MÚSICA PARA CAMALEONES - Truman Capote

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Jake: Hemos discutido el tema. Hablamos de la posibilidad de que ella y Marylee emprendieran un largo crucero. Pero ella no quiere ir a ningún lado. Dijo: " El tiburón necesita una carnada. Si queremos que muerda, la carnada deberá estar a mano"

TC: ¿ De modo que Addie es una trampa ? ¿ El cabrito que espera que el tigre le salte encima?

Jake: Un momento. No sé si me gusta la manera en que lo dice.

TC:¿ Cómo lo diría usted?

Jake: ( Silencio.)

TC: ( Silencio.)

Jake: Quinn tiene a Addie en la mente. De eso no hay duda. Piensa cumplir su promesa. Y es entonces cuando lo agarraremos: en el intento. Con el telón subido y las luces encendidas. Hay riesgos, claro, pero hay que correrlos. Porque ...para ser sincero, es probablemente la única oportunidad que tenemos. ( Apoyé la cabeza contra la ventanilla, y vi la bonita garganta de Addie cuando echaba la cabeza hacia atrás para beber vino tinto de un delicioso trago. Me sentí débil, ineficaz y enojado con Jake)

TC: Me gusta Addie. Es real, y sin embargo tiene misterio. ¿ Por qué no se habrá casado nunca?

Jake: Guarde el secreto. Addie y yo nos casaremos.

TC (mentalmente mirando a otro lado; en realidad seguía viendo Addie tomando vino): ¿Cuando?



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Jake: El próximo verano. Cuando salga de vacaciones. No se lo hemos dicho a nadie. Excepto a Marylee. ¿Entiende ahora? Addie está a salvo. No permitiré que le pase nada. La amo. Me voy a casar con ella.
( El próximo verano: falta toda una vida. La luna llena, más alta, más blanca ahora, y festejada por los coyotes, flotaba encima de las llanuras brillantes de nieve. Había montones de ganado en los fríos campos nevados, agrupados para darse calor. Algunas parejas de animales. Vi dos terneros con pintas, acurrucados lado a lado, dándose protección, consuelo: como Jake, como Addie.)


TC: Bueno, felicitaciones. Es maravilloso. Sé que serán muy felices los dos.
Pronto vimos un impresionante alambre de púas, una cerca como la de los campos de concentración, a ambos lados del camino. Señalaba el comienzo de la estancia.

B.Q.: diez mil acres más o menos. Bajé la ventanilla. Entró una ráfaga de aire helado, punzante, con olor nieve reciente y a heno viejo y dulce. " Entramos aqui", dijo Jake cuando salimos del camino y atravesamos una tranquera de madera abierta. A la entrada, nuestros faros iluminaron un letrero muy elegante: Establecimiento B.Q./ R. Quinn, propietario. Debajo del nombre del dueño había dos hachas de guerra cruzadas. Me pregunté si serían el logotipo del establecimiento o el blasón de la familia. De cualquier forma, las ominosas hachas resultaban apropiadas.
El sendero era angosto, bordeado de árboles sin hojas, oscuros excepto por el raro brillo de ojos de animales entre las ramas perfiladas. Cruzamos un puente de madera que hizo un ruido atronador bajo nuestro peso, y oí el rumor de agua, saltos de tonalidad profunda. Era el río azul, aunque no llegué a verlo, pues estaba oculto por los árboles y los témpanos de nieve.
Mientras seguíamos camino nos persiguió el rumor, porque el río corría al lado del sendero, por momentos extrañamente tranquilo, luego de repente, burbujeante, con la música quebrada de las cascadas.



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El camino se ensanchó. Unas lucecitas empezaron a aparecer entre los árboles. Un hermoso niño de rubio cabello al viento, montado en pelo sobre un caballo, nos saludó con la mano. Pasamos una hilera de casitas, iluminadas y vibrantes por el ruido de voces de televisión: allí vivían los que trabajaban en el establecimiento. Adelante, en distinguido aislamiento, se alzaba el edificio principal, la casa de Mr. Quinn. Era una estructura grande, de tablas de chilla, de dos pisos, con una galena cubierta en todo su perímetro. Parecía abandonada, pues todas las ventanas estaban a oscuras.
Jake hizo sonar la bocina. De inmediato, como una fanfarria de trompetas de bienvenida, una cascada de luces inundó la galería y las ventanas de la planta baja se iluminaron. Se abrió la puerta principal. Un hombre se adelantó y esperó para saludarnos.

Mi primera presentación al propietario del establecimiento de campo B.Q. no resolvió la cuestión de por qué Jake no permitió a Addie me lo describiera. Si bien no era un hombre que pasara inadvertido, tenía un aspecto bastante común, pero sin embargo, el verlo me sobresaltó: Yo conocía a Mr. Quinn. Estaba seguro, hubiera jurado que de alguna manera, sin duda hacia mucho tiempo, yo había conocido a Robert Hawley Quinn y que en realidad juntos habíamos compartido una experiencia alarmante, una aventura tan perturbadora, que la memoria bondadosamente la había sumergido en el olvido.

Lucía costosas botas de tacón, pero incluso sin ellas media un metro ochenta y si se parara derecho, en lugar de adoptar una postura agachada, de hombros caídos, habría sido alto.



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Tenía brazos de simio; las manos le llegaban a las rodillas, y eran de dedos largos, hábiles, extrañamente aristocráticos. Me acordé de un concierto de Rachmaninof. Las manos de Rachmaninoff eran como las de Quinn. El rostro era ancho pero delgado, de mejillas hundidas, curtido por la interperie: era el rostro de un campesino medieval, de quien va detrás de un arado, con todos los males del mundo sobre su espalda. Pero Quinn no era un campesino torpe, tristemente cargado. Llevaba anteojos de finos aros de acero, y estos anteojos profesionales, y los ojos grises que asomaban indistintamente tras las gruesas lentes, lo traicionaban: eran unos ojos alertas, suspicaces, inteligentes, brillantes de malignidad, complacientes superiores.

Tenía una voz y una risa hospitalarias, falsamente afables. Pero no era un impostor. Era un idealista, un realizador. Se imponía metas, y estas metas eran una cruz, su religión, su identidad. No, no era un impostor, sino un fanático, y finalmente, mientras estábamos reunidos en la galería , recordé dónde y en qué forma había conocido a Mr. Quinn.
Extendió una de sus largas manos hacia Jake, mientras se pasaba la otra por la cabellera blanca y gris, al estilo pionero, de un largo que era popular entre los demás estancieros, que parecían visitar al peluquero todos los sábados para un corte de pelo y un champú de talco. Matas de pelo canoso asomaban por las ventanas de su nariz y sus oidos. Me fijé en la hebilla de su cinturón; estaba decorada con dos hachas indias cruzadas, hechas de oro y esmalte rojo.

Quinn: Hola, Jake. Dije a Juanita: querida, ese pillo se va a echar atrás. Por la nieve.

Jake: Esto no es nieve.


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Quinn: Bromeaba, Jake. ( A mí.) !Debería ver cómo nieva aquí! En 1952 hubo una semana entera en que la única forma de salir de casa era trepando a la ventana del altillo. Se murieron setecientas cabezas de ganado, todas mis Santa Gertrudis. !Ja,ja! Fue terrible. ¿Juega ajedrez, señor?

TC: Como hablo francés. Un peu.


Quinn ( riendo como un viejo y dándose un golpe en los muslos con alegría simulada): Sí, lo sé. Usted es el embaucador de la ciudad que viene a desplumar a los campesinos como nosotros. Apuesto a que puede jugar contra nosotros dos juntos y ganarnos con los ojos vendados. ( Lo seguimos por un ancho vestíbulo de techo alto hasta un cuarto inmenso, una catedral con grandes muebles estilo español, muy pesados, armarios, sillas, mesas y espejos barrocos en armonía con el amplio ambiente. El piso estaba cubierto de mosaicos mexicanos, rojos como ladrillos, sobre los que había alfombras navajas.
Toda una pared era de bloques de granito cortado de forma irregular, y esa pared, que parecía una caverna de granito, tenía una chimenea de leños como para asar una yunta de bueyes. En consecuencia, el delgado fuego que ardía parecía tan insignificante como una ramita en un bosque.

Pero la persona sentada cerca de la chimenea no era insignificante. Quinn me la presentó: " Mi esposa, Juanita". La mujer bajó la cabeza, pero no quería ser distraída de la pantalla de televisión que tenia enfrente: el aparato estaba encendido, pero no tenía volumen; Juanita observaba las temblorosas payasadas e imágenes mudas, una especie de juego visualmente exuberante. El sillón en que estaba sentada bien podría haber engalanado el salón del trono de un castillo ibérico. Lo compartía con un tembloroso chihuahua y una guitarra amarilla, descansaba sobre su falda.

Jake y nuestro anfitrión se acomodaron ante una mesa sobre la que había un espléndido juego de ajedrez de ébano y marfil. Observé el comienzo de la partida, escuchando los chistes despreocupados, y me pareció extraño: Addie tenia razón, parecían amigos íntimos, dos arvejas en una misma chaucha. Luego volví al lugar junto a la chimenea, decidido a seguir estudiando a la tranquila Juanita.
Me senté cerca de ella y busqué algún tópico para iniciar una conversación . ¿La guitarra? ¿ El tembloroso chihuahua, que ahora me gañia celosamente?


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Juanita Quinn: ! Pepe! ! Estúpido mosquito!

TC: No se moleste. Me gustan los perros. ( Me miró. Llevaba el pelo, partido al medio y demasiado negro para ser verdadero, pegado al cráneo angosto. La cara era como un puño: rasgos diminutos todos apretados. La cabeza demasiado grande para el cuerpo: no era gorda, pero pesaba más de lo que debía, y casi todo el exceso estaba distribuido entre los senos y el estómago. Las piernas no obstante, eran esbeltas y bien formadas.
Llevaba un par de mocasines indios muy bonitos. El mosquito siguió gañendo, pero ella lo ignoró ahora .Volvió a otorgar su atención a la televisión.) Yo me preguntaba: ¿ Por qué mira sin el sonido? ( Sus hastiados ojos de ónix regresaron a mí. Repetí la pregunta.)

Juanita Quinn: ¿ Bebe tequila?

TC: Hay un pequeño lugar en Palm Springs donde hacen unas margaritas excelentes.

Juanita Quinn: Los hombres beben tequila solo. Sin limón. Solo. ¿ Le gustaría tomar uno?

TC: Seguro.

Juanita Quinn: A mí también. Qué lastima, no tenemos. No podemos guardar una botella en la casa. De hacerlo, me la tomaría ; se me secaría el hígado..
( Chasqueó los dedos en señal de desastre. Luego acarició la guitarra amarilla, rasgueó las cuerdas, empezó a tocar una tonada, una melodía complicada y desconocida que durante un momento canturreó alegremente. Cuando se detuvo, su expresión volvió a endurecerse.)
Yo solía beber todas las noches. Todas las noches bebía una botella de tequila, me iba a la cama y dormía como un bebé. Nunca estaba enferma. Tenía buen aspecto, me sentía bien, dormía bien. Nada más. Ahora tengo un resfrío tras otro, dolores de cabeza, artritis, y no pego el ojo. Todo porque el médico dijo que debía dejar de beber tequila. Pero no se forme una impresión equivocada. No soy borracha.


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Podría arrojar al Cañoń del Colorado todo el vino y el whisky del mundo. Lo único que me gusta es el tequila. El amarillo oscuro. Ese me gusta más. ( Indicó el televisor.) Usted me preguntó por qué miro sin el sonido. Subo el sonido únicamente para oír el pronóstico del tiempo. De lo contrario, observo y me imagino lo que dicen. Si escucho, me duermo. Cuando imagino, me mantengo despierta. Y debo mantenerme despierta, por lo menos hasta media noche. De lo contrario, no duermo nada. ¿Dónde vive?

TC: En Nueva York, la mayor parte del tiempo.

Juanita Quinn: Nosotros solíamos ir a Nueva York todos los años, o año por medio. El Rainbow Room: ! Qué vista maravillosa! Pero ya no sería divertido. Nada es divertido. Mi marido dice que usted es un viejo amigo de Jake Pepper.

TC: Hace diez años que lo conozco.

Juanita Quinn ( sorprendida): Debe de haber oído algo. ¿ Por qué piensa Jake Pepper que mi marido está implicado?



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TC: ¿ Jake Pepper piensa que su marido está implicado?

Juanita Quinn: Eso dicen algunos. Mi hermana me dijo...

TC: Usted, ¿qué piensa?

Juanita Quinn ( levantando a su chihuahua y apretándolo contra el pecho): Siento lastima por Jake. Debe sentirse solo.
Y está equivocado: aquí no hay nada. Todo debería olvidarse. Deberia volver a su casa. ( Con los ojos cerrados, totalmente fatigada).
Ah, ¿quién sabe? ¿A quien le importa? A mi no. A mí no, dijo la Araña a la Mosca. A mi no.

Más allá, hubo una conmoción en la mesa de ajedrez. Quinn, celebrando una victoria sobre Jake, se felicitaba a gritos:
"! Magnifico! Pensé que me tenía atrapado. Pero no bien movió la reina, se embromó el gran Pepper!". Su voz ronca de barítono resonaba en el recinto abovedado con el brío de un cantor de ópera. " Ahora usted, joven", me gritó.
"Necesito otra partida. Un auténtico desafío. Este viejo Pepper no me llega a la suela de las botas." Empecé a excusarme, pues la perspectiva de una partida de ajedrez con Quinn era a la vez intimidante y aburrida.



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Me hubiera sentido de otra manera de pensar que podía derrotarlo, de invadir con éxito esa ciudadela de vanidad. En una oportunidad había ganado un campeonato de ajedrez en la preparatoria, pero hacía siglos de eso. Mi conocimiento del juego estaba ya alojado en algún desván de la mente. Sin embargo, cuando Jake me hizo una seña, se puso de pie y me ofreció su silla, accedí, y abandonando a Juanita Quinn a las oscilaciones de su pantalla de televisión, me senté enfrente de su marido. Jake se ubicó detrás de mi silla: una presencia alentadora. Pero Quinn, valorando mi vacilación, la indecisión de mis movimientos iniciales, me desechó como presa fácil, y reanudó una conversación que había mantenido con Jake, al parecer acerca de cámaras y fotografía.

Quinn: Las Kraut son buenas. Yo siempre he tenido cámaras Kraut. Leica. Rolliflex. Pero los japoneses se están rompiendo el culo.
Compré una cámara japonesa nueva, del tamaño de un mazo de naipes, que saca quinientas fotos con un solo rollo de película.

TC: Conozco esa cámara. He trabajado con un montón de fotógrafos, y la he visto usar. Richard Avedon tiene una. Dice que no es buena.

Quinn: Para decirle la verdad, todavía no he usado la mía. Espero que su amigo esté equivocado. Podría haber comprado un toro campeón con lo que me costó esa chuchería.

(Sentí de repente los dedos de Jake que me apretaban el hombro con urgencia, e interpreté que quería que siguiera con el tema.)

TC: ¿ Es su hobby, la fotografia?


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Quinn: Oh, va y viene. De vez en cuando. Empezó cuando me cansé de que los llamados profesionales sacaran fotos de mis campeones. Eran fotos que necesitaba enviar a varios criadores compradores. Pensé que yo podía hacerlo tan bien como ellos, y ahorrar algún dinero de paso. ( Los dedos de Jake volvieron a alentarme.)

TC: ¿ Saca muchos retratos?

Quinn: ¿Retratos?

TC: De gente.

Quinn (con burla): Yo no los llamaría retratos. Instantáneas, tal vez. Aparte del ganado, saco fotos de la naturaleza. Paisajes. Tormentas eléctricas. Las estaciones aquí en la estancia. El trigo cuando está verde y cuando está dorado. Mi río. Tengo hermosas fotos de mi río al desbordar. (El río. Me puse tenso al oír que Jake se aclaraba la garganta, como si fuera a hablar; en vez de eso , me hundió los dedos con más firmeza. Jugué un peón, para hacer tiempo.)

TC: Debe sacar muchas fotos en colores, entonces.

Quinn( asintiendo): Por eso yo mismo las revelo. Cuando se manda la película a los laboratorios, nunca se sabe qué le devolverán.

TC: Oh, ¿ Tiene cuarto oscuro?

Quinn: Si quiere llamarlo así. Nada extravagante.
( Jake volvió a hacer sonar la garganta, esta vez con intención.)

Jake: ¿ Bob? ¿ Recuerda esas fotos de que le hablé? Las dos de los féretros. Fueron hechas con una cámara de acción rápida.

Quinn: ( Silencio)

Jake: Una Leica.


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Quinn: Bueno, no era mía. Yo perdí mi vieja Leica en la espesura del Africa. Me la habrá robado algún negro.
( Mirando fijamente el tablero, con una expresión de divertida consternación en el rostro.) ! Cómo, sinvergüenza ! Maldita sea tu estampa. Fíjese, Jake. Su amigo casi me da jaque mate. Casi...

Era verdad. Con una habilidad resurgida inconscientemente, había dirigido mi ejército de ébano con considerable competencia, aunque no intencionada, y me las había arreglado para poner al rey de Quinn en una posición peligrosa. En cierto sentido, lamentaba mi éxito, pues Quinn lo utilizaba para desviar el ángulo de la investigación de Jake, para pasar del tema de la fotografía, repentinamente candente, al ajedrez; por otra parte, me sentía muy contento; si seguía jugando sin cometer errores, podía ganar. Quinn se rascó la barbilla, dedicando sus ojos grises a la religiosa tarea de rescatar a su rey. Pero para mí, el tablero era un borrón.

Tenía la mente atrapada en una curvatura del tiempo, entumecida por recuerdos suspendidos durante casi medio siglo.
Era verano, y yo tenía cinco años. Vivía con unos parientes en una ciudad de Alabama. Había un río junto a esta ciudad, también un río lento y lodoso que me desagradaba porque estaba lleno de culebras acuáticas y peces bigotudos. Sin embargo, por más que me disgustaban sus bocas peludas, me encantaban una vez capturados, fritos y cubiertos de ketchup; teníamos una cocinera que los servía a menudo. Se llamaba Lucy Joy. Era una negra corpulenta; reservada, muy seria. Parecía vivir de domingo e domingo, pues entonces cantaba en el coro de una iglesia de campo.


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Pero un día, Lucy Joy cambió notablemente. Estábamos solos en la cocina, y empezó a hablar de un reverendo Bobby Joe Snow, describiéndolo con un entusiasmo que encendió mi imaginación. Hacía milagros. Era un famoso evangelista, y pronto vendría a nuestro pueblo. El reverendo Snow venía a predicar la próxima semana, a bautizar y salvar almas. Supliqué a Lucy que me llevara a verlo, y la mujer sonrió y prometió que lo haría. Resultaba que ella necesitaba que la acompañara, pues el reverendo Snow era blanco, su feligresía practicaba la segregación, y Lucy había pensado que la única manera de que la admitirían sería llevando un niño blanco a bautizar.
Naturalmente, Lucy no me hizo saber que lo tenía preparado. A la semana siguiente, cuando partimos para asistir a la reunión evangélica del reverendo, yo sólo imaginaba el suceso conmovedor de ver a un santo del Cielo que ayudaba a que los ciegos vieran y que los tullidos caminaran. Pero empecé a intranquilizarme cuando me di cuenta de que nos dirigíamos al río. Cuando llegamos vi a cientos de personas reunidas a la orilla. Eran campesinos, patanes que bailaban y daban alaridos.
Vacilé. Lucy se puso furiosa, y me arrastró hacía la sudorosa muchedumbre. campanillas y cascabeles, cuerpos haciendo cabriolas. Podía oír una voz que entonaba de salmos. Lucy también se unió a los cantos, gimiendo, sacudiéndose. Mágicamente un extraño me subió a su hombro y logré ver al hombre de la voz dominante.


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