La barca de Caronte

Profesores: una epopeya post

publicado por Santiago García Tirado

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Cordon Press


Profesores. Maestros. Docentes: entre la luz y la santidad, la pesadilla y el Averno. Amados, desacreditados, idealizados, seguidos, desairados, valorados, ninguneados, alabados, prohibidos, vindicados. Figuras ineludibles —para bien o para mal— con un espacio importante en toda biografía. Pasan por nuestra vida, pero nunca lo hacen gratuitamente. Su perfil ha sido objeto de una revisión a la baja en los últimos años y su función, siempre en entredicho, ha ido encogiéndose con las diferentes reformas educativas hasta llegar a niveles que lo condenan a la irrelevancia. Inopinadamente, un virus llega y actúa como un revulsivo en esta situación. Hoy volvemos a preguntarnos si no había demasiada prisa por arrinconar a los docentes, si no se había proclamado demasiado a la ligera que el futuro de la escuela estaba en las nuevas tecnologías. Este artículo quiere revisar la figura de los docentes y su manera de estar en el mundo, contar historias y anécdotas, invocar presencias y traer a la memoria lo que algunos dijeron sobre aquellas mujeres y hombres que lo significaron todo en sus años de escuela. Algunos empujan para encerrarlos en el trastero de la historia, y nosotros nos empeñamos en entregarles el futuro.

Este artículo es una epopeya post.

Algunos nombres buenos

No son muchos. El nombre de la inmensa mayoría flota apenas en el recuerdo de quienes fueron alumnos y, al poco tiempo, la vida, los oficios, otros nombres más imperiosos, o más torvos, o prometedores, o trágicos, los arrancan de allí y los mandan al sumidero de la memoria. Solo unos pocos de esos nombres han quedado consignados en las páginas de un libro y así se han salvado del olvido y han llegado hasta nosotros. Hay muchos más, pero aquí va una lista con algunos de esos nombres buenos.

Louis Germain, por ejemplo. No tiene entrada en Wikipedia. No existe bibliografía interesante sobre su persona. Es un profesor anodino de una escuela pública en la Argelia francesa. Un día de 1923 recibe como alumno a un niño anodino llamado Camus, Albert. Lo trata en clase y no tarda en sentir inclinación por él, así que comienza a darle clases gratuitas. Después, y contra la opinión de la familia Camus, que quería que el chico entrase a trabajar lo antes posible, lo propuso para una beca. En 1957, mucho tiempo después de la escuela, Albert Camus le escribe una carta. Lo acaban de llamar de la Academia sueca, y le sobran motivos para dirigirse a su viejo profesor:

Cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón.

Tiene solo cuarenta y cuatro años pero en Francia es ya una figura rutilante. Nada menos que Sartre ha sido su principal adversario en algunas polémicas. Es también un hombre de mundo: se le conocen varios romances, y ha estado casado con distintas mujeres, la española María Casares entre ellos. La noticia del Nobel debería terminar de arrojarlo en esa borrachera que es la fama y hacerlo perder pie con la realidad, pero no es eso lo que ocurre. Tuvo un maestro que vio en su minúscula figurita de diez años un destello, una promesa. Fue también él quien le regaló la primera experiencia de lo sublime, cuando le leía en clase una novela de Roland Dorgelès sobre las trincheras de la Gran Guerra. Se titulaba Las cruces de madera. El Nobel devuelve a Camus a su escenario primordial, y allí encuentra a quienes le suministraron su capital primero: su madre, una mujer prácticamente sorda y muy limitada, que le dio la vida y lo crio, y Germain, el oscuro profesor de una escuela argelina que le dio la literatura. Pero la respuesta de Germain no es menos valiosa:

Mi pequeño Albert: el pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y estas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. […] Es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.

Porque un profesor es, por encima de todo, la persona que escucha, la que de esa manera ilumina en sus alumnos espacios que ni siquiera ellos mismos conocían. Germain supo que ese niño de diez años se merecía lo mejor de su atención, y se la dio. Tal vez fuera la primera persona en saber que el hombrecito de la clase en una escuela argelina tendría un lugar importante en la literatura del mundo. Y eso fue suficiente.

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El taller de Etienne. Albert Camus (siete años). Está en primer plano, en el centro, con una blusa negra, junto a su familia.
Fotografía: Rue de Archives, Cordon Press.


Claudio Magris también recuerda a los suyos, aunque sin nombre, porque fueron varios los que le dejaron su marca. A ellos agradece el bagaje que le entregaron y que no es, como se creería a bote pronto, un cerebro lleno de datos. Lo que Claudio Magris agradece a sus profesores es mucho más grande:

He tenido maestros y a ellos les debo ese poco de libertad interior que poseo y que ellos me dieron tratándome de igual a igual.

Porque un profesor es casi siempre la primera persona que lleva a una alumna, a un alumno, a comprender que para el pensamiento no existen los límites. De las doctrinas y los prejuicios demasiado a menudo se encargan las familias. Del territorio prohibido, el entorno social, la cultura. La escuela, por su parte, enseña la audacia y mantiene atado el miedo. Así el alumno aprende que el pensamiento vibra mejor cuando no hay obstáculo entre él y la verdad.

A Jean Hyppolite le dedica Michel Foucault su lección inaugural en el Collège de France. Foucault, él mismo ya un filósofo respetado, reconoce a Hyppolite como su maestro. Fallecido dos años antes del nombramiento de Foucault, es señalado como aquel que abrió en el pensamiento brechas por las que el propio Foucault ahora discurre:

Es hacia él, hacia su falta —en la que experimento a la vez su ausencia y mi propia carencia— hacia donde se cruzan las cuestiones que me planteo actualmente.

Porque una profesora, un profesor, abren caminos. Sin ellos, la inteligencia de un alumno —energía pura— estallaría aquí y allá como estallan los fuegos artificiales, sin más objetivo que un poco de sorpresa y entretenimiento. Sin un proyecto, el alumno caminaría a la deriva durante años en busca de no se sabe qué. Porque otros abren caminos, el alumno descubre nuevas realidades, ensancha el mundo. La labor que empezó en una clase ahora debe llevarla por sí mismo más lejos. Es su momento de emancipación.

La versión tierna —o fuerte— del profesor que ejerce con dedicación su trabajo es recurrente en el cine. Nos sirve de modelo la película de David Trueba Vivir es fácil con los ojos cerrados. En ella se recrea la aventura real de Juan Carrión Gañán, un profesor de Inglés que, en 1966, se lanzó a la carretera con su viejo coche para llegar a tiempo de conocer a John Lennon aprovechando un rodaje suyo en el desierto de Almería. En la película aparece como Antonio San Román, un gris profesor de un pueblo de Albacete.

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Los primeros compases de la película sugieren un estado de cosas un tanto salvaje en el ámbito de la educación española. Se suceden las escenas violentas: el bofetón de un cura a un niño, del padre al chico que escapará de casa, de la gobernanta a una chica en un internado. Son imágenes que evidencian la tensión de un mundo docente edificado sobre el principio de la violencia. No de la autoridad, sino del orden salvaje que se sostiene en la idea supuesta de una violencia legítima. Son los años sesenta, y el protagonista, a quien interpreta Javier Cámara, dedica sin embargo sus clases de Inglés a las canciones de los Beatles. Pero no a aprenderlas de memoria, ni como método de enganchar a los alumnos a una asignatura que podría parecer seca. Lo que Antonio San Román-Juan Carrión les pide a sus alumnos en primer lugar es que entiendan el texto; enseguida los lleva más allá. Se trata de desentrañar el sentido de ese grito de auxilio —Help!— que repite la canción. Solo un profesor puede empujar a sus alumnos en ese salto que lleva desde lo superficial a la intención oculta de un texto o un poema. De una simple canción pop. Es puro factor humano. En el aula.

Casi al terminar la película es el protagonista el que lanza su propio mensaje de auxilio: «Los profesores, de tanto tratar con niños, acabamos por no entender el mundo de los adultos». Porque un profesor no es un expendedor de verdades, sino alguien que también se encuentra en su propia pesquisa. Alguien que no deja de aprender. Juan Carrión Gañán murió el año 2017, a la edad de noventa y tres años. En sus clases utilizaba recursos multimedia como el cine, los vinilos, o las noticias de la BBC cuando todavía no eran esa marca cotizada —las TIC— y a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de que pudieran sustituir a la figura del profesor.

En la ficción, la imagen del docente ha experimentado codificaciones diversas, pero podemos reducirlas básicamente a tres: por un lado, la profesora o el profesor que ejercen su papel con entrega, siempre remando contra la incomprensión, incluso con rasgos de heroísmo —lo que casi siempre les supone un perjuicio o alguna forma final de inmolación—; por otro lado está el brutalista, el docente lerdo y/o falto de empatía, esclavo del academicismo, de la normatividad, y a la vez con gruesos problemas con la estética —este siempre es merecedor de un atentado justiciero, aunque sea meramente simbólico—; el tercer caso, el menos habitual, es el de los protagonistas que viven problemáticamente su papel, no siempre cómodos con lo que hacen. De todos ellos tenemos ejemplos relevantes.

La novela Stoner, de John Williams, es un buen modelo de lo que significa un docente honesto. Mucho menos circense que el señor Keating de El club de los poetas muertos, Stoner es un profesor entregado y metódico, un picapedrero de las aulas que en ningún momento da señales de excepcionalidad. Una personalidad gris, diríamos, y pese a ello o precisamente por ello, capaz de dejar una huella imborrable en sus alumnos. Si bien no ha experimentado fricciones notables a lo largo de los años con sus colegas de trabajo, sí ha visto cómo su vida se consumía por las exigencias de su cotidianidad docente. Ni alcanza fama, ni pasa a los anales de ninguna historia. Su entrega ha sido lo más parecido a una autoinmolación extendida en el tiempo. Y quienes aprovechan ese sacrificio son sus alumnos.

La atracción intelectual que emana del docente es el tema de Confusión de sentimientos, de Stefan Zweig. En este caso el profesor es un ser enigmático, de una vejez abrasiva y hasta se diría que injusta que, cada vez que encara los temas de la literatura que lo fascinan, se transfigura en un ser nuevo y pletórico. La relación del protagonista con el profesor atravesará diferentes fases, todas ellas extrañas, difíciles de explicar, porque a ello se añade que el profesor se reserva un mundo aparte del que nadie sabe nada, por el que sucesivamente desaparece sin dar explicaciones. Pese a lo que esa relación —y la que vive después con la joven esposa del profesor— tiene de sacudida para el protagonista, al final de la obra se sublima como el recuerdo más valioso. En su jubilación el protagonista invoca el nombre de su profesor, ese nombre «del que emana todo impulso creador, el nombre del hombre que decidió mi destino y que ahora con redoblada fuerza me obliga a evocar mi juventud». Cuando al final del relato se dispone a cerrar el círculo, todavía añade: «Ni a mi padre, ni mi madre antes que él, ni a mi esposa e hijos después de él. A nadie he amado tanto».

Más que un personaje, el don Gregorio de La lengua de las mariposas es un arquetipo, y lo es en diversos aspectos. Manuel Rivas lo dibuja como un hombre notoriamente feo pero de un interior bellísimo, un hombre que encuentra la felicidad enseñando, que se emplea a fondo para que sus clases cuenten con los mejores medios y resulten todo lo atractivas de que sea capaz. Es, evidentemente, un arquetipo, el de los maestros de la República, ese grupo de hombres y mujeres que se constituyeron como un auténtico baluarte de los principios sobre los que se asentaba el nuevo orden político. En el relato están, sin ser mencionadas, las Misiones Pedagógicas, la innovación educativa que se extiende bajo el ministerio de Marcelino Domingo, la confianza en que de la escuela republicana saldrá una sociedad mejor, más culta, sin distinción de clases, más humana, más justa.

A Manuel Rivas le basta aludir a «los de la Instrucción Pública» para señalar que, allá fuera, el mundo está viendo el nacimiento de una nueva forma de entender la educación. Enseguida el relato vuelve su foco al pueblo y a sus niños, a lo tangible, y lo que encontramos ahí es un maestro fascinado que logra fascinar a sus alumnos. Les habla de la lengua de las mariposas, como en otros momentos de Machado, de los elefantes de Aníbal, o de «la hierba, la oveja, la lana, el frío». A través del maestro, el mundo entero toma cuerpo en la pequeña aula de un pueblo gallego. El niño protagonista, Moncho, le suministra insectos para sus explicaciones, y no tarda en convertirse en su ayudante cada vez que el maestro marcha al monte. En cuanto a su trato exquisito, a diferencia de los maestros que vendrán después y de los que hemos hablado al hilo de Juan Carrión, un detalle: cuando se enfada porque en la clase hay cierto barullo, el maestro opta por guardar silencio. Sencillamente, su sentido de lo humano le impide otra forma de autoritarismo. Y sin embargo es un silencio correctivo, que a los chicos les duele, «como si nos dejara abandonados en un extraño país».

Solo una sombra: alguien ha dicho en el pueblo que el maestro es ateo. La sombra se vuelve gigantesca al final del relato, cuando las tropas franquistas entran en el pueblo, y todo sospechoso de haber flirteado con las ideas de democracia e igualdad debe ser eliminado. Los padres de Moncho, que tienen miedo a parecer tibios ante los militares fascistas, fingen una indignación desaforada contra los que van en un camión camino de ser represaliados, entre los que va el maestro. Al niño lo obligan a participar en el griterío. El furor lo aturde, se agacha a coger una piedra del camino para lanzarla contra el camión, pero el único improperio que es capaz de articular es una serie de nombres que le ha regalado su maestro: «Sapo, tilonorrinco, iris». Es todo el legado que deja un docente: palabras. Ni adoctrinamiento, ni influjos extraños. Palabras. Y en ellas, el mundo.

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La tradición literaria es mucho más abundante en el ámbito de los modelos repulsivos. El epígrafe engloba a ese tipo de docentes que, como dice Peter Handke, son el peor recuerdo de sus años de estudios por «la falta de interés que mostraban por la materia. (…) Nunca más he vuelto a encontrarme con hombres menos poseídos por lo que llevaban entre manos». Este cliché es repetido hasta la saciedad por el cine y, de rebote, es el modelo que impregna el imaginario colectivo. Es el tipo de docente violento y estúpido con el que trata el estudiante Törless en la novela de Musil, el mismo que aparece en el instituto Benjamenta del Jakob von Gunten, de Robert Walser, y que queda tan bien retratado en la película El Ángel azul, de Josef von Sternberg. En esta última, el profesor Unrat —El profesor Unrat o el fin de un tirano es el título de la novela de Heinrich Mann en la que se basa la película— es un personaje autoritario y obsesivo del academicismo ramplón. Bajo su aspecto de hombre culto y distinguido, lo único que existe es un niño crecido que nunca supo encontrar su sitio en el mundo real. La traición que le obsequia su mujer —nada menos que Marlene Dietrich en el primer papel estelar de su carrera— es la pena merecida, su particular infierno condensado en los minutos finales de la película.

La sentencia contra este tipo de docentes solo podía alcanzar su grado más refinado de la mano de un juez implacable y cáustico como Thomas Bernhard. El austríaco, que tiene un merecido puesto entre los pesimistas radicales de la literatura, por boca de uno de sus personajes define a los docentes como «los obstaculizadores de la vida y de la existencia». Según él, son esa clase de personas que «en lugar de enseñar a los jóvenes la vida, de descifrarles la vida, de hacer de la vida para ellos una riqueza realmente inagotable por su propia naturaleza, la matan en ellos». Es un juicio severo, que quizá fuera acertado en el caso de los profesores que le tocaron durante su infancia en Salzburgo, pero que de ninguna manera se puede hacer extensivo a una mayoría de docentes. Que han existido profesores de este partido en todos los tiempos es algo indiscutible, pero querer reformar la función docente en pleno para prevenir este peligro es una falacia. Una buena medida de profilaxis sería mantener las lecturas de Thomas Bernhard lejos de los técnicos que diseñan las reformas educativas en este país. Sospecho que muchos de ellos pisaron un aula por última vez hace siglos, pero leen a gente como Bernhard y toman sus libros como la noticia del día.

En un tercer grupo se engloban los docentes que podíamos definir como en una relación complicada. Son aquellos que problematizan su posición, los que viven al margen de la dialéctica entre héroes y villanos porque su lucha es otra. Las obras de J. M. Coetzee (Desgracia, Los días de Jesús en la escuela, La muerte de Jesús) aportan ejemplos de figuras matizadas, con un relieve que permite conocer no menos sus defectos que sus fortalezas.

En Desgracia, el protagonista, David Lurie, es profesor universitario en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, y, si alguna vez lo tuvo, hace tiempo que ha perdido cualquier interés en su materia. Ejerce por pura inercia, incapaz de provocar emoción por la literatura inglesa, que es su especialidad. Eso sí, aprovecha su posición para intimar con una de sus alumnas, Melanie Isaacs. La fuerza en varias ocasiones, hasta que ella desiste de volver a sus clases y el novio de la chica se encara con él. La historia avanza tortuosa y jalonada por reacciones inesperadas de los personajes, a la vez que va derivando en nuevas subtramas como una máquina endemoniada de la que nunca se ve un final. Para el tema que nos ocupa, es interesante observar la manera en que la administración universitaria juzga su caso, cómo le ofrecen una salida airosa a poco que firme un documento de reconocimiento. El problema se halla en las diferentes capas de verdad con las que unos y otros intentan pasar página sin entrar en conflicto con la corrección política. La reacción final del profesor, que se niega a pedir ningún tipo de disculpa, pone de relieve un panorama moral que no resulta nada tranquilizador. En ese panorama turbio tiene mucho que decir la presencia ambigua de la universidad, que nunca se posiciona de manera nítida de parte de la verdad.

Una variante de esa fórmula permite a Coetzee novelar en torno al ámbito de la enseñanza y las nuevas tendencias pedagógicas en Los días de Jesús en la escuela y, más tarde, en La muerte de Jesús. Ocurre que en estas novelas el tiempo y el lugar son esa confluencia extraña que arranca de La infancia de Jesús, y que dotan al relato del trazo de lo arquetípico. Se trata de otro mundo-cualquier mundo, un lugar en el que se habla español y donde se está creando un sistema social nuevo que poco tiene que ver con los referentes actuales. Y es bueno que así sea, toda vez que el mundo nuevo es un más allá del Leteo, donde la memoria se pierde y la ciudadanía comienza desde cero a inventar una sociedad sin deudas ni presupuestos. Allí es donde el niño David, que pierde el contacto con su madre en la llegada caótica en barco, es cuidado por una pareja de conocidos, Simón e Inés. Como en el caso del Jesús evangélico, ni los padres son lo que podríamos llamar una pareja, ni él tiene relación de sangre con ninguno de ellos. Esta familia a su manera dedicará todos sus esfuerzos a David, que es quien necesita crecer y formarse como nuevo ciudadano del mundo.

En Los días de Jesús en la escuela sus padres-tutores deciden llevarlo a una academia de música. Antes de eso, David ha vivido una experiencia en la escuela pública nada favorecedora: los profesores de allí no supieron comprender la personalidad compleja de David, y se limitaron a exigir ante los padres una actitud firme con el niño. Como el Jesús bíblico ante los sabios del templo, el niño demostraba una inteligencia natural fuera de lo común, pero los profesores le pedían que se mimetizara con el resto de los alumnos.

Valoradas todas las posibilidades que les brinda la ciudad donde viven, se deciden por la academia de música, que es la que ofrece un plan de estudios con unas intenciones marcadamente humanas. Según estas, la música y la danza permiten al alumno conectar con su mundo, aprender los números y, a partir de ahí, el resto de materias. Simón, que ejerce de padre, discute a menudo con la profesora, la enigmática y muy sugerente Ana Magdalena, y con su marido, Juan Sebastián Arroyo, que lleva el peso intelectual del método, pero no parecen llegar nunca a ninguna parte. El día que los niños presentan ante las familias una muestra del arte que han desarrollado la gente aplaude, pero Simón entiende que no hay nada allí, que cuanto están trabajando los alumnos es el puro vacío.

Todo se precipita cuando en la escuela se produce un crimen pasional, y la enigmática Ana Magdalena aparece estrangulada. Qué va a ocurrir con el niño. Cuál será su nueva escuela. En qué medida la educación está favoreciendo un desarrollo adecuado de su dimensión ética. Todo es borroso y todo queda sin respuesta porque Coetzee es un autor que problematiza. No consuela, no calma. No tiene un catecismo que vender. Y entre las tendencias de la educación actual que se presentan como respuestas definitivas lo que sobran son catecismos. Un ejemplo: en La muerte de Jesús aparece otro centro educativo, adonde el niño quiere ir. Se trata de un orfanato llamado Las Manos que tiene su propia oferta pedagógica. Simón, el padre, describe al director, un tal Julio Fabricante, pero parece estar hablando de algún experto actual en competencias básicas: «Es un adalid de la educación práctica, enemigo de los conocimientos librescos, que desprecia sin tapujos». En otro momento se pregunta: «¿Aceptará David que lo formen para una vida carente de aventuras, una vida de fontanero?». La pregunta que sigue va directa al docente del siglo XXI, y tiene que ver con cierta forma de épica: ¿qué hará una profesora, un profesor a quienes se les pide que solo se dediquen con sus alumnos a cuestiones prácticas? ¿Encerrarán bajo llave los contenidos que permitían a sus alumnos preguntarse por el mundo, o abrir las puertas de la imaginación, o bien estremecerse leyendo un poema, un fragmento de un libro tan poco práctico como El Quijote? El niño David lee un fragmento delante de sus amigos mientras se encuentra en el hospital: «Si sois realmente don Quijote, ¡ponednos en libertad! ¡Haced que nuestras cadenas se rompan! ¡Que los muros de esta prisión se desmoronen!» La épica del docente está toda resumida allí, en la figura igualmente malentendida y maltratada de don Quijote.

Idealizados, vilipendiados, execrables o santos, los docentes ocupan una parte importante del imaginario que acompañará a sus alumnos a lo largo de su vida. Les proporcionan durante unos años experiencias que difícilmente van a olvidar, y que se sumarán a los contenidos que estudien y los trabajos que realicen en el aula. De esa suma se compone el bagaje que les habrán dado los años de su formación. La profesora, el profesor que busquen satisfacer necesidades propias tienen un amplio catálogo de posibilidades, que van desde el narcisismo de quien se extasía escuchándose hasta quienes se convierten de hecho en padres y madres protectores de sus alumnos. Los otros, los que problematizan su trabajo y entienden que su fin es la formación —el trabajo de instruir y el trabajo de educar— de sus alumnos son los que experimentan la magia del acto de enseñar. «El amor vendrá luego, y ahí no está tu recompensa», que dice Deligny en Semilla de crápula. La enseñanza no es una simple siembra de cariño, casi siempre mal entendido como emotividad hueca. El trabajo del docente es otro, aunque nace y termina en el amor.

Tienes que saber lo que quieres. Si es hacerte querer por ellos, llévales caramelos. Pero el día que te presentes con las manos vacías, dirán que eres un cerdo. Si quieres hacer tu trabajo, tráeles una cuerda de la que tirar, leña que partir, sacos que cargar.

Fernand Deligny se dedicó toda la vida a eso que Jordi Planella codifica como «las nuevas infancias». Antes de la guerra ya había trabajado con pacientes de hospitales psiquiátricos y con niños en diferentes grados de abandono familiar o ya habituados a un entorno de delincuencia. En la última fase de su vida docente, desde los setenta hasta su muerte en 1996, se volcó en acompañar y entender a niños autistas. Restringió el lenguaje, que le provocaba sospechas en cuanto transmisor de un modelo de mundo, y porque creyó encontrar una relación entre el mutismo de los autistas y la necesidad de autoprotegerse. En varias casas de los bosques de Cévennes convivió con ellos y se dedicó a dibujar mapas siguiendo la aparente línea caótica de sus alumnos por los bosques. De allí salió Ce gamin, là (Ese chico, ahí) el documental que grabó con Renaud Victor sobre sus experiencias de esos años.

Si hay que leer a Fernand Deligny conviene empezar por Semilla de crápula, un libro de pedagogía a su manera, de poesía, de aforismos o de memoria, según se quiera ver, con todos los ingredientes para provocar el desconcierto y la fascinación por igual. Escrito en 1943, en Semilla de crápula Deligny plasma ideas dispersas en torno a la educación de esos muchachos que a sus pocos años de vida ya tienen un pie en la delincuencia o en algún otro modo de autodestrucción. A menudo los textos parecen reflexiones al final de un día duro, a veces son pura poesía, otras ironizan sobre quienes alardean de vender soluciones educativas y, al fondo, siempre una visión indignada de un mundo que se niega a arropar a esos niños crecidos a la intemperie.

Comienza con la metáfora del sembrador, de aire bíblico. Presupone que el trigo es el trigo y y que en esa parte del terreno todo irá bien, pero anuncia que su atención va a estar en lo anómalo, lo enfermo, el peligro. Y al trigo mismo no le faltan amenazas: tizón, cizaña, cardo, amapolas. En su parábola los vecinos vienen y se burlan de que le dedique a ellos su cuidado en vez de hacerlo con el trigo, y el diálogo se desarrolla así:

«He aquí el tizón, la cizaña, la amapola y el cardo que infectan nuestros campos, cuidados como a nadie se le ocurriría cuidar el trigo».

Si te gusta hacer reír a tu costa, responde, los ojos en el cielo y las manos abiertas: «Sí: y creo que la cosecha será hermosa».

El texto con el que se abre el libro es todo un compendio de buena pedagogía y debería ser el leit motiv de todo docente:

La cosecha, si hay cosecha, será para luego, para más tarde o para nunca. Con la diferencia de que la semilla de crápula es exactamente igual a la semilla de hombre.

Algunos de sus textos son un soplo de aire para profesores fatigados:

Mientras haces esto, no serás tan fuerte como el buen Dios, pero habrás hecho cuanto estaba en tu mano.

En otros, su denuncia social se muestra amarga:

Su padre ya ha pasado ocho años en la cárcel; su madre, dos años en el hospital; y él todavía quisiera, este pequeño exigente, que la Sociedad se ocupara de él.

Contra el buenismo inútil, las nuevas pedagogías y otros remedios científicos se guarda un buen puñado de argumentos:

Volcarse demasiado sobre ellos es la mejor posición para recibir una patada en el culo.

Si mezclas estética y moral pura, eres un peligroso egoísta y no haces tu trabajo.

Muchos de los textos son consejos. No pedagogía, consejos:

En los barullos más grandes, tú eres la calma sonriendo. En las grandes calmas, tú eres el viento.

Por encima de teorías, de definiciones, de títulos, de organismos, Fernand Deligny sabe cómo reconocer a quienes tienen y a quienes no tienen madera de enseñantes:

No les enseñes a serrar si no sabes sostener una sierra; no les enseñes a cantar si cantar te aburre; no te encargues de enseñarlos a vivir si no amas la vida.

¿Para qué profesores?

Llego a Günter Anders a través de Jorge Larrosa, quien además de escribir sobre el hecho educativo acumula una biografía lectora de lo más bizarro. Lo que leo en el libro es una cita, solo el final de un poema de Anders, un poema que habla de un mundo en perpetuo cambio y en el que es preciso mantenerse alerta.

…Tenemos que interpretar esa transformación.

Precisamente para transformarla.

Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.

Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.

Es un texto apremiante. La urgencia la marca la perífrasis de obligatoriedad («Tenemos que»), y la condiciona el devenir del tiempo, que no deja de fluir mientras todo lo cambia. Pero el apremio no es al individuo, sino al grupo, a la masa que cantó César Vallejo, al pueblo, que debe ser el sujeto de la historia («nosotros»). Estamos, pues, ante el logos marxista, la revolución en ciernes. Por eso el optimismo, la confianza en que la historia se puede decidir, «transformarla». Sin embargo, leo el poema y no puedo dejar de ver, a través de Larrosa y a través de Günter Anders, que el poema está describiendo un aula. Dentro del aula unos alumnos y un docente dan clase. Aprenden, pero no hacen un ejercicio de inmaterialidad pura. Tienen un ojo en lo que hay afuera, porque saben que ahí está su destino, pero de alguna manera saben también que el tiempo detenido que es el tiempo escolar es imprescindible para entender lo que está sucediendo en el mundo del tiempo alocado. El aula así entendida no es el lugar de la repetición ni el templo donde se venera el pasado, sino un lugar marcadamente activo, presente, vivo.

No sé si puede haber una definición más feliz de lo que es el cometido de la enseñanza: el docente, ese miembro de la sociedad que nunca debe renunciar a su faceta de pensador, interpreta junto con su grupo de estudiantes qué es el mundo y hacia dónde apunta su evolución en el momento actual. Los alumnos durante unos años viven a resguardo de esa intemperie, separados del mundo para poder así formarse adecuadamente antes de asumir un día su papel como ciudadanos. En apariencia, el día a día se vuelve un latido pesado que no parece evolucionar, pero los años pasan. Un día entienden por fin que todo lo que estudiaban y aprendían entre aquellas paredes les ha dado los medios para interpretar el mundo. Ahora pueden asumir una posición activa, si es que quieren detener la diabólica rueda. En vez de decir «prepárate para la vida; el mundo es un lugar difícil» el profesor les habrá dicho en todo ese tiempo: «Que el mundo no siga cambiando sin nosotros, para que no sea como siempre un mundo sin nosotros».

Günter Anders fue el primer marido de Hannah Arendt. Aparece aquí una conexión reveladora, porque Hannah vivió uno de esas transformaciones dramáticas de las que habla el poema, esas que la historia se reserva para azotar con saña a determinadas generaciones. Ella también tuvo que explicar —y explicarse— un mundo que, de aparentemente bien encarrilado hacia el progreso, había evolucionado a una pesadilla de dimensiones cósmicas. Según ella, los totalitarismos europeos aparecieron en un momento preciso: eran los años en que el mundo se hundía en una crisis económica sin precedentes y en todas partes se buscaban con impaciencia respuestas innovadoras. Esas respuestas fueron el nazismo-fascismo y el comunismo soviético: ambos formularon planteamientos y buscaron modos organizativos que los definían como pura vanguardia política. Ambas tendencias se propusieron gobernar el cambio y para ello exigían —cada una a su manera— que el nosotros se disolviera en un ente abstracto identificado con la patria. Dicho de otra forma, ahora que el mundo se disponía a vivir el mayor cambio de la historia, el individuo debía desaparecer; los que comandarían el rumbo serían otros.

Pues bien, si los totalitarismos triunfaron, en buena medida se debió al éxito de sistemas educativos formulados precisamente para que el ciudadano asumiera un nuevo papel. En adelante debía ser quien proveyera de energía y mano útil al nuevo estado. A la vez se repudiaba por débil la democracia participativa, demasiado centrada en el individuo, demasiado lenta cuando se trataba de ejecutar cambios sociales a gran velocidad. El sistema heredado de la escuela prusiana —en el caso del nazismo— sentó la base formativa de ese individuo disciplinado y acrítico que debía subordinarse al interés del Reich; en España, como en Italia, la educación ya había modelado de tiempo atrás al ciudadano religioso apabullado por la voz superior que considera la vida terrena como mero paso hacia la otra, espiritual. El caso ruso fue menos sofisticado: inmensas capas de la población seguían habitando un cosmos medieval. En ese esquema ni cabía la idea de una sociedad no sumisa. El mundo en los años treinta acabó sufriendo una transformación, la conocemos bien, y experimentamos sus consecuencias.

Fue de nuevo una transformación sin nosotros.

Profesores frente a pantallas

En esa tesitura es donde el papel del profesor muestra su auténtica dimensión. Las nuevas generaciones pueden capitanear el cambio, pero solo sabrán exigir su presencia en el puente de mando si la escuela ha hecho anteriormente su trabajo. Sin embargo, frente a esta idea aparecen antagonistas inopinados. Y muchos de ellos vienen en el convoy de la innovación, las pedagogías avanzadas, el aprender a aprender, los aprendizajes cooperativos, el e-learning, el constructivismo, el bando que se dice alternativo.

Si existe internet, si el mundo está al alcance de toda persona-cualquier persona, ¿no han quedado obsoletos los docentes?

El confinamiento ha ofrecido al mundo un banco de pruebas inesperado. Por una vez, y en casi cualquier país al mismo tiempo, el profesor queda lejos del alumno. Los contenidos corren libres en Google Classroom, en Moodle, en Microsoft, y están listos para demostrar que la pedagogía constructivista en alianza con la web 3.0 relega a la irrelevancia la figura del docente. El alumno categorizado como nativo digital será el primero en la historia que podrá ofrecerse a sí mismo una formación sin la molesta sombra pensante del docente. Si necesita datos, los tendrá sin límite. Si necesita idiomas, contenidos científicos, instrucciones para poner en marcha un gadget, todo todo y todo lo tendrá al alcance de la mano. Según esta idea, el profesor sólo debe estar ahí, servir de estímulo al alumno, supervisarlo, pero no puede hacer lo que es misión del propio alumno: construirse su propio aprendizaje.

Parece maravilloso. Hay docenas de reportajes sobre el particular, el último de ellos se titula La nueva escuela, y relata los aparentemente indiscutibles progresos de este tipo de aprendizaje en Catalunya. La película está en Filmin. Avanzo spoiler: no aparece en el reportaje ninguna técnica que no se haya visto desde hace años en Canarias, en León, en Asturias, en La Rioja. Luego el título engaña, no hay nada de nuevo. La película insiste en mostrar cómo varios grupos de alumnos consiguen aprender por sí solos —según parece—: en uno, las particularidades de la bicicleta y cómo montar un taller; en el otro, a hacer trajes cosplay. A final de curso, el acto de clausura es una fiesta de lo que parece la nueva escuela. Acaba la película y soy un mar de dudas. Tengo tantas ganas de preguntar que no logro saber en qué momento empezar a elaborar una cierta jerarquía entre preguntas. Empiezo al azar, con la primera: ¿era esto lo que los alumnos venían a aprender, cómo montar un taller? La segunda: ¿qué hicieron los profesores en todo ese tiempo? Las elipsis en el cine ahorran material narrativo, pero ¿sirven en esta película para disimular toda la problemática que supone el día a día monótono de un año escolar? Y otra: ¿nadie les dijo a esos alumnos que también podrían aspirar a otros ámbitos —el derecho, la carrera diplomática, la medicina, la ingeniería genética, la danza, la farmacología—? ¿O, dado que eran centros de enseñanza de un pueblo de gente trabajadora, se presuponía que su futuro quedaba ahí, en trabajos de tipo manual, de fontanero, como en la novela de Coetzee?

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Cordon Press


Por supuesto que a día de hoy cualquier grupo de alumnos es capaz de aprender sin ayuda de nadie. También los torpes en la cocina, los negados para la informática, los que no saben solucionar las pequeñas tragedias cotidianas de un hogar lleno de aparatos pueden encontrar en internet respuestas para todo. Pero ¿quién, sino una profesora, un maestro, puede plantear conceptos como la justicia social o la defensa del medio ambiente? ¿Quién, si no es el docente, hará a esos alumnos reflexionar en torno a la solidaridad, el respeto por las minorías, la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres? En tanto que la enseñanza abre el mundo —la versión del mundo que nuestra sociedad ha forjado, miles de pensadores y guerras y filósofos y revoluciones después—, no se puede esperar que los alumnos por sí solos accedan a cuestiones en las que la humanidad ha progresado a lo largo y ancho de la historia. Decir que un alumno debe decidir y desarrollar sus propios aprendizajes es un planteamiento doloso. Degrada la enseñanza. A los alumnos que escasean en sus casas de eso que Bourdieu llama capital cultural la educación DIY los condena, los ata, los achica.

Hannah Arendt explicó el trabajo del docente como la transmisión del mundo. La nueva generación entra en la escuela —bendita escuela que los libera durante unos años de la locura que es el mundo y sus servidumbres—. Allí, sin diferencia de clase social ni de s*x*, sin discriminación por motivos religiosos o étnicos, todos aprenden por igual lo que la humanidad ha logrado hasta la fecha. La ciencia, la democracia, el juego, la medicina, la música, los derechos sociales. La geografía para que comprendan la dimensión de su pequeño barrio, su pueblo, su familia. La literatura de quienes crearon mundos nuevos o dieron nombre a sentimientos para los que antes no existía nombre. El respeto, la paciencia. El lugar del otro. Todo llega de la mano de alguien —una profesora, un profesor— a quienes mueve una cierta forma de amor.

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.

Hannah Arendt lo entendió con una simplicidad que desarma: el mundo se renueva con la llegada de una generación a la que trasmitimos el viejo mundo para que en sus manos se actualice. Su llegada salva el mundo, pero en esa salvación la presencia del docente es primordial. Su función es, en ese sentido, política. Y, puesto que su labor contribuye a preservar la sociedad frente a la muerte, el docente debe gozar de la máxima veneración. No en vano es el docente quien canaliza el amor de la sociedad por su mundo. Porque sin amor, no hay traspaso del mundo. Quienes negocian y compran y esquilman el planeta —que coincide a menudo con quienes dictan las normas de la nueva educación— demuestran a diario que lo suyo no es amor por el mundo.

Pero sigue habiendo docentes. Esta epopeya seguirá actualizándose mientras el amor por el mundo siga fluyendo a través de los docentes. Solo así, y a pesar de los oscuros presagios, el mundo seguirá renovándose generación tras generación. Habrá momentos críticos, y signos de que la humanidad se dirige hacia su autodestrucción, pero mientras siga habiendo profesores la esperanza seguirá intacta.

En esta epopeya el final está por escribir, pero solo cabe que se dé de esta forma: en el futuro, la escuela consigue por fin interpretar las transformaciones que sufre el mundo, precisamente para transformarlas. Pero el logro no sirve de nada si no se comunica, y la escuela es, por encima de todo, el lugar de la comunicación. Las nuevas generaciones que salen de allí, ahora sí, están preparadas para intervenir en el mundo. Por fin será gobernado por categorías humanas. Comienza un cambio: es el cambio que habremos decidido. Ya nunca más el mundo cambiará sin nosotros. En la escena con la que se cierra este relato hay una escuela. En la puerta, una profesora, un profesor invitan a entrar.
 
‘El nombre de la rosa’ 40 años después

Este mes se cumplen cuatro decenios de su publicación. ¿Cuánto hay de histórico en el thriller histórico más famoso de la literatura?

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Umberto Eco en una imagen de los años ochenta. David Lees/Corbis/VCG via Getty Images

 
Riñas con estrambote

publicado por Ernesto Filardi

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Retrato de Francisco de Quevedo, Peter Balthazar Bouttats, 1726


Figúrese el lector el siguiente titular: «Compra piso alquilado para desahuciar al inquilino, a quien odiaba desde hacía muchos años». Podría ser de El Mundo Today, ¿verdad? Una mezcla tan absurda de contradicciones y mala leche es tan perfecta que solo podría ser mentira.

Bien. Figúrese ahora el lector que es cierta y que, en efecto, sucedió en España. Hay que ser miserable con la que está cayendo, pobre hombre, si es que todos los ricos son iguales. Sí, sí, pero no nos alejemos del tema: ¿dónde podría haber sucedido? Quizás en esa España profunda que a todos nos gusta colocar alejada de nosotros, uno de esos lugares recónditos en los que los tíos se casan con sus sobrinas y el párroco tiene un hijo al que llama sobrino.

Figurémonos ahora que esta historia sucedió en el siglo XVII. Ah, bueno, entonces sí, porque en esa época eran muy brutos y tiraban a las cabras desde lo alto del campanario, menos mal que vivimos en tiempos civilizados. Pero sigamos figurándonos —total, es gratis y tenemos tiempo— que los protagonistas eran personas de honda formación humanística y con cierto trato de favor por parte de la monarquía. Vaya, esto se nos está yendo de las manos: empezamos con El Mundo Today y en pocas líneas ya hemos llegado a palacio.

Figurémonos entonces —otra vez, sí— que fue Quevedo quien compró la casa para poder echar a la calle a Góngora, que vivía casi en la ruina. Entonces claro, cómo no se me habría ocurrido antes, lo del hombre a una nariz pegado y todo eso, qué cachondo el Quevedo, qué mala baba se traía. Es muy posible incluso que el más avezado lector ya supiera esto desde la primera línea, ¿verdad?

Bien, pues sigamos con el jueguecito y figurémonos ahora que esta historia es muy probablemente una invención, casi una leyenda urbana originada al calor de la lumbre de los ripios difamatorios con los que cada uno de ellos gustaba de zurrarle la badana al otro. Bueno, a ver cómo diablos vamos a descubrir ahora si pasó o no, total, ha pasado tanto tiempo que madre mía.

Ya por último, entonces, figurémonos que las últimas investigaciones filológicas apuntan a que la famosa rivalidad entre Quevedo y Góngora no fue para tanto. Es lo que dice, por ejemplo, Amelia Paz en su artículo «Góngora… ¿y Quevedo?», una impecable e implacable labor de investigación en la que pone en entredicho la enemistad de la que tanto nos hablaban en el instituto basándose en que no está claro que los poemas que sustentaban dicho enfrentamiento estén escritos por tan célebres rivales. La difusión anónima de estos textos, si bien era necesaria en aquella época para evitar problemas judiciales, ha sido uno de los principales escollos para esos malditos filólogos que aún tienen el trabajo pendiente de probar o denegar la autoría de tal o cual escritor. O sea, que es posible que toda la vida nos hayamos creído una mentira, hay que ver estos filololeches qué se van a inventar ahora tras tanto defender a la Real Academia con el bluyín y el cederrón. Leer las Soledades o la «Epístola satírica y censoria contras las costumbres presentes de los castellanos, escrita al Conde-Duque de Olivares…» no, que no se entienden, pero las tradiciones que no nos las quiten.

El caso es que, sea cierta o no, esta enemistad es más que creíble. Aquella época es tierra abonada para dar pábulo a todo tipo de disputas literarias por un quítame allá ese estrambote. Cual panda de tuiteros intensitos, en el Parnaso literario del Siglo de Oro uno era poca cosa si no escribía de vez en cuando unos versos satíricos en los que, por qué no, se dejaba caer que Fulanito no tenía ni repajolera idea de escribir. La misma Amelia Paz reconoce en el mencionado artículo que si hay humo es porque algo de fuego debía haber, aunque solo fuera una fogata alimentada por amigos y enemigos del conceptista y el culteranista. Y es que en una lista popular de escritores clásicos gamberros —por no decir otra cosa—, Quevedo se lleva la fama.

Pero quienes cardaban la lana en esta historia eran, precisamente, los dos escritores más importantes de todo el Siglo de Oro: Cervantes y Lope. Todos tenemos clara en la memoria la imagen del primero con jubón negro, gola blanca y brazo izquierdo inutilizado por las heridas recibidas en la batalla de Lepanto. Es también sabido que fue hecho prisionero por piratas berberiscos y encerrado en Argel durante años. A su regreso a España la política de Felipe II había cambiado su foco de atención del Mediterráneo a las Indias, con lo que jamás consiguió reconocimiento alguno teniendo que subsistir desde entonces como bien pudo. Es decir, como mal pudo, llegando a escribir textos en contra del mismo monarca como hizo en La Galatea.

En el ángulo contrario del ring, don Félix Lope de Vega y Carpio, joven arrogante y pendenciero que ha gozado tanto las mieles del éxito como las mieles de las musas y las mieles de las féminas. Como prueba de su carácter mencionaremos que, años después de lo que vamos a relatar, Lope estuvo cuatro días en prisión acusado de reventar el estreno de una comedia de Ruiz de Alarcón enterrando en el corral de comedias una redoma llena de huevos podridos.

Cervantes y Lope debieron llevarse medianamente bien en un primer momento, como lo atestigua el hecho de que fuera testigo en cierto documento legal que favorecía a Lope. Hasta que un día, no sabemos bien por qué, este decide no incluir al otro en uno de esos textos laudatorios que tanto se estilaban en la época y que por lo general no eran más que una retahíla de nombres de buenos amigos de los que se decía lo grandísimos escritores que eran, vive el cielo. Quizás el motivo inicial de su enfrentamiento estuviera relacionado con que Cervantes y Lope fueran vecinos y por tanto supieran bastante de la vida non sancta del otro, pero esto no son más que suposiciones. Lo cierto es que poco después comienzan los disparos en forma de sonetos en los que sale a relucir la mala leche, como en esta joya dirigida a Cervantes:

… y ese tu Don Quixote valadí
de culo en culo por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará.


No está tampoco demostrada la autoría de Lope en este soneto, pero que la crítica siempre haya dado esa teoría como válida nos ayuda a hacernos una idea de cómo se las gastaban en la época. A fin de cuentas, al entorno de Lope no le debieron hacer ninguna gracia las críticas al teatro del Fénix que Cervantes ponía en boca del cura y el canónigo en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte.

A partir de aquí, la historia es más sencilla de resumir porque todo ha quedado negro sobre blanco: Cervantes termina el Quijote prometiendo una segunda parte, pero pasaron los años y si te he visto no me acuerdo. Nueve años después, en 1614, se publica el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Este libro es, básicamente, un ataque tan divertido como furibundo contra Cervantes. Como el lector sabrá, hoy en día se sigue desconociendo quién diablos era ese tal Avellaneda. Hay muchos candidatos para el premio, pero realmente no es tan importante ese dato como el hecho de que seguramente gracias a él hoy podamos disfrutar del que para muchos es el mejor libro de la historia: la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, publicada tan solo un año después de que apareciera el de Avellaneda.

Qué casualidad, ¿eh? Nueve años esperando y no parecía tener prisa el manco hasta que zas, le insultan usando a su propio personaje y poco tiempo necesitó para parir esa joya: un texto que sienta las bases de la literatura contemporánea precisamente a través de los brillantes recursos desplegados por Cervantes para echar por tierra el Quijote apócrifo. Entre ellos, el genialísimo momento meta del capítulo setenta y dos, donde don Quijote se encuentra a Álvaro Tarfe, uno de los personajes principales de Avellaneda, y le pide que firme ante el alcalde del pueblo un documento que atestigüe que él no es el mismo Quijote escrito por ese impostor.

Las enemistades literarias del Siglo de Oro estaban a la orden del día hasta el punto de que es difícil explicar esa época sin mencionar, al menos, algunas de esas disputas. No tanto por la anécdota en sí sino por aquello en lo que devinieron. Conocemos los nombres de los integrantes de los círculos literarios gracias a que algunos de los principales autores los mencionan en esos pasajes laudatorios que referíamos antes, pero la mayoría son nombres que al lector de hoy le sonarán de muy poco: Juan de Almeyda, Lope de Salinas, Marco Antonio de la Vega… Todos ellos poetas de segunda fila que, incluso gozando de cierto reconocimiento en su época, hoy han quedado relegados a los pies de página de alguna edición crítica. Por eso nos llaman tanto los desmanes de los grandes autores, las primeras plumas del Siglo de Oro. No siempre son ciertos, ya lo hemos dicho, pero poco importa: quizás haya otras épocas en la historia de la literatura tan jugosas como esta, tanto en relación cantidad/calidad literaria como en lo que respecta a enfrentamientos entre autores. Pero ninguna puede presumir de que esos odios literarios germinaran en forma de una verdadera obra maestra. Una obra que no pierde su lustre y de cuya publicación celebramos el cuarto centenario en este año 2015. ¿Qué mejor homenaje que (re)leerla?.
 
Arthur Miller, el escritor que derribó en Broadway el mito del sueño americano
Es la voz crítica de la sociedad de mitad de siglo, el escritor que convirtió en protagonista al hombre corriente. Con él, el teatro cobró su dimensión social.

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Retrato de Arthur Miller en su mesa de trabajo. Fotografía tomada en torno a 1955. Getty Images

NATALIA ERICE
08/10/2020 14:26

 
En el cubil del vampiro: sobre Bram Stoker, Drácula y Whitby

publicado por Marcos Pereda

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La abadía de Whitby. Foto: Ackers72 (CC)


Es de esos lugares que aparecen ya ligados a una figura. Aunque sea de ficción. Sobre todo si es de ficción, vaya, porque no mueren nunca. Él menos, claro, que para eso es inmortal. Whitby es Drácula y su presencia rezuma por toda la costa de Yorkshire. Solo que los tiempos cambian, y, por muy vampiro que uno sea, hay cosas a las que no puede oponerse. Acompáñennos hasta Whitby (es bonito, se lo prometo) y sigamos juntos las huellas del conde.

Ese irlandés del que usted me habla

Agosto de 1890. Un tipo grande (enorme, con barba y cabellos de fuego) baja del tren con esa cara de cansancio que se nos pone a todos cuando viajamos al resort de vacaciones. Inmediatamente el viento húmedo, salado, azota su rostro. Perfecto. Bram Stoker acaba de llegar a Whitby.

No es poca cosa. El viaje, digo, porque allí se moldeará de manera definitiva un mito hecho a palabras y tinta. También van a suceder otros hechos en Whitby (nuestro admirado Stoker, por ejemplo, intenta que Irving Noel, primogénito, aprenda a nadar por el método más antiguo del mundo… esto es, empujando al niño de once años donde cubre… qué chispa tenía Bram, joder) pero todas quedan opacadas por él. Por su figura, su magnetismo, su (doble) inmortalidad. A Whitby el irlandés se ha llevado el boceto de una novela aún por pulir y allí encontrará imágenes, escenarios, documentos y, claro, esa pizca de inspiración que le van a servir para pergeñarla (casi) del todo. Por eso al conde Drácula le podemos contar entre los vecinos de este pueblecito de Yorkshire.

Una historia de vampiros, que están bastante de moda. Eso trae en la cabeza Stoker cuando llega a Whitby (qué calorcito más agradable, qué aire más limpio, mira los Sanderson, ellos también veranean aquí) tomándose mínimas vacaciones en su trabajo como gerente del Lyceum Theatre, pleno Westminster. Iba a ir (la novela) sobre cierto noble que llega del este para desatar la sicalipsis en los tiernos cuellos de jovencitas victorianas. El conde Wampyr, nada menos, porque Stoker andaba regular de sutileza.

Allí, en Whitby, Bram pasea, hace vida social y piensa. Piensa mucho. También echa horas en la biblioteca, porque los escritores son así, huyen de las playas. Tipos aburridos. Se deja mecer por las ruinas de la abadía y su leyenda de santa Hilda. Mira qué casualidad, aquí también llegaron unos invasores malos y arrasaron con todo. Cuán ligera metáfora. Habla con unos y con otros, llega a apuntar ciento sesenta y cuatro palabras en enrevesado dialecto del Yorkshire costero (usará casi la mitad en Drácula), porque quiere darle verosimilitud al asunto. Y porque, vaya, no es lo mismo decir diarrhea que skittles, dónde va usted a parar. Bosqueja, también. Dibujos. Tramas. «Doctor de manicomio, Seward. Joven prometida con él, Lucy Westenra, compañera de estudios de Mina Murray. Un paciente loco. Un abogado, Abraham Aronson. Su pasante, Jonathan Harker (…) El conde. Conde Wampyr». Ya ven, ideas. Todo estaba ahí, solo había que moldearlo un poco.

En aquellos días aburridos de verano Stoker hará pequeños (o grandes) cambios. Accede a un libro que se titula The Land Beyond the Forest: Facts, Figures and Fancies from Transylvania y le cambia el domicilio a su conde desde Estiria hasta Transilvania. Tirando del hilo (no había redes sociales en la época, lo que dejaba mucho tiempo libre) se mete con otro tomo, An Account of the Principalities od Wallachia and Moldavia. Subraya un nombre. Drácula. Sí, suena mejor que Wampyr, ¿verdad? Vale, sigamos.

Porque aún podemos documentarnos más. Incluso tomar prestadas cositas de aquí y allá. El perfil de la abadía, recortado sobre los acantilados en las noches de luna. Sí, eso va a ser impactante. O la forma en la que el conde llega a Inglaterra. Cinco años antes encalló en Whitby un barco proveniente de Narva. Para la época era ruso, hoy sería estonio, porque la historia es así. Aquello fue acontecimiento social, con terrazas y malecones abarrotados de curiosos que cruzaban apuestas sobre el destino final de la goleta. Al final embarrancó en la playa (aparentemente sin intervención demoniaca). Se sacaron fotos y todo. Sí, pensó Stoker, aquella era una forma espectacular para que su criatura pisase suelo británico. Perfecto. Ah, el barco (real) se llamaba Dimitri. En la novela aparece como Demeter porque a estas alturas ya hemos visto que Stoker tampoco se rompe mucho la cabeza con ciertas cosas.

En Whitby, además, situará parte de la trama. Dos muchachas virginales (o no, vaya, que sobre Drácula hay tantas teorías…), una amenaza venida del este, marineros supersticiosos que salen ilesos y otros cínicos que acaban muriendo de puro terror. Agítese con fuerza y luego traspase la mezcla hasta Londres. Le quedará una cosa de no perderse.

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Bram Stoker (1847-1912). Fotografía: Cordon Press.


Santa Hilda tiene novio, santa Hilda tiene novio

A Whitby llegas, porque a Whitby vas, no es un sitio por el que se pase. Ocho horitas en tren tardó Bram Stoker desde Londres (año 1890, más o menos lo que echas hoy de Madrid a Badajoz, oigan) hasta pisar la costa nordeste de Inglaterra. Hoy es más sencillo, por aquello de las carreteras y los motores de explosión, pero la sensación resulta parecida. Tienes que esforzarte. Seguramente la opción más estética sea arribar a Whitby desde los Yorkshire Moors, viniendo del interior. Tiene su punto, no se crean, con las sombras de Heathcliff correteando allá a lo lejos, ovejitas de mechones pintados sobre el lomo (rojos, azules, negros), el imponente Hole of Horcum asomando a la izquierda del viajero como una bañera para gigantes. Ah, y el sonido, ese sonido que hace el viento cuando acaricia los arbustos de esta zona. Wuthering, lo llaman, igual les suena la palabreja.

La costa está cerca, puedes oler el mar… pero en el horizonte no hay otra cosa que páramos y páramos. Entonces llegas a Blue Bank y allá, a lo lejos, se dibuja un azul salpicado de blancos, la sombra de pequeños pueblos costeros y hasta el contorno de ruinas. Joder, qué sitio más bonito, piensas, justo antes de dar un frenazo, porque la carretera cae en picado (en Yorkshire lo de las pendientes moderadas lo llevan regular) y empiezas a meterte por pueblecitos de esos donde los coches aparcan… en fin, en cualquier sitio. Así que extremas precauciones, mil ojos, y sigues los carteles que amablemente te llevan sin pérdida hasta la abadía de Whitby. Una vez allí entiendes la deferencia. Pagas por aparcar, por entrar a las ruinas, por entrar al museo y, de postre, cincuenta peniques si quieres usar el baño. Todo muy limpio, ojo.

La abadía de Whitby es de esos sitios que sobrecogen. Imaginen: las ruinas de un edificio, enorme, en pleno acantilado frente al mar, arenal a septentrión, paredes verticales, y hasta el cementerio más gótico que ustedes puedan imaginar a unos pocos pasos. En fin, de noche debe ser cosa espeluznante, vaya, extraña poco que nuestro barbudo irlandés situase entre las piedras que ahora recorremos algunos de los pasajes más recordados de su novela.

La abadía fue fundada en el año 657, cuando esto era el reino de Northumbria (que es un nombre acojonante), y fue conocida en un primer momento como Streoneshalh (que, vaya, lo mismo). En realidad lo que vemos ahora es la construcción que se inicia en el siglo XI. Entre medias dos de los hijos de Ragnar Lodbrok (al que recordarán por la serie y los ojazos) se cepillaron a conciencia la zona, y no dejaron muro en pie. Más o menos, vaya, que ya saben ustedes que esto no es ciencia exacta.

Es impresionante. Sin más. Hace frio, mucho, un viento helado que viene desde el mar del Norte y silba entre piedras caídas, colándose por cada pliegue. Bastante gente, pero (casi) todos recorren el recinto en silencio. Respetuosos. Paredes que ya no sostienen techos, vanos sin cristaleras, arcos apuntados que… en fin, son muy, muy apuntados. Espacio perfecto para una peli de la Hammer. Se ven restos de gárgolas, canecillos, capiteles. Las figuras han desaparecido (casi todas, aun distingues unos cuantos tipos barbudos) pero los motivos siguen ahí para quien quiera verlos. Geometrías, hojas vegetales, monstruos del averno. La indefinición los hace aun más estremecedores, porque cada cual pinta allí sus propios miedos de niño. Y en Whitby, pueden creerme, todos volvemos a ser ese crío un poco asustado que lee por primera vez Drácula.

(Qué sensación, qué deliciosa sensación… y ya no puede volver a ser).

Camino un poco. Hay tumbas antropomorfas, piedras de tonos grises y marrones. Algunas, enormes, están abatidas y sirven de asiento para parejas jóvenes que se hacen arrumacos. Al final me interno en lo que fue nave principal de la abadía. Allí el sonido estremece. Cientos de estorninos (en Yorkshire los llaman uzzles) chillan al unísono, y los ecos juguetean a trenzarte palabras en la mente. Pone la piel de gallina, pero el encanto dura poco, porque una pequeña bestezuela (pantalón corto y rostro rubicundo) da dos palmadas seguidas (así, clap, clap) y los pájaros echan el vuelo como si fuesen uno. Sobre mi cabeza, más allá de lo que antaño fue bóveda del templo, la mancha negra de mil alas se mueve y dibuja figuras sobre lienzo de nubes. Si fuese un reportero romántico les contaría que vi formas de murciélagos, incluso el perfil aquilino de un mito eterno. Pero no, es inútil, tiendo a lo posmoderno, qué le voy a hacer, así que atisbaba poll*s dibujadas con el Telesketch. Me echo a reír yo solo ante mi ocurrencia y una pareja de avanzada edad (pelo blanco ambos, un libro, vestidos como si viniesen a una boda) cruzan miradas de desaprobación.

Junto a la abadía hay otros dos edificios que el buen fan del chupasangres no puede obviar. Está el cementerio donde pasa sus primeras noches inglesas el conde, el mismo en el que empieza a mirar con ojitos golosones ese cuello tan pálido de Lucy. Ay, ese cuello, ven aquí que te lo muerda. Sitio espectacular, con un montón de lápidas de esas anglicanas, semicírculos de piedra sin mayores ornamentos, y algunos banquitos para descansar como hacen las desprevenidas muchachas de la novela. Por cierto, de aquí tomó Bram Stoker algunos nombres para sus personajes. Sí, sí, el irlandés fue apuntando los apellidos más eufónicos de entre los muertos que reposaban. Más de ochenta reunió (también algunos epitafios). Uno era el señor Swales, quien en la novela acaba roto de puro espanto en este mismo sitio. Podemos sacar dos conclusiones: Stoker era algo perezoso y además tenía un sentido del humor negro muy saludable.

Está también el museo. El museo de Whitby Abbey, centrado en dos de las cosas más guays que existen: Drácula y los vikingos. Vamos, visita obligada. Sumen algunos apuntes sobre caza de ballenas y les queda el tema de lo más literario. Aclaramos: desde aquí no vendemos las excelencias de la captura de cetáceos, los asesinatos vampíricos o el desollar cristianos, pero reconocemos esos tres asuntos como vehículos narrativos de gran poder. El museo tiene, además, una tienda, que es casi tan grande como el espacio expositivo y bastante más ordenada… suele suceder en estos casos. Allí la omnipresencia del conde es absoluta. Pero con una particularidad: prácticamente todos los recuerdos, afiches y baratijas que celebran al transilvano lo hacen bajo la figura bien reconocible del Drácula de Marvel. Sí, el de Marv Wolfman y Gene Colan, seguro que lo tienen en la cabeza. Es la primera gran unión entre alta cultura y desfase pop.

No será la última.

Bajamos los escalones.

Entre colmillos y poll*s de peluche

De la abadía al puerto de Whitby hay ciento noventa y nueve escalones. Sí, los conté. Bueno, perdí el paso un par de veces, pero me fío de los libros. Mientras bajo pienso en lo que debe ser esto a la vuelta (no fue para tanto) y, sobre todo, cuán complicado sería el ascenso en pleno siglo XIX, cuando estuvo aquí Stoker y las damas llevaban corsé y puntillas como para decorar el armario de Francisco de Asís y Borbón. Otros tiempos, sin duda. La vista merece la pena, eso sí. Al fondo hay una playa enorme (la mar es fría, y furiosa, y tiene todos los tonos del gris y el blanco… pero playa hay), y justo a nuestros pies está Whitby. La desembocadura del Esk, los dos barrios antiguos (Acantilado de Levante y de Poniente, los llaman), los barquitos saliendo del puerto. Todo con un aire antiguo, muy british. Por lo que he podido leer parte del pueblo está dedicado al recuerdo de Drácula, así que la experiencia parece, desde aquí, fascinante.

Ay.

A medida que te acercas la situación cambia. Puedes verlo. Auténticas riadas de gente moviéndose, apretujadas, hormigueros en las callejuelas más estrechas. En fin, qué se le va a hacer, uno es también turista aunque no le guste. Pero luego está lo otro. Lo que acaba por romper el ambiente vampírico. Música. Muy alta. Música de ABBA, joder. En el Acantilado de Levante se celebra un mercadillo de los años sesenta, solo que los tiempos son difusos y el vestuario también. Casi a la orilla del río una muchacha rubia y llena de pecas toca una ocarina. «¿Español?», pregunta, malinterpretando mi gesto de horror. «Es una melodía de Enya», dice, «muy relajante». Cruzo el puente corriendo, intentando huir lo más rápido de aquel lugar. El conde se revuelve en su tumba. Pobre.

Al otro lado del Esk la cosa tampoco mejora demasiado. A ver, cómo se lo diría… hay despedidas de soltero y soltera. Varias. Ya ven, uno va preparado para sumergirse en la cultura de las tinieblas y se acaba topando con poll*s de peluche coronando cabezas de inglesas ebrias. Muy ebrias. Un grupito de ellas viene donde estoy (al lado de la ría, no tengo escapatoria) y me piden, por favor, que les haga una foto. Apunto, y, antes de disparar, la cabecilla dice que pongan todas «cara de Drácula», así que fruncen los labios y dejan asomar colmillitos. Que al fondo una pareja de jovenzuelos con estética gótica (maquillaje pálido, totalmente vestidos de negro, ustedes me entienden) miren la escena asombrados ayuda a componer el cuadro.

Whitby se ha convertido en un foco turístico, uno de esos que huelen a fish and chips, donuts recién hechos y sudor. Entiéndanme, el sitio es precioso, parece sacado de un cuadro decimonónico… pero el resto no acompaña. Es como si Downton Abbey estuviese protagonizado por concursantes de Gandía Shore. Más o menos.

Hay calles estrechas, muy empinadas, con casas antiguas a ambos lados. Tiendas de baratijas, claro, recuerdos chuscos, otros más sutiles. Y vampiros. Vampiros de verdad. Bueno, más o menos. Los vi en pleno puerto. Una pareja comía una ración de pescado frito con patatas sobre esas barquitas de cartón que rezuman aceite y vinagre. En fin, no me miren así, los ingleses a esto lo llaman alta cocina. Y entonces aparecieron. Gaviotas. Primero una. Luego otra. Al final cinco rodeaban a aquellos desventurados. Nadie parecía ver lo que allí pasaba. Se acercan. Poco a poco. Muy poco a poco. Esos ojillos rojos, esas caras llenas de maldad. Finalmente la más loca de todas batió alas y cogió una patata directamente de la bandeja. Fue un visto no visto. Las víctimas se reían. Jijí, jajá, una anécdota más para nuestros amigos en Newcastle. Pero yo veía el pavor en su gesto, en su expresión. Sí.

(Incluso se me ocurrió el argumento para un videojuego de terror en el que las gaviotas fueran antagonistas. Lo voy a titular Gulls and Ghosts, que suena muy eufónico).

Pero en fin, no me rindo. Algo de Drácula tiene que haber. Hago un pequeño recorrido que pasa por lugares importantes en la novela o la vida de Stoker. Oye, está bien. Pintoresco. Hay mucha tienda con murciélagos en los escaparates, también mucho Penny Dreadful Pub o The Whitby Witches Library. Hasta un par de pequeños museos en sótanos. Cómics, libros, figuritas del vampiro más famoso. A ver, la cosa se ha convertido en un paraíso pop pensado para el selfi, pero si eres muy fan se lleva con cierto cariño. Además ha vuelto el viento, furioso, y a la tarde se le pone un tono más «borrascoso», ustedes me entienden.

Sí, merece la pena. Pero que no lo vea el conde, porque se nos vuelve a morir.
 
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El autor italoamericano, que redactó su gran novela sobre la mafia para cubrir deudas, nació en Nueva York en 1920

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Mario Puzo con su Óscar al mejor guion por 'El Padrino Parte II' Bettmann Archive/Getty

GONZALO SÁNCHEZ, EFE
15/10/2020 12:51
Actualizado a 15/10/2020 13:59


Mario Puzo conoció de primera mano la mísera vida de los italianos en la Nueva York de 1920, pero todo cambió cuando, asediado por las deudas, publicó El Padrino, la novela que le encumbró y que acabó idealizando para siempre al capo mafioso.

El escritor, de cuyo nacimiento se cumple el centenario, contribuyó con su célebre obra y su posterior adaptación cinematográfica a construir los clichés de Cosa Nostra en Estados Unidos y de los bajos fondos del crimen organizado.


Puzo nació el 15 de octubre de 1920 en una Nueva York que recibía a miles de italianos y otros europeos en busca de fortuna. Sus padres eran dos inmigrantes analfabetos de la zona de Nápoles que se instalaron en Manhattan y tuvieron ocho hijos.

Su infancia no fue fácil, como la del resto de los niños inmigrantes en aquella metrópoli. En sus calles pidió limosna y realizó todo tipo de trabajos precarios, pero, como suele ocurrir, el hambre afiló su ingenio, y en su adolescencia era ya un experto jugador de póker.

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Little Italy, en Nueva York, a principios del siglo XX
Library of Congress


Pronto se sintió atraído por la literatura y, tras prestar servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial, se matriculó en la Universidad de Columbia para estudiar ciencias sociales y escritura creativa. Enseguida empezó a publicar relatos policíacos por entregas en varias revistas del momento. En 1946 se casó con Erika Broske, con quien tendría cinco hijos.

Sus dos primeras novelas, bien acogidas por la crítica, pero no por el público, fueron Dark arena (1955) y The Fortunate Pilgrim (1965), esta última sobre una familia de Little Italy en los años treinta de la que se haría una serie con Sophia Loren.


Pero Puzo no saborearía realmente las mieles del éxito hasta que, en 1969, publicó El Padrino (The Godfather), obra centrada en la mafia italiana en Estados Unidos, con sus códigos y sus guerras, con la que creó para la posteridad el estereotipo del capo mafioso, el de Don Vito Corleone.

Lo hizo por dinero. Un agente literario le propuso la idea al conocerle en la editorial en la que trabajaba, y el escritor la aceptó porque las deudas de juego le llegaban al cuello.


Así lo reconoce él mismo “avergonzado” en las memorias The Godfather papers & other confessions: “Lo escribí por el dinero, tenía 45 años y estaba cansado de ser un artista. Además, debía 20.000 dólares a familiares y bancos”, rememoraba.

Puzo, por otra parte, admitía no haber visto a un mafioso en su vida: “Nunca conocí a un gánster; conocía bastante bien el mundo del juego, pero eso es todo”, puntualizaba.

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El mafioso Joe Valachi testifica ante un comité del Senado en Washington en 1963 Washington Bureau/Archive Photos/Getty Images


Lo cierto es que en aquellos momentos la mafia en la Gran Manzana y sus luchas de poder empezaban ya a desvelarse, y eso le sirvió para documentarse. Basta citar el proceso al primer arrepentido de la mafia neoyorquina, Joe Valachi, que en 1963 había dado detalles sobre las cinco familias que se disputaban el control de la ciudad.

En este contexto, en el que la opinión pública asistía asombrada al surgimiento de este tipo de crimen organizado, Puzo se puso manos a la obra y escribió El Padrino, su obra culmen, con la que se hizo rico gracias a los millones de ejemplares que vendió en todo el planeta.

A este arrollador éxito le siguió una prometedora trilogía cinematográfica dirigida por Francis Ford Coppola, con quien Puzo se embarcó en la redacción del guion, y para la que se contó con Marlon Brando como intérprete de Don Vito y con Al Pacino como su hijo, Michael Corleone. El propio Puzo se obstinó en que Brando diera vida al patriarca de la Cosa Nostra.

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Marlon Brando como Vito Corleone en 'El Padrino', dirigida por Francis Ford Coppola y basada en la novela de Mario Puzo
Paramount Studios/Getty Images

Las películas recibieron un aluvión de galardones y Puzo se alzó con dos premios Óscar por el guion de la primera y de la segunda parte.

En Italia las obras sobre la mafia, un problema bien real, suelen suscitar el mismo debate... ¿Crean patrones de comportamiento entre los capos y sus secuaces? ¿Son un buen ejemplo para los jóvenes? En definitiva, ¿puede la vida llegar a imitar al arte?

Se sabe que los criminales frecuentemente se interesan por lo que el cine o la literatura cuenta de ellos. Precisamente El Padrino apareció en el escondite de uno de los capos más buscados del famoso clan siciliano de los Corleoneses, Leoluca Bagarella.



La obra de Puzo siempre ha sido criticada por dar una pátina de honorabilidad al hampa italoestadounidense, lo mismo que las innumerables obras que han tratado esta cuestión desde entonces.

Puzo, millonario y henchido de éxito, siguió escribiendo. En 1978 publicó Fools die, crítica descarnada a la sociedad estadounidense, aunque quedó prendado para siempre de la mafia.

Otro de sus libros sobre este tema es The Sicilian (1984), sobre el bandolero Salvatore Giuliano, y en 1996 sacó The last Don, otra novela sobre traiciones, servilismos y vendetas.

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El bandolero italiano Salvatore Giuliano
Dominio público

El escritor falleció el 2 de julio de 1999 a los 79 años en su casa de Long Island a causa de un paro cardíaco. En su escritorio, a modo de epílogo, cocinaba sus últimas dos novelas.

Una giraba en torno al papa Alejandro VI, patriarca de una familia, la de los Borgia, que enredó con un sinfín de intrigas a la Italia del siglo XV. La otra obra en construcción era Omertà, un libro sobre el código de silencio de la mafia siciliana que culminaría su última pareja, Carol Gino.

 
Los amantes rivales

publicado por Agata Sala

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Detalle de Autorretrato como tehuana (Diego en mi pensamiento), Frida Kahlo, 1943.


Como siempre, cuando me alejo de ti, me llevo en las entrañas tu mundo y tu vida, y de eso es de lo que no puedo recuperarme. No estés triste, pinta y vive. Te adoro con toda mi vida…

(Carta de Frida Kahlo a Diego Rivera, 31 de enero de 1948)

El amor ha sido siempre una de las principales fuentes de inspiración, pero la relación entre parejas de artistas no siempre ha sido un camino de rosas. Pablo Picasso o Auguste Rodin minimizaron el talento de sus amantes por miedo a que su trabajo pudiera verse ensombrecido; Amedeo Modigliani le declaró amor eterno a la mujer de su vida, pero sus continuas borracheras y su muerte por tuberculosis destrozaron a la joven Jeanne, quien, incapaz de soportar su ausencia, acabó suicidándose; Carles Casagemas acabó pegándose un tiro por un amor no correspondido; Frida Kahlo y Diego Rivera se amaron locamente en una relación plagada de infidelidades y Édouard Manet y Berthe Morisot prefirieron vivir en secreto sus más de quince años de romance. Distintos tipos de amor, unos más apasionados y otros más turbulentos, algunos incluso con final trágico. Pero amor en definitiva.

Henriette Theodora Markovitch, más conocida como Dora Maar, es una de esas mujeres a quien el amor llevó a la perdición y que se vio asfixiada por el talento de Pablo Picasso. Su recuerdo siempre aparece ligado al gran pintor malagueño, a pesar de que cuando se conocieron en Les Deux Magots a finales de 1935 —los presentó el poeta Paul Éluard—, ella, a los veintiocho años, ya deslumbraba con sus obras fotográficas. Sentada junto a un grupo de amigos en el conocido café de Saint Germain, cuenta la leyenda que Dora Maar jugaba a clavar un afilado cuchillo en la mesa, entre sus dedos, pero en más de una ocasión no acertaba y rozaba sus manos, lo que se evidenciaba en sus guantes manchados de sangre. Picasso se dirigió a ella en francés y Dora le respondió en un exquisito español que terminó por conquistar al artista.

Fascinado por sus ojos azules y cejas gruesas, su rostro sensible e inquieto y su enigmática belleza, Picasso, que había roto meses antes con Olga Koklova, invitó a Dora a su casa unas semanas después de su primer encuentro en el café. Fue el inicio de una relación intensa y pasional, que se prolongaría durante casi diez años, y que abriría una de las etapas artísticas más importantes de Picasso. Dora Maar se desvivió por el artista y a ella le debemos el testimonio gráfico del proceso de creación del Guernica en el taller de la rue des Grands-Augustins. Él, por su parte, plasmó su romance pasional (también atormentado) con Dora Maar en La mujer que llora, una de sus obras maestras. A pesar de que alimentaron ambos la obra del otro, Dora Maar acabaría sacrificando su talento por el amor de Picasso.

La aparición de una joven llamada François Gillet, que se convertiría en la nueva musa del artista, así como una breve estancia de Dora Maar en un psiquiátrico, sería el detonante de la ruptura, en 1946. A partir de entonces, la fotógrafa nunca volvería a ser la misma. «Todavía soy demasiado famosa por haber sido la amante de Picasso para poder ser aceptada como pintora», confesó al escritor James Lord, que conoció a la pareja poco antes de separarse. Inestable psicológicamente, Dora se fue apartando de muchos círculos y vivió enclaustrada en su casa de París hasta el fin de sus días. Dora Maar fue víctima de Picasso, pero también su gran amor.

Pero no solo Picasso hizo sufrir a sus amantes. El artista italiano Amedeo Modigliani no se quedó atrás, si bien consideró a Jeanne Hébuterne el gran amor de su vida, a pesar de que hubo otras muchas y de las continuas borracheras que tan mal se lo hacían pasar a la joven. Su historia simboliza el amor infinito, ese que va más allá de la vida… y de la muerte.

Jeanne Hébuterne era una joven pintora, alumna de la Academia Colarossi, que frecuentaba el círculo de Montparnasse. Conoció al hombre de su vida en un café a los dieciséis años —ella propició el encuentro— y enseguida cayó rendida ante la belleza, el porte aristocrático y la elegancia del artista, que llegó a impresionar al propio Picasso, a pesar de la fuerte rivalidad que ambos mantenían. «El único hombre en París que sabe vestir bien es Modigliani», admitió el pintor malagueño.

Para Jeanne, Modigliani, que le doblaba la edad, lo era todo en su vida, tanto que el amor que sentía por él llevó a la joven católica a enfrentarse a sus padres, que no aceptaban la relación de su hija con aquel pobre artista judío, y a trasladarse al taller del artista, en la rue de la Grande Chaumière, donde vivían de forma miserable. Encandilado por la dulce belleza de Jeanne, su pelo castaño y sus misteriosos ojos azules, Modigliani retrató a su amante en varias ocasiones, siempre vestida porque no quería que nadie más pudiera verla sin ropa.

Ella se volcó en la relación con Modi, sin importarle lo que dejaba atrás. Él, enfermo de tuberculosis, bebía noche tras noche junto a sus amigos Soutine y Utrillo y recitaba fragmentos de la Divina comedia mientras trataba de vender algún dibujo para poder seguir bebiendo, mientras Jeanne, impaciente, le esperaba en casa. La relación entre ambos fue complicada, sobre todo por la adicción de Modigliani al alcohol y a las drogas, y el éxito del artista con las mujeres. El fuerte amor que les unía siempre prevalecía y, fruto de esta pasión, en 1918 nació su primera hija, Jeanne.

El éxito de Modigliani no llegaba y él se refugiaba en el alcohol. El 25 de enero de 1920 el pintor italiano fallecía en el hospital de la Caridad de París y, al día siguiente, una desesperada Jeanne, embarazada de nuevo e incapaz de seguir viviendo sin él, se arrojó al vacío desde el quinto piso de la rue Amyot, la casa de sus padres.

Al igual que Jeanne Hébuterne, también la artista Camille Claudel tuvo que enfrentarse a su familia para luchar por sus verdaderas pasiones: la escultura y el hombre al que amaba, que resultaría ser Auguste Rodin. Al poco de conocerse, Camille Claudel, que tenía diecinueve años y empezaba a despuntar por su talento, ya empezó a posar para él y, en nada, se convirtió en su musa y discípula de día, y en su amante de noche. El escultor, de cuarenta y cuatro años y casado con Rose, a la que nunca abandonaría, se enamoró perdidamente de su discípula; prueba de ello son las cartas de desesperación que enviaría a Camille en los primeros años de su relación:

Te beso las manos, amiga mía, tú que me das tan profundos y ardientes goces. A tu lado, mi alma existe con fuerza y, en su furor amoroso, tu respeto siempre está por encima. El respeto que tengo por tu carácter, por ti, mi Camille, es una causa de mi violenta pasión. No me trates despiadadamente, te pido tan poco...

La relación se prolongó durante catorce años, marcada por numerosos encuentros y desencuentros y por la rivalidad entre uno y otro. Camille amaba a Rodin, ambos trabajaban juntos horas y horas, y ella le ayudaría a crear alguna de sus obras maestras. Sin embargo, aquella mujer de aspecto frágil quería demostrar al mundo entero que ella también era una gran artista —entre sus obras destaca La edad madura, Sakountala, Busto de Auguste Rodin o El vals— y, tras unos años de celos, tanto artísticos como amorosos, acabaría abandonando al escultor.

Otro ejemplo de intenso y doloroso amor es el de Diego Rivera y Frida Kahlo. Resulta casi inconcebible pensar en el uno sin el otro, aun cuando su vida en común estuvo marcada por continuas peleas, infidelidades y reconciliaciones. Estuvieron juntos hasta la muerte, seguramente gracias a una fuerte admiración mutua, y su historia se ha convertido en una de las más célebres.

Se vieron por primera vez en 1928 y, aunque existía entre ellos una gran diferencia de edad —él era veintiún años mayor que ella—, enseguida conectaron por el interés que ambos sentían por México y su historia. Frida Kahlo acudió a Diego Rivera para que evaluara algunas de sus obras y al artista mexicano quedó deslumbrado no solo por el talento de la joven, sino también por su fuerte personalidad. En breve iniciaron una relación amorosa que culminaría en matrimonio en agosto de 1929 y que, lejos de ser una historia convencional, fue tormentosa y visceral. Las infidelidades de Diego Rivera hacían sufrir a Frida, a pesar de su pensamiento libre, y ella decidió devolvérsela por partida doble: le sería infiel con hombres y mujeres.

La pareja se divorció en 1940, para volver a estar juntos un año después. Se veían incapaces de estar separados. En una de las cartas que Frida enviaría a Diego, ella le declaraba su amor y admiración: «Como siempre, cuando me alejo de ti, me llevo en las entrañas tu mundo y tu vida, y de eso es de lo que no puedo recuperarme. Pinta y vive, te adoro con toda mi vida».

Frida Kahlo murió con cuarenta y siete años y fue entonces cuando Diego Rivera descubrió sus fuertes sentimientos por ella. «Me he dado cuenta de que lo más maravilloso que me ha pasado en la vida ha sido mi amor por Frida», escribió tras la muerte de su amada.

Y si Frida Kahlo y Diego Rivera declaraban su amor a los cuatro vientos, Berthe Morisot, la primera mujer que se unió al movimiento impresionista, y Édouard Manet, autor entre otras obras de Almuerzo sobre la hierba, prefirieron mantener su pasión en secreto. Fueron más de quince años de un romance misterioso, de una relación que nunca fue oficial.

Procedente de una familia burguesa y tataranieta de Jean-Honoré Fragonard, Berthe Morisot soñaba con poder vivir de la pintura. Su encuentro con Édouard Manet en 1868 en el Museo del Louvre, a donde acudía junto a su hermana Edma para copiar a los grandes maestros, cambió su vida para siempre, a nivel personal y artístico. Pronto se convirtió en la modelo favorita de Manet y en la protagonista de gran parte de sus obras, como El balcón o Reposo. Según se desprende de los trabajos de Manet y de las cartas de Berthe a su hermana, estaban obsesionados el uno con el otro, aunque no existen pruebas sobre su relación.

Diez años menor que él, Berthe Morisot se sentía fascinada por la fuerte personalidad del artista y por el escándalo que habían levantado sus obras. Por su parte, Manet, casado con su profesora de piano, Suzanne, admiraba los trabajos de Morisot ya antes de conocerla y solo quería como modelo a aquella joven, alta, delgada e inteligente. Sus trabajos revelan una gran complicidad y una influencia recíproca: ella posaba para él y él la ayudaba a progresar en su técnica pictórica. Se observaban, se influenciaban, pero reivindicaban su independencia.

En 1874, cuando Berthe tenía treinta y tres años, decidió casarse con Manet, aunque no con Édouard sino con su hermano, Eugène. «He entrado en una etapa positiva después de mucho tiempo viviendo de quimeras que no me hacían feliz», escribía la pintora ese mismo año. A diferencia de su hermana, que al casarse abandonó la pintura para siempre, Berthe siguió pintando y logró vivir de sus cuadros. Cuando Édouard Manet falleció en 1883, Berthe Morisot se convirtió en el principal apoyo a la obra del artista y fue la organizadora de la primera gran exposición dedicada a su obra.

Pero los grandes amores no son solo aquellos que llegan a consumarse sino también los no correspondidos, los vividos (o sufridos) en silencio. El artista catalán Carles Casagemas, amigo íntimo de Picasso, vivió perdidamente enamorado de la modelo Laure Gargallo, más conocida como Germaine, a quien conoció durante su etapa en París. Ella nunca mostró ni el más mínimo interés por él y el pintor, que ahogaba sus penas en el alcohol, era incapaz de asumirlo y amenazaba constantemente con quitarse la vida.

Tras pasar las Navidades en Málaga junto a Picasso, que intentaba que su amigo olvidara a la joven, Casagemas volvió a París obsesionado con Germaine. La modelo le rechazó una vez más y él ya no pudo soportarlo. El desaparecido Café de l’Hippodrome, en la plaza Clichy, fue el lugar escogido por Casagemas para poner fin a su vida de una manera premeditada y un tanto teatral.

En el transcurso de una cena junto a algunos de sus amigos, Casagemas se levantó de la mesa como si fuera a decir unas palabras. Sin embargo, para sorpresa de todos, sacó un revolver y disparó a Germaine, pero erró en su puntería. Acto seguido, creyendo haberla matado, se volvió el arma contra sí mismo y se disparó en la cabeza, pasando a la historia como otro de los artistas malditos.
 

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