Humor brittish

Típico de los flemáticos; humoristas natos y diplomáticos hasta la médula..... tengo un amigo british que ese último punto de la diplomacia lo tiene como un arte.....
 
Humor británico: la última risotada
Publicado por John William Wilkinson

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Life of Brian, 1979. Imagen: HandMade Films / Python Pictures.

Son legión los españoles que se declaran entusiastas del humor británico. Acaso por las veces que se han tronchado de risa viendo las alocadas series de la BBC o Thames Televison. Sea como sea, dado que uno solo de los gags de Basil Fawlty (John Cleese) reúne suficiente comicidad como para que a un telespectador de digamos Mollerussa o Móstoles se le salten las lágrimas mientras, estirado sobre el frío piso de gres del salón de su casa, se retuerce en un infructuoso intento de no soltar la carcajada definitiva, la que sin duda causará costosos —y dolorosos— daños colaterales, se podría certificar que el humor británico no conoce frontera alguna entre los españoles. ¿Pero realmente es así?

De la misma manera que los prisioneros encadenados de la alegoría de la caverna de Platón no ven el mundo real sino una mera proyección de apariencias, se engañan los que sin entender ni palabra de inglés y valiéndose de la versión doblada creen comprender el humor británico. Y no solo con respecto a las series o el cine. Porque, empezando por el político, en cualquier ámbito cuesta horrores captar con todos sus matices el sentido del humor de los británicos.

Se supone que no fue un alarde de humor británico lo que indujo a Margaret Thatcher a proclamar que la sociedad no existe, aunque fácilmente podría haberlo sido. Hubiera bastado un leve cambio en su tono para que sus palabras fuesen interpretadas como una graciosa ocurrencia, ya que el inglés de las islas británicas cuenta con tantas o más tonalidades que el chino, que ya es decir. Su maestría en el uso de este malicioso recurso lingüístico les permite a los británicos insultar impunemente o reírse en la cara de los no iniciados, cosa que hacen con frecuencia enfermiza.

Ahora bien, lo cierto es que la sociedad británica sí existe y está dividida en un sinfín de clases, subclases y sub-subclases, cada una con sus grandezas y bajezas, idiosincrasias y modas, acentos y dialectos. Tan numerosos y variados son estos últimos que ni siquiera el lingüista más perspicaz acertaría a clasificarlos todos.

Ninguno excepto, claro está, el profesor de fonética Henry Higgins, ese entrañable personaje de Pigmalión (1913), la obra de Bernard Shaw que George Cuckor convirtió en la oscarizada My Fair Lady (Mi bella dama, 1964), con Audrey Hepburn y Rex Harrison.

Shaw no solo muestra lo decisivos que llegan a ser los dialectos y acentos en la vida cotidiana de los británicos, sino que cualquier hijo de vecino que pretende subir en el ascensor social puede abandonar el suyo de nacimiento y adquirir otro que le resulte más propicio en su ascensión hacia la cima. A modo de ejemplo, teniendo en cuenta que los dos son escoceses, asombra el abismo que separa el acento del ex primer ministro del Reino Unido Gordon Brown (el suyo es de la clase alta inglesa, pero impostado) del de Alex Salmond, el ex ministro principal de Escocia, que conserva intacto el de su Edimburgo natal.

Todo británico que se precie es un consumado actor, de suerte que ninguno es realmente quien es, sino quien finge ser. De ahí la abundancia de excelentes actores británicos y, a diferencia de los españoles, el poco o nulo miedo a hacer el ridículo que muestra la mayoría. Semejante mezcla de teatralidad y desvergüenza viene de lejos y su historia ayuda a entender un poco mejor las peculiaridades del extraño sentido del humor de los británicos.

En 2066 hará mil años desde que se produjo la invasión normanda, que fue la última que hasta la fecha ha sufrido Inglaterra. Un milenio libre de intrusos (la inmigración es otra cosa) no solo ha permitido a los ingleses dotarse con una arquitectura amante de las luminosidades o espaciosos parques, sino que ha fomentado un montón de excentricidades amén de un sentido del humor harto peculiar. Porque en vez de solo reírse de sus enemigos exteriores, que es lo que hacen los demás mortales, se han permitido el lujo de reírse principalmente y de muy buena gana de sí mismos.

La llamada Revolución Gloriosa de 1688 marcó un antes y un después en la manera de ser de los ingleses. Su último rey católico, Jacobo II, fue derrocado y ascendió al trono como Guillermo III el muy protestante príncipe de Orange, un holandés. Esto dio la puntilla a una larga y fructífera tradición literaria plagada de humor licencioso, casi mediterráneo, que incluso había sobrevivido a los reinados de Enrique VIII e Isabel I. Este humor irreverente y lujurioso alcanzó su cenit en los Cuentos de Cantebury (siglo XIV), de Geoffrey Chaucer, aún seguía vigente en Shakespeare (m. 1616) y, aunque amordazado, sobrevivió al régimen de Oliver Cromwell.

Los puritanos ingleses actuaban como los talibanes que hace poco volaron en Afganistán las monumentales estatuas del Buda o, más recientemente, los descerebrados iconoclastas del Estado Islámico. Destruyeron todo el arte sacro que encontraban a su paso, y asimismo hasta el último de los magníficos órganos de sus iglesias y catedrales. A partir de 1642 durante casi cuatro lustros desapareció el humor de la vida pública de los ingleses y permanecieron cerrados a cal y canto todos los teatros del reino.

El reinado de Carlos II de Inglaterra (1660-1685) fue un revulsivo para sus súbditos. No solo volvieron a abrirse los teatros, sino que por vez primera se permitía la presencia de féminas sobre las tablas. En las renovadas ganas de divertirse de los ingleses se evidenció una novedosa confianza en su propia lengua y cultura.

Fundada en 1660, la Royal Society pronto tomó la sorprendente decisión de publicar sus mayores descubrimientos en inglés en vez de en latín. Y fue premonitorio el enorme éxito de The Beggar’s Opera (La ópera del mendigo, 1728), basada en el libreto de John Gay, quien en plena efervescencia de la ópera italiana se atrevió a expresarse en el inglés más popular de sus paisanos. Puesto que surgía del verdadero genio de la lengua, fue este el punto de arranque de los musicales que hasta hoy siguen arrasando en el West End londinense o Broadway.

Poco a poco los cómicos ingleses fueron construyendo la sólida tradición que tanto prestigio les habría de aportar. En 1779, los restos del actor David Garrick fueron enterrados en la abadía de Westminster; el primero de una estirpe de cómicos a los que sus compatriotas les rendirían semejante honor.

Con la Revolución Industrial avanzando a todo vapor, confluyeron los principales ingredientes del moderno sentido del humor británico; a saber: el understatement (el sutilísimo arte de decir más con menos), la fina ironía, el sarcasmo demoledor, el wit (agudeza) que desarma por completo al adversario y, como parte de la herencia puritana, escasas referencias explícitas al s*x*. Esta combinación haría que el humor de los británicos, aunque no siempre bien entendido, conquistara medio mundo.

Tampoco se privaron de dar rienda suelta a su incontenible tendencia a hacer juegos de palabras, extremo en todo caso excusable por la inmensa cantidad de homónimos, homófonos y palabras polisémicas que tanto se prestan a todo tipo de equívocos, algunos hilarantes y otros que más bien dan grima, como los titulares de la prensa sensacionalista.

En todo caso, al ejercer este tipo de humor lo importante reside en no perder bajo ninguna circunstancia —por muy adversa o embarazosa que pueda resultar— la compostura, que es lo que convierte el leg-pulling (tomarle el pelo a los incautos) en una pesada constante del día a día de los británicos. Eso y el taking the mickey (burlarse sin piedad y a todas horas del prójimo). No obstante, lo más sano siempre sigue siendo, como ya hemos dicho, la capacidad de los británicos de reírse, de muy buena gana, por lo general, de sí mismos.

La literatura nonsense (sin sentido aparente) y silly (tontorrona adrede) alcanzó su plenitud en los cuentos y poemas de Lewis Carroll y Edward Lear, mientras que el music hall fue fundamental a la hora de conservar y propagar hasta la llegada de la radio y el cine el humor genuinamente británico. Y así, altibajos aparte, hasta hoy en día, pese a la imperante corrección política que el esposo de la reina Isabel II, el bueno de Felipe de Edimburgo, se pasa olímpicamente por el forro.

Por su excepcional calidad y extraordinaria creatividad son irrepetibles los programas y series cómicos producidos por la BBC después de la guerra y hasta finales de la era Thatcher, muchos de ellos ambientados en un pub o la abigarrada cocina de la típica familia obrera. Claro que no todos ellos llegaron a estrenarse en versión doblada en España —¡porque son prácticamente intraducibles!—, lo que fue en su día y sigue siendo una verdadera lástima.

Shakespeare sentenció que el mundo no es más que un escenario; los británicos de hoy forman parte del elenco de una gran farsa. Como decía George Santayana, el filósofo español que sí captaba el humor inglés aunque sin que le hiciera mucha gracia, «el inglés nunca debe abandonar la farsa, y a fin de cuentas llega a ser una cuestión de honor caer muerto sobre el escenario, sin haberse quitado el maquillaje y las plumas». De ahí toda esa pompa y circunstancia.

Quizá algún día el sentido del humor británico deje de tener gracia, máxime en un Reino Unido fuera de la Unión Europea; y por ende más allá de sus fronteras. ¿Les reirán las gracias en el futuro los alemanes, americanos, rusos, chinos o españoles? ¿Dejarán los escoceses, galeses y norirlandeses de reírse con y de los ingleses?

En una remota isla de los mares del sur al término de la Segunda Guerra Mundial, al enterarse los combatientes japoneses de que su país había sido derrotado, se rindieron y entregaron sus armas a los victoriosos británicos ahí presentes. Creyéndose el oficial al mando en la obligación de dirigir unas palabras a estos prisioneros nipones (nada que ver con los encadenados de la caverna de Platón), al tiempo que convencido de que no iban a entender ni jota de su alocución, no se le ocurrió otra cosa que ponerse delante de ellos y contar en inglés del uno al cincuenta. Eso sí, para añadir verosimilitud a su discurso puramente numérico, empleó a fondo sus innatas dotes de actor, acompañando sus sentidas modulaciones vocales con asombrosas contorsiones faciales.

Un breve pero tenso silencio siguió al fatídico guarismo fifty. Entonces se puso en pie el comandante japonés y con cara impávida continuó contando en un perfecto inglés: «fifty-one, fifty-two, fifty-three…»; y así hasta «one hundred». De modo que incluso los británicos han de reconocer que quien ríe el último ríe mejor. Aunque sea sin maquillaje ni plumas.
 
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