Mujeres con una vida poco común

Una larga historia, esta sobre el invento de la fregona, pero que me puse a leerla, y seguía... seguía.....
Quizá no sea un invento " vital""ni muy científico", pero si es entrañable la historia

Pues a mí me parece importantísimo este invento, las mujeres de varias generaciones terminaron con las manos, rodillas y lumbares destrozadas.
 
Hipatia

(Alejandría, c. 370 - id., 415) Matemática y filósofa griega.

Era hija del matemático Teón, profesor del Museo de Alejandría. Fundado por Ptolomeo I, rey de Egipto, el Museo de Alejandría era en la época una auténtica universidad a la que asistían alumnos ansiosos de instruirse en las ciencias y la filosofía.

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Aunque no existe mucha documentación sobre Hipatia, es una de las primeras mujeres matemáticas sobre la que hallamos fuentes fiables.

Trabajó junto a su padre en la preparación de textos para los alumnos (entre otros el de los Elementos de Euclides, que reeditó críticamente) y escribió comentarios sobre la Aritmética de Diofanto, el Almagesto de Tolomeo y las Cónicas de Apolonio.

Hipatia se interesó también por los instrumentos prácticos que se usaban en las investigaciones astronómicas, y elaboró tablas de los movimientos de los cuerpos celestes; sin embargo, se consagró principalmente al estudio y a la enseñanza de las matemáticas.

Entre sus discípulos más destacados estuvieron el obispo Sinesio de Cirene y Orestes, que llegó a ser prefecto romano de Egipto.

Su proceder tolerante, no discriminatorio con sus discípulos, y sus enseñanzas fomentadoras de la racionalidad (imprescindible para la ciencia) le fueron creando en la ciudad envidias y odios.

Entre sus principales detractores se encontraban, al parecer, el obispo San Cirilo de Alejandría y sus seguidores cristianos.

Acusada por Cirilo de que su influencia en el ánimo del gobernador de aquella ciudad había motivado las persecuciones contra los cristianos, fue asesinada en un motín popular (al parecer, un grupo de exaltados asaltó su carruaje, la torturó y la quemó), y sus obras perecieron juntamente con toda la Biblioteca de Alejandría.

Las causas de la muerte de Hipatia, sin embargo, distan de ser claras.

Estudios recientes han puesto en duda las motivaciones religiosas, objetando que Hipatia no era contraria al cristianismo (tenía discípulos de todas las religiones) e intentando enmarcar su muerte en el cúmulo de tensiones políticas que existía en la Alejandría de la época como consecuencia de la decadencia del Imperio Romano y de las luchas internas que la provocaron.

Su asesinato tendría según estas hipótesis motivaciones políticas, dentro de la lucha que mantenían el patriarca Cirilo y el prefecto romano Orestes por la hegemonía política en Alejandría.



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Cortometraje sobre María Félix. Con Diana Bracho y Vico Escorcia. Dir. Amanda de la Rosa

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Emilia Pardo Bazán, una escritora precursora del feminismo
Google dedica un 'doodle' al 166ª aniversario del nacimiento de la intelectual española abanderada de los derechos de la mujer


EL PERIÓDICO

Sábado, 16/09/2017 a las 01:41 CEST

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Google dedica hoy un 'doodle' al 166º aniversario del nacimiento de Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921).

La condesa del mismo nombre fue una noble y aristócrata novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del naturalismo en España.

Era merecido: el 8 de marzo de 1910 la mujer pudo acceder en España a la Enseñanza Superior en igualdad de condiciones con el hombre.

La real orden que autorizó "por igual la matrícula de alumnos y alumnas" se aprobó poco después de que Emilia Pardo Bazán fuera nombrada consejera de Instrucción Pública.
 
Emilia Pardo Bazán era una novelista y escritora gallega que denunciaba la España Moderna criticando que los avances culturales y políticos logrados a lo largo del siglo XIX sólo habían servido para incrementar las distancias entre sexos, sin promover la emancipación femenina

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Nació en 1851, Coruña. Hija del conde José Pardo Bazán, título que heredó a la muerte de su padre en 1908. Desde muy pequeña se aficionó a la lectura y la escritura influida por su madre.

Se trasladaron a Madrid en 1869 después de que ella se casara con José Quiroga.
Aprendió inglés y alemán.


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Fernando de Baviera, la reina Victoria Eugenia, Alfonso XIII, Vicenti, la reina María Cristina, Pardo Bazán y una infanta.

Asidua lectora de los clásicos españoles, se interesó también por las novedades literarias extranjeras y se dio a conocer como escritora con un Estudio crítico de las obras del padre Feijoo (1876), con el que ganó un premio, compitiendo en este certamen con Concepción Arenal.
Funda y dirige en 1892 la publicación La Biblioteca de la mujer.

Asiste a congresos como el Congreso Pedagógico, en donde denuncia la desigualdad educativa entre el hombre y la mujer.

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Aún consciente del sexismo dentro de los círculos intelectuales, propone a Concepción Arenal a la Real Academia de la Lengua, pero es rechazada.

En 1906 llegó a ser la primera mujer en presidir la Sección de literatura del Ateneo de Madrid y la primera en ocupar una cátedra de literaturas neolatinas en la Universidad Central de Madrid, aunque solo asistió un estudiante a clase.


upload_2017-9-16_2-43-33.pngVelada en el salón de la casa de Doña Emilia Pardo Bazán en la calle de San Bernardo de Madrid. (Reproducción de BRAVO-VILLASANTE, Madrid, 1962, lam.



Emilia Pardo Bazán atribuye la carencia de feminismo en España durante esta época, en comparación con otros países europeos, a la falta de educación de la mujer española. Las mujeres intelectuales conscientes de este problema combatían por la necesidad de reformas educativas para las mujeres de todas las clases sociales. Emilia Pardo Bazán es una de las catalizadoras del feminismo en España.

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Mientras que en Europa surgían movimientos feministas, España no mos
traba interés por el tema.

Pardo Bazán, sin embargo, si se interesó.

Una manera en que expresa sus sentimientos sobre el tema es a través de artículos y ensayos.
Algunos de sus primeros artículos feministas se publicaron en inglés en la revista londinense Fortnightly Review y en España en la revista Nuevo Teatro Crítico.
En este último escribió que era un error afirmar que el papel que le corresponde a la mujer en las funciones reproductivas determina las restantes funciones de su vida. Su mayor crítica consiste en que la sociedad ha proclamado los derechos del hombre pero no los de la mujer.

Para Emilia Pardo Bazán el medio para elevar la posición de la mujer en la sociedad española era a través de la educación.
Emilia Pardo Bazán murió en 1921, en Madrid

upload_2017-9-16_2-48-41.pngEstancia de la Casa museo Emilia Pardo Bazán

Se casó a los 16 años con José Quiroga y Pérez Deza de cuyo matrimonio nacieron tres hijos: Jaime (1876), Blanca (1879) y Carmen (1881).

Se separaron en 1884, cuando se inició una separación amistosa, él se retiró a vivir a sus propiedades gallegas y ella continuó con su actividad de escritora en Madrid y Galicia[2]

Él siguió con interés su carrera e incluso en alguna ocasión es el organizador de algún homenaje que ella recibe en Galicia.

Cuando en 1912 murió, la escritora guardó luto riguroso durante un año.

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Carmen de Burgos, la escritora y activista que Franco borró de la historia

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POR
MAR ABAD
06 JUNIO 2016
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—No seas tonta, Dolores, y no te abatas así —solía decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tú te mereces y ande por ahí con querindangas. Pero no sabes tú lo que hacen otros. Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal.
Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.
(La malcasada, Carmen de Burgos)

El matrimonio durante mucho tiempo fue una jaula con un trapo encima. Lo que ahí pasaba ahí quedaba. Podían ser caricias o, también, gritos y palos. Huir no era mucho mejor. Detrás de los barrotes esperaban, casi siempre, la pobreza y el rechazo. Aun así, algunas mujeres escaparon. Muy pocas. Una de ellas, Carmen de Burgos, no sólo abandonó a un marido áspero y mujeriego. A principios del siglo XX esta almeriense emprendió la primera campaña en prensa a favor del divorcio y luchó durante décadas por el sufragio femenino y la independencia de la mujer.

Carmen de Burgos fue la primera periodista española que trabajó en una redacción y la primera corresponsal de guerra de este país. Escribió más de cien relatos cortos y novelas largas, redactó miles de artículos, dio conferencias por varios países y dejó su último aliento en convertir España en una república democrática, progresista y afanada en educar a sus habitantes.

Colombine, como también la llamaban, fue una de las escritoras y defensoras de los derechos de la mujer más reconocidas y admiradas en las primeras décadas del XX. España quedó pequeña a su fama y en su madurez fue aclamada en Europa y América Latina. Era una de las pocas mujeres de referencia de principios del siglo XX, junto a Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor o Victoria Kent. Pero ¿qué ocurrió para que su nombre fuera borrado de la historia con esa precisión quirúrgica?

La malcasada
Carmen de Burgos Seguí (1867-1932) era una mujer hermosa. Tenía los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza. Era recia y elegante. De naturaleza volcánica, como dijo Ramón Gómez de la Serna. Quizá porque creció en un antiguo cráter de un volcán: el valle de Rodalquilar.

Un día, cuando aún era adolescente, un periodista de Almería llamado Arturo Álvarez Bustos le dedicó un poema de amor. Y no paró hasta que la conquistó. Fue «un episodio de ingrato recuerdo», comentó en una entrevista en La Esfera, a los 55 años. «Lo motivó la equivocación más grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna».

La tragedia empezó la propia noche de bodas. La almeriense sufrió el mismo trauma que Sissi Emperatriz, una adolescente alemana de 16 años que llegó a la alcoba con Francisco José de Habsburgo sin que nadie le advirtiera antes que los hijos, en realidad, no vienen de París. En su novela La malcasada (1923), que de forma velada se basa en sus recuerdos, Colombine escribió:

«No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu».


Sissi Emperatriz

Arturo Álvarez vivía en las tabernas. Colombine lo dejó entrever en aquella novela: «Pues también es humor estar aquí sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a qué hora vendrá. (…) Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme. ¡Qué hombres! El mejor, asadito y con limón».

Ella, mientras, se afanaba en la aspiración de toda mujer de bien: llenar su hogar de vástagos. Pero el destino jugaba en contra. El primer bebé falleció trece horas después de nacer, la segunda a los dos días y el tercero a los ocho meses. Igual que le ocurrió a Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, Carmen de Burgos asistió a la muerte de sus tres primeros hijos y entonces, en cierto modo, ella también murió. El escritor Ramón Gómez de la Serna lo contó así años después:

«Hasta que un día a Carmen se la [sic] murió un hijo “en los brazos, sin saber que se la moría, porque como tenía la fiebre, confió en aquel ardor, hasta que se lo quitaron de entre los brazos”. Carmen, cuando sintió que se lo quitaban y el porqué se lo quitaban, cerró los ojos presa de un ataque a la cabeza. Cuando despertó, cuando “remitió” la muerte, era otra, es decir, era la misma, sino que resuelta, llena de insubordinación, con un habla nueva y desatada, extraña a las cosas de su alrededor, combativa y libertada».

La periodista renació con una vitalidad inexplicable. Parecía que algún Victor Frankenstein había recompuesto ese cuerpo roto de dolor en un ser con el mismo deseo de amar que la criatura que diseñó en su laboratorio el científico de la novela de Mary Shelley.

A las dos escritoras la ansiada descendencia llegó después del cuarto parto. En 1895 nació la única hija que sobrevivió a la almeriense. La escritora amó y cuidó a María de los Dolores Ramona Isabel como lo más grande de su vida. Decía que, de todo lo que hizo en su vida, ella era su «obra maestra». Aunque María Álvarez de Burgos (como se conoció después), a los 34 años, perdida entre la cocaína y los desastres amorosos, asestara un último estoque al corazón vapuleado de su madre.

Harta de un marido infame, a finales de agosto de 1901, Carmen de Burgos Seguí metió sus cosas en una maleta y se fue a Madrid. Llegó con su hija y un título de maestra que había sacado, estudiando por las noches, a escondidas de su esposo.Tenía 33 años y una plaza en un colegio de Guadalajara, pero lo que de verdad quería era vivir en Madrid, porque su ambición ya no era formar una familia numerosa. Ansiaba trabajar en periódicos y entrar en los círculos intelectuales y de escritores de la época. Probablemente, igual que la protagonista de su novela La que se casó muy niña (1923), «experimentaba repugnancia por el marido» y decidió:

—«Yo no quiero tener más hijos».

En Madrid, un tío suyo «senador del Reino», Agustín de Burgos, le abrió las puertas de su hogar y le presentó a algunos de sus contactos. Un año antes, la escritora le había dedicado su primer libro de relatos breves, Ensayos literarios. Era 1900 y muchos hombres veían con sorpresa, y un cierto desagrado, que una mujer saliera de la cocina para emprender una carrera literaria. En el prólogo, el conocido poeta almeriense Antonio Ledesma Hernández declaró que las mujeres podían participar del pensamiento y el conocimiento, pero siempre dentro de un orden:

«De eso al feminismo exagerado que se ha despertado en nuestros días, hay ciertamente gran distancia: (…) esa promiscuidad feminista que, no haciendo diferencia entre la distinta misión moral y social de ambos sexos, pretende igualarlos en actividades y derechos, y crear una sociedad histórica donde no haya preeminencias para ninguno, ni autoridad, ni por consiguiente familia ni Estado posibles».

Ese ‘feminismo exagerado’ que llevaría al caos y la destrucción era, en realidad, manso y dócil. Hay que «procurar librarse del egoísmo y anteponer las conveniencias de los demás a las propias, para no hacer nada que disguste a los otros», escribió la autora en El arte de ser mujer (1920).

Era un feminismo conciliador que jamás intentó hincar el diente a nadie. «No es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre», explicó en La mujer moderna y sus derechos (1927), «sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado».


Carmen de Burgos

Sus exigencias quedaban muy lejos de las reivindicaciones que pedían 4.000 kilómetros hacia el este: las líderes de la revolución rusa. La primera mujer de la historia que tuvo un puesto en un gobierno, Alejandra Kolontai (1872-1952), pedía que el Estado se ocupara del cuidado del hogar y de la crianza de los hijos para que las mujeres pudieran desarrollar una carrera profesional y participar en la vida política y social igual que lo hacían los hombres.

La Comisaria del Pueblo para la Asistencia Pública de los primeros años de la URSS promulgaba que en el siglo XX había nacido una ‘mujer nueva’ que exigía su independencia porque «sus intereses sobrepasan ampliamente los límites de la familia, el hogar y el amor». En Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada y otros textos sobre el amor, escribió:

«Las virtudes femeninas que durante siglos se han cultivado en ella —pasividad, sumisión, dulzura— se revelan enteramente superfluas, inservibles, perjudiciales. La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, “virtudes” que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombre».

Carmen de Burgos se estableció en calle Echegaray, número 10, hasta que poco después abandonó la casa huyendo otra vez de un hombre. Don Agustín de Burgos se acercaba a ella reclamando unos besos que poco tenían que ver con el cariño entre dos familiares. No era raro. Los varones de esa época pensaban que una mujer sin marido era barra libre, igual que hoy muchos creen que porque una mujer dirija un programa de s*x* en la radio, está a disposición del público.

«La divorciadora»
Carmen de Burgos consiguió su objetivo y se quedó en Madrid. En octubre de 1901 obtuvo una autorizaron para ampliar estudios en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid, y eso le permitió permanecer en la ciudad hasta 1905. Dos años antes había empezado a escribir en el Diario Universal una columna diaria titulada ‘Lecturas para la mujer’. Ahí hablaba de moda y de modales, pero, a la vez, iba deslizando las ideas liberalizadoras que veía en otros países de Europa.

En 1901, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y Azorín pidieron la aprobación del divorcio, pero la propuesta naufragó en un país regido por curas. En 1904, Colombine lo volvió a intentar. La periodista aprovechó que su columna tenía muchos lectores, de los sectores más conservadores y más progresistas, para plantear la cuestión del divorcio. El 20 de diciembre de 1903, en su columna, añadió una noticia que decía:

«Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un ‘Club de matrimonios mal avenidos’, con objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras».

La idea armó un gran revuelo y trece días más tarde escribió en su columna: «La noticia del Club de matrimonios mal avenidos ha desencadenado una tempestad no solo entre las señoras, sino también entre los hombres».

Colombine fue publicando las cartas que recibía de los lectores, los intelectuales y los cargos públicos sobre el divorcio, y en marzo anunció que el debate continuaría en un libro titulado El divorcio en España. Aquella obra recogió la opinión de Unamuno, Baroja, Azorín, Vicente Blasco Ibáñez, Antonio Maura, Francisco Silvela o Raimundo Fernández Villaverde.


Carmen de Burgos, en un acto a favor del divorcio. Fotografía publicada en ‘El Voto de las mujeres’

Lo más curioso es que la feminista declarada Emilia Pardo Bazán, que también escapó de un matrimonio desgraciado, no participó en la encuesta. «No tengo opinión alguna sobre el divorcio. (…) Necesitaría dedicarme a estudiar esa cuestión, y no dispongo de tiempo», se excusó.

En 1904 apareció El divorcio en España y, como ahí recogió las voces de tantas personas, la autora lo presentó como «un libro ‘colectivo ó social’, muy adecuado al espíritu de nuestro tiempo». En los comienzos del XX también existía el discurso de lo colaborativo y las redes sociales del que el siglo XXI parece querer apropiarse. La diferencia es que, en vez de usar ordenadores, echaban cartas al buzón. Y en vez de usar Facebook, se reunían en cafés.

El resultado de la encuesta fue contundente: 1462 votos a favor y 320 en contra. Vicente Casanova, el escritor que la animó «á dar la noticia de formarse un ‘Club de matrimonios mal avenidos’», dijo que «la idea del divorcio ha caído, entre las señoras mujeres, como gota de agua en tierra sedienta».

Los que estaban a favor denunciaban que «en todas las épocas se permite el divorcio á los poderosos y se multiplican las causas de nulidad para concederlo». Pero, además, «los cuerpos no deben estar unidos si los espíritus se repelen (…). Es horrible el hogar de dos séres que se aborrecen y que saben que sólo la muerte puede separarlos».

Los que estaban en contra, los «fervientes católicos», temían que «si se ofrece a los esposos la posibilidad de la disolución del matrimonio y de formar otro nuevo, habrá un verdadero desorden en las familias y se estará expuesto á la tiranía y á los caprichos». Además, «la suerte de los hijos es horrible».

En Europa el divorcio era ya algo habitual. «Sólo Italia, Portugal y España no tienen establecido el divorcio, aunque consienten el matrimonio civil. El hecho de que se empiece á discutir entre nosotros la conveniencia del divorcio como una idea nueva demuestra un lamentable retraso. (…) De nuestro plebiscito resulta que la opinión de España es favorable al divorcio», concluyó Colombine, «y es indudable que se establecerá entre nosotros como conquista de la civilización».

Esta campaña dio una gran popularidad a Carmen de Burgos. Muchos de los autores que siempre había admirado, como Giner de los Ríos y Blasco Ibáñez, empezaron a valorar sus escritos y reconocieron su tesón para luchar por sus propósitos. Otros, en cambio, descubrieron a una enemiga de la tradición. La Iglesia y los sectores más reaccionarios («la gazmoñería, la mojigatería y la beatería ambiente», como ella los describió en una entrevista con el Caballero Audaz) intentaron desacreditar a la escritora con insultos y calumnias.


El periodista El caballero Audaz en casa de Pérez Galdós en 1914

El periódico carlista y ultraconservador El Siglo Futuro se cebó con ella. «Se metió conmigo en forma muy desabrida», relató Colombine al periodista de La Esfera E. González Fiol en 1922. «No pude soportarlo y me presenté en la redacción de El Siglo. Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora. Suárez de Figueroa se quedó de una pieza al saberlo. Pero yo no me conformé con dar las bofetadas y le escribí a D. Cándido Nocedal, que dirigía El Siglo Futuro, diciéndoles que si no rectificaba, le iba a esperar a la puerta de la redacción con una zapatilla e iba a correrlo a zapatillazos por la calle. No sé si fue temor a que llevase a cabo la amenaza o galantería. Ello es que El Siglo Futuro rectificó en un suelto bastante largo y expresivo para mí».

Pero los guardianes de la tradición decimonónica siguieron con la espada en alto. La bautizaron como ‘la divorciadora’ y años más tarde, en su ciudad, alguien que buscaba un nombre para su lupanar se acordó de esos viejos rumores y lo llamó Colombine.

El descrédito
Es el insulto más repetido en la historia: ‘put*’. Es el lugar donde desembocan muchas discusiones y la etiqueta con la que descalifican a las mujeres que discrepan con la tradición. La ofensa se extiende al hombre en el apelativo ‘hijo de put*’, porque así, de rebote, la maldecida también es una mujer.

El autor de Madame Bovary, Gustave Flaubert, apuntó en su Diccionario de lugares comunes que «una mujer artista no puede ser más que una ramera». La estilográfica y los pinceles eran asunto de hombres. Las mujeres debían permanecer en su papel de musas inspiradoras, en silencio, allá en los cielos.

Durante mucho tiempo fue el calificativo con el que recordaron a la pionera del feminismo británico, Mary Wollstonecraft. En 1792, la filósofa publicó un libro que dejó perplejos a los londinenses: Vindicación de los Derechos de la Mujer. Fue una obra polémica que despertó las simpatías de unos y las iras de otros. Pero los indignados no buscaron argumentos para rebatir sus ideas. Recurrieron al descrédito habitual y la tacharon de «lasciva e indecente».

Wollstonecraft murió cinco años después y a muchos no les extrañó. Era la justa venganza del cielo. Dijeron que fue Dios quien le envió la infección que sufrió al dar a luz al hermano pequeño de Mary Shelley, la joven que a los 18 años, en un verano indómito en Ginebra, escribió Frankenstein o El moderno Prometeo.


Mary Wollstonecraft, retratada por John Opie (1797)

La carrera política de Victoria Woodhull (1828-1927) también acabó bajo la misma acusación. La mujer que se presentó como candidata a la presidencia de EEUU en 1872 acabó entre rejas el día de la jornada electoral por «adúltera». Muchos sufrieron espasmos de pensar que una mujer divorciada, defensora del voto femenino y el amor libre, pudiera siquiera plantearse aspirar a ser la presidenta del ‘país de las libertades’. Mas aún cuando proponía como vicepresidente a Frederick Douglass, un afroamericano que había nacido esclavo.

Woodhull también sufrió a un marido alcohólico y mujeriego cuando sólo tenía 15 años. Pero tuvo el valor de divorciarse y proclamarse defensora del amor libre en una sociedad constreñida por el pensamiento victoriano. «Sí, creo en el amor libre. Tengo un derecho inalienable, constitucional y natural a amar a quien yo quiera,por el tiempo que pueda; a cambiar ese amor todos los días si así lo deseo, y ninguna persona ni ley está autorizada a interferir ese derecho».

El insulto sigue en pie. El pasado 10 de abril un usuario de Twitter escribió a la vicesecretaria de estudios y programas del Partido Popular (PP), Andrea Levy: «Andrea una catalana del PP suena a traición o a venta por dinero. Putilla». Ella le contestó: «La libertad política es un derecho. Llamarme put* es machismo. De nada».


http://www.yorokobu.es/carmen-de-burgos/


Continua...
 
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A las diputadas de la CUP les llueven las ofensas por pedir la independencia de Cataluña. Las llaman ‘putas’, ‘retrasadas’, ‘traidoras’, ‘gordas’, ‘feas’, ‘malfolladas’, ‘viejas’. Les escriben: «¿Quieres decir a la Gabriel no le conviene un buen clavo? Tiene cara de estar mal follada», «No es que quieran separarse de España: es que quieren que las echemos. Por horrorosas y antiestéticas».

Un concejal del PP, Óscar Bermán, dijo que Ada Colau debería estar «limpiando suelos y no de alcaldesa de Barcelona». Ella le contestó en Twitter que «en una sociedad sana ser alcaldesa y fregar suelos es compatible. Ser machista y concejal no debería serlo».

Pero la cosa fue a más. El académico de la Real Academia Española Félix de Azúa, descontento con la gestión de la regidora, la mandó a vender salmonetes: «Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado». Ante el malestar de la alcaldesa, el hombre que ocupa el sillón H de la RAE remató el asunto diciendo en una entrevista en Vozpopuli: «A ella las pescaderas deben de parecerle algo espantoso, porque le ha dolido mucho. Pude haber dicho verdulera, que debería de trabajar en un puesto de verduras o en una zapatería. Pero eso le ha molestado mucho. Es ella quien ha humillado a las pescaderas».

Colombine
Todos los días, por la mañana temprano, llegaban los periódicos a la casa de los padres de Carmen de Burgos. Había prensa española y también portuguesa porque su padre era, desde 1872, el vicecónsul de Portugal. El Jornal do Comercio rondaba siempre por el comedor y en su libro Mis viajes por Europa recordó: «Yo aprendí a leer espontáneamente en la plana de anuncios de ese Jornal que iba a perderse en las soledades de mi cortijo de Rodalquilar. La impresión que hacían en mi ánimo las negritas rotundas, redondas y gruesas de sus letreros no se ha borrado aún».



José de Burgos dio a su hija la mejor educación que se podía ofrecer en ese momento. Le abrió su biblioteca y le cedió sus periódicos. Igual que hizo el padre de Emilia Pardo Bazán, un «feminista» (como ella lo calificaba) que decía a su niña: «Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos».

Aquellas lecturas de poetas románticos, novelistas modernos y filósofos escépticos fueron forjando el carácter autodidacta de Carmen de Burgos. Y fue quizá ese interés por la literatura lo que la llevó a «fascinarse por un tenorio» que le escribía versos de amor. Arturo Álvarez Bustos era un periodista hijo de un conocido poeta y director de periódico. La almeriense se casó con él, cuando aún no sabía que, en realidad, se trataba de un «señorito juerguista».

Álvarez Bustos había heredado una imprenta en la calle de las Tiendas y desde ahí dirigió un periódico que primero se llamó Almería Cómica, después Almería Bufa y, al final, Almería Alegre. Ella aprendió el oficio en esa redacción. En una entrevista de 1922, en la revista La Esfera, relató:

«En aquel periódico, para ayudar a sostener mi hogar, me vi precisada a trabajar de cajista; y como mi marido, esclavo de sus vicios, no se ocupaba del periódico más que para sacarle provecho, muchas veces, para poder componer original, me valía de la tijera y recortaba de otros periódicos; otras, redactaba yo unas cuartillas, y así fui adquiriendo el entrenamiento periodístico».

Pero a finales del XIX, con un matrimonio roto y la ambición de hacerse escritora, poco más podía hacer ya en Almería, el lugar que en su novela La malcasadadescribió como «la ciudad del bostezo». En aquellas tierras andaluzas, las mujeres eran «alegres, ligeras y algo indolentes». Así las describió en una conferencia en Italia, en 1906, titulada ‘La mujer en España’.

«Conservan mucho de la negligencia árabe. Sentarse á tomar el sol en las horas de descanso es el más grato de sus placeres. Viven resignadas con su suerte, con una especie de fatalismo morisco y una inconsciencia de sus derechos que no las invita á la rebeldía», dijo. «Es común ver en los caminos el padre subido en una mula, mientras la mujer y los chiquillos siguen detrás á pie. Se cree que el hombre para mostrar su fuerza y ser varonil ha de ser despótico y hacer sentir siempre que es el amo y el señor».

Al llegar a Madrid esperaba encontrar la ayuda de su tío, el senador, pero al tener que salir huyendo de su casa, se vio sola en su búsqueda de un destino literario. Carmen de Burgos había perdido a su cicerone en una sociedad que se movía por el amiguismo y la recomendación. Pero no iba a desaprovechar la oportunidad de estar en Madrid después de tantos kilómetros recorridos. La maestra imprimió tarjetas de visita con el nombre de su tío y envió cartas de presentación en su nombre para dar a conocer su trabajo de periodista y escritora.

En noviembre de 1902 empezó a escribir artículos sobre el derecho penal en La correspondencia de España. Después, se hizo con una columna titulada ‘Notas femeninas’ en El Globo. Ahí comenzó a tratar ya temas como ‘La mujer y el sufragio’ o ‘La inspección de las fábricas obreras’. Estaba muy ilusionada y lo dejó ver en uno de sus primeros textos: «Al dar cuenta del brillante progreso que la mujer realiza, creemos que esta sección resultará agradable y útil a nuestras lectoras».


Carmen de Burgos, en la entrevista de ‘La Esfera’ de 1922

Apenas dos meses después, el 1 de enero de 1903, Augusto Suárez de Figueroa(1852-1904) fundó el Diario Universal, tras abandonar la dirección del Heraldo de Madrid. El famoso periodista malagueño llamó a Carmen de Burgos para que formara parte de su periódico. Pero esta vez no le pidió una colaboración. La contrató. Jamás había ocurrido algo así en España. Era la primera vez que se reconocía a una mujer como periodista profesional.

Desde su primer número, el Diario Universal saldría con una columna diaria titulada ‘Lecturas para la mujer’. La autora sería Carmen de Burgos pero querían una firma más sugerente.

—Usted se llamará ‘Raquel’ en el periódico —dijo, en voz alta, Augusto Figueroa, el día antes de que apareciera el número cero, un periódico de prueba que sólo leyeron los redactores.

Pero justo antes de que saliese el primer número de verdad, el director cambió de opinión:

—Mejor. Usted se llamará ‘Colombine’ —indicó, otra vez, en voz alta, entre el sonido de las teclas nerviosas de las máquinas de escribir.

«¿Por qué?», explicó después la autora en Al balcón (1913). «¿Quizás creyó por la desenvoltura, por la agilidad y por la frivolidad que necesita el periódico mezclar a la sesudez de sus artículos de fondo y sus políticas era necesario que yo firmase ‘Colombine’?». En ese nombre se encarnaba la «mujer frágil, caprichosa e inconstante en el amor». Esa era Colombine en la comedia del arte italiana, desde el siglo XVI, según Concepción Núñez Rey, la catedrática y filóloga que ha dedicado toda su vida a investigar la figura de la autora almeriense.

Figueroa y Colombine sólo pudieron trabajar un año juntos. El 1 de enero de 1904, un día antes de que Carmen de Burgos publicara su artículo ‘El club del divorcio’, el director del Diario Universal murió a sablazos en un duelo al que se citó con un hijo de un antiguo gobernador de Cuba. El vástago del general Manuel Salamanca se sintió ofendido por las críticas que el periodista había hecho sobre el mandato de su padre e intentó restaurar su honra con el filo de un espadón.

El sufragio femenino
Decía Colombine que siempre había que tener la maleta preparada. La escritora deseaba viajar y conocer otros lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. En 1905 el Ministerio de Instrucción Pública le concedió una beca para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países. Carmen de Burgos agarró a su hija y una valija llena de libros, y se lanzó al descubrimiento de Francia, Italia y Mónaco.

El país de Émile Zola, una de sus grandes referencias literarias, provocó un gran impacto en la maestra. Había que aprender del racionalismo de Francia. Era algo en lo que siempre había creído y la visita reafirmó su idea: sin educación, un país es una jungla. En la Memoria correspondiente al curso de ampliación de Estudios en el Extranjero realizados por la autora desde 1º de octubre de 1905 a 30 de septiembre de 1906, escribió: «Allí no solo no existe el analfabetismo, sino que todo el mundo es profesor o alumno, enseña o aprende. La frase célebre de que ‘cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte años’ es allí un hecho».

En 1906 volvió a Madrid y se estableció en la calle Eguilaz, número 7, cerca de la Glorieta de Bilbao. De su paso por Francia había traído un propósito que ya no abandonaría el resto de su vida. Carmen de Burgos estaba convencida de que había llegado el momento de que las mujeres pudieran votar y no pararía hasta conseguirlo.

En el Lyceum Club de París conoció a sufragistras británicas que le animaron en su empeño. Ellas eran las más avanzadas. La escritora anglosajona Katerine Mansfieldrelataba en un libro autobiográfico publicado en 1910 que un día, en un balneario alemán, bajó al restaurante y se sentó a comer con un grupo de alemanas. Una de ellas, viuda, le preguntó mientras se limpiaba los dientes con una horquilla:

—¿Es verdad que es usted vegetariana?

—Sí, ¿por qué? Hace tres años que no como carne.

—¡Imposible! ¿Tiene usted hijos?

—No.

—Ahí está, ¿ve? A eso está usted llegando. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de tener niños a base de verduras? No es posible. Pero ya no tienen ustedes grandes familias en Inglaterra. Supongo que están demasiado ocupadas con el sufragismo.


En España el tema del sufragio había derrapado años antes. En 1892, Emilia Pardo Bazán había fundado la publicación La biblioteca de la mujer para hablar del sufragio y de temas relacionados con la liberación femenina, pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando.

La escritora esperaba que sus referencias a obras como La esclavitud femenina, de John Stuart Mill, hicieran despertar en las mujeres el deseo de autonomía e independencia, y de exigir los mismos derechos que los hombres. Pero eso no ocurrió. La periodista coruñesa, decepcionada, terminó la colección con recetas de cocina.

«Cuando yo fundé La biblioteca de la mujer, era mi objeto difundir en España las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin género de duda, que aquí a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aún menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en política, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convenga», escribió. «Aquí no hay sufragistas, ni mansas, ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economía doméstica de dicha Biblioteca, y ya que no es útil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara el escabeche de perdices y la bizcochada de almendra».

Dos años después de sacar a escena el tema del divorcio, Carmen de Burgos se propuso azotar la opinión pública con una campaña en prensa a favor del sufragio femenino. El 19 de octubre de 1906 inauguró una columna titulada ‘El voto de la mujer’. La periodista volvió a hacer una consulta entre firmas de prestigio para publicar sus respuestas con esta carta:

Muy Sr. mío y de mi consideración:

En el Heraldo del día 19, se ha abierto un plebiscito cuya finalidad consiste en conocer la opinión que merece a todas las personas autorizadas la cuestión del voto de la mujer, planteándolo con la mayor amplitud posible.

1º ¿Debe o no, concederse voto a las mujeres? 2º En caso afirmativo, ¿ha de ser en sufragio universal, o solo para las que reúnan determinadas condiciones? 3º ¿La mujer puede ser además de electora, elegible?

El 7 de noviembre se publicó una respuesta procedente de París. El periodista Luis Bonafoux, en tono de ironía, dijo:

«Colombine, ma chère, eres terrible. Que si las mujeres pueden elegir y ser elegibles. ¡No han de poder! ¡Si desde los quince, sin contar las que madrugan, no se ocupan de otra cosa!».

En esa columna publicó setenta opiniones de políticos, escritores y periodistas de distintas ideologías. El 25 de noviembre cerró la campaña con 4.962 votos: 922, a favor y 3.640, en contra. Parecía que el país aún no estaba preparado para que las mujeres votaran. Carmen de Burgos concluyó:

«El pueblo español, comparado con el de otras naciones, sufre un notable atraso; es aún mayor el peso de los atavismos que la fuerza del progreso que lo impulsa. La mujer necesita en España conquistar primero su cultura; luego, sus derechos civiles, puesto que en nuestros Códigos no la conceptúan en muchos casos persona jurídica, y después hacer que las costumbres le concedan mayor libertad, más respeto y condiciones de vida independiente. Entonces estará capacitada para conquistar el derecho político».

El plebiscito no había funcionado. Daba la impresión de que en España se producía esa misma falta de interés de la viuda alemana del balneario por el sufragio femenino. La tierra estaba aún yerma y había que seguir sembrando. La escritora, convencida de que la única forma de conseguir los progresos que se estaban produciendo en otros países era mediante la educación, tradujo un libro que encontró en Venecia titulado En el mundo de las mujeres. En la obra, el dramaturgo Roberto Bracco afirmaba que para que la mujer se integrara en la sociedad era imprescindible que estudiara y trabajara fuera de su casa, igual que hacían los hombres.

Carmen de Burgos volvía a desafiar la tradición. Los guardianes del acervo se revolvían ante sus palabras y, como cuervos al acecho, buscaban la ocasión para acallar su voz. Les hervían los ojos ante textos como el que la autora escribió, en abril de 1904, en el Diario Universal:

«Es intolerable que la madre no tenga dentro de la familia los mismos derechos del padre, y que la mujer casada no tenga el de administrar libremente sus bienes y el pleno uso de los derechos civiles, considerándola siempre como una menor sometida a la tutela del marido».

La oportunidad se produjo en enero de 1907. El conservador Maura ascendió al gobierno y nombró a Rodríguez Sampedro ministro de Instrucción Pública. Desde esa institución el acoso a la escritora fue incansable, según su biógrafa Concepción Núñez, y culminó con una especie de sutil destierro a Toledo.

Las represalias
Las mujeres que desafiaban la tradición resultaban molestas. No sólo para los hombres. A menudo, lo eran más aún para otras mujeres. En 1915, Emilia Pardo Bazán, que se declaraba «radical feminista» porque creía que «todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer», indicó en una entrevista con el Caballero Audaz: «Tengo la evidencia de que si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ¡sí!».


Emilia Pardo Bazán

El día que Carmen de Burgos dejó la ciudad, el periódico en el que trabajaba, el Heraldo de Madrid, publicó un artículo titulado ‘Un atropello’, donde denunció:

«Ahora desempeña una cátedra en la Escuela de Artes e Industria de Madrid, y sin asomo de motivo se la envió en comisión a Toledo. (…) Enferma y todo sale para Toledo, y excusamos decir que desde allí seguirá honrando las columnas del Heraldo con sus trabajos. (…) Podríamos comentar esta serie de abusos y de menosprecios a los derechos ganados en buena lid por Colombine».

Así apartaron a la profesora de Madrid, pero ella siguió escribiendo y dando conferencias allá donde la invitaban. En mayo de ese año, en la Institución para la Enseñanza de la Mujer, en Valencia, volvió a reivindicar la igualdad entre hombres y mujeres. En unos salones «atestados de gente» reclamó:

«No somos personas jurídicas. Estamos sometidas a una minoría casi perpetua, hijas y esposas no podemos vender, hipotecar, obligarnos ni recibir donaciones. Solo si tienen algunos de estos derechos en el caso de estar casada bajo el régimen de separación de bienes, y aun así, no son completos. (…) Quiero para ambos sexos idénticos derechos, las mismas leyes e igual educación».

En enero de 1918 aprobaron en Inglaterra la Ley de Representación del Pueblo. Las mujeres por fin podían votar. Aunque no todas. Esa primera ley concedía el voto a esposas de los propietarios, mujeres propietarias y universitarias de más de 30 años. Y había llegado muchos años después que en algunas de sus antiguas colonias: Nueva Zelanda lo aprobó en 1893 y Australia, en 1902. También después que en Finlandia (1906), Noruega (1913), Dinamarca e Islandia (1915), y sólo un año antes que en Alemania.

La sociedad victoriana intentó impedir que las mujeres fueran a las urnas. Pero fue un hombre, John Stuart Mill, quien desafió por primera vez esa idea. En 1867 propuso en el Parlamento una reforma electoral para eliminar la exclusión por s*x*. Perdió por 123 votos. Pero la ambición fue creciendo, entre reivindicaciones y protestas, hasta aquel invierno de 1918. Y no fue tanto una conquista social como una consecuencia de la guerra.

La I Guerra Mundial, la contienda más catastrófica que había vivido el mundo hasta entonces, había dejado al Reino Unido sin electorado. Los hombres estaban en las trincheras y muchos de ellos no volverían jamás. Además, durante los años de batalla, las mujeres ocuparon los puestos que ellos dejaron para irse al frente y habían dejado claro que no necesitaban a ningún varón para custodiar su destino.



España, en cambio, parecía congelada en el tiempo hasta que el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Colombine tenía 64 años y una salud hecha añicos, pero aún le quedaban fuerzas para lanzar una nueva campaña que exigía el derecho al voto de la mujer.

Entonces era ‘presidente’ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La palabra ‘presidenta’ no existía. Igual que hoy no es posible presentarse como ‘escritora’ o ‘realizadora’ en la red social más usada en el mundo. Lo denunció la escritora Ángeles Caso en una conferencia sobre BookTubers el pasado mes de abril. «Fui a abrirme un perfil en Facebook y sólo tenía la posibilidad de calificarme como ‘escritor’. No veía eso de: “Ángeles Caso: escritor” y decidí que apareciera: “Ángeles Caso: libro”».

Daba la sensación de que, con la llegada de la república, el voto estaba a la vuelta de la esquina. Pero la opinión de las feministas se había dividido en dos. Algunas, como Victoria Kent, lo temía. Pensaban que la papeleta de la mayoría de las mujeres obedecerían las órdenes de sus sacerdotes. «En este momento lo estimo un poco peligroso», dijo la radical socialista en una entrevista con Josefina Carabiasen el periódico Ahora en noviembre de 1931. «La prueba la tiene usted en que las derechas están encantadas de que voten las mujeres. Esas mismas derechas se oponían al sufragio universal en tiempos, alegando que la masa no estaba preparada».

Otras, en cambio, como Colombine o Clara Campoamor, lo querían a toda costa. La periodista almeriense escribió en La mujer en política:

«Hace años en una encuesta que organicé en el Heraldo respecto al voto femenino, me contestó el señor Lerroux en carta que conservo, que ese temor al reaccionarismo de la mujer era injustificado, pero que aunque dicho peligro existiera, no debíamos oponernos a la libertad en nombre de la libertad».

El 19 de noviembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en España.

La primera corresponsal de guerra
En el verano de 1909, en España, cantaban esta coplilla.

Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.

Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.

La letra hacía referencia al desastre del Barranco del lobo. El 26 de julio los rifeños empezaron a disparar desde el monte Gurugú contra los soldados españoles. Más de 100 murieron y unos 600 resultaron heridos en ese episodio de la Guerra de Melilla.

El desastre del Barranco del lobo llevó a Colombine hasta Málaga. Quería estar más cerca del campo de batalla. A principios de agosto publicó varias crónicas en el Heraldo desde esa ciudad. Habla de los heridos, de la labor de la Cruz Roja y de la falta de agua en Melilla. A los pocos días, se traslada a Almería, junto a su hermana Catalina, su escudera en muchos de sus viajes y una de las personas más fieles de su vida.

Las cartas de los soldados llegaban a Almería y de ahí partían a su destino en el resto de España. Eso la acercaba aún más al corazón del conflicto. La ciudad mediterránea, por su cercanía a Melilla, daba «un bello ejemplo de entusiasmo patriótico y humanitario», escribió Colombine. En una de sus crónicas, la periodista lo retrató con esta escena:

«Todas las noches, un periódico local expone los telegramas al público en la farola del paseo, uno de los sitios más concurridos de la población, y la gente, hombres, mujeres y niños, forman cola, ávidos de leer las noticias».

El 25 de agosto, de pronto, apareció en el Heraldo un ‘Telegrama de Colombine’ enviado desde Melilla. «Ir al campo de batalla era el modo eficaz de vencer la censura militar, de conseguir un documento real de la guerra», escribe Concepción Núñez en Colombine en la edad de plata de la literatura española. «Desde Almería, apoyada por familia y amigos, consiguió el medio de trasladarse a la ciudad asediada. Tal vez viajó en el ‘vaporcito Siglo’ que diariamente transportaba el correo y al que ella alude con ese diminutivo».

Cinco días más tarde, en la primera página del Heraldo, un titular anunció: ‘Colombine, en Melilla’. En sus crónicas, a menudo, hablaba como una madraza. «Me siento invadida de una tristeza profunda. El soldado en campaña inspira un sentimiento de respetuosa ternura, que no sentimos al contemplarlo en tiempos de paz. Todos los días, al verlos salir con el convoy, morenos, sudorosos, llenos de polvo, experimento algo semejante a la tierna piedad que parece desprenderse del ambiente de amor y lágrimas con que los rodea el recuerdo de las madres y las amantes lejanas».



Carmen de Burgos aludía a las mujeres. «He tenido respecto a esto ocasión de hacer una observación importante del espíritu de la mujer. Muchos me enseñan retratos y cartas de sus hijos y de sus esposas. Estas últimas se quejan del dolor de la separación y expresan todas las angustias propias de las mujeres amantes que ven en peligro a los seres queridos; pero todas censuran con desprecio a los militares que pidieron la separación del servicio o rehuyeron acudir a la guerra».

Era una corresponsal que escribía desde la emoción. En el artículo del 30 de agosto de 1909 relató:

«Bien pronto, bajo el manto de la noche africana, se oye el dulce acorde melancólico de las guitarras, y los brindis de los oficiales se mezclan a los cantos de la tropa. Un soldado entona la triste elegía de una malagueña:

Estando muerta mi madre,
A su cama me acerqué,
Le di un besito en la frente,
Llorando me retiré.

Una ola de melancolía se extiende por el ambiente.

—No cantes eso —exclaman varias voces.

Y una copla enamorada se corea de palmas. (…) Nuestra fiesta no tardó en ser interrumpida por las detonaciones de los Pacos y las descargas de fusilería. El suceso de todas las noches; la lenta contribución que traicioneramente cobran los rifeños a nuestro ejército».

Colombine no sólo contaba lo que ocurría. También trataba de informar a los familiares de los soldados de su estado de salud. El periódico publicaba todos los días una lista de heridos.

Unos veinte días después, volvió a Madrid y, aún con el olor a bala, escribió un artículo titulado ‘¡Guerra a la guerra!’. La consideraba una suprema barbarie humana y defendió el derecho de todo humano a negarse a matar. En su libro Al balcón, habló de los pioneros de la objeción de conciencia:

«El mundo civilizado pone el fusil en la mano del hombre, le da orden de matar, y si el hombre arroja el arma y rehusa ser homicida, se le trata como delincuente… Todo hombre debe, ante todo, y cueste lo que cueste, negarse a tal servidumbre».

Parecía que esta mujer tenía un chaleco antibalas contra el miedo. Ni le asustó meterse entre los tiros que se estaban pegando en el monte Gurugú ni dejó de viajar por Europa cuando el continente ardió en guerra. En esa época, estuvo a punto de ser fusilada.

—Fusilada, sí. Fue en Alemania —dijo en una entrevista con José Montero en 1930—. Empezaba la Gran Guerra. Volvía yo de presenciar el magnífico espectáculo del ‘sol de media noche’. Me acompañaba mi hija. Unos soldados iban buscando en el tren a una espía. Creyeron que era yo, y por unos instantes tuve las bayonetas junto a mi. Eran aquellas jornadas las del máximo encono entre los países de uno y otro bando. Y a mi me habían tomado por una espía rusa… Hasta que la cosa se pudo aclarar ya puede usted suponerse las molestias y las zozobras… Se apoyaban, para considerarme espia, en varios hechos que eran totalmente pueriles. Entre ellos, el de que yo había dicho, al ver pegar a unos prisioneros rusos, compadecida: “¡Pobrecitos!”.

—Usted, en realidad, Carmen, fue la primera mujer periodista, ¿verdad?

—Sí. He hecho el periodismo vivo, activo, de batalla. He sido la primera mujer que se ha visto ante la mesa de la Redacción, que ha hecho reportajes, que ha organizado encuestas, que ha vivido y sentido. En fin, el periodismo de combate, ágil, nervioso y bohemio.


Literatura

El cambio de siglo supuso un giro radical en la vida de Carmen de Burgos. Primero se fue a Madrid y, al poco, tomó un tren que la llevó a descubrir Europa. Empezó por Francia e Italia. «Se dice que los viajes han perdido en poesía lo que ganaron en comodidad», escribió en Por Europa (1906). «Prefiero que sea así, aunque no pueda referir á usted los encantos de las diligencias, tan poco diligentes en los viajes de nuestros padres».

En esos países conoció los salones literarios. Eran lugares refinados donde hablaban de altísima cultura. Aunque, en sus cómodos sillones, no era más fácil ser mujer. El peso de esa frase que dijo Pardo Bazán, «cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio», caía ahí también como un plomo. En su libro de viajes, la almeriense se quejaba de que, en Francia, «muchas damas aristocráticas se hacen notar por sus gustos literarios y como aficionadas entran en el mundo de las escritoras, pero no logran tomar en él carta de naturaleza, a pesar de los aplausos que debidos a su posición social se les tributa en los salones».

La idea de reunirse para hablar de cultura le fascinó y, al volver a Madrid, montó su salón literario. Todos los miércoles, a las cinco en punto, comenzaba en su casa ‘La tertulia modernista’. Colombine servía té, como hacían en aquellos países. Imitaba sus modales exquisitos y establecieron que, de puertas adentro, la libertad de pensamiento sólo tendría como límite el infinito.

«Por mi casa de Madrid pasan escritores, periodistas, músicos, escultores, pintores, poetas… y cuantos artistas americanos y extranjeros nos visitan… Todos somos hermanos, todos hablamos de arte… todos son soñadores que luchan por el ideal», relató en Al balcón.

La tertulia en su casa de la calle San Bernardo, número 76, duró varios años y de allí salió la Revista crítica. A los gobernantes conservadores que la trasladaron a Toledo no sólo le incomodaban sus escritos. También veían en esas citas un polvorín. Pero a pesar del ‘destierro’, no consiguieron disolver el grupo. Colombine viajaba todos los fines de semana a Madrid y todos los domingos, como antes hacía los miércoles, a las cinco en punto, servía el té.

Carmen de Burgos debió de ser una persona arrolladora. Tenía la corpulencia, los ojos oscuros y los rizos negros del duende andaluz. En una sociedad asfixiada por la moral, ella era indómita y eso, probablemente, la hizo irresistible. «En mi inolvidable Rodalquilar se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios», contó en ‘Autobiografía’, en la revista Prometeo, publicada en agosto de 1909. «Allí sentí la adoración al panteísmo, el ansia ruda de los afectos nobles, la repugnancia a la mentira y los convencionalismos. Pasé a la adolescencia como hija de natura, soñando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando al galope las montañas».


En su gabinete de trabajo, en Madrid, durante la entrevista con ‘La Esfera’ en 1922

Colombine mantuvo toda su vida ese espíritu anárquico. Desafió todas las cadenas, hasta las del espacio y el tiempo. Ni se ató a un domicilio fijo ni jamás dijo su edad. Prefería darse a esa naturaleza salvaje de la «tierra mora» donde se crió. En una entrevista en La Esfera, en 1922, el periodista le preguntó:

—¿Qué digo de la edad?

—Pues diga usted que le he contestado lo mismo que á un policía al llegar á la frontera suiza. Me preguntó la edad y le dije: “Pues mire usted, no sé la que habré puesto en la cédula, ¡porque como miento tanto en ese punto!”. Cuantos me oyeron quedaron asombrados de mi ingenuidad, tomándola por osadía.

De esa mujer sin miedo se enamoraron muchos hombres que pasaron por la tertulia. Pero ella ya no era presa fácil. Muchos artistas le declararon su amor y ella rechazó a todos. Algunos, ofendidos y despechados, la llamaron frívola y coqueta. Ella, para esquivar estos galanteos, alardeó de «incapacidad de amar».

Hasta que en abril de 1908 apareció en el salón un joven que estudiaba derecho. Tenía 18 años y se llamaba Ramón Gómez de la Serna. Ella tenía 37, pero la diferencia de edad no detuvo el flechazo. Bastó un año para que un día, de pronto, unos besos derribaran la armadura que Colombine se había calzado. Así empezó una relación que pasó por la pasión, los celos, la admiración, la complicidad, la traición y la amistad.

Esos besos, atribuidos a personajes ficticios, están escritos en un párrafo que descubrió Núñez Rey en La hija fea:

«Lo leí sobre su hombro, y sin retenerme la besé en la nuca. No la había besado nunca y no se incomodó. Aquel beso estaba incluido de tan grandes cosas, eximias y maravillosas, que no manchaba».

Poco después decidieron dejar la tertulia y dedicarse en cuerpo y alma a escribir. Ella ya era reconocida y admirada en el mundo literario. Él aún no. Pero Carmen de Burgos siempre creyó en su talento y lo apoyó mucho antes de que se hiciera famoso por sus greguerías.


Ramón Gómez de la Serna, en su estudio de Madrid

La literatura era la pasión de los dos. «En aquella época hubiera matado al que me dijese que la literatura no lo era todo», escribió el madrileño en Automoribundia. Y entre las lecturas compartidas, y los días y las noches escribiendo en la misma mesa, fue creciendo su amor.

No iba a ser fácil. Desde que el padre de Gómez de la Serna escuchó hablar de este idilio empezó a mover hilos para intentar separarlos. En 1909 don Javier consiguió que nombraran a su hijo secretario de la Junta de Pensiones de París. Ramón se fue a vivir a Francia y Colombine permaneció entre Madrid y Toledo.

Las cartas de amor y una visita a París trituraron las intenciones del padre. Al cabo del tiempo Ramón regresó a Madrid y volvieron a vivir juntos. En las décadas siguientes sólo los separaría el trabajo. Ella nunca dejó de viajar ni rechazó las invitaciones a dar conferencias en cualquier lugar del mundo por estar a su lado.

Colombine era de las pocas mujeres que en aquella época entendió que el amor no debía ser una mazmorra. Aunque ella, de guante blanco, nunca lo dijo en palabras tan directas como la política rusa Alejandra Kolontai: «El hombre siempre intentó imponer su ego sobre nosotras y adaptarnos totalmente a sus propósitos. Así, a pesar de todo, constantemente estalló la inevitable rebelión interior, ya que el amor se convirtió en una prisión».

A lo largo de su vida, Carmen de Burgos escribió más de cien relatos cortos y novelas. Y en muchas de ellas hacía ver cómo la sociedad arrinconaba a la mujer en la sociedad detrás de las cortinas. «Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre», dijo, enfadado, el protagonista de su relato El artículo 438.



Escribía de noche. «Podrían ver que son las cuatro de la mañana y aún arde mi lámpara de trabajo», dijo a José Montero Alonso en una entrevista publicada en La piscina, La piscina. Y con el tiempo sus cuartillas se acercaban cada vez más a sus ojos. Lo contaba Ramón. Era miope.

—En sus novelas, ¿cómo trabaja usted? ¿Traza primero un plan? —preguntó el periodista.

—No. La preparación de cada novela es mental más que nada. Aunque luego, a pesar del ese plan meditado, la fuerza de la acción empuja, varía el curso primitivo de la novela. Yo trabajo siempre de noche. (…) Escribo con facilidad. Si no, escribir sería un tormento. Y escribir debe ser siempre un placer.

—En esa relación, en esa amistad que hay siempre de novelista a lector, de autor a público, ¿recuerda usted alguna anécdota, algún hecho curioso?

Colombine le contó que había escrito una novela llamada Los anticuarios basada en lo que había aprendido de esas tiendas en París. Varios años después, en un hotel en México, un desconocido la detuvo y le dijo: «¡Le debo a usted mi fortuna!». Aquel hombre leyó el libro y copió los trucos y las estafas que relataba para montar un negocio. Después compró todos los ejemplares que había en México para que nadie pudiera descubrir sus artimañas y evitar que otro listo le hiciera la competencia.

—Y yo que quise poner un fin moral en mi libro por el ambiente de picardía y de farsa que mostraba al descubierto, vi que lo conseguido era todo lo contrario: en vez de moralizar, desmoralizaba…

La literatura también la envolvió en un proceso judicial de lo más estrafalario. Una mujer la demandó alegando que su novio, después de leer una novela de sus novelas, renunció a casarse con ella. «Creyó que mi libro influyó en la decisión del hombre. Y me pedía, como indemnización, una cantidad realmente grande», explicó en la entrevista de La piscina, La piscina. «El pleito, que por fin gané, me costó mucho dinero, pues la mujer iba, ante cada sentencia, recurriendo a un Tribunal superior de categoría».

La almeriense contó una anécdota más al periodista. Esta vez, de terror. Ocurrió una noche, mientras escribía una novela de espiritismo, El retorno. De pronto, se apagó la luz. Esperó un rato pero las lámparas no volvieron a encenderse y entonces se fue a dormir. Al día siguiente, por la noche, como era su costumbre, se sentó en su escritorio. Escribió unas cartas y «cuando quería avanzar en las cuartillas, la luz volvió a apagarse. Así hasta cuatro veces en cuatro noches. Como si un poder oculto, misterioso, impidiese salir a mi novela de aquella cuartilla en que se había detenido», relató. «Publicado ya el libro, la señora de un amigo, al oírme contar este caso, quiso, por curiosidad, comprar mi novela espiritista. La estaba leyendo una noche, en el lecho, y cuando apagó, para dormir, la luz, vió a los pies de su cama una fantasmagoría de sombras blancas, extrañas. Se asustó, gritó. El libro prolongaba de este modo su espíritu de miedo y misterio…».

La ciencia reciente exterminó a las almas como Nietzsche mató a Dios. Pero en aquella época los espíritus eran gente corriente. Thomas Edison incluyó en sus trabajos un dispositivo para comunicarse con los muertos y el gran astrónomo Camille Flammarion pensaba que era muy posible que el más allá estuviera habitado por espíritus.

A finales del XIX y principios del XX, «el espiritismo era ocupación de las clases privilegiadas e intelectuales», según el escritor Miguel Ángel Delgado. «Los médiums eran recibidos en los salones más exquisitos». Incluso Victoria Woodhull, la primera mujer que se presentó a presidenta de los Estados Unidos, trabajó de intérprete entre los vivos y los muertos cuando era una niña para llevar ingresos a sus padres.



El desengaño
La tarde del sábado 7 de diciembre de 1929, en el Teatro Alcázar de Madrid, Ramón Gómez de la Serna estrenó ‘Los medios seres’. El escritor temía la reacción del público, que en aquella época no tenía ningún pudor en convertir el final de una función en un volcán de alaridos, y se ocupó de que muchas de las butacas estuvieran ocupadas por sus amigos.

Allí estaban sus compañeros de la tertulia ‘Sagrada cripta del Pombo’: la periodista Magda Donato, Salvador Bartolozzi, Enrique Jardiel Poncela y, por supuesto, Carmen de Burgos. «Todos estaban estratégicamente situados en el teatro para contrarrestar la reacción esperada de los estrenistas habituales y demás espectadores que se presumía rechazasen la forma y fondo vanguardista de la obra», apunta Simona Moschini en ‘La memoria de un evento teatral a través de la prensa: Los medios seres’.

María Álvarez de Burgos actuó en la obra. La hija de Colombine había vuelto rota de Argentina. Traía la frustración de un matrimonio fallido con Guillermo Mancha y una intensa adicción a las drogas. La madre se empeñó en que Ramón le diera un papel. No fue fácil. Algunos actores se opusieron pero Carmen insistió y María acabó formando parte de la obra.

Aquella noche, al terminar la función, Colombine descubrió que su hija, María, y su pareja, Ramón, se habían hecho amantes. La prensa no aireó el escándalo pero sí informó de su huida. El 5 de enero de 1930, apareció en El Sol una noticia titulada ‘Ramón se marcha a París’:

«Esta vez Ramón nos amenaza con una estancia muy larga. Ha tomado ya una ‘garqonnicre’ en el Barrio Latino, y sólo volverá a Madrid en el verano. Ramón dice que su establecimiento en París responde a uno de sus sueños más largo tiempo acariciados. Por nuestra parte, lo dudamos mucho, porque, de haber sido así, se habría preocupado, por lo menos, de aprender francés. Pero él recuerda que ni Víctor Hugo aprendió español cuando vino emigrado a España, ni Fernández y Gonzáless aprendió el francés cuando se trasladó a París como huésped de análoga categoría. Ramón se va, y no por esas razones, sino simplemente por deseo y capricho literario».

Pronto se vio que esa relación no fue más que «un espejismo lateral del teatro», escribió Ramón en Automoribundia. «Una interrupción de locura llenó los febriles días de los ensayos y oí el “siempre había esperado este momento” y en esas noches supe que ella tomaba cocaína y hubo una escena de muerte verdinegra que violentó más aquella pasión».

Al final no fue el padre de Ramón quien los separó. Fue la hija de Carmen. El golpe cayó en un corazón que llevaba años enfermo. «Mi salud no es buena, pues de sustos y sufrimientos siento que me desfallece el corazón. (…) Mi vida hace crisis», escribió un año más tarde en una carta a su amiga Ana de Castro Osorio que Concepción Núñez encontró en la Biblioteca Nacional de Lisboa.

Pero el amor pudo al rencor. No había estocada suficientemente honda para que Colombine diera la espalda a su hija. María, perdida en sus crisis neuropáticas y las drogas, volvió al hogar de su madre. Ramón, en primavera, regresó de París y también halló su puerta abierta. Después los separó Argentina. Quizá para siempre. El escritor se casó en aquel país y al volver a España intentó evitar a su antigua pareja. Sólo poco antes de que ella muriera volvieron a verse. Él la visitaba cada domingo como a una vieja amiga.


Proclamación de la Segunda República

La república
El 14 de abril de 1931 se proclamó la segunda república española. Era el fin de la ‘dictablanda’ de Miguel Primo de Rivera y de la monarquía borbónica. Las elecciones del día anterior mostraron que las grandes capitales del país no querían un rey. Los lacayos de Alfonso XIII tuvieron que preparar sus maletas urgentemente. «Has de salir del país antes de que se ponga el sol», le advirtió Niceto Alcalá-Zamora, en nombre del Comité Revolucionario.

La nueva Constitución proclamó España como «una república de trabajadores de toda clase». El país se hizo laico y Colombine vio por fin sus sueños cumplidos. La carta magna reconoció el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. «Creo que el porvenir nos pertenece», escribió en la revista Mujer el 27 de junio de ese año.

Había pasado meses retirada de la vida pública, escribiendo relatos, entre las sombras de su dolor. La república, al fin, la sacó de casa. Se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y en la formación querían que se presentara como candidata a diputada en las elecciones de 1933. Era ‘presidente‘ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La eligieron ‘vicepresidente primero’ de la Izquierda Republicana Anticlerical, una agrupación que seis días después de publicar su manifiesto, reunió a 10.000 personas.

Su tiempo pasaba entre la actividad frenética de los mítines y el descanso que le exigía su corazón. Apuraba sus energía para seguir con sus campañas. Esta vez, contra la pena de muerte y la prostit*ción. «Me cogió un vértigo de trabajo. No quise confesar que mi salud está delicada, lo llevé todo a cabo y me puse a morir», escribió a su amiga Ana de Castro, a mediados de noviembre. «Por fortuna tengo una naturaleza fuerte y una semana a leche, y con reposo absoluto, me han puesto bien. (…) Era un esfuerzo necesario. Ya podremos ir más despacio. Se necesitaba escalar la fortaleza y ganar el tiempo que había perdido con mi alejamiento de todo».

Antes del fin de 1931, en noviembre, ingresó en la masonería. Carmen de Burgos fundó la logia Amor y le otorgaron el grado de máxima autoridad, Gran Maestre,después de casi 20 años de excelente relación con esta organización donde se hermanaban los grandes intelectuales de la época.

En marzo de 1932 publicó Guiones del destino. Lina, la protagonista, «avanzó hacia el público, saludando y enviando puñados de besos que parecían materializarse y volar sobre los espectadores». De pronto, estalló un «grito de inmenso horror exhalado por el público. El telón bajaba rápidamente sobre Lina, que no se apartaba. Por pronto que quisieron acudir espectadores y empleados en su ayuda, llegaron demasiado tarde. El enorme telón había aplastado a la actriz. La mitad de su cuerpo quedaba a la vista del público, descansando entre las flores, frescas y olorosas, que le acababan de arrojar».

Colombine, de algún modo, estaba anunciando su propia muerte. Ocurrió siete meses después. La tarde del sábado 8 de octubre de 1932 la escritora acudió a la sede del Círculo Radical Socialista para participar en una mesa redonda sobre educación sexual. Quería acabar con esa imagen pecaminosa que los clérigos daban al amor dentro de la alcoba. «En las bodas del futuro», indicó, «al tomarse los dichos, deberá acudir el médico en vez del confesor».

Pero, de pronto, empezó a sentirse mal. Muy mal. Exhausta. En la sala había dos médicos y también llamaron a su amigo y doctor Gregorio Marañón. «Una vez los tres médicos reunidos se procedió a hacer una sangría y a la inyección de varias ampollas de aceite alcanforado. Sin embargo, la ilustre escritora continuaba empeorando», escribieron al día siguiente en el periódico El Sol. «A pesar de su estado, conservaba la serenidad. Sin perder energía pronunció estas palabras: “Muero contenta, porque muero republicana. ¡Viva la República! Les ruego a ustedes que digan conmigo: ¡Viva la República! (…) Se avisó a una ambulancia que trasladó a doña Carmen de Burgos a su domicilio donde falleció a las dos de la madrugada».

Enterraron a Colombine en el Cementerio Civil de Madrid, un día de lluvia fina. En la comitiva estaban los principales políticos e intelectuales de entonces. La noticia apareció en decenas de medios internacionales. Hubo varios homenajes en su honor y muchos intelectuales, entre ellos, Clara Campoamor, pidieron que Madrid diera su nombre a una calle.


Carmen participa en una conferencia contra la pena de muerte de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas

La escritora no pudo ver que, en realidad, el porvenir no les pertenecía. Había sido un espejismo que acabó a balazos, en una guerra civil y una dictadura nacionalcatólica. El fin de la república fue también el fin de su memoria. El general Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías.

Otras autoras que habían defendido los derechos de la mujer, como Pardo Bazán, sobrevivieron al régimen. La condesa se libró porque era católica. En Galería, una recopilación de entrevistas del Caballero Audaz publicada en 1943, aparece una entrevista a doña Emilia de principios de siglo, pero el texto acaba con un parche ideológico que el censor introdujo a capón.

«Con pocos años más de vida que Dios hubiera querido conceder a la condesa de Pardo Bazán, le hubiera sido dado a ésta contemplar la honda y rápida transformación experimentada por la mujer española en todos los órdenes de la vida».

«(…) En las clases estudiantiles y populares, la incorporación femenina a la política produjo efectos desastrosos. Por snobismo en unas, por incultura en otras, prendieron en esas masas de mujeres los extremismos más violentos. Ocuparon escaños en el Parlamento agitadoras desprovistas de feminidad, auténticos viragos llenos de rencores y de envidias vengativas que apoyaron toda la legislación disolvente, antipatriótica y, sobre todo, descristianización de la República».

«Aquellas diputadas sin delicadeza, sin religión y casi sin s*x*, hubieran horrorizado el feminismo entusiasta que predicaba la eximia Pardo Bazán, que, si fué uno de nuestros mejores talentos literarios modernos, fué, antes que todo, una fervorosa católica y una española ejemplar».

En esa España las mujeres volvían a asumir el sometido papel del ‘ángel del hogar’. El de la mujer delicada, sumisa, dócil y casta entregada a cocinar, fregar, coser y cuidar de su marido y sus hijos.

Pilar Primo de Rivera, la poderosa fundadora de la sección femenina del partido único, dijo en 1942: «Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».

Veinte años antes un periodista visitó a Colombine en su casa de Madrid. Ella lo recibió en su mesa de trabajo, «que tiene no poco de tablero de plancha o de cortador de sastrería», y dijo:

—Bueno. Pregunte usted, señor confesor.

«Yo no podía tenerme de la risa», escribió el periodista de La Esfera E. González Fiol reconocía y alababa su talento como lo haría con un hombre.

—Mire usted, Carmen: es una interview de amigo y de buen compañerismo. Prescindamos de preguntas y usted me cuenta lo que le convenga… y quien quiera saber más, que vaya a Salamanca.

—Bueno. ¿Por dónde empezamos?

—Por la infancia.

—Mis padres estaban en muy buena posición. Eran hacendados en Rodalquilar, un pueblo que yo he descrito en varias novelas mías. Como de niña era muy raquítica y enfermiza, me mandaron al pueblo para que me fortaleciese, y allí me crié, sin enseñanzas de nadie, como los ajos porros, sin esencia de Dios, como dice la gente del pueblo. Bueno, esto de los ajos porros no lo ponga usted.

—¿Cómo que no? Con lo que me gustan a mí los gráficos modismos del pueblo. ¿Cómo era usted entonces?

—Un demonio. Mis juguetes predilectos eran las muñecas y los periódicos. Mi diversión, leer cuanto caía en mis manos y montar a caballo. Era como he sido siempre: un espíritu rebelde, pero con rebeldía de guante blanco.

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El fotógrafo José Sellier inmortalizó a Marcela y Elisa en A Coruña. / FOTOS: ARCHIVO NARCISO DE MIGUEL


Amar puede ser un acto revolucionario. Marcela y Elisa se querían al abrigo de la noche, pero decidieron poner a dios por testigo de su pasión. Fueron las primeras mujeres que se casaron en España y las únicas que lo hicieron por la Iglesia.

La boda religiosa se celebró un siglo antes de la aprobación del matrimonio homosexual y lo pagaron muy caro: sufrieron la ira del pueblo, la burla de la prensa y la persecución de las autoridades. Hoy, sin embargo, la comunidad gay las considera unas heroínas, los medios las

“Crearon un revuelo internacional, pero no pudieron palpar la sensación de ser unas adelantadas ni unas visionarias”, se lamenta Alonso, convencido de que “su poso ha ayudado a que esta sociedad evolucionase”.

No exagera: el caso del Matrimonio sin hombre, como tituló entonces El Suceso Ilustrado, trascendió las fronteras coruñesas, gallegas y españolas.

Las revistas de Madrid, por ejemplo, vendieron más ejemplares que al estallar la guerra de Cuba.

“Fue el trending topic de la época”, traduce al lenguaje contemporáneo el escritor Manuel Rivas, quien explica cómo su relación sobrevivió las siguientes generaciones hasta convertirse en universal. “Su coraje sólo se explica por un amor que va más allá de la pulsión del deseo. Esa firmeza hace que sea histórico y las sitúe muy por delante de su tiempo”.

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Si, además de una historia de amor entre dos mujeres, nos encontramos ante el caso más popular de una transgresión de los roles de género, se plantea un interrogante: ¿era Elisa lesbiana o transexual?

No hay una respuesta fiable, pues tampoco existen testimonios que puedan confirmarlo. “Al margen de que el concepto de transexual no existía entonces, las fuentes orales no dieron ningún juego”, zanja el decano de la Facultad de Ciencias de la Educación, quien rebuscó en archivos y hemerotecas, pero no encontró a nadie que pudiese aportar más información durante su investigación sobre el terreno.

El colectivo homosexual tampoco puede arrojar luz al respecto: “Podría ser un caso de transexualidad, mas no se sabe. Sea como fuere, sería sólo un matiz en una relación que busca el reconocimiento legal y social”, afirma Alonso.

“Las mujeres tuvieron que refugiarse en un modelo para poder sobrevivir y disfrazarse de hombre era la única manera de alcanzar el reconocimiento social que demandaban”.

De la misma manera que Emilia Pardo Bazán se travistió para acceder a la universidad, Elisa hizo lo propio para normalizar lo que sentía mediante el matrimonio.

“Las mujeres lesbianas tuvieron que pagar un altísimo precio por la visibilidad y todavía hoy, en pleno siglo XXI, lo siguen haciendo”, concluye la activista gay.

“Es una de las más extraordinarias historias de amor de todos los tiempos”, escribe Rivas en el prólogo de Elisa y Marcela. Más allá de los hombres. La obra, editada en 2010 por Libros del Silencio, es el producto de quince años de investigación de Narciso de Gabriel, quien rebuscó en archivos judiciales, eclesiásticos y policiales para tratar de tejer la apasionante vida de estas “dos heroínas que las pasaron putas”, en palabras del autor de El último día de Terranova.

La idea se la brindó una noticia de La Voz de Galicia publicada en 1901 que encontró mientras indagaba sobre los procesos disciplinarios a los que fue sometido el magisterio en su región.

Cuando comenzó a tirar del hilo, se quedó atrapado en una maraña fascinante, de la que no quiso zafarse hasta que NigraTrea la llevó a imprenta.

Pardo Bazán decía que resultaría difícil para un novelista idear una historia de esa naturaleza”, recuerda De Gabriel, que vería traducido el libro del gallego al castellano cuando Gonzalo Canedo decidió inaugurar la colección A contracorriente con su estudio.

El editor cercedense, ya fallecido, conoció gracias a un artículo de Rivas la vida de Elisa y Marcela, que le impresionó profundamente. No podía imaginarse que todo aquello sucediese a escasos kilómetros de la aldea que lo vio nacer. Quizás en Londres o en Nueva York, ¿pero en A Coruña

“Si cuestionamos la visión histórica, hay que pensar que ésta también es la ciudad donde se publica el periodico anarquista El Corsario, el escenario de la huelga de las cigarreras o el destino donde Kropotkin fue agasajado por las obreras coruñesas con un reloj que llevó hasta su muerte”, matiza Rivas, nacido en el barrio de Monte Alto, cuyas ubres ordeñó para destilar las pequeñas grandes vidas que discurren por las páginas de Las voces bajas.

“Hay otra Historia en la que personajes como Marcela y Elisa van abriendo sus propias galerías, porque el entramado oficial era una jaula de hierro”, añade el columnista de El País, consciente de que no es la única relación oculta que haya trascendido, pero sí la que más le ha impactado. “Es increíble cómo el viento represivo no tumba ese amor de inmediato, sino al contrario, porque va más allá de la línea del horizonte”. Concretamente, hasta el skyline de la quinta provincia


La sociedad, la Iglesia y la Justicia castraron el porfiado intento de dos mujeres por ser felices, aunque la prensa calificó la boda como una “burla sacrílega” (según El Suceso Ilustrado) y un “escándalo asquerosísimo” (según El País de la época).

Hay quien fue más allá, como un médico que sugirió su ingreso en el manicomio de Conxo.

“Quizás no logren ser curadas, pero sí estudiadas por el sabio Sánchez Freire, y por lo menos allí recluidas evitaremos que se propague su enfermedad, que suele ser contagiosa por el ejemplo, y que por fortuna en nuestras provincias gallegas no sólo no abunda, sino que es rarísima”, declaró a La Voz de Galicia el doctor, que mantuvo su nombre en el anonimato.

En contraposición, es justo reconocer las voces que clamaron por su libertad en Oporto, donde se hicieron varias colectas para ayudarlas económicamente, o la actitud inflexible del fotógrafo español de origen francés que las inmortalizó tras la boda, José Sellier, quien se negó a vender a la prensa de Madrid una copia del retrato que había expuesto en su escaparate.

Sólo hay dos imágenes más de Marcela y Elisa, rescatadas del Archivo Histórico del Ministerio de Negocios Extranjeros de Lisboa por Narciso de Gabriel, quien abre su impagable libro con una cita de Anaïs Nin: “La única anormalidad es la incapacidad de amar”. Cuarenta años después de la muerte escritora estadounidense, todavía hay personas que piensan lo contrario. Otra cosa es lo que hagan, furtivas, cuando cae la noche. Deberían cuidarse del fantasma de las amantes coruñesas, prestas, allá dónde estén, a tirar de la manta. “Su amor —como dice Manuel Rivas— todavía hace temblar toda la hipocresía de la Historia universal”.
 
La fascinante historia de Marcela y Elisa, las pioneras lesbianas que se casaron en España (y tuvieron que huir a Argentina)

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La sorprendente boda sin hombre de Marcela y Elisa
El 8 de junio de 1901 Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez Loriga, haciéndose llamar Mario, se casan en la iglesia de San Jorge. Su historia conmocionó a la sociedad de la época.

El 8 de junio de 1901, Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez Loriga contrajeron matrimonio en la iglesia de San Jorge de la ciudad gallega de La Coruña. Para la ocasión, Elisa se hizo llamar Mario y decidió vestir un traje de pantalón y chaqueta masculinos.


Días antes, el mismo párroco había bautizado al joven Mario, quien le había hecho creer que era hijo de padres protestantes ingleses y quería convertirse al catolicismo.

Ante la aparente devoción del joven, el sacerdote no debió sospechar cuando le dijo que también deseaba casarse con Marcela, la persona con la que había convivido los últimos años.

"Se conocieron hacia mediados de la década de 1880. Marcela estaba estudiando en la escuela de magisterio de la ciudad de La Coruña y Elisa, que había estudiado previamente la misma carrera, estaba trabajando allí. Allí se enamoraron".


Se conocieron en 1885, en la Escuela Normal de Maestras, y las relaciones entre Marcela y Elisa, contaba La Voz el 22 de junio de 1901, «cuando se hizo público el asunto», fueron haciéndose «cada vez más íntimas».

Elisa se presentó como Mario en la rectoral de San Jorge, donde explicó que quería abrazar la religión católica tras vivir desde crío en Inglaterra. Como el protestantismo campaba por la ciudad, el bautizo fue autorizado sin mayor problema.

“Vestía americana y pantalón de moda, cuello de punta doblada, corbata de nudo, y llevaba con desenvoltura y gracia todas las prendas propias de hombre”, describe el reportero enviado a la provincia coruñesa por El Suceso Ilustrado. “Un esbozo de bigote rubio, que acariciaba y retorcía repetidas veces, dábale gracia a su semblante. Aunque enjuto de carnes, en su cara no había líneas que denunciasen que su verdadero s*x* fuera el femenino; al contrario, parecía un hombre de veintiséis a veintiocho años”.

Mario dijo que era un sin papeles cuyo padre había muerto y que, de regreso a Galicia, se había instalado en la casa de su hermana Elisa

[URL='http://www.publico.es/uploads/2016/10/22/580ad909a8c52.jpg'][URL='http://www.publico.es/uploads/2016/10/22/580ad909a8c52.jpg']Allí conoció a Marcela, con la que quería casarse. La decisión, según él, contrarió a su hermana, que decidió embarcar rumbo a La Habana. Mientras ella cruzaba el Atlántico, el embarazo de su novia era cada vez más evidente, por lo que estaba dispuesto a “cubrir su honor” mediante el sacramento. Mario, para realzar su hombría, fumaba como un carretero en presencia del rector de San Jorge, don Víctor Cortiella, que se tragó tanto el engaño como el humo. Días después, el 8 de junio de 1901, la pareja se presentó ante el altar: “Ella vestía traje muy elegante, llevando con coquetería la mantilla, sujeta por un ramo de azahar. El traje de Mario era nuevo y muy bien hecho. Lucía una cadena de oro y sortijas. El peinado era algo achulapado”, podía leerse en el reportaje.[/URL][/URL]


Durante la ceremonia, no descollaba la culata del despertador, como llamaba al revólver que siempre portaba encima durante su estancia en la Costa da Morte. Concretamente, en Dumbría, un pueblo que le sonará a los aficionados al ciclismo por la cascada en la que se traviste el Xallas para desembocar en el mar. Al igual que el río salva el desnivel del monte para endulzar las aguas del Atlántico, Elisa se transformó en Mario para poder fundirse con su amada no sólo bajo el amparo de la noche, sino también cuando el sol desperezaba sus rayos. La pistola, que le valió el apodo del Civil, en referencia a la Benemérita, no era una excentricidad: si bien Marcela ejercía como maestra en Dumbría, donde ambas vivían, su pareja daba clase en Calo, una parroquia del limítrofe municipio de Vimianzo situada a once kilómetros de distancia. “Caminaba de noche, monte a través, por una tierra de lobos”, afirma Rivas, vecino durante años de la cercana Urroa.





Elisa, fotografiada en la cárcel de Oporto.

La distancia nunca las separó. Marcela Gracia Ibeas, cuyo progenitor era militar, había nacido en el seno de una familia pequeñoburguesa de A Coruña que no veía con buenos ojos la amistad de su hija con Elisa Sánchez Loriga, huérfana de padre.

La primera tenía dieciocho años y la segunda, veintitrés. Tras conocerse a mediados de la década de 1880 en la Escuela Normal Superior de Maestras, se enamoraron, por lo que la más joven fue enviada a Madrid para impedir que prosperase la relación.

El alejamiento forzoso no supuso obstáculo alguno y cuatro meses después se reencontraron en la ciudad gallega, aunque el destino las llevaría a dar clase en localidades distantes entre sí. Calo estaba próxima a la carretera general que unía Fisterra y la capital provincial; Dumbría era un pueblo aislado en el mapa.
 
Una carta anónima había advertido al rector Cortiella del “timo matrimonial” y Mario negó ante él que fuese Elisa: “En mi niñez he vestido faldas; pero notando que me sentía más hombre que mujer, consulté en el extranjero, diciéndome un médico que era hermafrodita y que podía optar por el s*x* masculino, por prevalecer éste en mí”.


Mientras en A Coruña la obligaron a someterse a un examen médico, en Dumbría rodearon su casa con la intención de lincharla: “Tuvo que huir porque los mozos organizaron una cencerrada: querían reconocerla y hacerle pagar su osadía”, afirma Narciso de Gabriel. “¡Que salga el marimacho!”, gritaba la turba. Fue el insulto más suave, según la prensa que se hizo eco del acoso, que no transcribió “lo gordo” porque pringaría el papel.


Antes de casarse ,durante diez años, no tuvieron ningún problema, ya que no estaba mal visto que dos profesoras viviesen juntas.

“A los maestros se les pagaba muy mal, por lo que se convirtió en una profesión de mujeres solteras”, explica el historiador vimiancés Xosé María Lema.

“Solas en aldeas, dormían en la casa de una familia. Incluso se disputaban su presencia, porque los vecinos pensaban que, si las acogían en su hogar, educarían mejor a sus hijos”.

También era frecuente que una madre o una hermana las acompañase cuando eran destinadas a una escuela rural, de ahí que nadie sospechase de la relación.

De una u otra forma, su situación económica era tan precaria que se les conocía como maestros de ferrado, pues los parroquianos les pagaban con maíz o trigo. Pero tampoco el dinero se interpuso entre Elisa y Marcela, sobrina del conde de O Grove y, por tanto, ligada a una familia influyente

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La convivencia entre dos maestras solteras no resultaba sorprendente ni sospechosa hasta que los vecinos empezaron a escuchar «peleas continuas». La pareja seguía igual de enamorada, pero habían empezado a urdir un plan.

Un primo "muy parecido"

En la primavera de 1901, Elisa contó a los vecinos que abandonaba Galicia (y, por consiguiente, a su amiga) para emprender rumbo a La Habana. Marcela, por su parte, explicó que en breve se iba a casar con un pariente de Elisa, un tal Mario. «No he visto cosa más parecida a Elisa. Es de su misma estatura y tiene la misma voz. Si no se tratara de un hombre parecería que es Elisa», explicó en el vecindario.

Elisa -que, efectivamente, tenía carácter brusco y aspecto viril- no se marchó a La Habana sino a La Coruña, donde inició su proceso de transformación: se cortó el pelo, se compró ropa masculina, empezó a fumar y se bautizó como Mario Un día, acudió -vestido de hombre- a la casa de su futura suegra, que sospechó nada más verle. «No sé quién es usted, váyase. De mi hija no necesito saber nada», le soltó.

El revuelo organizado alrededor de la pareja hizo que la prensa empezara a husmear. La Voz de Galicia acuñó el titular: «Un matrimonio sin hombre».

Elisa y Marcela empezaron a cobrar una enorme celebridad.

Asustadas, decidieron poner rumbo a Portugal, donde comenzaron una nueva vida como hombre y mujer. Pero un juzgado coruñés decidió procesarlas y ordenar su búsqueda y captura. Dos policías portugueses entraron en la pensión en la que vivían y Mario terminó por confesar la verdad: era una mujer y se llamaba Elisa.
 
A la cárcel
La pareja ingresó en la prisión de Oporto. En los interrogatorios, Marcela aseguró que se había casado convencida de que su pareja era hermafrodita. Elisa explicó que el motivo de la boda fue librar a Marcela de un pretendiente acosador.

La prensa portuguesa empezó una campaña a favor de la pareja y los españoles residentes en Oporto solicitaron clemencia. Finalmente, en 1902 Elisa y Marcela fueron juzgadas y absueltas en Portugal.

Nadie nunca las entregó a las autoridades españolas, que pidieron su extradición. Ambas escribieron un nuevo capítulo de sus vidas emigrando a Buenos Aires.

Solidaridad portuguesa
Ante el acoso de la prensa y la persecución de la Iglesia y la policía -el juez había decretado su búsqueda y captura-, la pareja a huye de España y se asienta en la ciudad portuguesa de Oporto.

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Image caption La pareja huyó a Portugal para evadir a la justicia española.
Allí, Elisa se hará llamar Pepe. Y, de nuevo bajo la apariencia de una pareja heterosexual, las jóvenes viven como marido y mujer durante dos meses.

El 18 de agosto de 1901, a petición de la policía española, son detenidas y encarceladas.

"Se produce en Portugal un movimiento de solidaridad con las dos españolas matrimoniadas, como dicen los titulares de la prensa. Y tiene lugar una cobertura mediática tan espectacular por lo menos como la que había sucedido en España. La prensa toma partido a favor de la causa de Marcela y Elisa y una parte de la sociedad portuguesa y algunos españoles residentes en Oporto también defienden a las dos mujeres", destaca de Gabriel.

Pese al revuelo, España solicita la extradición de la pareja y Portugal la acepta.

Sin embargo, antes de ser enviadas a España, son juzgadas y absueltas por los delitos que se les imputaban en el país vecino.

Y antes de que se produjera la entrega, Marcela y Elisa vuelven a escapar, esta vez con dirección a Argentina. Nueva huida y nuevo cambio de identidad. En Buenos Aires, Marcela se hará llamar Carmen y Elisa, María.

Nueva vida en Argentina
Estamos en 1903 y han pasado ya dos años desde el matrimonio.

Elisa es la primera en llegar a Argentina. Poco después lo hace Marcela, acompañada de una niña, su hija, que había nacido en Oporto el 6 de enero de 1902.

Pero, ¿quién era esa niña que nació apenas seis meses después del matrimonio de las dos mujeres y qué función tiene en esta historia?

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Image caption Como miles de gallegos, la pareja inicia una nueva vida en Buenos Aires.
"La hija creo que tiene un papel central en toda esta historia. Creo que si decidieron casarse pudo haber sido por dos razones.

La primera explicación es a la que apunta Elisa cuando es entrevistada por la prensa portuguesa. Según esta versión, Marcela quedó embarazada como consecuencia de las relaciones que tenía con un joven del lugar y que Elisa se travistió para dar cobertura al niño o niña", relata de Gabriel.

"La segunda hipótesis, , es que pudo haberse tratado de un embarazo premeditado. Es decir, que Elisa y Marcela no se conformaban con convertirse en marido y mujer sino que querían tener descendencia", sugiere el autor.

El rastro de esta hija se pierde en Argentina, se lamenta de Gabriel, quien asegura que la relación de Marcela y Elisa "está llena de sombras".

La nueva vida de las jóvenes en Buenos Aires, en un principio, no parece diferir mucho de la de miles de inmigrantes gallegas, muchas de las cuales encontraban trabajo en el servicio doméstico.

No obstante, pocos meses después, su historia da un nuevo giro.

Elisa -quien en España fue Mario, en Portugal Pepe y en Argentina se hacía llamar María- contrae matrimonio, esta vez como mujer, con un hombre de origen danés.

"El matrimonio no es feliz y el matrimonio acaba mal, entre otras cosas porque Elisa, que en Argentina se llama María, se niega a tener relaciones sexuales con el marido. Había una diferencia de edad importante de más de 20 años", cuenta de Gabriel.

Había una diferencia de edad importante de más de 20 años", cuenta de Gabriel.
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Image caption La pista de la pareja se perdió en Buenos Aires.

"Después de hacer indagaciones, el marido descubrió que estaba casado con la persona que en España había protagonizado un matrimonio sin hombre, que fue el titular acuñado por el diario La Voz de Galicia.

Denuncia a su mujer y solicita la anulación del matrimonio. El juez decide que María, la anterior Elisa, debía ser examinada por tres médicos. La conclusión fue que se trataba de una mujer y que el matrimonio era perfectamente válido", añade.

¿Qué pasó tras este dictamen? ¿Siguió Elisa conviviendo con su marido danés? ¿Qué fue de Marcela y su hija?

El desenlace de esta relación se desconoce. La pista de sus vidas, apunta el autor gallego, se pierde en esta época.

Sin embargo, su "matrimonio sin hombre" sigue causando hoy tanto asombro e inspiración como hace 100 años.

La escritora gallega Emilia Pardo Bazán, contemporánea de Elisa y Marcela y precursora del feminismo en España, lo expresó con claridad en un artículo dedicado a la pareja:

"Declaro que, para conseguir esta transmigración de hembra a hombre —lo único, según fama, que no cabe en las atribuciones del Parlamento inglés—, se necesita una habilidad extraordinaria, y que quien la ha realizado, cualesquiera que sean sus fines, no es un ser vulgar".
 
El trágico destino de Marcela y Elisa, las únicas lesbianas casadas por la Iglesia: ¿su***dio o cáncer terminal?

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El investigador Narciso de Gabriel plantea que la mujer que contrajo matrimonio vestida de hombre en 1901 se quitó la vida en el puerto de Veracruz, aunque su última pista la sitúa en 1940 en Buenos Aires, donde falleció víctima de una enfermedad.

Un periódico francófono que interpretó la boda como “una nueva forma de feminismo”, rescatado un siglo después por un historiador argentino, sugiere que podría haber sido hermafrodita.

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[URL='http://www.publico.es/uploads/2016/10/22/580ada387763f.jpg']Marcela y Elisa fueron las primeras y únicas lesbianas españolas que se casaron por la Iglesia. Su historia de amor ha resistido más de un siglo, el tiempo que debió transcurrir para que otras mujeres pudieran sellar su relación con todas las de la ley.
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El decorado de este guion de película —basada en hechos reales— alternó las calles señoriales de A Coruña y las corredoiras polvorientas de la comarca de Soneira, donde pudieron amarse al amparo de la noche hasta que el engaño salió a la luz y se vieron forzadas a huir: Elisa se había disfrazado de hombre para, Dios mediante, decir “sí, quiero” ante el rector Cortiella.

La espada de la Justicia y el garrote de los paisanos propició su fuga, primero a Oporto y luego a Buenos Aires, donde se les perdió la pista en 1904, tres años después de su boda. De Marcela nada más se supo. Elisa transitó su biografía de la mano de la tragedia, hasta componer un poema de amor, enfermedad y su***dio.

Puerto de Veracruz, 1909: una silueta se precipita al mar desde un barco fondeado en el muelle mexicano.

La revista Nuevo Mundo, editada en Madrid, se hace eco de un supuesto artículo de la prensa mexicana que identifica a la suicida como Elisa Sánchez Loriga, la maestra gallega que no dudó en hacerse pasar por un hombre para poder llevar al altar a su amada.

“Hice indagaciones en Madrid y en Alcalá de Henares, pero no aparece ninguna noticia al respecto”, explica Narciso de Gabriel, que relató su lucha por la igualdad en Elisa y Marcela. Más allá de los hombres (Libros del Silencio). El decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de A Coruña, que brujuleó durante quince años en archivos y bibliotecas el destino de la pareja, al principio le concedió crédito, si bien luego comenzó a dudar de su veracidad. “Hablé con el Consulado de Veracruz y con el Ministerio de Exteriores, mas nadie me pudo confirmar que hubiese puesto fin a su vida. Aunque eso, claro, no quiere decir que no lo hubiese hecho”.

En el caso de que no fuese cierta, ¿qué interés podría tener la prensa en publicar la noticia?, se pregunta De Gabriel, que siguió investigando las andanzas de Elisa hasta que se topó con otra pista durante una visita a Argentina.

“Una señora me aseguró que su madre la había visto en Buenos Aires allá por 1940. Estaba muy enferma y atravesaba la fase terminal de un cáncer que le provocaría la muerte poco después”, asegura este experto en las vicisitudes de las amantes coruñesas.

“Tampoco pude confirmar esta segunda versión a través de otras fuentes”, matiza el catedrático de Teoría e Historia de la Educación.

“No resulta fácil hablar de ellas, porque sus trayectorias son prácticamente desconocidas, por lo que tenemos que interpretarlas a partir de su conducta y de su experiencia. Los únicos datos son las huellas que dejaron en la prensa, aunque se trata de informaciones condicionadas por el contexto de la época. No hay testimonios personales de las protagonistas, excepto una carta dirigida a dos periódicos portugueses en la que agradecen el apoyo recibido. Sus vidas están rodeadas por el misterio”, zanja De Gabriel.


Hasta aquí, la historia conocida, que fue difundida con profusión por las revistas de principios de siglo, que se centraron más en la ausencia de un varón en la boda que en la presencia de dos mujeres ante el altar.

La prensa argentina, que había reproducido algunos artículos publicados en España cuando contrajeron nupcias, pasó por alto la demanda de anulación de Jensen, a la que sólo le dedicaron espacio en sus páginas La Prensa, La Nación, El Correo Español y El País. Hasta que el 18 de julio de 1904, Le Courrier de la Plata, editado en francés, publicó Un mariage entre femmes. El reportaje aporta dos novedades: su enfoque, que plantea la unión como “una nueva forma de feminismo”, y un informe pericial que sugiere que Elisa podría ser hermafrodita, un extremo que los médicos españoles habían descartado.

El texto permaneció oculto hasta que el historiador argentino Hernán Díaz lo rescató durante sus investigaciones sobre la inmigración francesa, objeto de su tesis doctoral. Después de centrarse durante años en la colonia gallega, retrocedió al primer cuarto del pasado siglo para comparar ambas comunidades. De ahí su encuentro casual con Marcela y Elisa en el diario francófono de Buenos Aires. “La historia no sólo me pareció muy singular, sino que además trataba sobre inmigrantes coruñesas, un tema que ya había abordado, con lo cual me apuré a traducirla y se la envié a algunos amigos”, explica el también responsable de investigación del Museo de la Emigración Gallega. A este lado del Atlántico, Paco Pita, presidente de la Asociación Cultural Irmáns Suárez Picallo, recibe el escrito y pone en alerta a Narciso de Miguel, pues contenía novedades sobre la condición sexual de Elisa. “Me chocó el titular, Matrimonio entre mujeres, y el enfoque del caso, diferente al de los periódicos españoles”, explica Pita, que no dudó en encargarle un artículo al decano de la Facultad de Ciencias de la Educación para publicarlo, junto al original, en el último número de la revista Areal de Sada.

Jensen, además de sentir celos por la hermana, cree que su esposa podría negarse a consumar el matrimonio porque había “desposado un hombre”. Sin embargo, los peritos médicos Drago y Hernández concluyen que es una mujer, por lo que el juez se niega a anular la unión. Le Courrier de la Plata también absuelve a María/Mario/Elisa porque considera que la boda con Marcela Gracia Ibeas en España sólo pretendía cubrir su honor: “Así le dio un marido a la madre y un padre al niño”. De Gabriel expone dos teorías. La primera, más creíble: “Buscó expresamente el embarazo para posteriormente casarse, de modo que la niña, además de permitirles ser madres, daría credibilidad a la pareja”. La segunda, coincidente con la tesis de la cabecera porteña: “Tuvo una hija no deseada fruto de una relación con un joven de Dumbría, donde había ejercido como maestra rural; y, para evitarle los problemas derivados de ser una madre soltera, Elisa decidió casarse con ella”.





El fotógrafo José Sellier inmortalizó a Marcela y Elisa.

Lo del bebé es lo de menos, porque aquí lo importante es la lucha de dos personas por visibilizar su amor. No obstante, como no hay más información que la de la prensa de la época, no queda otra que caminar a tientas sobre sus vidas.

Por ejemplo: ¿Elisa era lesbiana, transexual, hermafrodita o, sencillamente, se travistió para burlar al cura y cegar a quienes no veían con buenos ojos que dos chicas se amasen?

Durante las exploraciones a las que se sometió a la fuerza en A Coruña, donde empezó a vestirse de hombre, los doctores aseguraron que no era tal. Su defensa ante el rector Cortiella contiene algún dato falso: “En mi niñez he vestido faldas; pero notando que me sentía más hombre que mujer, consulté en el extranjero, diciéndome un médico que era hermafrodita y que podía optar por el s*x* masculino, por prevalecer éste en mí”. En realidad, Mario/Elisa no había estado en el extranjero, aunque se hubiese presentado como un joven que acababa de regresar de Inglaterra, una simple treta para poder casarse.

Sin embargo, el informe de la revisión llevada a cabo en Buenos Aires aporta “detalles técnicos que explicaban la constitución física de María Sánchez [Mario/Elisa]” y que “permiten comprender por qué el matrimonio que ella contrajo con Jensen nunca pudo ser consagrado”.

El final del artículo del Courrier, tras justificar los avatares que la llevaron a luchar contra viento y marea para procurarle el bien a Marcela, abunda en los particulares genitales de Elisa: “Debemos esperar que el señor Jensen, frente al bello rasgo de generosidad de su mujer, sepa perdonarle su pequeño defecto físico. Tiene una edad donde eso no tiene gran importancia para él”. En concreto, sesenta y cuatro, veinticuatro años más que Elisa.

Mané Fernández, experto en transexualidad, aclara que hace más de un siglo “no se hablaba de intersexualidad, sino de hermafroditismo, que abarca una sola parte de la primera”.

Los médicos no podían establecer quién era transexual con un examen físico, mientras que el hermafroditismo era más evidente. “Elisa, si fuese hermafrodita, pudo nacer con ambos genitales, si bien ninguno desarrollado, por lo que quizás era un hombre”, añade el portavoz de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales.

¿Por qué fue inscrita entonces como mujer? “A lo mejor se le veía la vulva y la vagina, pero no el micropene. Si fuese así, fabricaron a un transexual, porque en realidad sería un hombre”.

Fernández cree que el autor de la noticia está dando detalles “de que algo pasaba” cuando alude al “pequeño defecto físico”. O sea, “la posible existencia de un micropene”, concluye el experto en transexualidad de la FELGTB, quien subraya que Elisa “no tenía por qué estar disfrazándose de hombre, sino adaptando la vestimenta a su identidad”.

Si el s*x* de María/Mario/Elisa sigue siendo un arcano, el artículo de Le Courrier de la Plata refleja que, más allá de la pacata España, una boda gay podía ser tratata con respeto en ultramar.

El título del diario francófono, Matrimonio entre mujeres, contrasta con el de la revista española, Matrimonio sin hombre.

Al comienzo del texto, el autor reconoce que para algunos “se trataba de una nueva forma de feminismo”. El léxico también es revelador: ahora son “heroínas”, cuando en su país habían protagonizado un “escándalo asquerosísimo”, por no extendernos en los insultos que les dedicaron. “Su historia de amor fue posible gracias a la progresiva consecución de algunas de las reivindicaciones propias del movimiento feminista, como el acceso de las mujeres al sistema educativo y a un trabajo remunerado”, escribe Narciso de Miguel en Areal. “La autonomía mental y material que uno y otro fornecen propiciaron sin duda la emergencia y la continuidad de relaciones afectivas y sexuales entre mujeres”.

Sin embargo, ellas no se conformaron con vivir juntas, sino que quisieron oficializar su amor, por lo que se vieron expuestas al escarnio público y a una vida a salto de mata. “Solas y sin apoyo, se tiraron al vacío. No les rondaba la muerte, pero sí el repudio absoluto y, en consecuencia, el exilio, lo que refleja su gran valentía”, afirma José Carlos Alonso, quien en su día reivindicó su figura al frente del colectivo Milhomes. Además del premio que lleva su nombre, el Ayuntamiento de A Coruña, gobernando por la plataforma En Marea, les va a conceder una calle en la ciudad, otra de las reivindicaciones históricas de Alonso. “Teníamos una deuda no sólo con dos mujeres, sino también con las primeras que lograron casarse”, explica Rocío Fraga, concejala de Igualdad y Diversidad. Un reconocimiento, pues, a las identidades sexuales un siglo después de que las autoridades y la prensa de entonces se quedasen en la superficie. “Aunque es la historia de dos mujeres, también es la historia de la transgresión de los roles de género”, apunta De Gabriel. “Ahora bien, para la sociedad de la época tuvieron más mérito los pantalones de Elisa que la relación sexual entre ellas”.





Elisa, fotografiada en la cárcel de Oporto.


. No tanto por respeto a Marcela y Elisa, como por el sufrimiento que acarrearía a sus familiares, “que nada han hecho por perder su reputación”, como señalaba la Revista Gallega.

“Lo que es más censurable [es] tener por único fin [...] la venta de más ejemplares del periódico indiscreto resumiendo en un puñado de céntimos la tranquilidad de un hogar honrado”.

El artículo, publicado en 1901 bajo el título El fomento del escándalo, pedía mano dura con la pareja: “Castiguen a los culpables, pero déjese en paz con su dolor a los que son del todo inocentes, aunque la culpa de los otros les haga padecer”.

También se informaba de madres que ocultaban los diarios a sus hijos. “Lo que nada puede justificar es el descenso voluntario del periodismo a esas cloacas de la degeneración”, señalaba El País.

“Si bien es necesario hablar a veces del vicio, siempre para combatirlo, nunca es lícito traerlo a colación sólo para dar noticia de él; de cualquier modo, hay aberraciones y vergüenzas de tal género, tan bajos, tan repugnantes, que ni por un fin tan justo pueden publicarse, porque manchan la pluma, el papel y la mano que lo toca”, se explayaba el rotativo republicano en la pieza Las bodas sáficas. O las casadas de La Coruña. España, una vez más, en la vanguardia del puritanismo.

Tan sólo alguna voz crítica con el sistema, como la de Emilia Pardo Bazán, que se había vestido de hombre para poder estudiar en la Universidad. “¡Cuánto siento que sea tan escabrosa la inaudita novela que estos días se ha divulgado en la prensa!”, escribió en La Ilustración Artística la escritora coruñesa.

El artículo Sobre ascuas, además de laudatorio, es la excepción que confirma la regla: “La destreza y resolución con que urdió la maraña para soltar la personalidad femenina y adquirir legalmente la condición viril revelan inteligencia nada común y son materia de asombro para el novelista que apenas acertaría a idear enredo semejante”.

Lo hizo a posteriori Felipe Trigo, que publicó en 1903 la novela erótica Sed de amar, aunque no fue tan valiente como las protagonistas, a quienes en la ficción hizo regresar a Galicia como dos mujeres porque la realidad le resultaba demasiado desvergonzada para la época.

“Fue el best seller del momento”, explica José Carlos Alonso. “Refleja su realidad de una manera muy singular, pues hace figurar a Elisa como un hombre que seduce a una mujer”, añade el responsable del colectivo Milhomes, que tras su desaparición pasó el testigo a la asociación Alas.

El activista gay lamenta que, pese a su condición de pioneras del feminismo y la lucha por los derechos de los homosexuales, no obtuviesen el reconocimiento social que se merecían. “Aunque eran unas burguesas, no tenían mucho dinero ni estatus. Al contrario que otras personas de la alta sociedad, que se pudieron permitir el lujo de vivir su relación con anchura porque tenían un palacio, ellas no tuvieron la posibilidad de capitalizar su figura. En fin, no gozaron de las circunstancias que les habrían permitido ser unas adalides”, concluye Alonso.

No fue el caso de las señoritas de Llangollen, dos aristócratas angloirlandesas que, víctimas de un inminente matrimonio forzoso, huyeron vestidas de hombre a Gales. Allí se establecieron en una cabaña, donde se amaron sin tapujos y se cultivaron en idiomas, literatura y geografía. Corría el año 1780 y, mientras se leían libros una a la otra, a veces sonaba la puerta. Era Shelley, Byron o Scott, que acudían a conocer a Lady Eleanor Butler y a la Honorable Sarah Ponsoby. No sólo terminaron siendo aceptadas tanto por sus familias como por los intelectuales, sino que se ganaron la admiración de la reina consorte Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, quien persuadió al rey Jorge III para que les concediese una pensión.

Vivieron juntas cincuenta años, mientras las heroínas gallegas podrían contar con los dedos de sus manos el tiempo que fueron felices compartiendo el mismo techo.

De la primera, nada se supo, aunque dejó una hija que, tal vez, pudo concebir una criatura que quizá se llame como su intrépida abuela: Elisa o, si lo prefieren, Mario o María. De la segunda sabemos lo que preferiríamos ignorar: un cuerpo hundiéndose en las aguas del puerto de Veracruz, una enferma de cáncer que encara sus últimos días en soledad. La guadaña oxidada de la muerte.

“Su fuerza inicial y su coraje posterior han traspasado la eternidad, tras soportar un exilio por motivos de género en busca de la tierra prometida más allá del horizonte del mar”, sentencia el escritor Manuel Rivas. “Es como si en ellas —o en ella y en él— se encarnase un acuerdo que atraviesa generaciones para mantener vivo el amor de una forma épica”. Marcela y Elisa: “Ellas son portavoces de otra Historia”. La que siguen gozando y sufriendo millones de mujeres convencidas de que amar jamás podrá ser un delito.


 
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