Recordando el robo de la capa de la Reina Sofía en Argentina

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Una dama de alta sociedad y un papelón internacional: la noche en que le robaron la capa a la reina de España en Buenos Aires

Juan Carlos y Sofía aterrizaron en la Argentina a fines de 1978. La visita, en plena dictadura, mezcló la tensión política con la locura por los monarcas que se desató en las calles de la ciudad. En la cena de gala ofrecida por el gobierno de facto, empresarios y aristocracia porteña, ocurrió lo inesperado: desapareció la capa roja que vestía la reina. Los secretos y el operativo rescate en una madrugada febril

El 78 fue un año agitado en Argentina. El Mundial, el conflicto del Beagle, Silvana Suárez Miss Mundo, el hockey sobre patines, una economía que crujía, las violaciones a los derechos humanos, las denuncias internacionales. Hubo, además del fútbol, otros fenómenos: el avistamiento de ovnis, Travolta y la música Disco con Fiebre de sábado por la noche, Marina Lezcano y una visita que generó un infrecuente entusiasmo popular: la de los Reyes de España, que quedaría perpetuada no por las actividades protocolares, ni por el fervor de la enorme cantidad de españoles en el país, ni por sus implicaciones políticas. Ese viaje, esos días del 78 serán recordados siempre por El Robo de la Capa de la Reina.

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A fines de noviembre del 78, Juan Carlos I y Sofía, los Reyes de España, arribaron por primera vez a Argentina. No se trataba de una visita más. Una serie de factores le daban relevancia y cargaban a esos poco más de cuatro días de inquietud.

Al país no llegaban, en esos tiempos, personalidades relevantes del ámbito político. Los mandatarios de las potencias mundiales evitaban que su imagen quedara asociada a la de la dictadura argentina. A esa altura, a dos años y medio del golpe de estado, el mundo ya conocía el cariz asesino de la Junta Militar. Las denuncias de violaciones a los derechos humanos se difundían con amplitud en Europa.

La presencia del Rey en el país provocó un gran entusiasmo. La comunidad española era enorme y la figura del monarca estaba en el pico de popularidad. Era joven, tenía fama de aventurero, lo envolvía la fascinación de la realeza y el prestigio de ser visto como el garante de las instituciones españolas.

“Ser rey, trabajar de rey, es uno de los oficios más cansadores del mundo. Juan Carlos I no es un monarca de fábula. Gobierna a España, pasa a buscar a sus hijos al colegio, pilotea un avión, maneja un submarino y en sus ratos libres se pierde con su moto japonesa por las calles de Madrid” escribió el periodista Esteban Peicovich.

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La gira había comenzado en México y Perú. Pero la última escala era la polémica. En España, Juan Carlos recibió muchas críticas por este viaje que era visto como un aval para Jorge Rafael Videla. Los Reyes debían tener la cautela del equilibrista para que las actividades en Argentina no dañaran su reputación.

Acompañando la delegación estaba José Oneto, director de Cambio 16, revista española acusada de ser parte de la “campaña antiargentina” sólo por dar cuenta de las denuncias de familiares de las víctimas de la represión ilegal. Oneto, además de sufrir el hostigamiento de algunos periodistas argentinos porque lo consideraban un artífice fundamental de esa campaña, funcionaba como recordatorio para Juan Carlos del poco margen de acción que tenía.

Una de las principales misiones del Rey era evitar a toda costa que un militar argentino lo abrazara; ese gesto afectuoso, la foto de ese momento, lo hubiera puesto en graves problemas. Así se lo ve envarado ante cada uniforme, con el brazo tenso y estirado para sólo estrechar la mano y evitar cualquier tipo de acercamiento o de otro contacto.

Los diarios y revistas argentinas desde su portadas anticipaban la llegada. Había un clima de gran expectación. Apenas pusieron un pie en Ezeiza se desató una “reyesmanía”. Cada actividad era seguida con fruición, decenas de miles de personas asistían a los actos públicos. Se convirtieron en casi el único tema de conversación durante varios días.

“Como en los cuentos que de niños nos narraban, vinieron el Rey y la Reina; vinieron los Reyes, por fin (...). Nosotros vimos en el vitoreo jubiloso de las multitudes, el avance de un hombre erguido y cordial, de una dama rubia, encantadora; jóvenes y sonrientes ambos; el Rey y la Reina de España, unificadores emblemáticos de la América que reza a Cristo en español. Ojalá vuelvan sus majestades”, elogiaba sin pudor, y mezclando un poco de todo, Manuel Mujica Láinez. Manucho estaba exultante porque participó de varios de los actos oficiales en los que pudo pasear su filoso sentido del humor, su simpática maledicencia y su elegancia anacrónica.

El ritmo de la actividad de los visitantes fue frenético. Una breve enumeración no taxativa: saludo a una multitud (las fotos son estremecedoras: la gente colmó la plaza agitando banderas españolas) desde el balcón del Cabildo con Videla parado al lado, asado en un campo de San Antonio de Areco, visita al Centro Lucense, homenaje en la Plaza San Martín, una velada en El Viejo Almacén con Edmundo RIvero cantando Sur para los monarcas, nombramiento de Doctor Honoris Causa en la UBA, reuniones privadas de Juan Carlos con los miembros de la Junta, empresarios y científicos como Luis Federico Leloir, la final de la Copa Libertadores en la Bombonera, un partido de polo y alguna que otra salida más.

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Sofía, la reina, provocaba un interés inusual. Qué hacía, dónde salía, qué compraba. Se consignaba que en la intimidad llamaba “Juanito” a su esposo, que le gustaba caminar, que se preocupaba por el rendimiento escolar de su hijo Felipe y qué tipo de objetos despertaban su interés. En dos ocasiones detuvo el coche oficial y paseó, rodeada por decenas de agentes de seguridad y centenas de personas, por Avenida Santa Fe. Quería acopiar compras para los regalos de navidad. Se llevó algún reloj antiguo, tazas de café, orfebrería y varias prendas de cuero.

La vestimenta de la Reina era analizada en cada medio. Muchas argentinas estaban esperando que salieran las revistas del miércoles a la noche, las de actualidad (Gente, Siete Días, La Semana, Radiolandia 2000) para ver en colores cada uno de los atuendos, para envidiar sus zapatos, carteras, alhajas y demás accesorios. Los analistas destacaban que se vestía clásica pero a la moda, aunque esto parezca un oxímoron. Alababan la combinación de colores, “la perfección del corte del saco” y hasta su disposición para llevar las prendas y someterse a varios cambios de vestuario por día.

El acto central de esos días de noviembre sería en el Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires. Allí la pareja monárquica recibiría las llaves de la ciudad, una añeja costumbre, Juan Carlos haría su primer discurso público en Argentina y luego habría una gran pero exclusiva cena de gala a la que concurrirían los jerarcas del Proceso son sus esposas, empresarios, hacendados, embajadores extranjeros y lo más exclusivo de la alta sociedad porteña.

El menú de la gala: langostinos, medallón de lomo sobre colchón de puerros y helado con cerezas, el postre preferido de Sofía.

El mayor momento de tensión de la noche estaba dado por las palabras de Juan Carlos. En España lo presionaban para que sentara posición ante la Junta Militar y en la Argentina le reclamaban discreción y gratitud por las atenciones dispensados por los anfitriones. El Rey, por su parte, afirmaba que él visitaba países y no gobiernos o regímenes.

La prensa española que veía con buenos ojos las labores del Rey (la gran mayoría entonces) destacaba los acuerdos comerciales firmados, que se había logrado la liberación de seis presos políticos españoles, el cariño que le profesaba el millón de españoles en Argentina (“Indescriptible entusiasmo por la visita de los Reyes a Buenos Aires”, tituló en su portada el diario -monárquico- ABC).

A la hora de los discursos, la apertura le correspondió a Videla. Con lenguaje castrense, con cadencia monótona y el énfasis del que se dirige a la tropa, el presidente de facto argentino, de memoria pero pretendiendo dar la impresión que improvisaba, habló de paz, libertades y hasta de democracia; en pos de estos objetivos justificó la violencia estatal. Los presentes aplaudieron cada alusión a la paz y el final de la alocución.

Luego fue el turno del Rey. Su discurso fue amable pero duro. Un prodigio de equilibrio entre la denuncia, el elogio a la democracia y las libertades, el recuerdo de las tradiciones nacionales y el cariño por Argentina y sus habitantes. Los asistentes aplaudieron con entusiasmo cuando citó el Martín Fierro o al poeta español Miguel Hernández.

La del lunes 27 de noviembre de 1978 fue una noche calurosa de noviembre. Más de 25 grados. La Reina Sofía llevaba un vestido blanco con tres sobrefaldas interrumpido con un cinturón rojo, hecho con un lazo de seda. Atada a su cuello, la Reina llevaba una capa de seda roja, semi transparente, que le otorgaba un aire etéreo.

Sofía pasó gran parte de la noche rodeada por esposas de militares y señoras de alta sociedad argentinas, que lucían modelos exclusivos de los mejores modistos del país (y en algunos casos del mundo) que mandaron confeccionar para esta ocasión. El tintineo de las joyas fue el soundtrack de la noche.

La cantidad de gente, alguna bebida, el inicio de la comida, fueron los factores para que Sofía empezara a sentir más el calor. En un momento se quitó su capa. Las damas argentinas se ofrecieron a ayudarla. pero no hizo falta. Varios asistentes corrieron hacia Sofía. Uno de ellos tomó la capa y alguien le indicó que la dejara en el guardarropas.

Un par de horas después, ya eran las 2 de la madrugada, Sofía quiso irse a descansar. Había tenido un día intenso. Antes de dirigirse a la embajada de España lugar que oficiaba de residencia, solicitó que le trajeran su capa. El asistente real tardaba en volver y Sofía se impacientaba porque no veía la hora de acostarse y dormir al menos unas horas. Pasados más de diez minutos, el asistente regresó. Había cierta lividez en su rostro. Pero mucho más impactante eran los gestos tensos y desencajados de los dos militares que lo acompañaban. Sofía se preocupó al ver al trío. El asistente le dijo que su capa había desaparecido.

La esposa del Almirante Franco, que había sido una de las más frecuentes interlocutoras de Sofía durante la cena, salió urgida a contarle a su marido y a pedir que tomaran una medida de inmediato. Mientras la Reina se retiraba a descansar, el Concejo Deliberante se convirtió en un polvorín. Las caras de preocupación, gestos agrios, gritos, órdenes y corridas.

Pronto comenzó a circular un rumor que en muy pocos minutos tomó forma de dato. De boca en boca pasaba un nombre: Julia Sundblad de Beccar Varela. Los asistentes sostenían que ella era la que se había llevado la capa. La nombrada era una refinada dama de la alta sociedad, casada con el doctor Cosme Beccar Varela, dirigente de Tradición, Familia y Propiedad.

Un alto mando discó el número de una casa de Zona Norte. Atendió la hija del matrimonio que había asistido a la fiesta. Adormecida creyó que se trataba de una broma hasta que logró entender el motivo del llamado. Dijo que la capa estaba en su casa pero que su madre antes de acostarse le había jurado que la Reina se la había regalado.

La custodia presidencial tardó menos de 25 minutos en llegar a la casa de San Isidro para retirar la prenda. A las cuatro de la mañana, un militar argentino, un poco avergonzado, tocaba el timbre de la embajada española para dejar la capa real.

La señora que sustrajo la capa, dentro de la bolsa en que la guardó para restituirla, dejó una pequeña esquela que se supone que fue de disculpas.

La mañana del martes 28, la Reina se reencontró con su capa roja (acaso, por sus características, ella lo llamara “chal”) mientras desayunaba. Parafraseando a Monterroso se podría decir: cuando despertó la capa todavía estaba allí.

Sofía, con humor y elegancia, tomó uno de los relojes que había comprado en la tienda de antigüedades y lo envío a la señora con una nota manuscrita que decía: “Ya que usted quería tener un recuerdo mío, reciba este presente”.

Dos días después, Alberto Coronel (h), un abogado local, presentó una denuncia de hurto ante la justicia. En la causa debió intervenir la Corte Suprema de Justicia porque estaba involucrado un mandatario extranjero.

En las revistas que narraron el suceso no aparecía el nombre de quien se llevó la capa. Los correos de lectores se llenaron de cartas indignadas que exigían que se identificara a la ladrona. El nombre de la sindicada apareció algún tiempo después. Además se sostiene que Julia Sundblad de Beccar Varela adujo una confusión: “No sé cómo pasó. No me di cuenta. La tomé estando distraída”, se justificó. Hay quienes creen que en medio del fervor etilíco, la mujer que se llevó la capa creyó que la Reina no reclamaría ni se preocuparía por una prenda que no volvería a ponerse en público.

El 30 de noviembre Juan Carlos y Sofía regresaron a España. Otra vez miles de personas los acompañaron. En Ezeiza flameaban las banderas argentinas y las españolas. Celeste y blanco, rojo y amarillo. En medio de la escalerilla mientras ascendía al avión, Sofía giró, quedó de cara al público y saludó agitando la mano sobre su cabeza. Una sonrisa se instaló en su cara. No se sabe si estaba feliz porque volvía a su casa y vería de nuevo a sus hijos; o si la sonrisa se originaba en el hecho de que regresaba con su vestuario completo.

https://www.infobae.com/sociedad/20...la-capa-a-la-reina-de-espana-en-buenos-aires/

 
El nombre de esta señora de la alta sociedad de Buenos Aires quedó marcado en las hemerotecas para secula seculorum como la ladrona de la capa de la Reina. Un año después del incidente fue absuelta por los tribunales argentinos posiblemente por el estrecho vínculo de su marido con el regimen dictatorial de entonces.
 
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