Semana santa en Sevilla

RACISMO
Capirotes blancos



La Hermandad de los Negritos de Sevilla fue la primera institución en toda Europa dirigida y sostenida por las propias víctimas de la esclavitud africana. También fue víctima de la apropiación cultural por parte del Ku Klux Klan, que basó su vestimenta blanca en el uniforme de la hermandad.


Reunión del Ku klux klan en Indiana, 1922. Imagen de Garaoihana (CC).
PAULA LLAVES



PUBLICADO
2019-04-19 06:16:00
¿A tí no te daban miedo, en tu infancia, esas figuras togadas, con grandes capuchas apuntadas, que paseaban con cirios y cruces al son grave de una marcha funeraria? Ahora deja que te pregunte algo más íntimo ¿No te parecían a la vez, fascinantes, misteriosos, tan trágicos que era imposible no mirar? Y luego esas imágenes empezaban a superponerse con otras. El cine americano. Arde Mississippi. Humprey Bogart poniéndose y quitándose la capucha blanca en La Legión Negra, y una canción, “Strange Fruit” en la voz de Nina Simone.

El término “apropiación cultural” hoy se está popularizando. Todos tenemos ya una idea, más acertada o no, de este fenómeno en el que un colectivo oprimido es despojado de sus señas de identidad por quienes ostentan el poder. Pero tú y yo sabemos que ningún ensayo gana a una buena historia. Esta empieza hace mucho tiempo, en el año 1391. Imaginemos los puertos andaluces. Los barcos italianos traían pigmentos, piedras, sedas orientales… Y ratas infectadas. Fueron años de terribles sequías, y las hambrunas se vieron espoleadas por la peste bubónica.

La esclavitud de africanos era ya un negocio en auge. Nobles y religiosos se lucraban de la compra, venta y explotación de los cuerpos de los otros. Tanto que casi un cuarto de la población estaba compuesta por esclavos negros. Artículos de lujo vivos que, con la gran crisis, se hicieron prescindibles. Las familias adineradas, como primera medida de ahorro, empezaron a deshacerse de ellos a la primera muestra de debilidad o enfermedad, de los niños y de los ancianos. La supuesta libertad pasaba a ser una suerte de desgracia, condenándoles a mendigar los trabajos más penosos, a sobrevivir en la miseria más sangrante. Expulsados de las casas, eran también expulsados de las ciudades. El miedo al mestizaje se traducía en guetos extramuros y agresiones aleatorias.

Y entonces pasó algo inesperado. El Arzobispado de Sevilla estaba vacante y, no se sabe muy bien por qué ni cómo, don Gonzalo de Mena, ese traidor a su clase, consiguió calzarse el solideo púrpura. Decidió enfrentare a la pobreza, con el consejo y la ayuda de los pobres. Y nadie era más pobre en esos tiempos que un liberto africano analfabeto.

Les concedió el derecho a reunirse los domingos y otros días de fiesta, en torno a Santa María la Blanca. Y allí, entre danzas y reuniones, en murmullos bajo el repicar de los tambores, nació la solución a sus tragedias.

Fundaron un hospital y un hospicio, y empezaron a crecer en número los monjes y, sobre todo, las monjas y cofrades, que veían en el muro conventual, no una cárcel, sino una fortaleza, lejos de los agravios de la calle
Así surge, dos años más tarde, la Hermandad de los Negritos de Sevilla. Don Gonzalo hizo fácil el acceso al reglamento habitual entre los blancos. El derecho a ordenarse sacerdotes y, con ello, la dignidad arrebatada, la seguridad vitalicia de alimento, techo y cuidados hasta la vejez, la alfabetización se hizo posible. Se encomendaron a la Virgen de los Ángeles, se enfundaron el traje cluniacense, blanco como la pureza mariana. Fundaron un hospital y un hospicio, y empezaron a crecer en número los monjes y, sobre todo, las monjas y cofrades, que veían en el muro conventual, no una cárcel, sino una fortaleza, lejos de los agravios de la calle.

Era común por entonces, en los oficios litúrgicos, representar el Vía crucis, con mayor o menor fortuna dependiendo del talento de los miembros de los gremios. El camino de Cristo hacia el calvario dio lugar a las primeras procesiones en las que el fervor penitente excedía en flagelos y crucifixiones. Siglos después, un temblor dividió Europa. Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en Wittenberg y la cristiandad se partió en dos. A la Reforma le siguió la Contrarreforma, y, entonces, al arrullo del barroco, nacieron los pasos procesionales. Los protestantes habían despenalizado la riqueza, secularizado el poder, y a los católicos les quedaban pocos argumentos convincentes, así que decidieron apelar a la emoción, conscientes de que solo un sentimiento es irrefutable. En el suelo itálico, el mármol blanco se prodiga generoso, blanco y sin vetas, tierno al bailarín, presto al cincel. Pero la península ibérica es de granito y el poco mármol que da es de color azufre, rosa, negro… Y veteado. Imposible trabajarlo con detalle sin que se le abran las venas y se parta. Así que algo menos noble y más posible encarnó la tragedia y el misterio. La imaginería policromada, mas liviana y, por tanto ‘paseable’, llegó a cotas de belleza abrumadoras: vírgenes que lloraban lágrimas de cristal puro, con sus cabellos trenzados, tan realistas que eran ciertas; Cristo doliente, Cristo traicionado, Cristo muerto, con un cuerpo perfectamente humano, un dolor obscenamente hermoso y, sobre todo, una carne abierta indubitable.

Penitentes y cofrades imitaban la pasión de Cristo para expiar pecados, agradecer dones o solicitar auxilio a la divinidad, y utilizaban rasgos de las penitencias inquisitoriales para realizar sus expiaciones. El más común (por ser el más inocuo) es el sambenito, un escapulario de tela y la coroza; un capirote que en un principio se usaba a cara descubierta para escarnio público de pecadores y delincuentes de baja estofa, pero que, al ser recogido como elemento devocional, pasó a convertirse en un capuchón bajo la premisa de la humildad cristiana —procesionar a cara descubierta se consideraba un acto de vulgaridad mediante el cual el penitente buscaba más el ser visto y reconocido socialmente que una verdadera comunión con Dios—. El color, tanto de la coroza como del resto de la vestimenta, corresponde a la advocación de cada cofradía, siendo la de la Hermandad de los Negritos blanca, como la Ascensión. Y así desfilaban, solemnes, entre cirios y saetas, entre cruces y tambores, cargando el peso de la fe a cada paso descalzo. Más adelante surgirían otras, como La Hermandad de los Negros de Triana y la de los Mulatos de San Ildefonso, pero ya nunca serían la primera.

William J. Simmons, ministro metodista de Atlanta y vendedor de retales, descubrió la Hermandad de los Negritos. Buscaba algo solemne, medieval y que le permitiese intimidar, en un burdo y perverso juego de máscaras


Otro tiempo, otro continente. Los confederados habían perdido la guerra, pero se negaban a perder la batalla. Hermanos de odio, se reunían para linchar a los pocos afroamericanos que habían conseguido un pedazo de tierra, o un trabajo, o un poco de paz, o una vivienda. Actuaban a cara descubierta, con impunidad y hasta reconocimiento, con el apoyo de asociaciones y políticos. Empezaron a asociarse en hermandades, legiones negras, círculos… Y clanes. Las tres K del horror se hicieron símbolo. Argumentaban siempre sus acciones en supuestas violaciones de mujeres blancas. Pero entonces lincharon a una negra, una mujer que estaba embarazada, extraño fruto colgando de las ramas del árbol del odio que sembraron. El vientre abierto, quemada, acribillada a golpes, puñaladas… No se sostenía más su relato, pero decidieron mover la maquinaria. Una novela y el cine, como único espectáculo, se ocuparon de la propaganda. Un tal William J. Simmons, ministro metodista de Atlanta y vendedor de retales, obsesionado con las sociedades secretas medievales, descubrió la Hermandad de los Negritos. Buscaba algo solemne, medieval y, por supuesto, que le permitiese a la vez intimidar, en un burdo y perverso juego de máscaras. Creó tres tipos de uniformes para estratificar a los miembros y en un año vendió más de cien mil. El anonimato los hizo aún más peligrosos.

Nueva York, 1927. Arturo Alfonso Schomburg, padre de la Historia Negra, escribía en la revista Opportunity: “Basta echar un vistazo a las prendas de la Hermandad de los Negritos para observar la similitud con las túnicas y capuchas blancas usadas por el Ku Klux Klan en nuestro país. A todas las apariencias, la organización estadounidense copió la vestimenta de aquellos creyentes cristianos. Ni siquiera en prendas, al parecer, es original la orden estadounidense. Evidentemente, copian fielmente a una hermandad muy sagrada cuya devoción les granjeó el amor de los españoles, desde el rey al campesino, desde el pontífice al creyente”.

La Hermandad de los Negritos fue la primera institución en toda Europa dirigida y sostenida por las propias víctimas de la esclavitud africana


No existía entonces ese término, apropiación cultural, y, sin embargo, hay una rabia en Schomburg primigenia, que quiere ponerle nombre a aquel expolio. La Hermandad de los Negritos fue la primera institución en toda Europa dirigida y sostenida por las propias víctimas de la esclavitud africana. Era un símbolo de libertad y de justicia, degradado por los monstruos de las sogas a emblema del horror, el crimen y el abuso.

Setecientos años más tarde, blanca es, dentro y fuera de la toga, casi la totalidad de la Hermandad de los Negritos, aunque Antonio Machín fuera cofrade honorífico en su tiempo. No sé qué hacer con las caperuzas blancas, desde mi ateísmo absoluto y displicente, pero, al menos, si alguien nos pregunta por qué se parecen tanto aquellos trajes, está bien saber que hubo unos hombres y unas mujeres antes, mucho antes, que los vistieron como símbolo inequívoco de lucha, de emancipación y de progreso.


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