La Regenta, de <<Clarín>>. Pinceladas.

Registrado
3 Jun 2017
Mensajes
53.692
Calificaciones
157.982
Ubicación
España
La Regenta
Leopoldo Alas «Clarín»



Selección de imágenes de Arturo Ramoneda aparecidas en la edición especial
Biblioteca 30 aniversario de Alianza Editorial en 1996




—V→
Prólogo

Creo que fue Wieland quien dijo que los pensamientos de los hombres valen más que sus acciones, y las buenas novelas más que el género humano. Podrá esto no ser verdad; pero es hermoso y consolador. Ciertamente, parece que nos ennoblecemos trasladándonos de este mundo al otro, de la realidad en que somos tan malos a la ficción en que valemos más que aquí, y véase por qué, cuando un cristiano el hábito de pasar fácilmente a mejor vida, inventando personas y tejiendo sucesos a imagen de los de por acá, le cuesta no poco trabajo volver a este mundo. También digo que si grata es la tarea de fabricar género humano recreándonos en ver cuánto superan las ideales figurillas, por toscas que sean, a las vivas figuronas que a nuestro lado bullen, el regocijo es más intenso cuando visitamos los talleres ajenos, pues el andar siempre en los propios trae un desasosiego que amengua los placeres de lo que llamaremos creación, por no tener mejor nombre que darle.

—VI→
Esto que digo de visitar talleres ajenos no significa precisamente una labor crítica, que si así fuera yo aborrecía tales visitas en vez de amarlas; es recrearse en las obras ajenas sabiendo cómo se hacen o cómo se intenta su ejecución; es buscar y sorprender las dificultades vencidas, los aciertos fáciles o alcanzados con poderoso esfuerzo; es buscar y satisfacer uno de los pocos placeres que hay en la vida, la admiración, a más de placer, necesidad imperiosa en toda profesión u oficio, pues el admirar entendiendo que es la respiración del arte, y el que no admira corre el peligro de morir de asfixia.

El estado presente de nuestra cultura, incierto y un tanto enfermizo, con desalientos y suspicacias de enfermo de aprensión, nos impone la crítica afirmativa, consistente en hablar de lo creemos bueno, guardándonos el juicio desfavorable de los errores, desaciertos y tonterías. Se ha ejercido tanto la crítica negativa en todos los órdenes, que por ella quizás hemos llegado a la insana costumbre de creernos un pueblo de estériles, absolutamente inepto para todo. Tanta crítica pesimista, tan porfiado regateo, y en muchos casos negación de las cualidades de nuestros contemporáneos, nos han traído a un estado de temblor y ansiedad continuos; nadie se atreve a dar un paso, por miedo de caerse. Pensamos demasiado en nuestra debilidad y acabamos por padecerla; creemos que se nos va la cabeza, que nos duele el corazón y que se nos vicia la sangre, y de tanto decirlo y pensarlo nos vemos agobiados de crueles sufrimientos. Para convencernos de que son ilusorios, no sería malo suspender la crítica negativa, dedicándonos todos, aunque ello parezca extraño, a infundir ánimos al enfermo, diciéndole: «Tu debilidad no es más que pereza, y tu anemia proviene del sedentarismo. Levántate —VII→ y anda, tu naturaleza es fuerte: el miedo la engaña, sugiriéndole la desconfianza de sí misma, la idea errónea de que para nada sirves ya, y de que vives muriendo». Convendría, pues, que los censores disciplentes se callarán por algún tiempo, dejando que alzasen la voz los que repartan el oxígeno, la alegría, la admiración, los que alientan todo esfuerzo útil, toda iniciativa fecunda, toda idea feliz, todo acierto artístico, o de cualquier orden que sea.

Estas apreciaciones de carácter general, sugeridas por una situación especialísima de la raza española, las aplico a las cosas literarias, pues en este terreno estamos más necesitados que en otro alguno de prevenirnos contra la terrible epidemia. Por mi parte, declaro que muchas veces no he cogido el aparato de aereación (a que impropiamente hemos venido dando el nombre de incensario) por tener las manos aferradas al telar con mayor esclavitud de la que yo quisiera. Pero a la primera ocasión de descanso, que felizmente coincide con una dichosa oportunidad, la publicación de este libro, salgo con mis alabanzas, gozoso de dárselas a un autor y a una obra que siempre fueron de los más señalados en mis preferencias. Así, cuando el editor de La Regenta me propuso escribir este prólogo, no esperé a que me lo dijera dos veces, creyéndome muy honrado con tal encomienda, pues no habiendo celebrado en letras de molde la primera salida de una novela que hondamente me cautivó, creía y creo deber mío celebrarla y enaltecerla como se merece, en esta tercera salida, a la que seguirán otras, sin duda, que la lleven a los extremos de la popularidad.

Hermoso es que las obras literarias vivan, que el gusto de leerlas, la estimación de sus cualidades, y aun —VIII→ las controversias ocasionadas por su asunto, no se concreten a los días más o menos largos de su aparición. Por desgracia nuestra, para que la obra poética o narrativa alcance una longevidad siquiera decorosa no basta que en sí tenga condiciones de salud y robustez; se necesita que a su buena complexión se una la perseverancia de autores o editores para no dejarla languidecer en obscuro rincón; que estos la saquen, la ventilen, la presenten, arriesgándose a luchar en cada nueva salida con la indiferencia de un público, no tan malo por escaso como por distraído. El público responde siempre, y cuando se le sale al encuentro con la paciencia y tranquilidad necesarias para esperar a las muchedumbres, estas llegan, pasan y recogen lo que se les da. No serían tan penosos los plantones aguardando el paso del público, si la Prensa diera calor y verdadera vitalidad circulante a las cosas literarias, en vez de limitarse a conceder a las obras un aprecio compasivo, y a prodigar sin ton ni son a los autores adjetivos de estampilla. Sin duda corresponde al presente estado social y político la culpa de que nuestra Prensa sea como es, y de que no pueda ser de otro modo mientras nuevos tiempos y estados mejores no le infundan la devoción del Arte. Debemos, pues, resignarnos al plantón, sentarnos todos en la parte del camino que nos parezca menos incómoda, para esperar a que pase la Prensa, despertadora de las muchedumbres en materias de arte; que al fin ella pasará; no dudemos que pasará: todo es cuestión de paciencia. En los tiempos que corren, esa preciosa virtud hace falta para muchas cosas de la vida artística; sin ella la obra literaria corre peligro de no nacer, o de arrastrar vida miserable después de un penoso nacimiento. Seamos pues pacientes, sufridos, tenaces en la esperanza, —IX→ benévolos con nuestro tiempo y con la sociedad en que vivimos, persuadidos de que uno y otra no son tan malos como vulgarmente se cree y se dice, y de que no mejorarán por virtud de nuestras declamaciones, sino por inesperados impulsos que nazcan de su propio seno. Y como esto del público y sus perezas o estímulos, aunque pertinente al asunto de este prólogo, no es la principal materia de él, basta con lo dicho, y entremos en La Regenta, donde hay mucho que admirar, encanto de la imaginación por una parte, por otra recreo del pensamiento.

Escribió Alas su obra en tiempos no lejanos, cuando andábamos en aquella procesión del Naturalismo, marchando hacia el templo del arte con menos pompa retórica de la que antes se usaba, abandonadas las vestiduras caballerescas, y haciendo gala de la ropa usada en los actos comunes de la vida. A muchos imponía miedo el tal Naturalismo, creyéndolo portador de todas las fealdades sociales y humanas; en su mano veían un gran plumero con el cual se proponía limpiar el techo de ideales, que a los ojos de él eran como telarañas, y una escoba, con la cual había de barrer del suelo las virtudes, los sentimientos puros y el lenguaje decente. Creían que el Naturalismo substituía el Diccionario usual por otro formado con la recopilación prolija de cuanto dicen en sus momentos de furor los carreteros y verduleras, los chulos y golfos más desvergonzados. Las personas crédulas y sencillas no ganan para sustos en los días en que se hizo moda hablar de aquel sistema, como de una rara novedad y de un peligro para el arte. Luego se vio que no era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y modernos —X→ conocían ya la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a la realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares como Dios los ha hecho. Era tan sólo novedad la exaltación del principio, y un cierto desprecio de los resortes imaginativos y de la psicología espaciada y ensoñadora.

Fuera de esto el llamado Naturalismo nos era familiar a los españoles en el reino de la Novela, pues los maestros de este arte lo practicaron con toda la libertad del mundo, y de ellos tomaron enseñanza los noveladores ingleses y franceses. Nuestros contemporáneos ciertamente no lo habían olvidado cuando vieron traspasar la frontera el estandarte naturalista, que no significaba más que la repatriación de una vieja idea; en los días mismos de esta repatriación tan trompeteada, la pintura fiel de la vida era practicada en España por Pereda y otros, y lo había sido antes por los escritores de costumbres. Pero fuerza es reconocer del Naturalismo que acá volvía como una corriente circular parecida al gulf stream, traía más calor y menos delicadeza y gracia. El nuestro, la corriente inicial, encarnaba la realidad en el cuerpo y rostro de un humorismo que era quizás la forma más genial de nuestra raza. Al volver a casa la onda, venía radicalmente desfigurada: en el paso por Albión habíanle arrebatado la socarronería española, que fácilmente convirtieron en humour inglés las manos hábiles de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella característica elemental, el naturalismo cambió de fisonomía en manos francesas: lo que perdió en gracia y donosura, lo ganó en fuerza analítica y en extensión, aplicándose a estados psicológicos que no encajan fácilmente en la forma picaresca. Recibimos, pues, con mermas y adiciones (y no nos asustemos del símil —XI→ comercial) la mercancía que habíamos exportado, y casi desconocíamos la sangre nuestra y el aliento del alma española que aquel ser literario conservaba después de las alteraciones ocasionadas por sus viajes. En resumidas cuentas: Francia, con su poder incontrastable, nos imponía una reforma de nuestra propia obra, sin saber que era nuestra; aceptámosla nosotros restaurando el Naturalismo y devolviéndole lo que le habían quitado, el humorismo, y empleando este en las formas narrativa y descriptiva conforme a la tradición cervantesca.

Cierto que nuestro esfuerzo para integrar el sistema no podía tener en Francia el eco que aquí tuvo la interpretación seca y descarnada de las purezas e impurezas del natural, porque Francia poderosa impone su ley en todas las artes; nosotros no somos nada en el mundo, y las voces que aquí damos, por mucho que quieran elevarse, no salen de la estrechez de esta pobre casa. Pero al fin, consolémonos de nuestro aislamiento en el rincón occidental, reconociendo en familia que nuestro arte de la naturalidad con su feliz concierto entre lo serio y lo cómico responde mejor que el francés a la verdad humana; que las crudezas descriptivas pierden toda repugnancia bajo la máscara burlesca empleada por Quevedo, y que los profundos estudios psicológicos pueden llegar a la mayor perfección con los granos de sal española que escritores como D. Juan Valera saben poner hasta en las más hondas disertaciones sobre cosa mística y ascética.

Para corroborar lo dicho, ningún ejemplo mejor que La Regenta, muestra feliz del Naturalismo restaurado, reintegrado en la calidad y ser de su origen, empresa para Clarín muy fácil y que hubo de realizar sin sentirlo, —XII→ dejándose llevar de los impulsos primordiales de su grande ingenio. Influido intensamente por la irresistible fuerza de opinión literaria en favor de la sinceridad narrativa y descriptiva, admitió estas ideas con entusiasmo y las expuso disueltas en la inagotable vena de su graciosa picardía. Picaresca es en cierto modo La Regenta, lo que no excluye de ella la seriedad, en el fondo y en la forma, ni la descripción acertada de los más graves estados del alma humana. Y al propio tiempo, ¡qué feliz aleación de las bromas y las veras, fundidas juntas en el crisol de una lengua que no tiene semejante en la expresión equívoca ni en la gravedad socarrona! Hermosa es la verdad siempre; pero en el arte seduce y enamora más cuando entre sus distintas vestiduras poéticas escoge y usa con desenfado la de la gracia, que es sin duda la que mejor cortan españolas tijeras, la que tiene por riquísima tela nuestra lengua incomparable, y por costura y acomodamiento la prosa de los maestros del siglo de oro. Y de la enormísima cantidad de sal que Clarín ha derramado en las páginas de La Regenta da fe la tenacidad con que a ellas se agarran los lectores, sin cansancio en el largo camino desde el primero al último capítulo. De mí sé decir que pocas obras he leído en que el interés profundo, la verdad de los caracteres y la viveza del lenguaje me hayan hecho olvidar tanto como en esta las dimensiones, terminando la lectura con el desconsuelo de no tener por delante otra derivación de los mismos sucesos y nueva salida o reencarnación de los propios personajes.

Desarróllase la acción de La Regenta en la ciudad que bien podríamos llamar patria de su autor, aunque no nació en ella, pues en Vetusta tieneClarín sus raíces atávicas y en Vetusta moran todos sus afectos, así —XIII→ los que están sepultados como los que risueños y alegres viven, brindando esperanzas; en Vetusta ha transcurrido la mayor parte de su existencia; allí se inició su vocación literaria; en aquella soledad melancólica y apacible aprendió lo mucho que sabe en cosas literarias y filosóficas: allí estuvieron sus maestros, allí están sus discípulos. Más que ciudad, es para élVetusta una casa con calles, y el vecindario de la capital asturiana una grande y pintoresca familia de clases diferentes, de varios tipos sociales compuesta. ¡Si conocerá bien el pueblo! No pintaría mejor su prisión un artista encarcelado durante los años en que las impresiones son más vivas, ni un sedentario la estancia en que ha encerrado su persona y sus ideas en los años maduros. Calles y personas, rincones de la Catedral y del Casino, ambiente de pasiones o chismes, figures graves o ridículas pasan de la realidad a las manos del arte, y con exactitud pasmosa se reproducen en la mente del lector, que acaba por creerse vetustense, y ve proyectada su sombra sobre las piedras musgosas, entre las sombras de los transeúntes que andan por la Encimada, o al pie de la gallardísima torre de la Iglesia Mayor.

Comienza Clarín su obra con un cuadro de vida clerical, prodigio de verdad y gracia, sólo comparable a otro cuadro de vida de casino provinciano que más adelante se encuentra. Olor eclesiástico de viejos recintos sahumados por el incienso, cuchicheos de beatas, visos negros de sotanas raídas o elegantes, que de todo hay allí, llenan estas admirables páginas, en las cuales el narrador hace gala de una observación profunda y de los atrevimientos más felices. En medio del grupo presenta Clarín la figura culminante de su obra: el Magistral —XIV→ don Fermín de Pas, personalidad grande y compleja, tan humana por el lado de sus méritos físicos, como por el de sus flaquezas morales, que no son flojas, bloque arrancado de la realidad. De la misma cantera proceden el derrengado y malicioso Arcediano, a quien por mal nombre llaman Glocester, el Arcipreste don Cayetano Ripamilán, el beneficiado D. Custodio, y el propio Obispo de la diócesis, orador ardiente y asceta. Pronto vemos aparecer la donosa figura de D. Saturnino Bermúdez, al modo de transición zoológica (con perdón) entre el reino clerical y el laico, ser híbrido, cuya levita parece sotana, y cuya timidez embarazosa parece inocencia: tras él vienen las mundanas, descollando entre ellas la estampa primorosa de Obdulia Fandiño, tipo feliz de la beatería bullanguera, que acude a las iglesias con chillonas elegancias, descotada hasta en sus devociones, perturbadora del personal religioso. La vida de provincias, ofreciendo al coquetismo un campo muy restringido, permite que estas diablesas entretengan su liviandad y desplieguen sus dotes de seducción en el terreno eclesiástico, toleradas por el clero, que a toda costa quiere atraer gente, venga de donde viniere, y congregarla y nutrir bien los batallones, aunque sea forzoso admitir en ellos para hacer bulto lo peor de cada casa.

Por fin vemos a doña Ana Ozores, que da nombre a la novela, como esposa del ex-regente de la Audiencia D. Víctor Quintanar. Es dama de alto linaje, hermosa, de estas que llamamos distinguidas, nerviosilla, soñadora, con aspiraciones a un vago ideal afectivo, que no ha realizado en los años críticos. Su esposo le dobla la edad: no tienen hijos, y con esto se completa la pintura, en la cual pone Clarín todo su arte, su —XV→ observación más perspicaz y su conocimiento de los escondrijos y revueltas del alma humana. Doña Ana Ozores tiene horror al vacío, cosa muy lógica, pues en cada ser se cumplen las eternas leyes de Naturaleza, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal. Engañada por la idealidad mística que no acierta a encerrar en sus verdaderos términos, es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida, y se ve envuelta en horrorosa catástrofe... Pero no intentaré describir en pocas palabras la sutil psicología de esta señora, tan interesante como desgraciada. En ella se personifican los desvaríos a que conduce el aburrimiento de la vida en una sociedad que no ha sabido vigorizar el espíritu de la mujer por medio de una educación fuerte, y la deja entregada a la ensoñación pietista, tan diferente de la verdadera piedad, y a los riesgos del frívolo trato elegante, en el cual los hombres, llenos de vicios, e incapaces de la vida seria y eficaz, estiman en las mujeres el formulismo religioso como un medio seguro de reblandecer sus voluntades... Los que leyeron La Regenta cuando se publicó, léanla de nuevo ahora; los que la desconocen, hagan con ella conocimiento, y unos y otros verán que nunca ha tenido este libro atmósfera de oportunidad como la que al presente le da nuestro estado social, repetición de las luchas de antaño, traídas del campo de las creencias vigorosas al de las conciencias desmayadas y de las intenciones escondidas.

No referiré el asunto de la obra capital de Leopoldo Alas: el lector verá cómo se desarrolla el proceso psicológico —XVI→ y por qué caminos corre a su desenlace el problema de doña Ana de Ozores, el cual no es otro que discernir si debe perderse por lo clerical o por lo laico. El modo y estilo de esta perdición constituyen la obra, de un sutil parentesco simbólico con la historia de nuestra raza. Verá también el lector que Clarín, obligado en el asunto a escoger entre dos males, se decide por el mal seglar, que siempre es menos odioso que el mal eclesiástico, pues tratándose de dar la presa a uno de los dos diablos que se la disputan, natural es que sea postergado el que se vistió de sotana para sus audaces tentaciones, ultrajando con su vestimenta el sacro dogma y la dignidad sacerdotal. Dejando, pues, el asunto a la curiosidad y al interés de los lectores, sólo mencionaré los caracteres, que son el principal mérito de la obra, y lo que le da condición de duradera. La de Ozores nos lleva como por la mano a D. Álvaro de Mesía, acabado tipo de la corrupción que llamamos de buen tono, aristócrata de raza, que sabe serlo en la capital de una región histórica, como lo sería en Madrid o en cualquier metrópoli europea; hombre que posee el arte de hacer amable su conducta viciosa y aun su tiranía caciquil. ¡Con que admirable fineza de observación ha fundido Alas en este personaje las dos naturalezas: el cotorrón guapo de buena ropa y el jefe provinciano de uno de estos partidos circunstanciales que representan la vida presente, el poder fácil, sin ningún ideal ni miras elevadas! Ambas naturalezas se compenetran, formando la aleación más eficaz y práctica para grandes masas de distinguidos, que aparentan energía social y sólo son materia inerte que no sirve para nada.

De D. Álvaro, fácil es pasar a la gran figura del Magistral —XVII→ D. Fermín de Pas, de una complexión estética formidable, pues en ella se sintetizan el poder fisiológico de un temperamento nacido para las pasiones y la dura armazón del celibato, que entre planchas de acero comprime cuerpo y alma. D. Fermín es fuerte, y al mismo tiempo meloso; la teología que atesora en su espíritu acaba por resolvérsele en reservas mundanas y en transacciones con la realidad física y social. Si no fuera un abuso el descubrir y revelar simbolismos en toda obra de arte, diría que Fermín de Pas es más que un clérigo, es el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen. Todas las divinidades formadas de tejas abajo acaban siempre por rendirse a la ley de la flaqueza, y lo único que a todos nos salva es la humildad de aspiraciones, el arte de poner límites discretos al camino de la imposible perfección, contentándonos con ser hombres en el menor grado posible de maldad, y dando por cerrado para siempre el ciclo de los santos. En medio de sus errores, Fermín de Pas despierta simpatía, como todo atleta a quien se ve luchando por sostener sobre sus espaldas un mundo de exorbitante y abrumadora pesadumbre. Hermosa es la pintura que Alas nos presenta de la juventud de su personaje, la tremenda lucha del coloso por la posición social, elegida erradamente en el terreno levítico, y con él hace gallarda pareja la vigorosa figura de su madre, modelada en arcilla grosera, con formas impresas a puñetazos. Las páginas en que esta mujer medio salvaje dirige a su cría por el camino de la posición con un cariño tan rudo como intenso y una voluntad feroz, son de las más bellas de la obra.

Completan el admirable cuadro de la humanidad vetustense —XVIII→ el D. Víctor Quintanar, cumplido caballero con vislumbres calderonianas, y su compañero de empresas cinegéticas el graciosísimo Frígilis; los marqueses de Vegallana y su hijo, tipos de encantadora verdad; las pizpiretas señoras que componen el femenil rebaño eclesiástico; los canónigos y sacristanes y el prelado mismo, apóstol ingenuo y orador fogoso. No debemos olvidar a Carraspique ni a Barinaga, ni al graciosísimo ateo, ni a la turbamulta de figuras secundarias que dan la total impresión de la vida colectiva, heterogénea, con picantes matices y espléndida variedad de acentos y fisonomías. Bien quisiera no concretar el presente artículo al examen de La Regenta, extendiéndome a expresar lo que siento sobre la obra entera de Leopoldo Alas; pero esto sería trabajo superior a mis cortas facultades de crítico, y además rebasaría la medida que se me impone para esta limitada prefación. Escribo tan sólo un juicio formado en los días de la primera salida de la hermosa novela, y lo que intenté decir entonces, tributando al compañero y amigo el debido homenaje, lo digo ahora, seguro de que en esta manifestación tardía el tiempo avalora y aquilata mi sinceridad. Pero no entraré en el estudio integral del carácter literario de Clarín, como creador de obras tan bellas en distintos órdenes del arte y como infatigable luchador en el terreno crítico. Su obra es grande y rica, y el que esto escribe no acertaría a encerrarla en una clara síntesis, por mucho empeño que en ello pusiera. Otros lo harán con el método y serenidad convenientes cuando llegue la ocasión de ofrecer al ilustre hijo de Asturias la consagración solemne, oficial en cierto modo, de su extraordinario ingenio, consagración que cuanto más tardía será más justa y necesaria. Como un Armando Palacio, está —XIX→ la literatura oficial en apremiante deuda con Leopoldo Alas. Esperando la reparación, toda España y las regiones de América que son nuestras por la lengua y la literatura, le tienen por personalidad de inmenso relieve y valía en el grupo final del siglo que se fue y de este que ahora empezamos, grupo de hombres de estudio, de hombres de paciencia y de hombres de inspiración, por el cual tiende nuestra raza a sacudir su pesimismo, diciendo: «No son los tiempos tan malos ni el terruño tan estéril como afirman los de fuera y más aún los de dentro de casa. Quizás no demos todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas, obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol».

B. Pérez Galdós

Madrid, enero de 1901
 
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, Paj*s y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar —2→ zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
 
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. -Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma —3→ gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.

los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.

-¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle —4→ apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.

-¡Qué ha de poder! -respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones-. Tú pués más que toos los delanteros, menos yo.

-Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande... Mia, chico, ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?

-¿Le conoces tú desde ahí?

-Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara.

Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y dinidad (creía que lo era el Magistral) en vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas, se daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, el de verdad, vamos don Pedro... ¡ay Dios! entonces no se hablaba más que con el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.

-Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no, ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el criao de toos los criaos.

—5→
-Eso será de boquirris -replicó Bismarck-. ¡Mia tú el Papa, que manda más que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando las moscas con un paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si sabré yo!

Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por todos los esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa en bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les llamó al orden.

-¡El Laudes! -gritó Celedonio-, toca, que avisan.

Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.

Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
 
Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos obscuros; la Paj* del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel verde —6→ esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un jirón de la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino.

Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.

Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?

-¿Será Chiripa? -preguntó Celedonio entre airado y temeroso.

-No; es un carca, ¿no oyes el manteo?

Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió escalofríos. Pensó:

«¿Vendrá a pegarnos?».

No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don Fermín era un —7→ personaje de los más empingorotados, se le figuraba Bismarck usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No discutía la legitimidad de esta prerrogativa, no hacía más que huir de los grandes de la tierra, entre los que figuraban los sacristanes y los polizontes. Se avenía a esta ley, cuyos efectos procuraba evitar. Si él hubiera sido señor, alcalde, canónigo, fontanero, guarda del Jardín Botánico, empleado en casillas, sereno, algo grande, en suma, hubiera hecho lo mismo ¡dar cada puntapié! No era más que Bismarck, un delantero, y sabía su oficio, huir de los mainates de Vetusta.

Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba, encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.

Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al señor Magistral subir a la torre antes o después de coro.

¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero callaba y sonreía complaciéndose en el pavor de su amigo.

El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión oficial. Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.

—8→
Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada, como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresión de humildad beatífica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
 
PERSONAJES DE LA REGENTA.


FUNCIÓN Y CARÁCTER DE LOS PERSONAJES PRINCIPALES.
1. Ana Ozores

Protagonista femenina de la novela, llamada La Regenta por extensión al estar casada con el que fue Regente de la Audiencia de Vetusta, don Víctor Quintanar.
Su función en la novela es clara y consiste en la oscilación de lo uno que pasa a lo otro. Se establece en este personaje la metamorfosis o transustanciación del carácter, es decir que de una posición inicial, el misticismo, pasa a la aparentemente opuesta, el erotismo. Muchos han identificado el fenómeno misticismo-erotismo extremos, como dos variante de la sensualidad extrema.
En cuanto a su carácter, Ana es una mujer que vive exaltada, presa de constantes crisis nerviosas producto de sus recuerdos. La añoranza de la madre y los intentos por suplir su ausencia, la malicia y malos tratos del aya y su amante, la ausencia del padre, la soledad, la educación despótica a la que estuvo sometida; además de las respuestas que Ana elabora frente a las dificultades que le pone la vida lo que conforman los factores sociales deterministas que configuran su carácter vehemente.
Se entrega a las lecturas de las Confesiones de San Agustín, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Chateaubriand y otros textos religiosos que enriquecen su visión del mundo y la incitan a escribir, pero su inquietud literaria, se ve frustrada por los convencionalismos ortodoxos del medio social que veía mal que una mujer fuera literata. A Ana, no le importó, pues escribió creaciones literarias místico religiosas para recompensar su alma solitaria y ávida de riqueza espiritual.
Siente frustración respecto de la maternidad, vive en la reclusión de la castidad: ya que su marido, no logra verla como mujer, sino como a una hija. También su extrema belleza y juventud le hacía sentirse inseguro sexualmente, generándole un estado particular de impotencia con ella. Trauma este, que nunca logró trascender, y que, sin embargo, le permitía a su marido realizarse sexualmente con otra mujer de su entorno.
Ana busca en la religión un medio de purificación espiritual y de sublimizar sus necesidades sexuales y reproductivas. Es objeto de la pasión profanadora del Magistral don Fermín De Pas y del asedio de un don Juan, don Álvaro Mesía.
El ambiente de Vetusta, el aburrimiento, la presión del medio, la capacidad de seducción de Mesía, la imaginación exaltada, la desatención y el paternalismo del marido son los factores que inducen a Ana Ozores a cometer adulterio.

2. Fermín de Pas
Magistral de la Catedral y Provisor en la Diócesis de Vetusta. Su función es dual y cambiante, en una dirección pasa de confesor a enamorado y en la otra de hermano del alma a marido verdadero y cuidadoso.
Hombre ambicioso con ansias de poder, manipulado y dominado por las ambiciones de su madre. Permanece indeciso entre sus funciones religiosas y sus ambiciones humanas y carnales. Se siente frustrado por tener una carrera inapropiada para su temperamento, ya que su condición de clérigo le impide satisfacer sus deseos amorosos y, además, la sotana lo humillaba porque ponía en entredicho su hombría. Vive en una lucha espiritual-física por el frustrado amor que siente por Ana; a cambio del cual, sacia sus deseos carnales con las criadas.
Es celoso, egoísta, cruel, vengativo y perverso. Su alma se ve poseída por el odio al enterarse que la Regenta, “su” hermana del alma, su mujer, su esposa como él la consideraba lo había engañado y se considera deshonrado.

3. Víctor Quintanar
Ex-regente de la Audiencia de Vetusta. Esposo de Ana Ozores llamada la Regentacomo consecuencia del cargo que tuvo su marido.
Su papel es de ingenuo, confiado, de estúpido que vive sumido en un limbo sin presentir nada de lo que ocurre a su alrededor.
Hombre simpático, agradable, divertido, bonachón, afectuoso, distraído y sin voluntad propia. No supo representar su papel de marido, y estaba poco interesado en su relación conyugal, se preocupaba más por el teatro y la caza que de su esposa, a quien veía con ojos de padre.
Vive en carne propia la deshonra que se representa en una obra de teatro clásico, en donde tiene el protagonista tiene que vengar y limpiar su honor. Al ser víctima de la infidelidad de su esposa con aquél que creyó su amigo sentía la deshonra como la siente un padre ofendido, quería castigar, vengarse, pero no matar y al no matar, quedo indefenso y murió.

4. Álvaro Mesía
Presidente del Casino de Vetusta y Jefe del Partido Liberal Dinástico. Su papel es de don Juan degradado y mediocre, no se puede comparar con el don Juan de Zorrilla quien desdeña la opinión de quienes dan fe de su perversidad de seductor mediante el engaño y la trampa, no le importa lo que los demás piensen de él. Disfruta sus triunfos conocidos, admirados y envidiados por los otros, es de un tipo pomposo. Un personaje abiertamente sacrílego. A don Álvaro Mesía. en cambio, le importa su fama y la opinión de los demás. Más que la perversión, lo movía la vanidad, la única característica que tiene en común con don Juan es la seducción y su atractivo físico.
Tenorio provinciano, narcisista, engreído, elegante y con gracia, se vestía en París, donde se daba baños de cultura para deslumbrar a las vetustenses y conquistar a incautas.
Libertino sensual y erótico, se creía una máquina eléctrica del amor. Tan pusilánime era que hizo sus maletas aprisa cuando Frígilis le insinuó que se fuera pues Quintanar ya lo había descubierto. Pálido, desencajado, sudando de angustia ante el peligro se presentó al duelo con el anciano. Después ya no hubo reparo a su desenfrenada huida.

DESCRIPCIÓN Y CARACTERIZACIÓN DE LOS PERSONAJES SECUNDARIOS.
1. Petra

Doncella de Ana Ozores cuenta con veinticinco años, su piel es blanca y rubio azafranado su pelo. Su hermosura excita deseos pero no simpatías. Había servido a muchas casas principales. Era solícita y discreta y fingía humildad. Por la vida de esta rubia lúbrica y coqueta pasaron los tres hombres de la vida de la Regenta. Mujer hipócrita le resulta antipática al ama.
Se las arregló para engañar al amante libertino, al inocente marido, al clérigo enfurecido por los celos y a la esposa adúltera; a todos los tenía en sus uñas, se vengó de ellos pero antes buscó su provecho. Todo lo tenía bien calculado, así que su astucia y habilidad le fueron de gran utilidad para suceder a Teresina, amiga de ella y criada de don Fermín.

2. Tomás Crespo
Era un señor ni alto ni bajo, cuadrado, vestía cazadora de paño pardo, iba tocado con una gorra negra con orejeras y por único abrigo exhibía una inmensa bufanda a cuadros que le daba diez vueltas al cuello. Tenía el cabello espeso de color montaraz y los ojos grises.
Era conocido por el apodo de Frígilis por su noble manía de perdonarlo todo. Amigo fiel y acompañante sempiterno de don Víctor Quintanar en sus expediciones cinegéticas. Estrafalario en sus experimentos botánicos y zoológicos, personaje darwinista representa o simboliza una especie de voz pura de la naturaleza, semejaba el símbolo de la salud.
El bobo, tonto, el chiflado, el ido, el mal educado, el panteísta como muchos le decían sabía querer y hacerse querer sin mucha palabrería ni ruidos. Posee una ingenuidad pura.
Frígilis es el único que no juzga a la Regenta en su caída, más bien se apiada de ella y se convierte en su más fiel y casi único amigo, la cuida en su agonizante gravedad, la acompaña siempre e incluso se instala en su casa sin ella saberlo para no dejarla sola, fue quien le evitó la pobreza, para lo cual tuvo que falsificar la firma de ella que se negaba a reclamar la pensión de viudez. Encontramos en este personaje a un verdadero ejemplo de bondad, solidaridad y amistad.

3. Paula Raíces
Madre de don Fermín De Pas. Tenía setenta años que parecían poco más de cincuenta, era una mujer tan alta casi como el Magistral, la frente era estrecha y huesuda pálida, como todo el rostro, los ojos de un azul muy claro, vestía hábito negro, solía fumar delante de la familia y de algunos amigos íntimos.
Calculadora y fría, su rasgo sobresaliente es la codicia. Es la típica madre que lo da todo por el bienestar de su hijo, que es su inversión y seguridad. Provee al hijo de doncellas jóvenes y placenteras para que lo complazcan cuando se sienta inclinado a los placeres carnales. Esto le da a la madre más control sobre él, lo que es su verdadera finalidad en la vida.
Luchadora, perseverante con una voluntad de acero, quiso apartar a su hijo de la Regenta para evitarle una caída estrepitosa. Estaba llena de irritación contra la Regenta a la que imagina barragana de su hijo. Siente celos de una mujer que puede hacerle perder el control sobre el hijo y a la vez sobre sus negocios.
Su orgullo de madre daba brincos de cólera al saber que la Regenta había despreciado y engañado a su hijo con el mustio de don Álvaro. Sufría en carne propia lo que estaba sufriendo su hijo con aquella traición. Para ella, su hijo era lo mejor del mundo y era pecado enamorarse de él por su condición de clérigo; pero mayor pecado era engañarle y clavarle espinas en el alma como lo había hecho la Regenta.

4. Visitación
Alta, rubia, graciosa, vestía trajes de percal fantásticos y baratos. Es conocida como Visita la del Banco por estar casada con el Señor Cuervo el empleado del banco. Hace honor a su nombre ya que ni tan siquiera en los peores días de lluvia, renuncia a callejear e ir de casa en casa para buscar chismes y hurtar golosinas y otras cosas para nivelar el presupuesto de su hogar.
Alegre, le gusta pasear por la Calle del Comercio y coquetear con los dependientes de las tiendas.
Desea ver caída moralmente a la Regenta como a ella; estaba obsesionada en ver a Ana seducida por Mesía, el mismo hombre que la había perdido a ella, y de ahí su intención en favorecer los planes del que fue su amante.

5. Obdulia Fandiño
Viuda, rubia, escandalosa y llamativa en el vestir. Muy bien relacionada en la alta sociedad vetustense. Es perseguida amorosamente por Saturnino Bermúdez.
Envidiosa, chismosa, coqueta, le gusta estar en todas partes y trajinar en las cocinas con Visitación. Se dice que fue una de las amantes de Mesía.

6. Teresina
Criada de doña Paula y de don Fermín. Joven de veinte años, alta, delgada, pálida pero de formas suficientemente rellenas para los contornos que necesita la hermosura femenina. Lleva hábito negro de Los Dolores, se ve siempre cargada de erotismo frente a De Pas. Es alegre, activa y solícita; llena el hogar de sus amos con cantares religiosos a los que da sin saber cómo, sentido profano. Duerme cerca de la alcoba de don Fermín, con el que tiene trato amoroso. Se hace muy amiga de Petra. Doña Paula la va a convertir en una señorona, al procurarle un buen casamiento.

7. Fortunato Camoirán
Obispo de Vetusta. Cuenta con cincuenta años y tiene la cabeza llena de canas. Era un santo alegre que no podía ver una irreverencia sin ver, incluso en ellas, el amor y admirar una obra de Dios. Está dominado por doña Paula madre de don Fermín, dado que ella era su ama de llaves cuando él era un canónigo en Astorga. Sus cuatro grandes cuidados son el culto de la Virgen, los pobres, el púlpito y el confesionario. Todo su dinero se le va en limosnas. Viste y calza pobremente lo cual suscita los reproches de don Fermín. Fue predicador muy admirado en Vetusta hasta que se vio desplazado por el Magistral que lo tenía en un puño.

8. Don Custodio
Beneficiado de la Catedral. Es hombre “gruesecillo y adamado”, obeso y afeminado, de apariencia general feminoide. Figurará entre los más feroces enemigos de don Fermín, encargado de propagar habladurías sobre las relaciones entre éste y la Regenta.

9. Restituto Mourelo
Arcediano de la Catedral de Vetusta, llamado Glocester. Muy joven y jorobado del hombro derecho. Es astuto, solapado, intrigante y envidioso. Es constante su hostilidad por De Pas, es uno de sus más asiduos enemigos. Es un permanente y negativo crítico de los sermones del Obispo Camoirán.

10. Cayetano Ripamilán
Arcipreste de la Catedral vetustense, presentado como un viejecito de setenta años, vivaracho, alegre, flaco, seco, con cierto “aire de pájaro, anguloso y puntiagudo”. Tiene la costumbre de ceder determinadas penitentes distinguidas a otro confesor, tal es el caso dela Regenta, heredada de Ripamilán y entregada a De Pas. Es uno de los pocos defensores del Magistral entre el elemento clerical.



11. Santos Barinaga
Es el gran enemigo del Provisor don Fermín De Pas por haber arruinado su negocio de venta de objetos para el culto. Acostumbra llegar borracho por la noche a su casa, próxima a la del provisor, y a la tienda La Cruz Roja, regentada casi clandestinamente por De Pas y su madre. Representa la relación hostil entre la pequeña burguesía y las castas sacerdotales que insisten en asfixiarla. Cada vez que es posible, Barinaga se desata en gritos e insultos contra tal establecimiento y sus propietarios. Amargado y destruido por el alcohol, muere sin recibir los sacramentos.

12. Pompeyo Guimarán
Liberal exaltado, odia a la Iglesia y se enorgullece de ser “el ateo oficial de Vetusta” Es el presidente del círculo filantrópico La Libre Hermandad fundado con ciertos aires de institución independiente de todo yugo religioso. Se hace muy amigo de Santos Barinaga al que pretende convertir en discípulo suyo. Asume el papel de celoso defensor de la muerte laica de Barinaga, impidiendo todo tipo de ayuda espiritual. Cae enfermo y teme morir como un perro, su hija conseguirá que confiese y comulgue. Representa las contradicciones y el oportunismo políticos.

13. Petronila Rianzares
Viuda de un antiguo intendente de La Habana, quien le había dejado una fortuna de las más respetables de la provincia. Era de cabello negro intenso, rasgo muy distintivo es la sociedad asturiana, permanente núcleo visigodo. Tenía unos “ojazos de color de avellanaasomados a los cristales de unas gafas de oro, los párpados salientes, las cejas gris espesa como la gran mata de pelo áspero que ceñía su cabeza, barba redonda y carnosa, nariz de corrección insignificante, boca grande, labios pálidos y grueso”. Era alta y ancha de hombros. Vestía hábito negro de la Virgen de los Dolores con una correa de charol
muy ancha y escudo de plata chillón y ostentoso. Gran parte de sus ganancias las empleaba en servicio de la Iglesia y especialmente en dar dote a monjas y levantar conventos. Trataba de potencia a potencia al Obispo. El Arcipreste Ripamilán no la podía ver porque, según él, era un marimacho y la llamaba el Gran Constantino; aludiendo al emperador que protegió a la Iglesia.

14. Robustiano Somoza
Es la casi la figura del doctor de la comedia del’arte, médico incompetente de la alta sociedad vetustense. Era alto, fornido, de luenga barba blanca, vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Campechano, alegre, hablador. Disimula su ineptitud con expresiones imprecisas y confusas. Decide tener un sustituto en Benítez, porque según él no podía asistir a las personas muy queridas cuando llegaban a cierto estado.

15. Benítez (sic)
Médico joven protegido de Somoza. Inteligente y muy estudioso, discreto, poco o nada hablador, pero preciso y técnico en sus informes y diagnósticos. Sustituye al incompetente Somoza cuando no sabe cómo hacer frente a la enfermedad de Ana.

16. Pepe Ronzal
Miembro de la Junta Directiva del Casino vetustense. Personaje rústico y torpe conocido como Trabuco no se sabe por qué. Además de Trabuco, le llamaban el estudiantepor -antonomasia- una grandiosidad burlesca que no le correspondía. Alto, grueso, de cabeza pequeña, frente estrecha, siempre va con guantes y lee como únicos libros, los que podía mirar sin dormirse. Aborrece a Mesía y a todos sus amigos. Actuará de padrino de Quintanar en el duelo con Mesía.

17. Joaquín Orgaz
Chismoso que engañaba a todas las niñas casaderas de Vetusta. No encuentra con quien casarse. Gusta de lo plebeyo y de la flamenquización de gestos y lenguaje. Ha residido en Madrid donde se ha licenciado en medicina. Viste pantalón ajustado y lleva rizos como los toreros. Teme a Ronzal.

18. Paco Vegallana
Era el heredero del titulo de sus padres los Marqueses de Vegallana e íntimo amigo y confidente de Mesía. Tiene unos veinticinco o veintiséis años. Compra sus vestidos en Madrid para no parecerse a cualquier figurín. Heredero de los amores desechados de Mesía. Persigue a las criadas de su casa. Es una figura bastante despersonalizada presentada casi siempre en función de sus relaciones con los demás y su vida social.

19. Marqués de Vegallana
Es el aristócrata más representativo de Vetusta, jefe del partido conservador, socio del casino, le gustan las caminatas y las excursiones,
jugar al tresillo , no tiene afición a la política, tiene manía por las pesas
y medidas, vive calculando las dimensiones de los grandes edificios. Su casa suele estar abierta siempre a animadas tertulias.

20. Marquesa de Vegallana
Rufina Robledo esposa del marqués de Vegallana tiene una conducta bastante libre y escandalosa, lee libros licenciosos y novelas. Se tiene por muy devota, pero su devoción es pura mundanidad con
olvido o desprecio del sexto mandamiento, no cometerás actos impuros, sobre todo de tipo sexual. Hace crochet, gusta de las tertulias y del teatro.

21. Foja
Ex alcalde liberal y usurero con todos los sistemas políticos, malicioso y enemigo de los curas, porque así creía probar su liberalismo con poco trabajo. Su enemistad con el Magistral lo llevará a alinearse junto a clérigos hostiles a don Fermín como Glocester y don Custodio. Figura entre los miembros de la junta directiva del Casino. Se comporta como un católico practicante.


22. Saturnino Bermúdez
Es el prototipo del erudito local. Doctor en teología y en ambos derechos: civil y canónico. Además del primer anticuario de la provincia, creía ser y lo era verdad, el hombre más fino y cortés de España. Vestía siempre con pulcritud y con trajes negros de los pies a la cabeza. Siempre hacía alarde de sus conocimientos en arqueología. Era bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una precoz calvicie le hubo amenazado no poco. Tenía 33 años y se dejaba la barba de un negro de tinta china, tenía la boca muy grande y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. Quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Enamorado platónico de la Regenta. Tiene amoríos con Obdulia Fandiño.

23. Campillo
Espía al servicio de don Fermín y doña Paula. Era un presbítero joven, chato -de nariz pequeña y aplastada o solamente pequeña- favorito de doña Paula. Es apodado el chato y tenía el vicio de ir al teatro disfrazado. Actuará como vocero del triunfo del Magistral tras la conversión del ateo Guimarán.

24. Don Francisco de Asís Carrapique
Millonario vetustense, era uno de los individuos más importantes de la Junta Carlista de Vetusta y el que hizo más sacrificios pecuniarios a la causa en tiempo oportuno. Cuenta con unos setenta años, es muy religioso y vive dominado por su mujer.

25. Olvido Páez
Joven delgada, pálida, alta, de ojos pardos y orgullosos, no tenía madre. Es la primera millonaria de Vetusta que no encuentra novio que le agrade y según muchos es por culpa de don Fermín. Lee muchas novelas y posee una imaginación muy romántica. Le gusta vestir bien y luego le da por la devoción.

26. Frutos Redondos
Millonario que figuró entre los pretendientes de Ana Ozores. Es socio del Casino donde acostumbra coger algunos periódicos para llevárselos y leerlos en la cama. Se las da de muy entendido en cuestiones de teatro.

27. Celedonio
Es un acólito en funciones de campanero, caracterizado por su hipocresía, su fealdad y sus aficiones lúbricas. Tenía aproximadamente doce o trece años, de cara chata, ojos grandes de un castaño sucio, y de boca muy abierta y desdentada. Pondrá un terrible cierre a la novela al encontrar desmayada a la Regenta en una capilla de la Catedral en donde llevado por un deseo miserable, de una perversión de su lascivia besa a la inerte Regenta en los labios.

28. Orgaz (padre)
Padre de Joaquín Orgaz. Admira la desfachatez de su hijo. Como al hijo le aterra la presencia de Ronzal. Era algo erudito aunque de oficio escribano. Es asiduo visitante del Casino.

29. Trifón Cármenes
Ridículo poeta local presentado casi siempre en clave satírica y burlesca. Se alude irónicamente a él como el poeta de más aliento en Vetusta: “El eterno vencedor en las justas incruentas de la gaya ciencia”. Es asiduo del casino. Siempre está pendiente de la llegada de los periódicos para ver si le habían publicado alguna poesía o cuento fantástico. Mesía piensa alguna vez en él como enamorado líricamente de la Regenta.

30. Francisco Páez
Indiano muy rico, vive en un pretencioso edificio, un hotel que ya parece definir a su dueño. Pasó veinticinco años en Cuba haciendo fortuna. Tiene la manía del buen tono.

31. Doña Lucía Carraspique
Esposa de don Francisco de Asís Carraspique. Se confiesa con el Magistral. Lleva una vida archimonástica.

32. Rosa Carraspique
Es una de las hijas del matrimonio Carraspique. Monja en el Convento de las Salesas, donde se encontraba muriendo por tisis, y según las murmuraciones era por culpa de don Fermín. Muere en el convento de tuberculosis.

33. Froilán Zapico
Propietario de La Cruz Roja tienda de ornamentos y objetos para el culto, que regentaban realmente por don Fermín y su madre. Era un esclavo de doña Paula, a ella se lo debía todo, hasta el no haber ido al presidio. Lo tenía controlado por todas partes y por eso lo dejaba figurar como dueño del comercio sin miedo a una traición. Vestía de levita y usaba guantes negros en las procesiones. Estaba casado con una antigua criada de doña Paula, de aquellas que dormían cerca de don Fermín.

34. Celestina Barinaga
Hija de don Santos Barinaga. Beata ofidiana, con aspecto de serpiente, de voz agria y conducta cruel con su padre, al que tiene desatendido y hambriento, recibiéndolo siempre con gritos, riñas y trastos por el aire. Su confesor don Fermín de Pas.

35. Edelmira
Sobrina de la Marquesa de Vegallana. Niña de quince años que parecía de veinte, rolliza, vivaracha y colorada. Su primo Paco se dedica a galantearla y perseguirla.

36. Águeda Ozores
Tía de Ana, solterona implacable que ve mal el matrimonio de su hermano Carlos con la modista italiana. Era muy buena cocinera, se sabía de memoria el manual cocinero europeo. Tenía unos ojos dulzones, inútilmente grandes que nadie había querido para sí. Era algo más gruesa, más joven y más bondadosa que su hermana Anunciación.

37. Anunciación Ozores
Tía de Ana y también solterona. Tras la muerte de su hermano Carlos, se hace cargo de la niña. Era muy aficionada a la lectura de folletines, equivalentes a las novelas rosa.

38. Carlos Ozores
Padre de Ana, primogénito de un segundón del Conde de Ozores. Ingeniero militar se casó con una humilde modista italiana que murió al dar a luz a Ana. Tenía fama de masón y ateo. Liberal, lector de libros condenados en el Índice de la Iglesia. Sale de España emigrado y vuelve aprovechando una amnistía. A su lado y al de sus amigos librepensadores va educándose Ana.

39. Camila Portocarrero
Aya de Ana cuando esta era niña. Era una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, por sus defectos morales. Hipócrita, dominada por una lujuria que podría llamarse metodista, constreñida. Es amante de Iriarte, se cree de noble descendencia y aspira casarse con el viudo Ozores. Cargó de malicia sexual el episodio de Ana, al permanecer una noche en la barca con el adolescente Germán y, además, insinuó alguna vez, que la madre de Ana no había sido modista sino una bailarina italiana.

40. Iriarte
Es el hombre ligado a los recuerdos infantiles de Ana como próximo siempre a doña Camila su aya. Es amante de doña Camila y es el que le vende a don Carlos una casa de campo en el pueblecillo de Loreto.

PERSONAJES INCIDENTALES EN LA OBRA.
1. Bismark

Se desconoce el verdadero nombre de este pillo ilustre de Vetusta llamado con tal apodo entre los de su clase. Es de hecho el primer personaje citado en la novela. Perteneciente a la estirpe del Lazarillo, compañero de Celedonio y monaguillo o suplente del campanero.

2. Antonio
Sólo se le cita en el capítulo IX, cuando Ana sale de paseo al campo acompañada con Petra su criada, ésta aprovecha la ocasión para visitar al tal Antonio, un molinero primo suyo que está enamorado de ella y con el que piensa casarse, cuando él se vuelva más rico y ella más vieja.

3. Germán
En el capítulo III, Ana recuerda un episodio de su infancia cuando pasó una noche en una barca con Germán, un niño rubio de doce años, dos más que ella. Es evocado como el héroe infantil que necesitaba y buscaba.
4. La modista italiana
Sin que se precise su nombre, aparece citada siempre así, la madre de la Regenta. La maledicencia de las gentes convirtió a este personaje en la bailarina italiana.

5. Francisco De Pas
Presentado en el capítulo XV como un licenciado de artillería algo pariente del cura de Matalerejo. Contraerá matrimonio con Paula, ama de llaves del sacerdote Camoirán, y bien dotada por éste. Francisco De Pas ha comprobado que ella es virgen aún, pese a la fugaz caída con el cura, lo cual no impide que el pueblo considere al niño nacido del matrimonio, Fermín de Pas, como hijo del cura. Francisco pone una taberna en el pueblo. Es borracho y rumboso, manirroto y charlatán. Muere en una cacería al caer desde lo alto de una peña abrazado a una osa.

6. Antón Raíces
Padre de Paula y abuelo por tanto de Fermín. Se alude a él tan sólo en el capítulo XV como un miserable labrador y minero que se gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.

7. Barón de la Barcaza
Se alude a él como un barón arruinado, asistente habitual a las tertulias de los Vegallana. Había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines. En algún tiempo había estado muy enamorado de Anita, a pesar de la señora baronesa e hijas. Los plebeyos lo llamaban el barón de la deuda flotante, aludiendo al título y a los muchos acreedores del magnate.

8. Baroncito de la Barcaza
Al igual que su padre el barón de la Barcaza, nos es presentado en el capítulo V, donde considera imperdonable el vicio de escribir en una mujer hermosa. Se le califica de afeminado y se le presenta al igual que a su padre como enamorado de Ana Ozores cuando esta aún era soltera.

9. Baronesa de la Barcaza
Al igual que su esposo y su hijo, es presentada en el capítulo V, como una baronesa empobrecida, que con haber estado ocho días en la Exposición de París, dice que la joven y hermosa Ana es un bijou.

10. Anacleto
Familiar del obispo de Vetusta, es descrito en el capítulo XII como hermoso, rubio, de movimientos suaves y ondulantes.

11. Angelina
Personaje sólo conocido a través de lo que en capítulo XX cuenta don Álvaro Mesía cenando en el Casino, al recordar algunas de sus conquistas amorosas, entre ellas las de una hija de un maestro de la fábrica vieja. Angelina pura como un armiño.

12. Don Aniceto
Sólo se le cita en el capítulo XIII como capellán de la casa de los marqueses de Vegallana.

13. Anselmo
Criado al servicio de don Víctor Quintanar.

14. Barquero de Trébol
Siempre citado así, sin más precisiones. Aparece en capítulo III como el propietario de la barca en que la niña Ana Ozores pasó una noche con Germán.

15. Bautista
Es el cochero de los marqueses de Vegallana.

16. Míster Brooke
Personaje fugazmente evocado por Ana Ozores, entregada a sus recuerdos en el capítulo X, se acordó del inglés que tenía un carmen junto a la Alhambra. El se enamoró de ella y le regaló la piel de un tigre, cazado en la India por sus criados.

17. Cochero de una berlina
Otro personaje innominado que en el capítulo XVII conduce, en su viejo carruaje, a De Pas al Vivero.

18. Colás
Aparece solamente en el capítulo VIII. Se alude a este pinche de la cocina de los Vegallana, colorado y vivo con ojos maliciosos.

19. Señor Cuervo
Sólo se conoce su apellido. Se le cita en el capítulo VIII en la semblanza de Visitación, su esposa. Era un humilde empleado de banco, pero de muy buena familia, pariente de títulos. Su profesión ha traído como consecuencia el que ha Visita se le llame siempre la del banco.

20. El Chantre
En el capítulo XX, se alude a él sin dar su nombre, cuando sale en defensa de la Regenta ante otros clérigos.

21. Fabiolita
Hija segunda del barón de la Barcaza y con la que baila Trifón Cármenes en el Casino.

22. Társila Fandiño
Prima de Obdulia. A ella alude Ripamilán, en el tertulín de los canónigos, como querida de un famoso personaje de la corte, a la que servía Obdulia de Trotaconventos.

23. Fulgencia
Criada de la familia Carraspique que sólo aparece en el capítulo XII como una sesentona que insultaba a los pobres como los perros malos. Ante los curas se humillaría a sus pies de buen grado. De voz misteriosa y agria.

24. Doña Gertrudis
Esposa del ateo Guimarán citada tan sólo en el capítulo XX, cuando al ser amenazado de excomunión su marido, se convirtió su casa en un mar de lágrimas y doña Gertrudis cayó enferma.

25. Agapita Guimarán
Hija mayor de don Pompeyo Guimarán. Cuando Guimarán, en el capítulo XXVI, cae gravemente enfermo es Agapita la que se atreve a pedirle que se confiese. Consigue convencer a su padre que pide confesar con don Fermín.

26. Perpetua Guimarán
Hija menor de don Pompeyo, citada en el capítulo XXVI.
27. Señores de Infanzón
Presentados en el capítulo I como naturales de Palomares y visitantes de la Catedral, acompañados por Obdulia Fandiño y Saturnino Bermúdez quien les sirve de guía.

28. Juana
Mujer de Froilán Zapico, citada en el capítulo XV, cuya historia parece casi una repetición de la de doña Paula. Zapico se casó con esta mujer a sabiendas de que pudo tener trato amoroso con de Pas.

29. La González
Actriz que interpreta el papel de doña Inés en la representación del Tenorio.

30. Don Matías
Procurador muy aficionado al juego del tresillo en el Casino y sólo aparece citado en el capítulo VI.

31. Basilio Méndez
Empleado del Ayuntamiento, pálido y flaco, muy buen tresillista en el Casino.

32. Perales
Actor teatral que en la noche de Todos los Santos representa el Tenorio en el teatro vetustense.

33. Ramona
Sólo citada en el capítulo XX, cuando Mesía, en el Casino, evoca algunas de sus conquistas entre ellas un combate de amor que duró tres noches, en una panera, con la aldeana Ramona, quien se defiende a puñadas, patadas y con dientes hasta que acaba por ceder en la tercera noche.

34. Regente
Sólo en el capítulo XX se alude a él como nuevo Presidente de la Audiencia. Sucesor de Quintanar. Oye un sermón de Mourelo y lo considera superior a los del Obispo.

35. Portero de los Vegallana
Sólo se le cita en el capítulo XII, cuando De Pas llega a casa de los Vegallana y allí ve al portero del marqués que era un enano vestido con librea caprichosa.

36. Rita
Se alude a ella en el capítulo XV, como un ama del cura de Matalerejo. Informa a éste de la piedad de Paula, la cual acabará con desplazar a Rita al ocupar su puesto junto al párroco.

37. Rosendo
Zapatero que arregla los zapatos del Obispo Camoirán.

38. Emma Vegallana
Hija de los marqueses de Vegallana, presentada en el capítulo V como bastante libertina en cuanto a las confianzas que permite a sus galanteadores. En el capítulo VIII, se nos informa de que había muerto tísica.

39. Lola y Pilar Vegallana
Hija de los marqueses de Vegallana, al igual que su hermana Emma le permitían confianzas a sus galanteadores. Ambas se casaron y vivían en Madrid.

40. Pepa y Rosa
Criadas de los Vegallana que sirven la mesa con gracia, rapidez,
buen humor y acierto. Pepa era rubia y Rosa, morena, como mestiza.

41. Servanda
Cocinera de los Quintanar.

42. Párroco de Contracayes
Sólo citado en el capítulo XII, cuando comparece ante el Magistral acusado de convertir el confesionario en escuela de seducción. Según costumbre se le llama por su parroquia: Contracayes.

43. Pepe o Pinon de la Pepa
Con estos dos nombres aparece citado en el capítulo XXVII, como mayordomo del Vivero de los marqueses de Vegallana.

44. Párroco de Matalerejo
Sólo citado en el capítulo XV. Era el joven cura a quien sirvió Paula Raíces, la madre de don Fermín, de éste se decía que era el hijo del cura.

45. Pedro
En el capítulo VIII, se le presenta como cocinero de los Vegallana.
De cuarenta años, amo y señor, manda en la cocina como un tirano. Obdulia coquetea con él y le concede subrepticios favores eróticos.

46. Vinculete
En el capítulo VI, aparece este personaje como un socio del Casino así apodado, mayorazgo de aldea, diputado provincial. Muy aficionado al tresillo juega desde las 3 de la tarde hasta las 2 de la madrugada.

http://quijotina.blogspot.com/2010/12/personajes-de-la-regenta.html
 
El naturalismo de «La Regenta»
Diego Martínez Torrón

—91→ , obra cuya complejidad sólo recientemente ha sido apreciada por la crítica, como demuestra su actual revalorización. Intentaré hacer algunas precisiones sobre aspectos algo soslayados por la crítica más tradicional.

, son categorías que la crítica confunde con frecuencia. Consecuencia de este olvido de los aspectos ideológicos, temáticos, o de sentido cultural, que he señalado antes.

El naturalismo en España[/paste:font], pero recuérdese simplemente que en 1878 ganó la cátedra de Economía política y Estadística, en Salamanca, aunque no la ocupó por ser considerado librepensador. Pienso, por tanto, que, aunque influido fundamentalmente por otras tendencias ideológicas -krausismo, naturalismo, etc.-, debió conocer la obra de Marx antes de 1885; aunque no encuentro a este autor citado en sus escritos.)​

señala que el naturalismo sólo se da a conocer con el éxito escandaloso de L’asommoir en 1877. Pero en España, en 1876, nadie conoce siquiera el nombre de Zola, que es revelado por Charles Bigot. La conclusión de Pattison es que los españoles, a excepción de algunos críticos, ignoran el naturalismo hasta 1879 o 1880.

en 1879.

. Las primeras referencias a Zola se efectuarían en 1876, pero el tema se desconoce en España hasta 1878. El contacto verdaderamente fructífero con el naturalismo sólo tiene lugar entre 1880 y 1882.

. En 1881 se publica La desheredada, primera novela naturalista española, que Clarín califica de «naturalismo templado». En 1882 ya hay una serie de discusiones en el Ateneo sobre el naturalismo, y aparece el interesante artículo de Clarín (sólo recientemente divulgado, en la selección de Beser) sobre el tema, en La Diana. Se publica «La cuestión palpitante» en La Época.

, y recoge la polémica surgida a partir de La cuestión palpitante. Pardo Bazán se opone al determinismo; aprueba el lenguaje bajo y grosero, pero no quiere ir tan lejos como Zola.

. Estos críticos, igual que los que en una época se opusieron al naturalismo en España, tratan en seguida de encontrar un, diríamos, final feliz.

—101→ .
El naturalismo como teoría literaria[/paste:font]:

. El escritor lo que pretende es desmontar pieza por pieza el personaje.
Clarín y el naturalismo[/paste:font]. Su eclecticismo se manifiesta claramente, pues el Clarín crítico me parece más moderado que el narrador.

. Clarín defiende aquí una postura tradicional, y unos principios absolutos en el arte; considera además que el naturalismo -que no dice nada del mundo espiritual- precisa un replanteamiento filosófico de conceptos de estética metafísica (op. cit., p. 109).

señala que en las reseñas del debate del Ateneo en que participó, publicadas en el diario El Progreso, enero 1882, se sirve del símil del río para explicar su concepción:

explica que, en este símil, la dirección del río resulta de la oposición entre la atracción que lo mueve (libre albedrío) y los obstáculos que se oponen (factores deterministas), y añade: «La lucha entre esos dos elementos será precisamente el núcleo de la personalidad de Ana Ozores y de ella arranca su trágica grandeza». Esta anotación, que desarrollaré luego, me parece importante. Beser encuentra este determinismo en La Regenta, y existe también determinismo fisiológico en personajes de Galdós y Pardo Bazán.

, aunque debe recordarse que este lirismo no es menor en las novelas de Zola.

—109→ , negación del arte idealista y reproducción de la realidad con exactitud científica pero sin el aspecto abstracto del análisis, etc. Pero tanto en la distinción que establece entre arte y ciencia, como en las precisiones personales que introduce respecto al naturalismo, siempre intenta una conciliación ecléctica que deje abierta una vía a lo espiritual -el espiritualismo es una preocupación constante en Clarín, que se acentuará con el tiempo-.

, refiriéndose al desconcierto que parece existir en sus escritos críticos. Aunque no se ha destacado esta idea fundamental que vengo exponiendo. Beser acierta de lleno en la problemática intelectual que Clarín atravesó durante toda su vida, cuando escribe: «El lector induce, a veces, que Clarín es víctima —111→ de una contradicción entre sus aspiraciones idealistas y sus gustos estéticos realistas».

. Se ha señalado cómo la propia Pardo Bazán, después de definir la diferencia entre realismo y naturalismo, los confunde en La cuestión palpitante.

(pp. 147 ss.), dan la impresión de que el naturalismo no se entiende en España. Se refiere así a las críticas ignorantes contra el naturalismo (ibídem, p. 115). Su conocimiento de la cultura francesa, siempre al tanto de lo que se publicaba en París, le daba una visión más amplia del tema, y más consciente del verdadero núcleo del problema que, aún hoy, parte de la crítica literaria parece olvidar.
Dos interpretaciones de «La Regenta»
. Este trabajo es útil para destacar la constante preocupación misticista en Clarín -que por otra parte La Regenta parece criticar ampliamente-. Para este autor «existe una evolución tanto en la actitud ante el amor, como en la actitud religiosa de Clarín, y ambas están en relación» (p. 238). La Regenta sería una obra problemática, cuyo tema principal es el amor (p. 93); contiene una acusación contra la religión de su tiempo (p. 95), cae en el pesimismo histórico y en un lugar común del siglo XIX: la oposición religión/naturaleza. La historia de La Regenta es la de la degradación de la inocencia (p. 90), culpabilidad del amor desde la infancia; conflicto entre los impulsos irreprimibles y la transgresión de las normas (p. 101).

. Por mi parte creo que más que un determinismo fisiológico, cuenta esa especie de presión moral, a la que el propio Clarín se refería antes; en este caso, por asfixia de sentimientos.

, quien, además, consideraba esta novela reflejo del fracaso afectivo de la vida personal de Clarín, que escribió aquí su autobiografía espiritual.

. Expondré con todo respeto mi divergencia.

. Clarín, próximo a Zola en la morosidad descriptiva, en la observación detallista —115→ y en el fondo duro y fatalista, estaría, sin embargo, más próximo a Flaubert.
Clarín y Zola
«La Regenta» y la teoría naturalista[/paste:font] niega el determinismo en La Regenta, se equivoca. Precisamente por desconocer este determinismo moral que el propio Clarín destaca en sus escritos.

, y el olvido en que conscientemente le sumió la crítica tradicional.

. Al menos, esta manera estructural de su composición narrativa parece responder a las ideas citadas. Es lo que podría llamarse «técnica explicativa», que se manifiesta en los flash-back y las elusiones y pluralidad de acciones que se completan, hasta componer una especie de puzzle total y sistemático, a lo largo del desarrollo narrativo.

El sentido de «La Regenta»[/paste:font].

Aquí se ha intentado situar La Regenta en el contexto del naturalismo, como dato básico para su interpretación. Se señalaron aspectos históricos de incidencia en nuestro país, y peculiaridades de asimilación. En el contraste de las teorías literarias de Zola y Clarín, parece seguirse que esta novela es una aplicación a la narrativa de estas concepciones, y mucho más estrictamente naturalista, en algunos aspectos, que la obra del propio Zola. A partir de esta situación contextual necesaria, se ha ofrecido una interpretación de los diversos aspectos estructurales, temáticos e ideológicos de la obra, que se presenta, además, como un caso singular en nuestras letras.

En definitiva, creo que a través de la relación de La Regenta con el naturalismo, se pone de relieve su valor, significación y originalidad, a veces en olvido.
 
Así como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos turgentes las elegantes líneas del s*x*, en el acólito sin órdenes se podía adivinar futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya por aberraciones de una educación torcida. Cuando quería imitar, bajo la sotana manchada de cera, los acompasados y ondulantes movimientos de don Anacleto, familiar del Obispo -creyendo manifestar así su vocación-, Celedonio se movía y gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo había notado el Palomo, empleado laico de la Catedral, perrero, según mal nombre de su oficio. Pero no se había atrevido a comunicar sus aprensiones a ningún superior, obedeciendo a un criterio, merced al cual había desempeñado treinta años seguidos con dignidad y prestigio sus funciones complejas de aseo y vigilancia.

En presencia del Magistral, Celedonio había cruzado los brazos e inclinado la cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don Fermín que allá abajo en la calle de la Rúa parecía un escarabajo ¡qué grande se mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de su compañero! Celedonio apenas le llegaba a la cintura al canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa de pliegues escultóricos, rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de rico castor delgado, y —9→ sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de muchos pliegues y vuelos.

Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo más que los bajos y los admiraba. ¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha! Los pies parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.

Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en los labios. Tenía razón el delantero. De Pas no se pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, —10→ a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado de aquel tesoro. La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más apuesto azotacalles de Vetusta.

Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa.

—11→
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de —12→ fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había —13→ peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
 
Y bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era seguir andando. Pero estos sueños según pasaba el tiempo se iban haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son las perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición, más —14→ distante parece el objeto deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano día del sueño...». No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido.

Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador le arroja.

Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho más intensa; la energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un azote de Dios sancionado por su ilustrísima
 
—15→ Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo... ¿Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a sus pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su ambición de joven la que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el recinto de Vetusta; él que había predicado en Roma, que había olfateado y gustado el incienso de la alabanza en muy altas regiones por breve tiempo, se creía postergado en la catedral vetustense. Pero otras veces, las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar, el que le asaltaba, y entonces veía en aquella ciudad que se humillaba a sus plantas en derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer material, pensaba De Pas, el que sentía comparando sus ilusiones de la infancia con la realidad presente. Si de joven había soñado cosas mucho —16→ más altas, su dominio presente parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes solitarias y melancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba a despreciar un poco los años de su próxima juventud, le parecían a veces algo ridículos sus ensueños y la conciencia no se complacía en repasar todos los actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco y mal satisfechas. Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando lo pasado en lo más remoto del recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el recuerdo de una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y que hoy nos parece digna de olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer material y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes decaimientos del ánimo.

El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa ¡y era él, el mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material que gozaba De Pas como un pecado de lascivia.

¡Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba el placer, y le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas —17→ que subían de las damas que le rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de que les hablaba. Entonces sí que, sin poder él desechar aquellos recuerdos se le presentaba su infancia en los puertos; aquellas tardes de su vida de pastor melancólico y meditabundo. -Horas y horas, hasta el crepúsculo, pasaba soñando despierto, en una cumbre, oyendo las esquilas del ganado esparcido por el cueto ¿y qué soñaba? que allá, allá abajo, en el ancho mundo, muy lejos, había una ciudad inmensa, como cien veces el lugar de Tarsa, y más; aquella ciudad se llamaba Vetusta, era mucho mayor que San Gil de la Llana, la cabeza del partido, que él tampoco había visto. En la gran ciudad colocaba él maravillas que halagaban el sentido y llenaban la soledad de su espíritu inquieto. Desde aquella infancia ignorante y visionaria al momento en que se contemplaba el predicador no había intervalo; se veía niño y se veía Magistral: lo presente era la realidad del sueño de la niñez y de esto gozaba.

Emociones semejantes ocupaban su alma mientras el catalejo, reflejando con vivos resplandores los rayos del sol se movía lentamente pasando la visual de tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín.
 
La Regenta frente a la censura franquista
Por Carmen Servén Díez

En la actualidad, se suele admitir que La Regenta es la mejor novela española del siglo xix. Tal opinión viene avalada por las declaraciones de indiscutidos novelistas y críticos, como Mario Vargas Llosa y Gonzalo Sobejano,1respectivamente. Además reconocemos en este relato un «significado moral hondamente cristiano»;2 la obra vendría a ilustrar «la infinita aspiración amorosa del alma en diaria lucha con un mundo corrompido que mezcla, trastoca y envilece el apetito de la carne y la ansiedad de Dios».3 Sin embargo, todos esos valores éticos y estéticos que hoy se reconocen comúnmente a La Regenta no impidieron el veto a su difusión en la primera etapa franquista: fue repetidamente prohibida por la censura durante la dictadura del general Franco.

Como es sabido,4 a partir de la insurrección armada de 1936 comenzó a funcionar, en las zonas dominadas por los sublevados, un sistema de control de los medios de comunicación, sistema que cristalizó en una serie de disposiciones legales en torno a la censura de impresos de toda índole y espectáculos. A partir de 1938, año de la primera Ley de Prensa, la censura de libros fue encomendada sucesivamente a distintos organismos: entre 1939 y 1941, estuvo a cargo del Ministerio del Interior; entre 1942 y 1945 dependió de la Vicesecretaría de Educación Popular de la Falange; desde 1946 a 1951 fue responsabilidad del Ministerio de Educación; y desde 1951 permaneció bajo el mando del Ministerio de Información Turismo (Oficina Central de Propaganda), pero parcialmente tutelada también por el Ministerio de Educación. En 1966 se promulgó una nueva Ley de Prensa que derogó todas las disposiciones anteriores; de acuerdo con ella, el rigor de la censura se siguió aplicando sin desmayo, pero la situación cultural en el tardo-franquismo era ya diferente: desde fines de los años cincuenta se produce una paulatina «recuperación de la cultura liberal»;5 además, los esfuerzos de los estudiosos convertían ya en irrisorio el veto a nuestros grandes novelistas del real-naturalismo, por muy liberales que fuesen.

En lo que respecta al control de los libros, el sistema de censura se desarrollaba según un procedimiento invariable hasta 1966: tras remitir la instancia correspondiente, el editor o importador entregaba un ejemplar de la obra propuesta —sea una edición anterior, sean las galeradas de los futuros libros—. Es ejemplar se adjudicaba a un lector-censor, que debía revisarla y redactar un informe. Dicho informe debía responder a una serie de cuestiones, entre las que se incluían un juicio estético sobre la obra, sobre su valor documental y matiz político, sobre su posición en cuestiones de dogma y moral, sobre su actitud hacia el régimen y sus colaboradores, sobre su respeto a la Iglesia y sus ministros, y otros extremos que el lector considerara de interés. Además el lector podía efectuar tachaduras, es decir propuestas de supresión de ciertos pasajes de la obra. Finalmente se emitía una tarjeta, que se enviaba al editor, en la que se consignaba una de las tres siguientes opciones: se concedía la autorización, se otorgaba una autorización condicionada a la supresión o modificación de ciertos pasajes, o se negaba la autorización. La Administración archivaba un expediente completo en que figuraban la instancia inicial, el informe del lector, el ejemplar de la obra sometido a juicio, y la decisión final de la censura.

Esos expedientes de censura están hoy depositados en Alcalá de Henares, en el Archivo General de la Administración, y constituyen un fiel recordatorio de las actitudes culturales, morales, políticas y sociales que el régimen franquista sostuvo y propició. Sin embargo, es de destacar que se han perdido o deteriorado algunos expedientes y que muchos de ellos aparecen despojados, para ahorrar espacio en los estantes, de los libros de que fueron propuestos a juicio. Esos libros pasaron primero a la Biblioteca del Ministerio de Información y Turismo, y fueron luego enviados a otras bibliotecas. He podido encontrar algunos de ellos —sirviéndome de las orientaciones facilitadas por veteranos funcionarios del actual Ministerio de Cultura— en la Biblioteca Regional de Madrid.6 Constituyen allí un depósito aparte y llevan sellos del Ministerio de Información y Turismo, de la Delegación Nacional de Propaganda o de la Vicesecretaría de Educación Popular.

A juzgar por los expedientes conservados, es evidente la reticencia de la censura franquista frente a La Regenta: Leopoldo Alas, como otros autores liberales del siglo xix,7 fue repetidamente vetado por aquellos que se encargaban de preservar los principios del nacional-catolicismo y del régimen político en impresos y libros. Su discurso se consideró peligroso e inconveniente bajo la dictadura.

La Regenta fue objeto de varios expedientes, y es interesante constatar que siempre se consideró altamente peligrosa, incluso cuando se accedió a su publicación. Hasta 1946 ningún editor se decidió a solicitar permiso para esta novela; en ese año, Miguel Ruiz Castillo pretendió incluirla en una próxima edición de lujo de las Obras Selectas de Alas en su Biblioteca Nueva. Se emitió entonces un informe alarmante sobre La Regenta: aunque se estimó que «no ataca el dogma directamente», fue objeto de las observaciones siguientes:

En esta obra Clarín parece que tiene una cuestión personal con el clero. Las Dignidades eclesiásticas lo ponen fuera de sí. La obra, meritoria en diversos aspectos, es, en general, peligrosa para personas que no estén suficientemente formadas en el orden moral y religioso [...] en ocasiones roza la herejía.

Además se indicaron como inconvenientes numerosos pasajes.8

Con todo, se consintió su publicación sin tachaduras dentro del conjunto, sin duda por considerar que esta edición de lujo no estaba al alcance de todos los bolsillos, y que sólo una minoría de posibles llegaría a hacerse con ella.9 Es ésta una consideración que también opera en lo que respecta a otros novelistas decimonónicos.10

Peor suerte corrieron peticiones posteriores acerca de La Regenta. En 1947 se suspende la importación de ejemplares de Emecé Editores S.A., de Buenos Aires, solicitada por EDHASA; no se guarda en el expediente informe alguno, pero consta que la obra, en dos tomos, ha sido depositada en la Biblioteca.

En 1956, Alfredo Herrero Romero solicita permiso para editar dos mil ejemplares de La Regenta. Se le deniega a la vista del expediente anterior y de un nuevo informe. En esta ocasión, el lector afirma que la obra no ataca al dogma pero sí a la moral, a la Iglesia y a sus ministros, y explica:

No se señalan párrafos ni páginas por no hacer interminable su lista ya que es el espíritu de la obra y a la letra, toda absolutamente censurable.

Además se refiere a la «inveterada fobia anticlerical» del autor, pero admite que Alas tiene una «pluma magistral» y que La Regenta es una «joya de la literatura».

La prohibición se mantuvo hasta 1962, en que se abrió un nuevo expediente a instancias de Editorial Planeta. Esta vez el informe aparece firmado por Manuel de la Pinta Llorente, lector al que se le debe la recomendación de consentir la edición de otras obras decimonónicas de azarosa suerte frente a la censura.11 El lector explica:

Es novela naturalista que refleja la vida en Oviedo, y que representa la adquisición del arte de detalle, en el cuadro de provincia española, cuyos caracteres —canónigos, aristócratas, empleados— se analizan detenidamente, y sobre los cuales se alza la sonrisa irónica, inteligente, de autor. Ciertamente, la novela responde en muchas de sus páginas al inveterado y soez anticlericalismo español de entonces y de «ahora», pero ha de entenderse que se trata de una novela de un intelectual con público bastante restringido, y consideramos una grave equivocación, pese a censuras anteriores negativas, prohibir esta obra, novela capital en nuestra letras contemporáneas.

Así, la obra viene a ser consentida gracias exclusivamente a sus extraordinarios méritos artísticos, pese a que se comenta su supuesta adhesión a un anticlericalismo soez.

En adelante, este expediente abrió camino a sucesivas ediciones de La Regenta: la solicitada por ediciones A.H.R. para una tirada de lujo en octubre de 1963, y la de Alianza Editorial para sacar diez mil ejemplares de bolsillo en 1966.

He tenido la fortuna de hallar, en la Biblioteca Regional de Madrid, el ejemplar que fue sometido a la censura cuando se solicitó la importación de la obra en 1947. Se trata de dos tomos, editados por Emecé en Buenos Aires (1946), ambos con sello de la Subsecretaría de Educación Popular. En sus páginas se ha señalado numerosos pasajes con el grueso lápiz rojo que era instrumento habitual de los censores.

A la hora de estudiar la recepción de La Regenta en los más oscuros años del franquismo, es interesante anotar los pasajes que los censores consideraron inaceptables. De acuerdo con mi revisión de este ejemplar, el único sometido al censor-lector que he hallado, los pasajes considerados nocivos giran en torno a tres cuestiones: crítica a los ministros de la Iglesia en general; actitudes, intereses e impulsos inapropiados atribuidos al Magistral en particular; alusiones a la sensualidad, la lujuria o la actividad sexual de los personajes.12

Como ya ha señalado María Victoria Sotomayor,13 los censores evitaban la menor actitud crítica frente a los ministros de la Iglesia, tanto que llegaban a forzar la desaparición o sustitución de algún personaje en su afán de lograr la rehabilitación completa de todas las figuras eclesiásticas; en todo caso, el poner en evidencia las imperfecciones de un sacerdote, se consideraba irreverente e inadmisible. De hecho, en el ejemplar censurado de La Regentase hallan varios pasajes relativos a los ministros de la Iglesia vistos colectivamente y considerados inconvenientes. Así, se señalan unas líneas en que los clérigos de la catedral participan con aburrimiento en los ritos religiosos:

El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al señor entre bostezo y bostezo. Uno tras otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo funcionario que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de cada día (cap. II, p. 69).

Igualmente se señala el fragmento en que se alude a la lascivia de los clérigos tanto en boca del arcipreste como en el discurso del narrador, que dice de lo explicado previamente por el sacerdote:

con lo cual daba a entender, y era verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte (cap. II, p. 73).

Cuando los ataques al clero vienen expresados, no en boca del narrador, sino en boca de un personaje recalcitrante que queda caracterizado a través de los mismos, tampoco son admisibles. Así, se señala también la intervención de Foja cuando asegura que «los curas son los zánganos de la colmena social» (cap. XI, p. 308),14 o la convicción del cínico Mesía, quien supone que

nadie podía resistir los impulsos naturales, que los clérigos eran hipócritas necesariamente y que la lujuria mal refrenada se les escapaba a borbotones por donde podía y cuando podía (cap. XIV, p. 402).

Del mismo modo queda subrayado también el extravío de Guimarán en su agonía, cuando se niega a recibir los Santos Sacramentos, insulta al Magistral y explica:

La Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia... Creo en Dios..., creo en Jesucristo (cap. XXII, p. 241).

Ya puestos a censurar, no sólo se preserva la buena imagen de los sacerdotes, sino también de lo aspirantes a tales, de los seminaristas. Por lo que vienen subrayadas unas palabras del narrador sobre ellos cuando acompañan a la procesión:

No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de un leva forzosa del hambre y de la holgazanería (cap. XXVI, p. 348).

La lascivia en que caen algunas figuras secundarias del estamento religioso, viene ineludiblemente señalada por el censor: así la mención al cura de Contracayes, que «tenía la debilidad de convertir el confesionario en escuela de seducción» (cap. XII, p. 370), o el episodio en que Paula se impuso al curita de su aldea, habitualmente inocente y casto, pero que tuvo un súbito y fugaz ataque de lujuria salvaje (cap. XV, p. 482); o el beso final y repugnante de Celedonio, que de pronto siente un deseo perverso y miserable (cap. XXX).

Incluso la referencia al efecto que las cualidades físicas del sacerdote provocan en los feligreses parece considerarse impropia, puesto que se señala también el pasaje en que una doncella de servicio se apresta «a saborear» los pormenores de la penitencia cuando el confesionario está, y ello viene subrayado por e censor, «lleno todavía del calor y el olor de don Custodio» (el sacerdote) (cap. I, p. 52).

En cuanto a la figura de Fermín de Pas, personaje conflictivo que forma parte del nudo central en la novela, los pasajes señalados son, como era de esperar, numerosísimos. La tragedia de este sacerdote, que reúne una vigorosa constitución física y hondas ansias de poder; que se ha hecho fuerte al arrimo de la Iglesia pero ha seguido una trayectoria personal ajena al espíritu evangélico; que tiene en sus manos a la ciudad entera, pero acaba por cometer las mayores insensateces en aras de un amor erótico no correspondido, ocupa una parte muy dilatada de la novela. De la voracidad económica y los pujos sexuales de este hombre, que viste la sotana como uniforme y distintivo, pero es ante todo un varón depredador, se trata largamente en la obra, sea por boca del narrador o de alguno de los personajes.

La voracidad económica del Magistral parece inadmisible, aun cuando venga comentada por el liberalote y usurero Foja:

El Magistral es el azote de la provincia; tiene embobado al obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor. (cap. VII, p. 203).

Del mismo modo se rechazan las palabras de Barinaga: «el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él» (cap. XI, p. 308). Su distracción en las tareas pastorales es también considerada improcedente: se subraya el pasaje en que intenta inútilmente concentrarse en su sermón (cap. XI, p. 309).

Mucho más numerosos, y desde luego señalados por el censor, son aquellos pasajes en que la pujante sexualidad de don Fermín se proyecta sobre escenas equívocas en que las figuras femeninas exhiben, conscientemente o no, sus encantos físicos: así el pasaje en que de Pas ve asomar pantorrillas y enagua de Teresina durante la faena doméstica (cap. XI, pp. 319-20); o la escena de la catequesis del Magistral, cuyas educandas se hallan en diversos grados de desarrollo fisiológico: la actitud del sacerdote, que como la descripción de las chicas y la intención de alguna de ellas, entromete lo carnal en la actividad espiritual, parece recusable:

El Magistral, con la boca abierta, sin sonreír, ya con las agujas de las pupilas erizadas, devoraba a miradas aquella arrogante amazona de la religión... (cap.XXI, pp. 189 y ss.).

Igualmente parece inadmisible, seguramente por el grado de confianza física que sugiere entre amo y criada, el episodio repetido todas las mañanas a la hora del chocolate en casa de doña Paula: don Fermín y Teresina comparten un bizcocho. Nada hay aquí que ofenda la buena imagen de la Iglesia y sus ministros sino los términos excesivamente plásticos y sugerentes de incentivos sensuales con que se desarrolla el asunto:

Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua, húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada, y el señorito se comía [la otra mitad] (cap. XXI, p. 218).

Naturalmente, si son rechazados por el censor todos estos pasajes en que la sensualidad y el s*x* se vinculan a la figura del sacerdote, todos aquellos en que se trata más abiertamente de los pecados de Magistral contra el celibato eclesiástico aparecen también subrayados: la alusión a su escándalo con la brigadiera (cap. XI, pp. 330-31), el momento en que se entrevista a solas con Petra en una cabaña (cap. XVII, pp. 379-82), y el fragmento en que, desde los pensamientos de Petra, se pone de manifiesto que la criada se ha entregado al Magistral y se ha visto decepcionada en su ambición de reemplazar a Teresina en casa de doña Paula (cap. XXIX, p. 434).

Además, se subrayan desde luego los pasajes en que los personajes suponen o discuten sobre el amor sacrílego del sacerdote: el momento en que Ana se da cuenta del sentimiento que abriga don Fermín (cap. XXV, p. 305) o las palabras con que don Álvaro ratifica el enamoramiento del cura: «está enamorado de usted, loco, loco...» (cap. XXVIII, p. 402). O esos instantes en que por fin el autor trae a primer plano los pensamientos del Magistral al respecto: cuando, tras la participación de Ana en la procesión el Magistral siente amor (cap. XXVI, p. 350), o cuando el sacerdote reacciona sintiéndose engañado por «su» mujer, abomina del celibato eclesiástico, quisiera matar a los culpables..., y termina con una «carcajada de Lucifer» (cap. XXIX, pp. 445-6).

Si el amor sacrílego del canónigo es inaceptable para el censor - por mucho que gran parte de la novela esté dirigida a mostrar la tragedia personal de don Fermín - los planes, actividades y sensaciones eróticas del resto de los personajes no lo son menos. Parece que el relato de cualquier incidente relacionado con lo carnal se considera inconveniente. En esto, el lector-censor parece adherirse a una secular tradición eclesiástica según la cual el erotismo da origen a casi todos los males.

De creer a Luis Alonso de Tejada,15 el régimen franquista en sus albores no sólo adoptó la moral católica, sino que además dejó a la Iglesia el control de la moral en todos sus ámbitos e interpretó la moral como moral sexual principalmente:

en la España del nacionalcatolicismo el acento de la inmoralidad recaía casi en exclusiva sobre los pecados del s*x*, de manera que las múltiples formas de hurto y corrupción quedaban relegadas al olvido. La «moral» por excelencia era la moral sexual.16

De ahí que las autoridades en general —obispos, gobernadores, párrocos, alcaldes y asociaciones religiosas de todo tipo— pretendieran regular la moral sexual con todo detalle. La decencia en el vestir, la inconveniencia de los bailes, el rechazo a todo contacto entre los sexos y otros extremos, fueron objeto de numerosos textos episcopales17 y, por su parte, la censura se ocupó de que los medios de comunicación respetaran las normas establecidas al respecto.18 Como consecuencia, el lector censor de La Regenta rechaza numerosos pasajes de significado erótico; a fin de cuentas, según ha señalado el profesor Gonzalo Sobejano,19 «como ninguna otra novela de su tiempo, La Regenta ofrece un cuadro sumamente variado de lo que en terminología cristiana se llama lujuria».

Por supuesto, son rechazados todos los pasajes que aluden al adulterio (así el de don Álvaro con la ministra, cap. XXI, p. 207), aunque sea platónico (en el pensamiento de don Saturno, cap. I, p. 57). De ahí que no sólo se señale el larguísimo pasaje que relata con cuantas dificultades, más materiales que místicas, desarrollan su amor adúltero Ana y Mesía (cap. XXIX, pp. 430-433), sino también el implacable e infructuoso acoso de don Víctor por parte de la criada Petra, que aparece a medio vestir ( cap. VI, pp. 103-104 y cap. VI, p. 106), o el exabrupto de este mismo señor que, tras la exhibición de Ana en la procesión, ruega a don Álvaro:

¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!... (cap. XXVI, pp. 352-3).

En general, la actividad sexual ajena al matrimonio es condenada: así la costumbre de Juanito de tomar las amantes que deja Mesía (cap. VI, p. 210); pero es evidente que las descripciones relativas a los sofocados deseos sexuales de Ana Ozores en su matrimonio se consideran también inadmisibles:20 se señala en rojo el pasaje relativo a la inútil excitación de sus sentidos tras la boda (cap. X, pp. 291-292) también ese paroxismo de deseo insatisfecho que sufre cuando, desnuda en su habitación, se azota a solas con los zorros y termina mordiendo la almohada (cap. XXIII, p. 270), o aquel en que echa los brazos al cuello de su marido para robarle un beso en los labios cuando él se inclina a besarla en la frente (cap. VI, p. 105). Está claro que el lector-censor considera improcedentes las descripciones del deseo sexual, se halle éste santificado por el matrimonio o no.

Las explicaciones sobre episodios de seducción quedan por tanto rechazadas, y más cuanto que ella se llenan «de deseos de él» (Angelina en cap. XX, p. 165) o se subraya el gozo salvaje de los participante (la seducción de Ramona por Mesía en cap. XX, pp. 166-167). En estos casos, en que los avatares de la entrevista suscitan en los personajes fuertes sensaciones vinculadas al deseo y al placer, es el relato completo del encuentro lo que queda subrayado.

Tan rigurosamente han de evitarse las descripciones de encuentros sexuales, que se señala incluso lo relativo a ese supuesto e inexistente pecado de Anita «que había cometido sin saberlo ella» cuando era niña; lo de que «ella le había rogado que se abrigara él también debajo del saco» parece excesivo al censor (cap. III).

Un grupo especial de este apartado de pasajes subrayados en torno al tema carnal, lo componen los fragmentos en que la fuerza del s*x* se manifiesta en la reacción física de algún personaje, que traga saliva, se confunde, despide fuego por los ojos, o enrojece. Así, se subraya el intento de abuso que sufre Ana niña de parte del amante de su aya, que la mira con llamaradas en los ojos y le pide besos infructuosamente (cap. III, p. 100); también el pasaje en que Bermúdez acaba confundiendo a los reyes del Panteón a la vista de la ceñida falda que luce Obdulia (cap. I, p. 67); o aquel en que los señores del Casino acaban por tragar saliva al evocar a Visita y Obdulia, coloradas y con los brazos al aire, haciendo pasteles (cap. VII, p. 207); también el relativo a las explicaciones de Visita sobre los encantos de Ana, conversación que obliga a su interlocutor, don Álvaro, a tragar saliva «colorado como una amapola» (cap. VIII, pp. 242-249); y aquel en que Ana baila con Mesía y siente un desfallecimiento ardiente y desesperado:

Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.

Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente.. El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba: «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer» ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita! (cap. XXIV, pp. 295-6).

Y en este mismo apartado cabe el memorable pasaje en que Ana acompaña descalza a la procesión, cuando toda la ciudad «la devoraba con los ojos» y Obdulia reacciona «lamiéndose los labios, invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por lo absurda» (cap. XXVI, pp. 343-344). Y por último se señala también el fragmento en que, tras la declaración amorosa de Mesía, se producen una serie de sugerentes contactos corporales que implican una lascivia subrepticia, manifestada en la Regenta con «emociones extrañas», «inquietud alarmante», «sofocaciones repentinas» y «una especie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no fuese aquel rincón oscuro» (cap. XXVIII, p. 408).

Otro subapartado de incitaciones carnales subrayadas por el censor lo constituyen aquellos pasajes que se refieren a un atuendo femenino provocador o al desnudo de la mujer, aunque ésta se halle a solas.

Así, se señala lo relativo a la ceñida falda de Obdulia, inadecuada para una visita a la catedral (cap. I, p 66) o el desnudo de Ana sobre la piel de tigre de su habitación (cap. II, pp. 93-94); pero además se marca el pasaje en que el Magistral, director espiritual de Ana, discute con ella un próximo vestido de baile (cap. XXIII, p. 277).

Los juegos eróticos, contactos corporales y coqueteos a que se entregan los personajes del libro componen otro conjunto de elementos relacionados con lo carnal y marcados por el lector-censor. Así, lo pasajes relativos a las diversiones en la casa de Vegallana, que incluyen risueños juegos en rincones oscuros (cap. VIII, p. 229), y las charadas en el curso de las cuales los jóvenes de ambos sexos usan una sola habitación para disfrazarse (cap. VIII, p. 233); o las explicaciones relativas al coqueteo de Obdulia con el cocinero Pedro, cuando chupan ambos la misma cuchara (cap. VIII, p. 240); o el pasaje en que Obdulia se insinúa al marquesito, su ex-amante (cap. VIII, pp. 242-49); o aquel en que Visita tontea con el mancebo de la tienda de telas (cap. IX, p. 272); el desprecio de la criada Petra a Anselmo, «otro estúpido que jamás había venido a buscarla en el secreto de la noche» (cap. X, p. 302); los avances de la rodilla de marquesito en su aproximación a su prima (cap. XIV, p. 411); Joaquinito Orgaz asediando a Obdulia (cap. XIV, p. 414); la perversión lasciva de Celedonio, que besa a la Regenta al final del libro...21El tejido de planes eróticos que sustentan los personajes y que se manifiesta en miradas, contactos corporales y palabras o risas provocativas, viene siempre recusado; a través de los ojos del censor, se hace manifiesta la capacidad que tiene Leopoldo Alas para dotar de contenido y significado erótico los movimientos de sus personajes. Incluso la mano de Obdulia sobre el hombro de Bermúdez en la Catedral (cap. I, p. 68), forma parte de lo sospechoso y viene también marcado.

En suma: la novela entreteje una tupida red de manifestaciones del erotismo —proyectos de los personajes; reacciones de los mismos al contacto, las palabras o la mirada; incitaciones conscientes o no; sofocamientos de impulsos mal controlados...— que constituyen el apartado más nutrido de pasajes subrayados por el lector-censor.

A la postre, y a partir de las marcas rojas habidas en el texto, se puede concluir que La Regenta es vetada durante el franquismo por una doble causa: 1) la imagen que se perfila del sacerdote, demasiado vulnerable a los intereses pecuniarios y a las incitaciones de la carne; 2) la certera y frecuente expresión de atentados contra la rigurosa moral sexual que predicaban las autoridades de la Iglesia católica durante el franquismo. No es simplemente que La Regenta hable del adulterio y del sacerdote enamorado; aparte de esos dos temas mayores, la novela ofrece innumerables pasajes de significado erótico que giran en torno a miradas, comentarios de los personajes o leves contactos y movimientos corporales; todo ello compone un conjunto inadmisible a ojos del lector-censor.


  • (1) V. Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua (Flaubert y Madame Bovary), Madrid, Taurus, 1975, p. 254, de cuyas afirmaciones se hace eco Gonzalo Sobejano en su «Introducción» a Leopoldo Alas «Clarín», La Regenta, Madrid, Castalia, 1990, pp. 5-6. volver
  • (2) Gonzalo Sobejano, cit., p. 97. volver
  • (3) Idem, p. 55. volver
  • (4) Información general sobre la censura, sus procedimientos y trayectoria, en Hans-Jörg Neuschäfer, Adiós a la España eterna [1991], Barcelona, Anthropos, 1994, pp. 46 y ss. volver
  • (5) V. Juan Pablo Fusi, Un siglo de España. La cultura, Barcelona, Marcial Pons, 1999, pp. 116 y ss. volver
  • (6) Calle de Azcona, número 42, de Madrid. volver
  • (7) Me refiero sobre todo a Benito Pérez Galdós. V. mi comunicación «Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas frente a la censura franquista» en el 7 Congreso Internacional Galdosiano, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria del 10 al 23 de marzo de 2001, cuyas Actas están en prensa actualmente. volver
  • (8) El informe consigna los números de las páginas correspondientes; pero no he hallado el volumen al que se refieren. volver
  • (9) Como resultado, treinta años después explica un reconocido crítico: «En los años cuarenta Clarín no se hallaba al alcance de lo pobres estudiantes que habíamos contraído el vicio de leer. La edición de La Regenta, publicada por Emecé, en Buenos Aires en 1946, era casi imposible de encontrar; sus «Obras Escogidas» de Biblioteca Nueva resultaban inasequibles por su precio». (Francisc Pérez Gutiérrez, El problema religioso en la Generación de 1868, Madrid, Taurus, 1975, p. 269. volver
  • (10) También las Obras Completas de Pérez Galdós, editadas por Aguilar, tuvieron luz verde desde 1941, lo que no obsta para que varias novelas fueran suspendidas en tirada independiente durante ésa y la siguiente década. V. Carmen Servén, cit. volver
  • (11) Es M. de la Pinta Llorente quien firma el informe de 1960 sobre Doña Perfecta, de Pérez Galdós. A partir de entonces esta obra, antes considerada muy problemática, fue editada sin obstáculos. V. Carmen Servén, cit. volver
  • (12) Alguna irreverencia aislada se subraya también; así, la expresión del narrador «sin matrícula ni Dios que lo fundó» (cap. XIX, p 107), o la de un contertulio del casino, que identifica a Bermúdez con una «cocotte de sacristía» (cap. VII, p. 208); o la descripción, durante la procesión, de la Virgen, «fija la mirada de idiota en las piedras de la calle» (cap. XXVI, p. 348).volver
  • (13) Teatro, público y poder. La obra dramática del último Arniches, Madrid, Ediciones de La Torre, 1998, vol. V. principalmente las pp. 77-81. volver
  • (14) Desde luego, se marca también el virulento pasaje de Foja contra el Clero de Vetusta en general y el Magistral en particular; propone enfrentarse «A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignos comerciantes, a padres de familia; a ese clero que dispersa los hogares...», etc. (cap. XX, p. 171). volver
  • (15) Luis Alonso de Tejada, La represión sexual en la España de Franco, Barcelona, Luis de Caralt Editor, 1977, pp. 17-22. volver
  • (16) Luis Alonso Tejada, cit., p. 21. María Teresa Gallego Méndez, Mujer, Falange y franquismo, Madrid, Taurus, 1983, p. 146, explica siguiendo la misma línea: «Los discursos de la clase médica, de políticos y de religiosos insistieron repetidamente en achacar los males de la Patria, o gran número de ellos, al erotismo y al libertinaje. volver
  • (17) Idem, pp. 49-58. volver
  • (18) Idem, pp. 107-115. volver
  • (19) Cit., p. 41. volver
  • (20) La Iglesia católica ha aplicado repetidas veces su atención cuidadosa al tema de la sexualidad dentro del matrimonio. A principios de los años cuarenta del siglo xx, el tema estaba en candelero: en 1930 se publicó la encíclica del Papa Pío XI titulada Casti connubii, que sigue de cerca lo planteado por León XIII en su Arcanum, de 1880. En España, el cardenal I. Gomá publicó a su vez una obra titulada El matrimonio. Explicación dialogada de la encíclica «Casti connubii», Barcelona, Casa Editorial Rafael Casulleras, 1941. Siguiendo a los dos Supremos Pontífices, Gomá habla de una «fidelidad de la castidad» entre los esposos cristianos, que se concreta en que «hasta las mutuas relaciones familiares entre los cónyuges deben estar adornadas con la nota de la castidad» (cit., p. 88); y previene contra la tendencia a «naturalizar» el matrimonio «buscando en él tan sólo la satisfacción de los bajos apetitos» (Idem, pp. 212-13). volver
  • (21) Sin embargo, curiosamente, en la última escena no se señala lo relativo al Magistral, que ciego de rabia, «dio un paso de asesino hacia la Regenta»
https://cvc.cervantes.es/literatura/clarin_espejo/serven.htm
 
Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la Encimada y dominaba todo —18→ el pueblo que se había ido estirando por Noroeste y por Sudeste. Desde la torre se veía, en algunos patios y jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua muralla, convertidos en terrados o paredes medianeras, entre huertos y corrales. La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustente era de la Encimada. Algunos fatuos estimaban en mucho la propiedad de una casa, por miserable que fuera, en la parte alta de la ciudad, a la sombra de la catedral, o de Santa María la Mayor o de San Pedro, las dos antiquísimas iglesias vecinas de la Basílica y parroquias que se dividían el noble territorio de la Encimada. El Magistral veía a sus pies el barrio linajudo compuesto de caserones con ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y tugurios, donde se amontonaba la plebe vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el Campo del sol, al Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba sus augustas chimeneas, en rededor de las cuales un pueblo de obreros había surgido. Casi todas las calles de la Encimada eran estrechas, tortuosas, húmedas, sin sol; crecía en algunas la yerba; la limpieza de aquellas en que predominaba el vecindario noble o de tales pretensiones por lo menos, era triste, casi miserable, como la limpieza de las cocinas pobres de los hospicios; parecía que la escoba municipal y la escoba de la nobleza pulcra habían dejado en aquellas plazuelas y callejas las huellas que el cepillo deja en el paño raído. Había por allí muy pocas tiendas y no muy lucidas. Desde la torre se veía la historia de las clases privilegiadas contada por piedras y adobes en el recinto viejo —19→ de Vetusta. La iglesia ante todo: los conventos ocupaban cerca de la mitad del terreno; Santo Domingo solo, tomaba una quinta parte del área total de la Encimada: seguía en tamaño las Recoletas, donde se habían reunido en tiempo de la Revolución de Septiembre dos comunidades de monjas, que juntas eran diez y ocupaban con su convento y huerto la sexta parte del barrio. Verdad era que San Vicente estaba convertido en cuartel y dentro de sus muros retumbaba la indiscreta voz de la corneta, profanación constante del sagrado silencio secular; del convento ampuloso y plateresco de las Clarisas había hecho el Estado un edificio para toda clase de oficinas, y en cuanto a San Benito era lóbrega prisión de mal seguros delincuentes. Todo esto era triste; pero el Magistral que veía, con amargura en los labios, estos despojos de que le daba elocuente representación el catalejo, podía abrir el pecho al consuelo y a la esperanza contemplando, fuera del barrio noble, al Oeste y al Norte, gráficas señales de la fe rediviva, en los alrededores de Vetusta, donde construía la piedad nuevas moradas para la vida conventual, más lujosas, más elegantes que las antiguas, si no tan sólidas ni tan grandes. La Revolución había derribado, había robado; pero la Restauración, que no podía restituir, alentaba el espíritu que reedificaba y ya las Hermanitas de los Pobres tenían coronado el edificio de su propiedad, tacita de plata, que brillaba cerca del Espolón, al Oeste, no lejos de los palacios y chalets de la Colonia, o sea el barrio nuevo de americanos y comerciantes del reino. Hacia el Norte, entre prados de terciopelo tupido, de un verde obscuro, fuerte, se levantaba la blanca fábrica que con sumas fabulosas construían las Salesas, por ahora arrinconadas dentro de Vetusta, cerca de los vertederos —20→ de la Encimada, casi sepultadas en las cloacas, en una casa vieja, que tenía por iglesia un oratorio mezquino. Allí, como en nichos, habitaban las herederas de muchas familias ricas y nobles; habían dejado, en obsequio al Crucificado, el regalo de su palacio ancho y cómodo de allá arriba por la estrechez insana de aquella pocilga, mientras sus padres, hermanos y otros parientes regalaban el perezoso cuerpo en las anchuras de los caserones tristes, pero espaciosos de la Encimada. No sólo era la iglesia quien podía desperezarse y estirar las piernas en el recinto de Vetusta la de arriba, también los herederos de pergaminos y casas solariegas, habían tomado para sí anchas cuadras y jardines y huertas que podían pasar por bosques, con relación al área del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo hiperbólicamente, parques, cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana. Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino, brincan y se encaraman en los lomos de quien encuentran delante.

A pesar de esta injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre todos. La Encimada era su —21→ imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. No era que allí no tuviera ninguna influencia, pero la tenía en los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía ilusiones. El Campo del Sol se les iba. Las mujeres defendían allí las últimas trincheras. Poco tiempo antes del día en que De Pas meditaba así, varias ciudadanas del barrio de obreros habían querido matar a pedradas a un forastero que se titulaba pastor protestante; pero estos excesos, estos paroxismos de la fe moribunda más entristecían que animaban al Magistral. -No, aquel humo no era de incienso, subía a lo alto, pero no iba al cielo; aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos, silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas, como monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias...

El Magistral volvía el catalejo al Noroeste, allí estaba la Colonia, la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro de los bosques de América, o una india brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes. —22→ Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los edificios por todas partes la esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas que se quedan y edifican despiertos. Una pulmonía posible por una pared maestra ahorrada; una incomodidad segura por una fastuosidad ridícula. Pero no importa, el Magistral no atiende a nada de eso; no ve allí más que riqueza; un Perú en miniatura, del cual pretende ser el Pizarro espiritual. Y ya empieza a serlo. Los indianos de la Colonia que en América oyeron muy pocas misas, en Vetusta vuelven, como a una patria, a la piedad de sus mayores: la religión con las formas aprendidas en la infancia es para ellos una de las dulces promesas de aquella España que veían en sueños al otro lado del mar. Además los indianos no quieren nada que no sea de buen tono, que huela a plebeyo, ni siquiera pueda recordar los orígenes humildes de la estirpe; en Vetusta los descreídos no son más que cuatro pillos, que no tienen sobre qué caerse muertos; todas las personas pudientes creen y practican, como se dice ahora. Páez, don Frutos Redondo, los Jacas, Antolínez, los Argumosa y otros y otros ilustres Américo Vespucios del barrio de la Colonia siguen escrupulosamente en lo que se les alcanza las costumbres distinguidas de los Corujedos, Vegallanas, Membibres, Ozores, Carraspiques y demás familias nobles de la Encimada, que se precian de muy buenos y muy rancios cristianos. Y si no lo hicieran por propio impulso los Páez, los Redondo, etc., etc., sus respectivas esposas, —23→ hijas y demás familia del s*x* débil obligaríanles a imitar en religión, como en todo, las maneras, ideas y palabras de la envidiada aristocracia. Por todo lo cual el Provisor mira al barrio del Noroeste con más codicia que antipatía; si allí hay muchos espíritus que él no ha sondeado todavía, si hay mucha tierra que descubrir en aquella América abreviada, las exploraciones hechas, las factorías establecidas han dado muy buen resultado, y no desconfía don Fermín de llevar la luz de la fe más acendrada, y con ella su natural influencia, a todos los rincones de las bien alineadas casas de la Colonia, a quien el municipio midió los tejados por un rasero.

Pero, entre tanto, De Pas volvía amorosamente la visual del catalejo a su Encimada querida, la noble, la vieja, la amontonada a la sombra de la soberbia torre. Una a Oriente otra a Occidente, allí debajo tenía, como dando guardia de honor a la catedral, las dos iglesias antiquísimas que la vieron tal vez nacer, o por lo menos pasar a grandezas y esplendores que ellas jamás alcanzaron. Se llamaban, como va dicho, Santa María y San Pedro; su historia anda escrita en los cronicones de la Reconquista, y gloriosamente se pudren poco a poco víctimas de la humedad y hechas polvo por los siglos. En rededor de Santa María y de San Pedro hay esparcidas, por callejones y plazuelas casas solariegas, cuya mayor gloria sería poder proclamarse contemporáneas de los ruinosos templos. Pero no pueden, porque delata la relativa juventud de estos caserones su arquitectura que revela el mal gusto decadente, pesado o recargado, de muy posteriores siglos. La piedra de todos estos edificios está ennegrecida por los rigores de la intemperie que en Vetusta la húmeda no dejan nada —24→ claro mucho tiempo, ni consienten blancura duradera.
 

Temas Similares

2
Respuestas
13
Visitas
920
Back