Música disco: glamour y decadencia de forma simultánea.

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Música disco: glamur y decandencia de forma simultánea
Publicado por Álvaro Corazón Rural
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Andy Warhol y Jerry Hall en Studio 54. Foto: Cordon.
Estados Unidos. El sueño hippie ha muerto. Llega la crisis del petróleo. La juventud está en paro o vuelve de la guerra de Vietnam en un ataúd. En los barrios periféricos de Nueva York surge una fiebre entre la comunidad puertorriqueña y latina, el boogaloo. Toma los ritmos salseros y se deja llevar por el soul afroamericano. Mientras tanto, en esa comunidad afroamericana, el soul ha dado paso al funk. Y además el auge de locales gais demanda música bailable. De alguna manera, aunando unas corrientes y otras, surge una cultura que prescinde de la música en directo y, merced a los anticonceptivos y las drogas estimulantes, promueve el hedonismo y la liberación mediante el baile.

La revista Rolling Stone ya había hablado del fenómeno de la música pinchada en 1973, pero la revolución que todos conocimos, el advenimiento de la música disco, llegó de la mano de un fraude periodístico. Según la versión de Turn the beat around: the secret history of disco, de Peter Shapiro. Se había mudado a Nueva York el crítico musical británico Nik Cohn, de gran importancia en la escena rockera de su país. Los Who metieron lo del pinball en Tommy solo porque sabían que le encantaban los petacos y así conseguirían una buena crítica. Y funcionó tal cual después de que él hubiera dicho que las canciones no le parecían muy buenas.

Si seguimos la confesión que hizo este periodista en el Guardian veinte años después, le encargaron un reportaje, se lo inventó, pero le quedó tan bien que eso generó una explosión de interés por la música disco y la noche neoyorquina que dio lugar a la fiebre famosa. Cohn, cuando se enfrentó a la petición de explicar la cultura discotequera de la que se hablaba en Nueva York, sencillamente contó la que él había vivido en Inglaterra. El resultado final, la ficción que se montó, se la publicó la revista New York Magazine en Junio de 1976. El artículo contaba que, efectivamente, había una cultura de discotecas en los barios periféricos de Nueva York. Y hablaba del caso de un tal Vincent que tenía catorce camisas de flores y ocho pares de zapatos y su vida se reducía a esperar al fin de semana para maquearse y salir a bailar.

En realidad Cohn no sabía todavía ni cómo llegar a su domicilio en Nueva York y lo que hizo fue recordar sus tiempos mozos de mod. Incluso empleaba palabras propias de los mods o de los hooligansingleses. Los mods bailaban northern soul luciéndose en perfomances; en Brooklyn, sin embargo, el baile era algo más comunal.

Esa cultura de guardarropa en Nueva York era pura ficción. No obstante, el artículo tuvo una gran relevancia. Lógicamente nadie en Nueva York sabía de qué le estaban hablando. La gente empezó a lanzarse a la calle a buscar aquello que le contaba el reportaje y eso generó el ambiente. Un empresario, Robert Stigwood, que había sido mánager de Cream y ahora lo era de los Bee Gees, tomó nota y puso dinero para rodar una película sobre esa subcultura que, repito, en Nueva York no existía como tal. La idea era que los hermanos Gibb musicasen esa next big thing que se cocía por las noches.

La película se tituló Saturday Night Fever. Tony Manero, un electricista, salía los fines de semana a romper con la monotonía de su vida bailando locamente y demostrándole a todos que era el rey de la pista. Pero el personaje del artículo que había inspirado a los guionisas, el tal Vincent que no existía, era el retrato de un británico amigo del periodista, un mod londinense del barrio de Shepherds Bush, no un italoamericano.

Era, señala el aludido libro, una «disco movie for non disco audience». Sin embargo, a finales de 1978 había recaudado cien millones de dólares. La banda sonora fue el disco más vendido de la historia, treinta millones de copias, hasta que llegó Thriller de Michael Jackson. Y como BSO fue la más vendida de la historia hasta que salió la de El guardaespaldas en 1992.

Desde entonces y para siempre la cultura disco la ha ejemplificado Tony Manero. Su ropa es la que buscó la gente, la que imitaron los diseñadores y sus bailes los que se extendieron. Del mismo modo que la canción de los Bee Gees, excelente por otra parte, fue lo que enterró todo lo que realmente estaba pasando en las discotecas neoyorquinas, fundamentalmente en las de extrarradio, antes de que Studio 54 se convirtiera en un exclusivo cielo en la tierra.

Antes había una manifestación musical más espontánea, mestiza y popular que el pop comercial de los australianos. Sentencia Saphiro en su libro: «Fue otro capítulo en el que los británicos malinterpretando la cultura americana se hacen millonarios». Y eso es lo que ha quedado en términos generales.

Una gran mentira, porque Tony Manero lo que pretendía es trascender. Salir de su vida rutinaria convirtiéndose en el mejor bailarín de la ciudad. Para eso necesitaba técnica, entrenamiento, lo que le convierte en lo contrario de un tío que va a pasárselo bien y olvidarse de todo: hace de él un autómata estresado. Toda esa autodisciplina sumada al consumismo con la ropa lanzaba un mensaje diametralmente opuesto al de la música disco real, transmitían conformismo. Un exboxeador, Jimmy Gambina, el que había entrenado a Sylvester Stallone para Rocky un año antes, le metió a Travolta sesiones de ocho horas diarias hasta que perdió diez kilos y pudo meterse en la piel de su personaje.

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Fiebre del sábado noche, 1977. Imagen: Cordon.
El año pasado Efe Eme publicó un libro de Luis Lapuente con el escueto título de Historia de la música disco que profundizaba en el fenómeno solventemente. La historia es la de unos ritmos que en principio eran propios de bailarines negros, latinos y homosexuales que consiguió, en lo que a la faceta industrial se refiere, que es tan importante como otras influencias de la música, que volviera el denostado single. Sobre todo con la aparición del maxisingle, un invento del DJ Tom Moulton que permitía remezclar y dilatar cada canción hasta la extenuación.

Para el autor resulta curioso que el disco haya sido un género tan estigmatizado por los «amantes de la alta cultura», cuando esta fue concebida en los mismos lugares y de la misma manera que el jazz, el blues o el soul con el que se deleita su exquisito paladar.

Lo más curioso es el antecedente histórico. Las primeras discotecas, cita, aparecieron en la Francia ocupada por los nazis. Algunos aficionados al swing parisinos se encontraban en clubes nocturnos secretos a los que solo se podía acceder con una contraseña y que cambiaban de localización frecuentemente para esquivar a la Gestapo. Sin músicos para tocar en directo, recurrían a reproducir acetatos en un giradiscos. El más famoso fue La Discotheque, que abrió en 1941 en la calle Huchette, cerca de Notre Dame.

La pista de baile volvió a ser la protagonista con la llegada del twist y el northern soul a Inglaterra. Hubo un paréntesis en la era hippie, pero tras el fracaso de su revolución y la llegada de Nixon al poder, con el rock elevándose hacia alturas sinfónicas y progresivas o transmutándose en heavy metal, lo inmediato, divertido y sin pretensiones se quedó en la pista de baile.

Los chicos reunidos en las fiestas al aire libre en los parques del Bronx encontrarían su propio nirvana aislado de oscuros singles de dos o tres compases y extendiendo el placer indefinidamente al manipular dos copias del mismo vinilo en un par de bandejas que harían funcionar colgándose ilegalmente del suministro público de electricidad. (Peter Saphiro)

El invento donde más gracia hizo fue en los locales gais, donde se buscaba al compañero o los compañeros sexuales en la pista del local. Y la fama se le empezaron a llevar más los DJ que los músicos. Se convirtieron en estrellas por su capacidad para encontrar discos oscuros, traer singles de otros países y lograr que su público no dejase de bailar de principio al final de su sesión. El aludido auge del boogaloo latino, la blaxplotation y los sucesos de Stonewall pusieron en el mapa una banda sonora que empezó a colarse en los catálogos de las discográficas. Algunas, como la maravillosa Buddah, directamente cambió su orientación de bubblegum a disco. Nile Rodgers dice que cuando se logró acabar con la mili obligatoria y la retirada de Vietnam, se llegó a creer que los cambios eran posibles, que el poder lo tenía el pueblo, y simplemente, se dedicaron a celebrarlo.

El fraude de artículo de Cohn hizo que marcas como Calvin Klein, Ralph Lauren, Valentino o Gucci llenasen sus escaparates de ropa diseñada específicamente para la pista de baile. Aquello, en definitiva, dejó de ser una moda para negros, gais, latinos y «pecadores insomnes», escribe Lapuente. Un fenómeno que arrastró hasta a la madre del presidente Carter, Lillian, a Studio 54. «No sé si lo que estuve en el cielo o en el infierno pero lo que ocurrió fue maravilloso», declaró después sobre la fiesta a la que había asistido de un grupo de hombres y mujeres bisexuales y semidesnudos bien puestos de cocaína.

Nuestra política es hacer del Studio 54 un local de clara vocación bisexual. Muy bisexual. Muy, muy, muy bisexual. Y así, con esa idea tan clara como emblema, es como escogemos cuidadosamente a nuestro personal y a nuestro público. En otras palabras, queremos que todo el que entre en nuestro club sea un modelo de elegancia y que, sobre todo, se divierta. Nadie sabe lo que puede pasar una vez que traspasa el umbral de nuestra puerta. Steve Rubbell (Studio 54).

La resaca fue bastante dura. En 1980 Rubbel fue condenado a tres años y medio de cárcel por evasión fiscal. Vendió su discoteca por cinco millones de dólares y murió en 1985 a causa de complicaciones derivadas del sida. Pero el 12 de julio de 1979 ya habían sonado las trompetas del apocalipsis en uno de los episodios más lamentables de la historia de la cultura popular antes de Twitter, la Disco Demolition Night. El día en que miles de personas se juntaron en un estadio para rechazar la música disco, para expresar su odio hacia ella y prender fuego a cuantos discos tenían a mano. Un encuentro que solo podía terminar de una manera: a hostias entre los asistentes. El libro cuenta que todo se debió a un locutor de radio, amante del rock clásico, que fue despedido por no acoplarse a la nueva moda. Él lo promovió, pero no cita que un mes antes de la noche del aquelarre Kiss habían sacado su single disco «I Was Made For Loving You Baby» abriendo el LP Dynasty. Ahí, sospecho yo personalmente, había amor despechado, orgullos heridos. Sensibilidades de cristal hechas añicos. No olvidemos que el rock clásico gusta mucho a la gente porque es una música muy buena, pero también porque sirve para gritar a los cuatro vientos ¡soy heterosexual!

La puntilla a la música disco se la dio la MTV, que solo programó rock en la nueva década. Logró así que los setenta fuesen la cosa más ridícula imaginable durante los ochenta. El mismo fenómeno que luego le ocurrió a los ochenta en los noventa y que, por misterios insondables, la mayoría de la gente siguió, se dejaron llevar por estas fobias y filias, modas superficiales, todos obedientes, sin pararse a pensar. No obstante, al margen de las tendencias, si algo enterró esa forma de vida, y en un sentido literal, fue el sida. No es que el miedo a la epidemia supusiera un giro conservador y restringiera las culturas hedonistas, es que hasta Donna Summer se convirtió al cristianismo militante. Había comenzado la hegemonía conservadora en Estados Unidos con Ronald Reagan.
https://www.jotdown.es/2018/09/musica-disco-glamur-y-decandencia-de-forma-simultanea/
 
Discotecas soviéticas, una política de Estado
Publicado por Álvaro Corazón Rural
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Cargo 200. Imagen: Kinokompaniya CTB.
En una de las mejores y más impactantes películas rusas, Gruz 200, de Alexei Balabanov,aparecían las discotecas de la época soviética. Tenían un extraño atractivo y sin duda eran uno de los elementos más llamativos de la cinta. Un aspecto curioso, porque lugares que en Occidente estaban asociados al hedonismo y la perdición también tuvieron una importante presencia en el territorio soviético. Por supuesto, con sus particularidades.

Desde 1977, en una época en que la televisión soviética era cada vez más abierta, apareció el programa Melodies and Rhythms of Foreign Estrada en el que se podía escuchar rock occidental, pero sobre todo música disco. Aunque el género de música electrónica más reivindicado actualmente de la época fueron las grabaciones de música deportiva que lanzó el sello estatal Melodiya entre 1985 y 1987. El impulso era anterior, el Comité de Deportes de la URSS por los Juegos Olímpicos del 80 promovió este género musical y durante los ochenta no dejaron de aparecer este tipo de discos que lo mismo servían para hacer aerobic, para editar vídeos con resúmenes deportivos o para bailar cieguete.

Histórica fue la gira de Boney M en 1978 por tierras soviéticas. Era una forma de dar una imagen de apertura, de tolerancia racial y de modernidad y para ello se eligió un grupo de música disco. Tocaron diez fechas, aunque parece que no se les permitió interpretar su mayor éxito, «Rasputin».

Mientras esto sucedía, ocurría en la Unión Soviética un fenómeno que también se dio en España, el de los pasotas. Los textos que lo tratan vienen a coincidir en lo mismo: tras el ambiente hippie, que existió como en cualquier otro país, una generación de soviéticos pasaban de lo que les dijeran sus abuelos, quienes por otra parte habían experimentado unos sacrificios espantosos con dos guerras y la industrialización forzosa, y solo mostraban interés por las modas occidentales, su música y la tecnología. Nada nuevo bajo el sol.

Fueron conflictos generacionales que no eran ningún secreto y ya habían aparecido reflejados, por ejemplo, en los libros de Vera Panova. Además, tras el discurso antiestalinista de Jruschov, la juventud empezó a relativizar los eslóganes y la propaganda del partido. Un trabajo de la Universidad de Strathclyde recogió en 1984 la jerga de los jóvenes. Por un lado, se llamaba «viejos» a los padres, igual que aquí. Por otro, entraron anglicismos como gerla derivado de «girl» o lavit de «love it».

El Komsomol, las juventudes del partido, fueron las encargadas de intentar reconducir esa situación mediante actividades lúdicas responsables y consecuentes con la ideología del Estado. En la Universidad de Moscú, en un café, empezó un experimento que fue el germen de las discotecas locales con encuentro en el que se escuchaba una hora de propaganda y luego había tres para bailar.

El baile había existido durante toda la vida de la URSS, nunca había estado sujeto a ningún tipo de censuras ni cortapisas. La gente hasta se organizaba para hacerlo hasta en la calle en verano. La llegada del rock no gustó a las autoridades, pero a la idea de las discotecas como locales para bailar y escuchar música no le pusieron grandes pegas. Además, les convenía. Si cuando llegó el jazz los músicos tradicionales lo rechazaron, y cuando llegó el rock los aficionados al jazz lo despreciaron, la llegada de la música disco la detestaban los rockeros, un sector mal visto por las autoridades.

En Stayin’ Alive in the Cold War de Enric Nolan Gonzaba cuenta que en 1981 el aburrimiento de la juventud, asociado también al aumento de la delincuencia juvenil, los divorcios y el alcoholismo, se consideraba un problema nacional. Jim Gallagher recogió este ambiente en el Chicago Tribune en 1982 con las declaraciones de un chaval en un articulado titulado «Russia’s Young Rebels»: «Es difícil encontrar buenos discos de rock aquí. Es difícil encontrar libros interesantes. Las películas son aburridas. La televisión es aburrida. Los periódicos son aburridos y no dicen la verdad. Casi no hay emoción en nuestras vidas».

En el marco del 26º Congreso del PCUS, en los debates sobre «Tendencias básicas en el desarrollo económico y social de la URSS», hubo una resolución que orientaba las políticas culturales a «perfeccionar las formas y la organización del ocio, especialmente para los jóvenes». En consecuencia, hubo una conferencia nacional en la que se dieron directrices al Komsomol para que abriera discotecas por todo el territorio. Se llegaron a especificar cuáles eran los mejores equipos que tenían que emplear para los DJ.

La forma en la que el régimen decidió lidiar con los problemas mencionados, la solución, fue mediante la proliferación de discotecas. Se gastaron cuarenta millones de dólares en equipos de sonido para los cuatrocientos locales que ya tenían funcionando desde 1978. Y lo más relevante, se permitió que la gestión se llevase de forma privada bajo la supervisión del ayuntamiento. Sin embargo, las que se abrieron en las instalaciones y hoteles de Intourist no permitían el acceso a los ciudadanos soviéticos.

En un artículo aparecido en octubre de 1983 en el Komsomólskaya Pravda, R. Guseynov ponía el acento sobre el valor de la música. Sostenía que las canciones son armas y que tanto en Checoslovaquia como en Polonia Solidarność, los movimientos antisoviéticos habían intentado que no sonasen canciones patrióticas ni socialistas donde tuvieron oportunidad de impedirlo. El mismo diario también publicó ese año una encuesta que mostraba el interés decreciente de los jóvenes en la música clásica y la música folclórica. Algo había que hacer y la apuesta fue la música electrónica.

La fiebre del disco comenzó en las repúblicas bálticas, sobre todo en Letonia, y luego se fue extendiendo por Bielorrusia, Moscú y Leningrado hasta lugares como Uzbekistán o Novosibirsk en Siberia. Las ciudades que no tenían discoteca se percibían como poblachos. Llegaron a montarse hasta en los colegios.

Como se había previsto, el rock salió mal parado. Para los jóvenes era mucho más rentable llevar una discoteca entre tres personas que montar un concierto con un grupo completo. La guitarra dejó de ser popular y de la explosión de grupos de los sesenta y setenta poco quedaba en los ochenta a un nivel masivo, en el underground seguía habiendo ideas brillantes. En las asociaciones de pioneros de las Juventudes Comunistas se daban cursos de un mes que enseñaban a gestionar una discoteca. En Bielorrusia, estas clases se podían recibir en la facultad. Existió la formación de personal de discoteca como tal.

En un momento dado, la magnitud de la ola empezó a no parecer tan saludable. En la revista Smena se advirtió de que los jóvenes soviéticos de entre quince y veinticinco años bailaban ciento sesenta horas anuales. Estaban, decía, «ahogados en un mar de sonido» y había jaleos. Se escribió: «Las chicas borrachas causan más problemas incluso que los chicos». Entre semana, cuando estaban programados números de música folclórica o vals, las salas estaban vacías, pero el día de la música disco reventaban. La aglomeración de juventud y alcohol traía los mismos problemas que a cualquier otro rincón del mundo donde se produjera.

Se partía de la base de que las discotecas en Occidente servían para «aliviar la tensión de la incomunicabilidad de la sociedad capitalista». Las soviéticas tenían un enfoque más responsable, hubo museos de sonidos y actividades culturales asociadas a las salas de baile. Sin embargo, lo que triunfó al final fue lo que triunfa en todas partes: la marcha. En Komsomol Lifeaparecieron quejas de los comentarios vulgares que hacían los DJ entre canción y canción, poniendo una música que «nunca supera un nivel orangután».

El éxito de las discotecas y la libertad que tuvieron las juventudes comunistas para gestionarlas pronto generó un lucrativo negocio. Mucha de la música que se acabó pinchando procedía del mercado negro, pero el propio Komsomol ofrecía protección a sus DJ en sus locales para pincharla. Era un negocio demasiado boyante como para ponerle trabas. Estas redes se conocieron como la Mafia del Disco. A mediados de la década, la policía se dio cuenta de que los elepés eran uno de los productos más cotizados en el mercado negro. El 90% del material que entraba venía de los turistas.

Paralelamente a las discotecas Komsomol aparecieron también locales para ver vídeos. Y ocurrió exactamente lo mismo, la afluencia era tal que los organizadores pronto olvidaron la responsabilidad ideológica y empezaron a proyectar películas estadounidenses prohibidas. En los estudios de grabación de la industria publicitaria soviética, que estaba en Tallin, se hicieron cantidades ingentes de copias ilegales de cine prohibido, como La guerra de las galaxias, Ramboo Emanuelle. Una joven que anduvo en el tráfico de VHS fue Yulia Tymoshenko, primera ministra de Ucrania en dos ocasiones.

Lo que se recupera ahora son las mezclas. Muchos DJ tenían que construirse ellos sus propios sintetizadores y conectarlos a ordenadores bastante primarios, pero con eso se apañaron para transformar las canciones occidentales y crear las suyas haciendo de la necesidad virtud. También hubo grupos que lograron suscitar el interés en el extranjero, como las melodías espaciales de los letones Zodiac o los lituanos Argo. Mucha música surgió con instrumentos concebidos de forma amateur, pero la URSS desarrolló también sus propios sintetizadores, que, como tantas cosas en la Unión Soviética, no se parecían a los occidentales y tenían sus propias particularidades. No en vano, fueron los inventores de theremin. Ahí ha quedado el legado de Melodiya para la posteridad, con miles de referencias. Solo hay que rebuscar y conseguirlas.

https://www.jotdown.es/2019/05/discotecas-sovieticas-una-politica-de-estado/
 
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