Mia Farrow y el diablo: cómo se hizo una película maldita

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Mia Farrow y el diablo: cómo se hizo una película maldita

Fue posiblemente uno de los rodajes más terroríficos de la historia del cine. Y casi 50 años después, su maldición sigue cobrándose víctimas. Con ustedes, 'La semilla del diablo'.
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Frank Sinatra leyó el guión de La semilla del diablo una noche en la cama junto a su jovencísima esposa Mia Farrow. A Mia le habían ofrecido el papel principal, el primero de su carrera, pero Sinatra no estaba muy convencido. No quería que su mujer se ausentase de casa demasiado tiempo ni que trabajara lejos de él. No quería que Mia se acostumbrase a vivir por su cuenta. Y por último, según le dijo esa noche: “No te veo haciendo el papel que te ofrecen”. La reacción de ella figura en su libro de memorias, What falls away: “De repente, yo tampoco me veía. Hasta cierto punto, esperaba que Frank me librase de la decisión y me prohibiese aceptar”.

Mia había conocido a Sinatra en los estudios de la Fox en Los Ángeles, un par de años antes, cuando ella tenía 19 y él ya era una estrella consagrada. En su primera cita, el cantante la había invitado a su casa en Palm Springs. Mia era virgen por entonces y estaba tan nerviosa que se negó. Argumentó que esa noche tenía que alimentar a su gato. Él respondió:

—¿Y mañana? Enviaré mi avión a recogerte. Puedes llevar a tu gato.

Y así comenzó uno de los romances más extraños en la historia de Hollywood. Todos los viernes, Sinatra y Mia se desplazaban de Los Ángeles a Palm Springs en el avión, o en el helicóptero de Sinatra, o en su coche italiano hecho por encargo. Ahí, y después en su mansión de Sunset Boulevard, recibían a los amigos en la piscina, o asistían a fiestas con la flor y nata del cine y el teatro americanos, o jugaban hasta el amanecer en los casinos de Las Vegas.

Sinatra podía haber sido el padre de Mia. De hecho, ella era menor que dos de sus hijos. Pero las semejanzas eran muchas más, y más inquietantes. Al igual que el padre de Mia, el director de cine John Farrow, Sinatra era una estrella. Podía terminar una botella de Jack Daniel’s en una sola noche. Y había estado casado con la sensual Ava Gardner. Por su parte, el señor Farrow había sido amante de Gardner durante tanto tiempo que su esposa mandó construir una puerta extra en su casa para no cruzarse con ella. Por si fuera poco, usaban la misma loción para después del afeitado Quizá por eso, Sinatra protegía a su joven esposa con actitud paternal. Trataba de resguardarla de la prensa del corazón. La ayudaba a conseguir papeles. Incluso le compró una pistola con incrustaciones de madreperla y trató de enseñarle a disparar, lo que en la vieja escuela americana debe interpretarse como un afán por mantenerla a salvo.

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Pero también quería protegerla de sí misma y de su carrera. Mia actuaba en una serie de televisión producida por Fox, donde Sinatra tenía influencias. Si el cantante quería llevársela de viaje, los guionistas ponían a su personaje en coma hasta que ella tuviese a bien regresar. Sinatra no se oponía a que Mia actuase. Tan solo esperaba que lo hiciese siempre bajo su control. Y, con ese fin, le consiguió un papel en su siguiente película: The detective. Ahora los esposos compartirían escenas.
Entonces Mia recibió la propuesta de protagonizar La semilla del diablo, que debía rodarse justo antes que The detective. A pesar de sus dudas y las de su esposo, aceptó. Para la inocente jovencita, ese sería su primer contacto con las hordas del mal.

La novela de Ira Levin Rosemary’s baby olía a taquillazo. La historia de una mujer que concibe al hijo de Satán tenía morbo, suspense y perversión suficientes para llegar al gran público y, de hecho, alcanzó el número dos en la lista de best sellers. El agente del novelista negoció una versión cinematográfica con Alfred Hitchcock, pero terminó por cerrar el trato con William Castle, el productor y director de películas de terror como Escalofrío o La mansión de los horrores. Seguro del éxito, Castle quería dirigir él mismo la película, pero la productora Paramount, que financiaba el proyecto, lo persuadió de que entrevistara a un joven y prometedor director radicado en Londres llamado Roman Polanski.

Polanski apenas tenía 32 años, pero ya había trabajado en Francia y Gran Bretaña, además de en su Polonia natal. Se consideraba a sí mismo capaz de dirigir superproducciones americanas con el talento artístico de un europeo, y trataba de hacerse un lugar en Hollywood. No se caracterizaba precisamente por su humildad.

En sus memorias, Step right up!... I’m gonna scare the pants of America, el productor recuerda que Polanski le pareció, de entrada, un pomposo presumido. Al entrar en su despacho para la entrevista, el director se negó a tomar asiento. Y durante la conversación no hizo más que mirarse en el espejo. Para colmo, hablaba de sí mismo en tercera persona, usando frases como: “Nadie podrá dirigir esta película tan bien como Roman Polanski”.

Sin embargo, su propuesta lo convenció: el polaco quería rodar la historia sin cambios, tal y como figuraba en el libro. Y quería hacerlo de modo directo, sin florituras de cámara ni regodeos de estilo. Eso era exactamente lo que Castle deseaba.

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Polanski decidió mudarse a Santa Mónica y se puso a trabajar en el guión. En tres semanas tenía lista una primera versión de 272 páginas. Después llegó la hora de decidir a quién ofrecer el papel principal masculino. James Fox era demasiado británico. Tony Curtis, demasiado mayor. Paul Newman estaba comprometido. Steve McQueen era completamente incorrecto. El único que podía hacer el papel era Robert Redford.

Pero Redford tenía sus dudas. Paramount lo acusaba de incumplimiento de contrato por una película anterior y su relación con la productora era tensa. Para seducirlo, Polanski lo invitó a almorzar en la mismísima cafetería de Paramount. Podía haberlo convencido, pero la mala suerte le asestó un golpe inesperado. Un joven abogado de la productora sorprendió al actor en su territorio y se le acercó de improviso para entregarle en mano una citación judicial. El actor se sintió víctima de una encerrona y Polanski no pudo hacer nada para cambiar esa impresión. El polaco tendría que conformarse con John Cassavetes.

Para el papel femenino, el director quería a Tuesday Weld. Pero Castle insistió en una joven promesa de 22 años llamada Mia Farrow, y organizó un almuerzo para presentarlos. Mia era etérea, frágil, casi un fantasma. Nada más verla, Polanski se decidió por ella. Pero el director despreciaba a los actores. En cierta ocasión, un periodista le preguntó si estaba de acuerdo con
Hitchcock en que los actores debían ser tratados como animales. Polanski respondió: “Yo solía darles plátanos. Cada mañana los traía mi asistente, y les encantaban. Pero después de un tiempo, cuando no había plátanos, se ponían de muy mal humor”. Además, según su biógrafo Christopher Sandford, Polanski se transformaba en un ogro tiránico y déspota durante los rodajes. El director lo confirmó en una entrevista de 1986 al declarar: “Me estimulo repitiéndome a mí mismo que soy el mejor, un genio. Mientras trabajo en una película, estoy convencido de que será un gran éxito. Por eso le exijo a la gente con la que trabajo todo tipo de cosas que no les pediría normalmente”.

Una de esas cosas era repetir, una y otra vez, las escenas que rodaban. Polanski era capaz de hacer 40 o hasta 50 tomas de cada una para tener muchas opciones en la mesa de montaje. Al final de cada toma, ni siquiera decía “corten”. Su frase más habitual era “otra vez”.

Tan siniestro como el director era el edificio Dakota de Nueva York, donde grabarían los exteriores. Tenía casi un siglo de antigüedad y aspecto de fortaleza gótica con amenazantes gárgolas decorando la fachada. Por si fuera poco, Boris Karloff, uno de los más reconocidos actores de terror, era propietario de un ático ahí.

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El primer día de rodaje en el Dakota, Polanski empezó a dar señales de perfeccionismo extremo. A la hora de comer seguía pidiendo ensayos y cambiando de lugar la cámara, mientras el productor William Castle fumaba un cigarrillo tras otro, preso de la angustia:

—Roman, llevamos aquí seis horas y no hemos grabado una sola secuencia.
—Te preocupas demasiado, Bill.
—Soy el productor. Eso es lo que hacemos los productores.
—Fumas demasiado. Hoy llevas ocho.
Le quitó el cigarrillo de la boca y lo pisó. Añadió:
—Hoy no te dejaré fumar más hasta después de comer.
En otra ocasión, de madrugada, Polanski detuvo el rodaje porque la chaqueta de uno de los actores estaba arrugada. Llamó a la diseñadora de vestuario y le ordenó:
—¡Plánchala!
—Pero se supone que es verano y la chaqueta debería estar arrugada por el calor.
—¡Llévala a planchar!
—¿Dónde? ¡Son las dos de la mañana!
—Ese no es mi problema ¡Hazlo!

En sus memorias, el productor William Castle habla de Polanski con verdadero pavor. Recuerda especialmente un rodaje nocturno en la calle, con el director pidiendo sangre a gritos y probándola sobre el cuerpo de una actriz. Polanski no estaba contento con el aspecto del líquido artificial que había preparado el departamento de maquillaje y, otra vez a gritos, pidió que le trajeran sangre nueva. Los rodajes callejeros estaban llenos de mirones que querían ver de cerca a la joven esposa de Frank Sinatra. Al escuchar lo que pedía Polanski, uno de esos curiosos se acercó a Castle con una propuesta: “Dígale al director que yo le vendo una pinta de mi sangre por cincuenta dólares”. Castle no transmitió el mensaje a Polanski porque estaba seguro de que aceptaría el trato.

El estilo maniático y obsesivo de Polanski también desquiciaba a la Paramount. Con tantas repeticiones, el rodaje se iba retrasando, y los costes aumentaban. En algún momento, Castle recibió una orden fulminante: “Despide al polaco”. Afortundamente para el polaco, el material grabado tenía una pinta demasiado buena, y la productora no se atrevió a echarlo.

Tampoco era feliz el protagonista masculino, John Cassavetes. Él era actor y director, pero pertenecía a una escuela muy diferente a la de Polanski, mucho más experimental y arriesgada. Sus películas tenían un estilo improvisado y fresco. Cassavetes sufría con las 30 tomas que le exigía el polaco y con la orden de repetir cada línea de sus diálogos tal y como estaba escrita. En su opinión, eso le quitaba vida a la película. Además, ni siquiera simpatizaba con Polanski. Por ejemplo, el actor se sentía orgulloso de adorar a su esposa, Gena Rowlands. En cambio, Polanski consideraba que la monogamia era sencillamente imposible.

Los roces entre los dos se fueron agudizando hasta convertirse en peleas. John se rebelaba contra las indicaciones de Polanski, que por toda respuesta lo mandaba callar. Ni siquiera les importaba airear sus conflictos en público. En una entrevista, un periodista le preguntó a Polanski cómo había sido trabajar con un colega director de prestigio como Cassavetes. Contestó: “Cassavetes no es un director. Simplemente ha hecho algunas películas. Cualquiera podría agarrar una cámara y hacer lo que él hace. Tuvo la oportunidad de trabajar en estudios y demostró ser un perfecto incapaz. Él le echa la culpa a Hollywood, pero yo también fui a Hollywood y me va muy bien”.

Al parecer, la única que estaba contenta en el rodaje de La semilla del diablo era Mia Farrow. Ella toleraba con tranquilidad los excesos del director. Donde otros veían soberbia y prepotencia, Mia encontraba “un entusiasmo contagioso” y “un profundo conocimiento de lo que funcionaría profesionalmente”.

Para una de las tomas, Farrow comió hígado crudo, aunque era una vegetariana radical. Y, como de costumbre, la escena se repitió decenas de veces, cada vez con un hígado nuevo. En otra ocasión Mia, la exalumna del colegio de monjas, la que rezaba cada mañana y recibía en casa a curas jesuitas, tuvo que rodar una escena en que besaba el anillo del Papa bajo la mirada de una especie de súcubo, atada a la cama de pies y manos mientras un grupo de brujas entonaba cantos maléficos.

Su momento más extremo fue la escena de la calle, en la que Rosemary embarazada deambula por el tráfico, ida, a punto de ser atropellada. Para grabarla, Polanski no se planteó cortar la circulación. Los coches de verdad circulaban por seis carriles diferentes. Y él le ordenó a Mia Farrow que empezase a caminar entre ellos.

—¿Te has vuelto loco, Roman? —exclamó ella.
—Oh, por favor, querida. A nadie se le ocurriría atropellar a una mujer embarazada.

Como nadie más se atrevía a hacerlo, Polanski manejó la cámara personalmente y caminó entre los autos junto a Mia. Pero para que los vehículos saliesen en la toma, él debía colocarse del otro lado. Si llegaban a atropellarlos, le darían primero a la actriz. Farrow incluso se tomó como un cumplido la descripción que Polanski le dio de ella a un periodista: “Hay 127 variedades de locos. Mia entra en 116 de ellas”. Curiosamente, en esta película sobre cultos satánicos dirigida por un potencial psicópata, Farrow había decorado su camerino con mariposas y arcoíris.

De toda la gente que detestaba a Polanski, el más furioso era Frank Sinatra, que veía su vida marital seriamente perturbada. A veces, intempestivamente, después de cenar, Sinatra llamaba a su piloto y volaba a Miami o a Las Vegas. Pero ahora que Mia trabajaba todos los días, ella no podía acompañarlo. En una de esas excursiones, Sinatra se metió en una pelea y perdió varios dientes de un puñetazo. Más tarde llamó a Mia llorando, para decirle que la amaba y que no quería perderla nunca. A pesar de ser 30 años mayor que ella, a veces actuaba como un niño.

Los retrasos de Polanski empeoraban la situación, porque Sinatra esperaba a su mujer para trabajar juntos en The detective. Según Farrow: “Frank quería que yo cumpliese con él aunque tuviese que dejar sin terminar La semilla... Su ultimátum estaba claro. Corría riesgo mi matrimonio. Pero si abandonaba la película mi carrera estaría acabada”. Mia optó por su carrera. Sinatra lo tomó como una traición. Discutió con ella. Llamó al director “polaco inútil”, lo acusó de ser incapaz “de encontrar sus propio culo con las dos manos”. Movió sus influencias en la productora para paralizar la filmación, pero había demasiado dinero en juego y nadie iba a cancelar un rodaje ni siquiera por él. El matrimonio se enfrió. Mia regresó a California para grabar las escenas de interior y Sinatra se marchó a Nueva York para trabajar en The detective. Comenzaron a circular rumores de un amorío entre el cantante y su coprotagonista, Lee Remick. Las llamadas telefónicas se espaciaron.

Un día, el abogado de Sinatra se presentó en el camerino de Mia, entre los arcoíris y las mariposas, con un sobre marrón que contenía los papeles del divorcio. Sinatra jamás había hablado de divorciarse. Impactada, ella firmó todo. Dijo que haría lo que quisieran, que no recibiría consejo legal. Y luego se encerró a llorar sola. Durante el mes siguiente se refugió en el trabajo. Los fines de semana los pasaba con Roman Polanski y su esposa, Sharon Tate, que siempre tenían amigos allí. Seguía viviendo en la casa de Sinatra. De vez en cuando, él llamaba por teléfono. Pero jamás mencionaba el tema del divorcio.

Mia volvió a Nueva York para terminar el rodaje, cuya última escena se filmó en vísperas de Navidad. Tras despedirse del equipo, recogió y se sentó en sus maletas. De repente, no sabía a dónde ir. Al verla deprimida y desconcertada, una amiga la llevó de vuelta a Palm Springs. Sinatra la recibió con frialdad. Ella continuó recibiendo visitas y organizando fiestas. Pero seguían sin hablar del divorcio ni de La semilla del diablo ni del futuro. Ni siquiera podían hablar de política, porque el cantante estaba comenzando la deriva hacia la derecha que años después le haría apoyar la campaña de Ronald Reagan.

El regalo de Navidad de Mia para su esposo era un taxi londinense, que pensaba presentar con gran pompa. Mientras todos los invitados estaban en la casa, una bocina sonó en el exterior. La idea era que salieran a la calle, donde su amigo Yul Brynner los esperaba vestido con librea para presentar el vehículo. Mia estaba muy emocionada, pero antes de llegar a la puerta, Sinatra le dijo:

—Hace frío. Lleva un jersey.
—Da igual. Vamos a ver.
—He dicho que hace frío.

Mia tuvo que volver a su habitación y recoger un jersey. Luego él la obligó a ponérselo, y los invitados tuvieron que esperar a que abrochase cada botón, enfrente de todo el mundo, mientras su sonrisa se congelaba. Ese día, uno de los amigos de Sinatra maltrató a Mia. La llamó estúpida. Ella comprendió que si ese hombre se atrevía hacer eso, era porque entendía que ella ya estaba de salida en la vida del cantante. En Nochevieja Sinatra viajó solo a Acapulco. Días después, la actriz abandonó la casa.

Al año siguiente tramitarían su divorcio en Ciudad Juárez, México, donde el procedimiento podía resolverse en cuestión de horas.

La semilla del diablo, presupuestada originalmente en menos de dos millones, acabó costando 400.000 dólares más. Pero rápidamente alcanzó el número uno en la taquilla. Durante los siguientes 40 años recaudó 130 millones y se convirtió en un clásico del terror, una mezcla perfecta entre suspense psicológico y thriller satánico. De manera inquietante, como si se tratase de una maldición, muchos involucrados en ella sufrieron varias desgracias. John Cassavetes empezó a mostrar los síntomas de la hepatitis infecciosa que se lo llevaría a la tumba antes de cumplir los 60. Polanski vivió el atroz asesinato de su esposa, Sharon Tate, a manos de una panda de lunáticos dirigidos por Charles Manson. El edificio Dakota se hizo tristemente célebre cuando John Lennon fue asesinado en él.

Por el contrario, Mia Farrow inauguró una carrera estelar. En sus siguientes trabajos, compartió cartel con Elizabeth Taylor y Dustin Hoffman. Encontró en Polanski a un buen amigo y consiguió escapar de un matrimonio asfixiante, marcado por la búsqueda del padre. Para ella, La semilla del diablo fue una puerta al éxito y la libertad. Moraleja: incluso el diablo respeta a la madre de sus hijos.
 
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