Literatura, filosofía y espiritualidad

Tú gobiernas tu mente, no tu mente a ti
“Érase una vez un estudiante de zen que se lamentaba de que no podía meditar, ya que sus pensamientos se lo impedían. Este le dijo a su maestro que sus pensamientos y las imágenes que generaba no le dejaban meditar, y que aún cuando se iban unos instantes al poco volvían con mayor fuerza, no dejándoles en paz. Su maestro le indicó que esto sólo dependía de sí mismo, y que dejara de cavilar.

Pero el estudiante siguió indicando que los pensamientos le confundían y no le dejaban meditar en paz, y que cada vez que procuraba concentrarse le aparecían pensamientos y reflexiones de manera continuada, a menudo poco útiles e irrelevantes.

A esto el maestro le propuso que cogiera una cuchara y la sostuviera en la mano, mientras se sentaba e intentaba meditar. El alumno obedeció, hasta que de pronto el maestro le indicó que dejara la cuchara. El alumno lo hizo, dejándola caer al suelo. Miró a su maestro, confuso, y este le preguntó que quién agarraba a quién, si él a la cuchara o la cuchara a él.”

Este breve cuento parte de la filosofía zen y tiene origen en el budismo. En él se nos hace reflexionar sobre nuestros propios pensamientos, y el hecho de que debemos ser nosotros quienes tengamos el control sobre ellos y no a la inversa.
 
Gabriel García Márquez y el olor de las almendras amargas



Gabriel García Márquez fue la razón por la que obtuve mi primer y único cero en la clase de español. Después de leer “Cien años de soledad”, nos hicieron un corto examen: “¿Qué significan los pescados de oro para el Coronel Aureliano Buendía?”, era la única pregunta. Yo pensé un rato. Repasé en mi mente esas líneas que para mí no pasaban de ser un entretenido relato cómico. Elaboré elucubraciones y llegué a una conclusión que a mí me pareció obvia, pero a mi maestro le resultó insultante: “Pues… ¡pescados de oro!”, respondí.

Después del cero, no quise saber más del tema. Allá García Márquez con sus metáforas y sus enigmas. Me tenía sin cuidado. Todo iba bien, aunque de vez en cuando me persiguieran algunas apariciones macondianas. Mauricio Babilonia con su nube de mariposas amarillas; Rebeca llegando a su nuevo hogar en silencio y con una bolsa en la que llevaba los huesos de sus padres. Amaranta, tejiendo su mortaja. Esos cien años de locura que parecían decir más de lo que yo había leído.

Por esos tiempos se puso de moda una canción, de las que en Colombia llamamos “chucu chucu”, por su ritmo popular y más apto para los bailes de pueblo que para la degustación de los que amábamos los libros.

Eso ocurrió en tiempos remotos. La época en las que las cosas aún no tenían nombre. Sucedió antes de que la sangre se me envenenara de país, mientras repasaba obsesivamente las líneas de “El coronel no tiene quien le escriba”. Lo hacía como con un incendio en el corazón. Sus palabras tenían una fuerza reveladora que yo no sabía si me abrían los ojos o me estaban marcando la primera fase de un episodio psicótico.

De la mano de Gabriel García Márquez acaricié por primera vez la fascinación sobrecogedora de la Literatura; también descubrí los andamios ocultos y vergonzosos sobre los que se había edificado la historia de mi país. Todo en un solo paquete.

El García Márquez que yo aprendí a amar es íntimo. Nada que ver con el que aparecía en grandes eventos y enormes fotografías. No se parece en nada al que hoy despiden los políticos más retardatarios de mi país, en sus cuentas de Twitter. Esos que fueron denunciados en sus obras como los eternos ausentes; los eternos mentirosos que inventaban explicaciones absurdas para hacer comprensible una realidad inexistente.

Nada que ver con el colombiano que recibió el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, llevando encima un “liqui liqui”, o “guayabera”, y que luego pronunció uno de los discursos de aceptación más conmovedores que se hayan escuchado.

El García Márquez que se instaló en mi vida como una bacteria, fue el espejo en donde pude maravillarme por primera vez de lo que siempre había visto. Una especie de sacerdote en el mundo de la alegoría. El camino para reconocer las delicadas urdimbres con las que está tejida la sinrazón. Sus personajes, atormentados y delirantes, siempre encontraban la manera de dejarme ver la más imperceptible grandeza, la más honda miseria, del ser humano.

Me recuerdo llorando cuando por fin se descubrió el velo que me ocultaba a Aureliano Buendía. El perdedor de todas las guerras libradas en nombre de la utopía, que finalmente se entregó al absurdo de la creación y la recreación sin fin. Me recuerdo emocionada viendo a Florentino Ariza embriagarse con perfume y vomitar olor a jazmines, en una fiesta de los sentidos que celebraba el amor. Me recuerdo, atónita, presenciando las osadías de Miguel Littin y los heroísmos discretos de Eduardo Villamizar.

También fue Gabo el que me enseñó que el idioma es un terreno fértil para subvertir. Cuando, por ejemplo, comparaba el oro con “la caca de perro”. O cuando, en el Otoño del Patriarca, reveló que “El día que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo”. Ese que probaba sopas con sabor a ventana y hablaba de risas que espantaban palomas.

Por García Márquez descubrí que una de las tareas de la vida es volver a bautizar el mundo. Que la realidad es apenas un montón de escombros al lado de la magia. García Márquez me enseñó a decir “Lo único que me duele de morir es que no sea de amor”. Me permitió creer que sí existe una segunda oportunidad, después de cien años de soledad sobre la tierra. Su partida, me permite renovar la gratitud eterna al Maestro y una eterna devoción por quien me enseñó a admitir la existencia del olor de las almendras amargas.

Edith Sánchez
 
José Saramago, un Nobel en 11 frases


No hace mucho tiempo que falleció uno de los grandes nombres de la literatura y una de las personas más importantes de la vida cultural portuguesa, José de Sousa. Conocido popularmente como José Saramago, sigue estando muy presente con sus propias letras y con el legado que nos dejó tras 87 años de vida con mayúsculas.

Nacido en un pequeño pueblo de la costa portuguesa, hijo de unos campesinos sin tierras, la humildad y el compromiso fueron notas dominantes de su biografía, mientras que la aparente sencillez se encuentra patente en su obra literaria, paradójicamente compleja y profunda.

José Saramago era un amante de las letras que hablaba con sencillez porque pensaba que la palabra ante todo tenía que ser entendida y entendible, sino perdía su sentido.

Alguien que entendía su profesión como un trabajo con una cierta esencia de albañilería, por encima de la imagen romántica que podemos tener de un escritor. Que afirmaba riéndose que los libros de auto-ayuda si a alguien ayudan, como dice el nombre, es al autor y que entendía a la muerte como algo que nace con nosotros y que de la misma forma muere con nosotros.

Algunas de sus frases
A continuación os hacemos llegar frases de los libros de José Saramago que seguro sentirás cercanas a ti:

  • «Parecía que habíamos llegado al final del camino y resulta que era sólo una curva abierta a otro paisaje y a nuevas curiosidades.» (El año de la muerte de Ricardo Reis)
  • «Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir.» (Cuadernos de Lanzarote)
  • «El tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que solo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime.» (El evangelio según Jesucristo)
  • «La alegría y el dolor no son como el aceite y el agua, sino que coexisten.» (Ensayo sobre la ceguera)
  • «La vida es como los cuadros, conviene mirarlos cuatro pasos atrás.» (Todos los nombres)
  • «Cuanto más te disfraces, más te parecerás a ti mismo» (El hombre duplicado)
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Sus últimos años y actualidad
Además, os señalamos algunas de sus frases en sus últimos años de vida:

  • «El pasado es un inmenso pedregal que a muchos les gustaría recorrer como si de una autopista se tratara, mientras otros, pacientemente, van de piedra en piedra, y las levantan, porque necesitan saber qué hay debajo de ellas. A veces les salen alacranes o escolopendras, pero no es imposible que, al menos una vez, aparezca un elefante.» (El viaje del elefante)
  • «La única compensación estaba en el amor, no en el amor obligatorio del parentesco, tantas veces un fardo impuesto por las convenciones, sino el amor espontáneo que de sí mismo se alimenta.» (Claraboya)
  • «La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva.»
  • «Solo si nos detenemos a pensar en las pequeñas cosas llegaremos a comprender las grandes.»
  • «Todo el mundo me dice que tengo que hacer ejercicio, que es bueno para mi salud. Pero nunca he oído a nadie decirle a un deportista: «tienes que leer«.»
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Fundación José Saramago
José Saramago fue un escritor peculiar, con una fuerte personalidad de estilo y una narración muy cercana a sus lectores que reflejaba muy bien su propio carácter: se definía como primero portugués, luego ibérico y cuando me da la gana europeo.

Es tal su relevancia que la Fundación José Saramago actualiza cada día información sobre él y nos permite conocerlo un poco más: si os ha interesado este artículo os invito a leer alguna de sus novelas, pues no os arrepentiréis de las enseñanzas que nos dejan.

«Con toda su obra, que mereció el premio Nobel, podría hacerse un dique mundial a favor de los derechos humanos y del sentido común».

-Juan Cruz, El País


Por Cristina Medina Gómez
 
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