Lectura de: "Su único hijo" / Clarín (Leopoldo Alas)

Registrado
3 Jun 2017
Mensajes
53.692
Calificaciones
157.979
Ubicación
España
Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró del escribiente de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era un hombre pacífico, suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas, buen parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo. Era guapo a lo romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño, buena pierna, esbelto, delgado, y vestía —6→ bien, sin afectación, su ropa humilde, no del todo mal cortada. No servía para ninguna clase de trabajo serio y constante; tenía preciosa letra, muy delicada en los perfiles, pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era extremadamente caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía. Escribía con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia, como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música, novia, apetito y otras varias. El mismo día en que al padre de Emma, don Diego Valcárcel, de noble linaje y abogado famoso, se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en suma no sabía escribir y le ponía en ridículo ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la niña escapar de casa con su novio. En vano Bonifacio, que se había dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró a la fuerza, a la fuerza del amor, y la Guardia civil, que empezaba a ser benemérita, sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma fue encerrada en un convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una melancólica y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho tiempo. Emma estuvo en su cárcel religiosa algunos años, y volvió al mundo, como si nada hubiera pasado, a la muerte de su padre; rica, arrogante, en poder —7→ de un curador, su tío, que era como un mayordomo. Segura ella de su pureza material, todo el empeño de su orgullo era mostrarse inmaculada y obligar a tener fe en su inocencia al mundo entero. Quería casarse o morir; casarse para demostrar la pureza de su honor. Pero los pretendientes aceptables no parecían. La de Valcárcel seguía enamorada, con la imaginación, de su escribiente de los quince años; pero no procuró averiguar su paradero, ni aunque hubiese venido le hubiera entregado su mano, porque esto sería dar la razón a la maledicencia. Quería antes otro marido. Sí, Emma pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía: «Antes otro marido». El después que vagamente esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez la muerte del primer esposo, una segunda boda a que se creía con derecho. El primer marido pareció a los dos años de vivir libre Emma. Fue un americano nada joven, tosco, enfermizo, taciturno, beato. Se casó con Emma por egoísmo, por tener unas blandas manos que le cuidasen en sus achaques. Emma fue una enfermera excelente; se figuraba a sí misma convertida en una monja de la Caridad. El marido duró un año. Al siguiente, la de Valcárcel dejó el luto, y su tío, el curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel, enamorados los más en —8→ secreto de Emma, tuvieron por ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio Reyes. Pareció en Méjico, en Puebla. Había ido a buscar fortuna; no la había encontrado. Vivía de administrar mal un periódico, que llamaba chapucero y guanajo a todo el mundo. Vivía triste y pobre, pero callado, tranquilo, resignado con su suerte, mejor, sin pensar en ella. Por un corresponsal de un comerciante amigo de los Valcárcel, se pusieron estos en comunicación con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De qué modo decente se podía abordar la cuestión? Se le ofreció un destino en un pueblo de la provincia, a tres leguas de la capital, un destino humilde, pero mejor que la administración del periódico mejicano. Bonifacio aceptó, se volvió a su tierra; quiso saber a quién debía tal favor y se le condujo a presencia de un primo de Emma, rival algún día de Reyes. A la semana siguiente Emma y Bonifacio se vieron, y a los tres meses se casaron. A los ocho días la de Valcárcel comprendió que no era aquel el Bonifacio que ella había soñado. Era, aunque muy pacífico, más molesto que el curador-mayordomo, y menos poético que el primo Sebastián, que la había amado sin esperanza desde los veinte años hasta la mayor edad.

—9→
A los dos meses de matrimonio Emma sintió que en ella se despertaba un intenso, poderosísimo cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se rodeó de parientes, hizo restaurar, por un dineral, multitud de cuadros viejos, retratos de sus antepasados; y, sin decirlo a nadie, se enamoró, a su vez, en secreto y también sin esperanza, del insigne D. Antonio Diego Valcárcel Merás, fundador de la casa de Valcárcel, famoso guerrero que hizo y deshizo en la guerra de las Alpujarras. Armado de punta en blanco, avellanado y cejijunto, de mirada penetrante, y brillando como un sol, gracias al barniz reciente, el misterioso personaje del lienzo se ofrecía a los ojos soñadores de Emma como el tipo ideal de grandezas muertas, irreemplazables. Estar enamorada de un su abuelo, que era el símbolo de toda la vida caballeresca que ella se figuraba a su modo, era digna pasión de una mujer que ponía todos sus conatos en distinguirse de las demás. Este afán de separarse de la corriente, de romper toda regla, de desafiar murmuraciones y vencer imposibles y provocar escándalos, no era en ella alarde frío, pedantesca vanidad de mujer extraviada por lecturas disparatadas; era espontánea perversión del espíritu, prurito de enferma. Mucho perdió el primo Sebastián con aquella restauración de la —10→ iconoteca familiar. Si Emma había estado a tres dedos del abismo, que no se sabe, su enamoramiento secreto y puramente ideal la libró de todo peligro positivo; entre Sebastián y su prima se había atravesado un pedazo de lienzo viejo. Una tarde, casi a oscuras, paseaban juntos por el salón de los retratos, y cuando Sebastián preparaba una frase que en pocas palabras explicase los grandes méritos que había adquirido amando tantos años sin decir palabra ni esperar cosa de provecho, Emma se le puso delante, le mandó encender una luz y acercarla al retrato del ilustre abuelo. -Sí, os parecéis algo -dijo ella-; pero se ve claramente que nuestra raza ha degenerado. Era él mucho más guapo y más robusto que tú. Ahora los Valcárcel sois todos de alfeñique; si a ti te cargaran con esa armadura, estarías gracioso.

Sebastián continuó amando en secreto y sin esperanza. El guerrero de las Alpujarras siguió velando por el honor de su raza.
 
Biografía de Leopoldo Alas «Clarín»
Por Germán Gullón



ALAS, LEOPOLDO (Zamora, 1852-Oviedo, 1901). Conocido por el seudónimo de «Clarín», forma con Pérez Galdós la pareja de grandes novelistas españoles del siglo XIX. Comparable a su labor de novelista es la desarrollada como cuentista, y la periodística: crítica, teoría literaria y temas políticos. Vivió en León y en Guadalajara durante la infancia, debido al cargo de Gobernador Civil que su padre desempeñó en esas ciudades; sin embargo, su persona y su obra están entrañablemente asociadas con Asturias, y aún más concretamente con la ciudad de Oviedo, a donde se trasladó en 1865, y donde estudió el bachillerato. Pasó en Madrid casi siete años, de 1871 a 1878, estudiando la carrera de Derecho, en la que se doctoró. En 1883 regreso a Asturias para ocupar en la Universidad la cátedra de Derecho Romano. Cinco años después obtuvo la de Derecho Natural.

Los años madrileños fueron provechosos en cuanto que comenzó a escribir artículos periodísticos, tanto de pensamiento filosófico y religioso, como políticos y literarios. Esta faceta de Clarín, dedicado a explorar las cuestiones sociopolíticas de su época, ha sido olvidada durante mucho tiempo (igual que la actividad paralela de Galdós). Aparte del interés en las cuestiones del día, debe recordarse que Clarín estudió en una Universidad donde los maestros más estimulantes eran los seguidores del filósofo alemán Karl Krause. La gran aportación de estos hombres, especialmente de Francisco Giner de los Ríos, fue reformar la filosofía y la enseñanza en la España del último tercio del siglo pasado. El krausismo influyó en Clarín porque avivó en él una innata inclinación idealista, orientando su vida intelectual hacia la búsqueda de un sentido espiritual y metafísico de la existencia. Clarín fue el heredero de Mariano José de Larra, en cuanto que buscaba, como el escritor romántico, un sentido racional a la vida. Ambos preceden a los modernistas en la preocupación por las formas y en el culto de la belleza.

Para entender a Clarín en cuanto a lo literario, conviene recordar que el interés intelectual, crítico, de origen krausista, da un sentido especial a sus obras; a ello se suman otros elementos de la filosofía de la época, en especial de la corriente positivista, del realismo y del naturalismo. Si el krausismo marcó el horizonte ético e intelectual del escritor, la corriente positivista del realismo y el naturalismo le proporcionó una manera de poner entre paréntesis ciertas parcelas del mundo y de examinar, valiéndose del microscopio naturalista, al ser humano de su tiempo. Las mencionadas corrientes filosófico-literarias le sirvieron de instrumento para la creación literaria, instrumento que, con la excepción de Galdós, supo utilizar en nuestra lengua mejor que nadie. El tono moralista de Alas aparece reforzado por su desengaño ante la sociedad de su época. Intentaba en sus escritos elevar el tono del discurso nacional sobre aspectos que afectaban a España y a sus habitantes, considerando como norte del cambio el ideal krausista de verdad y perfectibilidad humana. Sus artículos periodísticos y su crítica en general llamaron la atención sobre la problemática del país; sus extraordinarias novelas dramatizaron la situación de una nación cuya vida política y social vivía momentos contradictorios de apatía y confusión.

España iba reduciéndose en tamaño, y no sólo geográfico. Al perder las colonias de América, cayó en una anemia espiritual, producida por la carencia de ánimo y de las ideas fertilizantes que la revolución industrial trajo consigo, contribuyendo a transformar las grandes naciones europeas. No olvidemos que Clarín vivió tres acontecimientos dramáticos de la historia española: la revolución liberal de 1868, la Restauración y la pérdida de las últimas colonias, en 1898.

Pasando del trasfondo intelectual del pensamiento de Clarín a su práctica crítica, se observa que fue prolífico escritor y periodista. Sus escritos se caracterizan por una punzante ironía, que se ensañó en cuantos escritores de mal gusto cayeron en sus manos, aunque también supo ensalzar los méritos de quienes lo merecían. Sus críticas de las novelas de Galdós constituyen un auténtico estudio moderno, el primero de los dedicados a don Benito: su talento analítico y su modernidad conceptual sirvieron para elevar la figura del novelista a la categoría de maestro, a la vez que descubrían en él una veta crítico-teórica. En Galdós (1912) se recogió mucho de lo escrito sobre este autor. Es el libro fundacional de la crítica galdosiana. La crítica que podemos adscribir a Clarín es la que dedicó a zaherir el mal gusto y la inepcia artística, mientras que a Leopoldo Alas le atribuiríamos la más seria y reflexiva que dedica a escritores y obras dignos de atención.

La mejor crítica de Clarín se encuentra en Solos de Clarín (1881), La literatura en 1881 (1882; en colaboración con Armando Palacio Valdés), Sermón perdido (1885), Folletos literarios (1886-91), Nueva campaña (1887), Mezclilla (1888), Ensayos y revistas (1892), Palique (1893), y Siglo pasado (1901). Varios investigadores han recogido la obra periodística del autor: Preludios de Clarín (1875-1880) (Jean-François Botrel, 1972), Obra olvidada, artículos de crítica (1882-1901) (Antonio Ramos-Gascón, 1973) y Clarín político, tomos I y II (artículos dedicados a temas sociales y políticos, escritos entre 1875-1901, Yvan Lissorgues, 1980). Los prólogos de Leopoldo Alas fueron recogidos por David Torres (1984).

La agresividad crítica de Clarín y el cortante filo de sus opiniones estéticas contrastan con la cautela con que aborda su labor creadora. Comenzó escribiendo cuentos cortos, en los que reflejó lo que el mundo y sus gentes ofrecían de interesante. La primera entrega fue Pipá (1879), novela corta influenciada por el naturalismo, que presenta en germen personajes que aparecerán en La Regenta (1884-85). La Revista de Asturiaspublicó en 1880, entre abril y junio, tres capítulos de Speraindeo, primer intento de novela, que nunca llegó a terminar.

Cuestión interesante sería determinar de dónde le viene la ambición y el impulso de escribir una novela como La Regenta. Quizá el de mayor significación le fue dado por el naturalismo, según el propio autor sugiere al reseñar la obra de Galdós; por ejemplo, al considerar La desheredada (1881), indicó las posibilidades que ofrecía, por la concepción de la novela naturalista y sus técnicas. Por otro lado, la temática epocal iba perfilándose y se repetía en formas parecidas, con variaciones formales en las diferentes novelas del momento.

El tema del adulterio, central en La Regenta, se rastrea en Madame Bovary, de Flaubert, O primo Basilio, de Eça de Queiroz, Ana Karenina, de Tolstoï, y La conquete de Plassans, de Zola, la obra que más se asemeja a la de Alas, aunque se le suele dar prioridad a Madame Bovary. Fenómeno digno de mención es el auge de la novela durante la década de los ochenta, con la aparición de una docena de obras relevantes de Galdós, Pardo Bazán, Ortega Munilla, Palacio Valdés y Pereda. Década áurea de la novela en el siglo XIX español, coincidiendo con la primera salida de Alas al campo de la narrativa extensa.

La Regenta es el resultado de una conjunción: la suma de flaubertismo (la novela autoconsciente) más naturalismo (visión «moderna» de la realidad, que permitía ver en profundidad), más las circunstancias propicias (el público quería novelas), más el interés del autor por lo ético (krausismo) y el deseo del artista de ser oído en toda España.

Todo ello dio lugar a la invención de un mundo ficticio y de un escenario cuyo referente es la ciudad de Oviedo (en la novela, Vetusta): la bella y sensible Ana Ozores, recién casada con el maduro Víctor Quintanar, ex regente de la Audiencia, se ve acosada por el donjuán de la ciudad, Álvaro Mesía, y por el magistral de la catedral, don Fermín de Pas. Acaba cediendo al cerco de don Álvaro, tras rechazar al sacerdote que tan apasionadamente la ama. Don Víctor, que descubre el adulterio, presionado por Pas, desafía a don Álvaro, y muere en el duelo. La novela resulta extraordinaria por el cuidado y detalle con que se presenta la vida de Vetusta y sus diferentes clases sociales; para la descripción del ambiente provinciano y del entramado de la vida colectiva, lo más naturalista de la obra, utiliza las técnicas más apropiadas, como el monólogo interior y el estilo indirecto libre, aptos para que la historia parezca contarse por sí misma -la narran los personajes- y para penetrar en el interior de los seres ficticios, en su sentir.

La segunda novela, Su único hijo (1890), es otra obra maestra; aunque menor que La Regenta en el número de registros temáticos, la iguala en el acierto con que usa los recursos técnicos. La novela ejemplifica a la perfección las asimilaciones que el género realizaba a expensas del teatro, el esfuerzo por dramatizar la realidad en una intensa representación de los sucesos. El narrador cede la palabra con frecuencia a los personajes con el fin de que la ilusión de realidad se intensifique. El argumento de Su único hijo es sencillo: un hombre débil y sin fortuna, Bonifacio Reyes, vive sometido a la voluntad de su mujer, Emma, que lo tiraniza. Se consuela con la música, a la que es muy aficionado; llega a la ciudad una compañía de ópera y Bonifacio es seducido por Serafina, tiple y amante del director de la compañía, que a su vez se relaciona íntimamente con Emma. Queda esta embarazada, pero ¿de quién? Bonifacio, movido por el impulso de la paternidad, afirma que el hijo es suyo, su único hijo.

Muchos y muy buenos cuentos y novelas cortas escribió Alas: El Señor y lo demás son cuentos (1892), Doña Berta, Cuervo y Superchería (los tres de 1892) y Cuentos morales (1896) son, posiblemente, los relatos más notables de la literatura española de su tiempo. Intentó, sin éxito, triunfar en el teatro; el estreno de Teresa (1895) fue un fracaso.

Datos extraídos de:
Ricardo Gullón (dir.), Diccionario de Literatura española e hispanoamericana, Madrid, Alianza, 1993, pp. 22-25.
 
Bonifacio no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto su mujer dio por terminada la luna de miel, que fue bien pronto, como se encontrase él demasiado libre de ocupaciones, porque el tío mayordomo seguía corriendo con todo por expreso mandato de Emma, se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le llenase la vida. Es de notar que Bonifacio, —11→ hombre sencillo en el lenguaje y en el trato, frío en apariencia, oscuro y prosaico en gestos, acciones y palabras, a pesar de su belleza plástica, por dentro, como él se decía, era un soñador, un soñador soñoliento, y hablándose a sí mismo, usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él se daba cuenta. Buscando, pues, algo que le llenara la vida, encontró una flauta. Era una flauta de ébano con llaves de plata, que pareció entre los papeles de su suegro. El abogado del ilustre Colegio, a sus solas, era romántico también, aunque algo viejo, y tocaba la flauta con mucho sentimiento, pero jamás en público. Emma, después de pensarlo, no tuvo inconveniente en que la flauta de su padre pasara a manos de su marido. El cual, después de untarla bien con aceite, y dejarla, merced a ciertas composturas, como nueva, se consagró a la música, su afición favorita, en cuerpo y alma. Se reconoció aptitudes algo más que medianas, una regular embocadura y mucho sentimiento, sobre todo. El timbre dulzón, nasal podría decirse, monótono y manso del melancólico instrumento, que olía a aceite de almendras como la cabeza del músico, estaba en armonía con el carácter de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza a que le obligaba el tañer, inclinación que Reyes exageraba, contribuía a darle cierto parecido —12→ con un bienaventurado. Reyes, tocando la flauta, recordaba un santo músico de un pintor pre-rafaelista. Sobre el agujero negro, entre el bigote de seda de un castaño claro, se veía de vez en cuando la punta de la lengua, limpia y sana; los ojos, azules claros, grandes y dulces, buscaban, como los de un místico, lo más alto de su órbita; pero no por esto miraban al cielo, sino a la pared de enfrente, porque Reyes tenía la cabeza gacha como si fuera a embestir. Solía marcar el compás con la punta de un pie, azotando el suelo, y en los pasajes de mucha expresión, con suaves ondulaciones de todo el cuerpo, tomando por quicio la cintura. En los allegros se sacudía con fuerza y animación, extraña en hombre al parecer tan apático; los ojos, antes sin vida y atentos nada más a la música, como si fueran parte integrante de la flauta o dependiesen de ella por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban calor y brillo, y mostraban apuros indecibles, como los de un animal inteligente que pide socorro. Bonifacio, en tales trances, parecía un náufrago ahogándose y que en vano busca una tabla de salvación; la tirantez de los músculos del rostro, el rojo que encendía las mejillas y aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la intensidad de sus impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más parecían —13→ signos de una irremediable asfixia; hacían pensar en la apoplejía, en cualquier terrible crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del melómano, sencillo como una paloma.

Por no molestar a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio no lo tenía, en comprar papeles de música, pedía prestadas las polkas y las partituras enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía y melodía, representados por los amados signos del pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas aficiones ni del tiempo que le ocupaban, que era la mayor parte del día. Sólo le exigía estar siempre vestido, y bien vestido, a las horas señaladas para salir a paseo o a visitas. Su Bonifacio no era más que una figura de adorno para ella; por dentro no tenía nada, era un alma de cántaro; pero la figura se podía presentar y dar con ella envidia a muchas señoronas del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba buena ropa, que él vestía bien, y se reservaba el derecho de tenerle por un alma de Dios. Él parecía, en los primeros tiempos, contento con su suerte. No entraba ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más que un pobre estudiante en el regalo de su persona, pues aquello de la ropa lujosa no era en rigor gasto propio, sino de la vanidad de su mujer; —14→ a él le agradaba parecer bien, pero hubiera prescindido de este lujo indumentario sin un solo suspiro; además, creía ocioso y gasto inútil aquello de encargar los pantalones y las levitas a Madrid, exceso de dandysmo, entonces inaudito en el pueblo. Conocía él un sastre modesto, flautista también, que por poco dinero era capaz de cortar no peor que los empecatados artistas de la corte. Esto lo pensaba, pero no lo decía. Se dejaba vestir. Su resolución era pesar lo menos posible sobre la casa de los Valcárcel, y callar a todo.
 
Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga las que los varones hacían ingresar en la familia, mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los Valcárcel no había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre de Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma —16→ era hija única, y, por tanto, heredera universal del abogado romántico y flautista. Pero los ahorros del aprovechado jurisconsulto llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el Abraham -Pater Orchamus- irresponsable de un gran pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces —17→ a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números y grima la letra de los curiales. Allá el tío, decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a —18→ todos los suyos. D. Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua pupila.

Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo estimaba como físico, y sentía más vivo el cariño por los de su raza.

Reyes comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran hacer de él un pandero.

Los Valcárcel, oriundos de la montaña, habían —19→ bajado a las villas de las vegas y de la llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo recurso acudían al expediente de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos de pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor y señoril gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra tarda, ceño adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo; distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era excusado la mayor parte del año en los poblachones bajos, templados y húmedos, donde solían buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a extender sus correrías de caballeros pobres hasta las puertas de la misma capital de la provincia, y por fin, D. Diego, el padre de Emma, el genio superior de la familia sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue estudiante emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor edad y tomar el grado, cambió de carácter, de repente, se hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio, acaparó la clientela de la montaña, aduló a los señores del margen, magistrados serios también y —20→ amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo buena boda, salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera clase, y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra y enemigo del espíritu y de toda interpretación arriesgada e irreverente de la ley sacrosanta. Y no se cuenta que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más comedido apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la magistratura sino lenguas, llegando en este punto a caer D. Diego, valga la verdad, en cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él procuraba que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la podredumbre privada, adonde le arrastraban, en ocasiones, las necesidades del foro. Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos, llegando en el mayor calor del ataque a llamar a su contrario «el mal aconsejado —21→ presbítero, si se le permitía calificarle así». «Mal aconsejado -decía después D. Diego explicando el adjetivo-; esto es, que yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no ser por consejo de alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados pretendía imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes cultos de los términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión, teniendo que hablar de los pies de un hórreo o de una panera, que en el país se llaman pegollos, antes de manchar sus labios con semejante palabrota, prefirió decir «los sustentáculos del artefacto, señor excelentísimo». A estas cualidades, que le habían conquistado las simpatías y el respeto de toda la magistratura, unía el don no despreciable de una felicísima memoria para recordar fechas con exactitud infalible, y así, había más números en su mollera que en una tabla de logaritmos. Llegó, sí, llegó el apellido de los Valcárcel, gracias a D. Diego, a un grado de esplendor que no había tenido desde los siglos remotos en que había brillado por las armas. Honra y provecho había ganado el ilustre jurisconsulto, y, de una y otra —22→ ventaja, querían gozar los parientes, que, por culpa de la fecundidad de sus hembras y de las afines, incurrían en un doloroso proletariado que amenazaba llenar de Valcárceles el mundo. No había matrimonios ventajosos que bastasen, con esta desmedida facultad prolífica, a sacar a la raza del temor muy racional de dar al fin en la miseria. Aquel movimiento de expansión en busca de la prosperidad, que se había señalado en la dirección del vendamont, bajando de la montaña al valle, ya volvía a indicarse en una reacción proporcionada en sentido de vendaval, echando otra vez al monte, a los caserones de los vericuetos, a las proles numerosas de los Valcárcel, multiplicadas sin ton ni son, incapaces de trabajar; porque no se puede llamar propiamente trabajo, a lo menos en el sentido económico, los mil apuros que en redor de los tapetes verdes pasaban los parientes de Emma, casi todos jugadores, y muchos de ellos víctimas de su pasión, que estalló en forma de aneurisma. Muerto D. Diego, los Valcárcel perdieron su único apoyo, y el movimiento de retroceso en busca de la montaña se aceleró en toda la familia. Cuando bajaban al llano venían cada vez más montaraces, más orgullosos; su odio a la cortesía, a las fórmulas complicadas de la buena sociedad de provincia, se acentuaba. Cuanto —23→ más pobres se iban quedando, más vanidad solariega tenían y más despreciaban la vida en poblado y en tierra llana. En la ribera, como llamaban allá arriba a las regiones bajas, sólo una cosa respetable reconocían los Valcárcel del monte: el tapete verde. Se iba a las ferias a jugar, a perder, a empeñarse... y a casa.
 
Por el camino de retroceso que llevaba aquella raza se volvía a la horda; era aquel el atavismo de todo un linaje. Por algún tiempo contuvo en gran parte tan alarmante tendencia el espíritu exaltado de Emma. El cariño gentilicio que en ella despertó con tan exagerada vehemencia, sirvió para reconciliar a muchos de sus parientes con la civilización y la tierra llana. Las visitas a la capital fueron más frecuentes, tal vez porque eran más baratas y más cómodas. Ya se sabía que la casa del famoso y ya difunto abogado D. Diego Valcárcel, era, como él la hubiera llamado si viviese, jenodokia, jenones, o sea, en cristiano, albergue de forasteros. Emma, que en algún tiempo había desdeñado, no sin coquetería, la adoración de sus primos y tíos -pues también tenía tíos apasionados- ahora, es decir, después de haber perdido la flor de la hermosura, sobre todo la lozanía, por culpa del mal parto, gozábase en recordar los antiguos despreciados —24→ triunfos del amor, y quería rumiar las impresiones deliciosas de aquella adoración pretérita. Rodeábase con voluptuosa delicia, como de una atmósfera tibia y perfumada, de la presencia de aquellos Valcárcel que algún día se hubieran tirado de cabeza al río por gozar una sonrisa suya.

El amor aquel en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza, so pena de ser ridículo; los años y la grasa, y la terrible prosa de la existencia pobre y montaraz de allá arriba, habían quitado todo carácter de verosimilitud a cualquier tentativa de constancia amorosa; pero no importaba: Emma se complacía en ver a su lado a los que todavía recordaban con respeto y cariño el amor muerto, y consagraban al objeto de tal culto todos los obsequios compatibles con el natural huraño y brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del amor pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la munificencia actual de la heredera de D. Diego, única persona que aún tenía cuatro cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos. Es muy probable que ya ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que, en efecto, había —25→ volado; pero algunos fingían, con mucha delicadeza en el disimulo, ocultar todavía una hoguera del corazón bajo las cenizas que el deber y las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído. Lo que era un dogma familiar, que tenía su fórmula invariable, era esto: que por Emma no pasaban días, que lo del estómago no era nada, y que después de parir, de mala manera, estaba más fresca y lozana que nunca. Nadie creía tal cosa, porque saltaba a la vista que no era así; pero lo aseguraban todos. Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter violento y variable, se vengaban de su humillación ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de disimulo. Emma llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma de la familia, pero éste secreto, era que «la niña había labrado su desgracia uniéndose a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre suspiros que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre que se había jugado la hijuela —26→ materna a una carta), se remontaba a la época de su pasión loca por Emma, pasión que le había hecho caer en la debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para buscar, encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma también a veces, gozando melancólicamente con aquella afectación de víctima resignada que sufre por toda una vida las consecuencias desastrosas de una locura juvenil.
 
El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes en tales injurias. En el fondo del alma, y a pesar de los elegantes trajes de paño inglés que se le había hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo escribiente de D. Diego, a quien había pagado sus favores con la más negra ingratitud.

estuviese delante; era inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia. -De ningún modo -gritaba el tío-; quiero que lo presenciéis todo, para que el día de mañana no diga ese (Bonifacio) que os he arruinado por inepto o por otra cosa peor. El todo que había de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que ni siquiera miraba. Si era una escena molesta, irritante para Emma la de asistir a las cuentas del tío, sin atender, sin sacar en limpio más que «aquello iba muy mal», para el marido era el tormento más insoportable. En vez de pensar en los números, pensaba en lo que le querrían decir aquellos ojos del administrador pariente. Le querían decir, en su opinión, «¿quién eres tú para pedirme cuentas, para fiscalizar mi administración? ¿Por qué estás tú metido en la familia, plebeyo miserable?». Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía, con gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes —29→ habían sido de buena familia, casi lo tenía olvidado, y comprendía que los demás, los Valcárcel especialmente, no querrían recordar, ni casi casi creer, semejante cosa.

Tan fuerte llegó a ser el disgusto que le causaban aquellas inútiles entrevistas, que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir en algo su propia voluntad, y se cuadró, como él dijo, y no quiso presenciar más la insoportable escena. Con gran extrañeza y mayor placer se vio victorioso en este punto sin gran resistencia por parte del tío. En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar el deseo de su esposo. Y fue porque se le ocurrió que detrás de la emancipación del otro vendría la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se prescindiera también de la suya. Y el tío, sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina, dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho viviente. Cada cual firmaba lo que tenía que firmar, sin leer un renglón ni una cifra, y no se hablaba del asunto.

Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de —30→ no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su s*x*, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo —31→ comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba de confesar que había sido un ingrato para con D. Diego dejándose robar por su hija. De todo lo demás no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo, que se complacía en que él no tuviese hijos, ni su mujer las necesarias condiciones para ser como todas las hembras. En cuanto se quedaban solos en la habitación de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito, y acto continuo se oía la voz chillona, estridente, que gastaba las pocas fuerzas de la anémica en una catilinaria de cuya elocuencia y facundia no era posible dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía dar tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.
 
-Me sucede esto -decía ella-, y hablaba de sus irregularidades íntimas; ¿qué te parece que será? ¿Qué debo hacer? ¿Continuaré con tal medicamento o tendré que suspenderlo?

Bonifacio palidecía, la saliva se le convertía en cola de pegar... ¿Qué sabía él? Compadecía a su esposa (por supuesto, mucho menos que a sí mismo), pero no sabía ni podía saber lo que la convenía; es más, ni siquiera tenía una idea exacta de los males de que ella se quejaba; estaba seguro de que tenían cierta gravedad y de que eran origen de la propia desesperación, —32→ porque le cerraban la esperanza de ser padre, de tener hijos legítimos; pero de medicamentos y pronósticos ¿qué podía decir él? Nada; y se echaba a temblar pensando en los oscuros fenómenos patológicos de que ella le hablaba, y barruntando la tormenta que traía aparejada su ignorancia del caso.

-Mujer, yo no puedo decirte... yo no entiendo... llamaremos al médico...

-¡Eso es, al médico! ¡Para estas cosas al médico! Ya que tú no tienes pudor, déjame a mí tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al médico no se debe recurrir sino en el último apuro... Tú debieras saber, tú debieras afanarte por averiguar lo que me conviene; aunque no fuera por cariño, por pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza, por remordimientos, por...

Ya se ha indicado que la facundia de Emma, llegados estos momentos, no tenía límites.

Un día, en que a ella se le antojó que tenía una inflamación del hígado... en el bazo, fue en busca de su esposo y le encontró en su alcoba tocando la flauta. Su indignación no encontró palabras; allí no había elocuencia posible, a no ser la del silencio... y la de los hechos. «Ella muriendo de un ataque al hígado y él... ¡tocando la flauta!». Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a la citación de —33→ Emma D. Juan Nepomuceno, Sebastián y otros dos primos. La indignación cundió por todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta estaba allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en su sitio, pero hecho una laceria. Bonifacio, que a pesar de todo quería a su mujer más que todos los tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse del mal que padecía la víctima; a duras penas pudo conseguir que Emma, tendida en un sofá y ahogando los sollozos, señalase con una mano en el lado izquierdo la región del bazo.

-Pero, hija... se atrevió a decir, si eso... no es el hígado. El hígado está al otro lado.

-¡Miserable! -gritó la esposa-. ¿Todavía te atreves a hablar? ¿No dices que tú no eres médico? ¿Que tú no entiendes de eso? Y ahora por contradecirme...

D. Juan Nepomuceno, amante de toda verdad, como no fuera del orden aritmético, en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía, declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella ocasión ¡rara avis! (dijo) Bonifacio tenía de su parte la razón; que el hígado estaba al otro lado, en efecto.

-No importa -dijo Sebastián-; puede ser un dolor reflejo.

-¿Y qué es eso?

-No lo sé; pero me consta que los hay.

—34→
No era tal cosa; era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos después lo sintió Emma en la espalda. Resultó, en fin, que no era nada; pero siempre sería cierta una cosa: que Bonifacio estaba tocando la flauta en el instante en que su esposa se creía a las puertas del sepulcro.
 
No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes; pero el marido, en cuanto se levantaba, que no era tarde, tenía la obligación de correr a la alcoba de su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la criada tenía irremediable torpeza en las manos; y en esta parte Emma hacía a su Bonifacio la justicia de reconocerle buena maña y dedos de cera. Rompía mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara. Y también reconocía ella de buen grado, y pensando a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de ser tan hábil en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil. Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales —35→ de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.

Emma seguía sintiéndose orgullosa del físico de su Bonis, como llamaba a Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba, siempre de agradable y noble catadura a pesar de los oficios humildes en que allí se empleaba, experimentaba la alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas antes la harían pedazos que dejase traslucir semejantes afectos, y cuanto más guapo, más esclavo quería al mísero escribiente de D. Diego, más humillado cuanto más airoso en su humillación. Reñir a Bonifacio llegó a ser su único consuelo; no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de pagárselos con chillerías y malos modos. ¿Qué duda cabía que su Bonis había nacido para sufrirla y para cuidarla?

Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma en cultivar los resabios de sus pretéritas coqueterías; todavía pretendía parecer bien a los parientes a quienes un día desdeñara; un poco de romanticismo puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo único que, en presencia de los Valcárcel, y sólo entonces, revelaba la existencia de un espíritu dentro de aquella flaca criatura pálida —36→ y arrugada: lo demás del tiempo, casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el instinto de ir a morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del suave cónyuge.

Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.

«Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía D. Diego cuando insultaba a la parte contraria o al inferior en papel sellado, yo mismo lo firmaría sin inconveniente». Las voces, los gritos, eran los que le llegaban al alma, no los conceptos, como él decía.
 
Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle.



—[37]→
- IV -

Se iba a una tienda. Tenía tres o cuatro tertulias favoritas alrededor de sendos mostradores. Repartía el tiempo libre entre la botica de la Plaza, la librería Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de paños de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este último establecimiento era donde encontraba su espíritu más eficaz consuelo; un verdadero bálsamo en forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos. Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano del año cuarenta al cincuenta. Es de notar que en el pueblo de Bonifacio, como en otros muchos de los de su orden, se entendía por romanticismo leer muchas novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos de Zorrilla y del duque de Rivas, de Larrañaga y de D. Heriberto García de Quevedo (salvo error), y representar El Trovador —38→ y El Paje, Zoraida y otros dramas donde solía aparecer el moro entregado a un lirismo llorón, desenvuelto en endecasílabos del más lacrimoso efecto:


¿Es verdad, Almanzor, mis tiernos brazos
te vuelven a estrechar? ¡Pluguiera al cielo!, etc.



decía Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una melopea pegajosa y simpática, algo parecida a canto de nodriza. Y decían también, esto con más energía:


¡Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc.



Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía por romanticismo. Su complemento consistía en aplicar a las costumbres algo de lo que se leía, y, sobre todo, en tener pasiones fuertes, capaces de llevar a cabo los más extremados proyectos. Todas aquellas pasiones venían a parar en una sola, el amor; porque las otras, tales como la ambición desmedida, la aspiración a algo desconocido, la profunda misantropía, o eran cosa vaga y aburrida a la larga, o tenían escaso campo para su aplicación en el pueblo; de modo que el romanticismo práctico venía a resolverse en amor con acompañamiento de guitarra y de periódicos manuscritos que corrían de mano en mano, llenos de versos sentimentales. ¡Lástima grande —39→ que este lirismo sincero fuera las más veces acompañado de sátiras ruines en que unos poetas a otros se enmendaban el vocablo, dejando ver que la envidia es compatible con el idealismo más exagerado! En cuanto al amor romántico, si bien comenzaba en la forma más pura y conceptuosa, solía degenerar en afecto clásico; porque, a decir la verdad, la imaginación de aquellos soñadores era mucho menos fuerte y constante que la natural robustez de los temperamentos, ricos de sangre por lo común; y el ciego rapaz, que nunca fue romántico, hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento y del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, en suma, según confesión de todos los tertulios de la tienda de Cascos, la moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos años románticos; los adulterios menudeaban entonces; los Tenorios, un tanto averiados, que quedaban en la ciudad, en aquella época habían hecho su agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y de buena familia, se sabía de muchas que se habían escapado por un balcón, o por la puerta, con un amante; o sin escaparse se habían encontrado encinta sin que mediara ningún sacramento. La tertulia de Cascos y la tienda de los Porches habían sido, respectivamente, ocasión y teatro de muchas de aquellas —40→ aventuras, que se envolvían en un picante misterio y después venían a ser pasto de una murmuración misteriosa también y no menos picante. Aunque en nombre de la religión y de la moral se condenasen tales excesos, no cabe negar que en los mismos que murmuraban y censuraban (tal vez cómplices, por amor al arte, de tales extremos) se adivinaba una recóndita admiración, algo parecida a la que inspiraban los poetas en boga, o los buenos cómicos, o los cantantes italianos -buenos o malos- o los guitarristas excelentes. Aquel romanticismo representado en la sociedad (entonces todavía no se había inventado eso de hablar tanto de la realidad) era como un grado superior en la común creencia estética. En cambio, si los antiguos partidarios del clair de lune de la tienda de paños tenían que declarar la inferioridad moral -relativamente al sexto mandamiento no más- de aquellos tiempos, recababan para ellos el mérito de las buenas formas, del eufemismo en el lenguaje; y así, todo se decía con rodeos, con frases opacas; y al hablar de amores de ilegales consecuencias se decía: «Fulano obsequia a Fulana», v. gr. De todas suertes, la vida era mucho más divertida entonces, la juventud más fogosa, las mujeres más sensibles. Y al pensar en esto suspiraban los de la tienda de Cascos; de Cascos, —41→ que había muerto dejando a la viuda la herencia de los paños, de la clientela y de los tertulios ex románticos, ya todos demasiado entrados en años y en cuidados, y muchos en grasa, para pensar en sensiblerías trascendentales. Pero no importaba; se seguía suspirando, y muchos de aquellos silencios prolongados que solemnizaban la ya imponente oscuridad de la tienda con aspecto de cueva; muchos de aquellos silencios que tanto agradaban a Reyes, estaban consagrados a los recuerdos del año cuarenta y tantos. La viuda, señora respetable de cincuenta noviembres, tal vez había amado y se había dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D. Críspulo Crespo, relator, funcionario probo y activo e inteligente, de muy mal genio; sí, se habían amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en opinión de los amigos, seguían amándose; pero todos respetaban aquella pasión recóndita e inveterada; rara vez se aludía a ella, y se la tenía por único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto a tal documento póstumo del muerto romanticismo se mostraba tan sólo en dejar invariablemente un puesto privilegiado, dentro del mostrador, para D. Críspulo.
 
Bonifacio, que había sido uno de los más distinguidos epígonos de aquel romanticismo —42→ al pormenor, ya moribundo, se sentía bien quisto en la tertulia y se acogía a su seno, tibio como el de una madre.

, su rival la Volpucci, que también tenía sus aficionados. Esta era delgada, flexible como un mimbre y lucía más que la Tiplona en las fioriture; pero como voz y como carnes y buena presencia, no había comparación. La Tiplona había vencido, y había vuelto a la ciudad en varias temporadas, y por último se había casado con un coronel retirado, dueño de aquella casa de la plaza del teatro, el coronel Cerecedo; y allí había vivido años y años dando conciertos caseros y admirada y querida del pueblo filarmónico, agradecido y enamorado de los encantos, cada vez más ostentosos, de la ex tiple. Y ¡quién lo dijera!, también había muerto tísica, después de un mal parto. ¡La Tiplona! El que más y el que menos de aquellos señores la había amado en secreto o paladinamente, y el mismo Bonifacio, muy joven entonces, tenía que confesarse que su afición —45→ a la ópera seria había crecido escuchando a aquella real moza, que enseñaba aquella blanquísima pechuga, un pie pequeño, primorosamente calzado, y unos dientes de perlas.
 
El habilitado del clero siguió pasando revista a los inquilinos del año cuarenta; de aquella enumeración melancólica de muertos y ausentes salía un tufillo de ruina y de cementerio; oyéndole parecía que se mascaba el polvo de un derribo y que se revolvían los huesos de la fosa común, todo a un tiempo. Suicidios, tisis, quiebras, fugas, enterramientos en vida, pasaban como por una rueda de tormento por aquellos dientes podridos y separados, que tocaban a muerto con una indiferencia sacristanesca que daba espanto. El vejete terminó su historia al por menor con los ojos encendidos de orgullo. ¡Qué memoria la suya!, pensaba él. ¡Qué mundo este!, pensaban los demás.

, y con motivo de esto se recordó las óperas que se cantaban entonces y las que se cantaban ahora en comparación con aquellas. La verdad era que ahora no se cantaban óperas en el pueblo, pues casi hacía ocho años que no parecía por allí un mal cuarteto. Entonces el habilitado, que tanto había entristecido al concurso, se dignó dar una noticia de actualidad, contra su costumbre. Su costumbre era despreciar altamente todos los sucesos próximos, pasados o futuros, que no exigían, para ser referidos o inducidos, gran retentiva, como él llamaba a la memoria. Con aire displicente dijo el buen hombre:

-Pues ópera la van ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el alcalde que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi y la Gorgheggi.

-¡La Gorgheggi! -gritaron a una los presentes.

Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su silla, metido en la sombra, y la viuda de Cascos le miró y suspiró discretamente
 
Ocho días después estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos los teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula la Gorgheggi. Cantaron La Extranjera la primera noche, y aunque el diario más filarmónico de la capital «no se atrevió a emitir juicio por una sola audición», el público, menos circunspecto (verdad es también que con menos responsabilidad ante la historia del arte), se entusiasmó desde luego y juró en masa que «desde la Tiplona acá no se había oído prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna. Bonifacio vio dos actos de La Extranjera la noche del estreno, y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque su esposo —49→ la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría en pocos minutos. Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final de La Extranjera, que estarían entonces cantando.

Y se acostó Bonifacio, discurriendo: «¡Sí, es muy hermosa, pero lo mejor que tiene es la frente; no sé lo que dice a mi corazón aquella curva suave, aquella onda dulce!... Y la voz es una voz... maternal; canta con la coquetería que podría emplear una madre para dormir a su hijo en sus brazos: parece que nos arrulla a todos, que nos adormece... es... aunque parezca un disparate, una voz honrada, una voz de ama de su casa que canta muy bien: aquella pastosidad, como dice el relator, debe de ser la que a mí me parece timbre de bondad; así debieran cantar las mujeres hacendosas mientras cosen la ropa o cuidan a un convaleciente... ¡qué sé yo!, aquella voz me recuerda la de mi madre... que no cantaba nunca. ¡Qué disparates! Sí, disparates para dichos, pero no para pensados... En fin, ¿qué tengo yo que ver con ella? Nada. Probablemente —50→ Emma no me dejará volver al teatro...». Y se durmió pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi.

Al día siguiente, a las doce de la mañana había ensayo, y allí estaba Bonifacio, más muerto que vivo, barruntando la escena que le preparaba, de fijo, su mujer, a la vuelta. Se había escapado de casa. Y tenía que confesarse que el placer de estar allí era mayor, por lo mismo que era un acto de rebeldía su presencia en tal sitio.

Los ensayos siempre habían sido el encanto de Reyes. No se explicaba él bien por qué los prefería a las funciones más solemnes y magníficas. A su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa...». —51→ Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo. Porque allí veía al artista tal como era, no como tenía que fingir que era. Por un instinto de buen gusto, de que él no podía darse cuenta, lo que aborrecía en las representaciones públicas era la mala escuela de declamación, la falsedad de actitudes, trajes, gestos, etc., etc., de los cómicos que iban por aquel pobre teatro de provincia. En el ensayo no veía un Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un Atila semejante a un cabrero, sino un caballero particular que cantaba bien y estaba preocupado de veras con sus cosas, verbigracia, la mala paga, el mal tiempo que le tomaba la voz, o el correo que le traía malas noticias. Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos. -¡Cómo hay valiente -pensaba él-, que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta pasable, pero ¡por cuanto hay no me atrevería a escaparme de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia, tapando huecos en una orquesta! Acaso —52→ a mi dignidad y a mi independencia les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me tiro al agua! El azar... lo imprevisto... el pan dudoso, ¡qué miedo! Y por lo mismo que él se creía incapaz de ser artista, en el sentido de echar a correr sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos hombres, que eran indudablemente de otra madera.
 

Temas Similares

2
Respuestas
14
Visitas
213
Back