La Regenta, de <<Clarín>>. Pinceladas.

Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban al inteligente en heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona, era el más perito en la materia de contar la historia de cada uno de aquellos caserones, que él consideraba otras tantas glorias nacionales. Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en El Lábaro, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de haberlos leído; en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era todo un monumento. No cabe duda que el señor don Saturnino, siquiera fuese por bien del arte, mentía no poco, y abusaba de lo románico y de lo mudéjar. Para él todo era mudéjar o si no románico, y más de una vez hizo remontarse a los tiempos de Fruela los fundamentos de una pared fabricada por algún modesto cantero, vivo todavía. Estos lapsus del erudito no lastimaban su reputación, porque los pocos que podían descubrirlos los consideraban piadosas exageraciones, anacronismos beneméritos, y los demás vetustenses no leían nada de aquello. Mas no por esto dejaba el sabio de sacar a relucir la retórica, en que creía, ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las que descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más cadenciosas: hablaban las murallas como libros y solían decir: «tiemblan mis cimientos y mis almenas tiemblan»; y tal puerta cochera hubo que hizo llorar —25→ con sus discursos patéticos; por lo cual solía terminar el artículo del arqueólogo diciendo: «En fin, señores de la comisión de obras, sunt lacrimae rerum!».

Más de media hora empleó el Magistral en su observatorio aquella tarde. Cansado de mirar o no pudiendo ver lo que buscaba allá, hacia la Plaza Nueva, adonde constantemente volvía el catalejo, separose de la ventana, redujo a su mínimo tamaño el instrumento óptico, guardolo cuidadosamente en el bolsillo y saludando con la mano y la cabeza a los campaneros, descendió con el paso majestuoso de antes, por el caracol de piedra. En cuanto abrió la puerta de la torre y se encontró en la nave Norte de la iglesia, recobró la sonrisa inmóvil, habitual expresión de su rostro, cruzó las manos sobre el vientre, inclinó hacia delante un poco con cierta languidez entre mística y romántica la bien modelada cabeza, y más que anduvo se deslizó sobre el mármol del pavimento que figuraba juego de damas, blanco y negro. Por las altas ventanas y por los rosetones del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de muchos colores que remedaban pedazos del iris dentro de las naves. El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real; algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.

En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en —26→ las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la penitencia. En la segunda capilla del Norte, la más obscura, don Fermín distinguió dos señoras que hablaban en voz baja. Siguió adelante. Ellas quisieron ir tras él, llamarle, pero no se atrevieron. Le esperaban, le buscaban, y se quedaron sin él.

-Va al coro -dijo una de las damas. Y se sentaron sobre la tarima que rodeaba el confesonario, sumido en tinieblas. Era la capilla del Magistral. En el altar había dos candeleros de bronce, sin velas, sujetos con cadenillas de hierro. Delante del retablo estaba un Jesús Nazareno de talla; los ojos de cristal, tristes, brillaban en la obscuridad; los reflejos del vidrio parecían una humedad fría. Era el rostro el de un anémico; la expresión amanerada del gesto anunciaba una idea fija petrificada en aquellos labios finos y en aquellos pómulos afilados, como gastados por el roce de besos devotos.

Sin detenerse pasó el Magistral junto a la puerta de escape del coro; llegó al crucero; la valla que corre del coro a la capilla mayor estaba cerrada. Don Fermín, que iba a la sacristía, dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una de estas, empotrados en la pared del ábside había haces de columnas entre los que se ocultaban sendos confesonarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de ellos. Allí comúnmente ataban y desataban culpas los beneficiados. De uno de estos escondites salió, al pasar el Provisor, como una perdiz levantada por los perros, el señor don Custodio el beneficiado, —27→ pálido el rostro, menos las mejillas encendidas con un tinte cárdeno. Sudaba como una pared húmeda. El Magistral miró al beneficiado sin sonreír, pinchándole con aquellas agujas que tenía entre la blanda crasitud de los ojos. Humilló los suyos don Custodio y pasó cabizbajo, confuso, aturdido en dirección al coro. Era gruesecillo, adamado, tenía aires de comisionista francés vestido con traje talar muy pulcro y elegante. El cuerpo bien torneado se lo ceñía, debajo del manteo ampuloso, un roquete que parecía prenda mujeril, sobre la cual ostentaba la muceta ligera, de seda, propia de su beneficio. Este don Custodio era un enemigo doméstico, un beneficiado de la oposición. Creía, o por lo menos propalaba todas las injurias con que se quería derribar al Provisor, y le envidiaba por lo que pudiera haber de cierto en el fondo de tantas calumnias. De Pas le despreciaba; la envidia de aquel pobre clérigo le servía para ver, como en un espejo, los propios méritos. El beneficiado admiraba al Magistral, creía en su porvenir, se le figuraba obispo, cardenal, favorito en la corte, influyente en los ministerios, en los salones, mimado por damas y magnates. La envidia del beneficiado soñaba para don Fermín más grandezas que el mismo Magistral veía en sus esperanzas. La mirada de este fue en seguida, rápida y rastrera, al confesonario de que salía el envidioso. Arrodillada junto a una de las celosías vio una joven pálida con hábito del Carmen.

No era una señorita; debía de ser una doncella de servicio, una costurera, o cosa así, pensó el Magistral. Tenía los ojos cargados de una curiosidad maliciosa más irritada que satisfecha; se santiguó, como si quisiera comerse la señal de la cruz, y se recogió, sentada —28→ sobre los pies, a saborear los pormenores de la confesión, sin moverse del sitio, pegada al confesonario lleno todavía del calor y el olor de don Custodio.
 
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En 1936, el mismo año en que estalló la Guerra Civil, publicaba Espasa-Calpe una biografía de Leopoldo Alas, compuesta por Juan Antonio Cabezas, con el título Clarín, el provinciano universal. Más preciso era el epígrafe del capítulo XVII de aquel libro, «Un provinciano universal», donde el biógrafo, registrando los ascensos del profesor Alas en la Universidad y en el Ayuntamiento de Oviedo, comprobaba la difusión, hacia 1890, de su nombre y obra más allá de la provincia y del país, y la constante apertura del escritor a horizontes culturales muy varios.

«Un provinciano universal» es más preciso porque ha habido, antes y después, otros provincianos universales. Flaubert, aunque viajase mucho más de lo que suele recordarse, decidió en cierto momento encerrarse en su casa de Croisset, cerca de Rouen, y sentarse a escribir (y solo podía escribir sentado, según declaración propia). Alas no salió nunca de España, y lo más lejos que llegó dentro de ella fue a Zaragoza y a Sevilla: afincado en Oviedo, allí y en los contornos de la noble ciudad trabajó siempre. Por aludir solo a españoles posteriores, recordemos a Unamuno, arraigado en Salamanca y, en el exilio, apegado a la frontera; a Miguel Delibes, que ha escrito su obra toda en Valladolid y para esta su ciudad natal; o a un tercer Miguel —Miguel Espinosa— que apenas salió de Murcia y encuadra sus fábulas en esa población, a la que nunca nombra.

Y bien. Flaubert, «le solitaire de Croisset», mantuvo desde su retiro caudalosa correspondencia con personas afines, estudió incansablemente en los libros y en la vida, y creó los más altos dechados de la novela moderna (Madame Bovary, L’ éducation sentimentale, Bouvard et Pécuchet) y del cuento literario (Trois contes).

La triple condición de Unamuno como vasco, castellano y español no estorbó a la amplia y honda proyección de su escritura hacia el mundo: fue y sigue siendo uno de los escritores del «98» más atendido en Francia, en Alemania, en las dos Américas, y para la hispana escribió mucho sin haberla visitado nunca.

Por nacimiento y voluntad radicado en Valladolid, Miguel Delibes apenas traspuso este ámbito, dedicando sin embargo sus labores literarias y cívicas a la causa del universo, pulsado en la realidad de su espacio inmediato.

Y de Espinosa puede decirse algo parecido; expertos en historia política elogiaron con fundamento su primer libro, Reflexiones sobre Norteamérica, elaborado sin haber puesto jamás el pie en tal territorio; y es unánime el juicio de la crítica acerca del significado trascendente de sus ficciones: Escuela de Mandarines (el poder dictatorial), Tríbada (religación esencial frente a mundanidad fútil), Asklepios (el exilio en el tiempo), La fea burguesía (proceso a la sociedad consumista, en cualquier latitud). Pero Espinosa no estimaba necesario desplazarse de un punto a otro en el mapa, escasas veces dejó su ciudad, y quería y podía abarcar mucho en su mente: a través de lo vivido en el marco a él destinado, de sus lecturas y meditaciones, y de su comunicación a fondo con el prójimo.

En Oviedo, como periodista y como crítico literario, Leopoldo Alas se sintió tempranamente movido a comentar la actualidad española y europea. Su cátedra no le llevó —repito— más allá de Zaragoza, y por tiempo breve. Aunque había cursado estudios en Madrid y alguna vez insinuó un vago propósito de traslado a la capital, en realidad ésta no le atraía como lugar de residencia. Conservaba de ella algunas memorias gratas, sobre todo de sus maestros «krausistas», y algunos buenos recuerdos de templos y teatros. Pero, en general, puede decirse que Alas era vocacionalmente «provinciano». Sus dos novelas mayores tienen lugar en ciudades de provincia, y la mayoría de sus relatos breves buscan como ambiente predilecto el campo, la aldea, algún paraje apartado, modesto y oscuro.

Y no obstante, o por ello mismo, Leopoldo Alas llega siempre a una cota de universalidad que depende menos de su omnímoda atención a la actualidad que de su penetración amorosa en el existir y sucederse intrahistóricos. Además, cuando Alas escribe La Regenta está convencido de que el novelista, según los principios del naturalismo, por él expuestos mejor que por nadie en 1882, debe edificar la novela sobre un conocimiento del lugar por él habitado y estudiado.

Con todas estas limitaciones, el joven crítico Clarín termina, a los 33 años de edad, La Regenta, novela «provinciana» y «universal»; la novela española del siglo XIX más provinciana (en apariencia) y más universal (en sustancia).

En ella, un sacerdote, Fermín de Pas, convertido en instrumento de las ambiciones de su posesiva madre, aspira a adueñarse, por el cauce eclesiástico, de toda una ciudad. Se le confía como penitente a Ana Ozores, considerada en Vetusta la más bella y digna dama de la esfera burguesa en un tiempo (1877 a 1880) que ha dejado atrás la revolución y la efímera república, y asiste a la restauración de la monarquía (desde 1875).

Huérfana, y privada de amor y de descendencia en su matrimonio con el viejo ex regente Víctor Quintanar, la sonámbula Ana se ve conducida hacia la fe y el espíritu por su confesor, y siéntese atraída hacia la sensualidad y la pasión por un libertino, Álvaro Mesía, que pretende colmar el catálogo de sus aventuras con la conquista de Ana. En ese vaivén de una tentación a otra discurre la conciencia cavilosa de la Regenta durante los tres años que la novela abarca, hasta que al fin, descubriendo que el sacerdote la amaba no solo como «hermana del alma», sino como mujer en alma y cuerpo, se ve arrastrada al seductor, quien, consumado el adulterio, huye después de matar en duelo al esposo, dejando a Ana en completo abandono, presa de la hostilidad de los vetustenses y rechazada para siempre por el celoso clérigo.

Resumida así la trama de La Regenta, fácil es reconocer su condición de «novela de adulterio». Pero esto, lejos de reducir su alcance, parece extenderlo si se recuerda que muchas de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo XIX poseen el mismo tipo de intriga argumental: Madame Bovary, L’ éducation sentimentale, Ana Karenina, La conquête de Plassans, O primo Basilio, Fortunata y Jacinta, Su único hijo, Effi Briest. Y es que el adulterio, ya se entienda como rebelión de la persona contra el código opresor, o como infracción accidental del mismo para paliar sus rigores sin destruirlo, es una imagen —adecuada como pocas a la sociedad victoriana— del conflicto «entre la poesía del corazón y la prosa opuesta de las relaciones sociales y del azar de las circunstancias exteriores», conflicto en el cual veía Hegel el cimiento de la novela moderna.

En las novelas mencionadas, el adulterio no es mero pretexto de peripecias y vicisitudes para entretenimiento del lector, sino revelación de un estado de cosas, de carácter moral, más complejo en La Regenta porque envuelve en la infidelidad, como peligro, a un sacerdote, célibe por obligación a sus votos; y éste es otro aspecto frecuente en novelas de la época: La conquête de Plassans, La faute de l’ abbé Mouret, O crime do Padre Amaro, Tormento.

Pero, además de revelar un estado de cosas moral, social e histórico, el binomio temático «adulterio-sacrilegio» que expone La Regenta abre la atención al examen profundo de dos almas capaces de interioridad, grandeza y poesía en grado extremo, cada una a su modo.

Al fondo de las diferencias que separan a Ana Ozores y Fermín de Pas, puede observarse el paralelismo de sus destinos: huérfana de madre, huérfano de padre; infancia soñadora, niñez estudiosa; inspiraciones de ella, aspiraciones de él; orientación de sus almas hacia el amor total; poderío de la tentación; reflexividad inagotable; intensidad de los sentimientos primarios y de los sentimientos sin nombre; fatal discrepancia con el medio (supravetustenses ambos entre la mostrenca grey de los vetustenses); inadaptación; fin desesperado.

Si el buceo en las conciencias de estos personajes (y de Quintanar cuando arrostra su desgracia) representa un alarde de lucidez psicológica, rara en otros novelistas españoles del siglo, y nos hace aprender mucho, al hilo de las historias retrospectivas y del proceso de su interrelación, como ejemplos de experiencia humana trágica, no menos admirable es la descripción al vivo de los vetustenses a través de sus palabras, sus hechos y sus hábitos. Es aquí donde Clarín prodiga fuerza cómica, agudo humor, fecunda ironía y esa visión satírica de la mediocridad y la necedad que con tanta franqueza empleaba en sus artículos sobre literatura y política.

En la memoria de quien lea La Regenta, cualquiera que sean la lengua y el tiempo, quedarán grabados personajes secundarios óptimamente perfilados. Entre los medianos: la codiciosa doña Paula, madre del sacerdote; «la rubia lúbrica», Petra, delatora del adulterio en colaboración con aquél; los marqueses de Vegallana en sus placenteras reuniones; Barinaga, el tendero de reliquias alcoholizado; Guimarán, el ateo convertido a la Iglesia; la casquivana Obdulia; la envidiosa Visitación; el buen Obispo dominado por el magistral; el extravagante darwinista Frígilis, único amigo, al final, de la enferma; el médico anticuado y el médico moderno. Entre los ridículos: el arqueólogo local Saturnino Bermúdez, el huero versista Trifón Cármenes, el tozudo Ronzal y otros socios del casino de la vieja ciudad.

Para el mejor reseñista de La Regenta en 1885, Antonio Lara, que firmaba «Orlando», la novela primera de Alas era «un estudio psicológico, un estudio social y otro de costumbres, pero no independientes ni preconcebidos, sino enlazados y nacidos espontánea y naturalmente del movimiento y choque de las fuerzas varias que se agitan en el seno de toda sociedad». Y fue este mismo crítico quien, al final de su reseña, rubricaba una valoración que tardaría decenios en reconocerse justa.

Ponderaba aquel comentarista La Regenta como «una novela que por su fondo y por su forma es la mejor de nuestra literatura contemporánea, y el señor Alas debe dar por bien empleado su esfuerzo, toda vez que así ha conseguido colocarse de un salto, sin género alguno de duda, a la cabeza de los novelistas españoles y al lado de los primeros que en otras partes cultivan esta forma literaria».

Todo es certero en este juicio temprano, incluida la imagen hípica con que termina; pues Alarcón, Pereda, Pardo Bazán, y aun el mismo Galdós, no habían iniciado su carrera de novelistas con obras maestras (Galdós no publicaría Fortunata y Jacinta hasta un año más tarde, y con notable y bien notada influencia de su amigo Clarín), mientras Leopoldo Alas, procediendo del campo de la crítica periodística, llegaba al de la novela con una obra de ficción portentosamente concebida, estructurada y escrita, que le ponía de un salto «a la cabeza» de los noveladores españoles y «al lado» de los primeros de otros países. Aunque el reseñador no menciona a ninguno de estos, es de suponer que pensaba en Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, y acaso en Tolstoy.

Aquella novela, La Regenta, tenía por materia nutricia y fuente de imaginación creadora lo que, desde el realismo del XIX hasta la modernidad del siglo XX, han tenido los más elevados ejemplares del género: la dificultada búsqueda del valor de los valores —el bien, la fe, el amor, el entusiasmo, la plenitud— en un mundo crecientemente desalmado.

Tras casi un siglo de injustificada aunque explicable desmemoria (explicable por circunstancias, no por razones), la obra de Leopoldo Alas, y en especial La Regenta, viene siendo objeto, en español y en otros idiomas, de lectura intelectiva y sensitiva.

Compensemos ochenta años de indebido silencio con largo tiempo de audición cuidadosa: oigamos en el texto de la novela el latido de la Historia y escuchemos en él la secreta verdad de las almas que sufren entre el bien y el mal, la poesía y la prosa, el amor y la muerte.
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El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas —29→ llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser -y esto era verdad- el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber —30→ aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno -así le llamaban- después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar. Él se encargaba unas levitas de tricot como las de un lechuguino, pero el sastre veía con asombro que vestir la prenda don Saturno y quedar convertida en sotana era todo uno. Siempre parecía que iba de luto, aunque no fuera. Sin embargo, pocas veces quitaba la gasa del sombrero porque se tenía por pariente de toda la nobleza vetustense, y en cuanto moría un aristócrata estaba de pésame. Allá, en el fondo de su alma, se creía nacido para el amor, y su pasión por la arqueología era un sentimiento de la clase de sucedáneos. Al ver en las novelas más acreditadas de Francia y de España que los personajes de mejor sociedad —31→ sentían sobre poco más o menos las mismas comezones de que él era víctima, ya no vaciló en pensar que lo que le había faltado había sido un escenario. Las muchachas de Vetusta eran incapaces de comprenderle, así como él se confesaba a solas que no se atrevería jamás a acercarse a una joven para decirle cosa mayor en materia de amores.

salía disfrazado de capa y sombrero flexible. No había miedo que en tal guisa le reconociera nadie. ¿Y adónde iba? A luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con paseos interminables; y un poco también a olfatear el vicio, el crimen pensaba él, crimen en que tenía seguridad de no caer, no tanto por esfuerzos de la virtud como por invencible pujanza del —33→ miedo que no le dejaba nunca dar el último y decisivo paso en la carrera del abismo. Al borde llegaba todas las noches, y solía ser una puerta desvencijada, sucia y negra en las sombras de algún callejón inmundo. Alguna vez desde el fondo del susodicho abismo le llamaba la tentación; entonces retrocedía el sabio más pronto, ganaba el terreno perdido, volvía a las calles anchas y respiraba con delicia el aire puro; puro como su cuerpo; y para llegar antes a las regiones del ideal que eran su propio ambiente, cantaba laCasta diva o el Spirto gentil o el Santo Fuerte, y pensaba en sus amores de niño o en alguna heroína de sus novelas.

¡Ah, cuánta felicidad había en estas victorias de la virtud! ¡Qué clara y evidente se le presentaba entonces la idea de una Providencia! ¡Algo así debía de ser el éxtasis de los místicos! Y don Saturno apretando el paso volvía a su casa ebrio de idealismo, mojando los embozos de la capa con las lágrimas que le hacía llorar aquel baño de idealidad, como él decía para sus adentros. Su enternecimiento era eminentemente piadoso, sobre todo en las noches de luna.

Encerrado en su casa, en su despacho, después de cenar, o bien escribía versos a la luz del petróleo o manejaba sus librotes; y por fin se acostaba, satisfecho de sí mismo, contento con la vida, feliz en este mundo calumniado donde, dígase lo que se quiera, aún hay hombres buenos, ánimos fuertes. Esta voluptuosidad ideal del bien obrar, mezclándose a la sensación agradable del calorcillo del suave y blando lecho, convertía poco a poco a don Saturno en otro hombre; y entonces era el imaginar aventuras románticas, de amores en París, que era el país de sus ensueños, en cuanto hombre de mundo. Solía volver a sus novelas de la hora de —34→ dormirse la imagen de la Regenta, y entablaba con ella, o con otras damas no menos guapas, diálogos muy sabrosos en que ponía el ingenio femenil en lucha con el serio y varonil ingenio suyo; y entre estos dimes y diretes en que todo era espiritualismo y, a lo sumo, vagas promesas de futuros favores, le iba entrando el sueño al arqueólogo, y la lógica se hacía disparatada, y hasta el sentido moral se pervertía y se desplomaba la fortaleza de aquel miedo que poco antes salvara al doctor en teología
 
A la mañana siguiente don Saturno despertaba malhumorado, con dolor de estómago, llena el alma de pesimismo desesperado y de flato el cuerpo. -¡Memento homo! -decía el infeliz, y se arrojaba del lecho con tedio, procurando una reacción en el espíritu mediante agudos y terribles remordimientos y propósitos de buen obrar, que facilitaba con chorros de agua en la nuca y lavándose con grandes esponjas. Tal vez era la limpieza, esa gran virtud que tanto recomienda Mahoma, la única que positivamente tenía el ilustre autor de Vetusta Transformada. Después de bien lavado iba a misa sin falta, a buscar el hombre nuevo que pide el Evangelio. Poco a poco el hombre nuevo venía; y por vanidad o por fe creía en su regeneración todas las mañanas aquel devoto del Corazón de Jesús. Por eso el espíritu no envejecía: era el estómago, el pícaro estómago el que no hacía caso de la fervorosa contrición del pobre hombre. ¡Y que le dijeran a don Saturno que la materia no es vil y grosera!

El señor de Palomares vestía un gabán de verano muy largo, de color de pasa, y llevaba en la mano derecha un jipijapa impropio de la estación, pero de cuatro o cinco onzas -su precio en la Habana- y por esto pensaba que podía usarlo todo el otoño. Se creía el señor Infanzón en el caso de comprender el entusiasmo artístico del sabio mejor que las señoras, quien por su natural ignorancia tenían alguna disculpa si no se pasmaban ante un cuadro que no se veía. Buscó alguna frase oportuna y por de pronto halló esto:

-¡Oh! ¡mucho! ¡evidentemente! ¡conforme!

Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en realidad de verdad -estilo de Bermúdez- para descansar, con una reacción proporcionada, de la postura incómoda en que el sabio le había tenido un cuarto de hora. Por fin el del jipijapa exclamó:

-Me parece, señor Bermúdez, que ese famosísimo cuadro del ilustre...

—37→
-Cenceño.

-Pues; del ilustrísimo Cenceño; luciría más si...

-Si se pudiera ver -interrumpió la esposa del señor Infanzón.

Este fulminó terrible mirada de reprensión conyugal y rectificó diciendo:

-Luciría más... si no estuviera un poquito ahumado... Tal vez la cera... el incienso...

-No señor; ¡qué ahumado! -respondió el sabio, sonriendo de oreja a oreja-. Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el encanto de los cuadros antiguos.

-¡La pátina! -exclamó el del pueblo convencido-. Sí, es lo más probable. Y se juró, en llegando a Palomares, mirar el diccionario para saber qué era pátina.

En aquel momento el Magistral se acercaba a saludar a don Saturno; reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente; pero menos sonriente que al saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante los de Palomares que le fueron presentados por el sabio.

-El señor don Fermín de Pas, Magistral y provisor de la diócesis...

-¡Oh! ¡oh! ¡ya! ¡ya! -exclamó Infanzón que hacía mucho admiraba de lejos al señor Magistral. La señora del lugareño manifestó deseos de besar la mano del Provisor, pero la mirada del marido la contuvo otra vez, y no hizo más que doblar las rodillas como si fuera a caerse. El Magistral hablaba en voz alta de modo que sus palabras resonaban en las bóvedas y los demás con el ejemplo se arrimaron también a gritar. Pronto las carcajadas de Obdulia Fandiño, frescas, perladas, como las llamaba don Saturno, llenaron el —38→ ambiente, profanado ya con el olor mundano de que había infestado la sacristía desde el momento de entrar. Era el olor del billete, el olor del pañuelo, el olor de Obdulia con que el sabio soñaba algunas veces. Mezclado al de la cera y del incienso le sabía a gloria al anticuario, cuyo ideal era juntar así los olores místicos y los eróticos, mediante una armonía o componenda, que creía él debía de ser en otro mundo mejor la recompensa de los que en la tierra habían sabido resistir toda clase de tentaciones.

Obdulia, que disimulaba mal su aburrimiento mientras se hablaba de cuadros, ojivas, arcos peraltados, dovelas y otras tonterías que no había entendido nunca, se animó con la presencia del Magistral de quien era hija de confesión, por más que él había procurado varias veces entregarla a don Custodio, hambriento de esta clase de presas. Aquella mujer le crispaba los nervios a don Fermín; era un escándalo andando. No había más que notar cómo iba vestida a la catedral. «Estas señoras desacreditan la religión». Obdulia ostentaba una capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían abundantes, como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial. ¡Ocho días antes el Magistral había visto aquella cabeza a través de las celosías del confesonario completamente negra! La falda del vestido no tenía nada de particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no podía ser menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada por la naturaleza de los atributos de su s*x*. ¡Qué brazos! ¡qué pecho! ¡y todo parecía que iba a estallar! Todo esto encantaba a don Saturno mientras irritaba al Magistral, que no quería aquellos escándalos en la iglesia. Aquella señora entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras partes, en un gran centro, en Madrid, en París, en Roma; pero en Vetusta no. Confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía referírselas en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a su amigo el Patriarca y al campechano obispo de Nauplia; proponía rifas católicas, organizaba bailes de caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada, para las personas decentes... ¡mil absurdos! El Magistral le iba a la mano siempre que podía, pero no podía siempre. Su autoridad, que era absoluta casi, no conseguía sujetar aquel azogue que se le marchaba por las junturas de los dedos. La doña Obdulita le fatigaba, le mareaba. ¡Y ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo.

-«Necia, ¿si creerá que a mí se me conquista como a don Saturno?».

A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos. Era menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada, para que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad era un dogma para el Magistral lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban de ella muy diferente partido.

—40→
Mientras se hablaba de lo mucho bueno que había en la catedral y el lugareño se pasmaba y su señora repetía aquellas admiraciones, Obdulia se miraba como podía, en las altas cornucopias.

El Magistral se despidió. No podía acompañar a aquellas señoras, lo sentía mucho... pero le esperaba la obligación... el coro. Todos se inclinaron.

-Lo primero es lo primero -dijo el de Palomares, aludiendo a la Divinidad y haciendo una genuflexión (no se sabe si ante la Divinidad o ante el Provisor.)

Afortunadamente, según don Fermín, nada les serviría su inutilidad, mientras que Bermúdez era una crónica viva de las antigüedades vetustenses.

Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo; después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como con una sonda, como diciéndole:

-Ya lo oyes; soy yo, el primer anticuario de Vetusta, según la opinión del mejor teólogo, quien se declara esclavo tuyo. Todo esto quiso decir con los ojos; pero ella no debió de entenderlo, porque se despidió del Magistral dejándole el alma, por conducto de las pupilas, entre los pliegues amplios y rítmicos del manteo. De este se despojó don Fermín, después de acercarse a un armario y muy gravemente vistió el ajustado roquete, la señoril muceta y la capa de coro.

-¡Qué guapo está! -dijo desde lejos Obdulia, mientras los lugareños admiraban con la fe del carbonero otro cuadro que alababa don Saturnino.

Dieron vuelta a toda la sacristía. Cerca de la puerta había algunos cuadros nuevos que eran copias no mal entendidas de pintores célebres. A la Infanzón debieron de agradarle más que las maravillas de Cenceño, sin duda porque se veían mejor. Pero su prudente —41→ esposo, considerando que Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin hacer aspavientos. Entre aquellos cuadros había una copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro de Murillo San Juan de Dios, del Hospital de incurables de Sevilla. A la señora de pueblo le llamó la atención la cabeza del santo, que desde que se ve una vez no se olvida.
 
El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al Señor entre bostezo y bostezo. Uno tras otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo funcionario que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de cada día. El ánimo de aquellos honrados sacerdotes estaba gastado por el roce continuo de los cánticos canónicos, como la mayor parte de los roquetes, mucetas y capas de que se despojaban para recobrar el manteo. Se notaba en el cabildo de Vetusta lo que es ordinario en muchas corporaciones: algunos señores prebendados no se hablaban; otros no se saludaban siquiera. Pero a un extraño no le era fácil conocer esta falta de armonía: la prudencia disimulaba tales asperezas, y en conjunto reinaba la mayor y más jovial concordia. Había apretones de mano, golpecitos en el hombro, bromitas sempiternas, chistes, risas, secretos al oído. Algunos, taciturnos, se despedían pronto —46→ y abandonaban el templo; no faltaba quien saliera sin despedirse.

Cuando entraba el Magistral, el ilustrísimo señor don Cayetano Ripamilán, aragonés, de Calatayud, apoyaba una mano en el mármol de la mesa, porque los codos no llegaban a tamaña altura, y exclamaba después de haber olfateado varias veces, como perro que sigue un rastro:


-Hame dado en la nariz
olor de...

La presencia del Provisor contuvo al señor Arcipreste, que, cortando la cita, añadió:

-¿Parece que hemos tenido faldas por aquí, señor De Pas?

Y sin esperar respuesta hizo picarescas alusiones corteses, pero un poco verdes, a la hermosura esplendorosa de la viudita.

Era don Cayetano un viejecillo de setenta y seis años, vivaracho, alegre, flaco, seco, de color de cuero viejo, arrugado como un pergamino al fuego, y el conjunto de su personilla recordaba, sin que se supiera a punto fijo por qué, la silueta de un buitre de tamaño natural; aunque, según otros, más se parecía a una urraca, o a un tordo encogido y despeluznado. Tenía sin duda mucho de pájaro en figura y gestos, y más, visto en su sombra. Era anguloso y puntiagudo, usaba sombrero de teja de los antiguos, largo y estrecho, de alas muy recogidas, a lo don Basilio, y como lo echaba hacia el cogote, parecía que llevaba en la cabeza un telescopio; era miope y corregía el defecto con gafas de oro montadas en nariz larga y corva. Detrás de los cristales brillaban unos ojuelos inquietos, muy —47→ negros y muy redondos. Terciaba el manteo a lo estudiante, solía poner los brazos en jarras, y si la conversación era de asunto teológico o canónico, extendía la mano derecha y formaba un anteojo con el dedo pulgar y el índice. Como el interlocutor solía ser más alto, para verle la cara Ripamilán torcía la cabeza y miraba con un ojo solo, como también hacen las aves de corral con frecuencia. Aunque era don Cayetano canónigo y tenía nada menos que la dignidad de arcipreste, que le valía el honor de sentarse en el coro a la derecha del Obispo, considerábase él digno de respeto y aun de admiración no por estos vulgares títulos, ni por la cruz que le hacía ilustrísimo, sino por el don inapreciable de poeta bucólico y epigramático. Sus dioses eran Garcilaso y Marcial, su ilustre paisano. También estimaba mucho a Meléndez Valdés y no poco a Inarco Celenio. Había venido a Vetusta de beneficiado a los cuarenta años; treinta y seis había asistido al coro de aquella iglesia y podía tenerse por tan vetustense como el primero. Muchos no sabían que era de otra provincia. Además de la poesía tenía dos pasiones mundanas: la mujer y la escopeta. A la última había renunciado; no a la primera, que seguía adorando con el mismo pudibundo y candoroso culto de los treinta años. Ni un solo vetustense, aun contando a los librepensadores que en cierto restaurant comían de carne el Viernes Santo, ni uno solo se hubiera atrevido a dudar de la castidad casi secular de don Cayetano. No era eso. Su culto a la dama no tenía que ver nada con las exigencias del s*x*. La mujer era el sujeto poético, como él decía, pues se preciaba de hablar como los poetas de mejores siglos y al asunto solía llamarlo sujeto. Sentía desde su juventud, imperiosa necesidad de ser —48→ galante con las damas, frecuentar su trato y hacerlas objeto de madrigales tan inocentes en la intención, cuanto llenos de picardía y pimienta en el concepto. Hubo en el Cabildo épocas de negra intransigencia en que se persiguió la manía de Ripamilán como si fuera un crimen, y se habló de escándalo, y de quemar un libro de versos que publicó el Arcipreste a costa del marqués de Corujedo, gran protector de las letras. Por este tiempo fue cuando se quiso excomulgar a don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más adelante.

Pasó aquella galerna de fanatismo, y el Arcipreste, que no lo era entonces, sobrenadó con su cargamento de bucólicas inocentadas, bienquisto de todos, menos de conejos y perdices en los montes. Pero ¡cuán lejanos estaban aquellos tiempos! ¿Quién se acordaba ya de Meléndez Valdés, ni de lasÉglogas y Canciones por un Pastor de Bílbilis, o sea don Cayetano Ripamilán? El romanticismo y el liberalismo habían hecho estragos. Y había pasado el romanticismo, pero el género pastoril no había vuelto, ni los epigramas causaban efecto por maliciosos que fueran. No era don Cayetano uno de tantos canónigos laudatores temporis acti, como decía él; no alababa el tiempo pasado por sistema, pero en punto a poesía era preciso confesar que la revolución no había traído nada bueno.

-Vivimos en una sociedad hipócrita, triste y mal educada -solía él decir a los jóvenes de Vetusta, que le querían mucho-. Ustedes, por ejemplo, no saben bailar. Díganme, si no, ¿de dónde se sacan que puede ser buena crianza el coger a una señorita por la cintura y apretarla contra el pecho?

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Creía que se bailaba en los salones la polka íntima que él, años atrás, había visto bailar en Madrid, con ocasión de cierto viaje curioso.

-En mi tiempo bailábamos de otra manera.

El Arcipreste olvidaba de buena fe que él nunca había bailado más que con alguna silla. Eso sí; allá, cuando seminarista, había sido gran tañedor de flauta y bailarín sin pareja. De todas maneras, figurándose con la abundante y poética fantasía que Dios le había dado, los rigodones en que había lucido garbo y talle, solía, en petit comité -según decía- terciar el manteo, colocar la teja debajo del brazo, levantar un poco la sotana y bailar unos solos muy pespunteados y conceptuosos, llenos de piruetas, genuflexiones y hasta trenzados.

Reíanse de todo corazón los muchachos y el buen Arcipreste quedaba en sus glorias, logrando con los pies triunfos que ya su pluma no alcanzaba en los tiempos de prosa a que habíamos llegado.

Esto de los bailes solía acontecer en las tertulias a donde el setentón acudía sin falta, porque desde que los médicos le habían prohibido escribir y hasta leer de noche, no podía pasar sin la sociedad más animada y galante. El tresillo le aburría y los conciliábulos de canónigos y obispos de levita, como él decía siempre, le ponían triste. «No era liberal ni carlista. Era un sacerdote». La juventud le atraía y prefería su trato al de los más sesudos vetustenses. Los poetillas y gacetilleros de la localidad tenían en él un censor socarrón y malicioso, aunque siempre cortés y afable. Encontrábase en la calle, por ejemplo, con Trifón Cármenes, el poeta de más alientos de Vetusta, el eterno vencedor en las justas incruentas, de la gaya ciencia; le llamaba —50→ con un dedo, acercaba su corva nariz a la ancha oreja del vate y decíale:

-He visto aquello... No está mal; pero no hay que olvidar lo de versate manu. ¡Los clásicos, Trifoncillo, los clásicos sobre todo! ¿Dónde hay sencillez como aquella:


Yo he visto un pajarillo
posarse en un tomillo?



Y recitaba la tierna poesía de Villegas hasta el último verso, con lágrimas en los ojos y agua en los labios. La mayoría del cabildo absolvía de esa falta de formalidad al Arcipreste a condición de que se le tuviera por chocho.

-Y aun así y todo -decía un canónigo muy buen mozo, nuevo en Vetusta y en el oficio, pariente del ministro de Gracia y Justicia- aun así y todo no se puede llevar en calma la imprudencia con que habla de todo; suelta la sin hueso y juzga precipitadamente, y emplea vocablos y alusiones impropias de una dignidad.

A este mismo señor canónigo que embozadamente le había reprendido algunas veces por la pimienta de sus epigramas, solía taparle la boca el Arcipreste diciendo:

-Nada, nada, repito lo que mi paisano y queridísimo poeta Marcial dejó escrito para casos tales, es a saber:


Lasciva est nobis pagina, vita proba est.



Con lo cual daba a entender, y era verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte. Y no era de estos días el ser don Cayetano muy honesto en el orden aludido, —51→ sino que toda la vida había sido un boquirroto en tal materia, pero nada más que un boquirroto. Y esta era la traducción libre del verso de Marcial
 
El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano.

Glocester guiñaba un ojo al Deán y barrenaba con un dedo la frente. Quería aludir a la locura del poeta bucólico. El cual continuaba diciendo:

-No señores, no hablo a humo de Paj*s; yo sé la —54→ vida que llevaba esta señora viuda en la corte, porque era muy amiga del célebre obispo de Nauplia, a quien yo traté allí con gran intimidad. En una fonda de la calle del Arenal tuve ocasión de conocer bien a esa Obdulia, a quien antes apenas saludaba aquí, a pesar de que éramos contertulios en casa del Marqués de Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No cree en el sexto.

Hubo una carcajada general. Sólo el Provisor se contentó con sonreír, inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de Dios el escándalo de los oídos. El Arcediano rio sin ganas.

La historia de Obdulia Fandiño profanó el recinto de la sacristía, como poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus perfumes.

El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera hecho Marcial, salvo el latín.

-Señores, a mí me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos que luce en el Espolón esa señora...

-Son bien escandalosos... -dijo el Deán.

-Pero muy ricos -observó el pariente del ministro.

-Y muchos; nunca lleva el mismo; cada día un perifollo nuevo -añadió el Arcediano-; yo no sé de dónde los saca, porque ella no es rica; a pesar de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene más que una renta miserable y una viudedad irrisoria...

-Pues a eso voy -interrumpió triunfante don Cayetano-. Me ha dicho el chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la célebre querida del célebre...

-Sí ¿qué?

-Que le servía de trotaconventos, digámoslo así. Es —55→ decir, no tanto: pero vamos, que la acompañaba y... claro, la otra, agradecida... le manda ahora los vestidos que deja, y como los deja nuevos y tiene tantos y tan ricos...
 
Yo tuve que leer "La Regenta" en el bachillerato. Era muy joven y me pareció una historia extremadamente dura y para adultos. Sin embargo, considero a Ana Ozores una mujer más "real" que Emma Bovary e, incluso, Anna Karenina o Effie Briest, las otras "adúlteras" de la literatura europea del siglo XIX. Esa red de decadencia moral en que tiene que sobrevivir hace de ella una víctima. Emma Bovary es presa de sus sueños y ella misma se busca la ruina en una sociedad machista y patriarcal, Anna Karenina lo es una pasión que la encadena al miedo a envejecer y perder a su amante y Effie Briest es victima de un matrimonio concertado que le impide poder elegir a su amante sin perderlo todo.

Tanto ellas como Ana Ozores lo único que tienen en común es estar malcasadas y enfrentase a los estándares sociales para vivir como desean.

Ana Ozores, en cambio, nace como huérfana en un clima clerical, es casada con un anciano que ejerce de padre, pero ella es devota,es pura y casta y pese a ser infeliz no se plantea otro tipo de vida, y se ve rodeada de hombres que la desean sin ponérseles nada por delante. Es envidiada por las mujeres por su belleza y su posición de esposa del Regente, deseada por un sacerdote ambicioso, un don Juan de pacotilla que la seduce solo para presumir de conquista y una sociedad que la pone en la picota solo para divertirse vilipendiándola. Ella llega a creer en la pureza de las intenciones del sacerdote De Pas, al que acude al sentirse perdida tras la huida del don Juan y descubre que ese hombre que creía santo la desea carnalmente, produciendo en ella un asco que mata su inocencia herida para siempre y la avoca al vacío existencial.

Es, por tanto, un retrato psicológico mucho más profundo que los de la Bovary, la Karenina y Effie Briest. Y el realismo inmisericorde de Clarín hace que leer cómo es esa Vetusta cerrada, hipócrita, inculta y malévola sea demasiado fuerte para la sociedad actual, acostumbrada a ver la violencia física, pero no a hurgar en las entrañas de lo más oscuro y miserable de una sociedad cerrada, egoista e inmisericorde.
 
El cabildo, que fingía oír por educación, nada más, al Arcipreste, se interesaba de veras con la crónica. Ripamilán saboreaba la plática lasciva sólo por lo que tenía de gracejo. Los demás empezaron a estorbarse oyendo juntos aquellas murmuraciones. El Arcipreste clavaba los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia; parecía buscar su testimonio.

El Provisor no estaba allí más que para hablar a solas con don Cayetano. Sufría sus impertinencias con calma. Le estimaba. Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo. Otros le seguían por interés, muchos por miedo; don Cayetano, incapaz de temer a nadie, le servía y le amaba porque, según él, era el único hombre superior de la catedral. El Obispo era un bendito, Glocester un taimado con más malicia que talento; el Magistral un sabio, un literato, un orador, un hombre de gobierno, y lo que valía más que todo, en su concepto, un hombre de mundo. Cuando se le hablaba de los supuestos cohechos del Provisor, de su tiranía, de su comercio sórdido, se indignaba el anciano y negaba en redondo hasta los casos de simonía más probables. Si le traían a cuento el capítulo de las aventuras amorosas, que no pasaban de ser rumores anónimos, sin fundamento que hiciera prueba, el Arcipreste sonreía al negar, dando a entender que aquello era posible, pero importaba menos.

—56→
-La verdad es que don Fermín es muy buen mozo, y, si las beatas se enamoran de él viéndole gallardo, pulcro, elegante y hablando como un Crisóstomo en el púlpito, él no tiene la culpa ni la cosa es contraria a las sabias leyes naturales.

El Magistral sabía todo lo que Ripamilán pensaba de él y le consideraba el más fiel de sus parciales. Por eso le esperaba. Tenía que hacerle ciertas preguntas que, no tratándose del Arcipreste, podrían ser peligrosas. Glocester había olido algo.

-«¿Cómo no se marchaba el Magistral? ¿Cómo sufría aquella jaqueca? No, pues él tampoco dejaba el puesto». Era el de Mourelo el más cordial enemigo que tenía el Provisor. Precisamente el trabajo de maquiavelismo más refinado del Arcediano consistía en mantener en la apariencia buenas relaciones con «el déspota», pasar como partidario suyo y minarle el terreno, prepararle una caída que ni la de don Rodrigo Calderón. Vastísimos eran los planes de Glocester, llenos de vueltas y revueltas, emboscadas y laberintos, trampas y petardos y hasta máquinas infernales. Don Custodio el beneficiado era su lugarteniente. Este le había dado aquella tarde la noticia de que la Regenta estaba en la capilla del Magistral esperándole para confesar. Novedad estupenda. La Regenta, muy principal señora, era esposa de don Víctor Quintanar, Regente en varias Audiencias, últimamente en la de Vetusta, donde se jubiló con el pretexto de evitar murmuraciones acerca de ciertas dudosas incompatibilidades; pero en realidad porque estaba cansado y podía vivir holgadamente saliendo del servicio activo. A su mujer se la siguió llamando la Regenta. El sucesor de Quintanar era soltero y no hubo conflicto; pasó un año, vino otro regente con —57→ señora y aquí fue ella. La Regenta en Vetusta era ya para siempre la de Quintanar de la ilustre familia vetustense de los Ozores. En cuanto a la advenediza tuvo que perdonar y contentarse con ser: la otra Regenta. Además, el conflicto duraría poco; ya empezaba a usarse el nombre de «Presidente» y pronto habría nombre distinto para cada cual. Entretanto la Regenta era la de Ozores. La cual siempre había sido hija de confesión de don Cayetano, pero este, que de algunos años a esta parte sólo confesaba a algunas pocas personas, señoras casi todas, de alta categoría, escogidísimos amigos y amigas, al cabo se había cansado también de esta leve carga, pesada para sus años; y resuelto a retirarse por completo del confesonario, había suplicado a sus hijas de confesión que le librasen de este trabajo y hasta señalado sucesor en tan grave e interesante ministerio; sucesor diferente según las personas. Esta especie de herencia, o mejor, sucesión inter vivos, era muy codiciada en el cabildo y por todos los dependientes del clero catedral. Antes de la reacción religiosa que en Vetusta, como en toda España, habían producido los excesos de los libre-pensadores improvisados en tabernas, cafés y congresos, era el Arcipreste el confesor de la nata de la Encimada, porque tenía la manga ancha en ciertas materias; pero ya la moda había cambiado, se hilaba más delgado en asuntos pecaminosos y el Magistral que se iba con pies de plomo era preferido. Sin embargo, unas por costumbre, otras por no dar un desaire a don Cayetano, y algunas por seguir contentas con aquel sistema de la manga ancha, algunas damas continuaban asistiendo al tribunal del latitudinario, hasta que él mismo se cansó y con buenos modos empezó a sacudirse las moscas.

—58→
Don Custodio, joven ardentísimo en sus deseos, creía demasiado en los milagros de fortuna que hace la confesión auricular y atribuía a ellos sin razón los progresos del Magistral; por esto acechaba la sucesión del Arcipreste con más avaricia que todos, con pasión imprudente. Había averiguado que doña Olvido, la orgullosa hija única de Páez, uno de los más ricos americanos de La Colonia había pasado, tiempo atrás, del confesonario de Ripamilán al de don Fermín. Esto era ya una gollería. Pero ¡oh escándalo! ahora (don Custodio lo había averiguado escuchando detrás de una puerta), ahora el chocho del poeta bucólico dejaba al Magistral la más apetecible de sus joyas penitenciarias, como lo era sin duda la digna y virtuosa y hermosísima esposa de don Víctor Quintanar. ¡Y don Custodio sentía la alegórica baba de la envidia manar de sus labios! Después de haber tropezado en el trasaltar con el Provisor, se había dirigido hacia el trascoro, y dentro de la capilla del otro, había visto, mirando de soslayo, dos señoras; nuevas sin duda, pues no sabían que aquella tarde no se sentaba don Fermín. Había vuelto a pasar, había mirado mejor y con disimulo, y pudo conocer, a pesar de las sombras de la capilla, que una de aquellas damas era la Regenta en persona.

Entró en el coro, y se lo dijo a Glocester. El Arcediano aspiraba a esta sucesión particular; creía pertenecerle por razón de su dignidad el honor de confesar a doña Ana Ozores. «Con el Obispo no había que contar; el Deán era un viejo que no hacía más que comer y temblar; en una procesión de desagravios cuatro borrachos le habían dado un susto, del que sólo se repuso su estómago; digería muy bien, pero no discurría; no pensaba más que lo suficiente para seguir vegetando —59→ y asistiendo al coro; tampoco había que contar con él. El Arcipreste renunciaba a la Regenta, ¿pues qué dignidad seguía? la suya; la jerarquía indicaba al Arcediano. Se trataba, pues, de un atropello, de una injusticia que clamaba al cielo, y no podía clamar al Obispo, porque este era esclavo de don Fermín». Esta opinión de Glocester la aprobaba don Custodio; no tenía el beneficiado la pretensión excesiva de coger para sí tan buen bocado, pero quería que a lo menos no se lo comiera su enemigo. Adulaba a Glocester y le animaba a luchar por la justa causa de sus derechos. Glocester, halagado, y con color de remolacha, dijo al oído del confidente:

-¿Será libre elección de esa señora? -Y separándose un poco, para ver el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de los labios.

-Puede ser -contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse por enterado de la intención del otro.

Mientras el Arcipreste profanaba los cuatro lados de la cruz latina, que era sacristía, con el relato mundano de la vida y milagros de Obdulia Fandiño, Glocester, sonriendo, pensaba en los motivos que podía tener el Magistral para oír a don Cayetano, en vez de correr al confesonario al pie del cual le esperaba la más codiciada penitente de Vetusta la noble.

Se juraba a sí mismo el Maquiavelo del cabildo no abandonar el puesto sin saber a qué atenerse.

El Magistral había resuelto no entrar aquel día en la capilla que llamaban suya. Confesar aquella tarde —60→ hubiera sido una excepción, motivo para dar que decir. ¿Estarían allí todavía aquellas señoras? Al bajar de la torre y pasar por el trascoro las había visto, las había conocido, eran la Regenta y Visitación; estaba seguro. ¿Cómo habían venido sin avisar? Don Cayetano debía de saberlo. Cuando una señora de las principales, como era la Regenta, quería hacerse hija de confesión del Magistral, le avisaba en tiempo oportuno, le pedía hora. Las personas desconocidas, las mujeres de pueblo no se atrevían a tanto, y las pocas de esta clase que confesaban con él acudían en montón a la capilla obscura cuyos secretos envidiaba don Custodio; allí esperaban el turno de las penitentes anónimas. Estas humildes devotas ya sabían cuáles eran los días de descanso para el Magistral. Aquel era uno y por eso la capilla estuvo desierta hasta que llegaron las dos señoras. Visitación se confesaba cada dos o tres meses, no conocía a punto fijo los días fastos y nefastos, ignoraba cuándo se sentaba el Provisor y cuándo no. La Regenta venía por primera vez, «¿por qué no le había avisado? El suceso era bastante solemne y había de sonar lo suficiente para merecer preliminares más ceremoniosos. ¿Era orgullo? ¿Era que aquella señora pensaba que él había de beber los vientos para averiguar cuándo vendría a favorecerle con su visita?... ¿Era humildad? ¿Era que con una delicadeza y un buen gusto cristiano y no común en las damas de Vetusta, quería confundirse con la plebe, confesar de incógnito, ser una de tantas?». Esta hipótesis le halagaba mucho al Magistral. Le parecía un rasgo poético y sinceramente religioso. «Estaba cansado de Obdulias y Visitaciones. El poco seso de estas, y otras damas, les hacía ser irreverentes, groseras, sí, groseras, con el sacramento —61→ y en general con todo el culto. Se tomaban confianzas que eran profanaciones; adquirían pronto una familiaridad importuna que daba ocasión a las calumnias de los necios y de los mal intencionados»
 
«No era él un don Custodio, ignorante de lo que es el mundo, lleno de ensueños, ambicioso de cierto oropel eclesiástico, que tal vez se gana en el confesonario, para que le halagasen todavía revelaciones imprudentes, que sólo servían para inundarle el alma de hastío. Esperaba algo nuevo, algo más delicado, algo selecto». Sabía, por rumores, que el Arcipreste había aconsejado a la Regenta que acudiese a la capilla del Magistral, puesto que él se retiraba del confesonario. Pero don Cayetano nada le había dicho. Además, como en materia de confesión los buenos clérigos son muy reservados, Ripamilán, que sabía tratar en serio los asuntos serios, nunca había hablado al Magistral de lo que podía ser la Regenta, juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De Pas saber algo. Pero Glocester no se marchaba. Ya no se hablaba de Obdulia, ni de su prima la de Madrid, su modelo; se hablaba del tiempo; y Glocester no se movía. Se habían ido despidiendo todos los señores canónigos; quedaban los tres y el Palomo, que abría y cerraba cajones con estrépito y murmuraba; maldiciones sin duda.

por la puerta del claustro, abierta al extremo Norte del crucero; por allí llegaba antes a su casa: pero esta vez quiso salir por la puerta de la torre, porque así pasaba junto a la capilla del Magistral. Miró; no había nadie. Entonces se detuvo, volvió a mirar con ahínco, dio un paso dentro de la capilla; no había nadie; estaba seguro. «¡Luego aquellas señoras se habían ido sin confesión; luego el Magistral se permitía el lujo de desairar nada menos que a la Regenta!». El Arcediano vio un mundo de intrigas que podían fundarse en este descuido del Provisor. Tomó agua bendita en una pila grande de mármol negro, y mientras se santiguaba, inclinándose frente al altar del trascoro, decía para sí:

-Este será el talón de Aquiles. Ese desaire te costará caro. Lo explotaré.

Y salió de la catedral haciendo cálculos por los dedos, que se le antojaban cábalas, asechanzas, espionaje, intrigas y hasta postigos secretos y escaleras subterráneas.

—63→
 
El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer.

saborear a solas las emociones de aquella tarde.

«Amaba y creía ser amado».



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Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo. El Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con la Regenta facilitó la entrevista.

Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.

con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.

Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.

-«¡Confesión general!» -estaba pensando-. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.

Se acordó de que no había conocido a su madre. —76→ Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.

«Ni madre ni hijos»
 
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