Serge Gainsbourg y las mujeres: una historia demasiado complicada para resumirla en un ‘tuit’

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Serge Gainsbourg y las mujeres: una historia demasiado complicada para resumirla en un ‘tuit’

La cantante Lio ha devuelto al cantante a la actualidad 30 años después de su muerte al llamarlo "el Weinstein francés". ¿Pero cómo era realmente el comportamiento de Gainsbourg con las mujeres? Lo exploramos a través de las mujeres que lo acompañaron.

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Felipe Cabrerizo
25 SEP 2020 - 08:35 CEST

La primera reacción es inevitable: mucho había tardado en saltar la liebre. En tiempos de doctrinas morales y revisionismos históricos, sorprendía ver cómo el inmenso prestigio de Serge Gainsbourg (París, 1928-1991) parecía ejercer de paraguas que lo impermeabilizaba ante cualquier conflicto y mantenía su figura impoluta sin que le salpicara ninguna de las muchas, muchísimas polémicas incómodas que fueron esencia pura de su carrera y su personaje. Pero este parapeto no podía ser eterno. Acaba de saltar la chispa que puede abrir la caja de los truenos.

Ha sido en una entrevista radiofónica concedida hace un par de semanas por Lio, cantante belga que en los años ochenta tomó el relevo de las chicas ye-yé ejerciendo de lolita y dejando tras de sí un nutrido grupo de adoradores y un par de singles de alcance planetario. En un momento de la larga conversación, Lio se arranca a hablar de Gainsbourg, de su carácter de aristócrata de la chanson, de la idolatría que despertó entre la comunidad punk francesa y, aquí llega lo mollar, de cómo engañó a France Gall con la letra de Les sucettes, lo que le permite saldar su discurso señalando al músico con el dedo: “Recuerdo a Gainsbourg como un acosador. Alguien que no se comportaba bien con las mujeres y que en cierto modo era un Weinstein de la canción”.

La acusación es desde luego dura y de difícil respuesta: parangonar a alguien con el némesis de la era #MeToo conduce invariablemente a un callejón sin salida. Sorprende que venga de Lio porque ésta apenas tuvo relación con Gainsbourg. Sus caminos sólo se cruzaron en una ocasión, cuando a principios de los ochenta la industria discográfica todavía se permitía lujos como enviar a Los Ángeles al cantante Alain Chamfort para registrar Amour année zéro. Con él viajaba Gainsbourg, compositor del álbum, para concluir en el estudio unas letras que, siempre perezoso, terminaba dejando para el último momento confiando en el subidón de adrenalina de la falta de tiempo. Y si el trayecto arrancaba tenso porque ambos músicos ya habían tenido algún encontronazo en colaboraciones anteriores, la incomodidad se dispara cuando al llegar al aeropuerto Gainsbourg se topa con Lio, pareja de Chamfort y por la que no tiene mucha simpatía, que se ha apuntado a la aventura sin que nadie se lo haya comunicado.

La inesperada aparición dista de ser bienvenida y terminará ejerciendo de acicate para que al llegar a Los Ángeles el ambiente se pueda cortar a cuchillo. Tan enturbiado está el aire que un buen día, tras la enésima discusión en el estudio, Gainsbourg decide marcharse sin decir adiós. Así lo revelaría la propia Lio muchos años más tarde en su libro de memorias Pop model, donde también cuenta el ambiente de griteríos e insultos telefónicos que siguió a la fuga, algo que, por otra parte, no la incomodó lo suficiente como para dejar de grabar un tema salido de la pluma de Gainsbourg, Baby Lou, apuesta segura con la que alcanzaría un notable éxito en las listas de ventas.

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Serge Gainsbourg y Catherine Deneuve en una fiesta organizada por Cartier en París en 1980. Getty Images


Sirva este episodio como contexto y no como eximente de las acusaciones de Lio. Lo suficientemente graves como para que no hayan tardado en saltar a los diarios del mundo entero, donde el soniquete “el Weinstein francés” ha corrido como un reguero de pólvora. Pero queda la duda, claro: ¿Qué hay de real en estas acusaciones? ¿Es cierto que Gainsbourg acosaba a las numerosas mujeres que jalonaron su carrera? ¿En qué se sustenta esta denuncia?

Repasando el largo censo de conquistas gainsbourguianas —Brigitte Bardot, Jane Birkin, Anna Karina o la recién fallecida Juliette Gréco— no encontramos una que no hable embelesada de su relación con el cantante y que, una vez concluida ésta, no la prolongara con una sólida amistad. Sus palabras son tan miméticas que terminan conformando un discurso monolítico: la educación exquisita, la preocupación por su bienestar, lo queridas y respetadas que se sintieron a su lado. Añádanse frases idénticas exhibidas una y otra vez por mujeres reacias a establecer cualquier tipo de trato carnal, como Catherine Deneuve o Marianne Faithfull, o por otras —las menos— que no pasaron del ámbito de la amistad como Régine o Françoise Hardy, que en sus memorias La desesperación de los simios… y otras bagatelas no le dedica un solo adjetivo que no sea superlativo.

Y está, claro, Jane Birkin, que convivió con Gainsbourg durante diez años febriles que se cerraron cuando comprendió que el desbocado consumo de alcohol había dejado de ser motivo de diversión para convertirse en un problema serio y decidió comenzar otra vida con el director Jacques Doillon. Birkin no sólo decidió seguir visitando a Gainsbourg a diario, sino que contó con él en todos sus proyectos musicales, lo hizo padrino de su hija Lou, hoy también cantante, y sigue exhibiendo con orgullo el repertorio que le legó su compañero intentando abrirlo a las nuevas generaciones.

¿Significa esto que el trato de Gainsbourg con las mujeres fue un camino unidireccional? No, evidentemente, y ahí radica la complejidad del personaje. Y llegamos a un punto en el que conviene hilar fino porque las impresiones aceleradas pueden jugar alguna mala pasada con forma de conclusión lapidaria. En las difusas acusaciones de Lio sí que figura un nombre propio, el de France Gall, primera piedra de una leyenda negra que el interesado fomentó durante décadas. Remontémonos a más de medio siglo atrás, cuando Gainsbourg concluye una canción titulada Les sucettes ["Las piruletas"]. Un tema sobre una niña que disfruta lamiendo pirulís y que alcanza el punto máximo de su gozo al notar cómo el caramelo derretido se desliza por su garganta, metáfora visual de trazo no particularmente fino que, para completar la jugada, estaba destinada a France Gall, una chica ingenua de aspecto infantil que a sus diecinueve años fue la única que no comprendió de qué iba el asunto.

El que Gainsbourg no se molestara en explicar a la cantante el doble sentido de la letra es el flanco por el que han ido llegando multitud de ataques. No fue una jugada elegante, desde luego, pero Gainsbourg siempre consideró que la revelación no le correspondía a él, sino al mánager de la cantante, que no era otro que su padre, Robert Gall. A Gall no se le puede achacar ingenuidad ante los mecanismos del negocio pues contaba en su haber con varios éxitos faraónicos compuestos para Édith Piaf o Charles Aznavour y estaba empeñado en sacar a su hija al precio que fuera del hoyo comercial al que parecía abocada. Tras ver las cifras de ventas, a éste no pareció importarle tanto el supuesto desmancillamiento del honor de la muchacha, dado que unos meses después le arregló con Maurice Biraud uno de los dúos más bizarros de la historia del pop, La petite ["La pequeña"], en el que el cincuentón Biraud cantaba aquello de “La pequeña ha crecido. Ya es mujer, aunque no es más que una niña”, mientras Gall entonaba con su voz infantil un vergonzante: “Y pensar que ayer estuvieron a punto de sorprenderte mientras me abrazabas y yo me dejaba hacer…”.

Pero la piedra estaba lanzada y Gainsbourg no dudó en cultivar esta imagen de hombre cruel y despiadado con las mujeres: aumentaba el aura que lo rodeaba y fomentaba un personaje fascinante para un público que repentinamente había dejado de darle la espalda. Eterno tímido, tampoco dudó en usar esta máscara como coraza cuando Brigitte Bardot lo abandonó por el actor Stephen Boyd y se sumiera en una nebulosa de tendencias suicidas al ver cómo volvía a estallar en su cabeza aquella falta de autoestima a la que lo había abocado un físico, digamos, poco ortodoxo: hablamos de un hombre que había abandonado su última gira al ser insultado por su fealdad noche tras noche por el público, hablamos de un hombre que cuando en la adolescencia había intentado adentrarse en los misterios del s*x* la prost*t*ta elegida lo rechazó alegando que le provocaba repugnancia, algo que podría abrirnos unas ramificaciones freudianas por las que no vamos a deslizarnos.

Fue en el punto máximo de cultivo de esta imagen cuando Gainsbourg conoció a Jane Birkin. A ella reservaría lo mejor de su vida durante la siguiente década: el acceso a la fama, el nacimiento de su hija Charlotte, las composiciones más exquisitas y la entrada en el mundo de la música con el éxito planetario de Je t’aime… moi non plus. Birkin, que venía libre de sustos tras vivir en primera persona el Swinging London, entendió perfectamente el juego de espejos en el que estaba embarcado Gainsbourg y nunca vio ningún problema a las canciones de alto octanaje erótico y mensaje confuso que Serge le componía a una velocidad pasmosa. Las grabaciones se cuentan por decenas y ninguna pasaría hoy el filtro de lo políticamente correcto. El escándalo no era para ellos más que un juego y un elemento para hacer rendir su trabajo: “El Papa ha sido mi mejor publicista”, declaraba Gainsbourg tras ver cómo el mismísimo L’Osservatore Romano, órgano oficial del Vaticano, había intentado vetar Je t’aime… moi non plus y sólo había conseguido disparar las ventas del single hasta la estratosfera.

Pero con la entrada de los ochenta la figura de Gainsbourg se enturbia y es complicado hacer cualquier valoración sin atender al propio destrozo personal del cantante. Compositor de respeto condenado a un segundo rango de popularidad, el éxito masivo aparece cuando en 1979 decide grabar su primer disco reggae. Inesperadamente, Serge parecía recoger el zeitgeist del momento y se convierte en ídolo de una juventud contestataria que siempre lo había observado con reticencia. Pero el éxito, ya se sabe, lleva siempre un regalo envenenado: embebido por la soberbia del eterno perdedor situado repentinamente en primera línea de fuego, Gainsbourg no fue capaz de digerir el golpe del abandono de Birkin. Su emparejamiento con Bambou, una modelo de origen vietnamita con querencia a la heroína, no ayudó a centrar el tiro. Solo, devorado por el alcohol y la enfermedad, le quedaba por delante una década que no puede leerse sino como un su***dio lento y voluntario.

Son años terribles de contemplar para cualquier admirador del cantante y para cualquier persona que tenga la más mínima fe en la dignidad humana. Un drama íntimo que Gainsbourg decidió ofrecer a todo el país en un escaparate mediático sin límite alguno. Las cadenas de televisión entendieron inmediatamente que tener a una persona fuera de sí en prime time era siempre garantía de audiencia y no dudaron en alimentar al monstruo. Imbuido en un espíritu destroy y jaleado por un público joven que veía cómo surgía en Francia una figura parangonable a Iggy Pop y Lou Reed, aquí sí comenzaron las escenas incómodas con episodios de un maltrato que no dudaba en extender a todo aquel que lo rodeara, fuera mujer, fuera hombre, fuera él mismo.

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Serge Gainsbourg y Bambou en Cannes en 1983. Getty Images


En realidad no era nada nuevo, sino un episodio más en una vida de juego al límite, donde era difícil encontrar un trabajo que no jugara con algún tabú social, fuera éste la homosexualidad, la relación con menores, los sentimientos patrióticos o la escatología: Gainsbourg, judío que había llevado la infame estrella amarilla durante la II Guerra Mundial, había entregado al ejército israelí un himno de combate para la guerra de los Seis Días al tiempo que concebía Rock around the bunker, un disco que bromeaba con la imaginería nazi. Sólo se trataba de seguir comercializando el personaje en la sociedad hipermercantilizada de los ochenta vendiendo una imagen pública explotada hasta el extremo por unos medios dispuestos a devorarlo todo. Un juego arriesgado para una persona a la que el alcohol había esquilmado la lucidez de antaño.

En medio de este magma habrá fogonazos que rozaron lo sublime, como aquel Lemon incest en el que jugaba al equívoco con su hija Charlotte, todavía adolescente. Pero la mayoría, definitivamente, no avanzaron por este camino. Y aquí podríamos abrir un largo rosario de apariciones públicas en los que muchas mujeres vivieron escenas humillantes por parte de un hombre perdido en un espectáculo grotesco retransmitido en directo las veinticuatro horas del día. Hablamos del programa en el que llamó “put*” a la cantante de Les Rita Mitsouko cuando ésta explicó que en el pasado había hecho películas pornográficas, de la emisión en la que espetó a la artista Caroline Grimm que tenía boca de felatriz en términos menos amables que éstos, de la parodia que transformó la canción infantil Papa mille-pattes [Papá ciempiés] en Papa mille putes [huelga la traducción].

Hablamos, en suma, de la famosa noche en la que en un programa familiar de variedades se dirigió a Whitney Houston para decirle, completamente borracho, “I want to fuck you” ("Quiero F*llarte"). Es imposible negar la ofensa de género en ninguno de estos disparates, pero sí conviene leerla con prudencia: los enfrentamientos con sus compañeros masculinos tampoco se saldaron de manera más digna. Devorado por su propio personaje, es difícil ver en todos estos episodios nada que no sea la pataleta desesperada de un hombre derrotado.

Para entonces, el lector atento de la summa gainsbourguiana ya había entendido que el exceso no era más que una máscara para ocultar una timidez extrema y poder hablar de elementos íntimos que no encontraba otro modo de expresar. En la permisiva Francia post-68, Gainsbourg había comenzado a trabajar en un álbum sobre la Lolita de Nabokov que buscaba sin ambages el escándalo en la sociedad biempensante. Nunca lo concluirá, pues Kubrick, celoso ante la idea de que algo pudiera ensombrecer su película, lo vetará taxativamente. Pero Gainsbourg terminará retomando la idea en 1971 con un sentido radicalmente diferente. La historia había pasado a ser la de un hombre maduro, decadente y con tendencias autodestructivas que se aferra a un romance casual con una chica joven, apenas una adolescente, para respirar a través de ella un último soplo de juventud, quizás de vida.

A nadie se le escapó quiénes eran los protagonistas reales dado el estupor que habían creado los dieciocho años de diferencia que separaban a Serge y Jane. Histoire de Melody Nelson fue la obra maestra indiscutible de Gainsbourg y su gran canto de amor definitivo a una Birkin omnipresente en todo el disco. Cargo culte, el gran tour de force gainsbourguiano con el que concluía, era su única salida viable al apostar por la muerte de la joven para conseguir que el dandi alcanzara el amor más puro, un amor que ya no podría sufrir el desgaste del tiempo y que quedaría fijado inmutable en su recuerdo. Es allí donde Serge dejaría sus versos de amor más desesperados, aquellos en los que confesaba que sin ella ya “no tendría nada que perder ni un dios en el que creer”. Es allí donde se manifestaba con transparencia extrema una persona desbordada por unos sentimientos complejos, con mil facetas inasibles, al que resulta imposible juzgar tantos años después con una plantilla prefijada que reduce los parámetros éticos a su expresión más mínima.

Felipe Cabrerizo es autor de la biografía 'Gainsbourg. Elefantes Rosas', editada por Libros Prohibidos.

 

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