Mujeres.

¿Y TÚ, (de) QUIÉN ERES?

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Estamos acostumbradas a ser la novia de alguien, la madre de alguien, la hija de alguien, la amiga de alguien, la amante de alguien.

Aprendimos aquella canción de aquella pareja que tuvimos, a cocinar aquel plato de aquella cena que dedicamos, a hacer pasteles de aquel cumpleaños que organizamos, que no era el nuestro; aquella playa perdida de aquel viaje que compartimos, aquella práctica sexual en la cama de quien nos metimos.

Descubrimos nuestros gustos sexuales satisfaciendo o celebrando los de nuestra compañía de cama, nuestras apetencias culinarias compartiendo platos, nuestros gustos musicales acompañando a conciertos... y, así, nos pasamos la vida aprendiendo de otras personas lo que queremos. Y nos convertimos en una suma de deseos ajenos.

Este sistema que nos ha enseñado a disfrutar más ofreciendo placer que sintiéndolo, a sentirnos mejor cuidando que cuidándonos, a querernos por lo que nos quieran y no porque nos lo merecemos, a buscar en el espejo una imagen que guste al resto, nos ha convertido en satisfactoras, que se pasan la vida buscando una identidad que -al parecer- sólo nos pueden ofrecer los gustos ajenos.

Nos da miedo preguntarnos ¿quién soy? ¿qué quiero? No vaya a ser que a las personas que tenemos alrededor no les guste lo que somos, lo que queremos.

No podemos ser felices si no perseguimos nuestros anhelos, y no podemos encontrarlos si no los reconocemos.

Y para reconocerlos, tenemos que estar a solas con ellos. Y con nuestros sufrimientos, y con nuestros gustos y con nuestras penas, y con nuestras ganas y con nuestros deseos.

Nunca imaginaríamos una historia de amor sin intimidad, pero no estamos casi nunca a solas con nuestro propio deseo.

Estamos poco solas, disfrutamos poco solas y sufrimos poco solas. Porque nos entendemos mucho mejor como complementos. Hasta que un día, no nos reconocemos.

Hay una historia de amor que debería durarnos toda la vida: la del amor “nuestro”. Esa historia en la que lo importante no es que nos quieran, sino querernos. Y a esa historia, tenemos que dedicarle tiempo. O vendrán otros, y nos dirán lo que queremos.
 
SI BIEN TE QUIERES, NO TE HARÁS SUFRIR
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Hay una diferencia entre el dolor y el sufrimiento. El dolor es inevitable, y se siente cuando tenemos que renunciar a algo que nos hace felices. Duele la muerte de alguien querido, el desamor, la decepción, las separaciones forzosas, la frustración...

Y otra cosa es el sufrimiento. El sufrimiento lo construimos, lo alimentamos, lo engordamos y lo hacemos creer. Nosotras solitas.

Las mujeres, a las que se nos ha enseñado a construir nuestra autoestima en torno a la aceptación de los demás, que hemos aprendido a querernos en función de cuánto y cómo nos quieran, hemos aprendido a construir un sufrimiento que siempre es más grande que el dolor, y que hace mucho más daño.

Cuando perdemos a alguien a quien queremos, o cuando no encontramos a alguien que nos quiera, o cuando no nos quiere quien nosotras queramos que nos quiera, construimos una bola de sufrimiento en torno al dolor natural de la pérdida, que se alimenta de los agujeros de nuestra autoestima.

“Si nadie me quiere, será por mi culpa”. Porque no soy interesante, porque no soy lista, porque no soy guapa, porque no soy divertida, porque no soy buena en la cama, porque las otras son mejores, porque soy gorda, porque soy flaca, porque “me pasa algo”, porque “algo hago mal”...

En la medida en que nos queremos sólo si otras personas nos quieren, nuestra autoestima -osea nuestro “autoamor”- no encuentra sitio para sacarnos del sufrimiento y hacernos entender que el dolor es real, pero pasa, y que el sufrimiento es una construcción nuestra, y que nosotras lo podemos destruir.

Entender que la persona que más nos quiere en el mundo somos nosotras mismas, ser capaces de reconocer todo lo bueno que somos y de aprender a convivir con nuestras debilidades, caernos bien, gustarnos, -en definitiva- querernos, es una forma de vivir el dolor, sin dejarnos boicotear por el sufrimiento.

Y así, la próxima vez que alguien se vaya, nos deje, no nos quiera, podremos sentarnos al lado del dolor, dejarle que haga su trabajo, que nos enseñe cosas, pero impedir al miedo, el autodesprecio, la inseguridad, la culpa, que formen esa bola de sufrimiento inventado que nos hace cada vez más pequeñitas.
 
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