Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.
De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.
Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.
En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.
No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había —119→ leído, pero en sus disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos, porque contaba con la ignorancia del concurso.
El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.
Y muerto de risa decía:
-Pero hombre, buena Batrania te dé Dios; ¿dónde ha leído eso el señor Ozores?
«El capellán no era un San Agustín -pensaba Anita-; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.
-Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.
«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».
Después, buscando en la biblioteca, halló el Genio del Cristianismo, que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y con ella el albedrío.
-«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo». -Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes.
—120→
De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.
Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.
En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.
No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había —119→ leído, pero en sus disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos, porque contaba con la ignorancia del concurso.
El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.
Y muerto de risa decía:
-Pero hombre, buena Batrania te dé Dios; ¿dónde ha leído eso el señor Ozores?
«El capellán no era un San Agustín -pensaba Anita-; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.
-Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.
«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».
Después, buscando en la biblioteca, halló el Genio del Cristianismo, que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y con ella el albedrío.
-«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo». -Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes.
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