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Madeleine Carroll, la musa de Hitchcock que dijo 'no' a Franco y tuvo castillo en Gerona

Recordamos a una de las musas más desconocidas del 'mago del suspense' y su historia de amor con la Costa Brava

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Madeleine Carroll, en una imagen de estudio. (CP)

JOSÉ MADRID
06/09/2020 05:00


Joan Fontaine, Ingrid Bergman, Grace Kelly, Janet Leigh o Tippi Hedren. Todas ellas tienen un denominador común: fueron 'rubias Hitchcock', esos seres gélidos pero volcánicos que formaron parte del corpus cinematográfico del 'mago del suspense'. De algunas, el director se llegó a enamorar; otras juraron y perjuraron (la Hedren, que aún vive a sus 90 años) que las había tratado fatal en los rodajes. Pero todas ellas pasaron a la historia del cine gracias a don Alfredo.

Sin embargo, hubo más rubias y más musas. Algunas de ellas, de hecho, muy relacionadas con España. Pocos saben, al pasear por el cementerio de Calonge (Gerona), que allí descansan los restos de la primera (y, seguramente, más desconocida) musa hitchcockiana. Madeleine Carroll, la protagonista de '39 escalones', fue una enamorada de nuestro país, en el que vivió gran parte de su vida. También fue una de las británicas que pasaron fugazmente por el Hollywood más dorado. Su historia es digna de una superproducción, ya que se casó cuatro veces y cambió los maquillajes de los sets de rodaje por las vendas de la Cruz Roja, a la que se afilió durante la Segunda Guerra Mundial. Su labor solidaria, de hecho, fue el gran motor de su vida.

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Cartel de '39 escalones'. (Cordon Press)

Nacida en West Bromwich, Inglaterra, Carroll sintió pasión por España justo en el momento en el que '39 escalones', que protagonizó junto a Robert Donat, se convirtió en el mayor éxito de Hitchcock en su etapa británica, antes de que David O. Selznick se lo llevase a Hollywood. Para la actriz, aquella historia de tensión amorosa e intriga fue un éxito en toda regla, la que catapultó su presencia rubia y luminosa. En aquellos años, visitó la localidad de Calonge. Fue amor a primera vista, ya que tiempo después ordenó construir allí un castillo situado en el pinar de Treumal, Calonge (Baix Empordà). La estancia, que contiene un museo en su memoria, fue estrenada prácticamente con el inicio de la guerra civil española en 1936, por lo que la actriz pudo hacer poco uso de ella.

Reclamada por Hollywood a raíz del éxito de '39 escalones' y 'Agente secreto', España estuvo, de un modo u otro, presente en aquellos años su vida. En 1938, por ejemplo, protagonizó 'Bloqueo', una película de William Dieterle que simpatizaba con el bando republicano y se estrenó cuando aún no había finalizado el conflicto español. Ni que decir tiene que la cinta, en la que también actuaba Henry Fonda, estuvo prohibida durante el franquismo.

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Madeleine Carroll, en una foto promocional de Paramount en 1939. (CP)


Pese a que nunca llenó cines ni tuvo una presencia tan magnética como la de una Greta Garbo o una Joan Crawford, Madeleine era una presencia reconfortante para los espectadores. Eso le permitió ganarse la confianza de los estudios en plena era del 'star system'. Gracias a esa complicidad protagonizó 'Policía Montada del Canadá' junto a Gary Cooper o fue considerada para encarnar a dulces damiselas en cintas de aventuras como 'El prisionero de Zenda'. Pero el amor entre Madeleine Carroll y Hollywood fue de corto plazo.

Nueva vida en España

Cuando su hermana murió durante los bombardeos aéreos de Londres, la actriz se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de niños y enfermos en la Segunda Guerra Mundial. El cine, en tiempos revueltos, era algo secundario para ella. Y cuando acabó el conflicto bélico no le faltaron razones para acordarse de aquel castillo situado en la Costa Brava. Su segundo marido, el hierático Sterling Hayden (aquel por el que sufría la Crawford en 'Johnny Guitar'), fue acusado de comunista por el temido Comité de Actividades Antiamericanas. Su divorcio de Hayden, y aquel clima enrarecido en un Estados Unidos que nunca sintió como su país, fueron buenas razones para volver a Calonge; al paraíso gerundense que le había sido descubierto, una década atrás, por el matrimonio Woedvodsky, al que todos conocían como los 'rusos de Cap Roig'.

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La actriz en la década de los 40. (CP)

Una vez situada en nuestro país, a Madeleine Carroll no le faltaron propuestas para seguir haciendo carrera en el cine patrio. Una de las películas que le ofrecieron, 'Reina santa', estaba auspiciada por el mismísimo Franco. O, al menos, por su régimen, encantado con aquellas superproducciones de Cifesa que, con más cartón piedra que veracidad histórica, encumbraban a las glorias españolas. El franquismo dio su bendición para poner en marcha una cinta en la que Carroll habría interpretado a Isabel de Portugal. Ella, astuta y consciente de la mala publicidad que eso supondría a largo plazo, hizo lo posible por zafarse del proyecto en el último momento, alegando que estaba enferma. Hubo cierta polémica por incumplimiento de contrato, pero no fue suficiente para estropear el cariño de su legión de fans. Incluso de los más franquistas.

A finales de los 60, Carroll vendió su amado castillo y se trasladó desde Calonge hasta Marbella, donde acabaría viviendo hasta el final de sus días. Eso sí, en Calonge había conocido ya a la que habría de ser su heredera: Anna Pontsatí, la hija de un humilde colchonero de la ciudad que fue su asistenta durante años. A raíz de su cuarto divorcio (de Andrew Heiskell) en 1965, Carroll nunca volvió a enamorarse. Tampoco tuvo hijos ni herederos, por lo que Pontsatí acabó ejerciendo de hija postiza y de amiga.




En la Costa del Sol, la actriz se reconvirtió por completo. Los que la veían pasear por la playa, con sus gafas de sol y su pelo rubio recogido, apenas reconocían ya a una vieja actriz de cine. Madeleine Carroll ya no era Madeleine Carroll. En los 70, siguió dedicándose a diversas causas solidarias, tal y como dictaminaban sus principios y el triste recuerdo de su hermana fallecida. También tuvo negocios inmobiliarios que ocuparon su tiempo, el de unos años en los que la contracultura y lo pop no dejaron ni rastro del cine en el que había sido una estrella fugaz. Su vida se apagó en 1987 a causa de un cáncer de páncreas. Tenía 81 años. Aunque fue enterrada en Fuengirola, muchos pensaron que el lugar donde debían descansar sus restos mortales era Calonge, la playa catalana cuya memoria la acompañó de por vida. Y hasta allí los trasladaron en 1998, antes de que el nuevo milenio borrase su nombre de ese minúsculo grupo de superestrellas del cine clásico que los millenials saben reconocer.

Su tumba, sin embargo, siempre recuerda al turista despistado, en un perfecto catalán, que allí reposa una actriz bondadosa y solidaria: "L'Ayuntament de Calonge a Madeleine Carroll, actriu".

 
Última edición por un moderador:
Joe DiMaggio: deporte, alcohol y una historia de amor eterno con Marilyn Monroe

Hay personajes que parecen nunca caer en el olvido, y el deportista es uno de ellos

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Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, en 1954. (Foto de archivo)

ALEXANDRA BENITO
29/08/2020 05:00


La vida de Marilyn Monroe continúa generando noticias y levantando curiosidad. A pesar de haber pasado más de 57 años desde su fallecimiento, el mito de la actriz sigue muy vivo en Hollywood. Una fama que, sobre todo fuera de Estados Unidos, ha eclipsado a uno de los grandes amores de su vida.

Las relaciones sentimentales de la intérprete de clásicos como 'Niágara' siguen creando interés. Tres matrimonios, un romance con John Fitzgerald Kennedy y el amor platónico de buena parte del público de su época hicieron que su excelente trabajo se viera menospreciado bajo las etiquetas de 'sex symbol' y 'solo una chica guapa'.


Sin embargo, en quien queremos poner hoy el foco es en su segundo marido. Nos referimos a Joe DiMaggio, uno de los hombres más importantes de su vida, con quien siempre vivió una gran historia de amor, romántico y de amistad.

La estrella de béisbol, una leyenda entre los seguidores de este deporte, exveterano de la II Guerra Mundial y comentarista deportivo, y Marilyn Monroe se casaron el 14 de enero de 1954 en San Francisco, dos años después de haberse conocido.



Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, besándose tras su enlace civil. (Foto de archivo)

Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, besándose tras su enlace civil. (Foto de archivo)

Por desgracia, el matrimonio duró apenas nueve meses por desavenencias como dos fuertes caracteres que adujeron "un conflicto de carreras" al pedir el divorcio. Aunque detrás también se encontraba la fuerte adicción de DiMaggio al alcohol, los celos por la fama imparable de la actriz y los problemas de salud mental de Monroe.

Sin embargo, aunque su romance no funcionara, su relación nunca terminó. El deportista aconsejaba a su exmujer sobre sus papeles en Hollywood: "¿No te das cuenta de que te están usando? No eres más que un pedazo de carne para ellos".

Además, se dejaban ver juntos en público, como cuando acudieron al estreno de 'La tentación vive arriba', y tras el divorcio de Marilyn Monroe y Arthur Miller (curiosamente el mismo día que John F. Kennedy asumió su cargo como presidente), este fue quién acudió a su rescate.



Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, de vacaciones en Florida. (Foto de archivo)

Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, de vacaciones en Florida. (Foto de archivo)


La estrella ingresó en la clínica psiquiátrica Payne Whitney por culpa de una crisis nerviosa, y entonces, para sorpresa de muchos (aún no se habían puesto de moda los divorcios bien avenidos al estilo Gwyneth Paltrow y Chris Martin), DiMaggio volvió a ayudar a su amiga.

No solamente hizo que la trasladaran a un hospital corriente -las clínicas psiquiátricas de entonces no eran precisamente un lugar de paz y sosiego-, sino que también la acogió en su casa de Miami.

Tras el fallecimiento de la actriz, el jugador de béisbol pagó los costes del funeral e impidió que acudieran la prensa y los curiosos. Así, sorprendentemente, consiguió que solo estuvieran su familia y las personas más allegadas para evitar un circo mediático.

Hasta su muerte en 1999, Joe DiMaggio envío rosas al cementerio cada semana. Llegando a declarar: "Me iré a la tumba lamentándome y culpándome por lo que le sucedió a Marilyn". Además, según cuenta la leyenda romántica, sus últimas palabras fueron: "Al fin voy a poder ver a Marilyn"

 
La vida en imágenes de Kelly Preston, la sonrisa más fresca de Hollywood

Comenzó su carrera a mediados de los años 80. Madre de tres hijos, tuvo un matrimonio fugaz antes de conocer a John Travolta. Su vida estuvo marcada por la temprana muerte de su padre

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Kelly Preston, en Cannes. (EFE)

C.V.
13/07/2020 12:47


Con infinidad de series, películas de cine y telefilmes a sus espaldas, el rostro de Kelly Preston era uno de los más populares de Hollywood, más allá de su matrimonio con John Travolta. Nacida en Hawái, tuvo una vida nómada, marcada por la muerte de su padre cuando ella tenía tres años. Su sonrisa aportaba siempre frescura y su temprana desaparición a los 57 años, víctima de un cáncer de mama, ha sido un jarro de agua fría para todos sus seguidores alrededor del mundo. La actriz se va tras haber peleado dos años contra la enfermedad, tal y como ha contado su marido a través de las redes sociales. A continuación, repasamos la trayectoria vital de Preston, desde sus primeras imágenes en la industria del cine hasta su papel como madre de familia (tuvo tres hijos con Travolta).

LEA MÁS: Muere Kelly Preston, la mujer de John Travolta, a los 57 años

Madre de familia

John Travolta y Kelly Preston llevaban la friolera de 28 años casados, algo casi inédito en Hollywood. Los actores han tenido tres hijos: Ella, Jett y Benjamin. La actriz vivió el dolor de perder a Jett, que padecía una enfermedad crónica, en enero de 2009. Meses después, la familia anunció que esperaba la llegada de un nuevo miembro. El 23 de noviembre de 2010 nació el pequeño Benjamin.

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Embarazada de su hijo Benjamin, en 2010. (Cordon Press)

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Los Travolta, con su hija Ella y el pequeño Benjamin. (CP)

Kelly Preston comenzó su carrera a mediados de los años 80 y no ha dejado de trabajar hasta el año pasado, cuando rodó su última película precisamente en España. La intérprete cosechó muy buenas críticas con 'Jerry Maguire', y conoció a su marido, cómo no, en un rodaje.

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La actriz en 1991, en la película 'Run'. (CP)

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En el año 83, en 'For love and honor'. (CP)

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Una imagen muy hollywoodiense, sentada en una silla de rodaje en los años 90. (CP)

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En 'Mischief', con Chris Nash, Doug McKeon y Catherine May Stewart. (CP)

La actriz estuvo casada con Kevin Gage en los años 80, un matrimonio fugaz del que no tuvieron hijos. Conoció a John Travolta en el rodaje de la película 'Los expertos', y se casaron en 1991. Desde entonces, aunque ha habido algunos rumores en torno a la vida personal de Travolta, el matrimonio ha sido ejemplar de puertas para afuera.

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Kelly Preston y John Travolta, en la alfombra roja del Festival de Cannes de 2018. (Getty)

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Con el amor de su vida, John Travolta. (CP)

 
Miguel Bosé, el hijo del Capitán Trueno

El cantante y su padre, Luis Miguel Dominguín, tenían algo en común: una apabullante seguridad en sí mismos que les llevaba a innovar y reinventarse de forma constante.

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Luis Miguel Dominguín y Miguel Bosé. (Getty)

JUAN GARCÉS
06/09/2020 05:00

El hijo del Capitán Trueno tiene la edad con la que recuerdo a su padre. Concentran ambos, por diferentes motivos, gran porcentaje de la admiración que profeso a mis dos grandes pasiones: los toros y la música.

Crecí soñando con ser el torero capaz, valiente, exitoso y rebelde que fue Luis Miguel Dominguín.

Admiraba su soberbia técnica, su espíritu iconoclasta y ese estilo vanguardista que le llevó a vestir trajes diseñados por Picasso o a trascender del mundo del toro hasta convertirse en un personaje importante de la cultura, popular y culta, y de la sociedad internacional de la época.

Arreglé los desajustes de mi adolescencia, que -me repito sin parar (para ver si se cumple)- terminó a los cuarenta años, con las canciones de Miguel Bosé.

Las más alegres para tratar de conquistar cantando y bailando a alguna ochentera de pelo inexplicable hoy para nuestros hijos.

Las más lentas o tristes para, después de perseguirlas como un lobo, superar que finalmente nunca pasara lo del bambú.

“Nena, seré tu Super-Superman en… Sevilla si hace falta. Morena mía, si tú no vuelves, linda, puede que… morir de amor y aunque los chicos no lloran...”.

Y así, casi tres décadas, eligiendo frases de sus canciones que cantaba al oído de la mujer de mi vida de esa noche tratando de convertir en subliminal un mensaje que daban a voz en grito todas y cada una de mis revolucionadas hormonas.

Conseguía así asegurarme de que, si decía algo que no tuviera eco en la asediada de minifalda con leotardos, o que le pareciera demasiado fuera de tono a la interpelada de debajo de las hombreras, podría refugiarme en la excusable práctica del karaoking.

Si no funcionaba, tenía que pasar al plan b de escaparme avergonzado a través de la densa niebla con la que los impunes fumadores de entonces se encargaban de asegurar el trabajo de los neumólogos de hoy.

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Miguel Bosé, en una imagen de 1978. (Getty)

Pero mi admiración por ambos va más allá de sus aportaciones a mis abundantes y generalmente frustrados buenos ratos de disfrute en las pistas de baile o ruedos.

Ambos tenían algo en común: personalidad. Apabullante seguridad en sí mismos que les llevaba a innovar y reinventarse en sus distintos frentes de forma constante y casi compulsiva. Ambición artística y personal, y ego al mando seguramente, que les llevó a ser los números uno de sus oficios.

Luis Miguel se autoproclamó como tal en las Ventas y a punto estuvo de comenzar la segunda guerra civil española.

Le plantó cara nada menos que a Sinatracuando vino desesperado a sacar a Ava Gardnerde su propia cama.

Fascinó a Hemingwaycon la salvaje competencia artística que mantuvo con su cuñado, Antonio Ordóñez, hasta hacerle escribir uno de sus más famosos libros.

Le decía a Franco, en las cacerías que compartían, cosas por las que hubieran encerrado de por vida a cualquier otro.

Llegó al final en todo, llevaba al extremo todo lo que emprendía.

Sin embargo, Trueno padre y Trueno hijo no tenían una buena relación. Miguel Bosé nos lo contó a todos en la primera estrofa de una canción que es himno para aquellos que han crecido a la sombra de un padre-genio y arrastran de por vida la lucha y la duda de haber superado a su progenitor.

“El hijo del Capitán Trueno nunca fue un hijo digno del padre, nació poeta y no una fiera, hijo de su madre”.

Normal. Luis Miguel, con todas sus virtudes, era el prototipo de bruto total.

Macho alfa, alfísimo, con las mujeres, en especial con la suya, con sus hijos, con su corte de admiradores y palmeros.

Recuerdo su simpatía natural pero también las formas rudas e intransigentes de sus últimos años.

Siempre tuvo, como dicen los toreros, “gatos en la barriga”. Añádele que, como todos sabemos, el ego nunca envejece bien.

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Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, con Miguel Bosé de niño en Roma. (Getty)

Miguel, mucho más sensible por la mezcla de los cromosomas maternos, y a pesar de, con seguridad, estar dotado de una dosis similar a la de su padre de esa fórmula mágica que produce la personalidad, ha tenido una vida mucho más contenida.

No ha expuesto nunca su vida privada, su condición sexual, ni recuerdo que se haya implicado en nada públicamente que no sea su música. Hasta ahora.

Ahora Miguel tiene la edad que tenía su padre, tal y como yo le recuerdo en sus últimos años.

Murió con 70 y Miguel tiene 64.

No parece que sea el momento adecuado para tratar de liderar causas perdidas o extrañas. Mucho menos si es la primera vez que lo intentas, existe Twitter y la parrilla de televisión se alimenta de la humillación, del derribo de los ídolos, de la tergiversación y de la infamia. Pero está en su derecho.

Miguel puede decir lo que quiera.

Tiene bagaje, coraje y ¿se puede decir todavía coj*nes? para hacerlo. Y tiene derecho a equivocarse, a rectificar o justificarse.

Quizá lo que me tiene más triste es que tenga que dar esas explicaciones o defender sus convicciones con mucha menos energía y lucidez de la que normalmente le quedaría a un hombre de la edad con la que recuerdo a su padre.

 
Woody Allen, Dios y la Loren

publicado por Javier Aznar

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Imagen, United Artits


Hay tres tipos de personas de las que inmediatamente suelo desconfiar. Me sirven como radar para detectar cretinos, algo de una tremenda utilidad en estos tiempos convulsos que vivimos:

1. Los que se meten con los últimos Simpson.

2. Los que desprecian lo último de Aaron Sorkin.

3. Los que critican al último Woody Allen.

Si alguien reúne los tres requisitos mencionados anteriormente, es del todo imposible que pueda llegar a entablar cierta relación de amistad con dicha persona. Y estoy siendo generoso otorgándole la categoría de persona, y no rebajándole a la de homínido poco evolucionado, cercopiteco, protozoo o insignificante coleóptero infrahumano. ¿Prejuicios? No. Optimización del tiempo. De su tiempo y del mío. ¿Cómo compartir un café con alguien que no valora que Los Simpson sigan creando situaciones descacharrantes tras veinticinco temporadas en antena? ¿Cómo ir de viaje, cenar, compartir confidencias o ser el testigo en la boda de una persona que desprecia sistemáticamente cada nueva película Woody Allen? Sí, definitivamente puedo permitirme prescindir de la amistad de este tipo de personas. A fin de cuentas, como escribía David Trueba en Cuatro amigos, la amistad está sobrevalorada, como los estudios universitarios, la muerte y las poll*s largas.

Cuidado. Obsérvese el matiz recurrente de «último». Es importante. Porque no tengo problema alguno con aquellos a los que nunca les han gustado Los Simpson, Aaron Sorkin o Woody Allen. Ahí hay una coherencia, unos principios atornillados. Un credo. Si bien incomprensible, me parece algo respetable. Mi problema reside en tener que soportar a esos ventajistas que se declaran fans únicamente de los «primeros trabajos» de Woody Allen. De su «primera época». Esos mismos que tienen una lámina glicée de Manhattan colgada en el salón de casa y luego se permiten la osadía de despedazar Blue Jasmine sin miramientos, proclamando que Woody Allen está acabado.

¿Acabado? Decir que Woody Allen está acabado es una boutade de una temeridad insultante, es una muestra de una lacerante falta de humanidad y, sobre todo, es una mentira de proporciones extraordinarias.

Pero esto no es ninguna novedad. Woody Allen lleva colgando toda su carrera el sambenito de que sus películas inmediatamente anteriores —da igual que estemos en 1978 o en 2003— son siempre mejores. Ese «tú antes molabas» ha sido una constante en su vida. Incluso cuando dejó de rodar esas sucesiones de sketches como Toma el dinero y corre (1969) o Bananas (1971) para comenzar a hacer películas algo más «serias», como Annie Hall (1977) o Manhattan (1979), le cayeron palos por todos lados. Muchos lo consideraron como una traición a su propio estilo. De hecho, su película Recuerdos (1980) fue duramente criticada porque se interpretó (creo que con toda la razón) como una parodia de sus fans y críticos más iracundos. Hay una escena inolvidable en esta película en la que un Woody Allen en plena angustia existencial establece contacto con unos extraterrestres buscando respuestas, y estos le contestan con la eterna cantinela: «La verdad es que nos gustaban más tus primeras películas».

Los que se meten con el último Woody Allen suelen ser los mismos que usan comillas en el aire cuando hablan, los que emplean ergo en sus discusiones de Twitter y los que siempre tienen un «su primer disco era mejor» en la boca. Esa gente que repite lugares comunes porque se aburre de la excelencia. «La quinta temporada de The Wire es muy floja». «Los Planetas no vocalizan». Cuñados ilustrados. La corriente más peligrosa del haterismo: los permanentemente insatisfechos. Los toreros de salón que se permiten dar consejos al matador que salta al ruedo. Y suelen llevar coderas en la chaqueta.

No tengo reparos en admitir que a veces me gustaría llevar un guante y abofetear con un seco movimiento de muñeca al primero de mis amigos que me diga durante un cena que Woody Allen está acabado y que ya solo se dedica a rodar postales desde ciudades europeas. Y citarnos al acabar los postres a la salida del gastrobar al que nos hayamos visto arrastrados, y que nuestras novias nos sujeten las gafas de pasta, las libretas y nuestros portátiles, mientras nos remangamos los jerséis de pico de lana merino y nuestras camisas de leñador, para partirnos la cara como si formáramos parte de un Club de la Lucha nerd.

Porque Woody Allen forma parte del acervo de mi cultura sentimental y no estoy dispuesto a que se mancille su honor de forma gratuita. Cada película de Woody Allen me fue enseñando a acercarme a la vida, como un animal que se arrima por primera vez al fuego. Woody Allen no es simplemente un director de cine. Woody Allen son los discos de Dylan y de la Creedence de mi padre, los libros que leía a escondidas, los amigos de la adolescencia, el colegio de curas, mi equipo de fútbol, las noches frías en el parque, la chica a la que intentaba hacer reír, Casablanca y Fellini, las tardes bañadas en Barcardi en la playa, el póster de Nueva York colgado en mi habitación, los chicles de fresa ácida, las monedas en los bolsillos, los autobuses al cine, buscar con el dedo Manhattan en el atlas y a Nabokov, Freud o a Wagner en la Larousse del salón. Si construyera una máquina del tiempo, volvería sin dudar un instante a la primera tarde que vi solo en un cine una película de Woody Allen, aquella primera vez en la que me reí con sus frases porque las entendía realmente, y no porque algún mayor al que admiraba se reía a mi lado. Esa sofisticación que tiene descubrir torpemente los límites de tu propia inteligencia. Sí, volvería a aquella tarde. Jamás volvería al primer beso. Qué horror. Un perro nunca vuelve sobre su propio vómito. Ni siquiera volvería para asesinar a Hitler. Llámenme cobarde y egoísta. Jódase la humanidad. Me da igual. Volvería a ese cine apolillado en el que reponían Manhattan para caer otra vez como un piano de cola desde un ático en los ojos de Mariel Hemingway.

Se habla mucho de la corrección política. No estaría mal tratar la corrección intelectual, ese volátil conjunto de normas sociales no escritas que dictaminan que todo aquel autoproclamado intelectual tiene que declararse fan del primer Woody Allen (Manhattan, Annie Hall o Hannah y sus hermanas) y repudiar al Woody Allen europeo (Match Point, Scoop o A Roma con amor). Sucede últimamente algo parecido con Joaquín Sabina. Lo intelectualmente correcto estos días es decir que era mejor cuando se drogaba. Ni siquiera es moderno ni estimulante afirmar que 19 días y 500 noches probablemente sea el mejor disco en español de los últimos veinte años. Es considerado como algo rancio y casposo. Del mismo modo también parece obligatorio decir que al de Nueva York se le acabó la gasolina hace tiempo. Porque está mal visto que alguien con talento sea tan prolífico. Va contra los cánones. Un verdadero genio no trabaja. La inspiración tiene que llegarle y sus obras tienen que espaciarse generosamente en el tiempo. ¿Una película cada año? ¡Blasfemia!

Pero vayamos a los hechos: Match Point es una película colosal y de un gran belleza. Y sirvió para reencontrarnos en Londres con el Woody Allen más salvaje y sentimental. Midnight in Paris es una obra maestra. A los puristas no les gustará porque trata de forma superficial a Dalí, a Buñuel o el París de aquella época. Seguramente estos querrían un biopic de tres horas protagonizado por un atormentado actor de método que hubiera engordado cuarenta kilos para encarnar a Hemingway. Y qué decir de Blue Jasmine con una Cate Blanchett magistral que encarna a la generación de la crisis subprime. Un retrato agridulce de toda una época.

Por supuesto que no todas las últimas películas de Woody Allen son obras maestras. Ni mucho menos. Vicky Cristina Barcelona se me hizo de difícil digestión (por muy bien que estuviera Penélope Cruz) y, a pesar de recibir buenas críticas fuera de nuestras fronteras, no la considero uno de los grandes trabajos de Woody Allen. El sueño de Casandra es una Match Point fallida. Scoop nos demostró que Hugh Jackman no encajaba bien con el estilo alleniano. Y también se criticó duramente su película romana: A Roma con amor. Y estoy de acuerdo: no es uno de sus trabajos más inspirados. No obstante, la historia del hombre dotado con un vozarrón magistral pero que solo sabe cantar cuando está bajo la ducha, por lo que termina dando un recital en la ópera frente a un auditorio entregado mientras se enjabona en una ducha portátil, es una genialidad tremenda. Y ahí está todo Woody Allen: en cada una de las películas, incluso en sus proyectos más mediocres, siempre hay una frase, un momento, un destello que emerge de la nada y compensa el precio de la entrada. Y que la convierte automáticamente en una obra superior a la vasta mayoría de estrenos de viernes con gafas 3D y efectos especiales millonarios. Woody Allen es como ese periodista al que jamás dejarías de leer. Podrás estar de acuerdo o no. Pero siempre encuentras un motivo por el que merece la pena leerle. Porque simplemente te interesa su mirada personal y única sobre el mundo que nos rodea.

Dentro de quince años, o de veinte, o de veinticinco, Woody Allen morirá. Y correrán ríos de tinta sobre su vida, obra y milagros. Y los que ahora despotrican contra él se rasgarán las vestiduras. Se llevarán el dorso de la mano a la frente, como una dama victoriana, y clamarán al cielo que qué haremos nosotros, oh, simples mortales, sin la chispa de Woody Allen iluminando este valle de lágrimas. Sin nuestra ración anual de su ingenio. Y todo el mundo pondrá ocurrentes citas de Woody Allen en Facebook ilustradas con una foto con su pelo alborotado y sus gafas de pasta negra inspiradas en Mike Merrick. Y escritores de relumbrón publicarán en los diarios principales artículos de seis mil caracteres sobre aquella vez que coincidieron en un ascensor de Oviedo con el genio de Manhattan y este les dijo una frase ingeniosa solo para sus oídos.

Por eso ahora es cuando hay que ensalzar el trabajo de Woody Allen. Ahora que podría dedicarse perfectamente a almorzar sus sándwiches de atún y a tocar el clarinete por Nueva York, o a dar de comer a las palomas, o a esconder la cabeza como un avestruz tras sufrir de nuevo acusaciones sobre su vida personal en los medios estadounidenses, y en lugar de todo esto, cada año hace una nueva película, con más o menos inspiración, pero siempre rezumando buen gusto, cuidado por los detalles y sentido del humor.

Yo no considero a Woody Allen un genio. Ninguna de sus películas me parece un diez redondo. Tal vez porque fui educado por un profesor que siempre decía que el diez solo estaba reservado para Sophia Loren y para Dios. Pero sí creo firmemente que el mundo es un lugar un poco mejor con una película suya cada año.

En la icónica escena de Manhattan, viendo sentados el amanecer en un banco junto al puente de Queensboro, Woody Allen le dice a Diane Keaton: «Qué maravilla. Esta es una gran ciudad. No me importa lo que opinen los demás. ¡Es tan extraordinaria!».

Siempre que salgo del cine tras ver algo de Woody Allen, sobre todo si se trata de alguna de sus peores películas, pienso exactamente eso mismo: «Qué maravilla. Es un gran director. No me importa lo que opinen los demás. ¡Es tan extraordinario!».

Y cuento los días para su siguiente estreno.

Porque la vida es eso tan aburrido que nos pasa entre película y película de Woody Allen. Y que me perdonen la Loren y Dios.
 
Wong Kar-wai: corazones rotos y boleros en Hong Kong

publicado por Pilar R. Laguna

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As Tears Go By. Imagen: In-Gear Film.

Wong Kar-wai es un fenómeno. No es una afirmación que vaya a hacer tambalearse el mundo de nadie. Su imaginario, la temática de su obra, la gente con la que decide trabajar y por supuesto, la música que elige para sus películas, lo constatan.

Es cierto que no hay que dar demasiadas razones para demostrar que es un gran director. Muchos lo toman como referencia, otros lo idolatran, y también habrá quien lo odie, como pasa siempre con los genios.

Probablemente su cine gusta porque es un conjunto perfecto. Desde su contexto hasta su forma. Es el cine marcadamente cultural de una persona que ama a su tierra. Ávido explorador de géneros siempre muy relacionados con su China natal y su Hong Kong adoptivo, desde su primera película As Tears Go By donde tontea con los submundos de la mafia china, sus vistazos al cine de artes marciales o wuxia, y el resto de su cinematografía en la que el contexto socio cultural de Hong Kong comparte protagonismo con los personajes.

En su obra hay tres factores importantísimos que configuran su personalidad y nos aseguran que estamos ante un trabajo de Wong Kar-wai: por un lado, la fotografía siempre predominante, obra del cinematógrafo Christopher Doyle; por otro lado, los colores de la vestimenta y cómo conjugan con unos escenarios magnéticos, un trabajo del director de arte William Chang; por último, la música, elegida por el mismo Wong Kar-wai. Mambos, boleros, tangos, reggae, pop y hasta algún remix de Massive Attack. El director parece tener un gusto impecable, un poco como Tarantino —por cierto, un gran fan— pero en su propio estilo más intimista y nostálgico.

Cuando uno recuerda alguna de sus películas necesariamente acuden música e imagen a partes iguales. Se podría decir que están cosidas. Es un elemento esencial en el cine del director, porque su intención narrativa a menudo no es contar una historia sino transmitir un estado de ánimo. En concreto, de un sentimiento global que abarca otros más circunstanciales. Su obra es desamor. Corazones rotos. Amor no correspondido. El paso del tiempo y cómo este afecta a esas dolencias del espíritu, expresadas a menudo en forma de soliloquios por sus personajes.

Para muchos su cine empieza con In the Mood for Love por ser su película más idolatrada y la que definitivamente probaba la esencia de su obra. La trama comienza sin sobresaltos, pero a los cinco minutos de metraje suena «Yumeji»s Theme» del compositor para cine Shigeru Umebayashi. Será el vals que retrate esta cinta, aun teniendo otras grandes aportaciones musicales. En fin, que suena ese vals y constata un hecho: eso es cine.

Se podría decir que lo que realmente atrapa del trabajo de Wong Kar-wai es su uso magistral de las emociones que se refleja en la música, en el color, sus técnicas de grabación como el step-printing y en unos personajes que otorgan porque callan. Ofrece una nueva dimensión a aquellas historias que narra, en las que lanza ideas que recoge más adelante, no solo en la misma película sino a lo largo de toda su obra cinematográfica. Porque una buena filmografía es como un disco: es mejor cuando cobra sentido en su totalidad. Y la suya es una buena filmografía, con todos sus títulos conectados entre sí utilizando la música, los personajes y la temática además de, por supuesto, las calles de Hong Kong, telón de fondo inconmutable.

Hong Kong fue por mucho tiempo la tercera potencia cinematográfica por detrás de Hollywood y Bollywood. Por más de un siglo estuvo bajo mando británico y contaba en muchos aspectos con una cierta modernidad occidental en comparación con China o Japón y rápidamente se situó como una capital de la cultura que exportaba títulos y artistas a nivel internacional —Bruce Lee y Jackie Chan desarrollaron su carrera en Hong Kong—. En la década de los ochenta esta tierra destacaba por la popularidad de las películas de gángsteres y triadas mafiosas, que entran a competir en su propia industria con el cine de artes marciales.

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Days of Being Wild. Imagen: In-Gear Film.

Wong Kar-wai fue siempre más arriesgado y se alejó de un enfoque comercial por sus referentes europeos, pero dentro de esa occidentalización divagó entre estos géneros típicamente orientales llevándoselos siempre a su terreno, el de las emociones complejas. Su primera película, As Tears Go By, es una modesta historia de amistad entre dos miembros de una triada donde el director ya daba muestras de lo que sería un estilo muy personal. Consiguió un resultado estético muy destacable para su inexperiencia y además arriesgó introduciendo una trama romántica que termina por acaparar el primer plano de la historia. He aquí una película con mucho trasfondo cultural chino y una fuerte influencia occidental, pues el director se inspiró en Mean Streets de Scorsese.

Su abierta persecución de resultados estéticos por encima de otros fines y su apuesta por adentrarse en historias más intimistas tiene como resultado su segunda película, Days of Being Wild, o la obra con la que se define su estilo. Tonalidades predominantemente verdes y música espectacularmente seleccionada que comienza con «Always in my heart» de los Indios Tabarajas y se sostiene más adelante con varias piezas del español y gerundense Xavier Cugat de influencia afrocubana y latina. Una grandísima banda sonora sin excepción.

Para este segundo trabajo cuenta con gran parte del reparto de su anterior película, especialmente Maggie Cheung y Tony Leung, que serán dos de sus actores de referencia. Este gusto del director por contar siempre con los mismos intérpretes para sus películas hace que ver su cine sea como volver a casa de un conocido, donde todo es familiar y todo está a nuestro gusto. Nos invita a enlazar unas historias con otras. A veces —muchas— acertamos. Podemos ver cómo maduran sus personajes película tras película en distintas etapas de la vida, tanto como lo hacen los actores que avanzan hacia la madurez más allá de las cámaras.

Con toda esta mezcolanza de buenas intenciones, buena música y una perfecta caracterización del Hong Kong de los sesenta, Days of Being Wild es toda una declaración de intenciones y sienta las bases de lo que vendrá después. El director y guionista se sumerge finalmente en la que será su temática por antonomasia, el desamor, involucrándose aquí también el desasosiego de la juventud y la falsa creencia de libertad. No solo es la primera película en la que su estilo es ya inherente, sino que es la primera pieza de su trilogía no oficial, una trilogía de corazones rotos que se completará después con In the Mood for Love y 2046.

A priori, el salto entre las dos primeras películas no parece si quiera trazable y solo cuando llegamos a la última parte de la trilogía nos damos cuenta de la conexión. La historia no está completa para nada —principalmente esto se debió a un problema de producción— y falta un trozo que solo podemos imaginar a partir de algunas pinceladas. A pesar de todo, el resultado es bueno. Es excelente. Tenemos que hacer memoria con toda la información que ya tenemos y encontrarnos satisfechos con las respuestas que nos damos a nosotros mismos. Se agradece que un autor dé por sabida la inteligencia de su audiencia.

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Chungking Express. Imagen: Jet Tone Production.

Con su trilogía en mente aún se dio algunas oportunidades con diferentes temáticas, y de su ánimo por descubrir y quizás también forzar su creatividad y capacidades, aparece la película wuxia más singular que muchos hayan visto jamás, Ashes of Time, inspirada en la novela La leyenda de los héroes cóndor del escritor chino Jin Yong. Aunque con una narrativa confusa, es una historia sobre desamor y olvido rodada de una forma magistral. Los personajes alcanzan una nueva dimensión aún más característica del cine del director siendo una singularidad dentro de lo que conocemos como cine de artes marciales.

Mientras estaba inmerso en la odisea de rodar Ashes of Time decidió darse un respiro con una película mucho más sencilla que consiguió terminar en dos semanas, Chungking Express. La trama tenía lugar en el barrio en el que el director vivió cuando emigró de Shanghái a Hong Kong siendo un niño, el área de Chungking Mansions. La película fue un descanso de su gran obra épica y un éxito por varias razones. Adquiere un tono mas desenfadado y eso se nota en la elección de la música. Desde «California Dreaming» de The Mamas & The Papas y una versión china de «Dreams» de The Cranberries interpretada por la protagonista, Faye Wong. Incluso hay sitio para un poco del reggae de Dennis Brown con «Things in Life» que acompaña con mucho estilo la primera parte del largometraje.

A pesar de su aparente inocencia, es una película muy madura y estéticamente perfecta en la que la intención del director era mostrar un Hong Kong vibrante tanto de noche como de día, donde las vidas de sus habitantes están a veces destinadas a encontrarse, aunque el desenlace no siempre sea feliz. La trama inicial se centra en dos policías lidiando con una ruptura amorosa, uno durante la noche, otro durante el día. Como pequeña anotación, este fue el debut de la estrella musical Faye Wong en el cine, en un papel que según Wong Kar-wai era perfecto para ella.

En un inicio el director quería que Chungking Express estuviera compuesta por tres historias en lugar de dos, pero finalmente le pareció que el metraje sería demasiado largo. Así, Fallen Angels, esa historia que quedaba en el tintero, se convirtió en su siguiente película. Una estilizada cinta con una fotografía verdosa que nos atrapa en el mundo nocturno de los suburbios de Hong Kong mientras asistimos a las desventuras de un asesino a sueldo y su ayudante, enamorada de su rastro. El director utilizó como tema principal de su banda sonora lo que parece a todos los efectos una versión de «Karmacoma» de Massive Atack y cambia aquí el estilo musical por unos beats más oscuros que le dan relieve a ese mundo de maleantes en el que nos adentramos escondidos tras una lente gran angular. Un mundo que conecta, sin embargo, con el resto de su filmografía siempre de forma sutil.

Su siguiente película, Happy Together, fue una apuesta arriesgada en el Hong Kong de finales de los noventa, donde la homosexualidad era tema tabú. Vaivenes de peleas y rupturas entre una pareja homosexual que en Argentina se viven con tangos de fondo, un poco de «Chunga’s revenge» de Frank Zappa y una versión de la mítica «Happy Together» de The Turtles que con mucha ironía da nombre a la película. Wong Kar-wai añade también un toque de melancolía solitaria cuando suena «Cucurrucucú Paloma» en la que es probablemente su versión más descorazonadora, la del brasileño Caetano Veloso. Aquí la intención del director era desnudar ante la cámara la naturaleza de la ruptura amorosa: desde los pequeños detalles que conllevan la explosión de una guerra hasta lo gestos que pasan desapercibidos pero que son en realidad una bandera blanca hondeando en busca de tregua.

A pesar de toda esta brillante carrera a la espalda, In the Mood for Love es y será el trabajo por el que mejor se recuerde a Wong Kar-wai. Probablemente la pieza más esencial de su obra, con un estilo al que algunos se han referido como poesía visual. La máxima expresión de esa personalidad en su cine que él predica, donde lo importante es transmitir un estado de ánimo, o una serie de estados de ánimo, por encima de una trama perfectamente definida. Los recuerdos de su infancia recién llegado al Hong Kong de los sesenta tienen su impronta en esta película. La música es un reflejo de las canciones que sonaban en la radio de los restaurantes que visitaba con su madre y la selección de obras de Nat King Cole como «Quizás, quizás, quizás» o «Aquellos ojos verdes» son un tributo al gusto musical de ella. En In the Mood for Love el director perseguía la esencia de un Hong Kong que ya no existía, pero que recordaba con los ojos de un muchacho.

Sin duda, lo mejor de esta película es que no termina ni empieza en ningún momento de su más de hora y media de metraje: se trata de la piedra angular de su trilogía no oficial. Después de una aventura americana donde logra exportar su estilo impecable con My Blueberry Nights, Wong Kar-wai rodó 2046, que por fin cierra esa historia que empezó con Days of Being Wild. Cuando uno ha visto a penas unos minutos de 2046 se da cuenta de que debió ser la película que más ha disfrutado el director. Añade tintes futuristas y juega libremente con los imaginarios de la ciencia ficción, pero también recurre a la época de sus sueños, el Hong Kong de los sesenta.

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In the Mood for Love. Imagen: Jet Tone Production.

La música también cambia. Madura con los personajes. Incluye la solemne «Casta Diva» volviendo sobre la dulzura de Connie Francis y su «Siboney», en contraste con la versión de tinte afrocubana de esta misma canción que utilizó en la primera parte de la trilogía, o «Perfidia» de Xavier Cugat que también conecta ambas películas. Cambia para acompañar una nueva ola de esas emociones con las que el director trabaja asiduamente. Aquí de verdad tuvo que bucear en la psique humana, en la naturaleza del dolor y del olvido que se tejen a la par sobre la red del tiempo. Es probablemente uno de sus mejores trabajos a muy distintos niveles, desde su estética a la sensibilidad con la que muestra las dolencias del alma que deja el paso del tiempo y los corazones rotos que cicatrizan a duras penas. «El amor es una cuestión de tiempo. No sirve de nada encontrar a la persona indicada si el momento no es el adecuado».

2046 es también una mirada a la historia de Hong Kong. El propio nombre de la cinta es una referencia a la promesa de China de no realizar cambios en la política de este territorio durante cincuenta años comenzando en 1997. El 2046 sería, en estos términos, el último año sin cambios, y por eso el director y guionista quiso imaginar cómo sería un lugar en el que nunca nada cambiara.

Aunque, por supuesto, las cosas cambian. También la filmografía de Wong Kar-wai debía seguir evolucionando. Después de una obra altamente poética y arriesgada, y aún con la intención de volver al cine de artes marciales que en el pasado no le había dado muy buen resultado ente el público, Wong Kar-wai decidió hacer su propio tributo a Ip Man en el que pudiera reflejar su estilo. El maestro de Bruce Lee y natural de Hong Kong tiene su retrato particular en The Grandmaster, donde el director quiso conjugar la belleza de las tradiciones de lucha milenarias, los distintos elementos naturales y, como no, las adversidades de los corazones rotos, porque no hay un cabo suelto en su obra. Con esta película consiguió de nuevo arrojar una luz distinta sobre el cine de artes marciales y probar que quien lo nombra como uno de los mejores directores de cine del siglo, no lo hace en vano.

Cuando uno acude a la filmografía de Wong Kar-wai y la entiende como una obra completa, volviendo de nuevo a ese símil del disco, se da necesariamente cuenta de los aspectos que la recorren, que se repiten, que la determinan e identifican, y que son los que esencialmente hacen que su cine merezca la pena. Su temática ha sido siempre la misma, la película romántica o antirromántica en la que es difícil apostar por un final feliz. Su gusto exquisito por la música, que convierte sus escenas en capítulos de la historia del cine, ha generado alrededor de su trabajo una atmósfera propia y reconocible. Ha conseguido ligar música e imagen o música e historia con un gran magnetismo. Los actores, que vuelven una y otra vez a su cine y se pasean a sus anchas por él, nos dan siempre la bienvenida a ese lugar conocido y crecen a medida que también crece el cine del director. Hong Kong, su gran escenario de luces y sombras en el que persigue las historias que recuerda o imagina, en esta y otras épocas. Un cine que compone un mundo propio al que siempre gusta regresar y del que siempre se sale más pensativo y melancólico que como se entró.

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2046. Imagen: Imagen: Jet Tone Production..
 
Brujas, jueces, actores: diez hombres amotinados en Hollywood

publicado por Carlos Zúmer

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Dalton Trumbo ca. 1968. Fotografía: Cordon Press

Hubo dos testigos a los que les fue muy bien ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Uno de ellos era actor, no muy exitoso, que cantaba y bailaba… su nombre era George Murphy. Se convirtió posteriormente en senador. Otro también actuaba, pero su carrera declinaba por entonces. Se llamaba Ronald Wilson Reagan y llegó a gobernador de California. Además, había un joven miembro en el Comité, apenas un novato… Era un tal Richard Milhous Nixon, que acabaría como presidente de Estados Unidos. Así que, bueno… creo que, después de todo, tuvimos suerte de que solo nos cayera un año de cárcel.

Al habla James Dalton Trumbo (Colorado, 1905-Los Ángeles, 1976). La cita pertenece a una charla que el escritor y guionista dio en UCLA en 1972 —por eso menciona a Reagan solo como gobernador—. Por entonces, Trumbo había ganado dos Óscar aunque prácticamente nadie lo supiera. Ninguno llevaba su nombre ni este aparecía en los créditos. Hasta 1975 no se le hizo entrega del premio por el guion de El bravo (1956) —justo un año antes de morir— y hasta 1993 la Academia no le otorgó de manera más que póstuma la estatuilla por Vacaciones en Roma (1953). Trumbo escribió ambos guiones aunque no los firmara. Estaba en la lista negra de supuestos comunistas señalados por el Comité de Actividades Antiamericanas después de la Segunda Guerra Mundial y trabajaba clandestinamente.

«Trescientos sesenta y un represaliados en total, sesenta y cuatro delatores, veintiún rehabilitados sin delatar, treinta y cuatro inquisidores y colaboradores y veinte personas ajenas a los anteriores grupos», contabiliza el escritor Javier Coma en su libro Diccionario de la caza de brujas: las listas negras de Hollywood (Inédita). Una porción de la historia de la guerra fría algo menos conocida que el cuadro general de persecuciones políticas y sociales; y, en cualquier caso, rica en nombres y circunstancias, chismes y desgracias en el morboso mundo del cine.

Pero Trumbo no fue un simple represaliado. Formó parte de un grupo de diez hombres de la industria que, además de ser los primeros en pasar ante el Comité como acusados, no mintió, negó o dijo la verdad total o a medias, como harían decenas de hombres y mujeres. Trumbo y los otros nueve se negaron a responder a ciertas preguntas acogiéndose a su libertad de conciencia. Fueron los Diez de Hollywood.

Entrevistas de trabajo

Es un error común vincular directamente el macartismo con la represión anticomunista en la industria de Hollywood. La acción del senador Joseph McCarthy poco tiene que ver con unos procesos que se produjeron antes, sobre todo a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. McCarthy, por su parte, no obtuvo la presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado (desde donde llevaría a cabo su famosa labor inquisitorial) hasta 1953. Son, por tanto, historias diferentes. Aunque con semejanzas y vasos comunicantes inevitables.

El cine estadounidense en los años treinta era un sector con altas cotas de sindicalismo y politización. Son los tiempos intervencionistas del New Deal del presidente Roosevelt. Una fuerte bajada de sueldos en 1932 y la posterior creación de varias asociaciones y grupos de presión (como el Sindicato de Guionistas) afianzaron al gremio como un colectivo fuerte y en ascenso; de difícil lidia para los directivos de los estudios y de los más izquierdistas del país, sin que ello signifique, como se dijo vulgarmente, que fuera un nido de rojos. En paralelo, y ante el crecimiento de ciertas ideologías, Estados Unidos se armó con algunos organismos y leyes (como el puritano Código Hays de censura en el cine o la Smith Act, que prohibía la enseñanza del comunismo) en defensa de su sistema político pero también de cierto tradicionalismo y celoso estatus. El estallido de la Segunda Guerra Mundial paralizó temporalmente un conflicto doméstico larvado, de fuerzas centrífugas, que, con considerable probabilidad, iba a despertar si tanto estadounidenses como soviéticos salían reforzados de la guerra. Como así fue. Un problema tanto dentro como fuera del país.

En 1938 se creó la Comisión de Actividades Antiamericanas (HUAC por sus siglas en inglés), un comité investigador de actividad subversiva (tanto fascista como comunista) adherido a la Cámara de Representantes de EE. UU. Hasta 1947, con el nuevo mapa bipolar global y su creciente tensión, no se pone en marcha con verdadera virulencia. En el verano de dicho año, el presidente del Comité, John Parnell Thomas, supo dónde y a quién acudir primero. En una ronda de consultas en el Hotel Biltmore de Los Ángeles, Thomas obtuvo de los directivos de cine las primeras pistas para iniciar una limpia. Los primeros nombres para las citaciones del comité. Los primeros agraciados de un sector, en efecto, bajo sospecha.

En septiembre comenzó el show —y la palabra no está escogida por casualidad—. Las vistas del HUAC eran un ruidoso espectáculo con más de cien periodistas de todo el país, donde una palabra más alta o ingeniosa que otra provocaba vítores, aplausos o abucheos. Primero comparecieron los afines. Directivos como Jack Warner, productores como Walt Disney o actores como Gary Cooper. A este último le preguntó el comité: «Como persona relevante en su campo, ¿creería apropiado que el Congreso aprobara una ley que prohibiera el Partido Comunista en EE. UU?». Cooper respondió: «Creo que sería una buena idea. Pero no sé, nunca he leído a Marx y no conozco las bases del comunismo». Los actores Robert Taylor y Adolphe Menjou no fueron tan diplomáticos. «Si por mí fuera los mandaría a Rusia o a cualquier otro sitio desagradable», afirmó el primero. El segundo sentenció bravucón entre carcajadas de la sala: «Que se vayan a Texas. Allí los matarían nada más verlos».

Sentar en un tribunal a personalidades del espectáculo (ya fueran testigos o acusados) garantizaba irresistibles cotas de atención mediática. Y por tanto de propaganda eficaz. «Es de esperar que los comunistas intenten desesperadamente hacerse un hueco en la industria del cine, ya que se trata de una poderosa arma de educación», aseguraba el mencionado Parnell Thomas. Con todo el país mirando, aquello no era un simple interrogatorio, sino una competición de adhesión y patriotismo. Una especie de entrevista de trabajo donde ganaba más réditos el más convencido anticomunista y el que fuera capaz de aportar más nombres pública o privadamente. Las delaciones eran la clave del mecanismo. «Sabíamos que no era solo cuestión de si tú eras comunista o no», explica el guionista Ring Lardner Jr, uno de los acusados. «Sabíamos que la siguiente pregunta iba a ser: “¿Y quién más?”».

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Lauren Bacall y Humphrey Bogart lideran una marcha contra la caza de brujas en octubre de 1947. Fotografía: Corbis.

Los Diez de Hollywood

La primera lista negra la formaban diecinueve personas, aunque al final solo once fueron llamados a declarar. Eran siete guionistas, dos directores y un productor (Lester Cole, Dalton Trumbo, Alvah Bessie, Ring Lardner Jr, John Howard Lawson, Albert Maltz, Samuel Ornitz, Herbert J. Biberman, Edward Dmytryk y Adrian Scott). Además, el acusado número once era el dramaturgo alemán Bertolt Brecht. Trumbo, retomando esa conferencia en UCLA, explica bien la surrealista suerte de Brecht aquellos días de 1947: «Él ya tenía experiencia con ciertos comités alemanes… Su testimonio fue espléndido. La comisión intentaba descifrar el significado revolucionario de su poesía y Bertolt les corregía mezclando inglés y alemán, y no se entendía nada. A la mañana siguiente, estaba de vuelta en Suiza. Perdimos un gran artista». Fue el primero de muchos creadores que se marcharon en camino inverso a los Wilder, Preminger o Lang de los años treinta, que dejaban atrás la Alemania nazi. Brecht no fue el único. Charles Chaplin o John Huston también continuaron sus carreras en Europa algunos años después, así como muchos otros artistas de varias disciplinas.

Trumbo continúa el relato de aquellos días anteriores a la vista: «Hablamos entre nosotros, cerramos filas y decidimos, al modo sindical, votando por unanimidad, que si se nos preguntaba a alguno de nosotros sobre cuestiones de conciencia, nos acogeríamos a la 1.ª Enmienda. No responderíamos».

Una vez delante de los magistrados, los Diez fueron fieles a lo convenido. «¿Perteneces o alguna vez has pertenecido al Partido Comunista?». El guionista Albert Maltz respondió: «Después me preguntará por mis creencias religiosas… y si no le gustan, presionará a la gente de la industria para que no me den trabajo». Asediados por estas cuestiones, unos callaban, otros hablaban de otra cosa y algunos replicaban airadamente mientras el presidente del comité agitaba furioso su mazo recriminando al acusado, casi como un reproche paternal, una regañina con público, que no estaba contestando. «Sí que estoy respondiendo», espetó Trumbo. «Reto a la Comisión a que presente pruebas contra mí». Cuando el interrogatorio degeneraba en una bronca sin final, se llevaban de allí al acusado.

«Nos dijimos a nosotros mismos que esto no debería pasar», dijo Humphrey Bogart. «Vimos a policías llevarse a ciudadanos como si fueran criminales tras negarles el derecho a defenderse (…) Cada vez que el mazo del señor Thomas caía, golpeaba la 1.ª Enmienda de nuestra Constitución». Unas quinientas personalidades del cine norteamericano, entre los que estaban Bogart, Lauren Bacall, Henry Fonda o Gene Kelly, entre muchos otros, apoyaron públicamente a los acusados. Veintiocho de ellos cruzaron el país para estar presentes en el lugar del juicio, Washington D. C., dando visibilidad aquellos días al llamado Comité de la Primera Enmienda.

Según cuentan los propios protagonistas en un documental de la cadena PBS estadounidense (Legacy of the Hollywood Blacklist [1987]), la moral era alta y había confianza en tumbar legalmente la acción del HUAC, que creían anticonstitucional. «Los mejores abogados de la ciudad pensaban que ganaríamos», asegura Trumbo. Pero la fuerza de la patronal era enorme. En noviembre, los directivos se reunieron en el Hotel Astoria para alinear voluntades. El mensaje posterior, emitido por televisión, produjo una descomunal disuasión. «Serán despedidos sin compensación, y nunca más volverán a ser contratados, ninguno de los Diez de Hollywood, mientras no sean absueltos, colaboren o declaren bajo juramento que no son comunistas», avisaba Eric Johnston, presidente de la Motion Picture Association. El aviso valía para todo el gremio. «Desde ese momento», asegura Ring Lardner Jr, «el apoyo empezó a decaer». Incluido el de un Humphrey Bogart que en pocas semanas terminó escribiendo un artículo titulado «No soy comunista».

Los Diez fueron condenados. El Comité de Actividades Antiamericanas los procesó por desacato al Congreso de Estados Unidos y obstrucción a la justicia. El recurso al tribunal de apelación de Washington no prosperó, como tampoco lo hizo la apelación al Supremo de EE. UU. —no resuelta hasta 1950—. La condena: mil dólares de la época como multa y un año de cárcel.

Bodas y desgracias

Consumado el castigo, la voluntad de los Diez de Hollywood se acabó quebrando por uno de sus eslabones. Era previsible dada la presión y el coste personal. En la primavera de 1951, el realizador Edward Dmytryk reculó. Pidió testificar ante el HUAC, reconoció su breve pertenencia al Partido Comunista en 1945 y delató a veintiséis compañeros supuestamente subversivos. El premio: su pena de prisión se quedó en seis meses y pudo rehabilitar su carrera profesional con mucha mayor rapidez que sus compañeros. «No quise ser un mártir de una causa en la que no creía», aseguró. En 1954, Dmytryk estrenaba El motín del Caine, con un tal Humphrey Bogart como rutilante protagonista.

La suerte de los Diez fue cruel en general. Una vez salieron de la cárcel, quedaron estigmatizados personal y profesionalmente. Sus filmografías se ralentizaron, algunas se detuvieron y desde luego se volvieron precarias. El exilio y el trabajo clandestino fueron recurso obligado para la mayoría. Algunos guionistas siguieron escribiendo utilizando tapaderas, nombres de personas que prestaban su identidad para firmar y vender unos guiones que no escribían; una suerte de negro literario para el cine. Lo ilustra bien la película The Front (1976), en la que Woody Allen hace de un buscavidas que quiere notoriedad y se presta para firmar los guiones de su amigo perseguido, un tal Arthur Miller. Un caso cercano a lo real porque el dramaturgo neoyorquino también fue señalado en la época y llamado a declarar.

Acaso Dalton Trumbo, sarcástico y desafiante, quizá el gran talento de los Diez (como mordazmente insinuaría Billy Wilder), representa el mejor ejemplo de tenacidad y éxito posterior. Siguió trabajando en su retiro forzado en México, junto a su familia, utilizando una decena de seudónimos distintos. Su labor no palideció. Lo atestiguan los dos Óscar ganados en secreto, como contábamos al principio, y una contribución esencial y testaruda a que la realidad se fuera imponiendo a la psicosis. En 1960 culmina su progresivo regreso a la vida pública (con las mareas políticas ya más calmadas) de la mano del actor y productor Kirk Douglas. Douglas estaba empeñado en contratar a Trumbo para llevar al cine la novela Espartaco (su autor, Howard Fast, también acabó en la cárcel, por cierto) y, de paso, dinamitar en lo posible la creciente hipocresía de una industria que seguía contratando a los apestados sin reconocerlo ni reconocerlos. El objetivo principal era que el nombre de Trumbo volviera a iluminarse en una gran pantalla. Como así sucedió. El estreno de la película es la fecha que algunos historiadores utilizan para marcar el final de la caza de brujas como proceso en general.

No deja de ser irónico, en cualquier caso, que dos de los grandes impulsores de estos procesos (Parnell Thomas al frente del HUAC y McCarthy capitaneando su subcomisión del Senado) acabaran mal y prematuramente, el primero en la cárcel en 1950 por fraude y el segundo completamente chamuscado por la ambición de investigar y señalar a importantes militares. McCarthy murió solo en 1957 a los cuarenta y ocho años y entre grandes problemas con el alcohol. Acaso representan el furor de una época que quizá pudo haberse detenido bastante antes. «Si el Tribunal Supremo hubiera revocado en su momento la sentencia de los Diez, quizá el macartismo posterior hubiera perdido gran parte de su soporte y su fuerza», reflexiona años después Albert Maltz.

Para 1955, la lista negra de Hollywood había crecido hasta alcanzar una cifra cercana a las doscientas cincuenta personas. Posiblemente el récord de más nombres saliendo de una sola boca pertenece al guionista Martin Berkeley, con ciento sesenta y dos delaciones de supuestos comunistas. El número de damnificados se multiplicó, con casos especialmente duros como el de John Garfield, que falleció por un infarto a los treinta y nueve años (la leyenda negra asegura que producido por el estrés de su proceso de acusación), o el del matrimonio Rosenberg, ejecutados por espionaje en 1953. Hay también algún suceso simpático al otro lado del río, como el de la segunda esposa de Ronald Reagan, la actriz Nancy Davis, que formaba parte de las listas negras por error. Reagan consiguió que la borraran y decidió casarse con ella para evitar rumores. Con sus nupcias, medras y delaciones, la Norteamérica reaccionaria fue más o menos coherente consigo misma, aunque aquello de cazar brujas terminara quedando trasnochado en unos años. Al contrario, la izquierda, en célebre cita de Orson Welles, se traicionó para salvar sus piscinas.
 
‘Psicosis' cumple 60 años: lo que quizás no sabías del clásico de Hitchcock

08.09.2020 - 08:56h

Un 8 de septiembre, pero de hace seis décadas, llegó a los cines estadounidenses una película de culto dirigida por Alfred Hitchcock que revolucionó la industria del cine: 'Psicosis' (1960). Así que para celebrar su 60 aniversario, hemos seleccionado una buena ración de datos curiosos.

 
El día que Orson Welles se confesó franquista

LUIS MARTÍNEZ
Venecia

Miércoles, 9 septiembre 2020 - 02:01

La Mostra presenta 'Hopper/Welles', una larga entrevista inédita tan caótica, borracha y libre como irresistible que debía formar parte de 'Al otro lado del viento', la última cinta inacabada del director de 'Ciudadano Kane'

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Imagen del documental 'This is Orson Welles'


«Pasé unos días con Hemingway en Madrid en el otro bando y eso no hizo que confirmar mis convicciones... Pero no soy fascista», dice Orson Welles mediada la película 'Hopper/Welles'. Justo antes se ha definido como nihilista tras mostrarse a la luz del día simpatizante de Franco. Pero, un momento, ¿de qué trata todo esto? ¿Habla realmente el cineasta o su personaje? ¿Es provocación, engaño o confesión?

Pongámonos en situación. Allá en noviembre de 1970, en probablemente (hay información contradictoria) Benedict Canyon (Los Ángeles), se juntaron Orson Welles, el mayor cineasta vivo entonces y el mayor cineasta muerto ahora, y Dennis Hopper, el más maldito de los cineastas vivos. Entonces y ahora. El primero rodaba su testamento, Al otro lado del viento, su particular visión del cine como una forma de vida que desaparece. El segundo, tras el éxito de Easy rider, se aprestaba a sacudir el mundo desde sus cimientos con The Last Movie. Es decir, uno se peleaba por acabar su última película y otro escribía con letra borrosa el testamento del propio cine en la definitiva y, otra vez, última película. Suena apocalíptico y lo es.

Hopper/Welles es el documento inédito que tuvo a bien rescatar ayer la Mostra y que básicamente ofrece íntegra la conversación al borde del abismo entre los dos. Lo curioso, y relevante, es que contra todo pronóstico y cuando el espectador es convocado a un aquellarre de sangre y, claro está, últimas preguntas, lo que surge en pantalla es algo completamente distinto. La conversación navega por el cine, la política (mucha política), el sentido del compromiso y la ignorancia de Welles en todo lo que no sea él mismo («¿Quién es Bob Dylan?», dice) con la misma anarquía y falta de precisión que uno supondría a dos amigos en horas bajas. O sólo bocharros. Pero, contra todo pronóstico, es esto mismo, su cercanía, espontaneidad y falta absoluta de algo parecido a un plan, lo que convierte al documento en imprescindible.

Cuenta el productor Filip Jan Rymsza, él mismo responsable de la discutible versión montada de Al otro lado del viento que se presentó aquí mismo hace dos años, que esta vez han optado por no cortar ni montar nada. El material encontrado duraba dos horas y media y la película proyectada apenas cercena 20 minutos. En cámara sólo aparece Hopper. La voz de Welles más que sonar retumba desde el fondo. En plano, un caos de botellas, asistentes que se cruzan, tartamudeos provocados por las claquetas, interrupciones y desenfoques. Digamos que el desorden busca a tientas su más íntima coherencia. Y la encuentra. La morada de los dragones nunca fue un dechado de limpieza.

Dennis Hopper en un momento de 'Hopper/Welles', presentada en Venecia.

Dennis Hopper en un momento de 'Hopper/Welles', presentada en Venecia.

El material rodado tenía que formar parte de la cinta Al otro lado del viento. Y todo él funciona como un teatro o un laberinto. Según se mire. Orson interpreta a Jake Hannaford, el protagonista de la cinta que no es más que su alter ego; y Hopper, a sí mismo. Los dos, digamos, son ellos, pero de una extraña manera.

Sorprende la fascinación del entrevistado (pues eso es todo esto: un entrevista) por Buñuel en general y por Viridiana en particular. Asunto que motiva una discusión alrededor de si el director español era comunista como cree el más joven o católico como sostiene el maestro. Al final, se concluye que en Europa se pueden ser las dos cosas a la vez. Divierte la larga disquisición sobre el aburrimiento y Antonioni. Welles (o Jake) no le encuentra sentido al cine del italiano. Hopper, en cambio, reconoce el valor de La notte, pero confiesa haberse dormido hasta siete veces con La aventura. Y pese a todo, este último acierta a describir con precisión el sentido del tiempo en el cine de Antonioni. Hopper confunde Umberto D, de Sica, con I Vitelloni, de Fellini, pero allí no hay nadie para corregirle. Y la conversación avanza entre discusiones sobre la edición, los actores («son un tercer s*x*», dice Welles), la prensa sensacionalista que tantos disgustos le dio a Hopper y... política. Mucha política.

Hopper está convencido, o algo parecido, de que el cine está ahí para cambiar el mundo; se muestra a favor de algo así como un ingreso mínimo vital o renta universal que permita al hombre «ser libre»; dice ser izquierdista, pero prefiere no hablar demasiado... teme represalias. Welles, durante todo este tramo de la cinta (o directamente durante toda ella) juega con su víctima. Le presiona para que sea claro, le echa en cara que insinúe siquiera que en Estados Unidos no hay libertad de opinión y llegado al punto álgido (por caliente) confiesa que siempre odió a los comunistas porque repudia las organizaciones y... vuelta al principio, él, que en su juventud fue socialista (o casi), admite ser franquista, que no fascista. ¿Pose o lo contrario? Sin duda, el maestro del engaño que es Welles hace que la afirmación pierda algo de peso. ¿Habla Welles o habla Jake, que, como decíamos, es la viva imagen del propio Welles? Nada nunca es cierto del todo en el director de Fraude.

Para el final, quedan los dos ahítos de sí mismos. «La misión de un artista es averiguar si tiene o no algo que ocultar», comenta Welles y Hopper no puede por menos que sonreír, que es lo que mejor hace.

 
Estás estupenda, Jackie

publicado por Iker Zabala



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Jackie Brown. Imagen: Miramax

Para los que llegamos al estreno de Pulp Fiction teniendo unos muy impresionables quince años, Tarantino es el gran candidato al título de cineasta de nuestra generación. La onda expansiva de esta película fue tal, que la carta blanca que muchos le dimos entonces para reírle todas las gracias por venir, todos los excesos paroxísticos y todas sus maneras de chaval descerebrado dura hasta hoy. A Tarantino le perdonamos todo (a mí me gusta hasta Death Proof) y miramos para otro lado cuando reescribe la historia con sus maneras de adolescente insensato, de majadero obcecado con el ojo por ojo. Cuando nos dice que a los nazis no había que condenarlos en un tribunal, sino prenderles fuego para echarnos unas risas, y que lo de la familia Manson y los «putos hippies» se arreglaba con un perro que les arrancara las pelotas. Que quién quiere cautela, prevención, respeto, filosofía, madurez y mesura para acercarse al Holocausto, nuestro gran abismo metafísico colectivo, si puedes dar a los judíos dinamita, metralletas y bates de béisbol para montar un espectáculo inspirado en tus horas perdidas en el videoclub. Que todo vale, en fin, a cambio de una buena risa catártica.

Somos muchos los que le compramos absolutamente todo esto a Tarantino, seguramente porque su cine es realmente divertido. Que además sea objetivo recurrente de muchos autoproclamados faros morales (aunque vamos mejorando: en los noventa el argumento para proscribir sus películas era toda su violencia; ahora solo se persigue la mitad que se ejerce contra sus personajes femeninos) no ha hecho sino reafirmarnos en su defensa, en que no nos toquen a Tarantino porque es nuestro chalado preferido. Y es que hemos disfrutado (¡y cómo!) de toda su obra estos veintitantos años, y el día del estreno de Érase una vez en Hollywood muchos esperábamos la apertura a la puerta del cine para la sesión matinal con la misma actitud que esa gente que se ve en el telediario cada 7 de enero entrando a la carrera al Corte Inglés. Hemos vuelto a sus películas una y otra vez, invariablemente, porque siempre queremos más. Pero nos hemos sorprendido (yo al menos) al constatar que la que más visionados soporta es una de las menos populares. Creo que es porque el truco, la brillantez, la audacia, el descaro y la catarsis viven de la sorpresa, pero lo de Jackie Brown tiene más que ver con el alma.

Jackie Brown (1997) tiene la misma destreza en la presentación de situaciones y la descripción de escenarios de sus películas más celebradas (la primera secuencia tras los créditos iniciales es una clase práctica de puesta en escena), el mismo control absoluto del relato, indiferente a la duración (dos horas y media alargadas que pasan en un suspiro), la misma fina maestría para el diálogo afilado, mordaz, que deja eco (Tarantino adapta aquí una novela de Elmore Leonard y la lleva a su terreno) y el mismo gusto musical exquisito (una banda sonora de soul negro absolutamente prodigiosa). Pero Jackie Brown tiene además un tratamiento de personajes inédito en el resto de sus películas con la posible excepción de Érase una vez en Hollywood —donde está, de hecho, algo menos conseguido—, y que está lleno de nostalgia crepuscular, de amargura adulta, de calor humano.

Jackie Brown (Pam Grier) es una azafata negra de cuarenta y cuatro años en una aerolínea de segunda, con un salario de segunda y con un pasado criminal de segunda por antiguos trapicheos con su exmarido. Jackie complementa su salario pasando dinero en metálico de contrabando para un traficante de armas (Ordell Robbie, un Samuel L. Jackson excelso). Los policías al acecho de Robbie la arrestan por cómplice y pasa una noche en la cárcel, de donde sale tras las oportunas gestiones del agente de fianzas Max Cherry, interpretado por el recientemente fallecido Robert Forster en el papel de su vida. Cherry, un cincuentón con un hastío solo comparable a su honorable sentido de la justicia, se siente inmediatamente atraído por ese torrente de mujer. Juntos urdirán un complicado engaño que permita a la policía atrapar al traficante asesino que es Ordell, pero con el doble tirabuzón de evitarle la cárcel a Jackie y hacerla tomar un ascensor social hasta la estratosfera. Porque el primer y más notable cambio que Tarantino hizo sobre Rum Punch, la novela original de Elmore Leonard, fue convertir a su protagonista, una rubia blanca, en una mujer negra de mediana edad, y Tarantino nos la presenta entrando en el aeropuerto de Los Ángeles y en la película al ritmo del colosal tema «Across 110th Street», una canción-denuncia de Bobby Womack sobre la vida de gueto en Harlem. Es una de las grandes secuencias de apertura de la carrera del director. De cualquier carrera, de hecho.

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Jackie Brown. Imagen: Miramax

Tarantino citó a Pam Grier en su oficina para una prueba de casting unos años antes del rodaje. La actriz, por entonces una leyenda semiolvidada del cine racial de blaxploitation de los setenta, se encontró las paredes cubiertas con carteles de sus viejas películas. Creyó que era una deferencia del director para la ocasión, pero este le contestó que siempre los había tenido allí. Ello dice mucho de la voluntad de Tarantino de hacer una traducción racial del excelente material original de Elmore Leonard, convirtiendo la relación entre Jackie y Max Cherry en un romance de madurez entre un hombre blanco y una mujer negra. Pero lo que hace de Jackie Brown una de esas películas en las que uno se quedaría a vivir es que casi todos sus diálogos se producen entre personas inteligentes. Gente que se busca, se encuentra, se analiza y se engaña mutuamente en un juego de supervivencia en el que gana el más listo. Ray Nicolette, el policía al que interpreta Michael Keaton, es astuto e inteligente. Como lo es Max Cherry, que asesora a Jackie inmejorablemente al conocer como nadie la psicología de policías y criminales, gracias a sus veinte años ejerciendo como nexo entre ambos lados de la ley. También es inteligente a su manera Melanie, la rubia playera permanentemente colocada que borda Bridget Fonda. Y lo es, y mucho, Ordell, aunque Melanie lo ponga en duda diciendo de él, en una de las mejores frases de la película, que mueve los labios al leer. Pero en este juego de trampas entre listos nadie lo es más que Jackie, que es, claro, quien gana la partida. Ahora más que nunca se reivindican mucho los papeles femeninos de peso en el cine, y en los mejores casos no se hace exigiendo un minutaje paritario de presencia en pantalla y un número parejo de líneas de diálogo, cosa bastante boba, sino reclamando más personajes del tipo de Jackie Brown. El problema, claro, es que por mucha intención que se ponga, no es fácil. Filigranas como esta no requieren voluntad, sino mucho talento.

En Jackie Brown solo cabe un tonto, pero es un bobo memorable: el Louis Gara que interpreta Robert De Niro. La película regala una de esas miradas de De Niro que congelan la pantalla durante tres o cuatro segundos, hacia el final, en el centro comercial. Jackie Brown tiene el mérito de convertir uno de esos horrorosos malls americanos en un lugar interesante en el que suceden cosas interesantes, y lo hace en una larguísima escena con la secuencia temporal fragmentada y en desorden, recurso tan del gusto del director. Tarantino también nos ha hecho interesantes varios desayunos con tertulia mañanera en Los Ángeles, con Reservoir Dogs y Pulp Fiction a la cabeza. La mejor escena de Jackie Brown no es una excepción, y sucede hacia la hora de proyección: Jackie desayuna en bata en su casa con Max Cherry. Ella pone un disco de los Delfonics, le ofrece café («Black’s fine», contesta él como si tal cosa) y se ponen a hablar de la crisis de mediana edad, del paso del tiempo, de que a él se le ha caído el pelo y ella ha echado culo. El sencillo y magnífico diálogo también está en Rum Punch, algo diferente y más largo, y leerlo permite ver hasta qué punto el guion de Jackie Brown regala a un dialoguista extraordinario adaptando a otro, enriqueciéndose con él y a veces mejorándolo. Max dice que no piensa en la vejez: «Si me miro en el espejo, veo a la misma persona que hace veinticinco años. Si veo una fotografía… eso es distinto. Pero, total, nadie me hace fotos». Luego le dice a Jackie que está estupenda (lo está) y le lanza una mirada que dice mil cosas. De hecho, se podría contar una historia entera solo con las miradas que Robert Forster dirige a Pam Grier en esta película. La más sentida, profunda e irrepetible es la de la escena en la que ambos se conocen, cuando Max se enamora a primera vista viéndola acercarse por el patio exterior de la cárcel. La cara de Forster en ese primer plano es de las que te justifican toda una película. Tarantino monta el plano con la primera estrofa del «Natural High» de Bloodstone sonando de fondo: «Why do I keep my mind on you all the time? And I don’t even know you (I don’t know you)». El romance entre los personajes de Pam Grier y Robert Forster tiene la magia del cine de antaño. Tengo escrito por ahí que me recuerda al de John Wayne y Angie Dickinson en Río Bravo, por ejemplo. Max Cherry tiene también algo de aquel camarero de Pasión de los fuertes de John Ford que, preguntado si se había enamorado alguna vez, contestaba lacónico: «No, he sido camarero toda la vida». Análogamente, Max Cherry ha sido agente de fianzas veinte años. Pero entonces llegó Jackie Brown, claro.

Tarantino ha contado otras historias de amor o camaradería con parecido calor humano. En Django desencadenado, por ejemplo. O en Érase una vez en Hollywood. Pero en ambas películas se entrega al final a una orgía de sangre, como si se hubiera pasado de sentimental y ya no pudiera seguir conteniéndose. No es el caso de Jackie Brown, que tiene cinco minutos finales de una sencilla intensidad que la empareja con lo más granado del cine y literatura sobre la realización amorosa frustrada por una de las partes, sobre lo que hay de sublimemente romántico en dejar pasar de largo al amor de tu vida. Como al final de La edad de la inocencia, por ejemplo. O el de Pasión de los fuertes, una vez más. Pero también, de alguna manera, como en Las noches blancas de Dostoievski, y su eco en Two Lovers. Incluso como en la idealización amorosa frustrada del Decálogo seis de Kieslowski. Porque Jackie ofrece a Max la posibilidad de escaparse juntos (a España, nada menos), pero de alguna manera él comprende que su sitio está en su mísera oficina, que esa inmensidad de mujer es demasiado para él. Sentada en un altar de aplomo y seguridad, satisfecha de haber derrotado sin inmutarse a todos los Goliats a su paso, Jackie le pregunta entonces: «¿Tienes miedo de mí, Max?». Él hace un leve gesto con los dedos índice y pulgar, como diciendo: «Un poquito», pero queriendo decir en realidad: «Quién soy yo para ti, hija». Seguramente, en ese momento resuena en su cabeza la primera estrofa de «Didn’t I (Blow Your Mind This Time)», la canción de The Delfonics que Tarantino usa de leitmotiv de la relación entre ambos durante toda la película:

I gave my heart and soul to you, girl

Now didn’t I do it, baby, didn’t I do it baby

Gave you the love you never knew, girl, oh

Didn’t I do it, baby, didn’t I do it baby


Si Jackie Brown es la película de Tarantino que soporta más visionados, quizá sea porque al volver a Pulp Fiction vemos reflejada a la persona despreocupada y feliz que éramos cuando la vimos por primera vez hace veinticinco años, y sin embargo lo que vemos en Jackie Brown se va pareciendo cada vez más a nuestra fotografía actual. O eso nos gustaría: si te haces mayor, al menos hazlo con la madura inteligencia de esos personajes. La película ha envejecido tan bien como Jackie. Ella dice que ha echado culo, pero sabemos que no es un problema. Y que podemos decirle con total sinceridad que está estupenda.
 
La emotiva imagen de Paul Walker con su hija en el que hubiera sido su 47 cumpleaños

El protagonista de la saga «Fast and Furious» que perdió la vida en un fatídico accidente de coche en 2013

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Paul Walker

MADRID
Actualizado:13/09/2020 19:28h

 
La desgraciada vida de los protagonistas de 'Love Story': drogas, intentos de asesinato y adicciones

LUIS FERNANDO ROMO
Viernes, 18 septiembre 2020 - 01:39

Ryan O'Neal y Ali McGraw protagonizaron la romántica película que les lanzó al estrellato, Sus vidas, sin embargo, han estado marcadas por toda clase de dramas.

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Ryan O'Neal y Ali McGraw en un fotograma de 'Love Story'.


Cuando hace 50 se estrenó Love Story, probablemente la historia romántica más bella jamás rodada, ni Ali MacGraw (81) ni Ryan O'Neal (79) se imaginaban que iban a convertirse en los ideales de la esencia del amor puro. Sobre todo, a raíz de la frase emblema de la historia: "Amar significa no tener que decir nunca lo siento".

La química1600426494965.png entre los dos actores traspasó las pantallas de todo el mundo y reventó las taquillas ya que tras una inversión de 2.2 millones de dólares la recaudación total superó 106 millones. Convertidos en estrellas, tras la promoción del filme, los intérpretes apenas mantuvieron el contacto. Y no porque tuvieran una mala relación.

El oropel del éxito pronto se transformó en un barrizal lleno de infidelidades, drogas, odios, mentiras y s*x*. Durante el proceso de rodaje, Alli se casó con el productor de la película, Robert Evans, que por aquel entonces era uno de los hombres más poderosos de la industria que trabajaba en los estudios Paramount. A pesar de tener un hijo, Joshua (1971), la intérprete perdió los papeles en cuanto conoció al seductor Steve MacQueen, famoso por ser tan mujeriego como su colega Warren Beatty.

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Ali McGraw y Steve McQueen.LINDA McCARTNEY

Ambos empezaron a rodar La huida (1972) mientras que Evans estaba inmerso en la producción de El Padrino, por lo que no vio venir la hecatombe de su matrimonio. Ella se fugó y se casó con MacQueen hasta que en 1978 huyó porque estaba cansada de los celos, las obsesiones y la adicción al alcohol, la cocaína y la marihuana de una estrella que había tenido entre sus sábanas a algunas de las mujeres más atractivas del mundo, como Lauren Hutton, Mamie Van Doren o Lita Trujillo (en España conocida como la ex nuera del dictador Trujillo y pareja del torero Jaime Ostos). Su primera esposa Neile Adams, es tía de Isabel Preysler, pero la diva del papel couché ha intentado ocultar desde siempre cualquier tipo de vinculación.

Los papeles cinematográficos escaseaban y cayó en una espiral de autodestrucción sustentada por una fuerte depresión, su adicción al alcohol y los hombres (Frank Sinatra, William Holden o Cary Grant), por lo que se recluyó en la clínica Betty Ford para solucionar sus problemas. En ese mismo centro pasaron Liza Minnelli o Elizabeth Taylor. A mediados de los 80 consiguió otra vez la notoriedad tras el fichaje de la serie Dinastía.

Sin embargo, la década de los 90 marcó un antes y un después en su vida. En 1994 su mansión de Malibú fue pasto de las llamas, con lo que perdió todos los recuerdos de una vida y, poco después, se mudó a Nuevo México, donde ha encontrado el equilibrio gracias al yoga.

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Ryan O'Neal y Farrah Fawcett. AP

El caso de Ryan O'Neal es aún más dramático y triste. Galán entre los galanes, su ego se fue deteriorando tras el fracaso de sus dos primeros matrimonios (Joanna Moore y Leigh Taylor Young) y la muerte de su última esposa, la celebérrima ex ángel de Charlie, Farrah Fawcett.

Uno de sus escándalos más sonados tuvo lugar en el funeral de la actriz, ya que Ryan estaba tan tocado que intentó conquistar a una atractiva rubia que le paró en seco los pies: "¡Si soy tu hija!. No había reconocido a su primogénita Tatum (56), que debido a su adicción a diferentes sustancias había cambiado sustancialmente su aspecto físico. Atrás quedaba la belleza de la que ha sido hasta la fecha la más joven en ganar un Oscar a la mejor actriz de reparto con tan solo 10 años por su interpretación en Luna de papel (1974), que protagonizó junto a su progenitor.

En ese triste momento familiar, a Redmond, el vástago de Ryan y Farrah, le concedieron un permiso especial para salir de la cárcel, lugar en el que ha estado recluido en varias ocasiones por robos y posesión de drogas. Justamente, un año antes de la muerte de la actriz, padre e hijo fueron detenidos en su casa al ser sospechosos de posesión de narcóticos.

El benjamín ha estado ingresado en más de una decena de centros de desintoxicación. Pero lo más gordo ocurrió hace dos años cuando al joven le arrestaron por intento de asesinato, amenazas criminales y agresión con arma mortal. Se enfrentaba a una pena de 20 años, pero a finales de 2019 le ingresaron en una institución mental.

Griffin, el segundo de los hijos del Ryan, también ha sido víctima de las drogas. En 1986, el joven protagonizó un terrible escándalo cuando a raíz de una desastrosa maniobra con la lancha que conducía, su amigo Gian Carlo Coppola, hijo del famoso director de cine, falleció decapitado. Al final fue condenado por conducción negligente en vez de por homicidio. Para echar más leña al fuego, llegó a calificar a su padre como "narcisista psicópata" ya que en una ocasión su progenitor llegó a apuntarle con un arma.

Después de tantos dramones, parece que la paz ha llegado a casa de los O'Neil a tenor de la última fotografía que Sean McEnroe (1987) -el hijo que Tatum tuvo con el ex tenista John McEnroe- ha publicado en su Instagram. En la imagen se puede ver a la estrella de cine terriblemente demacrada, junto a su hija, también con un aspecto deteriorado, y los otros dos vástagos de la actriz, Kevin (1986) y Emily (1991). El joven lanzó un mensaje positivo: "Si los O'Neil pueden reconciliarse, realmente todo es posible".

 
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