Lo que queda de Hashima

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Lo que queda de Hashima
Publicado por Luis Landeira
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Hashima, 2012. Fotografía: Jordy Meow (CC).
Apuesto que, como el común de los mortales de este siglo, vive usted en el corazón de una urbe abarrotada. Seguro que le pisan en el autobús, que hace cola en el supermercado, que comparte un piso donde no cabe un alfiler. Bien. Pues le voy a proponer un viaje. Pero no un viaje físico, sino un tripmental, espiritual, astral si prefiere llamarlo así. A lo largo y ancho de los siguientes párrafos visitaremos un lugar donde la humanidad brilla por su ausencia. Le ofrezco un billete de ida y vuelta a un desolado paraíso, un recorrido virtual por una isla perdida, llena de edificios vacíos carcomidos por el tiempo y la humedad. Podrá respirar el yodo, contemplar el mar, pasear entre unas ruinas apocalípticas, aperitivo insular de lo que tarde o temprano será el mundo entero. Se sentirá, en fin, la última persona sobre la faz de la tierra. Suena bien, ¿eh? Pues no lo piense más y véngase conmigo a Hashima, también llamada Gunkanjima, es decir, ‘la isla acorazada’, donde ya da todo igual y el tiempo no pasa en balde… Perfecto, aplaudo su decisión. Agarre ahora mi mano y no tema, que no le dejaré caer. Sentirá un poco de vértigo al principio, pero es normal. ¿Va usted a gusto? Me alegro.

Ahora sobrevolamos Europa, no nos interesa, es un continente sumido en un horrísono caos. Demasiada gente. Pasamos por Ucrania y a vista de pájaro contemplamos la bellísima ciudad fantasma de Prípiat, un lugar encantador, pero hoy no podemos detenernos en él: llevamos prisa. Un rato después, llegamos a Rusia, que nos gusta porque hay grandes extensiones de territorios vacíos, pero también aburridos: demasiada nieve. Luego aparece China, que sigue teniendo un grave problema de superpoblación y sobreproducción. Demasiado dinero. ¿Se cansa usted? No se preocupe, que ya llegamos. Eso de ahí abajo son aguas japonesas, y allí… ¡Hashima! ¿La ve? No, no es aquel pedrusco vacío. Verá, en la prefectura de Nagasaki hay quinientas cinco islas deshabitadas, la mayoría vulgares e insignificantes. Hashima es otra cosa. Ahí, más a la derecha. ¡Sí, esa! ¿A que mola? ¿Se la había imaginado más grande, dice? Pues es lo que hay. Cuatrocientos ochenta metros de largo por ciento cincuenta de ancho. No mucho más extensa que un campo de fútbol. Ahora agárrese fuerte, que iniciamos el descenso.

Mitsubishi mon amour

¿Cómo? ¿Que le suena este lugar? No es descabellado. Tal vez lo haya visto en la tele, en el cine, en internet. Aquí se rodó en 2012 parte de la película Skyfall. Sí, la de 007. ¿No recuerda? Es la isla en la que vive Raoul Silva, el personaje interpretado por Javier Bardem que organiza atentados para desacreditar a los servicios secretos británicos. También se usó como escenario de distintos filmes japoneses, como Air Gear o Battle Royale II: Réquiem. Y de la maravillosa serie documental La Tierra sin humanos (Life after people), una fantasía científica que proyecta un futuro en el que nuestra especie ha desaparecido de la faz del planeta. ¿No la ha visto? Pues si es usted tan misántropo, debería; es una serie que siempre me trae a la cabeza aquel escolio de Nicolás Gómez Dávila. ¿Cómo era? Ah, sí: «Ninguna ciudad revela su belleza mientras su torrente diurno la recorre. La ausencia del hombre es la condición última de la perfección de toda cosa».

Y Hashima es un decorado perfecto, una obra de arte contemporáneo, precisamente porque no hay nadie. Mire, mire qué preciosidades, esos altos edificios en ruinas, completamente vacíos. Y pensar que hubo un tiempo en el que aquí se hacinaban más de cinco mil almas… Sígame por este camino, sígame y le cuento.

Empecemos por el principio: durante milenios nadie se fijó en Hashima. Era una isla desierta más, demasiado pequeña y fea para llamar la atención de los especuladores humanos. Todo cambió cuando fue descubierta ahí abajo una veta de carbón de muy alta calidad. La corporación Mitsubishi, que usted conocerá por los coches pero hace muchas cosas más, compró la isla para explotar el yacimiento. En 1885 empezaron a perforar el suelo y cuatro años después ya tenían dos túneles que iban directos al lecho marino donde se encontraba el carbón, a doscientos metros bajo el nivel del mar. En 1890 empezó la extracción y la isla creció como la espuma. Tres décadas más tarde vivían aquí más de tres mil personas, y Mitsubishi se vio obligada a construir viviendas para alojar a los operarios, a sus familias y al personal de servicios.

Nada parecía afectar la próspera burbuja de la isla. Ni las dos guerras mundiales, ni las dos bombas atómicas, ni las contiendas con China y Rusia fueron capaces de frenar el desarrollo de este lugar, sino todo lo contrario: si durante las guerras la construcción en Japón se paralizó, aquí continuó a todo tren para alojar más y más obreros que arrancaran de las tripas de la tierra carbón con el que abastecer las necesidades bélicas: durante la década de los cuarenta, la producción llegó a rondar las cuatrocientas mil toneladas anuales. Los habitantes de la isla no se libraron de ir a la guerra, pero los obreros reclutados fueron sustituidos por operarios chinos y coreanos que trabajaron con rango de esclavos.

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Hashima, 2014. Fotografía: Cordon Press.
Un hormiguero humano

Ahí, en la planicie junto al mar, puede usted ver las oxidadas instalaciones industriales de la isla. Esta puerta daba paso a un diminuto ascensor que bajaba a los trabajadores hasta donde estaba la mina. Las zonas de excavación eran pequeñas y claustrofóbicas, y los obreros debían extraer el carbón agachados y expuestos a derrumbamientos de tierra y acumulaciones de gas. Entre 1890 y 1945 murieron más de mil trescientos trabajadores por causas como accidentes subterráneos, desnutriciones, agotamientos o ahogamientos.

Ahora me gustaría enseñarle dónde vivía la gente, una zona rocosa situada en el interior de la isla. Sintiéndolo mucho, tenemos que atravesar por el llamado «Cruce de la Lluvia Salada», donde hay que esperar a que rompan las olas para pasar. Por suerte hoy no son muy altas, y solo nos salpicarán un poco. ¡Ahora! ¡Rápido! Apriete el paso y no se arrime mucho al borde o se caerá al mar. Bien. Ya estamos. Ahí asoman los bloques. Sígame.

Hashima llegó a tener cincuenta edificios de apartamentos que a duras penas albergaban a sus cinco mil habitantes. En su época dorada fue el lugar más poblado del mundo, con un habitante por cada metro y medio cuadrado. Como podrá suponer, aquí había menos intimidad que en un hormiguero.

Aunque su estética y su ética estaban más cerca de Alcatraz, Hashima superaba a Tokio en actividad y desarrollo. En su abigarrada superficie disponía de cafés, restaurantes, casinos, clubes, tiendas, escuela, hotel, cementerio, guardería, hospital, pista de tenis, comisaría, oficina de correos y hasta un burdel. Y tenían una ventaja sobre cualquier otra ciudad: no había coches. ¿Para qué, si la isla se atraviesa andando, de punta a punta, en menos tiempo del que se tarda en fumar un cigarrillo?

No en vano, hemos llegado ya a la zona residencial. Impresionante, ¿eh? Una treintena larga de mostrencos edificios de hormigón armado, conectados entre sí por una intrincada red de patios, pasillos, puentes, corredores… y las llamadas «escaleras del infierno», construidas para unir todos los puntos de los edificios con el templo, los baños y las zonas recreativas. Sí, aquí fueron pioneros en la creación de colmenas humanas. Este mismo bloque, que data de 1905, fue el primer edificio de apartamentos del mundo hecho de cemento.

Cinco suicidios al mes

No se equivoque, la isla tenía su grandeza, pero también sus miserias: el clima de perros, el acecho del mar, la falta de zonas verdes… Ahora hay algo más de vegetación, pero en su día esto era un secarral de cemento armado. Aquí nunca se pudo plantar nada, tenían que traer la comida en barco y cuando había borrasca se pasaba más hambre que en Angola. Con decirle que en los años sesenta algunos habitantes trajeron tierra de otros puertos para intentar plantar algo en los tejados…

Mire, este edificio de seis pisos fue el primer bloque de hormigón que se construyó en todo Japón, allá por 1916. Vamos a entrar en algún apartamento. Usted primero. Aquí vivían los trabajadores subcontratados y los solteros. Como ve, no era precisamente el Ritz: un ínfimo recibidor, una sola habitación de diez metros cuadrados y una ventana. Si querían cocinar, hacer sus necesidades o asearse, tenían que salir del apartamento y pasar a las instalaciones comunitarias. Todo muy funcional, para que estos siervos de la era industrial pudieran dormir, comer y volver al tajo. Sígame por este corredor, que vamos al edificio de al lado.

Se decía que aquí en Hashima no hacían falta paraguas, pues podías patearte toda la ciudad por estos intrincados pasadizos… Pero era solo una forma de hablar: existen fotos de días de lluvia en la isla en las que aparecen cientos de personas con paraguas, caminando apiñadas por las estrechas callejuelas.

Vamos a bajar por esa escalinata hasta el patio común, desde donde se dominan varios bloques. Ese que ve ahí, de nueve plantas, es el edificio residencial Nikkyu. Cuando se construyó en 1917 fue el más alto de Japón. Mire, en sus paredes hay varios grafitis, y eso que está prohibido andar por esta zona. Ahí veo uno curioso, le traduzco los ideogramas: «Hashima ha desaparecido. Este lugar está muerto». Ya. Pues, ¿sabe qué le digo? Que yo lo prefiero así. Antes estaba demasiado vivo. Y no era precisamente el cielo. Acompáñeme, que voy a enseñarle algo.

En estos edificios que bordean el mar estaban los esclavos chinos y coreanos. Eran los que peor vivían con diferencia: una decena de hombres en un húmedo boquete de nueve metros cuadrados, vestidos con sacos, alimentados con bazofia y vigilados por guardianes con espadas que los zurraban a la primera de cambio. En la mayoría de las cárceles hay algún punto de fuga, pero en Hashima la única escapatoria era tirarse al mar y morir ahogado: había unos cinco suicidios al mes. A los muertos los quemaban en este horno crematorio. Hay quien dice que todavía se oyen lamentos de algún fantasma y… ¡BU! Jajajaja. Le he asustado, ¿eh?

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Hashima, 2012. Fotografía: Jordy Meow (CC).
La vida no volverá a esta isla

Ahora veremos la parte «noble» de la isla, donde se alzan los mejores edificios. Entremos en este mismo. Ya ve que los apartamentos tienen dos habitaciones, con cocina y baño propios, pues aquí vivían los empleados de Mitsubishi con sus familias. Y si subimos un poco más veremos los edificios donde se alojaban maestros, médicos y oficiales de primera, que disfrutaban de ciertos privilegios: no hay más que ver esa nevera oxidada o ese vetusto televisor… ¡Anda, si hasta se dejaron la mesa puesta! Vamos al patio. Más trastos: un triciclo, una muleta, unas muñecas… Está claro que hasta los niños y los cojos se fueron de la isla como almas que lleva el diablo.

A lo tonto, hemos pateado casi toda la isla. Nos falta por ver la única casa de Hashima, donde vivía el director de la mina. Esta es. No vivía mal, no. Además, está estratégicamente situada en el punto más alto de la isla; desde aquí dominaba todo el territorio como un señor feudal. Tenga cuidado, que caen ladrillos del techo.

Por cierto, aún no le he explicado cómo llegó la isla a este estado de abandono. Sucedió a finales de la década de los sesenta, cuando el petróleo empezó a sustituir al carbón. Durante varios años, Mitsubishi fue haciendo severos recortes de personal. Hasta que, en enero de 1974, se ofició una ceremonia en el gimnasio de la isla en la que se anunció el cierre definitivo de la mina. Tres semanas después, Hashima estaba completamente vacía. Solo quedaron los edificios, impertérritos, ajenos a las tribulaciones humanas, pero no a las inclemencias meteorológicas. Tras décadas pudriéndose, ennegreciéndose, desconchándose por la acción de los temporales, fueron adquiriendo la terrorífica solera que ahora poseen.

En 2002 Mitsubishi donó la isla a la prefectura de Nagasaki, que siete años más tarde abrió algunas de sus zonas al turismo. Desde que el nuevo muelle se inauguró en 2015, cinco turoperadores ofrecen viajes a Hashima. El problema es que, como los edificios están en un estado ruinoso y hay riesgo de derrumbamientos, solo permiten que los visitantes den un breve paseo bordeando la isla. Transformar todo este caos en un lugar en el que la gente pudiera andar como Pedro por su casa exigiría una inversión demasiado grande. Quizá ahora que la isla ha pasado a ser bien cultural de la lista de Patrimonios de la Humanidad de la Unesco, se lo replanteen.

Sin embargo, debo confesar que a mí Hashima me gusta tal y como está. Me parecería ridículo adecentar estas ruinas. No comparto la visión humanista y nostálgica que tienen los japoneses de este lugar, algo que se evidencia en pintadas como esta: «¿Cuántas décadas pueden haber pasado desde que Hashima fue abandonada a la putrefacción, al deterioro, a la ruina y a la desintegración? La vida no volverá a esta isla». Ni falta que le hace. Esta isla es un remanso de paz y belleza inerte: sus vetustos edificios son reflejos posindustriales de las acrópolis de la antigua Grecia.

¿Qué? Ah sí, claro. Se ha puesto el sol y empieza a refrescar. Es más, se ha levantado viento y juraría que se aproxima un maremoto. Ahora comprende mejor a los obreros de la isla, ¿a que sí? Andar por aquí a la intemperie, entre vendavales y olas gigantescas calando sus huesos, no es del todo agradable. Y menos aún si vas rumbo a la mina. Ahora seguro que dará usted más valor a su vida cómoda, a su pequeño hogar, a su rutinario trabajo… Debemos regresar, aunque noto en su mirada que no le apetece ni un pelo volver a sobrevolar la vieja Eurasia. Descuide, esta vez no será necesario. Solo tiene que cerrar usted la revista y volverá a estar en su casa, a salvo, lejos de esta isla dejada de la mano de Dios. ¿No me cree? Venga, cierre la revista a la de tres y saldrá de esta. Tres, dos, uno…
https://www.jotdown.es/2019/03/lo-que-queda-de-hashima/
 
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