por el título «The Twilight Zone». Rod Serling había escrito aquel corto relato poco después de acabar la universidad. El argumento era sencillo: si en vez de hablar simplemente de racismo entre blancos y negros en algún pueblecito de Alabama, lo hacía en términos de marcianos y venusianos, no habría amenaza alguna para los anunciantes y, con todo, quien pudiera o quisiera todavía podría leer entre líneas aquello de lo que realmente se estaba hablando. Al fin y al cabo, se consideraba que la ciencia ficción era un género totalmente inofensivo, relegado a entretenido forraje para niños y adolescentes. Si a esto le sumamos las posibilidades que ofrecía la nueva tendencia de emitir grabaciones en vez de representaciones en directo, el siguiente paso a dar estaba más que claro.

El guión de «The Time Element» fue comprado por la CBS quizás por la sencilla razón de que lo firmaba Rod Serling, pero tan pronto como llegó a la emisora fue archivado en ese limbo de las almas perdidas a donde van a parar muchas historias inclasificables que comúnmente conocemos como cajón. Quizás esa trama de viajes temporales habría quedado allí para siempre, y The Twilight Zonenunca habría nacido, si no fuera porque Bert Granet, productor de Westinghouse Desilu Playhouse, una serie de antología, buscaba desesperadamente una historia de empaque para su show. Tras contactar con Serling, este le señaló que una de sus historias languidecía en los archivos de la CBS. Granet no se lo pensó dos veces y le compró el guión a la cadena por una suma bastante respetable. Tras batallar con los mad men que representaban a la Westinghouse, Granet logró rodar «The Time Element» con la promesa de no volver a acercarse a la ciencia ficción nunca más; el legado comercial de George Westinghouse Jr. no podía ser representado por criaturas con antenas en la cabeza. ¿El resultado de todo aquello? Toneladas de cartas de un público entusiasta y críticas que lo calificaban como el mejor episodio que se había podido ver en Westinghouse Desilu Playhouse. Y, quizás, (esto es una dramatización), algún jerifalte en la CBS rascándose la cabeza de modo simiesco. Tal vez aquel tipo, Serling, supiera lo que se hacía después de todo. Démosle un piloto para esa serie que tiene en mente, a ver qué sale.

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The Twilight Zone, The Time Element, 1958. Imagen: Desilu Productions / CBS.
The Twilight Zone (una expresión sacada de la jerga de los pilotos aéreos) estaba a punto de arrancar, no sin algún contratiempo. El nuevo piloto para su serie, «The Happy Place», trataba sobre una futura sociedad totalitaria donde los ciudadanos, al cumplir sesenta años, eran enviados al lugar feliz del título, del que nunca volvían. Pero no gustó a los anunciantes por su tono tan deprimente. Serling se encogió de hombros y escribió otro piloto, «Where is Everybody?», mucho menos controvertido. Su trama sobre un tipo amnésico que recorre una población solitaria dio en el clavo y la CBS dio luz verde para que comenzara el rodaje. The Twilight Zone había nacido. La tarjeta de presentación funcionó también con los patrocinadores, que no dudaron en subirse al barco. Con el apoyo financiero resuelto, la CBS firmó el contrato para la primera temporada de la serie, que sería producida por el propio Serling, quien además se aseguraba escribir el 80% de los episodios, la posesión de los negativos y la mitad de los derechos.

Cada episodio, al compás de la hipnótica música de Bernard Herrman (aunque finalmente sería Marius Constant quien le daría a la serie su sintonía característica), arrancaba con una voz en off que nos presentaba esa dimensión desconocida donde todo era posible. Además, esa misma voz serviría como prólogo y cierre para cada episodio. Para cualquier seguidor de The Twilight Zoneresulta difícil pensar en alguien que no sea el propio Serling narrando cada episodio, pero la idea original fue tener a alguien de la talla de Orson Welles como narrador. Sin embargo Orson era demasiado caro, y las otras opciones no cuajaron, de modo que Rod se postuló a sí mismo. Y, como decía, resulta impensable la serie sin su presencia en cada episodio (presencia que, tras el último capítulo de la primera temporada, acabó cuajando de forma física, y no solo con su voz). La mano derecha de Serling sería el productor Buck Houghton, quien se aseguró de llevar los rodajes a los estudios de la MGM, que contaban con unos almacenes donde uno podía encontrar todo aquello que pudiera desear a la hora de rodar una serie, desde una nave espacial hasta un pueblucho del salvaje Oeste. También fue él quien trajo al director de fotografía George T. Clemens, responsable de dar una apariencia novedosa a una serie novedosa. Como directores se contaría principalmente con trabajadores experimentados en el medio televisivo, aunque en momentos puntuales también trabajaron con cineastas de la talla de Jacques Torneur, Richard Donner o Don Siegel.

La apuesta era arriesgada. Se rodarían veinte episodios antes siquiera de que hubiera un estreno y pudiera obtenerse una respuesta del público. Cada episodio conllevaba un día de ensayo y tres de rodaje. El ritmo de trabajo era exigente, especialmente para Serling, quien debía proporcionar gran parte del material escrito aparte de desempeñar sus labores de productor ejecutivo. De todas formas, en cuanto las cosas se pusieron en marcha, Serling pudo delegar y confiar en Houghton para las tareas de producción ejecutiva.

Dado que la fantasía y la ciencia ficción eran géneros menores, muchos quedaron muy sorprendidos de que un escritor de la categoría de Serling decidiera de la noche a la mañana rebajarse de esa manera. Era como si Picasso hubiera decidido dejar la pintura y dedicarse a las historietas. Pero como hemos visto, para Serling el paso estaba claro: en esos géneros estaba el vehículo perfecto con el que poder tratar todos los temas que quisiera, y con un formato autoconclusivo de media hora las posibilidades eran ilimitadas. En un episodio la trama podía tener lugar en el salvaje Oeste, y al siguiente trasladar la acción a una gran ciudad, para después aventurarse en algún lejano planeta. En ese aspecto la libertad era absoluta. Aunque Serling iba a proporcionar casi todos los guiones, sobre todo en aquella primera temporada, se encargó de que dos de los escritores de fantasía y ciencia ficción más reputados del momento, Charles Beaumont y Richard Matheson, contribuyeran también con historias propias. A lo largo de la serie Serling y Houghton comprarían historias a otros escritores, pero Beaumont y Matheson fueron siempre la primera opción. De su calidad baste señalar que Matheson, por ejemplo, fue el autor de la celebrada I am Legend.

El hilo conductor de una serie tan heterogénea en cuanto a sus tramas era, aparte de tocar temas de actualidad mediante la fantasía, invitar al espectador a la reflexión, darle algo que pensar, o bien dejarlo anonadado. Los giros argumentales y las sorpresas finales fueron una de las señas de identidad de The Twilight Zone. Con todo, desde el punto de vista del espectador contemporáneo, hay que tener en cuenta que la industria televisiva no era tan sólida como ahora, los presupuestos eran menores y el público era más inocente. Hoy en día algunos episodios han perdido su efectividad, pero muchos otros siguen siendo muy válidos. Además, en ocasiones, ya fuera por motivos de presupuesto o por un inesperado éxito entre el público infantil (algo que nadie en el equipo habría anticipado, dado el tratamiento adulto del género), la serie también ofrecía simples episodios de argumento pueril que servían como simple pasatiempo. Al fin y al cabo estamos hablando del año 1959 y no de Los Soprano. Pero en el episodio en que se decidían a profundizar en una buena historia, The Twilight Zone sigue siendo a día de hoy algo casi único.

Aquella primera temporada ya dio episodios fantásticos que todavía hoy siguen siendo considerados con admiración, como «The Lonely», la historia de un convicto solitario en un asteroide; «Time Enough at Last», en el que Burgess Meredith es un pobre diablo que tan solo desea que le dejen en paz para poder leer a gusto y lo consigue cuando tras un cataclismo se queda completamente solo sobre la faz de la Tierra; «Third from the Sun», paradigma de final sorpresa con unos científicos que planean robar una nave espacial y escapar antes de que estalle la guerra nuclear; «The Hitch-Hiker», en el que un autoestopista se convertirá en la pesadilla de Inger Stevens, siempre acechando en cada tramo de carretera; «The After Hours», una imaginativa trama que tiene lugar en unos grandes almacenes donde una mujer adquiere un dedal en una planta del edificio que al parecer no existe; «Walking Distance», una bonita historia inspirada por la infancia de Serling en la que un hombre de negocios se adentra en un pueblo que se torna extrañamente familiar; y sobre todo, «The Monsters Are Due on Maple Street», probablemente el episodio más brillante de la primera temporada: una excelente denuncia de la paranoia anticomunista y la Caza de Brujas disfrazada de ciencia ficción.

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The Twilight Zone, The Hitch-Hiker, 1960. Imagen: CBS.
Aunque la serie había estado a punto de no pasar del tercer episodio por su escasa audiencia, poco a poco fue encontrando su lugar en la parrilla. Y su público, parte del cual, como hemos dicho, eran niños impresionables que no fallaban ningún viernes a su cita puntual con el mundo de Serling. Muchos de esos jóvenes espectadores crecerían y se convertirían en escritores, músicos, dibujantes o cineastas famosos, y de uno u otro modo The Twilight Zone se dejaría sentir en sus obras. Durante la emisión de la primera temporada la popularidad del programa no dejó de crecer y pronto aparecieron revistas, tebeos y juegos de mesa con el nombre de la franquicia. Con todo cabe recordar que The Twilight Zone era un programa popular, pero no un éxito rotundo. En su segunda temporada fueron más las celebridades de Hollywood dispuestas a aparecer en el show y la CBS estaba más dispuesta a pagar sus sueldos. Paradójicamente, se produjeron menos episodios, seis de los cuales fueron rodados directamente en video, con la subsiguiente pérdida de calidad, para equilibrar un presupuesto que se estaba disparando. Con todo, en el primer episodio emitido, «King Nine Will Not Return», la historia de un piloto derribado en las arenas del desierto durante la Segunda Guerra Mundial que de repente observa en el aire un jet supersónico, se permitieron el lujo de rodar en exteriores y comprar un viejo bombardero B52.

Al igual que en la primera temporada, la serie siguió combinando episodios modestos con tramas sencillas como «The Whole Truth» (en el que un vendedor de coches compra un coche encantado que le obliga a decir la verdad en todo momento) o «Mr. Dingle, the Strong» (la historia de un arquetípico hombre débil que es convertido en un moderno Hércules como consecuencia de un experimento sociólogico llevado a cabo por un marciano con dos cabezas) con capítulos más complejos y vuelcos sorpresivos en la trama; ese tipo de historias por las que The Twilight Zone es recordada. Episodios memorables de esta segunda temporada fueron «Nervous Man in a Four Dollar Room», una trama con el sello de Serling en la que un pobre gángster fracasado encuentra a su otro yo (más duro y seguro de sí mismo) en el espejo; «The Howling Man», una de las excitantes historias con aire de cuento tradicional por obra de Charles Beaumont; «Dust», otro cuento en forma de western crepuscular; «Eye of the Beholder», probablemente el episodio más complejo desde el punto de vista técnico de toda la serie y uno de los más recordados por el público, en especial por su inolvidable final (Douglas Heyes, quizás el director más imaginativo de todos cuantos participaron en el programa, se encargó de rodarlo); «The Obsolete Man», firmado una vez más por Serling, es una gran crítica a los regímenes totalitarios; y «The Invaders», típica historia Twilight Zone donde nada es lo que parece.

Seguramente casi todos los seguidores tengan entre las primeras temporadas su favorita. Yo me quedaría probablemente con la tercera, a pesar de que un agotado Rod Serling declaraba que su inspiración se estaba agotando: «I’ve never felt quite so drained of ideas as I do at this moment» («Nunca me he sentido tan falto de ideas como en este momento»). Fue durante esta temporada cuando se emitieron algunos de los episodios más recordados de la serie, muchos de los cuales no fueron escritos por Serling, quien, como hemos visto, reconocía no estar pasando por uno de sus mejores momentos creativos. Ya el primer episodio, «Two», una bella historia de amor entre Charles Bronson y Elizabeth Montgomery en un mundo postapocalíptico, fue escrito y dirigido porMontgomery Pittman. Aparte de recurrir a los habituales Beaumont y Matheson (quien escribió un episodio cómico como vehículo para Buster Keaton, además de otro capítulo clásico de la serie, «Little Girl Lost»), la producción se nutrió también de nuevos guionistas, entre los que sobresale Ray Bradbury y su «I Sing The Body Electric», que trata de la relación entre una pequeña y su nueva tutora robot. En varias ocasiones Serling se dedicó simplemente a adaptar relatos cortos de otros escritores, obteniendo por lo general grandes resultados; de dichas adaptaciones hay que destacar sin duda «To Serve Man», uno de los capítulos más famosos de la serie, que versa sobre un encuentro con una civilización alienígena aparentemente dispuesta a ayudarnos en todo lo que necesitemos; y la que creo es la historia por excelencia de esta temporada, «It’s A Good Life», que habla de un pueblo aterrorizado por un niño caprichoso con extraordinarios poderes (soliviántale, ¡y tal vez acabes convertido en una caja sorpresa!). Destacaría también «Five Characters in Search of an Exit», aunque solo fuera por su sorprendente referencia a Pirandello. A pesar de que en esta temporada Serling contribuyó con menos guiones originales de los habituales, todavía fue capaz de regalarnos algunas estupendas historias como «Deaths-Head Revisited», en el que un antiguo oficial de las SS que se encuentra de visita nostálgica en Dachau, el campo de concentración donde sirvió durante la guerra, tiene un encontronazo demasiado realista con el pasado; «The Midnight Sun», otro episodio con típico giro argumental marca de la casa; «One More Pallbearer», uno de los varios capítulos influidos por la realidad de la Guerra Fría y el peligro nuclear, o un interesante pero menos conocido título, «The Gift», historia de un contacto entre un alienígena y el Salvaje Oeste, décadas antes de Cowboys & Aliens.

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The Twilight Zone, Mr. Dingle the Strong, 1961. Imagen: CBS.
Aunque la serie estaba haciendo historia (sobre todo en las impresionables mentes de muchos jóvenes y niños), las audiencias no eran malas, la crítica era favorable y parecía claro que el programa formaba parte ya de la cultura norteamericana —Serling estuvo encantado cuando en cierto discurso el Secretario de Estado Dean Rusk soltó esta frase: «the twilight zone in diplomacy»—, la cuarta temporada nació lastrada por la falta de patrocinadores. La CBS no pudo firmar ningún acuerdo y cuando llegó la fecha límite en la primavera de 1962 simplemente decidió poner otro programa en su lugar, Fair Exchange. A través de su productora, Serling siguió con la tarea de encontrar algún patrocinador en algún lado. Cuando finalmente lo logró, la CBS aceptó resucitar The Twilight Zone en enero de 1963, sustituyendo a su vez a Fair Exchange. El problema era que el espacio que ocupaba ahora esa emisión era de una hora, no de treinta minutos como antes, y la cadena obligó a los productores a doblar la duración de los dieciocho episodios que había encargado. Como arguyeron y protestaron Serling y el resto del equipo, treinta minutos era el minutaje ideal para desarrollar cada episodio de la serie; alargando el programa a una hora se perdería la esencia de esas pequeñas píldoras de fantasía o cuentos contemporáneos. Tal y como afirmó Houghton, con el nuevo formato si empezabas con alguien que traspasaba paredes, cuando llegara el minuto cuarenta debía estar caminando sobre el agua para mantener el interés del público. Pero la CBS no dio su brazo a torcer y la duración del programa se alargó hasta casi los sesenta minutos.

Además de la nueva duración, el otro gran problema que afectó a aquella cuarta temporada fue la marcha de Buck Houghton, quien junto a Serling había sido el gran artífice de todo lo que había logrado The Twilight Zone; si Serling había sido el cerebro, Houghton había sido el músculo. Ambos se habían compenetrado muy bien y aunque la cadena siguió la recomendación de ambos fichando aHerbert Hirschman como nuevo productor, una parte esencial del mecanismo que había hecho funcionar a la serie se perdía con la marcha de Houghton. Y por último, pero quizás sea la causa más importante, Rod Serling estaba cansado. Se había esforzado por mantener la serie a flote, pero cuando la CBS decidió devolverla a la parrilla Serling ya había aceptado una oferta para dar clases en la universidad de Antioch, su alma mater. Después de tres años de trabajo duro en su programa, lo cierto era que no iba a echar en falta sus labores de productor ejecutivo, que se redujeron al mínimo. Durante aquella cuarta temporada seguiría ejerciendo de presentador y narrador, y seguiría contribuyendo con algunos guiones, pero poco más.

Todos estos factores afectaron a la calidad de la serie, que declinó sensiblemente frente a las temporadas anteriores. Siguió habiendo episodios destacables, como «In His Image» (con guión de Beaumont), o el favorito de Serling en aquella temporada, «On Thursday We Leave for Home», pero sencillamente el programa ya no tenía ese «toque» distintivo por el que se había caracterizado. Por otro lado, al pasar su emisión a los jueves por la noche, Serling temía que gran parte de la audiencia más joven del programa dejara de seguir la serie, marcando así su inevitable final.

Tras aquella por lo general mediocre cuarta temporada, la CBS reconoció su error y renovó la serie para una quinta en la que se volvería al formato de media hora. Había quedado patente que algunas historias que habrían podido funcionar muy bien en veintitantos minutos quedaban diluidas al alcanzar los cincuenta. En otras ocasiones había habido episodios en que la trama había funcionado pero no sus actores. Todo ello era algo que debía ser corregido. Bert Granet, el mismo que había hecho posible que la serie llegara a existir, continuaría como productor tras haber aterrizado en el programa a mitad de la temporada anterior. Matheson y Beaumont (quien por causa de una enfermedad degenerativa comenzó a ser apoyado en ocasiones por Jerry Sohl como escritor negro o fantasma) siguieron contribuyendo con sus guiones, además de los de un Serling que continuó distanciado de la serie y centrado en sus clases académicas que, por otra parte, habían resultado ser un trabajo casi tan agotador como el de productor ejecutivo.

La quinta temporada de la serie fue la constatación de que el mejor momento del show ya había pasado. Los clichés eran cada vez más evidentes y numerosos, había historias que parecían un remedo de otras que ya habían aparecido en temporadas anteriores, y aunque algunos episodios contaban con buenos puntos de partida («A Kind of a Stopwatch», «The Old Man in the Cave», «You Drive», «The Jeopardy Room»), quedaban lastrados por una pobre producción, intérpretes limitados o guiones poco pulidos. Con todo, cuando todos los elementos funcionaban como era debido, The Twilight Zone seguía siendo imbatible tanto por su originalidad como por su calidad. En este aspecto, tanto por cantidad como por calidad, Richard Matheson fue sin duda la pluma estrella de esta última temporada. Ya en el segundo episodio el escritor dio en la diana con «Steel», adaptación de uno de sus relatos en la que un antiguo boxeador (el gran Lee Marvin) metido a mánager en peleas de robots, ha de suplantar a su combatiente robótico cuando este falla en el último momento. La semana siguiente Matheson reinó de nuevo con «Nightmare at 20.000 Feet», uno de los episodios por excelencia de la serie, en el que William Shatner las pasa canutas cuando una especie de gremlin comienza a hacer de las suyas en el exterior del avión con el que regresa a casa tras una largo «descanso» por una crisis nerviosa (una de sus características historias de terror en la cotidianidad; por algo Stephen King es un fan declarado de Matheson). Jerry Sohl, a través de Charles Beaumont (que aportó la idea), tuvo también su momento de gloria con «Living Doll», el formidable capítulo en que una aparentemente inocente muñeca parlante trata de acabar con la vida de Telly Savalas. «Night Call» (Matheson de nuevo), «Number Twelve Looks Just Like You» (Beaumont/Sohl) y quizás, en menor medida, «The Masks» (Serling) merecen también ser destacados. El resto de episodios se debaten entre buenos arranques con malos finales, capítulos más o menos mediocres y otros en los que directamente poco hay que salvar.

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The Twilight Zone, Uncle Simon, 1964. Imagen: CBS.
El cambio de productor después de trece episodios rodados tan solo pareció favorecer el rápido declive de la serie. La mayoría de los mejores episodios de la temporada ya habían sido enlatados para cuando William Froug llegó a la serie, y su criterio para elegir guiones ciertamente era bastante más cuestionable que el de sus predecesores. Aun así hay que darle el mérito de «An Occurence at Owl Creek Bridge»: con un episodio todavía por rodar, la producción había sobrepasado el presupuesto y la solución de Froug fue comprar un mediometraje francés —prácticamente cine mudo— que había visto anteriormente y que había triunfado en Cannes. Tras ser remozado para su emisión, la sorpresa llegó cuando la acogida del episodio fue bastante buena, tanto que acabó ganando un Oscar al mejor cortometraje.

Fue el último gran logro de The Twilight Zone. Ni el nuevo productor ni los nuevos guionistas parecían haberle cogido el punto a la serie. Matheson seguía en forma, sí, pero Beaumont estaba enfermo y Serling simplemente se había vaciado; estaba exhausto, falto de ideas y de interés por el programa. Las audiencias seguían siendo buenas (dentro de los márgenes en que se había movido la serie), pero los costes de producción cada vez tenían menos contentos a los capos de la cadena. Lo que pasó a continuación probablemente no sorprendió a nadie, salvo quizás a sus espectadores más devotos: la CBS decidió no renovar The Twilight Zonepara una sexta temporada. Más que satisfecho con lo que dejaba tras de sí, Serling cerró su productora y pasó a trabajar en otros proyectos.

Acababan así cinco mágicas temporadas en una televisión de otra era. Mágicas porque, con sus altibajos, The Twilight Zone había intentado ir donde ninguna serie había llegado antes, adentrándose más allá del puro entretenimiento y explorando situaciones y temas que sorprendieran o dieran que pensar al espectador. Una calidad y profundidad convenientemente situadas en el contexto de su época y con las que seguramente estemos más familiarizados en estos días que en aquella primera Edad de Oro en la televisión norteamericana. En España resulta difícil hacerse una idea de la trascendencia que The Twilight Zone ha tenido en la historia de la televisión y en la cultura popular norteamericana, pero como mencionaba al principio, las continuas referencias a la serie en los especiales de Halloween de Los Simpson son un buen síntoma de la importancia del legado que dejó Serling tras de sí. Además, tanto la serie como su merchandising siguen teniendo buenos niveles de ventas, y los fallidos intentos de resucitar la serie tanto en lo 80 como en el 2002 no han hecho sino evidenciar que la serie original fue demasiado especial como para ser remozada así como así. Milagros como el de Doctor Who no ocurren todos los días, y sinceramente resulta difícil concebir una nueva The Twilight Zone sin tener a Rod Serling a los mandos de la nave. Con sus fallos, que los tiene, y que creo son más achacables a la industria televisiva de la época que a sus productores, The Twilight Zone apostó claramente por la calidad (como han atestiguado muchos intérpretes y escritores que participaron en la serie) y por dar al espectador no solo entretenimiento, sino una idea que masticar y reflexionar. Un venerable objetivo que entronca al programa con cualquiera de las grandes series de esta nueva era dorada de la televisión que podáis tener en mente. Serling nunca tuvo a una todopoderosa HBO detrás para apoyarle, algo que se refleja en los continuos vaivenes de calidad en unos episodios que no dejaban de ser autoconclusivos, pero precisamente por ello su mérito es aún mayor cuando contemplamos a Robert Redford tratando de convencer a una anciana que teme la visita de la Parca para que le abra la puerta, o a un astronauta sucumbiendo a sus ansias de sentirse un dios cuando descubre una civilización de seres diminutos, o en definitiva cualquiera de las maravillosas historias que nos dejó el programa, y que en su conjunto acabaron demostrando que realizar ciencia ficción adulta en la televisión era posible. Curiosamente Serling llegó a declarar años después refiriéndose al conjunto de su obra que sentía que si bien podía ser de cierta calidad, no pasaría la prueba del tiempo. Desde luego en cuanto a The Twilight Zone se refiere no cabe duda de que se equivocó, como prueban cada Nochevieja los espectadores de SyFy asistiendo puntuales al maratón televisivo anual de la serie, como lo hace quien compra una camiseta o taza con el logo clásico del programa o en definitiva como lo hace quien decide introducir un disco de tal o cual temporada en el reproductor y se deja transportar desde su salón a eso que Serling definió como «la dimensión de la imaginación». Por lo tanto invito a quien todavía no conozca esta serie a que se aventure por sus distintos senderos, disfrute con sus giros argumentales y paladee sus inteligentes moralejas; en definitiva invito a los lectores a descubrir la obra cumbre de ese gran talento televisivo que fue Rod Serling. Como decía el propio Serling en el prólogo de cada episodio de la tercera temporada, «Your next stop, the Twiight Zone!».

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The Twilight Zone, Walking Distance, 1959. Imagen: CBS

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Buffy Cazavampiros
publicado por Juan Luis Mármol



En 1992 se estrenó una película un tanto peculiar. La protagonista era la chica más popular del instituto: capitana del equipo de animadoras, saliendo con el capitán del equipo de lo que en USA llaman football, un pelazo rubio que te cagas y sin necesidad de seguir ninguna moda porque ella es la que marca tendencia (eso sí, la moda adolescente de los noventa, así que tampoco debería creérselo mucho en ese sentido). Sin duda, un personaje altamente odioso, la protagonista de una película más de instituto, sin nada que aportar a un género que tampoco es que aporte demasiado. ¿Sin duda? Bueno, no lancemos las campanas al vuelo, porque nada es lo que parece en este mundo.

Esta chica, de apellido Summers, responde al nombre de Buffy. No lo sabe aún, pero es la Elegida de nuestra generación, y ella sola tendrá que defendernos de los vampiros y demonios que intentan destruirnos. Eso ya es más interesante. Vamos a ver el reparto… hum… Kristy Swanson, Luke Perry, David Arquette… no está mal. Rutger Hauer, que ha visto cosas que nosotros no creeríamos. Interesante. ¡Donald Sutherland! Es un gran reparto, la historia es convincente, a ver quién la firma… ¡Joss Whedon! Menudo cóctel explosivo puede suponer esa mezcla.

Lo fue, de hecho, pero no en el sentido positivo de la expresión: Sutherland hacía lo que le daba la gana, el estudio metía sus narices donde no le llamaban… De la idea original de Whedon a lo que vimos en pantalla hay un largo calvario tan duro que el director se desmarcó del resultado. No le gustaba lo que habían hecho con su proyecto y estaba cabreado. Tanto que decidió coger el toro por los cuernos y arreglar la situación. Se puso a trabajar y así es como nació, cinco años después, la serie de televisión Buffy Cazavampiros.

La historia es la misma, pero sin hacer referencias a la película, fuera del canon, y con la historia de orígenes de Buffy ya despachada. Comienza con la llegada de una nueva alumna al pueblo Sunnydale, después de que la cazadora, interpretada porSarah Michelle Gellar, fuese expulsada de su anterior instituto por quemar el gimnasio. Luchando contra los vampiros, claro, a los que descubrió en cuanto recibió «la llamada», pero eso no quedaría muy convincente como excusa, claro está. Más aún si tienes que mantener tu don en secreto para no comprometerte. Ese don, esa «llamada» es lo que convierte a las elegidas en cazadoras de pleno derecho, pues cuando una muere, otra debe ocupar su lugar. Así, esta chica que había tenido una especie de sexto sentido toda su vida, lo que ella había creído intuición, se convertirá en una supermujer con una fuerza extraordinaria y una eficaz exterminadora de plagas sobrenaturales. Pero esto no es automático. La cazadora no nace sabiendo que algún día se convertirá en la defensora de la humanidad. No en estos tiempos, al menos. Antes, la elegida de cada generación crecía bajo la tutela de un Vigilante, miembro de un Consejo tan antiguo como la Primera Cazadora, que vela por la seguridad de estas chicas y ejerce como guía y entrenador personal. Porque, aunque tienen un talento innato espectacular, si no entrenan, si lo descuidan, pueden acabar lamentándolo. Pero los tiempos cambian y el Mal no se manifiesta con tanta regularidad como antes. Los vampiros han pasado a ser leyendas de antaño, cuentos para no dormir y la humanidad tiene que centrarse en cosas más importantes. Además, cada cultura es diferente y, en muchas ocasiones, el don no es tan bien recibido. Porque una chica de instituto como Buffy no tiene entre sus metas el salir a matar criaturas de la noche. Es más, en estas situaciones, en este tipo de historias, la chica rubia, animadora y popular del «insti» suele ser de las primeras en morir, o el último personaje en quien confiarías a la hora de salvar la situación. Pero el señor Whedon es un especialista en coger estereotipos y retorcerlos a su gusto (basta con echarle un vistazo a la magnífica The Cabin In The Woods, que tiene su sello, para convencerse de esto). Y en esta serie decidió que esa chica se convertiría en la heroína, la que pega las leches mientras hace comentarios ingeniosos hasta que llega su destino que muy a su pesar consiste en proteger a la humanidad.


Imagen: WB Television Network.
Pues bien, como decimos, Buffy se debate entre recuperar su vida anterior o aceptar el camino que debe recorrer (o al menos, que pueda compaginar ambas labores) mientras llega a la pequeña ciudad. Un destino nada casual, pues aunque en principio parece anodina y sin nada malvado que combatir, en otros círculos a Sunnydale se la conoce como «la Boca del Infierno», uno de los puntos geográficos en los que el Mal se concentra con especial intensidad. Y el epicentro de esa boca se encuentra en el nuevo instituto al que «destinan» a Buffy. Todo muy conveniente. Tras conocer a Giles (interpretado por Anthony Steward Head), su nuevo Vigilante, comenzará su preparación para aniquilar a todo aquel que intente abrir la Boca del Infierno sin fracasar escolar y socialmente.

¿Cómo podríamos definir Buffy, Cazavampiros? La salida más sencilla sería decir que es una serie de instituto al uso en la que vemos cómo la protagonista hace amigos, genera las envidias y desprecios de las chicas populares, trata de aprobar y se enamora del chico misterioso y atractivo, pero con el añadido de peleas impresionantes contra monstruos de todo tipo.

La respuesta compleja sería decir que esta serie comienza con la definición anterior pero con una evolución extremadamente rica y muy espectacular, tanto en el desarrollo de personajes, en los arcos argumentales de las temporadas, en las historias de los episodios, como en la parte técnica, los efectos especiales, el presupuesto, etc. Whedon nos presenta un pequeño universo lleno de personajes que ganan importancia o la pierden, situaciones que se recuperan con acierto en episodios posteriores, nuevas perspectivas para entender algunas criaturas o leyendas; decíamos antes que el director es muy dado a pasarse los clichés por el forro, y en esta serie lo hace mucho: Halloween es el día en que los fantasmas, monstruos, vampiros y demás NO hacen nada, hay demonios a los que ni les va ni les viene eso de matar o conquistar el mundo, o el Bien tampoco es tan puro…

Todo eso para crear una mitología que conquistó rápidamente a las audiencias y que hizo que la serie entrase por méritos propios entre las cincuenta mejores series de todos los tiempos. Una mitología que no se detuvo con el final prematuro (por causas que explicaremos más adelante) de la serie de televisión, pues siguió en cómics que Joss Whedon sacó adelante para cerrar las dos últimas «temporadas» de la historia de Buffy.

Así que dejamos claro que la serie no es moco de pavo.

¿Por qué caló tan hondo esta serie? Quizás el motivo principal sea que era una serie «para cualquier sensibilidad»: los que buscaban acción la tenían a raudales; aquellos que deseen una serie que se preocupe de la profundidad de sus personajes también podían verse satisfechos; los que querían entretenimiento lo tenían garantizado, al igual que quienes buscasen tramas profundas e historias bien construidas. La serie ofrecía tramas amorosas interesantes, como la de Xander (Nicholas Brendon), el amigo payaso de Buffy, uno de los personajes más queridos de la serie, y la exdemonio de la venganza (una movida muy larga) Anya (Emma Caulfield); la relación mágico-lésbica entre la adorable y, posteriormente, terrible, Willow (Allyson Hannigan) y Tara (Amber Benson); o la anterior relación de Willow con Oz (Seth Green), un rockero que termina siendo un hombre lobo. Aunque, evidentemente, los amoríos más importantes son los tres que implican a Buffy: el primero, con Angel, el vampiro que más tarde tendría su propio spin-off (bastante inferior a esta serie), un romance muy tortuoso por varias razones: Angel es un vampiro maldito que recuperó su alma (imaginen qué terrible sentir remordimiento por todas las vidas con las que terminaste a lo largo de tus doscientos años), constantemente deprimido, pero irremediablemente enamorado de la cazadora de vampiros, destinada a aniquilar a esa especie. Luego está Riley (Marc Blucas), un estudiante interno en el departamento de Psicología de la Universidad de Sunnydale y que, en sus ratos libres, es el miembro de un proyecto militar secreto, La Iniciativa, que combate a todas las criaturas mágicas hostiles, por lo que sus caminos se cruzarían inevitablemente. Y, por último, la más complicada de todas, con el mejor personaje de toda la serie: Spike (James Marsters), un vampiro conocido en su día como William el Sangriento, uno de los peores enemigos de Buffy, pero que, a causa de un chip desarrollado por La Iniciativa que le fríe el cerebro si trata de hacer daño a los buenos, se convierte en un antihéroe sin escrúpulos, capaz de ayudar a los protagonistas en unos episodios o venderlos al mejor postor si así obtiene algún beneficio. Buffy y Spike protagonizan una de las relaciones amor-odio más literalmente brutales que se recuerdan.


Imagen: WB Television Network.
Hablando de Spike, otro de los atractivos de la serie es la gran variedad de enemigos principales: desde el Amo, uno de los vampiros más poderosos y temidos de su raza, hasta el Mal puro y duro que representa el Primero, pasando por el mencionado Spike, la inestable dualidad conocida como Glory o el siniestro alcalde y «fundador» de Sunnydale Richard Willkins, Adam (o el moderno moderno Prometeo psicópata zumbado) o los menos carismáticos nerds que deciden convertirse en supervillanos gracias a su dominio de la tecnología, la magia negra o las referencias a películas de ciencia ficción o cómics (especialmente los de Marvel, donde Whedon parece tener algún tipo de influencia o algo así). Salvo estos últimos, los villanos tienen una grandísima fuerza, no solo como entidades poderosas malvadas, sino como personajes. Cada uno representa tipos de terrores muy concretos, una heterogeneidad que provoca que disfrutes con cada enemigo y que, aunque los eches de menos de una temporada a otra, no es porque el de la siguiente temporada sea un fracaso, salvo la temporada de los nerds. Y si grandiosos son los enemigos principales, no podemos olvidarnos de los secundarios, aquellos que aparecen en uno o pocos episodios, pero que dejan una huella imborrable. El primero que se me viene a la cabeza es el sacerdote Caleb, interpretado por Nathan Fillion en la última temporada. Un cura de una fuerza sobrehumana que, en lugar de hacer el Bien, decide interpretar la Biblia a su manera para exterminar tanto al pecado como al pecador. Aunque el concepto de pecado no sea el más ortodoxo, claro. Pero en esta categoría reinan The Gentlemen, unas criaturas sacadas de cuentos infantiles que aparecen en uno de los mejores capítulos que ha dado la serie: «Hush». Lo que les hace tan terribles es, además de su escalofriante aspecto (extremadamente delgados, de un color enfermizo, mirada enloquecida y una perenne sonrisa de lo más aterradora), que roban las voces de todos los habitantes de las ciudades a las que van. Ese capítulo es, efectivamente, sin diálogo.

Pero lo que más beneficia a la serie es, sin duda, la voluntad de su creador de hacer llegar al público sus propias aficiones de una forma atractiva. Ya hemos hablado de la influencia de los cómics. Hay miles de referencias a los cómics más importantes de la Casa de las Ideas o a las películas de La guerra de las galaxias. Si hay alguna temporada en la que más se note la influencia comiquera es la cuarta, la de La Iniciativa, que en ocasiones recuerda a la agencia S.H.I.E.L.D. Y no solo se dedica difundir cosas así.

Una de las obras más conocidas de Joss Whedon es Dr. Horrible (Sing Along Blog), que protagonizaban Neil Patrick Harris, Felicia Day y Nathan Fillion. Y, ¿qué es esto? Un musical. ¿Adivinan cómo es uno de los episodios de la serie? Efectivamente: un musical. Y, además, uno de los mejores episodios: «Once Again, With Feeling», la otra cara de la moneda que forma con «Hush». En este, un demonio provoca que cualquier situación cotidiana se convierta en un espectacular número musical protagonizado por gente que acaba on fire. Literalmente.

Imaginarán que, para realizar un episodio tan arriesgado, Whedon debía tener la confianza total de los productores. Y así es. Una confianza que se ganó a lo largo de las siete temporadas que duró la serie, en la que tampoco había puestas demasiadas esperanzas y que pasó a tener un gran presupuesto por el impacto generado. La muestra más significativa es la frecuencia de la mítica forma en que los vampiros mueren cuando les clavan una estaca, un efecto digital que convierte al vampiro rápidamente en un esqueleto que estalla en una nube de polvo. Por lo visto era carísimo, y había muy pocas muertes así en pantalla (se suplía con el efecto sonoro fuera de plano). Esto cambió, evidentemente, así como la mejora de las transformaciones de los vampiros o las criaturas generadas por ordenador.

Pero, lamentablemente, la serie llegó a su fin demasiado pronto. No es algo que ocurriese de la noche a la mañana, pues la séptima temporada nació como la última que se grabaría de Buffy, Cazavampiros. Por varios motivos. El principal tiene nombre y apellidos: Sarah Michelle Gellar. Siete temporadas encarnando a la protagonista deben cansar, y conforme avanzaba la serie, si al personaje de Buffy se le notaba de forma convincente el cansancio era porque la actriz se sentía igual. No quiso continuar en un papel del que se siente orgullosa, pero que la agotó. Ella misma dijo que no se trataba de perseguir una carrera cinematográfica o explorar otros papeles, sino que necesitaba un descanso. Además, la cadena que emitía la serie, la WB Television Network iba a cerrar. En estas circunstancias, Whedon se vio obligado a escribir toda una temporada de despedida en la que Buffy se enfrentaba al Primero, con la ayuda de todas las futuras cazadoras. En esta temporada entraron nuevos personajes, se despidieron algunos y se cerraron algunas tramas que habían quedado abiertas para usarlas en el futuro. Pero, sobre todo, se ponía punto y final a la versión audiovisual de las aventuras de Buffy. Porque la serie termina con un final muy abierto que, como hemos señalado, Whedon concluyó con dos «temporadas» de cómics, más de una treintena. Se habló durante años de una posible película, pero se antoja imposible, sobre todo teniendo en cuenta lo atareado que está Joss con el universo Marvel. De todos modos, no hace falta.

PD: Y sería bastante imperdonable que volviese antes algo de Buffy que de Firefly.


Imagen: Dark Horse Comics.

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Broadchurch


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Foto ITV

Finalmente estrenada en España, Broadchurch es —como la calificaba el año pasado un periódico de su país— la serie con la que «la televisión británica finalmente ha conseguido seguir la estela a la de sus primos escandinavos». Por si usted no cae en la cuenta, con lo de «primos escandinavos» se refieren a la extraordinaria serie danesa Forbrydelsen, de la que ya hablamos en su momento y cuyo eco es mucho más persistente de lo que nadie hubiese vaticinado unos años atrás. Forbrydelsen no solamente ha producido un viraje estilístico en la ficción policíaca y detectivesca a ambos lados del Atlántico (un artículo del New York Times proponía la etiqueta, simple pero elocuente, de «nuevo estilo internacional» para los nuevos programas que parecen seguir sus parámetros) sino que además era solamente cuestión de tiempo que el Reino Unido produjese su propia imitación del original. Pues bien, esta imitación es Broadchurch, que en el Reino Unido ha encandilado a los críticos además de cosechar un enorme éxito de audiencia. En España, mientras escribo estas líneas, se ha estrenado con una fría acogida de la audiencia e incluso he leído alguna que otra crítica más bien despectiva. Definitivamente no parece el tipo de programa destinado a cuajar en nuestro país, aunque tampoco resulta sorprendente, ya que la propia Forbrydelsen no generó, ni de lejos, un culto similar aquí del que gozó en las islas británicas.

Tanto el argumento como la factura de Broadchurch recuerdan mucho a la citada serie danesa y eso es justificado motivo de comparaciones más que obvias, pero necesarias. Quizá haya que empezar diciendo que Forbrydelsen era una obra maestra, de lo mejor que se ha visto en televisión en bastantes años y probablemente continúa sin ser superada en su género (al menos en su primera y tercera temporadas) y que Broadchurch no lo es. Pero sí es lo bastante buena para que la podamos considerar una digna marca blanca o un sustituto de calidad. Varios de los elementos típicos de Forbdryselsen están ahí: para empezar, tenemos un único crimen (el asesinato de un niño de once años) y toda una temporada de ocho episodios para resolverlo mediante una investigación policial laberíntica en la que casi cualquiera puede parecer sospechoso. Además, se exploran las consecuencias psicológicas que ese crimen tiene sobre toda la comunidad, y nos muestran el perturbador panorama de una sociedad que de repente parece perder toda cohesión y termina sumida en un pozo de desconfianza generalizada. También tenemos a cargo del caso a una pareja de policías que destaca por el agudo contraste de personalidades entre un investigador que es un individuo normal y otro más disfuncional cuya vida personal es un caos o bien un vacío (esquema este que tras el advenimiento de la inolvidable Sarah Lund ha venido repitiéndose una y otra vez, desde la Saga Nóren de Bron/Broen hasta el Rusty Cohle de True Detective).

Siguiendo con el planteamiento argumental, el asesinato genera una oleada de ondas sísmicas en la hasta entonces apacible localidad de Broadchurch, ya sea en forma de luto desgarrador, de suspicacias mutuas o con el progresivo descubrimiento de que todo el mundo parece tener secretos inconfesables que intenta esconder a cualquier precio. El tono de la serie es oscuro y desesperanzado, prestándose especial atención a la descomposición en las relaciones interpersonales de los personajes, y cómo el crimen mancilla, desequilibra o directamente arruina la vida de aquellos que se ven involucrados en el asunto de una manera u otra. La nubosa costa del sur de Gran Bretaña sirve de plomizo escenario, y voilà, ahí tienen su Forbdrydelsen a la inglesa. Pero, ¿cumple bien la serie este cometido? Puede decirse que sí. Forbdrydelsen era más compleja y mejor en casi todos los aspectos, pero insisto en que Broadchurch es un digno derivado.

Para empezar, tenemos un fantástico reparto, uno de los puntos fuertes de la serie. Uno de los dos protagonistas es David Tennant, a quien algunos recordarán por Doctor Who y que aquí interpreta al arisco inspector escocés Alex Hardy. Por otro está Olivia Colman, una actriz más conocida por su trabajo en la comedia pero que saca adelante con brillantez el papel de policía rural que jamás se ha enfrentado a un asesinato y cuya personalidad convencional sirve de contraste a la excentricidad de Hardy (Colman tendrá también algunos momentos de lucimiento, especialmente conforme avance la historia). Pero aparte de los dos protagonistas, casi todos los actores hacen un trabajo excelente. Por mencionar un par: la bonita Jodie Whittaker —a quienes algunos recordarán de la curiosa película Attack the Block— encarna a una madre desgarrada por el dolor que no sabe cómo hacer frente a la pérdida de su pequeño, y lo hace con una creciente convicción conforme avanza la trama. Mención aparte merece la extraordinaria Pauline Quirke, que traza un memorable retrato de la desagradable e inquietante encargada del parque de caravanas local, un personaje sinuoso que podría perfectamente haber salido de Twin Peaks o de Top of the Lake. Hay más nombres que podrían citarse, porque lo cierto es que el trabajo de casting es fantástico… incluyendo a los niños, ¡lo cual ya es un considerable mérito!

Cinematográficamente hablando, la serie está rodada con eficacia y sabiduría. Sabe cuándo proporcionar información por medios puramente visuales —algo que siempre es de agradecer en este tipo de argumentos— y cuándo recurrir al diálogo para hacer avanzar la historia, pero sin resultar más obvia de la cuenta en ese aspecto. Ya en el primer episodio tenemos un cuidadísimo plano secuencia que no llamará mucho la atención porque muestra escenas cotidianas y no tiroteos como en otros programas, pero que debería ser de visionado obligatorio para quien guste de este tipo de alardes técnicos, porque está maravillosamente coreografiado. Esta pericia se extiende en casi todos los aspectos visuales de la serie, que no es preciosista ni demuestra grandes ínfulas artísticas pero sin embargo tiene muchos momentos estéticamente cautivadores.

El guión sabe crear momentos de considerable clímax gracias a un argumento cuidadosamente elaborado, en el que los espectadores nunca saben cuándo están siendo «engañados» (en el buen sentido) y cuándo se les dice la verdad. El que utilice esquemas que ya hemos visto antes no le resta méritos, porque se requiere bastante habilidad para sacar adelante este tipo de trama sin que los inevitables cabos sueltos chirríen —excepto para aquellos que disfrutan rebuscándolos— pero también consiguiendo que el espectador no ate esos cabos antes de hora. Así, a quien le guste jugar a adivinar quién es el asesino desde un principio lo va a tener francamente difícil. Por lo demás, la serie bebe como hemos dicho de los patrones del género negro escandinavo, en donde más allá del crimen central prácticamente todos los personajes son culpables de una cosa u otra, y donde el juicio moral sobre los integrantes de la comunidad apenas deja incólume a unas poquísimas personas.

Por ahora Broadchurch cuenta con una única temporada pero, además del considerable impacto que ha tenido en la televisión británica, está generando un cierto impacto internacional. En España, como decía, ha sido recibida con mucha tibieza, pero por en los Estados Unidos acaban de estrenar un remake titulado Gracepoint y que está también protagonizado por David Tennant (quien deja atrás el acento escocés), y donde su partenaire Olivia Colman es sustituida por Anna Gunn, la misma que encarnaba a Skyler White, la mujer de Walter White en Breaking Bad. También está algún otro rostro muy conocido como el de Nick Nolte. Dados los precedentes, es muy probable que la versión estadounidense termine siendo aquí más conocida que el original. Mientras escribo estas líneas ya se ha emitido el primer episodio de esa versión americana, que es prácticamente un calco del original escena por escena. Un calco técnicamente bien facturado, pero que obviamente produce la sensación de ser innecesario y que además parece carecer de la convincente atmósfera del original. Aunque todavía es pronto para emitir un juicio y más sabiendo que Gracepoint no tendrá ocho episodios sino diez, de lo cual se puede deducir que habrá importantes cambios conforme avance la historia. ¿Es esto una buena idea? Por lo general, cuando un remake estadounidense ha hecho cambios en una serie de este tipo, esos cambios han sido para peor. En los EE. UU. se suelen caracterizar por hacer extraordinariamente bien el material propio pero arreglárselas para estropear de un modo u otro el mejor material ajeno. La prensa norteamericana, de hecho, ha recibido la adaptación con división de opiniones: algunos alaban la factura técnica de la fotocopia, otros la consideran superflua o son escépticos en cuanto a que consiga deshacerse de la sombra del original. Yo soy más de la segunda opinión, pero ya veremos.

En resumen, la primera y de momento única temporada de Broadchurch es un fantástico ejercicio de «crónica de un crimen» y el que sea deudora de otras series punteras no debería impedir que sea degustada por aficionados al género. En la parte positiva, la ambientación y la particular idiosincrasia británica le hacen tener un tono menos «usual» que series como la mencionada Forbrydelsen (rodada en Dinamarca pero con un estilo visual y narrativo bastante americanizado) o la decididamente hollywoodiense True Detective, pero aun así es menos «típicamente inglesa» que por ejemplo Happy Valley, que por cierto comentaré en breve. Quien esté buscando una intriga criminal enrevesada, enriquecida con considerables dosis de tragedia personal y oscurantismo emocional, tiene aquí una buena oportunidad para pasar unos buenos ratos. Y desde luego, cualquier fan de Forbrydelsen puede recrearse con un programa directamente inspirado en ella pero que tiene su propia personalidad, lo cual siempre puede servir como paliativo para la definitiva ausencia del show danés. Lo dicho: denle una oportunidad —hagan todo lo posible por verla en V.O.S., eso sí— e intenten apreciar un trabajo del que los británicos se están sintiendo orgullosos con motivo.

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Foto: ITV

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Happy Valley
publicado por Emilio de Gorgot

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Tome buena nota porque vamos a hablarle de una las grandes series del 2014, producida en el Reino Unido, donde ha sido un gran éxito que ha ido arrastrando más y más seguidores nuevos gracias a las constantes habladurías sobre su enorme calidad. Seguramente algunos de ustedes ya la habrán visto, aunque es probable que mucha gente en España la haya ignorado o no se haya enterado de su existencia, pese a las muchas críticas positivas que ha recibido tanto aquí como en el extranjero. Así que desde estas líneas pondremos también nuestro granito de arena para que nuestros lectores no se pierdan lo que sin duda será recordado como uno de los mejores programas de ficción de este año.

Imaginen un argumento al estilo de los hermanos Coen —una trama delictiva que se enreda y va de mal en peor a causa del egoísmo y estupidez de sus protagonistas— pero situado no en la variopinta Norteamérica, sino en mitad de la gris Inglaterra. Ahora retiren de la ecuación la característica afición de los Coen a los toques de farsa surrealista y sustitúyanlos por dosis de dramatismo muy bien dosificadas en mitad de una investigación policial caracterizada por el crudo realismo y la descarnada cotidianeidad. Por último, cambien la estilización de los Coen por una narración más rítmica y pulsátil. Todo esto, y bastante más, es la serie Happy Valley. O quizá deberíamos decir miniserie, ya que consta únicamente de seis episodios. Pero qué seis episodios.

La referencia a los Coen no es gratuita, pero tampoco pretendo que sea engañosa. Sí, es verdad que el argumento central de Happy Valley podría haber salido de una película de los Coen, pero ahí termina todo parecido con los cineastas estadounidenses. El cinismo pedestre y el gris escepticismo de Happy Valley la sitúan mucho más en la línea tradicional del cine social británico. Sí, aquí tenemos un secuestro realizado por delincuentes no profesionales, que como es de esperar empieza a embrollarse y termina sumiendo a los implicados en una espiral descendente de errores estúpidos e inconvenientes sobrevenidos. En este sentido la trama policial recuerda a las de los Coen y además es muy entretenida. Sin embargo Happy Valley no es una imitación del cine de los Coen (o de la serie Fargo) ni nada que se le parezca. Para empezar, aquí el humor absurdo de los Coen no existe y en su lugar tenemos una desencantada descripción de las miserias rutinarias de una localidad inglesa marcada por el tráfico de drogas, la delincuencia a pequeña escala y la infelicidad de casi todos sus habitantes. Happy Valley, cuyo título ya habrán supuesto que es un giro irónico, gira en torno a la vulnerabilidad, el egoísmo, la tristeza, e incluso la maldad innecesaria e incomprensible de distintos tipos de seres humanos. Una reducida pero intensa constelación de personajes, unidos (o separados) entre sí por una compleja red de relaciones emocionales que van desde lo sincero y entrañable hasta lo inquietantemente disfuncional, completan el retablo de sospechas, mentiras, traiciones, equívocos y decisiones apresuradas que conducen a situaciones de lo más peliagudo.

Quizá lean por ahí que Happy Valley ha surgido al rebufo de series como Broadchurch o Line of Duty, series que han elevado el género policial de producción británica a niveles de enorme prestigio internacional. Pero esta es también una afirmación engañosa. Sí, claro, Happy Valley llega tras los pasos de esos y otros programas, pero lo cierto es que tiene una marcadísima personalidad propia. Por continuar con los mencionados ejemplos, Broadchurch sigue firmemente los pasos estilísticos de las series escandinavas y Line of Duty está más que evidentemente americanizada en su estilo. Pero Happy Valley es mucho más inconfundiblemente británica.

No se puede hablar de Happy Valley sin hablar de su actriz principal, Sarah Lancashire, que interpreta a la carismática y resolutiva sargento de policía Catherine Cawood. Lo que esta mujer hace durante los seis episodios es una de esas interpretaciones dignas de figurar en los anales de la ficción televisiva. Su personaje, en un principio aparentemente vulgar, va desarrollándose ante nuestros ojos hasta alcanzar un nivel de complejidad abrumador. La interpretación de Lancashire va subiendo en intensidad conforme su personaje se va encontrando ante situaciones más y más complicadas. Podrían citarse muchos momentos en que Sarah Lancashire alcanza niveles de verdadero virtuosismo, porque los hay de todo tipo: desde que la vemos descubrir una inquietante verdad del caso simplemente observando su mirada, hasta algunas de las crisis de ansiedad mejor interpretadas que he visto jamás en una pantalla (por ejemplo, cuando la sargento está sentada en su coche policial y siente que la situación le desborda… si ha visto usted esa escena, probablemente no la haya olvidado). Créanme, es difícil exagerar con los elogios. Sarah Lancashire hace frente con pasmosa inspiración a toda clase de escenas, sin sobreactuar lo más mínimo, consiguiendo dotar a cada gesto y cada mirada de toda la fuerza y contenido que requiere. Probablemente, y por desgracia, nunca tendrá la repercusión de pongamos un Matthew McConaughey, pero quien ha visto Happy Valley tiene bien claro que lo de Sarah Lancashire es un hito interpretativo casi sin parangón en el último par de años. El resto del reparto no se queda muy atrás; los británicos a menudo han dejado claro que en cuanto a casting pueden competir de tú a tú con los estadounidenses. En el ámbito europeo —Reino Unido, Francia, Dinamarca, Suecia— estamos viviendo unos años de esplendor en este aspecto, donde la ficción televisiva de producción propia está defendida por planteles de actores que en algunos casos solo pueden ser calificados como impresionantes.

Lo mismo sucede con los encargados de la cinematografía: aunque Happy Valley no se anda con ínfulas estéticas —lo cual probablemente perjudicaría el logrado aire de inquietante cotidianidad— está maravillosamente filmada, con momentos de una sencillez clásica cuya pericia técnica quizá le pase desapercibida en un primer visionado, pero no en un segundo. Aquí las imágenes están al servicio de la historia, y no a la inversa, pero eso no quita para que recordemos que se requiere tanto o más talento para conseguir narrar de forma «invisible» y eficaz que para llenar un episodio de planos esteticistas. Happy Valley no pretende sumergirnos en un paisaje idealizado, sino en una aproximación lo más fiel posible —con sus debidos matices, esto no deja de ser ficción— a un paisaje real, tanto a nivel escenográfico como a nivel humano. Así, nuestra inmersión en el desangelado mundo de estos personajes va siendo cada vez más profunda, lo cual juega en favor de que los golpes de efecto y giros de guion resulten todavía más impactantes. De igual modo, la tensión en la historia va creciendo sin que nos demos cuenta, sin grandes aspavientos y gracias sobre todo un muy eficaz trabajo de dirección. Para cuando hayamos terminado de ver los seis capítulos tendremos la sensación de haber asistido a un auténtico festival del crescendo, con algunos momentos de enorme intensidad que para sí querrían muchas otras series.

https://www.jotdown.es/2014/10/imprescindibles-happy-valley/
En definitiva, una efusiva recomendación para quienes todavía no se hayan dado el gustazo de devorar estos seis episodios. Si usted no la ha visto, hágalo lo antes posible; le garantizo que no se arrepentirá.
 
Oz

publicado por Emilio de Gorgot


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Foto: HBO

—Aquí, la esperanza es lo único que nos queda.
—No. Lo único que me queda es Oz.

Hablar de Oz es hablar nada menos que del pistoletazo de salida oficial de lo que podríamos llamar «era HBO», o la nueva edad de oro de las series. Fue la primera producción dramática de larga duración de esa cadena y se empezó a emitir dos años antes que The Sopranos. Gracias a ella HBO empezó a cimentar su ahora enorme reputación como meca de la ficción televisiva. Es cierto que el reconocimiento masivo internacional y los premios le llegaron a HBO con The Sopranos, ya que —por algún motivo que se me escapa— los premios fueron incomprensiblemente esquivos con Oz (por ejemplo, en sus seis temporadas recibió solamente ¡dos nominaciones a los Emmy!). La crítica, eso sí, se mostró generalmente entusiasta, si bien ocasionalmente reticente a una dureza temática que hoy ya no nos asusta pero que a finales de los noventa era prácticamente inédita en televisión. Oz ocupó un lugar muy importante en la historia de la ficción televisiva, como ya comentamos en el artículo donde hablábamos de la evolución de las series de TV a lo largo del tiempo.

Las seis temporadas de Oz giran en torno a las vidas y desventuras de los internos de una prisión ficticia, el correccional Oswald. Esto es, que tenemos ficción carcelaria con sus peleas entre bandas, abusos, violaciones, traiciones, motines… todo el repertorio de tópicos que podemos imaginar. Sin embargo, hay como mínimo un par de aspectos que convirtieron esta serie en un hito. Primero, que en su momento traspasó bastantes límites en cuanto a lo que podía o no ser mostrado en una serie de TV, porque iba mucho más allá de lo que otras series se habían aventurado a enseñar en cuanto a violencia, sexualidad (casi siempre entre varones), lenguaje explícito y realismo sucio. Al tratarse de una emisión por cable, HBO se tomó licencias que las grandes potencias tradicionales (ABC, NBC, CBS) no podían permitirse. Otro aspecto importante fue el extraordinario cuidado que se puso desde el inicio en varios aspectos de la producción. Aunque HBO era un canal relativamente pequeño y hasta entonces nada destacado en cuanto a ficción de elaboración propia, decidieron ser ambiciosos. En vez de afrontar su primera serie dramática larga como una tentativa, decidieron echar el resto para conseguir un producto de calidad. Lo más llamativo en este aspecto fue el proceso de casting: salvo raras excepciones, la práctica totalidad de los actores involucrados son de primerísimo nivel. Y no necesariamente por su fama, sino por su calidad. Una buena demostración de ello es que el reparto de Oz sirvió para nutrir de actores a otros importantes programas y el espectador avezado podrá reconocer muchos rostros que terminarían apareciendo en The Sopranos, The Wire, Damages, Dexter, Fringe, Sons of Anarchy, Band of Brothers, Being Human… una lista bastante impresionante. Algunos de los actores de Oz, incluso, se ha convertido en figuras populares de la publicidad en los Estados Unidos. Como podemos ver, fue una de las grandes canteras de actores de las últimas décadas sin discusión alguna.

«Nada cambia. Nada cambia nunca»

El título de la serie es el diminutivo del nombre de la prisión donde ocurre la acción («Oz», de Oswald Correctional Facility), y es una metáfora sarcástica que sirve como resumen de las intenciones con que fue escrita. El mundo de Oz —en la novela infantil de L. Frank Baum, la del célebre mago— es un universo de magia y fantasía donde todo resulta posible. Pero Oz, la cárcel, es exactamente todo lo contrario: un lugar donde el espectador se topa de frente con el realismo más crudo. HBO no se cortó un pelo a la hora de dificultar que el espectador se sintiera cómodo. En 1997, cuando comenzó a emitirse, no solamente rompía barreras en cuanto a censura sino que subvertía algunas leyes no escritas de la ficción televisiva. Por ejemplo: en las series suele planear una especie de Deus ex machina invisible que sirve para que se haga justicia, para que los personajes malvados reciban algún merecido castigo y los buenos alguna recompensa. Esto es un mecanismo de guión para que el espectador se tranquilice sintiendo que de uno u otro modo el karma siempre equilibra las cosas, o al menos parte de ellas. Pero en Oz no existe esta especie de justicia universal. En ese sentido es una serie «atea», donde los guionistas no ejercen de Dios para arreglar las cosas. En Oz no existen la justicia ni la compensación. Sus personajes sobreviven como pueden en mitad de unas circunstancias adversas, y el espectador no puede esperar recompensas gratuitas para los buenos ni castigos fáciles para los malos. Esto, dicho así, puede parecer una reflexión abstracta… pero quien haya visto la serie sabrá que puede llegar a producir momentos de verdadera inquietud cuando el espectador se ve privado de los habituales mecanismos de compensación de la ficción televisiva. Una cosa es ver un largometraje en el que no haya justicia, y otra muy distinta ver toda una serie de seis temporadas en la que, capítulo tras capítulo, a la gente le suceden cosas sin mediación alguna de la noción que podamos tener de justicia. La sensación final siempre es que esta serie es como la vida misma: hay cosas buenas y cosas malas, y rara vez se puede elegir cuándo han de suceder unas u otras. Esto, en 1997, era revolucionario en el formato serie. Es más, sigue siéndolo hoy y más en una serie coral con tantos personajes, donde resulta fácil equilibrar la balanza con unos para compensar que se desequilibre con otros. No se me ocurre otra serie tan despiadada en este aspecto.

También es notable la ausencia de un héroe, o siquiera de un antihéroe, que focalice las simpatías o emociones del público. Hay algunos personajes principales que protagonizan la acción más que el resto, pero los guionistas no se lo ponen fácil al espectador a la hora de quedarse con un referente claro. Lo más parecido es el personaje del narrador: uno de los presos, que en determinadas secuencias nos habla de la cárcel y de lo que en ella sucede como si no estuviese allí. Estas secuencias de narración omnisciente contienen algunos de los mejores momentos en cuanto a escritura de guión, con reflexiones breves pero interesantes y profundas sobre diferentes aspectos de la existencia, estableciendo hábiles paralelismos entre la vida carcelaria y la vida convencional. Reflexiones que, además, van siendo más brillantes conforme avanza la serie. Lo cierto es que, cosa poco habitual, las seis temporadas tienen un nivel similar en cuanto a guiones. Siempre se percibe la idiosincrasia de su creador, Tom Fontana, quien a través de ese narrador y del resto de personajes desgrana una visión del mundo que es a la vez humanista y bastante cínica.

Esto no significa que los guiones sean siempre perfectos. Los argumentos tienen un estilo televisivo «clásico» y eso implica que en cada episodio han de suceder muchas cosas para entretener al espectador, al contrario que en muchas series más recientes donde por lo general la acción se desarrolla más lentamente. Por ello, a lo largo de seis años de emisión hay ocasiones en que alguna línea argumental puede parecer exagerada o inconsistente. Pero Oz a menudo se corrige sobre la marcha y algunas de sus tramas más discutibles son rápidamente abandonadas (algunos recordarán por ejemplo lo de las píldoras de envejecimiento, idea nefasta que por fortuna los guionistas supieron cortar a tiempo). Sucediendo tantas cosas como suceden durante seis años resulta inevitable que tengamos la sensación final de que algunas tramas han sido poco consistentes o incluso contradictorias, pero eso no es un defecto grave sino más bien una consecuencia lógica del alto ritmo de sucesos por episodio, que como consecuencia positiva provoca que el espectador jamás, nunca, puede aburrirse viendo Oz. Siempre sucede algo y siempre hay algo a lo que atender. Es una serie dura, pero también con un valor de entretenimiento altísimo. Además, pese a tener tantas tramas y subtramas a lo largo del tiempo, cabe recalcar que la evolución de los personajes resulta casi siempre consistente y natural. Incluso los más extremos tienen buenos motivos para ser como son, y a veces se nos muestra la faceta más humana de los individuos más desagradables, o la faceta más oscura de individuos más normales. Si argumentalmente los guiones no son siempre consistentes con lo que ha ocurrido en temporadas anteriores y Oz puede pecar de cierta amnesia, sí puede decirse que los personajes, por fortuna, no se desdibujan nunca.

Hablábamos de la idiosincrasia de su creador Tom Fontana. Bien, la serie tiene un sesgo ideológico claro, que podríamos denominar progresista. Por ejemplo, es claramente contraria a la pena de muerte. Pero, por seguir con el ejemplo, muestra su postura haciéndonos partícipes de los horrores de la pena capital, aunque de manera honesta, sin olvidar necesariamente los horrores que los propios criminales condenados hayan podido cometer. Y también sin olvidar cómo el sistema recurre a mecanismos injustos simplemente porque a quienes gobiernan les interesa, no porque sean los mecanismos más correctos. Esta visión cínica sobre la sociedad y particularmente sobre la política la hemos visto después en otras series de HBO, sobre todo en The Wire. Sin embargo el juicio moral o político no es lo que impera aquí, como sí sucede en The Wire. En Oz predomina el entretenimiento y una detallada atención a lo que les sucede a las personas que están ligadas a la prisión, bien porque están allí encerradas, bien porque trabajan allí. El drama y la acción son los resortes principales. Aquí hay humor, a veces, pero mucho más dosificado que en The Sopranos o The Wire. Hay que tener en cuenta que Oz está a caballo entre las series de los ochenta-noventa y las del siglo XXI. Es una serie pionera dentro de la factoría HBO, la que abrió camino para las demás, y como tal cabe esperar que no tenga todavía el 100% de las características de la marca, aunque sí las suficientes como para hacerla reconocible.

Los límites de atrevimiento que traspasó Oz a finales de los noventa han sido superados ya con mucho, después de ella se han estrenado otras series donde hay incluso más s*x* y violencia. Y en cuanto a contenido moral y social, la propia cadena refinó y mejoró este tipo de narración con The Wire. Pero no solamente hablamos de una serie imprescindible para entender de dónde surgió el fenómeno HBO, sino también de una serie imprescindible porque incluso con sus perdonables defectos, es de una calidad sobresaliente. Hay quien comete el error de ignorarla; yo estoy convencido de que si se estrenase hoy mismo muchos más espectadores se acercarían a ella. Ozno tiene nada que envidiar a algunas series actuales ensalzadas por público y crítica. Es más, incluso diría que sigue siendo superior a varias de ellas.

A continuación, como hacíamos con otras series corales, una selección de personajes. Es una selección incompleta, ya que en Oz aparecen muchísimos personajes y enumerarlos a todos alargaría muchísimo el artículo, pero sirva como muestra de la variedad de caracteres y de la riqueza en cuanto a intérpretes. Ahí van sin ningún orden en particular:

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Augustus Hill:
Es el único personaje que ejerce dos funciones distintas. Por un lado es un preso más, inmerso en la trama, un antiguo criminal a quien la vida sobre una silla de ruedas le hace pensar las cosas de otro modo y que de hecho ni siquiera está entre los protagonistas absolutos, si podemos hablar de tal cosa. Pero también es el narrador omnisciente que nos habla directamente a los espectadores, que nos presenta a los demás personajes y que nos hace partícipes de las reflexiones filosóficas —casi siempre brillantes, como decía— del autor de la serie. Es Augustus Hill quien más nos hace pensar, señalando connotaciones de la acción en las que de otro modo quizá no habríamos reparado. Esa función de narrador es uno de los rasgos más peculiares y originales de Oz y está fantásticamente desempeñada por el actor Harold Perrineau, que se las arregla para que las dos facetas de su personaje nunca se mezclen y que al final se convierte en un elemento imprescindible en cada episodio, porque resulta imposible concebir Oz sin su narrador. Sería otra serie completamente distinta.

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Tim McManus:
Director de una de las galerías de Oswald, apodada Emerald City, donde trata de imponer un sistema experimental con el que busca mejorar la vida de los presos. Tim McManus es, junto al narrador y algún otro personaje como Tobías Beecher, lo más parecido que Oz tiene a un personaje protagonista. Aunque es inteligente, de ideología progresista y buenas intenciones, rara vez consigue lo que pretende. Su obstinado realismo y su innata necesidad de confiar en el lado bueno de las personas choca una y otra vez con la cruda realidad cotidiana de la cárcel. Otro aspecto que le causa quebraderos de cabeza es su tendencia a llevarse a la cama cualquier cosa que vista faldas. Magníficamente interpretado por el actor de teatro Terry Kinney, a quien la televisión debería haber explotado más, a mi modo de ver, porque aquí hace un trabajo soberbio.

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Tobías Beecher:
Un abogado de éxito y con problemas de alcoholismo que es encarcelado por atropellar y matar a una niña mientras conducía ebrio. Beecher, otra especie de pseudoprotagonista, ejemplifica lo que puede sucederle a una persona convencional que nunca tuvo contacto alguno con el mundo delictivo y que carece de astucia callejera, cuando se ve repentinamente encerrado en una cárcel de alta seguridad junto a asesinos, violadores y pandilleros de toda índole. Su evolución es una de las más interesantes de la serie, porque nos muestra a un ciudadano común descubriendo facetas de sí mismo que desconocía completamente, viendo cómo el núcleo emocional que él creía que constituía su verdadera personalidad es cuidadosamente triturado por el sistema carcelario. El actor Lee Tergesen hace un trabajo sutil y elegante para huir de los tópicos y las sobreactuaciones, trabajo que es mejor apreciado conforme avanzan las temporadas.

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Vern Schillinger:
El líder de los neonazis de la cárcel es un individuo retorcido e inescrutable que se las arregla para aparecer ante los demás de una pieza, cuando en realidad posee una personalidad poliédrica con facetas muy contradictorias. Es la perfecta encarnación de la hipocresía y la doble moral, ya que por un lado representa una ideología supuestamente rígida pero por otro suele actuar por motivaciones más bien personales que rara vez responden a lo que esa ideología le dicta. Es un tipo ladino y nunca podemos estar seguros de lo que realmente piensa. Aunque el personaje no es particularmente expresivo, lo cual forma parte de su forma de ser, está fabulosamente interpretado por J. K. Simmons (quien hoy, por cierto, se ha hecho célebre en USA gracias a la publicidad, interpretando a un académico que da consejos a los granjeros sobre seguros… ¡un personaje bastante distinto a Vernon Schillinger!).

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Kareem Said:
Jefe de los musulmanes negros de la prisión y no un criminal al uso, sino un conocido líder social y respetado escritor que fue encarcelado por prender fuego a un edificio durante una protesta. Es miembro de la Nación del Islam —aunque no se nombra la organización como tal, exactamente como sucedía con el hermano Mouzone de The Wire— y posee principios rígidos, un afán casi fanático de honestidad y una implacable conciencia que le tortura cada vez que cree haber cometido un error o que cree haber sido débil traicionando sus ideales, especialmente cuando se deja llevar por el ego. Además de su carisma de líder y su preclara inteligencia, Kareem Said es un hombre que roza lo ejemplar pero que cuando se descuida descubre que también es humano y por lo tanto imperfecto. Al igual que en Oz no hay casi ningún criminal que no tenga un lado positivo, tampoco hay individuos que carezcan de lado oscuro. Muy interesante personaje, interpretado con bastante fuerza por el actor Eamonn Walker. que es británico, por cierto, mostrando la temprana tendencia de HBO a hacer cambiar de acento a sus intérpretes.

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Leo Glynn
: El alcaide de la prisión es por naturaleza un hombre honrado y de principios, pero a quien largos años de ejercicio en su puesto han enseñado a moverse de acuerdo con las circunstancias y especialmente con el capricho de los políticos. Lejos del estereotipo de alcaide corrupto o malvado, Leo Glynn es de los pocos individuos que con frecuencia parece saber dónde está pisando y cuándo conviene tomar un atajo desde el punto de vista moral. Su presencia ejerce como contraste para el desbocado idealismo de Tim McManus, y también ejemplifica la dificultad que para un gobernante supone intentar mantener un punto de vista siempre justo. Interpretado por Ernie Hudson, al que algunos recordarán de la película Los cazafantasmas.

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Simon Adebisi:
Matón nigeriano que lidera la banda de los gangsta y traficantes de drogas. Es un tipo duro y peligroso, que suele parecer indiferente a todo cuanto le rodea pero que por momentos también hace gala de un carácter estrafalario que puede rayar incluso en la locura religiosa. Su personalidad agresiva y dominante lo convierte en un adversario temible para cualquiera que pretenda arrebatarle sus negocios carcelarios, ya que además carece completamente de escrúpulos. Pese a su fuerte acento africano, está interpretado por un actor británico, Adewale Akinnuoye-Agbaje, quien no tuvo demasiados problemas para reproducir ese acento porque —como podemos deducir de sus apellidos— tenía padres nigerianos y por si fuera poco domina idiomas como el yoruba y el swahili.

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Peter Marie Reimondo:
Una monja licenciada en psiquiatría que se encarga de las evaluaciones psicológicas en la cárcel. Es una mujer firme en sus convicciones y que en algunos aspectos representa la vertiente más progresista del catolicismo, como su oposición visceral a la pena de muerte. Racional y temperamental a un mismo tiempo, es magníficamente encarnada por la que —antes de la emisión de Oz— era sin duda el gran nombre del reparto: Rita Moreno, leyenda del espectáculo estadounidense y una de las pocas personas que a título individual ha ganado los cuatro grandes premios (Oscar, Grammy, Emmy y Tony). Un personaje más complejo de lo que parece a primera vista, que se desarrolla lentamente pero que termina dando mucho más de sí de lo que podría anticipar el estereotipo de la «monja buena que trabaja con presos».

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Gloria Nathan:
La jefa del hospital de la prisión es una mujer abnegada que se toma el juramento hipocrático muy en serio y que intenta tratar a todos los presos con respeto, lo cual, previsiblemente, acaba provocándole más de un serio quebradero de cabeza. La doctora Nathan intenta mantener una actitud racional pero frecuentemente termina dejándose llevar por su vertiente más emocional. Interpretada de manera convincente por Lauren Vélez, a quien muchos recordarán como la jefa de policía María LaGuerta en la serie Dexter.

Ryan O’ Reily: Un superviviente nato, hijo de un padre violento y psicopático, que tuvo una durísima infancia y que está dispuesto a casi cualquier cosa con tal de hacerse respetar en el peligroso ambiente carcelario. De hecho es tan duro e implacable que llega a parecer un sociópata robótico. Y sin embargo es una persona profundamente emocional cuya esencia oculta emerge cuando se da el raro caso de que sienta afecto hacia alguien. Particularmente hacia su hermano pequeño Cyril, probablemente el único que consigue que por momentos Ryan tenga algo parecido a una vida emocional funcional. El actor Dean Winters hace un trabajo muy de fondo con este personaje y solamente después de las seis temporadas llegamos a darnos cuenta de lo bueno que es encarnando a tan complejo individuo (quien haya visto la sexta temporada recordará alguna secuencia junto a su hermano en la que, francamente, hay que tener el corazón de piedra para no sentir un nudo en el estómago). Personaje shakesperiano donde los haya, que según Tom Fontana está directamente inspirado en el Yago de Otelo.

Cyril O’Reily: El hermano menor de Ryan O’Reily tiene también un tremebundo pasado criminal, pero tras recibir un golpe en la cabeza su cerebro quedó seriamente dañado hasta el punto de hacerlo retroceder a la edad mental de un niño pequeño. Cyril no es un personaje particularmente interesante en sí mismo —posee una mente preescolar— pero sirve de necesaria piedra de toque para que Ryan O’Reily muestre su faceta más humana. Como decía ambos protagonizan algunas de las secuencias más enternecedoras de la serie y la relación entre los dos hermanos O’Reily es una de las pocas que termina siendo verdaderamente auténtica. Bien interpretado por Scott William Winters, quien evita hábilmente que su personaje de retrasado mental se convierta en una parodia. Como podemos deducir del apellido, los dos actores que interpretan a los hermanos O’Reily son hermanos en la vida real, lo cual contribuye enormemente a que se perciba en pantalla una verdadera química fraternal que difícilmente se hubiera obtenido de otra manera.

Nino Schibetta: Es el líder de los presos italoamericanos, lo cual significa que es un miembro de la Cosa Nostra y por ello teóricamente intocable. Es el típico mafioso que esperaríamos ver en una serie, un personaje que podría haber estado en The Sopranos sin ningún problema. Le gusta manejar sus negocios al mejor estilo de los jefes mafiosos clásicos, con una mezcla de buenas maneras y puño de hierro, sin levantar la voz y haciendo que un apretón de manos valga tanto o más que una firma sobre papel. Interpretado por Tony Musante, actor poco conocido pero con amplísima experiencia dentro del mundillo televisivo estadounidense y que, como digo, bien podría haber militado junto a James Gandolfini en la famosa serie de gángsters.

Diane Whittlesey: Una de las guardianas de la cárcel, que tiene poca o ninguna vocación por ese puesto y que admite sin tapujos que trabaja como funcionaria en Oswald porque tiene una hija a la que alimentar y no hay otro empleo disponible. Aun así, suele esforzarse por cumplir con su tarea de manera lo más eficiente posible. Desencantada, realista, con los pies en el suelo y una constante expresión de aburrimiento y agobio, es un personaje que por desgracia no terminó de desarrollarse del todo ya que la actriz Edie Falco abandonó el barco para interpretar el papel con el que se hizo célebre, Carmela Soprano. No obstante, cuando aparece sabemos que Edie Falco es garantía de un trabajo fantástico.

Bob Rebadow: Un hombre que lleva décadas en la cárcel sabiendo que nunca saldrá de allí —cumple cadena perpetua— y que ha desarrollado curiosos mecanismos psicológicos para aceptar esa realidad, desde un absoluto despego hacia sus semejantes hasta la curiosa creencia de que Dios le habla directamente para revelarle secretos de la prisión (y, en uno de los detalles más socarrones de la serie, ¡a veces llegamos a dudar de si Dios realmente no le estará hablando!).

Ray Mukada: El sacerdote católico de la prisión es un hombre devoto, comprensivo y bastante ingenuo, que era prometedor en el escalafón eclesiástico pero a quien la diócesis ha enviado a trabajar en la cárcel como «castigo» por haber tenido discusiones con su obispo. Pese a ello, y pese a que a veces le cuesta admitir la magnitud de los horrores que lo rodean a diario en la dura y violenta vida en Oswald, se entrega en su trabajo con abnegación e intenta realizarlo de manera honesta y sin discriminar a unos presos de otros. Es de lo más parecido a un personaje bondadoso que tenemos aquí, aunque como todo el mundo en esta serie está lastrado por defectos personales que irán surgiendo con el tiempo.

Miguel Álvarez: Probablemente el personaje más complejo de toda la serie y con el que los guionistas decidieron ir más lejos a la hora de forzar los límites. La forma más breve de describirlo sería decir que es un hombre que tiene algo parecido a un fondo noble y que en otras circunstancias pudo haber sido una buena persona, pero a quien la vida criminal ha transformado en un peligro para los demás y para sí mismo. Miguel Álvarez es prácticamente incapaz de controlar sus impulsos en determinados momentos, lo cual es producto de una constante lucha interior que siempre parece a punto de conducirlo directamente a la autodestrucción o la locura. Otro personaje shakesperiano, muy brillantemente encarnado por el magnífico actor Kirk Acevedo, a quienes algunos habrán visto interpretando a Charlie Francis en Fringe o a Bob Toye en Band of Brothers, y que aquí se las arregla sin problemas para sacar adelante tan difícil y complicado papel.

Chris Keller: Un depredador sexual, seductor nato que no distingue entre hombres o mujeres y que utiliza sus habilidades de encantamiento no solamente para satisfacer su apetito sexual (y asesino) fuera de la prisión —donde mantenía una engañosa imagen de Don Juan heterosexual— sino también para manejar a cuantos le rodean entre rejas y hacerse así una vida más cómoda. Con amplia experiencia carcelaria, es un perfecto ejemplo de psicópata manipulador acostumbrado a moverse a su antojo por cualquier entorno por desfavorable que a priori nos pueda parecer, y cuyos inescrutables mecanismos emocionales dejarán perplejo al espectador más de una vez.

Claire Howell: Guardiana de la prisión que, al contrario que Diane Whittlesey, hace bien poco por intentar realizar su trabajo de manera justa y equilibrada. Malhumorada, violenta, disfuncional y poseedora de un carácter más bien desagradable, es además un curioso caso de inversión del abuso sexual en el cine carcelario —donde por lo general los guardias varones se aprovechan de presas femeninas—, ya que aquí es ella la que mira a los presos como si fuesen meros pedazos de carne. Un ejemplo de funcionaria corrupta con un trasfondo ético no muy diferente al de algunos de sus peores prisioneros.

James Devlin: El gobernador del estado donde se encuentra el centro correccional Oswald (creo que nunca se llega a mencionar qué estado, pero se deduce fácilmente que es Nueva York). Perfecta representación del político sin escrúpulos que solamente piensa en las encuestas y los votos, y que toma sus decisiones teniendo en cuenta su imagen pública y sin importarle lo más mínimo cuáles puedan ser las consecuencias que esas decisiones puedan tener sobre otros seres humanos, y preocupándose todavía menos de si responden a un ideal de justicia. Un personaje un tanto estereotipado quizá, pero como era de suponer muy bien encarnado por Zeljko Ivanek, el mismo actor a quien vimos dar un auténtico recital en la memorable primera temporada de Damages, donde siendo secundario llegaba a mirar de tú a tú y pelearle el protagonismo a una Glenn Close en el papel de su vida.

Chucky Pancamo: Otro de los líderes del grupo de presos italoamericanos, un tipo duro e inflexible que no parece tenerle miedo a nada ni nadie, pero que pese a su engañoso aspecto de matón sin cerebro es inteligente y está dotado de una considerable capacidad para analizar minuciosamente cada situación y actuar estratégicamente en consecuencia. Como curiosidad, está interpretado por Chuck Zito, antiguo líder neoyorquino de los Hells Angels. Sí, el tipo era un matón de verdad y es uno de los únicos dos actores principales de Oz que habíaan estado en la cárcel en la vida real. Ha aparecido también en Sons of Anarchy, no obstante haber acusado previamente a la cadena FX de robarle la idea de una serie sobre un grupo de moteros. Sea como fuere, el tipo es razonablemente buen actor, no desentona junto al resto del reparto y desde luego carisma no le falta.

Jaz Hoyt: Pertenece al grupo de los moteros y no es uno de los presos más brillantes de Oswald; de hecho es bastante obtuso, de cortas miras y motivaciones bastante básicas. Aunque en realidad es un personaje muy secundario, resulta interesante comentarlo porque lo encarna Evan Seinfeld, a quien algunos reconocerán como cantante y bajista de la banda de rock Biohazard, cuyos tatuajes ayudaron sin duda a que formase parte del proceso de casting. Un músico metido a actor que, por cierto, hoy se ha reconvertido en ¡actor por**!

Arnold «Poet» Jackson: Un gangsta prototípico que tiene la habilidad de rapear y escribir poesías rítmicas (y bastante logradas, he de decir), las cuales recita en cualquier ocasión donde haya gente escuchando, ya sea en el comedor a la hora del almuerzo o cuando se junta un grupo de presos afines. Su personaje da algún giro bastante interesante a mediados de la serie. Es interpretado por muMs da Schemer (no es una errata, lo escribe así, con la mayúscula en medio), que es poeta y rapero en la vida real y que, con Huck Zito, es el otro actor que de verdad había experimentado de primera mano una estancia en prisión.

Jeremiah Cloutier: Un telepredicador convicto por estafa que, en contra de lo que pudiéramos pensar, da la impresión de tomarse sus creencias cristianas bastante en serio. Es uno de los personajes más peculiares de Oz no tanto por su forma de ser, sino porque protagoniza algunos momentos fascinantes e inexplicables que rozan el realismo mágico. Momentos que no voy a narrar aquí, pero que pese a escapar un poco del tono general de la serie, me gustaron mucho y me parecieron muy conseguidos. Está interpretado por nada menos que por (¡cuerpo a tierra!) Luke Perry. Sí, el de Sensación de vivir. Pero hay que reconocer que el trabajo de Perry no es del todo malo, que defiende bastante bien el papel —dentro de lo que cabe al menos, porque predicando no resulta particularmente convincente— y los extraños sucesos relacionados con su personaje añaden una nota de color a la serie.

Shirley Bellinger: La única presa femenina que aparece en toda la serie. Aunque Oswald es una prisión masculina, ella está allí ocupando una celda en el corredor de la muerte, ya que espera la ejecución por haber asesinado a su propia hija. Es un personaje tan interesante como inquietante. Infantilizada, seductora y ninfómana, con una extraña actitud de ignorar la situación en que está metida, como si estar en el corredor de la muerte fuese una agradable vacación. Un personaje que parece difícil de sacar adelante pero que está muy bien interpretado por Kathryn Erbe, quien se dio a conocer en la serie Law & Order y que era pareja en la vida real de Terry Kinney, el actor que interpreta a Tim McManus (aunque apenas llegan a compartir escenas en Oz).

Lo dicho; hay otros muchos personajes, pero nombrarlos a todos ocuparía demasiado espacio y estos sirven perfectamente como una muestra representativa. Ya saben, si todavía no han tenido ocasión de ver Oz, la serie que inauguró la edad de oro de la HBO, ya están tardando de darle una oportunidad. Dudo mucho que se arrepientan de ello.

Todas las fotos de los intérpretes:
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Life on Mars

publicado por Emilio de Gorgot

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En el año 2006 la BBC comenzó a emitir una serie de factura relativamente modesta —sobre todo si la comparamos, por ejemplo, con las superproducciones de HBO— pero que estaba destinada a triunfar en su país y también a convertirse en un programa de culto. La premisa inicial era tan sencilla como interesante: un policía de Manchester llamado Sam Tyler sufre un accidente de tráfico y pierde la consciencia… cuando despierta, todo a su alrededor ha cambiado. El paisaje, los automóviles, incluso su propia ropa e identificación policial parecen salidos de otra época y de hecho no tarda en descubrir que de alguna extraña manera ha viajado en el tiempo y ha recuperado la consciencia en la Manchester de 1973. Aturdido, el pobre tipo no entiende nada y no sabe si de verdad ha viajado en el tiempo, si se ha vuelto loco o si está tendido en la cama de algún hospital a raíz del accidente, en coma e imaginándoselo todo como en un sueño del que no consigue despertar. Por descontado, en 1973 nadie le entiende ni sabe de lo que habla (¿teléfono móvil? ¿qué es eso?) y se ve obligado a adaptarse a un mundo completamente nuevo. Para colmo descubre que sigue siendo agente en la misma comisaría donde trabajaba en el futuro, solo que rodeado de un equipo policial formado por individuos curtidos en una mentalidad arcaica, para quienes no existe el respeto a los procedimientos policiales modernos ni a los más básicos derechos humanos. No hay ordenadores ni ninguna de las herramientas tecnológicas con las que está acostumbrado a efectuar su labor policial. Es 1973 y las cosas se hacen a pelo, así que el pobre Tyler intentará ser un buen policía mientras lucha con un entorno hostil y la sensación de estar sumido en una pesadilla sin fin.

Con esa base argumental podría parecer una serie de ciencia-ficción al estilo Lost, pero en realidad nos hallamos ante otro tipo de programa. Life on Mars es una combinación de serie fantástica con una serie policial en toda regla, al estilo de los años setenta, en donde cada episodio es un caso a resolver. Eso sí, tiene el aliciente añadido del constante choque cultural entre Sam Tyler y la Inglaterra de 1973 y, por supuesto, el misterio sobre lo que le ha sucedido forma parte del argumento, especialmente cuando Tyler sufre extrañas alucinaciones en las que parece recibir mensajes de ese lejano futuro de donde procede. Pero el propósito principal de Life on Mars no es solamente plantear un enigma sino también recrear la vieja Manchester desde una perspectiva costumbrista y describir la manera en que Tyler se relaciona con sus nuevos compañeros y particularmente con su nuevo jefe, Gene Hunt. Este es el auténtico objetivo de la serie: transmitir un abanico de sensaciones producidas por la combinación entre la perplejidad del protagonista ante el pasado en el que vive y la nostalgia del espectador por ese mismo pasado, conseguida a base de una fantástica ambientación —poco ambiciosa, pero muy eficaz— y de constantes referencias culturales (de las que, me temo, nos perdimos una buena parte quienes no somos británicos). La serie combina con total facilidad diversas facetas: humor (generalmente muy sutil, aunque con sus momentos hilarantemente gruesos), acción, sentimentalismo y toques surrealistas producto del enigmático viaje temporal así como de la inestable condición emocional del protagonista. Quizá las secuencias de acción eran bastante sencillas para el nivel estratosférico al que nos han habituado las producciones norteamericanas, pero ni las secuencias humorísticas tenían nada que envidiar a lo que se hace en el otro lado del charco, ni desde luego los momentos surrealistas y más o menos fantásticos que en ocasiones puntuales se convierten —y de qué manera— en auténticos instantes de terror clásico.

Pero por lo demás, insisto, esto no es Lost y no hay que esperar grandes misterios a resolver en cada capítulo. El punto fuerte de Life on Mars son los personajes, la relación entre ellos y los diálogos. Las interpretaciones, especialmente de los protagonistas, son soberbias. John Simm está absolutamente fantástico encarnando al atribulado Tyler, un policía honrado y sensible que bordea permanentemente la más absoluta desesperación ante la idea de quedar atrapado para siempre en ese mundo al que no pertenece. Aunque no es un actor de grandes despliegues —casi siempre se muestra contenido— lleva todo el peso de la historia con una enorme facilidad, representando a la perfección tanto la vulnerabilidad de Tyler por su inexplicable situación como su determinación en encontrar respuestas e intentar resolverla, así como su permanente sensación de soledad absoluta (cada vez que habla del futuro, sus compañeros lo toman por un pirado). Además, su interpretación incluso mejora en la segunda temporada, llegando por momentos a cotas de excelencia (pueden creerme: si hubiese hecho este mismo papel en una serie estadounidense, le hubiesen llovido los premios). Mención aparte merece Philip Glenister en el papel de su jefe, el inspector Gene Hunt, un maravilloso conglomerado de tópicos policiales setenteros: violento, malhablado, racista, machista, homófobo, puerilmente orgulloso de su mentalidad de Neanderthal y sobre todo progresivamente hilarante conforme va avanzando la serie. Hunt —por cierto, hincha del Manchester City— es, créanme, uno de los policías más inolvidables que han pasado por la pequeña pantalla en años y protagoniza varios de los momentos más divertidos de Life on Mars, especialmente para quienes aprecien el característico sarcasmo británico. Glenister, lejos de evitar caricaturizar a su personaje, se tira a la piscina y hace justo lo que muchos actores pretenden evitar: convierte a su personaje en un estereotipo tan exagerado y repleto de lugares comunes que termina resultando francamente irresistible por la enorme carga de ironía y abierta burla involuntaria de sí mismo que el actor le infunde. Glenister es capaz de mantener la misma cara durante toda la serie sin que el cafre de Gene Hunt deje de divertirnos e incluso de parecernos cada vez más simpático, probablemente a nuestro pesar, ya que es un individuo de cuidado. Un buen ejemplo es cuando Tyler intenta explicarle la importancia del espionaje y la vigilancia en el trabajo policial moderno y le asegura que poco más tarde el presidente Nixon caerá por efecto de unas escuchas telefónicas. El bruto de Hunt no entiende nada: «¿Acaso no sospecharía Nixon de una furgoneta aparcada delante de la Casa Blanca?» (las referencias políticas son frecuentes, con constantes puyas a Margaret Thatcher, pintada como una futura calamidad en la historia de la nación, y referencias cómicas a Tony Blair y similares). Otro de tantos momentos impagables de Hunt se produce cuando Tyler, emocionado, le confiesa que en su pasada vida amaba a una chica. Hunt, en total y completo cortocircuito ante la romántica revelación, le llama mari**n con todos los sinónimos imaginables, entre los que se encuentran «francés» o «seguidor del Manchester United». Gene Hunt, un hombre sensible. También es destacable la interpretación de Liz White como compañera del protagonista: aunque su personaje parece más bien insustancial al principio, la actriz se encarga de ir dándole empaque hasta el punto de que durante la segunda temporada tiene un carácter tan bien definido como el de sus dos contrapartidas masculinas.


Life on Mars. Imagen: BBC/Antena 3.
«Si Margaret Thatcher llega a primer ministro algún día… necesitaré algo más fuerte que el whisky»

El guion, que como decimos no tiene grandes ambiciones ni plantea grandes enigmas propios de la ciencia-ficción más de moda en televisión, se centra más en elaborar diálogos brillantes y en jugar constantemente con el humor así como con los miedos y preguntas del pobre Sam Tyler. La manera en que Tyler lo contempla todo hace que nos sintamos extrañamente cercanos a ese remoto 1973 (imagino que la sensación es mucho más fuerte para un británico) y también que nos apiademos de su funesto destino, atrapado en una época que no es la suya, alejado de todos sus seres queridos y sobre todo apartado de los valores que en 2006 consideraba indiscutibles pero que en 1973 nadie parece respetar.

La serie duró únicamente dos temporadas —de ocho episodios cada una— y como es habitual en la televisión británica, no fue innecesariamente alargada. Eso sí, tuvo un maravilloso final. En mi opinión, y sin revelar ningún detalle de ese final, podría haber tenido uno de los desenlaces más impactantes en la historia de la ficción televisiva… si no se le hubiesen añadido algunas escenas destinadas a aminorar el shock que podía producir el espectacular momento en que se nos golpea con un giro final realmente escalofriante (quien haya visto la serie ya sabrá a qué momento me refiero, en el que vuelve a sonar la canción de David Bowie —«Life on Mars?», que da título a toda la serie— con la que en el primer episodio se producía su viaje al pasado… ¡imposible olvidar esa secuencia!). Pero bueno, los productores decidieron no tirar con bala al espectador y atemperar un poco las cosas añadiendo un epílogo no tan difícil de asimilar, emocionalmente hablando.

Life on Mars tuvo un enorme éxito en el Reino Unido (su último capítulo llegó a desbancar a un partido de fútbol que se emitía a la misma hora) y sus dos temporadas ganaron sendos premios Emmy a la mejor serie dramática internacional. Ese éxito de público y crítica produjo la aparición de diversos remakes y spin-offs que generalmente no terminaron de funcionar. Varios de los personajes fueron recuperados en una secuela, Ashes to Ashes, en la que ya no estaba John Simms ni su personaje de Sam Tyler. Esta secuela duró tres temporadas y aunque tuvo buenos números en cuanto a audiencia, no recibió las críticas unánimemente positivas de Life on Mars.

Peores resultados obtuvieron las adaptaciones internacionales. En Estados Unidos se elaboró un remake con mucho más presupuesto —ambientado en la Nueva York de los setenta, nada menos— pero que contaba con un reparto inadecuado que no podía generar un ápice de la química que habíamos visto en la serie inglesa, incluyendo un poco convincente protagonista, Jason O’Mara, que no tenía las características que habían hecho del primer Sam Tyler un personaje creíble. También estaba la guapa Gretchen Mol, que a priori parecía una elección muy adecuada para sustituir a Liz White pero que resultó bastante menos efectiva que en Boardwalk Empire. Y un Harvey Keitel que ya no estaba ni de lejos en condiciones de acercarse a lo que Philip Glenister había hecho en el original británico con su apoteósico personaje de Gene Hunt. El remake estadounidense no funcionaba, fracasó y fue cancelado en su primera temporada, emitiéndose un episodio final cuya absurda explicación del viaje en el tiempo de Sam Tyler no solamente difería del original inglés, sino que resultaba francamente risible. No tuvo mejor suerte la adaptación española, llamada La chica de ayer: la ocurrencia de cambiar una canción de Bowie por otra de Nacha Pop es solamente el detalle indicativo de que la traslación de la historia al universo cañí de 1977 —porque aquí en 1973 estábamos aún bajo la funesta supervisión de aquel entrañable dictadorzuelo— no parecía bien enfocada… y efectivamente, la versión española hizo aguas por todos lados y tampoco sobrevivió a su primera temporada. Podríamos decir que ni Héctor Alterio era John Simms, ni mucho menos Antonio Garrido podía ponerse en los zapatos de Philip Glannister, pero eso sería reducir muy mucho el amplio abanico de detalles en los que ambas series no eran ni remotamente comparables. Con todo, el visionado de estas fallidas versiones extranjeras sirve para redoblar la impresión de que Life on Mars, la original de la BBC, tiene muchísimas más virtudes de las que nos pudiese parecer a primera vista. De una manera bastante lineal consiguió una impresionante cantidad de poderosos logros por el sencillo —pero también dificilísimo— procedimiento de mezclar los ingredientes adecuados en sus cantidades justas: actores adecuados, guiones adecuados, dirección adecuada y una también muy adecuada renuncia a ponerse demasiado trascendente cuando no resultaba necesario e incluso a bromear sobre sí misma.

Resumiendo, podemos decir que Life on Mars da toda la impresión de que alguien quiso hacer una serie policíaca al estilo de los años setenta, pero añadiendo un personaje llegado del futuro que daba pie a contemplar la época desde una perspectiva completamente novedosa. Una gran idea magníficamente ejecutada y muy, muy entretenida como producto final. Fue una serie de entretenimiento que nunca tuvo vocación de clásico, pero que precisamente por su falta de ínfulas innecesarias terminaría resultando tan efectiva como impactante. Véanla: se reirán con Gene Hunt, sufrirán con Sam Tyler, disfrutarán con la música (¡impresionante colección de canciones de la época!) y quedarán impresionados con un puñado de secuencias inolvidables repartidas aquí y allá a lo largo de sus dieciséis episodios. Incluso desearán haber conocido de pleno aquel Manchester de 1973, con sus pubs, sus policías-cabestro y sus deliciosamente apolillados tópicos. También les digo: la segunda vez se disfruta tanto o más que la primera, y desde luego se perciben mejor sus enormes virtudes.

Una serie que se titula como esta canción no podía sino ser una delicia.

La serie se puede ver en filmin


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Firefly

publicado por Emilio de Gorgot

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La historia es bien conocida: hace algo más de una década, en el 2002, la cadena estadounidense Fox estrenó una serie de ciencia ficción llamada Firefly. Y la estrenó de mala manera, hay que decir. Resumiendo muy básicamente la situación, Fox hizo todo lo posible para que su propio producto no funcionase. Por ejemplo: los directivos de la cadena consideraron que el episodio piloto de doble duración que servía como presentación de los personajes —y aquí los personajes eran el alma del programa, lo más importante— no eran un comienzo adecuado para aquella primera temporada. Así que, ni cortos ni perezosos, decidieron inaugurar la serie emitiendo en su lugar otro capítulo escrito a las prisas, un episodio simple que era bastante inferior y en el que se perdía el impacto inicial de esas presentaciones de personajes. Después, durante los cuatro meses que duró la serie en pantalla, los programadores fueron cambiando de horario su emisión para ajustarse a diversas retransmisiones deportivas. Finalmente, Firefly fue cancelada debido a las bajas cifras de audiencia sin haber completado siquiera la primera temporada: solamente fueron emitidos once de los catorce episodios ya filmados. Nunca hubo una segunda temporada. Ni la habrá. Por desgracia.

Con los años, aquella serie abortada después de once episodios empezó a generar un estatus de culto a su alrededor. No era un culto masivo, pero sí suficiente como para acumular una fiel y ruidosa legión de fans que, especialmente a través de internet, emprendieron varias campañas para —ingenuamente— intentar que su serie favorita regresara a las pantallas. Una legión de seguidores que se ve habitualmente incrementada por aquellas personas que ven Firefly por primera vez y no llegan a comprender cómo pudo ser cancelada después de únicamente once episodios, justo en el momento en que cualquier espectador se ha familiarizado ya con su particular universo, tomando consciencia de las numerosas virtudes «ocultas» de la serie. Pero así son las cosas; Firefly había desaparecido y ya nunca iba a regresar. Hecho tan triste como irónico, porque sus modestos índices de audiencia sí la hubiesen permitido sobrevivir en la TV de hoy en día, cuando existe una mayor competencia y sus números hubiesen sido considerados más aceptables. En pleno 2014 los ejecutivos de las cadenas comprenden mucho mejor que determinadas series necesitan construir su audiencia mediante el boca a boca, lentamente, y que no siempre es buena idea cancelar rápidamente un programa. Así pues, la historia de Firefly es la historia de una serie que, desgraciadamente, quizá hubiese subsistido en la actualidad pero que por haber fracasado en el 2002 jamás pudimos ver en todo su esplendor. Hoy solamente existen los catorce episodios que se rodaron en su día y un largometraje rodado con posterioridad, Serenity, del que hablaremos algo más adelante.

Firefly era una combinación entre western y aventura espacial, una serie sin grandes ínfulas ni vocación de obra maestra. Porque seguramente no es una obra maestra, pero sí es una gran serie. Narraba el día a día de la tripulación de la nave «Serenity», en la que se dedican al contrabando, el robo, la recogida de chatarra y demás chapuzas características de cualquier historia clásica de bandidos siderales. Por un lado veíamos planetas y tecnología propias de la ciencia ficción más tradicional, pero por el otro veíamos vacas, caballos y sombreros de cowboy. El tono de la serie era, de hecho, perfectamente propio de cualquier western televisivo clásico: en cada episodio una aventura distinta, que iba variando de lo más ligero a lo más melodramático, siempre sin excederse, con desenfado y con una más que notable falta de pretensiones que no fuesen el puro entretenimiento. Nunca faltaban los tiroteos o las peleas, ni la aparición de personajes curiosos y estrafalarios que podrían habitar indistintamente tanto el lejano Oeste como cualquier planeta del borde de la galaxia. Aunque lo más importante era el elenco de personajes principales, cada uno con sus características bien definidas: desde el rudo pero noble capitán (muy eficazmente interpretado por el canadiense Nathan Fillion) hasta una prost*t*ta de lujo (la convincente y arrebatadoramente bella Morena Baccarin), pasando por una adolescente de capacidades intelectuales increíbles pero que ha enloquecido después de ser víctima de crueles experimentos del gobierno (interpretada por la inquietante Summer Glau), etc. Estos y otros personajes iban más allá de los estereotipos, con una profundidad sorprendente en una serie de aventuras en apariencia tan escasamente ambiciosa.

Como decimos, la emisión de Firefly rápidamente generó un pequeño pero fiel núcleo de seguidores pero el grueso de la audiencia no se interesó o quedó confundida por el descuido con el que Fox trataba a su nuevo programa. Por otra parte, la crítica se mostró dividida después del estreno. Aunque bastantes críticos supieron apreciar las virtudes del producto, hubo muchos otros que —incomprensiblemente— se centraron más en despellejar lo que consideraban una combinación «artificiosa» de dos géneros aparentemente incompatibles. Que eran incompatibles, claro, en su desconocimiento, ya que el western espacial tenía una larga tradición.

Si hay que ser justos, lo cierto es que los argumentos de la serie no eran particularmente originales y en bastantes momentos rayaban lo pueril. Pero se trataba de una puerilidad inherente al típico producto de diversión en el que cada episodio era una aventura diferente. Existían, sin embargo, algunas líneas argumentales más de fondo que la primera temporada apenas llegó a trazar y que prometían una muy interesante evolución de la serie. Pero esa evolución nunca se produjo. De todos modos, nadie debería esperar algo como The Sopranos porque Firefly nunca tuvo intención de sentar cátedra ni de apabullar al espectador con una obra maestra del drama. Como decíamos, su principal objetivo era entretener. Y eso lo hacía a la perfección y de manera muy inteligente.

Pero dentro de esa falta de pretensiones, Firefly acumulaba una considerable cantidad de virtudes. Quienes la hicieron se preocuparon muy mucho de adornarla con cantidad de detalles que individualmente apenas son perceptibles, pero que en conjunto le confieren un tono muy, muy especial. El que haya mucha gente que adore el universo de Firefly no es producto de unas historias de magnitud shakesperiana, sino de esa multitud de matices que aparecen en cada episodio, enriqueciendo la acción. Los personajes y en la herramienta principal con la que estos personajes se comunican, los diálogos, son su principal patrimonio. Incluso en el transcurso de los pocos episodios que llegaron a rodarse, la relación que existe entre los diversos personajes progresó rápidamente desde lo que parecían estereotipos genéricos hasta configurar retratos con un sorprendente grado de tridimensionalidad. En pocas series de ciencia ficción aventurera —salvando casos excepcionales como el de la magnífica Battlestar Galactica, que merece comentario aparte y lo tendrá— se encuentra uno con personajes tan bien cuidados, que en otras manos perfectamente podrían haber sido estandarizados y previsibles. Además los diálogos son siempre ágiles, ejecutados con ritmo por un buen elenco de actores fantásticamente dirigidos y tanto en las interpretaciones como en el texto hay un montón de perlas que no estamos habituados a ver en programas de este estilo.

Pero en mi opinión, el gran arma de Firefly es su maravilloso sentido del humor. Aunque durante los episodios hay espacio para la seriedad e incluso para el melodrama, nos encontramos con numerosas situaciones que son matizadas de manera hilarante por inesperados giros intencionada y deliciosamente estúpidos del guión o por aportaciones cómicas de los propios actores. Es un humor sencillo y directo pero distribuido de manera hábil en los momentos justos, algo que le confiere a Firefly un aire de desenfado que la distingue de muchísimas otras series de género. Este humor recurrente ayuda a que nos encariñemos rápidamente con los personajes, ayudando a perfilarlos más rápidamente, mostrándolos en diversas actitudes que generalmente no aparecen en programas que no sean estrictamente de humor. Estas continuas situaciones chistosas y hasta ridículas sirven para dejar entrever sus virtudes, defectos y debilidades. Al menos en mi caso, esa fue la característica que me enganchó a la serie y que a mis ojos la hizo muy diferente de series similares. Es imposible no sentirse maravillado por la vertiente cómica de Firefly, que aparece en las secuencias más inesperadas.

Pese a estas y otras virtudes, la cancelación nos dejó con una única temporada y la sensación de que Firefly apenas estaba mostrando una fracción de lo que realmente podía haber llegado a ser. Esto es algo que nunca comprobaremos, claro, pero dado el ritmo con el que los personajes iban creciendo y la manera en que iba funcionando la química entre ellos, así como el desarrollo de algunas subtramas en segundo plano, siempre imaginé que Firefly hubiese funcionado a la perfección como mínimo durante un par de temporadas más. Es más: lo suyo sería poder disfrutar ahora de cuatro o cinco temporadas, por lo menos.

Decíamos que tras la cancelación el culto no tardó en extenderse, hasta el punto de que un par de años más tarde se rodó un largometraje, Serenity, con el mismo reparto de la serie. El creador de Firefly, Joss Whedon, convenció a la Fox para que financiase su debut como director cinematográfico. Que pudiera conseguirlo es algo prácticamente milagroso después del batacazo que se había pegado el formato televisivo. La película fue bastante fiel al espíritu de la serie original, aunque en mi opinión la química estaba mucho menos lograda y me provocó la sensación de que hubiera sido mejor continuar con el formato televisivo, en donde realmente funcionaban aquellos personajes y sus pequeñas historias. No es que Serenity sea una mala película: de hecho es muy entretenida, pero provoca más nostalgia de una segunda temporada inexistente que satisfacción por haber visto a esos personajes de nuevo. Es como un episodio extra donde todo está contado demasiado deprisa para condensarlo en el formato de largometraje, y donde paradójicamente tenemos la sensación de que se nos cuentan muchas menos cosas que en los mismos minutos de un episodio convencional. Pero bueno, la película era divertida, aunque la reducida legión de fieles de Firefly no bastó para que Serenity fuese un gran éxito y pudiera dar lugar a una nueva saga, ya fuese cinematográfica o televisiva. La modesta repercusión de Serenity terminó de poner los clavos en la tapa del ataúd de Firefly.

Aun así, el recuerdo de Firefly nunca se ha extinguido y esa legión de seguidores ha ido creciendo. Más de diez años después sus fans continúan soñando con un más que improbable retorno. Incluso su antiguo productor, Tim Minear, está fantaseando con la idea en pleno 2014… aunque no quiere darles demasiadas esperanzas a los seguidores del capitán Malcolm Reynolds y su estrafalaria pandilla. Todo parece indicar que la serie no volverá. Ha habido rumores, eso sí. En 2013, cuando a través de Kickstarter y en poquísimo tiempo se recaudó una buena cantidad de dinero para rodar un retorno de Veronica Mars, muchos se preguntaron si podía suceder algo parecido con una campaña similar para financiar un retorno. Los ojos de esos fans e incluso de la prensa se volvieron inmediatamente hacia Joss Whedon… pero el padre del invento fue terminante: mientras lo mantenga comprometido su contrato con Marvel para dirigir lucrativas películas de superhéroes, no habrá retorno al fascinante universo de Firefly. Además, Whedon no está seguro de que mediante Kickstarter pueda recaudar suficiente dinero dadas las demandas técnicas y visuales de esa aventura espacial. La idea de una nueva temporada de la serie se antoja todavía más improbable a causa de los compromisos de algunos de los principales actores protagonistas: por ejemplo, Nathan Fillion, que interpretaba al capitán Mal Reynolds, trabaja actualmente en la exitosa serie Castle y mientras dicho programa continúe no hay visos de que vuelva a enfundarse el atuendo espacial. Lo mismo sucede con Morena Baccarin, que actualmente forma parte del reparto de la incluso más exitosa Homeland. Firefly fue una buena cantera de talentos pero existen muy pocas posibilidades de que volvamos a verlos juntos. Incluso la voluptuosa Christina Hendricks, que apareció solamente en un par de episodios de la serie original pero cuyo (magnífico) personaje tenía pinta de terminar convirtiéndose en recurrente, se ha hecho célebre gracias a Mad Men. Interpretando, irónicamente, a un personaje que tiene algunas características comunes con aquella inolvidable Saffron que encarnó en un par de episodios de Firefly.

Mientras rogamos —casi con seguridad infructuosamente— por el cada vez más improbable retorno de Firefly y dedicamos este modesto artículo a rendirle homenaje, qué mejor para terminar que una de las mejores canciones originales que haya tenido una serie de televisión como sintonía en bastantes años. Hablamos de Ballad of Serenity, un breve y bellísimo poema sonoro magníficamente interpretado por el bluesman Sonny Rhodes pero que, sorprendentemente, fue escrito por el propio Joss Whedon. La melancólica frase principal de la canción se ha convertido casi en el lamento oficial de los seguidores de Firefly: «you can’t take the sky from me». Lo que viene a decir que, aun entristecidos por saber que Firefly no volverá, al menos ya no pueden quitarnos esos catorce episodios por los que cada vez más espectadores sienten algo parecido a la adoración.

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Doctor Who

publicado por Ernesto Filardi

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25 de enero de 1975. Faltan pocos minutos para que comience un nuevo capítulo de Doctor Who, la serie favorita de Stephen en la que nunca se sabe lo que puede suceder. Stephen solo tiene doce años y le hace gracia que su serie comenzara el mismo año en que él nació. Su padre le ha explicado muchas veces que el primer capítulo se emitió el día después de que mataran a un tal Kennedy, pero Stephen no entiende muy bien quién es ese señor. Tampoco le importa mucho, porque él vive en Gales y los Estados Unidos están lejos pero no lo suficientemente lejos: a él le gusta viajar, por supuesto, pero tiene claro que ningún avión le podrá llevar tan lejos como la TARDIS, la maravillosa cabina telefónica de madera más grande por dentro que por fuera en la que el Doctor se desplaza por el tiempo y el espacio. Hace años que Neil Armstrong se hizo famoso en todo el mundo, sí, pero por las imágenes que ha visto por la tele Stephen puede imaginar que la Luna no es un destino tan fascinante como Gallifrey, Vortis, Skaro, Mondas o tantos otros planetas conocidos por el Doctor.

En el patio del colegio, Stephen y sus amigos juegan a ser personajes de la serie. Lo más fácil es ser compañero del Doctor, porque casi siempre son humanos que le acompañan en sus correrías intergalácticas; algunos, sin embargo, prefieren ser monstruos y se piden ser Daleks o Silurians o Sontarans. Pero lo normal es que todos quieran ser el protagonista, así que para evitar peleas les gusta jugar a regenerarse. Porque el Doctor es un Time Lord y los Time Lords se pueden regenerar para cambiar su apariencia y su personalidad. A los chicos, claro, no les interesa saber que eso fue un truco de los guionistas para cambiar al actor que representaba al Primer Doctor: cada uno tiene su favorito, porque todos son distintos aunque siempre sean el mismo. El de ahora es el Cuarto, por ejemplo, con su larga bufanda de colores.

Estamos ahora en 2003. Mientras espera a que se abra la puerta del despacho del directivo de la BBC, Stephen recuerda todo eso y mucho más. Recuerda, por ejemplo, que después del Cuarto Doctor hubo otros tres, y que su amor por la serie le hizo convertirse en guionista de televisión, y que alguna vez envió sus textos a la BBC aunque le fueron devueltos. También recuerda, pero esta vez con un dolor no del todo mitigado, que la serie fue cancelada en 1989 tras veintiséis temporadas y que desde entonces ha habido varios intentos de volver a revivir al Doctor. Todos infructuosos, excepto la película de 1996 en la que aparecía un Octavo Doctor. Pero Stephen, que ahora se hace llamar Russell T. Davies, sonríe misteriosamente. Porque, al igual que el Doctor, tiene un plan.

La puerta se abre y Russell es invitado a entrar. Sonrisas, apretones de manos, folios llenos de cifras y proyectos. Aunque no ha quedado constancia escrita, a los seguidores de Doctor Who (también llamados whovians) en todo el mundo nos gusta imaginar que la entrevista fue algo como esto:

—O sea, que usted pretende que retomemos Doctor Who.

—Eso es, señor.

—Y usted se encargaría de llevar el proyecto adelante.

—Correcto.

—Déjeme que le haga una pregunta, señor Davies: ¿para qué resucitar una serie que lleva muerta tantos años? Los niños de hoy no tienen ni idea de quién es el Doctor y los niños de entonces ya son adultos.

—Precisamente por eso.

—No lo veo. De verdad que no lo veo.

—Yo soy uno de esos niños. Y todavía hoy me estremezco al recordar la fascinación que me producían las naves espaciales y los monstruos y las luces brillantes y las explosiones y la inteligencia del Doctor con su destornillador sónico y el no entender casi nada pero que me diera igual porque sabía que al final todo se iba a arreglar. Y en todos estos años no he vuelto a ver nada igual.

—¿Eso es todo? ¿Me está diciendo que gastemos dinero público solo porque usted echa de menos su serie favorita de cuando era niño?

—No me ha entendido. Yo echo de menos al Doctor y a la TARDIS, por supuesto; y, al igual que yo, sé que hay miles de antiguos niños que también los echan de menos. Pero lo que realmente añoramos es esa fascinación de la que hablaba. La que me hacía desear durante toda la semana que llegara un nuevo capítulo. Esa sensación de plenitud al escuchar la sintonía sin poder ni querer moverme del sofá. Ese deseo irrenunciable de querer ser parte de un universo infinito en el que todo puede pasar porque el Doctor nos protege, nos hace sonreír y nos hace ver que el mundo es muy grande y nosotros somos muy pequeños solo si nos conformamos con serlo. Eso es lo que quiero: demostrar que esa fascinación infantil sigue dentro de nosotros.

—Fascinación, ¿eh? ¿Y cómo va a conseguir eso?

—Muy sencillo, señor: con una serie fascinante.

Y así, en 2005, Doctor Who regresó a la BBC. ¿Pero qué es exactamente Doctor Who? ¿Es una serie de ciencia ficción? Sí, pero no. ¿Es una comedia? Sí, pero no. ¿Es drama? Sí, pero no. ¿Es de terror? Sí, pero no. ¿Es para niños? Sí, pero no. ¿Es de aventuras? Sí, pero… ¡qué aventuras! Entonces, ¿de qué va esta serie?

Ante todo, Doctor Who es una inmensa vuelta de tuerca al carpe diem horaciano: si hemos de vivir la vida mientras podamos, ¿cómo sería esa vida si fuéramos capaces de viajar por el tiempo y por el espacio? Esa perspectiva ya queda presente en el primer capítulo de la «nueva» serie, cuando el Noveno Doctor invita a Rose Tyler a ser su nueva compañera de aventuras:

Podrías quedarte aquí, llenar tu vida con trabajo, comida y dormir. O podrías ir… a cualquier sitio.

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Antes de comenzar a ver la serie es preciso tener dos cosas en la cabeza. En primer lugar, que NO es necesario haber visto la serie clásica. Igual que el Doctor se regenera en una personalidad distinta sin dejar de ser él mismo, Davies supo regenerar la serie de tal forma que pudiera disfrutarse sin tener que ver las veintiséis temporadas previas. La segunda advertencia al espectador neófito es que debe tener paciencia: los primeros capítulos adolecen de un nivel de producción que no está a la altura de lo que uno podría desear. Si a eso le añadimos que los monstruos invasores son unos maniquíes de plástico que quieren dominar el mundo, apaga y vámonos. No desesperen. Es un homenaje de Davies a un capítulo de 1970 aprovechando que el presupuesto al comienzo de la serie era un poco escaso. Denle una oportunidad: las estadísticas reflejan que, en torno al quinto o sexto episodio, el whovian en potencia ya está enganchado. Además, esos pocos capítulos bastarán para conocer algo tan fundamental de la serie como sus personajes o sus tramas fantásticas: sus valores.

Por alguna razón, cuando en España hablamos de que una ficción transmite unos determinados valores enseguida nos imaginamos que es una serie con moraleja, con moralina o con las dos cosas a la vez. Pero los ingleses son gente que le da otro valor a la cultura y saben cómo hacer estas cosas: el Doctor (Dóctah para los amigos) no es un héroe destructor ni especialmente guapo; se dedica a viajar porque el universo entero le parece maravilloso y cada vez que se mete en problemas sobrevive gracias a su inteligencia y a su única arma: un destornillador (sónico, eso sí). Por lo general, además, no busca la destrucción del enemigo sino la solución más pacífica posible. Pero no por eso es una serie infantil o naif, ya que hay momentos en los que se aborda sin problema alguno cuestiones tan delicadas como la pena de muerte, el genocidio o la guerra de Irak.


El trío de las Azores en interpretación libre de Russell T. Davies.
Ya hemos dicho que el Doctor no solo viaja por el espacio sino también por el tiempo. Casi siempre al futuro, como es frecuente en series donde aparecen naves espaciales, aunque no es raro que se desplace también hacia el pasado: Dickens, Shakespeare, Churchill, Isabel I e Isabel II, Van Gogh… son algunos de los personajes históricos que han conocido al Doctor y han formado parte de sus aventuras intergalácticas. Esto se debe a que la serie clásica fue concebida como entretenimiento didáctico para niños, aunque el éxito de los capítulos con alienígenas fue tan grande que los viajes al pasado se fueron espaciando cada vez más. Entonces, ¿es una serie para niños o no? De nuevo: sí, pero no. Es una serie que pueden ver los niños (sobre todo las temporadas de los Doctores Noveno y Décimo), aunque con cuidado. Quienes más disfrutarán serán los adultos que aún no han perdido la capacidad de sorpresa infantil. Consciente de ello, Russell T. Davies creó dos spin-off de la serie: Torchwood, una versión más oscura y violenta, dirigida a un público más adulto y también muy recomendable. El planteamiento del otro spin-off merece un párrafo aparte, así que se lo vamos a dar.

Sarah Jane Smith acompañó a los Doctores Tercero, Cuarto y Quinto desde 1973 hasta 1976, siendo una de las compañeras (o companions) más famosas de Doctor Who. En un capítulo de 2006, el Décimo Doctor se encuentra con ella (interpretada por Elizabeth Sladen, la misma actriz pero obviamente con treinta años más) y consiguen, cómo no, vencer a los malos. Este capítulo supuso el lanzamiento del spin-off The Sarah Jane Adventures, que más allá de su valor o calidad debería ser recordado como una serie infantil creada expresamente para dar la posibilidad a los niños de hace treinta años de sentarse con sus hijos a disfrutar de las aventuras de su heroína favorita. Davies anunció que se retiraba de Doctor Who tras cuatro temporadas, pero siguió a bordo de ambos spin-off.

Si alguno de ustedes ha llegado hasta este punto del artículo y aún no tienen claro si darle una oportunidad o no, vean directamente «Blink», el décimo capítulo de la tercera temporada. Es una historia autoconclusiva que se sigue perfectamente sin haber visto la serie. No contiene ningún tipo de spoiler y, además de ser uno de los capítulos favoritos de cualquier whovian que se precie de ello, ganó todo tipo de premios incluyendo un BAFTA. Si «Blink» no les llama la atención, no pierdan más el tiempo.

Steven Moffat, el guionista de «Blink», es otro de los grandes protagonistas de esta historia. Aunque hoy es admirado en medio mundo por su versión de Sherlock, Doctor Who es la verdadera niña de sus ojos. Guionista invitado durante las cuatro temporadas que Davies estuvo al mando, Moffat escribió algunos de los mejores capítulos de la serie. Es el caso de «The Girl in the Fireplace» —en el que el Doctor conoce a Madame de Pompadour— o «Silence in the Library / Forest of the Dead», la presentación de un personaje tan carismático y misterioso como River Song. Tras la salida de Russell T. Davies, Moffat quedó como showrunner de la serie, rechazando un contrato con Steven Spielberg para guionizar la trilogía de películas sobre Tintín. «El deber de todo británico es acudir en ayuda de la TARDIS cuando lo necesita», dijo. Nadie en Hollywood habría aceptado un desplante así, pero el propio Spielberg era fan de la serie clásica y comprendió con una sonrisa que Moffat había esperado toda su vida para ver su nombre escrito mientras sonaba esa sintonía creada ahora hace cincuenta años.

El inicio de la era Moffat coincidió también con la salida de David Tennant, el Doctor favorito de millones de seguidores por su simpatía, desparpajo y melancolía romántica. Su sucesor, Matt Smith, es el más joven de todos los actores que han interpretado al Dóctah. La frustración de los admiradores de Tennant al anunciar su salida de la serie se canalizó en insultos y descalificaciones de todo tipo hacia Smith, que apenas había comenzado a rodar. Es difícil encontrar un actor que haya tenido que soportar en su carrera tal presión mediática previa a su debut, pero desde el primer capítulo demostró que estaba a la altura de lo que se esperaba de él. Ahora que ha anunciado su marcha y se ha revelado que Peter Capaldi será quien esté a bordo de la TARDIS a partir de la próxima temporada, muchos comenzamos a sentir la partida del Undécimo Doctor, más oscuro, alocado y atormentado que otros. Esto es marca Moffat, por supuesto, ya que él mismo reconoció que su pasión por la serie cuando era pequeño no era como la de Davies: si a este le fascinaban las naves y las luces brillantes y las explosiones, el niño Moffat se sentía poderosamente atraído por el terror que le provocaban enemigos tan monstruosos como los Daleks y los Cybermen. De ahí que a su llegada la serie se regenerara al igual que el Doctor: nuevo protagonista, nueva companion (Amy Pond, la chica que esperó), nuevos enemigos y nuevo tono general de la serie. Moffat convirtió en tónica general la oscuridad y misterio que caracterizaban a sus capítulos en las primeras temporadas. Al igual que cada whovian tiene su Dóctah favorito, son muchos los seguidores que prefieren la luminosidad y la sorpresa de la era Davies antes que los intrincados laberintos por los que Moffat acostumbra a llevarnos. Pero eso no merma su amor incondicional hacia la serie. Como bien explica Juanma Ruiz aquí, «No se trata de una escala de brillantez, sino de una cuestión del corazón frente a la cabeza».

Doctor Who cumple cincuenta años. No es nada, claro, si lo comparamos con los casi mil que tiene nuestro Time Lord favorito. Pero es una ocasión espléndida para que se acerquen y pidan al Doctor que les lleve a su infancia. Es un viaje que merece la pena, se lo aseguro. Y si lo intentan y no les convence, no pasa nada. Para gustos, los colores. Como el azul. El azul TARDIS, por supuesto.



Imágenes cedidas por BBC.

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Broen / Bron

publicado por Emilio de Gorgot

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Ya hablamos en su momento de la magnífica serie Forbrydelsen, que hace unos años desencadenó una súbita fiebre por los dramas policiales nórdicos y cuyo enorme éxito en el Reino Unido sirvió como plataforma de lanzamiento para dar a conocer el producto de un pequeño país como Dinamarca al resto del mundo (salvo Estados Unidos, donde se empeñaron en realizar un remake bastante pobre en comparación, The Killing, en vez de emitir la original subtitulada, que es lo que deberían haber hecho). Ahora le llega el turno a una coproducción entre Dinamarca y Suecia, llamada Broen en danés —o Bron en sueco—, que se traduce por El puente y de la que hasta el momento únicamente se ha emitido una temporada de diez episodios, aunque ya hay una segunda tanda en preparación.

Lo primero que habría que decir es que Broen sigue casi al pie de la letra los mismos esquemas de Forbrydelsen; en concreto, se parece mucho a la tercera temporada de aquella. Es decir: la investigación de un asesinato enfrenta una pareja de policías con un psicópata manipulador que reta a las autoridades y a los medios de comunicación en un truculento y desasosegante juego del ratón y el gato. En mi opinión, Forbrydelsen era sensiblemente superior en conjunto, pero eso no significa que Broen no sea también magnífica —incluso puliendo algunas aristas de la otra— y muy, muy digna de recomendación.

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La policía sueca Saga Noren, otro personaje femenino original y memorable procedente del norte de Europa.
La pareja protagonista está formada por una policía sueca, Saga Noren, y su compañero danés, Martin Rohde. Ocurre que la capital danesa Copenhague y la ciudad sueca de Malmö están unidas por unos kilómetros de carretera que se extienden directamente sobre el mar, a lo largo de un larguísimo puente. Dado que el primer crimen tiene lugar justo en medio de ese puente que separa ambos países, agentes de ambas nacionalidades habrán de trabajar juntos en el caso. Esta es una inteligente y muy bien planteada excusa para justificar el que daneses y suecos se combinen en el reparto, satisfaciendo así a ambos socios de la coproducción. Volviendo a los dos actores principales, ambos están espléndidos en sus respectivos papeles. Saga Noren, la agente sueca, es un claro intento de modelar un personaje femenino en torno a aquella Sarah Lund que causó furor en Dinamarca e Inglaterra —incluso el nombre de pila es casi igual—, pero resultaría impropio afirmar que se trata de una vulgar copia, porque no lo es. Cierto es que comparte varias características con Lund: también es una mujer independiente, enfermizamente obsesionada por su trabajo, valiente, fuerte, que no necesita ayuda masculina ni aun estando en mitad de las mayores situaciones de riesgo. También es socialmente inepta, egoísta, solitaria, de una franqueza innecesariamente brutal y con unas maneras más bien bruscas e impredecibles. Sin embargo, aunque parezca mentira y aun teniendo todo esto en común, se trata de dos personajes muy diferentes. Sarah Lund era una mujer extraordinariamente compleja, introvertida, consciente de cuáles son las convenciones sociales pero voluntariamente incumplidora de las mismas. Una mujer emocional pese a su apariencia fría y distante; una persona normal a la que su incapacidad para manejar su propia vida había transformado en anormal. Saga Noren, en cambio, es más sencilla pero su trasfondo sí es directamente anormal, como si fuese medio autista o tuviese el síndrome de Asperger. No comprende las interacciones sociales básicas (mientras que Lund, comprendiéndolas, era incapaz de seguirlas), se rige por un pensamiento cuadriculado y apegado a las normas profesionales (en tanto que Lund tenía un pensamiento genial pero caótico). Por hacer un paralelismo entre sus respectivas mentalidades y maneras de resolver casos —un paralelismo a vuelapluma, pero espero que ilustrativo—, Saga Noren es una mezcla entre Sheldon Cooper y Sherlock Holmes, mientras que Sarah Lund es una combinación de Harry Callahan y el teniente Columbo. La actriz sueca Sofia Helin quizá no es tan brillante y carismática como lo era Sofie Grabøl, pero saca adelante su curioso (y difícil) personaje con mucha suficiencia y la verdad es que consigue construir todo un carácter repleto de manierismos interesantes (¡esa forma de decir «sí» en sueco!). Afortunadamente, como decíamos, Saga Noren trasciende la copia y consigue continuar con éxito la reciente tradición nórdica de crear personajes femeninos inusuales que están bastante alejados de los estereotipos de género.

Por su parte, el danés Kim Bodnia está fantástico en su papel de Martin Rohde, un policía campechano y con los pies en el suelo, completamente opuesto a la robótica Saga. Es un actor realmente sorprendente (por cierto, me llamó la atención un detalle: pocas veces he visto una risa tan convincente en pantalla como la suya) y su personaje, más complicado de lo que parece a primera vista, va ganando muchos enteros con cada uno de los episodios, hasta que al final de la serie muestra facetas ocultas que no podíamos imaginar durante el comienzo. En cuanto al resto del reparto, está muy bien; quizá no al apabullante nivel global de Forbrydelsen, pero tampoco desmerece en absoluto.

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Martin Rohde, uno de los policías de ficción más creíbles que podrá usted ver en pantalla.
Una diferencia básica entre ambas series es que Broen, aun siguiendo el esquema de combinar varias subtramas que se entrecruzan, es más simple y tiene menos personajes, menos ramificaciones. Eso ayuda a que la acción, aun resultando algo menos espectacular, sea también más verosímil. El argumento de Forbrydelsen era más efectista y enrevesado. El de Broen es como una versión más comedida, menos ambiciosa pero también más equilibrada. En cuanto a los diálogos de Broen —o lo que se desprende de los subtítulos son más formularios, menos elaborados que los de Forbrydelsen. Quizá la razón sea el que la serie, según parece, está hablada en los idiomas de ambos países (la vi con subtítulos en inglés, pero no me pidan que consiga distinguir el danés del sueco). Si no me equivoco, ambos idiomas no son idénticos pero sí bastante parecidos hasta el punto de que pueden ser más o menos entendidos por los habitantes del otro país, así que supongo que habrán tenido que reducir la complejidad del vocabulario para hacerla más inteligible. De todos modos, si hay algún lector o lectora expertos en dichas lenguas, les agradecería que me aclarasen el asunto porque la verdad es que tengo bastante curiosidad.

Por lo demás, ambas series se parecen mucho en el plano estético así como en el estilo de dirección, montaje, ambientación, etc. (a destacar por cierto la música, especialmente el tema principal, Hollow Talk, obra de un músico danés que publica bajo el nombre de Choir of Young Believers). Visual y narrativamente hablando, son extraordinariamente similares. Lo cual, por descontado, es una buena señal.

Broen, pues, encantará a cualquiera que haya disfrutado con Forbrydelsen. De hecho también ha tenido un gran éxito en el Reino Unido, y si bien no hay una Sarah Lund que provoque una “lundmanía” como aquella que asoló las islas Británicas en su día, los personajes Saga Noren y Martin Rohde también dan mucho de sí y nos queda la sensación de que por fortuna todavía falta bastante por desarrollar de ambos —y de su extraña relación— en futuros episodios. De hecho, yo ya estoy esperando ansiosamente esa segunda temporada que se supone está en preparación. La reputación alcanzada por esta serie viene a reafirmar la solidez de los dramas policiales escandinavos, que —imitando el formato de los estadounidenses— están creando escuela gracias a diversas características propias, más europeas y menos ajustadas al molde habitual del género que los estadounidenses llevan tanto tiempo explotando.

La comentada repercusión internacional de esta serie ha provocado que ya haya algunos remakes en lontananza. Se va a producir The Tunnel, (en referencia al túnel del Canal de la Mancha) en la que los protagonistas serán un policía británico y una francesa. Por su parte, los norteamericanos van a realizar The Bridge, donde la pareja protagonista está formada por una agente estadounidense (Diane Kruger) y uno mexicano (Demián Bichir, actor mexicano nominado al Oscar). Habrá que ver.

En resumen, otra fantástica serie noir procedente del frío norte de Europa: oscura, tenebrosa, desencantada e inquietante. La mejor metadona para los fans de Forbrydelsen, ahora que sabemos que Sarah Lund nunca volverá a las pantallas. Diez episodios de excelente televisión que nadie debería perderse, con dos personajes que se les quedarán marcados en las retinas. Muy buena.

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Les Revenants

publicado por Emilio de Gorgot

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¿Qué sucedería si las personas que han fallecido retornasen a la vida para intentar reclamar su antiguo sitio en el mundo? ¿Se sentirían felices de volver? ¿Se sentirían sus allegados felices de que hayan vuelto? Esta es la compleja premisa de la que parte una de las series sorpresa de la televisión del 2012, producida por Canal+ Francia y que lleva camino de convertirse en un clásico de culto.

Parece que Europa —y hablamos de la Europa continental, porque televisivamente hablando el Reino Unido es un mundo aparte— le está encontrando el punto a cierto tipo de series que hasta ahora parecíamos dejar casi exclusivamente en manos de los estadounidenses, acostumbrados como estábamos a que únicamente en Norteamérica dispusieran de los medios técnicos y la competencia necesaria para elaborar según cuáles productos de primer nivel. Ya comentamos en su momento la extraordinaria serie Forbrydelsen, ese oscuro y absorbente espectáculo policial realizado en Dinamarca que no tenía absolutamente nada que envidiar a los mejores títulos norteamericanos del género. Ahora nos encontramos con un ejemplo de otro género, el fantástico. Les Revenants(“los fantasmas”) es una serie de ocho capítulos —de unos 50 minutos cada uno— que narra lo sucedido en una pequeña ciudad donde un buen día empiezan a resucitar los muertos.

Antes que ninguna otra cosa, cabría aclarar que Les Revenants no es una serie de zombis. Insisto en ello, porque antes de verla leí por ahí alguna que otra crítica en donde se la calificaba como tal. Pues olvídenlo. Ya sé que el subgénero zombi se ha convertido en una moda que parece que no vaya a terminar nunca, pero esta serie francesa no tiene nada que ver con ello; es más, ni siquiera es una serie de terror. Sí, resucitan los muertos, pero la mejor manera de describirla sería decir que se trata de un drama fantástico. O si lo prefieren, un drama que va de lo fantástico a lo metafísico, pasando por sus buenos momentos de suspense.

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Victor, el niño más inquietante de los últimos años.
En un principio, la serie explora los problemas de adaptación que experimentan aquellas personas que han revivido sin saber cómo ni por qué —y que ni siquiera recuerdan haber muerto— cuando retornan a sus hogares, causando la previsible conmoción entre los vivos. También se fija en las reacciones de sus seres queridos, para quienes no resulta nada fácil asimilar esa resurrección. Así pues, uno de los ingredientes de la serie es el drama intimista, pero no el único: también hay subtramas de suspense e incluso alguna de carácter criminal. Aunque la serie transcurre con un ritmo relativamente lento, como drama que es, durante los ocho capítulos hay también sitio para ciertos momentos de acción y bastantes momentos de intriga, e incluso de algo parecido al terror. Además van apareciendo misterios nuevos y cada episodio termina con un muy interesante cliffhanger, aunque —se lo digo desde ya— no todos esos misterios se llegan a explicar del todo al final de la serie.

Así pues, quien busque un argumento matemático donde toda pregunta tenga respuesta y donde cada suceso vaya a encontrar una explicación concreta, debería estar prevenido de antemano y contener su espíritu nerd. No, al final no hay interpretaciones científicas ni grandes teorías que se puedan resumir en un esquema hecho por ordenador. Les Revenants plantea muchos interrogantes, pero a menudo lo hace simplemente para seguir captando nuestra atención. En ese sentido puede decirse que es una serie tramposa y de hecho, el desenlace de la primera temporada es tan abstracto como deliberadamente abierto, lo cual frustrará a quienes estuvieran esperando una Gran Explicación en la que se aten todos los cabos. Pero ojo, eso no significa que el final de la serie no merezca la pena, sino sencillamente que se trata de un final más filosófico que científico. Pero hablaremos de ello un poco más adelante.

Decíamos que la mayor parte de la serie está centrada en los dramas humanos producidos por la inesperada resurrección de determinadas personas, muertas a distintas edades y en diferentes épocas, cuyo repentino e inexplicable retorno constituye un verdadero shock. El tema está tratado con sensibilidad e inteligencia, desde una perspectiva madura y sin sentimentalismos facilones. Todos los personajes son tratados con respeto, incluso los niños, y todos han sido cuidados para que ocupen un lugar concreto y reconocible en la narración. Lo importante en el argumento son las personas, esto no es Walking dead, por si alguien tenía la duda. En consonancia, el nivel de las interpretaciones es muy bueno. Por citar algún ejemplo, me llamó especialmente la atención el trabajo de la inquietante Céline Sallette (cuyo personaje parece anodino en un principio pero que, gracias a su interpretación, termina siendo de los más interesantes), pero vamos, podría nombrarse a unos cuantos más.

En cuanto a los guiones, están maravillosamente bien construidos. Quizá es cierto que los diálogos no son descollantes, pero tampoco necesitan serlo. En cierto modo, esto ayuda a la verosimilitud de la historia. Como decíamos, la historia va adquiriendo hechuras más abstractas conforme avanza, va decantándose hacia un extraño giro metafísico que tiene lugar en los dos últimos episodios y muy especialmente en el capítulo final. Este giro metafísico quizá haya molestado a quienes esperaban un desenlace en plan “personaje X resuelve situación Y” o “se nos da respuesta W para la pregunta Z”, pero a mí, por el contrario, me ha parecido una evolución fascinante desde un drama-suspense construido con elementos concretos hasta ese desenlace metafísico que descoloca, pero que obliga a pensar y mucho. Ese devenir espiritual, así como el ambiente opresivo y la presencia de elementos simbólicos, ha hecho que mucha gente compare Les Revenants con Twin Peaks. Obviamente, y sin ánimo de comparar series tan distintas, la influencia de David Lynch podría estar ahí (especialmente en el plano estético) y de hecho creo que la serie tiene bastante hechuras “lynchianas”. Pero también, por qué no, podrían encontrarse trazas del Luis Buñuel de El ángel exterminador, o de las pesadillas metafóricas de José Saramago al estilo Ensayo sobre la ceguera. Incluso, por qué no, hay momentos que podrían traernos a Borges a la memoria. Sea como fuere, cito estas referencias porque el desenlace de Les revenants tiene más un espíritu de metáfora filosófica que de ejercicio de género fantástico.

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Jenna Thiam, para la galería del coleccionista de exquisiteces francesas.
Eso no significa que la serie sea como una película de Bergman, ni mucho menos. Tomemos por ejemplo el primer episodio, que está casi enteramente construido a base de suspense. Aunque ya sepamos lo que va a suceder —van a resucitar los difuntos— el modo en que se nos presenta ese retorno de los muertos no puede ser calificado de otra manera como de absolutamente brillante. De hecho, ese capítulo inicial perfectamente puede contener 50 de los mejores minutos de televisión (y cine) que he visto recientemente. Guión y dirección se las arreglan para tenernos en vilo y ponernos un escalofrío en el cuerpo, en la mejor tradición del cine de fantasmas, pero sin fantasmas. Por así decir, Les revenants hace por las historias de “zombis” (con comillas) lo que Déjame entrar hacía por las de vampiros. Lo dicho, ese primer episodio resulta francamente fascinante; para mí, de hecho, es el mejor. Una pequeña obra maestra.

Eso sí, aunque la serie mantiene un buen nivel hasta el final, el impacto inicial va desapareciendo paulatinamente durante los siete episodios siguientes. Pero incluso pasada esa indescriptible sensación que nos provoca al principio la extraña historia, sigue teniendo más que suficientes alicientes para mantenernos atentos. Además de las ya mencionadas interpretaciones y de los giros de guión, Les revenants llama la atención por una fantástica dirección —mejor que bastantes películas actuales, de hecho— y por un apartado visual realmente impresionante. Las localizaciones y los exteriores son hipnóticos, filmados y fotografiados con un buen gusto exquisito. Ya solamente esa imaginería paisajística nos envuelve para crear la sensación de que el pueblo donde transcurre la acción —una extraña mezcla, muy “a lo americano”, de paisaje montañoso y región suburbana— es, pese a los elementos convencionales que lo conforman, como el irreal escenario de una pesadilla. También llama la atención el inteligente y comedido uso de la banda sonora; según parece, se compuso la música antes de empezar a filmar, al estilo de lo que hacía Sergio Leone. Eso podría explicar la perfecta comunión entre sonido e imágenes. En todo caso, esa música minimalista es utilizada con una impresionante sabiduría y únicamente en los momentos precisos.

Ya hemos comentado que la serie es un tanto tramposa y que se mete en algunas subtramas que al final no resuelve ni explica, además de introducir algunos elementos misteriosos de los que se olvida más tarde. Sabemos que los guionistas recurren a estos trucos para mantener el interés, pero también hay que aclarar que nunca llegan a abusar de la trampa. Es más, no solamente se les puede perdonar, sino que —al menos a mí— esos artificios ni siquiera me han llegado a molestar (y eso que, aunque no soy especialmente puntilloso, sí me suele inquietar el que haya demasiados cabos sueltos). Los entiendo como una concesión al ritmo de la serie, aunque otras personas han hablado de “síndrome Lost”. Bien, yo no he visto Lost, pero supongo que la comparación resulta exagerada. Tampoco me ha molestado el que, en algunos momentos (muy contados), haya ciertas actitudes de los personajes que no parecen completamente explicadas. Los flecos que haya dejado la serie no son nada en comparación con sus virtudes.

Como sucedía con la mencionada Forbrydelsen, puede decirse sin miedo que Les revenants está al nivel de lo mejor que puedan producir los Estados Unidos en su género. De hecho, creo que se está preparando un remakeamericano… lo cual, por cierto, no parece una idea demasiado buena. No sé si una serie americana podrá captar el espíritu de la original. Les revenants imita a la ficción americana en las formas, pero es inconfundiblemente europea en el fondo. Me explico: Europa es un continente que ha muerto y resucitado más de una vez. Casi cada país ha sufrido invasiones, guerras, hambre y catástrofes humanas de toda índole en unas pocas generaciones atrás. El contacto directo con la decadencia y la muerte está en el ADN cultural europeo y veo difícil que el tenebrismo desencantado de Les revenants pueda traducirse exitosamente en “la tierra de las oportunidades”, un país joven que sigue construyendo y que no tiene una experiencia apocalíptica similar. Pero bueno, veamos qué hacen los americanos con el material.

En resumen, Les revenants es una serie fascinante, inteligente, imperfecta pero solo lo justo, bella, incómoda, lo suficientemente tramposa pero sin pasarse, y con una metáfora final bastante profunda, aunque también bastante abstracta. Merece muy mucho la pena incluso con sus defectos, porque son los defectos de una obra de arte. Cierto, al final esta primera temporada deja muchas cosas sin contar, pero precisamente ese carácter hermético hace que nos quede la sensación de haber contemplado, más que un ejercicio genérico, una especie de poema audiovisual cuya interpretación queda a la sensibilidad de cada cual. Creo que se planea una segunda temporada. Desde luego, su final abierto da pie a que así sea, pero francamente… yo no la continuaría. No se me ocurre cómo una segunda temporada podría evitar arruinar la metáfora —sea cual sea— de la primera, la cual finaliza como una enigmática y deprimente pero sumamente brillante elegía. Pero bueno, si finalmente la continúan, habrá que echarle un vistazo. Espero equivocarme y que la continuación no quebrante el espíritu. No se me ocurre cómo podrían evitarlo, pero ante todo, el beneficio de la duda. También está la película del mismo título en que se basa la serie, aunque todavía no he podido verla; la comentaré en cuanto lo haga, porque ahora, desde luego, se me ha despertado el interés.

En resumen, una serie más que recomendable y que cualquier espectador inteligente disfrutará.

Y ahora, para quien ya la haya visto, dedicaré unas líneas a desgranar mi interpretación particular del sentido de la historia, de la metáfora final. Ni que decir tiene que quien todavía no haya visto Les revenants, debe dejar de leer aquí mismo. Vuelva cuando la haya visto para terminar de leer lo que queda.

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La interpretación (SPOILERS a tutiplén: si no la ha visto, NO LEA A PARTIR DE AQUÍ, alma cándida)

Como decía, la impresión que me quedó al final es la de haber contemplado una elegía visual que, ante todo, trata de capturar y expresar el terror inmemorial e innato que la muerte provoca en todos nosotros. Muchas series y películas tratan el asunto, pero Les revenants lo hace afrontando la muerte desde una perspectiva distinta. Aquí se nos presenta a una serie de personajes que parecen haber vencido a la muerte, que traen consigo una esperanza mágica, de carácter casi religioso. Y cuando esos personajes ya se están acostumbrando a su “nueva” vida, cuando sus seres queridos consiguen finalmente sentirse felices de tenerlos con ellos otra vez… es cuando la muerte —en forma de “la horda” encabezada por la camarera Lucy— regresa para reclamarlos. Es precisamente en ese momento, en el último capítulo, cuando comprendemos el dolor que causa la muerte. La esperanza que ha brillado durante siete episodios se volatiliza. Un deprimente realismo se cierne sobre nosotros. La adolescente Camille es arrancada a su familia. El pequeño Victor, que se había estado resistiendo a la llamada de los muertos, también ha de resignarse a partir. El joven Simon ha de renunciar a su antiguo amor y a su hija, que en realidad es más la hija de otro. La nueva vida de los resucitados, pues, ha sido un espejismo, una mera ilusión.

Si nos fijamos, varios de los resucitados mostraban síntomas de putrefacción (Camille en la cara, Victor en el brazo, Simon en el estómago), casi como un recordatorio de que —lo quieran o no— ya estaban muertos, de que no deberían hacerse ilusiones con respecto a una supuesta “segunda oportunidad”. Lo que no llegué a entender bien es por qué Lena, la hermana de Camille, muestra también ciertos estigmas en la espalda, de no ser por esa extraña conexión entre mellizas que se nos muestra en algún momento (como cuando una hermana está experimentando, a distancia, el orgasmo de la otra… lo cual termina ayudando a provocar el accidente de autobús en el que muere).

Por otra parte, tenemos los problemas de filtraciones del pantano, que al principio no parecen tener una relación directa con el tema central, y que terminan causando un derrumbamiento catastrófico que inunda todo el pueblo como ya había sucedido décadas atrás. Esas filtraciones, para las que los ingenieros no encuentran motivo, parecen representar el inevitable paso del tiempo, la decadencia, el destino. Durante toda la serie, los fallos de electricidad son símbolos asociados a la presencia de los resucitados, y esos fallos eléctricos están (también o paralelamente) causados por las filtraciones de agua en la central eléctrica. Otro detalle: cuando los amigos de Camille desentierran su ataúd para comprobar si es ella realmente la que está viva, encuentran el féretro repleto de agua. Además, los animales del bosque se ahogan —al parecer voluntariamente— en el embalse, poco antes del desastre. Una de las resucitadas, que ya vivió en primera persona el primer derrumbamiento del pantano, es curiosamente la única revivida que no alberga ninguna esperanza con respecto al futuro. Su experiencia le dice que no se puede luchar contra el destino, en este caso simbolizado por los problemas en el pantano. Su escepticismo se acompaña con la previsión de lo que está a punto de ocurrir: “volveremos a pasar hambre otra vez”.

Otro signo de ese destino inevitable es la imposibilidad de abandonar el pueblo. Cuando Toni y Serge tratan de huir por el bosque, a pesar de conocer bien la región (ambos han crecido en esas montañas y son cazadores), se dan cuenta de que terminan siempre caminando en círculo. Finalmente recurren a intentar cruzar el pantano a nado: Serge se ahoga, reclamado por el agua (el destino del que trata de escapar). Algo parecido sucede con Julie y Victor, que tratan de abandonar el pueblo en coche pero que también terminan pasando una y otra vez por la carretera del pantano, sin poder abandonarla. Como se ve, el pantano —el destino— es el epicentro del que nadie puede escapar.

El pequeño Victor, por su parte, parece representar la conciencia. El niño se acerca a Julie, a la que considera su “hada” salvadora, quizá porque Julie es probablemente la persona más bondadosa y generosa de todo el reparto. Aunque en un momento vemos que Julie es físicamente idéntica al hada de un cuento que él leía de pequeño, la elección tiene también tintes simbólicos. Solamente junto a ella se siente seguro. Por el contrario, cuando Victor se encuentra con una persona que tiene cargos de conciencia (como la malévola vecina o Toni, el que mató a su hermano Serge para que este no siguiera asesinando), la sola presencia del niño provoca que los demonios interiores de esa persona salgan a la luz. Por ejemplo: la vecina se enfrenta a su propia inmoralidad y termina suicidándose de manera horrible, como buscando el final que merece. Toni también se suicida, ante el remordimiento de lo que hizo en su día. Incluso la pequeña Chlóe, hija biológica del resucitado Simon, se enfrenta a su cargo de conciencia infantil cuando está con Victor. La niña cree —equivocadamente— que podría tener culpa de la antigua tristeza e intento de su***dio de su madre y se desmaya. Cabe hacer notar que Victor enfrenta a las personas con su propia conciencia, pero no con la culpa real. Sabemos que la pobre Chlóe no es culpable de nada. En cambio, el asesino Serge, que es el más culpable de todos, no sufre el “ataque” de Victor porque sencillamente no tiene conciencia.

Un detalle más sobre Julie: tras haber sobrevivido a un asesinato, está obsesionada por comprobar si también ella murió y ha resucitado. Intuimos que no es una revivida, porque no muestra ningún síntoma ni ha llegado a desaparecer del pueblo; nadie tiene noticia de que hubiese muerto alguna vez. Ella, sin embargo, expresa sus deseos de que así sea. Parece desear pertenecer al mundo de los muertos porque ya no aprecia la vida. Quizá ese sea otro motivo por el que Victor se siente cómodo junto a ella: cuando al final la horda reclama al niño, Julie se entrega voluntariamente junto al pequeño, a pesar de que no es su madre y lo conoce desde hace muy poco tiempo. Además, la horda parece respetar a Julie, ya que mientras ella duerme rodean su automóvil para llevarse a Victor… pero estando Julie, no hacen nada, como si presintieran que con ella no necesitarán combatir.

En cuanto a la religión, apenas es tratada directamente. Vemos algunos momentos, como cuando el sacerdote del pueblo se muestra escéptico ante la resurrección y llega a contradecir el dogma católico del retorno de Cristo en carne y hueso, afirmando que “no debe ser interpretado literalmente”. Sin embargo, sí hay bastantes referencias indirectas a la religión. El refugio para “descarriados” en donde al final los resucitados intentan inútilmente escapar de la muerte, parece simbolizar el refugio de la religión incluso más que la propia iglesia. Una pista es que vemos un gran crucifijo, que se nos muestra profusamente presidiendo bastantes planos que tienen lugar en el edificio. El responsable del refugio está convencido de que desde allí podrá combatir los acontecimientos futuros. Cree disponer de las herramientas para hacer frente a la incertidumbre del destino, ya sea ofreciendo caridad mediante alimentos y camas, ya sea defendiéndose con el arsenal de armas que guarda en el sótano. Es decir: el refugio, como la religión, promete salvar a todos de la muerte y muestra los dos aspectos de una religión organizada, el del mensaje misericordioso por un lado (cama y comida), y el del fanatismo ciego e irracional por otro (armas). En todo caso, comprobamos que en última instancia el refugio no sirve como salvaguarda ante la llegada de “la horda”, así como la religión no sirve como salvaguarda ante la llegada de la muerte.

La comida y el s*x* son otros dos símbolos importantes en la trama. Sirven para representar de manera física el miedo a la muerte. Para empezar, los resucitados están siempre hambrientos, tienen un apetito voraz. También parecen ansiosos por consumar físicamente sus emociones amorosas, incluso estando en mitad de una situación emocional extrema. Para ellos, el apetito alimenticio y el deseo sexual son dos maneras de aferrarse a la vida (curiosamente, la camarera Lucy usa el s*x* para comunicarse con los muertos), ya que son dos instintos básicos de la existencia. Por contra, los resucitados no duermen. Dormir se parece demasiado a la muerte y sus organismos parecen rechazar el sueño, especialmente al principio, cuando varios de ellos afirman que no consiguen pegar ojo. Únicamente cuando van sintiéndose más seguros y más integrados, cuando llegan a creer que su retorno a la vida es definitivo, será cuando concilien el sueño. De hecho, en algunas ocasiones son ellos mismos quienes se sorprenden de ello y preguntan alegremente “¿me he dormido?”, como una feliz confirmación de que realmente están vivos, de que pueden permitirse el lujo de abandonarse al sueño sin morir. Justo en esa etapa, vemos que dejan de ser tan voraces con la comida.

Así pues, la metáfora final de Les revenants parece ser un “no hay esperanza”, pero creo que más bien es una manera de recordarnos lo que la muerte supone para el ser humano. En circunstancias normales, nadie quiere morir, y nadie quiere que se mueran sus seres queridos. Pero el pantano, el destino que al final inunda todo el pueblo, es desgraciadamente imparable.

https://www.jotdown.es/2013/04/imprescindibles-les-revenants/
 
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