Parejas míticas

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Amores cinéfagos: Joanne y Paul, un caso raro

Publicado por Jordi Bernal



“Newman es un caso raro dentro del negocio: está realmente enamorado de su mujer”
Otto Preminger

A ella le gustaba beber jerez a sorbitos con boquita de piñón; él era una verdadera esponja cervecera. Si ella no soportaba la conducción temeraria y el subidón del acelerador, él bostezaba con la armoniosa coreografía del ballet. A la sofisticación europea en la gastronomía de ella, él respondía preparándose un gran bol de palomitas. No, no eran Marge y Homer Simpson. O podrían haberlo sido si se hubieran asomado al callejón del gato valleinclanesco. Ella es Joanne Woodward y él se llamaba Paul Newman. Durante medio siglo (ahí es nada) formaron lo que se conoce como un matrimonio ejemplar. Aunque, claro está, para conseguir serlo hubo pactos, renuncias, broncas y mucha lucha frente a las crisis del corazón y las putadas trágicas de la vida. Cuando a Joanne le preguntaban por el secreto de una relación tan longeva y placentera, ella respondía aludiendo al ego común. Es decir, a la construcción de un nosotros frente a las rencillas naturales del tú y yo; sobre todo teniendo en cuenta que los dos eran artistas, esa gente rara que permanentemente necesita mimos de felino en plena digestión. Sin embargo, Joanne enseguida se apartó del peligro de convertir la convivencia en una carrera competitiva entre dos actores en alza. Más aún considerando que al principio los mentideros de la industria del cine habían decidido que Paul era el guapo pero Joanne la que poseía el talento. A finales de los 50 del pasado siglo tampoco se trataba de una afirmación descabellada. A Paul Newman le costó menos convertirse en una estrella y un sex symbol que en un actor de cómoda naturalidad. El estilo es el hombre. Y solo con la sabiduría (siempre precaria) de la madurez, aquel joven que se desgañitaba y gesticulaba doliente según las siempre controvertidas enseñanzas del Método, pudo transmitir todo el escepticismo cargado de hombros de unos personajes con tendencia a tirar la propia felicidad por la borda. Y ahí es donde Newman nos gusta. Pese a que nunca fue un desdichado (todo lo contrario, él siempre aludía a la suerte Newman) no tuvo miedo de empañar su imagen de estrella interpretando a todo tipo de perdedores, de simpáticos inmaduros comehuevos, políticos corruptos, despiadados ejecutivos, padres desastrosos o detectives torpes. Como recordaba Toni García en Nostalgia del indomable (y dos huevos duros), aparte de su carrera cinematográfica, Newman desempeñó una encomiable labor filantrópica a través de fundaciones y de pingües donaciones de los beneficios de sus célebres salsas para aliñar ensaladas y pasta. También puso rostro y voz al sector liberal de Hollywood. En Paul Newman. La biografía, Shawn Levy relata la anécdota clásica de su encuentro con John Wayne:

Newman entra en el comedor de un estudio y pasa junto a la mesa donde está comiendo John Wayne. “¿Qué, Paul, cómo va la revolución?” —truena una voz que todos los espectadores conocen—. Newman sonríe y contesta: “¿Cómo vamos a ganar, Duke, teniéndote en el bando contrario?”

Un ángel de Botticelli

En 1954, Newman iba a cumplir 30 años, estaba casado con Jacqueline Witte y tenía dos hijos. Intentaba encontrar su espacio en los teatros de Broadway, pero para mantener a la familia y pagar las facturas se dedicaba a vender enciclopedias a domicilio. Era un buen vendedor de enciclopedias. De hecho, vendía enciclopedias como churros. Allí estaban las amas de casa en medio de sus labores diarias, sonaba el timbre y, cuando abrían la puerta, aparecía aquel tipo de ojos azules y sonrisa inmaculada. Es fácil comprender su éxito de ventas a domicilio. Sin embargo, en el teatro las cosas no iban tan bien. La competencia era dura. Se trata de un sector (el de la farándula) en el que los chicos guapos no escasean. Pese a todo consiguió un papel para el montaje de Picnic. Se sabe que el director Joshua Logan (quien se encargaría también de la versión cinematográfica de la obra) no tenía excesiva confianza en las posibilidades de Newman como actor. De hecho lo definió como “un ángel de Botticelli sin la menor carga sexual”. La carga sexual se la curró con los años, pero por aquel entonces la percepción de Logan iba más allá de las tablas. En la obra Picnic participó una joven actriz que había llegado a New York procedente del ceremonioso sur de Estados Unidos. Joanne y Paul ya se conocían de las oficinas de agentes, donde los actores recalaban en busca de papeles que interpretar. No se cayeron especialmente bien. Joanne confesó años más tarde que, a primera vista, Paul le pareció un tipo guapo sin mayor atractivo, un tipo sin demasiado interés. Tal vez le faltara la manida vida interior que tan bien exhibían los atormentados y enigmáticos Marlon Brando, Monty Clift o James Dean. Pero Newman se reveló un buen compañero de trabajo, un amigo de confianza, un hombre divertido y un tipo listo además de guapo. Y no se lo hacía de artista. Cierto que, como buen alumno del Actors Studio, mareaba a guionistas y directores con las motivaciones del personaje, con nimiedades de su comportamiento. Tenía “ideas”, algo que los grandes directores clásicos no podían soportar en un actor. En cualquier caso, su ambición se centraba en el trabajo y no pretendió nunca convertirse en una estrella excéntrica y de biografía desmedida. Gene Hackman dijo en una ocasión que “todo en Paul Newman era genuino”. Probablemente una mujer como Joanne, que odiaba la artificiosidad del ambiente hollywoodiense, vio el poso de autenticidad de Newman, una cualidad extraña en un mundillo de fingidores y megalómanos.

Solo había un pequeño problemilla: Newman estaba casado y acababa de ser padre por tercera vez. Asimismo, debido a una educación en la que las responsabilidades familiares tenían un peso preponderante, no era dado a la promiscuidad. Pero Joanne tenía un único objetivo. Y lo consiguió. Cuando finalmente Paul se separó de su primera mujer (le costó su buena cantidad de alcohol y visitas al psicólogo) su férreo concepto de la lealtad le pudo: “Me siento jodidamente culpable, y es algo con lo que cargaré el resto de mi vida”. El resto de su vida fue una esplendente convivencia con Joanne. Presionaron para rodar juntos El largo y cálido verano. En Luisiana, durante el rodaje, compraron una gran cama de bronce que, según bromeaba el actor, había pertenecido a un prostíbulo. Sirvió de cama nupcial después de una rauda y modesta boda en Las Vegas. Fue, desde entonces y para siempre, la cama.

El sex symbol que roncaba

“Tiene 44 años, seis hijos y ronca. ¿Cómo puede ser un sex symbol entre las adolescentes?”
Joanne Woodward

Pese a que Joanne prometía como actriz dramática, redujo su carrera básicamente a trabajar con su marido. Parece ser que no hubo discrepancias en el reparto de tareas. La actriz (que había ganado el Oscar por Las tres caras de Eva, de Nunnally Johnson) dejó en manos de Newman la labor de traer el dinero a casa. Y este no defraudó. Compaginó su buen olfato para los negocios (los genes de comerciantes judíos no fallaron) con su profesionalidad y terquedad en convertirse en un actor sólido sin comprometer demasiado su integridad: “Soy dos personas —decía—, soy yo, Paul Newman, y también soy Paul Newman, el actor. El primero no está en venta. Cuando alquilo el segundo, intento hacer mi trabajo lo mejor que puedo, pero nadie tiene derecho a decirme cómo he de vivir, vestir o pensar”. Su trabajo mejoró con los años y supo fusionar con habilidad las enseñanzas del Método con la tradición interpretativa de la generación anterior a la suya (Henry Fonda, James Stewart, Spencer Tracy, John Wayne…), que se basaba en un naturalismo conductista.

Antes de cumplir los 40 había encarnado a personajes tortuosos y más acomplejados que complejos. Así, por ejemplo, en El Zurdo, de Arthur Penn, La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks, Desde la terraza de Mark Robson o en la implacablemente maravillosa El buscavidas de Robert Rossen. Paso a paso (Newman, buen vino, maduró lentamente) pulió un estilo y una manera de estar en el mundo. Tanto dentro como fuera de la pantalla. Levy escribe:

Sus victorias resultaban satisfactorias, pero a veces solo él y los espectadores sabían la verdad sobre ellas y, curiosamente, incluso sus derrotas conseguían complacer: al fracasar en sus propósitos, sus personajes parecían alcanzar un triunfo mayor que el ambicionado originalmente. Ese era el sello del antihéroe contemporáneo.

Un antihéroe, por cierto, al que no se le daban bien las grandes historias de bajo vientre:

Era un experto en muchas cosas, pero nunca supo cómo interpretar un papel romántico. Tal vez se debiera a lo felizmente casado que estaba. Su matrimonio con Joanne Woodward ha pasado a formar parte de la leyenda: dos personas atractivas, con talento y espontáneas, que vivían y trabajaban juntas de un modo admirablemente compenetrado. Paul y Joanne tenían su propia forma de pensar, lo cual los convertía en la bestia negra de los comentaristas más conservadores de Hollywood, pero también eran sensatos e inofensivamente inconformistas, cosa que hacía de ellos un ejemplo envidiable para los matrimonios normales que tenían hijos y un poco de dinero para poner un toque picante en sus vidas.

De alguna manera, el matrimonio Newman sirvió para ofrecer una nueva imagen de las relaciones convencionales de pareja. Espontaneidad, informalidad e independencia consensuada. Todo en un orden. Su común amigo Gore Vidal los bautizó, con tierna ironía, “señorita Georgia y señor Shaker Heights”. O sea, tradicionalismo en estado puro.

Filete, hamburguesas y Bacon

A Newman, sobre todo las mujeres, le han alabado su metáfora sentenciosa sobre la monogamia rendida: “Para qué vas a salir por hamburguesas cuando tienes un filete en casa”. Medio en serio, medio en broma, Joanne le recriminaba la comparación con un pedazo de carne, así que el actor, en posteriores entrevistas, fue adaptando la sentencia con buenas marcas de vino francés de la bodega hogareña frente al vino barato de supermercado. Aun así, fue la comparación original la que obtuvo mayor fortuna y ha pasado a formar parte del acervo popular. De ahí que el ingenio maldiciente se cebara con el actor cuando corrió el rumor de su aventura con la periodista Nancy Bacon: “Puede que no salga para buscar hamburguesas, pero sí que lo hace para ir a por Bacon”. La historia se produjo durante el rodaje de Dos hombres y un destino, primera colaboración de Newman con Robert Redford y el director George Roy Hill, y la cosa casi acaba con el matrimonio del actor. Bacon (periodista de chismes de rodaje y de alfombra roja) sacó partido del idilio concediendo entrevistas indiscretas y propalando intimidadas. Entre ellas, el motivo de la ruptura: “Llegó un momento en que me dije que tenía otras opciones, y le dije: estás siempre borracho y ni siquiera puedes hacer el amor. Y puse punto y final”. Harpía de mucho cuidado, Bacon también puso el dedo en la llaga describiendo el convencionalismo y la rigidez moral de Newman, que todavía aguzaban más si cabe sus sentimientos de culpa y, consecuentemente, su desmedida ingesta de alcohol. Después de superar la crisis matrimonial, el actor abandonaría para siempre la bebida de alta graduación y se conformaría con sus cajas de cerveza. Y con su filete.

Siguió construyendo grandes personajes que vivían en los márgenes del sistema o que deambulaban por él soportando el peso de la derrota: El juez de la horca, de John Huston, El golpe, de Roy Hill, Con el agua al cuello, de Stuart Rosenberg, Fort Apache, The Bronx, de Daniel Petrie, o Al caer el sol, de Robert Benton. De este último filme, un por entonces joven Liev Shreiher recuerda que, durante el rodaje, Joanne visitó el plató y habló con el equipo. Mientras tanto, Newman rodeó los hombros de Shreiher con el brazo y apuntando con una sonrisa a su mujer le dijo: “¿Quieres echarle una mirada a su culo?”.

I’m Glad It’s You

Cierto que su última aparición en pantalla fue en el documental 3055, Jean Leon, de Agustí Vila. Ese mismo año, incluso le puso voz a uno de los coches protagonistas de la película de dibujos animados Cars y antes apareció en Empire Falls. Sin embargo, su última interpretación en pantalla, y por la puerta grande, fue en Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002). Tal vez debido a la muerte de su propio hijo Scott (nacido de su primer matrimonio) en los últimos años reflexionó sobre su condición de padre en filmes como Ni un pelo de tonto, de Benton. Por su trabajo, había pasado mucho tiempo fuera de casa y, en parte, se despreocupó de la educación de sus hijos, que vivieron una adolescencia a la sombra asfixiante de la leyenda de Paul Newman. No debió de ser fácil para sus hijas tener un puñado de amigas solo interesadas en saber de Newman y en reconocer que tenían fantasías con él. Sea como fuere, apechugó con sus errores e intentó subsanar su indulgencia inmadura siendo un abuelo modélico.

Con el paso del tiempo, la belleza de su rostro se agrietó haciéndose más humana pero manteniendo una asombrosa prestancia que la cámara nunca dejó de admirar. Y su mirada azul, claro. En el espléndido film de Mendes, Paul Newman se despide con una última mirada. Gélida y fatal. Se cruza con los ojos de la muerte, encarnada en su ahijado y discípulo Michael Sullivan (Tom Hanks). Como no podía ser de otra manera —en un film que encuentra acomodo en las anchuras del género negro, pero que al mismo tiempo acoge estilemas de otros géneros como el western (y el subgénero de samuráis)—, el motor de la violencia es la venganza. No hay mejor forma de despedirse que con la magistral parsimonia de John Rooney/Paul Newman bajo la lluvia.

La escena rezuma cierta estética de cómic. No en vano el origen de Camino a la perdición son las viñetas de Max Allan Collins y Richard Piers Rayner. Toda la preparación del asesinato recuerda los rituales ascéticos del samurái. Aunque, secamente, el punto de vista cambia del verdugo a las víctimas. Cuando Rooney/Newman, acompañado de sus guardaespaldas, sale del establecimiento y descubre el coche cerrado con el chófer muerto sabe bien que llegó su hora. Mendes decide interiorizar el momento mediante la lírica del ralentí y los fogonazos silenciosos de la Thompson pespunteados por las notas de un piano fúnebre. La cámara sigue la trayectoria de las balas y barre en lateral los cuerpos caídos en el asfalto.

Bajo la lluvia queda la figura desvalida de Rooney/Newman. Rodeada de cadáveres y de espaldas a su muerte. No requiere más líneas de guión que la aceptación resignada de que sea su discípulo quien dispare. El laconismo de la escena y la dureza estoica de la despedida quedan resumidas en las últimas palabras de Rooney/Newman: “Me alegro de que seas tú”. Un personaje trágico, consciente de que su final estaba escrito de antemano y que no había otra posibilidad de expiar sus pecados. Así pues, la última escena de Newman, la última secuencia, fue el reconocimiento del fin de una trayectoria meritoria y brillante en la que el listón casi siempre estuvo muy alto. Consiguió superar el lastre de su belleza excesiva y fue amansando sus iniciales titubeos iracundos del Método hasta alcanzar una naturalidad en pantalla que muy pocos consiguen. Newman supo escapar de la condena de su propia belleza de mármol. Apolínea. Podía haber sido letal, pero se impuso su inteligencia para la vida.

Entiendo que gustara a las mujeres, aunque a mí me carguen las perfecciones y las tabletas abdominales. En todo caso, de Newman admiro que envejeciera impecablemente. A diferencia de Brando y Dean no fue una víctima de su talento ni de su tormento mimado. Tampoco cayó, como tantos hombres de belleza extrema y un tanto aséptica, en el exceso ombliguista, la promiscuidad ni las habitaciones de hotel destrozadas de depresión, pastillas y ruina. El equilibrio que proporciona la ironía y su matrimonio con Joanne Woodward fueron determinantes. Como Homer Simpson, Paul Newman tuvo la suerte de conocer a su Marge.

 
Cine y TV
Amores cinéfagos: Simone e Yves, un vagón de putas
Publicado por Jordi Bernal


El sintagma “compañeros de viaje” alcanzó toda su extensión semántica en el caso de Simone Signoret e Yves Montand. Compañeros de viaje del Partido (el PC, se entiende) a lo largo de casi dos décadas, su relación estuvo fundamentada en una complicidad nítida y en una lealtad mutua que solo los vértigos carnales de Marilyn Monroe y algunos escarceos frenéticos pusieron en peligro de defunción. Los nombres de Simone Signoret e Yves Montand van ligados a una concepción europea tanto de la cultura como de la política. Pusieron voz y firma a manifestaciones y manifiestos frente a buena parte de los hechos internacionales más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX. En la historia de la cultura europea (en unos años en los que parecía posible fraguar unas señas de identidad continentales) la mención a la pareja es ineludible. Los ojos de gata adormecida de Simone Signoret y la elegancia esbelta, angulosa, modiglianiana de Yves Montand forman parte del imaginario audiovisual contemporáneo. A ello hay que añadir las maravillosas memorias de Simone Signoret, cuyo título, a juicio de Félix de Azúa, es una joya de apaisada ironía sentimental: La nostalgia ya no es lo que era.

Es en este libro de cálido susurro donde la actriz desgrana su vida junto a su compañero Yves. Con pormenorizado detalle rememora su primer encuentro en 1949. Un 19 de agosto en Saint-Paul-de-Vence en el bar de la Colombe d’or, sobre las 20.30 horas. Por aquel entonces, Simone Signoret tenía una relación con otro Yves, el director de cine Yves Allegret; sin embargo muy pronto, y no de manera fácil, rompió el compromiso con este último. A partir de ese momento, Signoret se convirtió en la primera y gran groupie de Montand. La actriz reconoce, en el relato autobiográfico de marras, que preguntó una vez a Jacques Brel cómo debía ser la mujer ideal de un artista de music-hall. Las indicaciones que le dio el autor de Ne me quitte pas convencieron a Signoret de que sería una compañera atípica porque era incapaz de cumplir con el rol de amante abnegada y, en cierta medida, anulada. Bien es cierto que la fascinación por Montand era asombrosa. Abandonó durante unos años su carrera artística para fortalecer la de su marido. Tanto es así que los envidiosos acuñaron la frase: “Montand está en el escenario, pero la Signoret, entre bastidores”. Una manera de ningunear intelectualmente al intérprete. Ciertamente, en la pareja, ella parecía nutrir de contenido un discurso que luego Yves se encargaba de ejecutar. En el plano político. Otra cosa era en el terreno artístico. Ahí Montand lo tenía clarísimo.

Entre Karl Marx y Fred Astaire

Montand llegó a un París ocupado después de desertar de los trabajos obligatorios en Marsella. Provenía de una familia proletaria y ligada al comunismo. Con su familia había tenido que huir de Italia durante los años de ascensión del régimen fascista a causa de la activa militancia comunista del padre. Se instalaron en Marsella, donde el joven Yves descubre el cine en general y a Fred Astaire en particular. La influencia de la grácil elegancia de las coreografías de Astaire es perceptible en Montand. Esa aparente espontaneidad tan trabajada en los ensayos. La sencillez limada con muchas horas de curro. Desempeñó varios trabajos de mozo de carga y fue ayudante en la peluquería de su hermana. Allí, de adolescente, descubrió a las chicas “alegres” que se ponían a punto la permanente para sus excursiones de atardecida por las calles portuarias. Esa tipología femenina que años más tarde redescubriría en la piel de las groupies. Pero antes de la consagración llegó Édith Piaf. En su ensayo biográfico Montand, la vida continúa, Jorge Semprún desarrolla una teoría pertinente sobre las mujeres en y de la vida de Montand:

“El universo femenino de Montand, o mejor dicho, más exactamente, el de su masculinidad adolescente, me parece dominado por dos figuras de mujer, por otra parte, típicas de cierta tradición mediterránea, rural y católica (¡eso influye mucho!) de la feminidad. Y de la masculinidad también, naturalmente. Por un lado, la figura de la madre, reforzada en este caso por la de la hermana mayor. Figura mariana y matriarcal, modelo de pureza. Pero también de sabiduría, o al menos de saber. En consecuencia, una mujer que no pudiera enseñarle nada, que no tuviera en algún aspecto de la vida o del lenguaje —entendido como instrumento general de enfrentarse a la realidad— una experiencia más profunda o al menos distinta de la suya, casi seguro que no puede interesar a Montand. Al menos a largo plazo.

La segunda figura femenina es, naturalmente, la de la mujer “un poco ligera”. Que no es forzosamente una profesional del placer. Que puede ser simplemente una mujer que se entrega por nada. Por placer. Lo cual es a la vez dentro de esta tradición a la que me refiero, halagador y sospechoso, naturalmente.

Pero Piaf, en ese momento en que coinciden la juventud y el éxito en la vida de Montand, es en cierto modo una síntesis, un resumen de estas dos figuras femeninas. Sin embargo, no puede reducirse ni a la una ni a la otra. Posee la ternura y las ganas de enseñarle lo que sabe, de una madre, y, por otro lado, tiene la audacia de una amante. O sea, de una mujer libre. En el equilibro frágil, pronto amenazado, de esta relación entre los dos se decidía seguramente la salida de su reclusión adolescente imaginaria entre estas dos figuras de mujer.

Fue, desde luego, con Simone Signoret con quien salió definitivamente. Para toda la vida, con sus altibajos, sus prodigios, sus momentos de ira”.

En 1950, los dos artistas —Simone e Yves— firman el manifiesto pacifista de Estocolmo contra la proliferación de armamento nuclear. En aquella época, sin llegar a la militancia, están muy cerca del Partido Comunista Francés. No faltan las críticas a sus posturas de izquierda. Para entendernos, son tildados de titiriteros. De artistas jugando a intelectuales confortables. Teniendo en cuenta los orígenes familiares de Montand, esa era una interpretación, cuando menos, sesgada. Propia de un fascismo alopécico y feo. De patillón y confesionario. Y digo feo con saña. ¡Qué guapos eran Simone e Yves! Si uno repasa las fotos de la época, aprecia la belleza de una mujer (medio judía) radiante, noble e inteligente. En Montand se produce la inflexión entre lo mejor de Italia y de Francia. Tiene un atractivo alto y moreno. Su elegancia (una percha increíble) adquiere un punto burlón. Era un gran payaso. Poseía, por herencia italiana, una vis bufonesca increíble. Y, al mismo tiempo, su celo profesional estaba por encima de collonades fundamentalistas. Los chicos del Partido quisieron determinar su repertorio de canciones. Censuran lo que ellos consideran frivolidad, falta de compromiso o aberración pequeñoburguesa. Fueron los primeros encontronazos con el Partido. No estaban hablando con un niño bien y camarada voluntarioso —a la manera de Gérard Philipe—, estaban tratando con un tipo que salía, como ellos, del suburbio. Signoret lo cuenta con mucha gracia en La nostalgia:

“Una canción sobre los mineros es importante, muy importante… Es importante si es una buena canción sobre los mineros, contestaba Montand, es mejor que sea buena, contestaban ellos, pero lo que es importante es que se hable de los mineros… Luna Park es divertido, pero ¿creen ustedes que los tiempos están para divertirse? La clase obrera tiene otras cosas que hacer los sábados que ir al tren panorámico… C’est si bon es graciosa pero ¿no creen que tiene un ritmo muy americano? —Sí, más bien tiene un ritmo americano, es bonito el ritmo americano… Son los negros los que inventaron el ritmo americano… —Sanguine, joli fruit es un poco erótico ¿no creen? —¿No hacen nunca el amor los del Partido?”.

Aun así, Montand canta el himno pacifista Quand un soldat y rubrica la célebre y emocionante versión de El partisano (o Bella Ciao). Para dar una lección:

Back in the USSR

En plena guerra fría, los polos ideológicos se recrudecen. Después de pensárselo mucho (y merced a la hinchazón testicular frente a las coñas y las bravuconadas de los grupos de extrema derecha), Simone e Yves deciden aceptar la invitación del gobierno soviético para visitar la tierra prometida de los comunistas. Se encuentran mucha amabilidad, campechanería y cultura popular. Signoret advierte, en las visitas a las fábricas, ciertas miradas de cabreo por parte de algunos proletarios. Miradas sintomáticas. Miradas de “¿qué coxx hacéis aquí, legitimando este puto infierno?”. Pero la ingenuidad de la comprometida pareja es sorprendente, y aún son capaces de intentar mantener una discusión amable con el dictador Kruschev a propósito de la reciente invasión de Hungría (1956). Evidentemente, se topan con el más mezquino y letal de los arsenales dialécticos. Pero allí están ellos, intentando dialogar. Aquel viaje tal vez sea uno de los mayores patinazos que tuvieron. Aunque Signoret se empecine en justificarlo. También es verdad que se debió exclusivamente al ardor idealista. De aquel viaje extrajeron más dolores de cabeza que otra cosa. Pero, como dicen que no hay mal que por bien no venga ni cien años dure, el periplo soviético sirvió para iniciar formalmente el distanciamiento del comunismo. Después de ver lo que habían visto, no podía ser verdad que Stalin hubiera sido un accidente en la inmaculada progresión histórica del comunismo. Más bien se trataba de su materialización más lograda. El sueño de la razón (bienintencionada) produce unos monstruos apocalípticos.

Sin embargo, el firme compromiso con la necesidad de unas correcciones que mitigasen las sempiternas injusticias sociales les mantuvo pegados a lo que antaño se llamaba la izquierda. Y no por ello dejaron de oponerse a las tropelías comunistas. Una de las más sonadas fue la ocupación soviética de Checoslovaquia en 1968. Fue, junto al apoyo público al sindicato Solidaridad polaco, la ruptura definitiva con los postulados de la ortodoxia leninista. Coincidió, además, con un replanteamiento europeo de los principios teóricos del marxismo. Así lo resume Semprún utilizando a Montand como pretexto:

“Con esto, me parece a mí que Montand de manera resumida y tajante, deja al descubierto un problema teórico candente para la izquierda europea y, en particular, para la de los países democráticos de Occidente. ¿Puede llevarse a cabo la lucha contra los países de un solo partido, contra la ideología mortífera del socialismo real, a los acordes de La Internacional? ¿O, lo que es lo mismo, en nombre y en función del marxismo?”

La traslación de estas dudas ideológicas y de su ruptura con el llamado socialismo real se producirá en el cine de la mano del director Costa-Gavras. En La confesión (1970), con guión de Jorge Semprún y junto a Simone Signoret, Montand encarna al comunista Artur London, una de las víctimas del Proceso de Praga de 1952. El filme narra con minuciosidad implacable el delirio de las purgas soviéticas y toda su maquinaria propagandística de desprestigio público. Gracias a Costa-Gavras, además, Montand encuentra su espacio propio en la interpretación cinematográfica y en la expresión artística de sus opiniones políticas.

Un pañuelo de muselina champán

En cualquier caso, la carrera cinematográfica de Montand había empezado años atrás. No de manera halagüeña, todo hay que decirlo. Así como Simone Signoret ha sido una de las mejores actrices francesas, una conjunción clásica de talento dramático e icono cinematográfico, su compañero tuvo que ganarse a pulso ser considerado un actor de cine y no un simple entertainer metido a peliculero. En 1946, y gracias a que Jean Gabin había rechazado el personaje, protagoniza Les portes de la nuit de Marcel Carné. No es el mejor Carné y eso perjudicó a Montand. Sin embargo, Henri-Georges Clouzot (amigo de Simone Signoret y con quien rodaría un par de años después Las diabólicas) le dio la oportunidad de demostrar su valía actoral en El salario del miedo. En los 60 llegarían filmes míticos del cine político —La guerra ha terminado, de Alain Resnais, y Z, del mentado Costa-Gavras— que le permitirían emprender la década de los 70 como sólido actor dramático. Pero antes se abriría el paréntesis de Hollywood. Allí fue el matrimonio para rodar la comedia de George Cuckor Let’s Make Love (que la censura, obviamente, convirtió en El multimillonario). Los protagonistas eran Marilyn Monroe e Yves Montand. Dentro y fuera de plató.

Por aquel entonces, Marilyn estaba casada con el dramaturgo Arthur Miller y los dos matrimonios vivían en bungalós contiguos en el Hotel Beverly Hills. Se llevaban bien, pese a que la disciplina de trabajo de Montand —muy bien retratada en el documental La solitude du chanteur de fond, de Chris Marker— se resentía de las caprichosas improvisaciones de Marilyn. Pero, bueno, nada importante. Nada importante hasta que se quedaron solos. Así lo cuenta Simone Signoret:

“Se encargaron de transformar en acontecimiento una de las historias que suceden en todas las empresas, en todos los inmuebles y en muchísimos rodajes de película.

Con frecuencia son tiernas y desarmantes, algunas veces pasionales. Según su intensidad pueden terminar en dulzura, por la fuerza de las circunstancias, o en ruptura con la vida anterior.

Puede suceder que se transformen con el tiempo en amistad más sólida que cualquier pasión fugitiva.

Es raro que los compañeros de trabajo o los vecinos no chismorreen sobre el asunto. Pero sin maldad, con la indulgencia de los que han pasado por lo mismo y que secretamente lamentan que esta época haya ya terminado”.

En esta ocasión, el chismorreo se convirtió en serial rosa. Signoret dio toda una lección de entereza cuando los periodistas buscaron sus declaraciones sobre la posible relación entre Marilyn Monroe y Montand: “Si Marilyn se ha enamorado de mi marido, solo puedo decir que es una mujer con muy buen gusto”. Fue un asunto que se arregló en privado. Civilizadamente. La actriz, sin embargo, admite el dolor que le produjo la exposición pública del episodio adúltero. En sus memorias, remacha el asunto de los cuernos. Elegante y con una generosidad propia de las inteligencias privilegiadas:

“No sabrá nunca [Marilyn] hasta qué grado nunca la detesté, y cómo comprendí esta historia que solo nos concernía a los cuatro y de la cual el mundo entero se puso a hablar cuando en realidad estaban sucediendo cosas muchísimo más importantes.

Se marchó sin saber que nunca dejé de llevar el pañuelo de muselina champán que me prestó para ponérmelo en la cabeza un día de cierto reportaje fotográfico, y que ella eligió porque combinaba perfectamente con mi traje, tan bien que terminó por regalármelo.

Ahora está un poco deshilachado, pero si se pliega cuidadosamente las hilachas no se notan”.

Simone e Yves siguieron siendo compañeros de viaje. Alejados del Partido, defendieron una Europa que cada vez parece más irreal y unos valores sociales que despiertan tanta nostalgia como el título del libro de Signoret. Una pareja que, a mi juicio, queda muy bien delimitada en la anécdota que cuenta Jorge Semprún:

“En Autheuil-sur-Eure, a mediados de los sesenta, Montand a veces decía que un día invitaría a los hombres solos, a sus amigos del s*x* masculino, a pasar un fin de semana en su casa. Y les ofrecería, para aquella ocasión, un ‘vagón de putas’. Describía con todo detalle, si no el final de la historia, que dejaba a cada uno imaginar a su gusto, al menos su comienzo, o sea, la llegada del vagón. Las chicas se apearían del tren en Evreux. Los coches las irían a recoger para llevarlas a su casa de campo en Autheuil. Entrarían en el jardín por el gran paseo de árboles centenarios; escandalosas, esplendorosas, ruidosas, rumorosas, dispuestas a ofrecernos los placeres terrenales y carnales de sus risas y sus cuerpos.

Simone Signoret escuchaba aquellas historias con una sonrisa plácida y declaraba, sin rencor pero con tono categórico, que todo aquello, más o menos, ya lo había contado Maupassant”.

Una dama.

 
Cine y TV
Amores cinéfagos: Ava y Frank, de camino al bidé
Publicado por Jordi Bernal


“Éramos grandiosos en la cama. Los problemas aparecían de camino al bidé”
Ava Gardner

Hay amores de alto voltaje que no están hechos para una mínima apacibilidad cotidiana. Hay pasiones que arrasan los días con una alevosa furia nocturna. Vino y rosas antes del seguro naufragio. Carne de guión de una película aún por hacer más allá de los baratos telefilmes que confunden los romances rosas con la historia de jadeos desgarrados que en verdad fue. Grandiosa entre sábanas, divertida y cruel a ratos, patética en los momentos en que se avecinaba la calma y se quería tormenta. Tiene la relación de Ava Gardner y Frank Sinatra todos los elementos literarios para un infame serial de sobremesa y, al mismo tiempo, fue una historia que para ellos se convirtió, para siempre, en la historia. Y, con ella, la leyenda. Esta última repite la anécdota de Sinatra enarbolando la portada de una revista con el rostro de Ava y diciéndole chulapón a los colegas: “Esta chica va a ser mía”. No hubiera sido la primera vez que Frank se fijara en una presa y la hubiese acechado con la implacable determinación del depredador. Hasta el salto del tigre. Sin embargo, la crónica contrastada sitúa su primer encuentro en el Mocambo de Sunset Strip. 1941. Por entonces la actriz estaba haciendo sus primeros pinitos en películas de la Metro. Estaba casada inverosímilmente con el cómico, bailarín y parlanchín Mickey Rooney, un matrimonio que no duraría un año y que tenía todas las trazas de artimaña promocional de gran estudio cinematográfico. Se encontraban tomando unas copas (Ava empezaba a conocer la noche y nunca más se separaría de ella: “Es que, cariño, cuando se pone el sol, me siento más, no sé, más despierta”, escribió en sus memorias, Ava, con su propia voz) cuando apareció Sinatra, que conocía bastante bien a Rooney, exhibiendo una de sus mayores armas de seducción, la sonrisa de anuncio de dentífrico: “Eh, ¿por qué no te he conocido antes que Mickey? Hubiera podido ser yo quien se casara contigo”, le espetó el crooner. En ese momento Ava no era todavía la Ava que bien pudiera haberle devuelto la vacilada con alguna réplica mordaz y desarmante: “Me cogió desprevenida. Supongo que le devolví una sonrisa vacilante, pero creo que no dije nada. Porque en aquella primera época, yo siempre me sentía desplazada. Conocer a Frank Sinatra ya era bastante emocionante. Pero que me dijera algo así me dejaba completamente sin habla”, escribe en las mentadas memorias.

Hubieron de transcurrir unos cuantos años para que aquella conversación interrumpida se prolongara toda una noche. La Gardner se había convertido en una estrella. En 1946 despertó millones de devociones masculinas, como lobos de Tex Avery, con su imperturbable y perturbadora presencia en The Killers, turbia y soberbia adaptación, dirigida por Robert Siodmak, del clásico relato homónimo de Hemingway. Así pues, gozaba de todas las consideraciones y comodidades del sistema hollywoodiense. Se compró una casa en Palm Springs, una ciudad en medio del desierto que se había convertido en lugar de descanso y juergas entre la gente del cine. Allí, Sinatra tenía un apartamento de soltero. O sea lo que conocemos comúnmente como un picadero. A la sazón, estaba casado con Nancy Sinatra, la novia del barrio, de cuando todavía era un cantante de orquesta que ganaba 125 dólares a la semana. Sin embargo, y como era muy frecuente sobre todo entre la farándula religiosa de ayer, hoy y mañana, cohabitaba un mundo noctívago de amigos, farra y mujeres de ocasión lejos del recoleto salón familiar y sus obligaciones. El embrión de lo que años más tarde se conocería como Rat Pack, que el escritor Javier Márquez retrata pormenorizadamente en Rat Pack. Viviendo a su manera . Una noche de 1949 Ava y Frank coinciden en una fiesta. Fue la noche en la que todo empezó. Fue la noche suave, sin amenazas de destellos de tormenta. La recuerda la actriz: “No tardó en presentarse a mi lado, con un martini seco en la mano, uno de esos invitados. Los ojos azules estaban llenos de curiosidad, la sonrisa seguía siendo viva y audaz, y el rostro era más cálido y expresivo de lo que yo recordaba. Oh, Dios, Frank Sinatra podía ser el hombre más dulce y encantador del mundo cuando quería:

—Me alegra volver a verte —dijo—. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—Desde luego —contesté, sintiéndome mejor por momentos.
—Supongo que quisimos correr demasiado la última vez que nos vimos.
—Tú querías correr demasiado.
—Empecemos de nuevo —dijo Frank— ¿Qué haces ahora?
—Películas, como siempre. ¿Y tú?
—Intentando levantar el culo del suelo”.

Verdaderamente, Sinatra en aquella época estaba con el culo en el suelo. Había perdido el beneplácito del público y tenía problemas de voz. La inseguridad le acarreó más de un gatillazo en conciertos. Además, la Metro le había puesto en segundo lugar, después de Gene Kelly, en los créditos del film musical Un día en Nueva York. Se encontraba, pues, en la misma situación que Johnny Fontane en El Padrino.

“Con la mayoría de las mujeres con que sale, Sinatra nunca sabe, dicen sus amigos, si lo quieren por lo que puede hacer por ellas ahora… o hará por ellas después. Con Ava Gardner fue distinto. No podía hacer nada por ella. Ella estaba por encima. Si algo aprendió Sinatra de su experiencia con ella, fue tal vez saber que cuando un hombre altivo ha caído, una mujer no lo puede ayudar. Especialmente una mujer que está por encima”, concluyo Gay Talese en el reportaje Frank Sinatra está resfriado.



The Lady is a Tramp

“Es salvaje e inocente, aferrada al amor
en todo naufragio…”
Robert Graves

La historia de Ava y Frank coincide con el descubrimiento de España por parte de la actriz. Todo muy tórrido. En Tossa de Mar se rueda Pandora y el holandés errante. El cambio de continente le sirve a Ava para poner tierra por medio. Pese a que no publicitan su relación, la prensa no hace otra cosa que vampirizar a la pareja de moda y, de paso, contribuir a que la opinión pública se ponga en contra de Ava. La querida. Las cosas se agravaron cuando en 1950 (¡el Día de San Valentín!) la esposa de Sinatra anunció a los cuatro vientos la separación: “Desgraciadamente mi vida matrimonial con Frank se ha vuelto muy triste, casi insoportable. Por lo tanto hemos decidido separarnos. Le he pedido a mi abogado que intente lograr un arreglo de separación de bienes, pero por el momento no tengo intención de entablar demanda de divorcio”. A partir de ese momento, Ava pasó a ser la destrozamatrimonios, la arpía que se inmiscuye en la vida de una familia católica. Un plumilla llegó a calificarla de “Perra-Jezabel-Gardner”. No parecía importar a nadie que Sinatra fuera un pichabrava de campeonato. De hecho, poco tendría que envidiarle a Warren Beatty, a quien se le atribuyen, en pormenorizado cálculo, un total de 12.775 amantes (sin contar polvos apresurados y escarceos de gloriosos preliminares) a lo largo de su vida. Si uno pudiera, parafraseando a Woody Allen, quisiera reencarnarse en la mano de Frank Sinatra.

A la celopatía intrínseca de Ava Gardner en nada ayudaron las advertencias de Lana Turner, que había tenido una relación con Sinatra un par de años antes y que había sido finiquitada por el cantante a causa de los sagrados deberes maritales. También el magnate Howard Hughes hizo de las suyas. Obsesionado con Ava y controlador de vidas ajenas (en su trilogía de la historia reciente de EUA, James Ellroy consigue escenas hilarantes con un marchito y manipulador Hughes), le muestra un informe de una investigación que ha encargado y que certifica el donjuanismo irreversible de Sinatra. Pero no es suficiente. La actriz está enamorada. Es testaruda. Y le encanta follxx, beber, reír y cantar con Frank. Son tal para cual. Los dos proceden de entornos humildes (sobre todo Ava, que nació en una familia paupérrima de campesinos de Carolina del Norte), son hedonistas, noctámbulos, vitalistas, con muy mala leche y con unos celos terribles (pero muchas veces fundados). El productor Teddy Villalba así los describe en el placentero Beberse la vida. Ava Gardner en España de Marcos Ordóñez: “La relación de Ava con Sinatra fue eterna, mucho más allá de lo que la gente pueda imaginar. Estaban enamoradísimos, pero no podían estar más de dos horas sin liarse a bofetadas. Mutuamente y literalmente. Una relación muy difícil y muy especial. Una verdadera pasión, con celos mutuos, con arrebatos y caídas. Yo viví con ellos varias broncas impresionantes (…) Se peleaban, se reconciliaban, volvían a pelear. Ahora bien, si tuviera que elegir a uno de los dos, y los quise mucho a ambos, me quedo con Ava. Ava era una criatura fuera de serie. Frank era un hombre increíblemente retorcido, atormentado, con un ego enfermo. Pero también hay que decir que, pese a todos los problemas, Frank siempre estuvo a su lado. Aunque estuviera muy lejos. Aunque hubieran pasado muchos años”.

A toda la pasión y furia hay que añadirle los numeritos, los desplantes, los pollos que se montaban mutuamente como cuando Sinatra se despidió de ella por teléfono antes de disparar su revólver. Ava corrió asustada a la habitación del hotel y se encontró con el cantante sonriendo y una almohada agujereada. Es posible que Frank ansiara la presa, al animal más bello del mundo, según sintagma publicitario, mientras que Ava vislumbrara a ratos la posibilidad remota de una vida en común. Sin embargo, fueron a chocar un par que representaban todo lo opuesto a la normalidad, a la grisura consuetudinaria. Y estaba bien que así fuera. Como explicó en una ocasión Nancy Sinatra hija: “Es mejor que todos los demás, o al menos eso piensa, y él tiene que vivir a la altura de eso”. Representó la fantasía de miles de hombres que frente al espejo no se veían tan distintos a Frank y, de camino a la jornada sonsa de oficina, podían imaginar que tal vez ellos también podrían vivir su glorioso tormento con su particular Ava. Ava o el ardor.

En España, son conocidos los escarceos indiscriminados de Ava. Especialmente con los toreros Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín. Con el primero todo parece indicar que fue más una estratagema marquetiniana que otra cosa. Todos parecían saberlo menos el propio torero, que incluso le dedicó un moribundo libro de versos a la idolatrada actriz. Con el segundo la cosa fue en serio. De su relación con Dominguín (al que Ava siempre tuvo un peldaño por debajo de Sinatra) queda la anécdota falsa según la cual el torero después de yacer con tan preciada hembra se levantó raudo de la cama, y cuando ella, sorprendida, le preguntó: “¿A dónde vas?”, él respondió: “Pues a contarlo”. Por su parte, Humphrey Bogart, con su típico sarcasmo on the rocks, sentenció: “Las mujeres de medio mundo se arrojarían a los pies de Frank Sinatra, y resulta que Ava pierde la cabeza por un tipo que usa capa y zapatillas de bailarina”. Bogart mantuvo siempre una buena amistad con Sinatra. De hecho, cuando el primero enfermó de cáncer, Frank estuvo allí pendiente de su amigo. Y ya de paso se encamaba con su esposa Lauren Bacall. Bacall, que lista lo es un rato largo, ya percibió los cambios de actitud de Sinatra para con las mujeres: la suavidad y atenciones iniciales se volvían manipulación cuando estaba seguro de que tenía la situación controlada. Con Ava, sin embargo, todo fue siempre puro descontrol y anarquía.



47 kilos de poxx

“Yo me apunto a cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, ya sea una oración, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s”
Frank Sinatra

Pese a que la pareja intentó actuar según convencionalismos, nada parecía estar regido por las normas. Se casaron en 1951, convivieron poco más de dos años y su matrimonio duró seis. Ava mantuvo siempre buen rollo con la madre de Sinatra, matrona italiana de armas tomar. Pero todo parecía indicar que lo suyo era otra cosa. Durante el rodaje africano de Mogambo se produjo la célebre escena que tan buena reputación dio a Sinatra. En una cena con el gobernador británico de Uganda y su esposa, el director de la película, John Ford, le espetó malévolo a la actriz:

—¿Por qué no le cuentas al gobernador lo que ves en ese renacuajo de 50 kilos con el que te has casado?
—Claro, señor Ford. Porque son 3 kilos de Frank y 47 kilos de poxx.

Era la típica réplica que le chiflaba a Ford. Durante el rodaje de Mogambo, Ava descubrió que estaba embarazada y decidió abortar. No creía poder ofrecer la vida que un hijo necesitaba.

Del extenso anecdotario de Ava y Frank, uno de los episodios más preciosos es el conocido como “la noche del visón blanco”. Sinatra, por aquel entonces, estaba rodando en España el pestiño de Stanley Kramer Orgullo y pasión. Se encontraba alojado en el Hotel Felipe II de El Escorial, donde, por cierto, pintó el doliente autorretrato del payaso, y mientras ejercitaba dedos en un piano y entonaba melodías pidió un teléfono para llamar a Ava. “Hey, honey”. La escena que siguió la reconstruye mediante el zurcido de testimonios Marcos Ordóñez en el citado libro. Así pues, mejor no estropearla:

“Enrique Herreros: Entonces Sinatra comenzó a cantar muy suavemente, casi susurrando al auricular, como si fuera un micrófono. Cantaba sus canciones favoritas, las más sentimentales. Nos quedamos petrificados escuchándole, viviendo aquel momento como si estuviéramos en una película. ¡Sinatra cantándole a su amor! ¡Cantando por teléfono, de madrugada en un hotel! No nos atrevíamos ni a movernos para no interrumpirle.

Pero hubiera dado lo mismo, porque Sinatra parecía estar a kilómetros de allí. Como si estuviera solo en la Tierra. No paró de cantar hasta que al cabo de media hora o tres cuartos se abrió la puerta del bar y entró Ava.
Perico Vidal: ¡Madre del cielo! Llevaba un abrigo de visón blanco sin nada debajo. Había saltado de la cama para venir a verle. Sinatra no se dio cuenta de que llevaba casi una hora cantando al vacío. Ni de que ella ya estaba allí. Seguía cantando con la cabeza baja, pegada al teléfono. Entonces ella llegó hasta él. Le abrazó la espalda. Colgó el teléfono. Le tendió una mano y se lo llevó. Así, sin palabras”.

Sinatra llegó a construir, en su mansión hollywoodiense, un santuario dedicado a su amor. Lo destrozó una noche de celos furibundos. Pero, a pesar de llegar a la conclusión de que la relación se estaba convirtiendo en una destrucción mutua, nunca pudieron olvidarse el uno al otro. Cuando Frank Sinatra se lió con Mia Farrow, Ava disparó a matar: “Siempre pensé que Frank acabaría en la cama con un muchacho”. Así de salvaje Ava. Como la libérrima María Vargas de La condesa descalza de J. L. Mankiewicz. Aunque, si hay un personaje que refleja con mayor sensualidad abrasiva y salvaje a la artista, este es la Maxine de La noche de la iguana.

Aquella mujer que temía dormir sola y buscaba cuerpos como salvavidas nunca más volvió a casarse. Pasó sus últimos años en su vivienda de Londres escuchando los viejos discos de Frank Sinatra. Escribió allí sus memorias, que acaban con una sentida carcajada: “Porque la verdad, encanto, es que he disfrutado de mi vida. Me lo he pasado en grande”. Frank, como es sabido, consiguió levantar el culo del suelo y siguió grabando discos, rodando películas y quemando noches.

Una vez le preguntaron por ella: “A Ava la llevo en la sangre”, respondió.

I’ve got you under my skin.
 
Amores cinéfagos: Elizabeth y Richard, monstruos pecadores
Publicado por Jordi Bernal


“Por el amor de Dios, Richard, ¿no te das cuenta de que el único motivo de que ocurra todo eso es que piensan que somos unos pecadores y unos monstruos?”
Elizabeth Taylor, en Retratos de Truman Capote

Cleopatra (1963) ha pasado a la historia por ser un suntuoso juguete que casi se lleva por delante a los estudios 20th Century Fox. Superproducción espectacular que tenía como objetivo demostrar que el gran formato cinematográfico no tenía rival con la pequeña pantalla hogareña, significó el inicio del fin del esplendor del Hollywood clásico. Sin embargo, paradójicamente, también supuso el comienzo de uno de los grandes amores vividos como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente. Como la película Cleopatra, la relación de Elizabeth Taylor y Richard Burton estuvo marcada por el exceso y el despilfarro. Nada hubo de medias tintas en aquella superproducción de la pasión cinéfaga.

Como a menudo suele ocurrir en estos trances, cuando se conocieron no se cayeron bien. La primera vez que se vieron fue en la casa de Bel-Air del matrimonio Jean Simmons y Stewart Granger. Burton había rodado La túnica sagrada (1952) con Simmons y estaba descubriendo el mundanal ruido de la industria del cine. Salido de la más absoluta miseria de Pontrhydyfen, pueblo minero de Gales, Burton descubrió de muy pequeño la poesía inglesa y con ella el arte de la recitación. Bien es cierto que, pese a considerarse por entonces el heredero natural de los dos grandes shakespeareanos ingleses, Sir John Gielgud y Laurence Olivier, siempre le interesó más la escritura que la interpretación. De hecho, consideraba que el arte dramático tenía un punto de entretenimiento poco viril. Cosas de las mallas y el maquillaje, es de suponer. Y encontraba más noble el arte de la escritura. A lo largo de su vida llevó dietarios que pretendían ser esbozos de una novela autobiográfica que nunca llegó a materializar. Se sabía de memoria todo Joyce, buena parte de Shakespeare y cultivó amistad con Dylan Thomas, otro galés excesivo. En cualquier caso, el chico pobre salido de las minas se encontraba encantado en la fiesta de estrellas. Repasaba a toda la concurrencia femenina con una ansiedad solo comparable a su compulsión dipsomaníaca. Bien podría decirse que en Pontrhydyfen amamantaban a los recién nacidos con whisky. Y allí estaba Elizabeth Taylor tumbada al borde de la piscina, tomando el sol mientras leía alguna novela. No fue, como podría anticipar un mal guión, un flechazo a primera vista. Para Burton, fue una más de las cópulas mentales que estaba realizando en aquella fiesta mientras se bebía todo el mueble bar. A Taylor le pareció un tipo “demasiado pagado de sí mismo”.

Después de un año mareando la perdiz en Londres, el rodaje de Cleopatra se trasladó a Roma y se escogió el equipo definitivo de rodaje. Nada hacía presagiar lo que ocurriría en pocas semanas. Elizabeth Taylor, junto al actor y amigo de los tiempos infantiles en la Metro Goldwyn Mayer Roddy McDowall, se dedicaba a rajar de aquel teatrero con ínfulas que, además, cumplía la fama galesa de tener poco apego a la higiene. Pronto descubrió Taylor que aquella actitud era pura resaca. En el monumental y espléndido El amor y la furia, de Sam Kashner y Nancy Schoenberger, libro de no ficción que algún cursi promocional podría afirmar que se lee como una novela, queda detallado el instante de no retorno. Esta biografía de la relación, a la que Taylor contribuyó con material y a la que no puso ninguna condición más allá de pedir la promesa de que se respetaría la memoria de Burton, describe el momento antes del rodaje de una escena cuando la actriz tuvo que aguantarle la taza de café al actor, ya que este era incapaz de hacerlo debido a los temblores. Y ahí la ganó para siempre. La niña pija de los ponies, la que recogía perros abandonados de la calle, quedó fascinada por el desvalimiento total de aquel a quien creía un arrogante insufrible. Como comentó Taylor: “Si hubiera sido una campaña estratégica planificada, ni el propio César habría podido plantearla mejor”. Y así empezó la batalla.

Aquí, ahora, conmigo

“Todo lo que deseo amar o abrazar, o tener, está aquí, ahora, conmigo”
Marco Antonio, Cleopatra

“Sus piernas son demasiado cortas en comparación con el torso, la cabeza demasiado voluminosa respecto al cuerpo. Pero su rostro, con esos ojos malvas, es el sueño de todo preso, el ideal de cualquier secretaria: irreal, inalcanzable y, al mismo tiempo, tímida, excesivamente vulnerable, con una leve expresión de recelo en sus preciosos ojos malvas que la hace muy humana”
Truman Capote

Empezó como una historia de jodienda sin pausa. Una aventura más, creía Richard. Las cartas eróticas que el actor escribía a Taylor muestran un encegamiento considerable. Una muestra simpática: “Tengo hambre de tu olor y de tus pezones, y de tu divina hucha y de tu barriga redonda, y de la deliciosa suavidad del interior de tus muslos y de tu culito de bebé, y de tus labios abiertos y de tu mirada medio hostil cuando estás en celo con tu pequeño semental galés…”. La actriz, haciendo gala de la concreción femenina, resumió aquel alboroto hormonal en prosa: “Si te excitas jugando al Scrabble, es que es amor”. De esta manera, entre partidas de Scrabble y polvos furtivos fue fraguándose “un escándalo” que marcaría el papel couché de la década de los sesenta. La pareja Elizabeth y Richard poseía todos los ingredientes para la admiración ajena y la envidia soterrada. Aparte de guapos, sus atractivos desprendían un gran magnetismo sensual, tenían dinero, popularidad y no escondían lo increíblemente bien que se lo pasaban en la cama y fuera de ella. Les separaba, en cualquier caso, el origen social y el hecho de que la actriz fuera una de las más bien pagadas del momento mientras que él no dejaba de ser un actor de teatro metido en péplums alimenticios (“películas de t*tas y desierto”, decía Burton con desprecio). Ya desde el inicio de la relación, la ficción del cine reflejó la realidad de sus biografías y viceversa. El director Joseph L. Mankiewicz, uno de los más conspicuos diseccionadores de la piscología femenina, parece ser que fue adaptando el guión según el nuevo rumbo de los acontecimientos sentimentales de los protagonistas. Así pues, Elizabeth y Richard fueron convirtiéndose a los ojos de los demás en Cleopatra y Marco Antonio. En Roma alimentaron el objetivo de los paparazzi y ya nunca más las vicisitudes de sus vidas en común dejaron de ser de dominio público. Tal vez, si no hubiera sido tan evidente el alto voltaje sexual de su aventura, la severa opinión pública no hubiese cargado las tintas en la circunstancia de que ambos estaban casados. Para Eddie Fischer, cantante melódico sin nervio y a la sazón esposo de Taylor, la partida estaba perdida frente al galés: “Aquella voz maravillosa, su conocimiento de la interpretación y su capacidad de enseñarla. Además, me parecía que Elizabeth confundía las debilidades de Burton, su alcoholismo, su amargura y una rabia que desembocaba en la violencia, con independencia y seguridad en sí mismo. Lo consideraba un héroe”. Por su parte, Sybil Burton estaba convencida de que su marido volvería al calor familiar después de su particular escaramuza con Cleopatra. Siempre había sido así. Mujer listísima y, por lo tanto, muy pragmática, Sybil era consciente de la fascinación que Richard producía en las mujeres y lo mucho que a este le gustaba estar con ellas. Sin embargo, por educación tradicionalista, perdonaba las infidelidades siempre y cuando no fueran más que ardores fugaces. Esta vez se equivocó. Siguiendo con el paralelismo entre Cleopatra/Taylor y Marco Antonio/Burton, Sam Kashner y Nancy Schoenberger escriben:

“En un momento dado, después de que Marco Antonio cometa la imprudencia de despedir a sus más estrechos colaboradores y se embarque en una batalla naval desastrosa, Cleopatra se da cuenta de que acaba de ocurrir algo de fatales consecuencias.

‘Antonio, ¿qué ha pasado?’, pregunta.

Y él contesta: ‘Tú. Eso ha pasado’.

Tras tomar la decisión de quedarse con Elizabeth, Burton tardó dos años en volver a ver a sus hijas, Kate y Jessica. Sybil, por quien tanto cariño había sentido, no volvería a dirigirle la palabra durante el resto de su vida”.

Señor Cleopatra

“Deberías tener más cuidado, cariño. Algún día harás daño a alguien más que a ti mismo”
Elizabeth Taylor

A partir de ese momento, Elizabeth y Richard pasaron a vivir una vida de escaparate. Una vida nómada. Plantas de hoteles, animales exóticos, un yate, joyas caras para ella, una biblioteca espectacular con primeras ediciones para él y bebida para ambos. Fue fatal para el alcoholismo de Burton que Taylor le siguiera el ritmo a muerte en la bebida. Si el hijo del minero galés, merced a la poesía de Shakespeare, se creía poseedor de un espíritu noble que no se correspondía con su linaje, a la niña prodigio le gustaba comportarse como un camionero. Además, pese a las cantidades ingentes de vodka, whisky, cerveza y vino que el actor trasegaba a diario, solo tuvo problemas de erección con ella durante los meses que se impuso el dique seco. El exceso festivo era su clima perfecto. Una fatalidad. A ello se añadían las broncas y las discusiones. Unas cuantas copas despertaban la violencia verbal de un tipo por norma gentil y tranquilo. A ella, parece ser, le ponía esa parte brutal. Pero no todo fue volcánico y abrasivo. A Richard no le costó que los hijos de Elizabeth le trataran como a un padre y ejerció siempre de tal. Transmitió la confianza suficiente a Elizabeth para considerarse, más que una gran estrella, una actriz sólida con una vis cómica excelente (y tenía razón). Por su parte, Elizabeth trató de que el actor quitara hierro a sus complejos y traumas que tanto lo torturaban. Entre ellos se contaba alguna relación homosexual que había tenido en la juventud. La actriz, como es bien sabido, tenía buenos amigos homosexuales y sabía bien de la amargura que suponía tener que esconder la orientación sexual y que te juzgaran por ella. De ahí que no sea tan sorprendente que Burton reconociera públicamente haber mantenido relaciones sexuales con otros hombres. Pese a la valentía, no pudo reprimir la pueril coletilla adversativa: “pero no me gustó”. Con su amigo Rex Harrison se rieron de prejuicios en La escalera (1969), filme de Stanley Donen que relata la cotidianidad de una pareja de maduros homosexuales.

La pareja retroalimentaba su vida en el cine. Castillos en la arena, La mujer indomable fueron algunos títulos que pretendieron aprovechar el escándalo para acrecentar su tirón comercial. Se convirtieron en el matrimonio del millón de dólares por cabeza. Esta codicia por darle al público carnaza mediante el cine llevó a Laurence Olivier a escribirle una carta a Burton donde le espetaba: “Decídete. ¿Quieres ser un gran actor o estar en boca de todos?”. A lo que este último respondió: “Las dos cosas”. Pese a todo, crecía la idea de que el intérprete que debía convertirse en el nuevo Gielgud estaba tirando su talento por la borda. En parte por ello se decidió a representar un Hamlet sin mallas que fue un éxito de Broadway. Pero a Burton la interpretación acababa cansándole. Se refugiaba en la lectura, la buena/mala vida y en Elizabeth: “embriagado por su coxx y por su astucia”, escribió en sus diarios. Para la prensa pasó a ser el eslabón débil de la pareja Liz y Dick, una contracción que el actor odiaba. También le llamaban señor Cleopatra, apelativo satírico que le sacaba literalmente de sus casillas. Le costaba horrores lidiar con el escaparate mediático.

A propósito del rodaje de El espía que surgió del frío, el autor de la novela, John Le Carré, trató a Burton: “Me dio la impresión de que para él ya no tenía mucha gracia abrirse camino hasta la cima con esfuerzo y follxxxx; la había tenido pero ya no”. El escándalo, pues, no estaba exento de la interpretación sesgada del braguetazo. Así también lo pensaba Montgomery Clift, cuya homosexualidad le había impedido tener algo más que una amistad férrea con Taylor. De hecho, Clift despreciaba a Burton, a quien consideraba un actor de cartón piedra. También es cierto que Burton, formado en el clasicismo inglés, aborrecía a los actores del método. Sea como fuera, superando maledicencias, en 1966 Elizabeth y Richard se convirtieron en los Martha y George de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, dirigida por Mike Nichols. Era la faz amarga de su relación. La histérica hortera y el débil calzonazos. Las broncas, las discusiones y la violencia psicológica.

Fue su último gran éxito juntos. Y un punto de inflexión en sus vidas. Durante el rodaje de El hombre que surgió del frío Burton recibió una paliza cuyas consecuencias físicas arrastró toda su vida. Le gustaba beber solo en tugurios de mala muerte. Una elección peligrosa, teniendo en cuenta su carácter. Después de varios intentos de dejar la bebida, se dio cuenta de que el alcohol y Elizabeth iban en el mismo paquete. En 1974 se produjo la ruptura matrimonial después de más de diez años juntos: “Debes saber, por supuesto, lo mal que te trato. Pero lo fundamental y más vicioso, canallesco, criminal y hecho indiscutible es que no nos entendemos en absoluto”. Pese a la supuesta falta de entendimiento volvieron a probarlo un año más tarde. Se casaron en Botswana y la convivencia reanudada duró unos pocos meses.

Burton decidió alejarse de la mala vida con esposas/enfermeras y trabajo. Por su parte, la actriz reconoció públicamente su adicción al alcohol y a los fármacos e ingresó en el famoso centro de desintoxicación Betty Ford Center. Los últimos diez años fueron de calma y paz (y probablemente aburrimiento), lejos de la superproducción pasional en la que habían convertido sus vidas a lo largo de casi quince años. Hablaban, eso sí, horas largas por teléfono y se carteaban.

La última carta de Richard llegó dos días después de su muerte. Es la carta que Elizabeth conservó en su cama durante el resto de su vida. En ella, Richard le pedía una última oportunidad.

En los últimos años, Elizabeth coleccionó tantos maridos como joyas le gustaba lucir. Algunos de ellos ciertamente inverosímiles. Aun así, a mi parecer, parió una de las mejores sentencias que pueden dedicársele a un hombre:

“Después de Richard, todos los hombres de mi vida solo estuvieron ahí para abrir la puerta y aguantarme el abrigo”.

 
Maureen O´Sullivan -la "Jane" de Tarzan"- y el director John Farrow, padre de sus siete hijos - entre ellos Mia Farrow - y su esposo hasta la muerte. Ambos irlandeses católicos, formaron una gran familia tradicional. Maureen volveria a casarse tras la muerte de su esposo, pero nunca se hubiese divorciado.

 
Kirk Douglas y Anne Buydens, una historia de amor en un mundo de locos
Un matrimonio estable y duradero en Hollywood a veces es más complicado que cualquier premio
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Rocío F. de Buján
@rfbujanSeguir
Madrid 09/12/2016 19:13h Actualizado:10/12/2016 12:51h
Kirk Douglas, los 100 años del último superviviente de Hollywood

El emblemático actor de Hollywood Kirk Douglas celebrará hoy en California su centenario junto a 200 amigos y familiares en una fiesta organizada por su hijo Michael y su esposa, Catherine Zeta Jones, a la que tiene un inmenso cariño. El actor estará rodeado de un amplio número de personas que lo quieren y lo respetan. Aunque hoy su vida es maravillosa, le ha costado muchos años de sacrificio.

Kirk era el único hijo varón de Jacob y Channa, unos judíos analfabetos que emigraron de Mogilev, en Bielorrusia, a Nueva York. Sus padres estuvieron muchos años trabajando duro para sacar adelante a una familia numerosa de siete hijos: seis niñas y Kirk.

Desde muy joven, el sueño del pequeño Douglas era convertirse en actor. La fama no le llegó de repente, sino que tuvo que esforzarse mucho hasta entrar en una escuela de teatro. Realizó numerosos trabajos para pagarse los estudios, desde camarero hasta luchador profesional.

Sus penetrantes ojos, su mandíbula prominente y su inconfundible hoyuelo en la barbilla no pasaron desapercibidos a la industria del cine. A sus cien años, Kirk ha participado en más de 80 películas, entre las que se encuentran algunas de las más emblemáticas de la historia del cine como Spartacus.

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Spartacus- Bryna Productions
Un mujeriego que encontró a su alma gemela
El legendario actor homenajeado con la Medalla de la Libertad, el premio civil más alto en Estados Unidos, vive actualmente junto a su esposa Anne, de 84 años. «La amo», dice al referirse a Anne, «ella me ha dado la estabilidad en un mundo de locos», explica. Kirk Douglas solo tiene palabras de amor y agradecimiento hacia su esposa. «Tuve la suerte de encontrar a mi alma gemela y creo que nuestro matrimonio es maravilloso», escribió en un número especial que la revista Closer le dedicó al actor.

Su vida sentimental no siempre ha sido tan estable como en las últimas décadas. El actor fue, en sus años de juventud, un mujeriego con una vida sexual muy activa. Todas estas historias las recogió en un libro de memorias donde, entre otras muchas anécdotas, recuerda su primera relación sexual con una de sus profesoras.

Antes de Anne, Kirk ya estuvo estado casado con la actriz estadounidense Diana Webster, con la que tuvo a sus dos hijos mayores, Michael y Joel. El matrimonio solo duró siete años. Se divorciaron en 1951 como consecuencia de las infidelidades que el actor mantuvo con estrellas del cine como Marlene Dietrich, Rita Hayworth, Joan Crawford, Mia Farrow o Faye Dunaway, entre otras.

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Kirk junto a sus dos hijos mayores Michael y Joel- Pinterest
Tres años más tarde se casó con Anne Buydens, la mujer con la que ha compartido más de sesenta años de feliz matrimonio, del que nacieron dos hijos más, Eric y Peter. En una ocasión, la belga-estadounidense describió su matrimonio con Douglas como «estar sentada en un hermoso jardín justo al lado de un volcán que puede estallar en cualquier momento».

Cuando se conocieron, ella le asistía como traductora para la prensa mientras presentaba «Acto de amor». Él, como prueba de gratitud, decidió invitarla a uno de los restaurantes más románticos de París. Al principio, Anne se sentía reacia a los continuos halagos del actor, «yo pensaba: es guapo y encantador, pero creía que como estrella de cine él solo sería un amor pasajero».

La pareja contrajo matrimonio en un Casino de Las Vegas y más de sesenta años de matrimonio después, Kirk resumía su historia de amor como un eterno noviazgo. «Nunca he pensado que nuestro matrimonio fuera único. Simplemente, me enamoré de una chica y 60 años después, sigo queriéndola», explicó para la revista Closer.

Un matrimonio estable y duradero en Hollywood a veces es más complicado que cualquier premio, algo que han conseguido Kirk Douglas y Buydens, y en el que se ha inspirado su hijo mayor Michael. «Tenemos una relación muy estrecha, de amor y apoyo», explicó Michael Douglas en la misma entrevista.

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Kirk abraza a su hijo Michael- REUTERS
Las peores etapas
La felicidad, que tras décadas de matrimonio se refleja en ambos, ha pasado por numerosos baches que solo el amor y el esfuerzo de ambos han podido superar. En el año 1991, el actor sobrevivió a un accidente de helicóptero en el que murieron dos personas, un acontecimiento que lo impulsó a redescubrir su fe judía. Cinco años después, en 1995, Douglas sufrió un derrame cerebral que desde ese momento le afectó al habla. «El humor me salvó. Un derrame cerebral, especialmente para un actor, es una cosa terrible, porque si no puedes hablar, no puedes actuar. Al principio pensé que mi vida había terminado, pero cuando puse la pistola en mi boca chocó contra un diente y me dolió. Un dolor de muelas paró mi su***dio, ¿gracioso no?», reconoció en una entrevista exclusiva para la revista Parade. Por suerte, su carrera no finalizó aquel día, y desde su accidente cerebro-vascular, y con la ayuda de intensas sesiones con terapeutas del habla, el actor ha participado en cuatro películas.

Ocho años después de su enfermedad, su hijo Eric, también actor,murió a causa de una combinación letal de alcohol y medicamentos, después de años luchando contra su adicción, a los 46 años. En 2010, al mayor de sus cuatro hijos, Michael le diagnosticaron cáncer de garganta y, ese mismo año, su nieto Camerón ingresó en prisión por delitos de drogas. «Todo esto se acaba soportando. Es parte de la vida», confesó el actor.

El derrame cerebral que sufrió le limitó notablemente en su carrera como actor. Desde ese momento, tanto Douglas como su esposa se han dedicado a participar activamente en numerosas acciones benéficas. La pareja ha reconstruido 400 parques infantiles en Los Ángeles y fundaron «El refugio de Harry», una residencia de enfermos de Alzheimer, en honor al padre del actor. Ambos han expresado en varias ocasiones su intención de donar la mayor parte de su fortuna a obras de caridad tras su muerte.

El secreto de los 100 años
Kirk y Anne son un raro ejemplo de matrimonio duradero en Hollywood. Según relató el actor a la revista Closer, «el ingenio lúdico de Anne es una de las primeras cosas que me atrajeron. Ella es impredecible», y añadió, «no sé lo que va a decir o hacer. Me encanta la intriga». El ganador de dos Globos de oro y un Oscar honorífico atribuye parte de su longevidad y felicidad a su mujer. «Siempre que me preguntan por el secreto de vivir una vida larga y saludable, yo contesto que no tengo ninguna. Creo que todos nacemos con un propósito en la vida», y continuó: «Me salvé de un accidente de helicóptero, entre otras cosas, y ahora solo pienso en hacer el bien en el mundo antes de salir de él».

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Kirk y Anne- Pinterest
 
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