Literatura, filosofía y espiritualidad

CUENTO LA REINA DE LAS ABEJAS (por Hermanos Grimm)

Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa.
El hijo tercero, al que llamaban «El bobo», púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?
Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:
- Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.
Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso:
- Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.
Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo:
- Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.
Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado. A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: «En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra». Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.
El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.
El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces la reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.




Lección / Moraleja:
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Cuando el Amor es Clemente, la tierra y el cielo enteros trabajan para ti. La Sabiduría se encarna en el que pasa la prueba del Amor. (Gracias José Ramón)
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EL GRILLITO RENGO
(por Elsa Bornemann)


En la repisita
de mi pieza tengo
con su muletita,
un grillito rengo.
En un accidente
su pata quebró:
alguien —imprudente—
al pobre pisó.
Después, ni un poquito
le pidió perdón
y, solo, el grillito
quedó en el cordón.
Yo iba en bicicleta
a hacer un mandado:
a comprar panceta
y queso rallado.
Y esa primavera
de sol amarillo,
escuché en la acera
el grito del grillo.
Frené. Y asustada
lo encontré enseguida,
con su capa ajada
y su pata herida.
Lo puse en mi palma,
junté sus chancletas
y subí con calma
a mi bicicleta.
En Clínica Rojo
cayó desmayado
y al abrir los ojos
se encontró enyesado.
En medio minuto
su pata curó
pero entonces supo:
"Torcida quedó".
Al leer la receta
¡uy! lloró bastante:
—Debe usar muleta
de hoy en adelante.
Le dije —Es domingo,
no debes llorar...
Eres bueno y lindo
y sabes cantar.
Le lavé la cara,
soné su nariz
—de forma tan rara—
y lo vi feliz.
Desde entonces canta
cada día mejor...
¡A todos encanta
el grillo tenor!
¿Qué importa si es rengo
y usa muletita
si es bueno y lo tengo
en mi repisita?
 
CUENTO Y NACERéIS MAñANA (por Javier Arribas de la Vieja)



—Tú, ¿cuántas veces has muerto ya?

El hombre que vendía la "savia de la inmortalidad" miró con fastidio a aquel crío de pantalones cortos. Era el único público que le había quedado de una audiencia cuya curiosidad había sucumbido antes de comprar uno sólo de sus frascos. El calor le marcaba gruesas gotas de sudor en la frente, y el polvo le tapizaba el paladar, le hacía sentir hinchada la lengua, y hasta le dificultaba el tragar. Tenía la sensación de que allí, en medio de aquella plaza polvorienta, con sus cajas y entre sus carteles, el sol le había tomado como blanco de sus iras, despechado por no poder capturar a los habitantes del pueblo, que, sin duda, se agazapaban a la sombra de sus casas.
—Mira, chaval, precisamente de lo que se trata es de no morirse.

Sin perder de vista la mirada del niño, se separó con un dedo el cuello de la camisa, que parecía incrustársele a medida que su piel se resecaba.
—¿Sabes cuántos años tengo?
—No.
—Pues tengo 110 años.

Ante aquel chiquillo se permitió la licencia de exagerar su versión. La edad oficial, aquélla que hacía conocer a los potenciales clientes de los pueblos que visitaba, no solía sobrepasar los 80 años.
—Pero, ¿son todos de la misma vida?

El hombre "centenario" miró al chico con extrañeza. Sus palabras, aunque ahora con el asomo de la desilusión, mostraban una determinación muy clara. Sus preguntas tenían un objetivo trazado, que no podía descifrar. El niño, con las manos en los bolsillos y el gesto bajo, sin esperar ninguna respuesta, comenzó a dar la vuelta sobre sus talones. El vendedor ambulante, durante un instante incierto y taciturno, le observó alejarse, con paso lento y defraudado. Miró alrededor y la desolación más absoluta le hizo comprender con toda su crudeza que en aquel maldito pueblo, nadie, salvo aquel mocoso, estaba interesado en absoluto por la inmortalidad. "Tal vez —pensó— sus vidas sean lo suficientemente mierdas como para que no quieran prolongarlas". Siguió observando la pequeña figura que se alejaba, con sus manos en los bolsillos, y consideró que quizás, cobijado en una de esas manos, se encontraría el billete que no le haría volver de vacío de aquel infierno de polvo y sudor.
—¡Oye, chaval!

Cuando el charlatán tuvo de nuevo a su lado al niño, creyó observar en sus ojos oscuros y lánguidos, una chispa de interés. El hombre se le acercó misteriosamente, mirando de reojo a ambos lados, con aire teatralmente confidencial.
—Mira, chico. Te voy a contar una cosa.

La chispa de sus ojos pareció avivarse aun más, y ahora éstos parecían casi más claros, mientras el sol arrancaba reflejos de su pelo negro y lacio.
—Verás —continuó el vendedor— lo cierto es que con eso de las muertes tú no andabas muy descaminado... Pero quiero que sepas que esto que te voy a contar es un secreto.

Le clavó la mirada, fija, ensayada mil veces en otros tantos secretos revelados en sus viajes. El niño, sin perderle el rastro de los ojos, movió débilmente la cabeza en sentido afirmativo, dando a entender que podía confiar en él.
—Bien. La verdad es que mis 115 años...
—110... —interrumpió vagamente el niño.
—¡Eso! Tienes razón, 110 años. Es tan larga esta vida que a veces no sabe uno ni cuántos años tiene...

El vendedor contestó a la interrupción con una sonrisa de complicidad, cargada de simpatía, y, por primera vez, aunque de manera casi imperceptible, la cara del niño de ojos tristes se dibujó con un esbozo de sonrisa.
—Bueno, pues —prosiguió el charlatán—, esos años a los que me refiero, sí que pertenecen a una misma vida. A mi última vida.

Volvió a mirar, con una precaución que de antemano sabía inútil, a ambos lados de una plaza completamente desierta, y aun se acercó más al rostro infantil.
—Pero, es que, antes de esa vida, he tenido otras siete. He visto cosas fascinantes. Formé parte de la tripulación de Cristóbal Colón, fui pirata en los mares del Sur... Antes aun, luché al lado de Napoleón.

El niño, que le observaba asombrado y progresivamente boquiabierto, había oído hablar de aquellos personajes en el colegio, aunque estaba tan obnubilado con las palabras del comerciante de inmortalidad, que ni siquiera se acordaba de cuáles habían vivido antes que los otros.

El hombre calló un momento para sonreír y contemplar con orgullo el éxito de su obra, que podía observar con toda claridad en el rostro del chico. Enganchado el interés, como había ocurrido tantas veces, convenía adornar las virtudes de su producto con algunas cláusulas que le cubrieran las espaldas. El agua de la inmortalidad, por supuesto, no podía actuar contra los accidentes y muertes violentas, como "ni siquiera puede hacerlo Dios, nuestro Padre", según solía repetir a sus clientes. Para aquéllos que, aun tomando el método infalible, fallecieran en el transcurso de la semana que él solía permanecer en cada pueblo, estaba claro que la enfermedad que les minaba el organismo, tan adelantada ya por desgracia a su llegada, no había dejado asimilar las virtudes del líquido milagroso. Y, por descontado que, aquéllos que llegaran a tener una larga vida, esos, jamás le estarían lo suficientemente agradecidos, si bien es cierto que tampoco tendrían la oportunidad, porque era su costumbre no volver a visitar un pueblo ya "inmortalizado". Para este niño, y sus necesidades especiales, las cláusulas también habrían de serlo de la misma manera.
—Pero, ¿sabes por qué no he contado nunca antes estas propiedades de mi brebaje?
—No —respondió otra vez lacónico el chico, y algo preocupado porque no sabía lo que era un "brebaje".
—Porque no funciona cuando las personas están ya muertas. Para que dé resultado hay que beberlo justo antes de morir. En mi caso, yo tengo el don de saber cuándo voy a morir, pero, claro, otras personas no pueden saberlo...

El vendedor echó un poco la cabeza hacia atrás. Sacó un pañuelo de su bolsillo, y se secó el sudor, que tenía una tonalidad ocre, y manchaba de tierra la tela blanca.
—Por eso yo recomiendo a mis clientes que lo tomen de continuo. Unas pocas gotas cada día. Vivirán para siempre, pero, claro, la misma vida. Yo, sin embargo, lo que hago es tomarlo sólo cuando noto que voy a morir, y de esta manera vivo distintas vidas cada vez.

Volvió a acercarse al chico, que le miraba con la boca ya notablemente abierta.
—Esto es algo que sólo sé yo —guiñando un ojo, y con la misma sonrisa cómplice con que había cautivado a su interlocutor—. Y ahora tú...

El gesto del chico se convirtió, ahora sí, en una sonrisa satisfecha y plácida. Sin saber muy bien cómo, el mercader de eternidad se había convertido en vendedor de ilusión. Había dado en el clavo, y volvía a sentir esa corriente enigmática que emanaba del niño. No tuvo mucho tiempo para pensar en esto, porque el billete que había imaginado en un bolsillo de aquellos pantalones cortos se presentó frente a él, sobre la palma abierta de la mano del chiquillo.

Más tarde, cuando ya se posaba el polvo que éste había dejado en su carrera, él, acariciando el cristal de sus botellas, bromeaba consigo mismo, orgulloso por haber convencido a un niño, sin duda el público más difícil que uno se podía encontrar en su camino. Recordaba el rostro ilusionado, transformado de felicidad instantánea. Tan instantánea como la carrera que había emprendido; como un rayo. Casi de la misma forma en que, de repente, le vino ante los ojos la imagen de algún pariente del chico, hundido en un lecho polvoriento, condenado a una muerte inminente. Entonces, el vendedor de la "savia de la inmortalidad", que ya no se sentía tan orgulloso de sí mismo, comenzó a recoger sus frascos y decidió marcharse de aquel lugar, antes de que su garganta se convirtiera en barro. Y sobre todo, antes de tener que volver a enfrentarse a esos ojos tristes y oscuros.


La casa era pequeña y sombría; sólo dos cuartos. Uno de ellos, separado del otro por una cortina, constituía el dormitorio conyugal, en el que apenas cabía una cama y un armario, relleno de ropas descoloridas y sudadas. El otro hacía las veces de cocina, comedor y dormitorio. En un extremo de éste, un pequeño fogón, una pila y un armario colgado, desvencijado y repleto de cacharros y cubiertos de latón, anidaban en estrecha compañía. En el otro extremo, plantado sobre sus patas de metal roñoso, el camastro en el que dormía el niño, y, junto a él, olvidada por el tiempo, y ya casi por los sentimientos, la cuna de una hermana que hacía ya más de un año que había muerto. En el centro, equidistante a todos los puntos de este círculo de miseria, una mesa de madera, astillada y coja, y tres sillas a juego con ella en su estado de ruina, componían el resto del mobiliario.

El niño, clavando con fuerzas los dedos en el frasco que guardaba en el bolsillo, observaba a su padre: derrotado sobre una de las sillas, con la cabeza hundida en la mesa y la mano derecha en contacto permanente con una botella de aguardiente. A su izquierda, la madre trajinaba en el fogón, ahumando con sartenes los sucios baldosines de la pared. Ella, a veces, volvía la cabeza y le sonreía. Era una sonrisa cálida, la misma que siempre le había hecho sentirse seguro. Le pareció además que le había intentado guiñar un ojo, aunque era difícil estar seguro de ello, porque éste se mostraba hinchado, algo entornado, y enmarcado en un tono violáceo que le recordaba a los antifaces de ciertos personajes de los tebeos que a veces había leído. Hacía apenas dos días no presentaba este aspecto. Su padre se lo había hecho, de un certero puñetazo, allí mismo, en aquella habitación, en una noche de pelea. No era la primera vez que peleaban, ni tampoco la primera vez que su madre tenía marcas como resultado de estas disputas. No podía recordar con exactitud, perdido en las brumas equívocas de la infancia, pero creía que años atrás vivían en otra casa, más grande y más limpia. Entonces, su padre no pasaba en casa tanto tiempo, y su madre se pintaba los ojos y la boca. Por la noche, tampoco salían del dormitorio de sus padres gritos y llantos como ahora. Después, un día lluvioso en el que se entretenía en observar como su hermana se deshacía en lágrimas desde el fondo de la cuna, su padre llegó a casa muy alterado. Y oyó como le contaba a su madre que sus actividades políticas —que ella maldecía con voz alta y quebrada— habían provocado su despido. Le habían amenazado además con que harían lo posible para que jamás encontrara un nuevo trabajo en los alrededores. Y, a juzgar por la nueva realidad que les rodeaba, sin duda lo habían conseguido. Él, que no sabía nada de estas cuestiones, ni entendía por qué aquello había podido tallar la angustia en el rostro de su madre, sí fue siendo consciente de cómo su padre empezaba a mostrársele indiferente. Para él, el niño parecía, simplemente, no existir, y su cariño y compañía se vieron sustituidos por una botella que casi nunca abandonaba.

La mujer se dio la vuelta y depositó los platos sobre la mesa. De frente, el ojo inflamado y el labio abultado en el lado contrario, le daban a su cara un aire ausente y una marcada inclinación oblicua. Pero su ojo sano reservaba para sí, con ambición, toda la expresividad de un rostro distinguido por la dulzura de una infinita tristeza.

Cuando retornó al fogón, el niño, escrupuloso, casi cumpliendo con un ritual, regó los platos de sopa de sus padres con el agua de la inmortalidad. El líquido se arremolinó entre las verduras, sucias y lacias, y desapareció, sin dejar rastro de su presencia, "como si tuviera prisa por actuar", según pensó él. De su otro bolsillo, ante el padre cabizbajo y huido, y la madre aún vuelta de espaldas, extrajo una bolsita blanca de plástico. La apretó entre sus dedos y su tacto terroso le trajo a la cabeza los esfuerzos invertidos en machacar su contenido hasta casi conseguir reducirlo a polvo.

En este instante fugaz recordaba a su madre, gritando, suplicándole a su padre la esperanza de una nueva vida. Éste, enrojecido, crispado, la perseguía medio desnuda, escupiéndola que para eso sería necesario volver a nacer. El niño se escabullía entre las sábanas de la cama, y se tapaba los oídos, tratando de no ver ni oír escenas que había vivido y soñado tantas veces que se le repetían con cruel minuciosidad por mucho que quisiera adormecer sus sentidos. Volver a nacer. Esa era la solución, y la oportunidad única, la llegada al pueblo de ese hombre sudoroso que ofrecía la eternidad embotellada.

Sonrió saboreando su secreto: saber cuándo morir para volver a nacer. Y, con justicia matemática, repartió en cada uno de los platos de sus padres la mitad del contenido de la bolsita blanca. El matarratas, blanco y arenoso, tardó algo más en deshacerse, dejando un reborde lechoso alrededor de las verduras. Él no necesitaba una nueva vida. Hasta hacía poco había estado realmente contento con la que tenía. Si ellos dos la conseguían, quizás para él volvería a ser como antes. Por eso, mientras les veía comer, casi le pareció sentir cómo se cruzaban entre ellos una mirada de afecto. Y hasta creyó escuchar, allí al fondo, entre las carcomidas tablas de la cuna, un llanto vagamente familiar. Algo después se acostó sabiendo que esa noche no habría gritos, ni carreras, ni reproches. Pensando que mañana amanecería el sol de una nueva vida. E, inconscientemente, sacó una mano de la cama y comenzó a mecer la cuna vecina —que respondió con crujidos quejumbrosos— mientras que el sopor le alzaba los pies y le llevaba en volandas sobre un mundo que condena a los vivos a arrastrar eternamente la pesada carga de sus existencias.
 
CUENTO LA CONCIENCIA (por Ana María Matute)



Ya no podía más. Estaba convencida de que no podría resistir más tiempo la presencia de aquel odioso vagabundo. Estaba decidida a terminar. Acabar de una vez, por malo que fuera, antes que soportar su tiranía.

Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.

El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del Miércoles de ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:

_No me gusta esta calma.

Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:

_Posadera ...

Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.

_Dios le ampare ... _ empezó a decir. Pero los ojillos del vagabundo le miraban de un modo extraño. De un modo que le cortó las palabras.

Muchos hombres como él pedían la gracia del techo, en las noches de invierno. Pero algo había en aquel hombre que la atemorizó sin motivo. El vagabundo empezó a recitar su cantinela: "Por una noche, que le dejaran dormir en la cuadra; un pedazo de pan y la cuadra: no pedía más. Se anunciaba la tormenta ... ".

En efecto, allá afuera, Mariana oyó el redoble de la lluvia contra los maderos de la puerta. Una lluvia sorda, gruesa; anuncio de la tormenta próxima.

_Estoy sola _ dijo Mariana secamente _. Quiero decir ... cuando mi marido está por los caminos no quiero gente desconocida en casa. Vete, y que Dios te ampare.

Pero el vagabundo se estaba quieto, mirándola. Lentamente, se puso su sombrero, y dijo:

_Soy un pobre viejo, posadera. Nunca hice mal a nadie. Pido bien poco: un pedazo de pan ...

En aquel momento las dos criadas, Marcelina y Salomé, entraron corriendo. Venían de la huerta, con los delantales sobre la cabeza, gritando y riendo. Mariana sintió un raro alivio al verlas.

_Bueno _ dijo _. Está bien ... Pero sólo por esta noche. Que mañana cuando me levante no te encuentre aquí...

El viejo se inclinó, sonriendo, y dijo un extraño romance de gracias.

Mariana subió la escalera y fue a acostarse. Durante la noche la tormenta azotó las ventanas de la alcoba y tuvo un mal dormir.

A la mañana siguiente, al bajar a la cocina, daban las ocho en el reloj de sobre la cómoda. Sólo entrar se quedó sorprendida e irritada. Sentado a la mesa, tranquilo y reposado, el vagabundo desayunaba opíparamente: huevos fritos, un gran trozo de pan tierno, vino ... Mariana sintió un coletazo de ira, tal vez entremezclado de temor, y se encaró con Salomé, que, tranquilamente se afanaba en el hogar:

_jSalomé! _ dijo, y su voz le sonó áspera, dura_. ¿Quién te ordenó dar a este hombre ... y cómo no se ha marchado al alba?

Sus palabras se cortaban, se enredaban, por la rabia que la iba dominando. Salomé se quedó boquiabierta, con la espumadera en alto, que goteaba contra el suelo.

_Pero yo ... _ dijo _. Él me dijo ...

El vagabundo se había levantado y con lentitud se limpiaba los labios contra la manga.

_Señora _ dijo _, señora, usted no recuerda ... usted dijo anoche: "Que le den al pobre viejo una cama en el altillo, y que le den de comer cuanto pida". ¿No lo dijo anoche la señora posadera? Yo lo oía bien claro ... ¿O está arrepentida ahora?

Mariana quiso decir algo, pero de pronto se le había helado la voz. El viejo la miraba intensamente, con sus ojillos negros y penetrantes. Dio media vuelta, y desasosegada salió por la puerta de la cocina, hacia el huerto.

El día amaneció gris, pero la lluvia había cesado. Mariana se estremeció de frío. La hierba estaba empapada, y allá lejos la carretera se borraba en una neblina sutil. Oyó detrás de ella la voz del viejo, y sin querer, apretó las manos una contra otra.

_Quisiera hablarle algo, señora posadera... Algo sin importancia.

Mariana siguió inmóvil, mirando hacia la carretera.

_Yo soy un viejo vagabundo ... pero a veces, los vagabundos se enteran de las cosas. Sí: yo estaba allí. Yo lo vi, señora posadera. Lo vi, con estos ojos…

Mariana abrió la boca. Pero no pudo decir nada.

_¿Qué estás hablando ahí, perro? _ dijo _. ¡Te advierto que mi marido llegará con el carro a las diez, y no aguanta bromas de nadie!

_Ya lo sé, ya lo sé que no aguanta bromas de nadie! _dijo el vagabundo. Por eso , no querrá que sepa ... nada de lo que yo vi aquel día. ¿No es verdad?

Mariana se volvió rápidamente. La ira había desaparecido. Su corazón latía, confuso. "¿Qué dice? ¿Qué es lo que sabe ... ? ¿Qué es lo que vio?" Pero ató su lengua. Se limitó a mirarle, llena de odio y de miedo. El viejo sonreía con sus encías sucias y peladas.

_Me quedaré aquí un tiempo, buena posadera: sí, un tiempo, para reponer fuerzas, hasta que vuelva el sol . Porque ya soy viejo y tengo las piernas muy cansadas. Muy cansadas ...

Mariana echó a correr. El viento, fino, le daba en cara. Cuando llegó al borde del pozo se paró. El corazón parecía salírsele del pecho.

Aquél fue el primer día. Luego, llegó Antonio con el carro. Antonio subía mercancías de Palomar, cada semana. Además de posaderos, tenían el único comercio de la aldea. Su casa, ancha y grande, rodeada por el huerto, estaba a la entrada del pueblo. Vivían con desahogo y en el pueblo Antonio tenía fama de rico. “Fama de rico”, pensaba Mariana, desazonada. Desde llegada del odioso vagabundo, estaba pálida, desganada. “ Y si no lo fuera, ¿me habría casado con él, acaso”. No, no era difícil comprender por qué se había casado con aquel hombre brutal, que tenía catorce años más que ella. Un hombre hosco y temido solitario. Ella era guapa. Sí: todo el pueblo lo sabía y decía que era guapa. También Constantino, que estaba enamorado de ella. Pero Constantino era un simple aparcero, como ella. Y ella estaba harta de pasar hambre, y trabajos, y tristezas. Sí; estaba harta. Por eso se casó con Antonio.

Mariana sentía un temblor extraño. Hacía quince días que el viejo entró en la posada. Dormía, comía y se despiojaba descaradamente al sol, en los ratos en que éste lucía, junto a la puerta del huerto. El primer día Antonio preguntó:

_¿ Y ése, que pinta ahí?

_Me dio lástima _ dijo ella, apretando entre los dedos los flecos de su chal_ . Es tan viejo ... Y hace tan mal tiempo ...

Antonio no dijo nada. Le pareció que se iba hacia el viejo como para echarle de allí. Y ella corrió escaleras arriba. Tenía miedo. Sí: tenía mucho miedo ...”Si el viejo vio a Constantino subir al castaño, bajo ventana. Si le vio saltar a la habitación, las noches que iba Antonio con el carro, de camino ... ". ¿Qué podía querer decir, si no, con aquello de lo vi todo, sí, lo vi con estos ojos?"

Ya no podía más. No: ya no podía más. El viejo no se limitaba a vivir en la casa. Pedía dinero ya. Había empezado a pedir dinero, también. Y lo extraño es que Antonio no volvió a hablar de él. Se limitaba a ignorarle. Sólo que, de cuando en cuando, la miraba a ella. María sentía la fijeza de sus ojos grandes, negros y lucientes, y temblaba.

Aquella tarde Antonio se marchaba a Palomar. Estaba terminando de uncir los mulos al carro , y oía las voces del mozo mezcladas a las de Salomé, que le ayudaba. Mariana sentía frío. "No puedo más. Ya no puedo más. Vivir así es imposible. Le diré que se marche, que se vaya. La vida no es vida con esta amenaza". Se sentía enferma. Enferma de miedo. Lo de Constantíno, por su miedo, había cesado. Ya no podía verlo. La sola idea le hacía castañetear los dientes. Sabía que Antonio la mataría. Estaba segura de que la mataría. Le conocía bien.

Cuando vio el carro perdiéndose por la carretera bajó a la cocina. El viejo dormitaba junto al fuego. Le contempló, y se dijo: "Si tuviera valor le mataría". Allí estaban las tenazas de hierro, a su alcance. Pero no lo haría. Sabía que no podía hacerlo. "Soy cobarde. Soy una gran cobarde y tengo amor a la vida". Esto la perdía: "Este amor a la vida ... ".

_Viejo _ exclamó. Aunque habló en voz queda, el vagabundo abrió uno de sus ojillos maliciosos. "No dormía"__, se dijo Mariana. "No dormía. Es un viejo zorro".

_Ven conmigo _le dijo _. Te he de hablar.

El viejo la siguió hasta el pozo. Allí Mariana se volvió a mirarle.

_Puedes hacer lo que quieras, perro. Puedes decirle todo a mi marido, si quieres. Pero tú te marchas. Te vas de esta casa, en seguida ...

El viejo calló unos segundos. Luego, sonrió.

_¿Cuándo vuelve el señor posadero?

Mariana estaba blanca. El viejo observó su rostro hermoso, sus ojeras. Había adelgazado.

_ Vete _ dijo Mariana _. Vete en seguida.

Estaba decidida. Sí: en sus ojos lo leía el vagabundo, Estaba decidida y desesperada. Él tenía experiencia y conocía esos ojos. "Ya no hay nada que hacer", se dijo, con filosofía. "Ha terminado el buen tiempo. Acabaron las comidas sustanciosas, el colchón, el abrigo. Adelante, viejo perro, adelante. Hay que seguir".

_Está bien _ dijo _. Me iré. Pero él sabrá todo.

Mariana seguía en silencio. Quizás estaba aún más pálida. De pronto, el viejo tuvo un ligero temor: “Esta es capaz de hacer algo gordo. Sí: es de esa gente que se cuelga de un árbol o cosa así”. Sintió piedad. Era joven, aún, y hermosa.

_Bueno _ dijo _. Ha ganado la señora posadera. Me voy ... ¿qué le vamos a hacer? La verdad nunca me hice demasiadas ilusiones ... Claro que pasé muy pocotiempo aquí. No olvidaré los guisos de Salomé ni el vinito del señor posadero ... No lo olvidaré. Me voy.

_Ahora mismo _ dijo ella, de prisa _. Ahora mismo, vete ... ¡Y ya puedes correr, si quiere alcanzarle a él! Ya puedes correr, con tus cuentos sucios, viejo perro ...

El vagabundo sonrió con dulzura. Recogió su cayado y su zurrón. Iba a salir, pero, ya en la empalizada se volvió:

_Naturalmente, señora posadera, yo no vi nada. Vamos: ni siquiera sé si había algo que ver. Pero llevo muchos años de camino, ¡tantos años de camino! Nadie hay en el mundo con la conciencia pura, ni siquiera los niños. No: ni los niños siquiera, hermosa posadera Mira a un niño a los ojos, y dile: "¡Lo sé todo! Anda con cuidado ... ". Y el niño temblará. Temblará como tú, hermosa posadera.

Mariana sintió algo extraño, como un crujido, en el corazón. No sabía si era amargo, o lleno de una violenta alegría. No lo sabía. Movió los labios y fue a decir algo. Pero el viejo vagabundo cerró la puerta de la empalizada tras él, y se volvió a mirarla. Su risa era maligna, al decir:

_Un consejo, posadera: vigila a tu Antonio. Sí: el señor posadero también tiene motivos para permitir la holganza en su casa a los viejos pordioseros. ¡Motivos muy buenos, juraría yo, por el modo como me miró!

La niebla, por el camino, se espesaba, se hacía baja. Maraina le vio partir, hasta perderse en la lejanía.

FIN

 
El paraguas de Estíbaliz

De todos los regalos que Estíbaliz había recibido por su cumpleaños, el que más le había gustado era el de su hermana mayor. Era un paraguas.


– ¡Vaya tontería, un paraguas! – Le habían dicho sus amigas.


Pero para Estíbaliz aquel paraguas era especial. Primero porque era el primer regalo que le había hecho su hermana nunca. Cierto que le había regalado muchos libros antiguos que ella ya no leía, y que le había legado ropa y muñecos y hasta otro paraguas amarillo con globos que había usado durante todo el invierno pasado. Pero aquello no eran regalos como tal, sino préstamos, herencias, cosas, que, en cierta manera, no le pertenecían del todo. Pero aquel paraguas era el primer regalo de verdad, suyo propio y de nadie más, que había recibido de su hermana.


Además, aquel no era un paraguas infantil, no. Estíbaliz acababa de cumplir 9 años y era una edad importante: la última de una sola cifra. Así que aquel paraguas era de persona mayor, de esos que terminaban en punta y que los adultos te clavaban en los autobuses cuando querían pasar hasta el final. ,Además, era precioso, tan rojo y brillante, con aquel mango azul con forma de espiral.Estíbaliz estaba impaciente por estrenarlo. Pero aunque el otoño estaba a punto de llegar, el tiempo era tan cálido y seco como el peor día de verano.


– Mamá, ¿no puedo sacarlo aunque sea de sombrilla? – rogó Estíbaliz aquel lunes antes de ir al colegio.
Pero Mamá era difícil de convencer. ¿Qué iba a hacer la niña por la calle con un paraguas un día tan soleado?


– A ver – refunfuñaba enfadada Estíbaliz – ¿quién ha dicho que los paraguas solo sean para la lluvia?
– Pues la propia palabra, hija. Para aguas, no para sol, ni viento, ni nada. Solo agua.


Estíbaliz tuvo que reconocer que aquel era un razonamiento muy acertado. Así que no le quedó otro remedio que marcharse a clase sin su maravilloso paraguas.


Por suerte, un par de días después el tiempo cambió. El cielo se llenó de nubes grises y había tanta oscuridad que en vez de mañana, parecía tarde.


– ¿Lloverá hoy? ¿Lloverá, Mamá? ¿Puedo estrenar el paraguas?


No hizo falta seguir insistiendo. Antes de que Mamá contestara, había comenzado a caer un impresionante chaparrón. Así que Estíbaliz engulló lo más rápido posible su desayuno y salió a la calle dispuesta a estrenar su maravilloso paraguas. Pero en el cielo, el viento también se fijó en aquel paraguas y quiso tenerlo en su colección de objetos.


Tenéis que saber a qué me refiero. ¿Nunca os ha robado nada el viento? ¿No? Pues sois muy afortunados. Aunque seguro que alguna vez habéis visto como se llevaba más de un globo, o un pañuelo, o un sombrero, o papeles llenos de palabras bonitas. Al viento le encanta coleccionar cosas aunque para ello tenga que llevárselas sin pedir permiso a sus dueños.


Por eso cuando vio salir a Estíbaliz con aquel paraguas tan bonito, hizo todo lo posible por llevárselo. Tan fuerte sopló y sopló, que la pobre Estíbaliz apenas podía abrirlo.


– ¿Será posible? – exclamó enfadada, mientras se iba mojando inevitablemente.


Pero tanto se empeñó que al final lo consiguió. Su paraguas de colores era un punto de luz en aquella mañana tan oscura y gris, lo que aumentaron los deseos del viento de quedárselo. Así que comenzó a soplar más y más fuerte. Estíbaliz sintió cómo se le enredaba en el pelo, cómo intentaba colarse por debajo de su vestido y lo que era peor de todo: cómo trataba de arrancarle el paraguas de las manos.


– Eso sí que no, viento. Alborótame el pelo y levántame la falda, pero el paraguas es mío y no te lo vas a llevar…


Pero Estíbaliz no conocía lo insistente que podía ser el viento cuando deseaba algo. Claro que el viento, tampoco sabía lo cabezota que podía ser ella. De esta forma, viento y niña se enzarzaron en una pequeña batalla en la que el paraguas era el que tenía todas las que perder.


– Deja de tirar – gritó cada vez más furiosa Estíbaliz – si seguimos así solo conseguiremos romperlo.


Pues déjame que me lo lleve, escuchó la niña susurrar a ese viento caprichoso entre las hojas de los árboles.


– De eso, ni hablar. Si quieres llevarte el paraguas, tendrás que llevarme también a mí – le desafío Estíbaliz.


Dicho y hecho. Nada más pronunciar aquellas palabras, Estíbaliz sintió como sus piernas se levantaban del suelo.


– Ante todo, no sueltes nunca el paraguas – se dijo asustada.


Y arrastrados por el viento, paraguas y niña desaparecieron entre las nubes grises…
 
Entre La Espada Y La Pared
Fito & Fitipaldis


Entre lo amargo del café
Quedó el aroma y el calor
Lo que me dio, me lo dejó
Cuando se fue

Con la certeza y la razón
De sabe dios quién sabe qué
Que lo invisible existe sólo porque no se ve

No soy la foto del carnet
No soy la luz en el balcón
Yo solo soy el que llegó
Y el que se fue

No sé muy bien a dónde voy
Para encontrarme búscame
En algún sitio entre la espada y la pared

Las nubes con el viento siempre están cambiando
Quizás podamos ver el sol de vez en cuando

Puede ser que todo vuelva a ser
Cuando es tarde para responder
Que nunca más

Voy a quedarme en este mar
Aunque me estrelle entre las rocas
Aunque me pise el mismo pie
Que antes beso mi boca

No encontrar el equilibro y agarrarse
Lo contrario de vivir es no arriesgarse
O quien sabe qué
Oh no no no

Maldita noche que pasé
No sé muy bien por qué razón
Que sin dormirme te soñé
Me pareció escuchar tu voz

Toda la culpa es del café
Que me recuerda tu sabor
Y fue la voz que no escuché
Y fue el silencio el que me despertó

Toda la culpa fue del aire que rozó mi piel
De la piel que me guardó el calor
El mismo con el que forjé
Mi oxidado corazón

Las cosas que no pueden ser
Son todas las que he sido yo
Las mezclas no me salen bien
s*x*, drogas, rock & roll
s*x*, drogas, rock & roll

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