Cuadernos de Historia

¿Qué coses? Cosas nazis
Publicado por Diego Cuevas
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Reunión del Ku klux klan en Indiana, 1922. Imagen: Garaoihana (CC).
En 1925, los miembros del Ku Klux Klan no lo tenían especialmente difícil a la hora de encontrar ropa de su talla con la que asistir uniformados a aquellas quedadas para quemar cruces, odiar mucho y linchar a la gente. Les bastaba con agarrar el catálogo oficial de moda kukluxklanera, un tomo editado por la propia secta de tarados, como quien agarra la revista de Cortefiel con las novedades de la temporada y subrayar los outfits que les hacían tilín.

The KKK took my baby away

La primera hornada de miembros del Ku Klux Klan brotó durante 1865 en la ciudad de Pulaski en Tennessee, Estados Unidos, y estaba comandada por un grupo de veteranos del Ejército Confederado de la guerra de Secesión. Gente que tenía tirria al periodo de reconstrucción del país y formó corrillo para vomitar proclamas sobre la supremacía blanca, asesinar y golpear a negros alegremente, establecer una jerarquía de títulos absurdos y desafiar al Partido Republicano. Se hicieron llamar «Ku Klux Klan» tras agarrar la palabra griega κύκλος (kyklos, que significa ‘círculo’), dividirla en dos y añadirle un klancon la idea de dotarla de sensación de pandilla. Contrariamente a la creencia popular, la formación original no vestía los clásicos uniformes blancos ni quemaba cruces de madera, pero sí se dedicaba a llevarse por delante a afroamericanos o aliados blancos. Aquel KKK primigenio no duró demasiado, en unos pocos años su actividad experimentó un declive muy pronunciado y sus barrabasadas se convirtieron en objeto de persecución. Ulysses S. Grant y Benjamin Franklin Butler impulsaron el acta de derechos civiles de 1871, conocida popularmente como el «Acta Ku Klux Klan», para proteger a las personas de raza negra y suprimir las organizaciones supremacistas blancas como el KKK y asociaciones similares. Durante los años posteriores el KKK se dispersó y desvaneció, aunque eventualmente surgieron chusmas similares como la organización White League.

La segunda encarnación del Klan se fundó a finales de 1915 en Stone Mountain, Georgia, tras unos meses en que un brote emergente de antisemitismo había degenerado en el secuestro y linchamiento de Leo Frank, un varón judío acusado de violar y asesinar a una niña de trece años llamada Mary Phagan. Frank había sido condenado a cadena perpetua durante un juicio que los historiadores definen como una pantomima en la que se castigó a un inocente (no existen pruebas fehacientes de su culpabilidad y hasta el propio juez estaba convencido de que el asesino era otra persona) y la sentencia cabreó a unos cuantos chalados que decidieron ajusticiar al acusado por su cuenta. Aquel mismo año se estrenó la película El nacimiento de una nación, una cinta muda de tres horas dirigida por D. W. Griffith donde se dramatizaba la guerra de Secesión y la posterior etapa de reconstrucción convirtiendo en héroes a los miembros del Ku Klux Klan primigenio y mostrando a la raza negra como una banda de ignorantes, violentos, corruptos, alcohólicos, violadores y vagos que se hacían con el poder gracias a la colaboración de las tropas del norte. En lo técnico y lo que respecta a la narrativa cinematográfica, la película era extraordinaria, todo el cine posterior bebería de sus recursos creativos, pero moralmente estaba a la altura de la mierda, por todo aquello de endiosar la supremacía blanca y glorificar a los delincuentes de la época. El crítico Roger Ebert definió la importancia de aquella cinta en la historia del cine de manera bastante certera: «El nacimiento de una nación no es una mala película porque defienda un ideal malvado. Al igual que ocurre con El triunfo de la voluntad (1), de Leni Riefenstahl, se trata de una gran película que defiende un ideal malvado. Y llegar a comprender cómo lo hace significa entender mucho sobre el cine, e incluso algo sobre el mal».

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Quedada del KKK en Ontario, Canadá. 1927. Imagen: John Boyd (CC).
El problema es que un hombre llamado William Joseph Simmons salió de una de las proyecciones de El nacimiento de una nación como aquellos adolescentes que tras sentarse ante El club de la lucha se fueron a buscar camorra por las discotecas, o los que después de ver The Fast and the Furious le pusieron luces de váter a los bajos de su coche: flipándolo demasiado. A Simmons le provocó una erección tan notable la mitificación del Klan original como para lanzarse a refundar la organización a finales de 1915, robando las decisiones estilísticas que D. W. Griffith había ideado para la ficción: Simmons escribió un manual exponiendo ideales supremacistas (el Kloran) y dotó a su KKK de cruces de madera en llamas para aterrorizar y uniformes blancos con capuchas puntiagudas, elementos que aparecían en la película que había visto pero que realmente no formaban parte del equipamiento oficial de la orden primigenia. Este nuevo Klan nacido a modo de remake enarboló un programa antiinmigración, antisemita, anticatólico, a favor de la ley seca y basado en la violencia que tuvo muchísimo más éxito a la hora de reclutar adeptos que la primera encarnación de la organización. En 1924 sus miembros sumaban seis millones de personas que se acomodaban en la jerarquía del KKK ocupando puestos de títulos delirantes como «Gran Hechicero», «Hidra», «Gran Dragón», «Gran Titán», «Goblin», «Halcón Nocturno», «Gran Mago», «Gran Cíclope», «Escribano», «Ghoul» o el fabuloso y poligonero «Furias». Las razones para tanto cargo de denominación flipada llegaban de lejos: el KKK original había nacido intentando cultivar el aura de pandillita mágica y esotérica, bautizando las posiciones de sus integrantes con chorradas mitológicas e incluso vistiendo zancos bajo sus trajes para lucir un aspecto sobrenatural que, suponían, asustaría a unos afroamericanos temerosos de los asuntos fantasmales.

Cosas nazis

El dress code establecido por Simmons para el nuevo Klan se basaba en variantes de la combinación de una túnica —con el emblema del KKK en el pecho— con una capa y una capucha puntiaguda. Un uniforme que no solo se convirtió en el símbolo más distintivo del Klan, sino también en su principal fuente de ingresos. Simmons comenzó vendiendo capuchas y túnicas del Klan en una tienda local y acabó contratando a los publicistas Edward Young Clarke y Elizabeth Tyler, una pareja que estableció la estructura y agenda del Klan como la de una fraternidad y triunfó a la hora de captar adeptos. Clarke y Tyler erigieron empresas con las que manufacturar parafernalia del KKK y favorecieron que cada nuevo miembro de la organización recibiese, previo pago de la tasa de ingreso, un traje oficial con el que asistir a las reuniones. Con el tiempo aquella pareja fue destituida por Hiram Wesley Evans, al tomar este las riendas del Klan, pero su línea de financiación se mantuvo: las tarifas de iniciación cobradas por el KKK ayudaban a subvencionar a los organizadores locales y estatales, pero el sustento económico de la organización nacional eran las ventas de trajes del KKK, trapitos que se encargaban tirando de un catálogo autorizado.

El Catalogue of Official Robes and Banners fue editado en 1925 por los Knights of the Ku Klux Klan, según aseguraba su copyright en la primera página. Se trataba de una guía de equipamiento para el KKK en la que se listaban cuatro estandartes, dieciocho uniformes dibujados sobre un miembro del Klan que posaba de manera casual y una bolsa/maletín impermeable para transportar el gorrito y la bata sin que se arrugasen demasiado. Todos los elementos listados venían acompañados sobre el papel del precio y los materiales con los que había sido elaborados. Entre las vestimentas se encontraban modelitos como el «Klansman» (bata, cordón a modo de cinturón y capucha blanca de algodón, con una borla roja), la variante «Terror» (lo mismo que la anterior pero con el cinto de color rojo), «Terror especial» (la edición de lujo de «Terror», tejida en satén y con bandas rojas), «Maestro de la Banda» (traje blanco, capa amarilla, filigranas doradas bordadas en seda y una capucha que deja a la vista la mandíbula del usuario), «Conferenciante Nacional» (con un par de pollos rojos anidando en el gorrito), «Hidra» (satén rojo), «Gran Dragón» (satén rojo y amarillo para un vestido repleto de adornos militares y bandas) o el «Representante Imperial» (satén y filigranas en seda para un uniforme de color verde moco). En el prefacio de aquel catálogo de moda supremacista se aclaraba que cada copia del libro debería ser custodiada por uno de los «Cíclopes Exaltados» del Klan, y que más le valía no perderla porque costaba su pasta imprimirla. Actualmente, el Catalogue of Official Robes and Banners puede consultarse gratuitamente en esa maravillosa biblioteca digital que es Internet Archive, aquí mismo.

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Los capuchones del KKK servían en parte para mantener el anonimato personal de los miembros, pero aquello no parecía ser tan importante (al fin y al cabo, se trataba de una membresía que en esos años no era tan secreta como se puede presuponer) como el hecho de proyectar una imagen pública potente y aterradora. Porque hay pocas cosas que acojonen más que un grupo de locos disfrazados y aficionados a los rituales. La segunda encarnación del KKK gozó de un éxito disparatado durante sus primeros años, pero se descalabró rápidamente cuando la gente afiliada descubrió que aquella orden estaba formada por auténticos psicópatas y tarados; de los seis millones de miembros que tenía en 1924, apenas quedaban treinta mil en 1930. En las décadas posteriores, y tras casi desaparecer por completo con la Segunda Guerra Mundial, el Ku Klux Klan ha subsistido de manera agonizante, pese a algún pequeño repunte a mediados de los sesenta (cuando llegaron a tener cuarenta mil integrantes) y principios de los ochenta (diez mil miembros). En la actualidad se estima que unos once mil seres humanos, por alguna razón, se sienten muy orgullosos de formar parte del Ku Klux Klan. Durante todo este tiempo, la estética de caperuzas aguzadas y capas blancas establecida por Simmons se ha mantenido como elemento característico. Aquellas capuchas puntiagudas se habían convertido en el embalaje del odio, la violencia, la teatralidad y el terrorismo.

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La Semana Santa en Sevilla es una maravilla

No se cómo llegué a España. No tengo ni idea. Entrené en Milwaukee, tenía un buen trato con Del Harris, pero vi que no tenía sitio y me llamó mi agente con la oferta de Málaga: «Hay playa y hace sol», me dijo. Pues ya está, suficiente. […] En cuanto al choque cultural, joder. Un día me fui a las procesiones de Semana Santa con mi mujer y Rickey Brown, que era un negrazo. Estábamos tomando unas birras y a lo lejos empiezan a llegar los tíos con los gorros estos, que son como los del Ku Klux Klan. No te puedes imaginar cómo nos quedamos. Rickey al principio estaba de espaldas. Yo miré un poco por encima de su hombro de repente y aluciné. Empecé a intentar que Rickey no se girase, pensando: «Hay que sacar al negro de aquí ya». Y le digo: «Rickey, no te gires». Y ni caso, se dio la vuelta y se quedó blanco como un folio. Porque encima él era de Mississippi. Puso una carita… de: «Pero, hostias, ¿esto qué coj*nes es?». Y ya llegó Manolo Rubio a explicarnos que no, que tranquilos, que era otra historia. Pero, joder, son iguales que el Ku Klux Klan. Fue muy fuerte. Nos quedamos, madre mía… (Entrevista a Joe Arlauckas por Álvaro Corazón Rural y José Viruete en el número seis de Jot Down).

Arlauckas y Brown no fueron los únicos deportistas estadounidenses a los que la Semana Santa les puso los pelos de punta por las razones equivocadas. A Bobby Martin casi le da un patatús cuando se tropezó, a mediados de los noventa, con una procesión de gente vestida como el KKK por las calles de Murcia, ciudad en cuyo equipo militaba. Exactamente lo mismo le ocurrió en 2011 a Kenny Hasbrouckcuando se cruzó con esto por las calles de Alicante, y a Trent Lockett en Sevilla durante 2017, tal y cómo hizo saber a través de su Instagram.

Boss

Hugo Ferdinand Boss estableció durante 1923 la base de operaciones de su empresa textil en Metzingen, un pueblecito al sur de Stuttgart, Alemania, y comenzó a producir chaquetas, chubasqueros, ropa deportiva y de trabajo. Pero la iniciativa le salió tonta al hombre y, a principios de los años treinta, tuvo que declararse en bancarrota para aferrarse a un puñado de máquinas de coser que le habían perdonado sus acreedores y empezar nuevo desde cero.

En 1931, Boss se convirtió en miembro del Partido Nazi, y durante los años posteriores, y ya que estaba, se afilió también al Deutsche Arbeitsfront (o Frente Alemán del Trabajo, un organismo sindical nacionalsocialista), a la Reichsluftschutzbund (o Asociación de Protección Aérea del Reich), al Nationalsozialistische Volkswohlfahrt (o la Organización del Bienestar Nacionalsocialista) y a otras órdenes similares con un montón de consonantes en el nombre. Tras afiliarse a tanta cosa nazi, sus ventas se dispararon y su línea de negocio decidió encarrilar la misma autopista por la que circulaba un psicópata de flequillo grasiento y bigotito a lo Chaplin. A partir de 1928, Hugo Boss se convirtió en el proveedor oficial de uniformes para las SS, las SA, las Juventudes Hitlerianas o los Cuerpos de Motoristas Nacionalsocialistas. Durante la guerra se encargó de fabricar los uniformes para las Waffen-SS y la Wehrmacht, explotando a ciento cincuenta trabajadores forzados y utilizando también como mano de obra a cuatro decenas de prisioneros de guerra. En 1945, Boss colgó en el salón de su casa un retrato muy especial: el de él mismo junto a Adolf Hitler en la residencia de montaña que el segundo tenía en Baviera.

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Publicidad de Hugo Boss fardando de uniformes para las SS.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Boss fue procesado por un tribunal de la República Federal de Alemania por estar afiliado al Partido Nazi y ejercer como proveedor de uniformes para los nacionalsocialistas. Como castigo se le impuso una severa sanción monetaria, se le desposeyó del derecho a voto y se le prohibió dirigir cualquier tipo de negocio. Su sobrino se hizo cargo del negocio, dedicándose a coser cosas menos nazis, y Hugo Boss murió en 1948 de la manera más triste: por culpa de un flemón mal curado. En 2011 su empresa, convertida en un emporio de moda, emitió un comunicado de disculpa declarando su profundo pesar por todas aquellas personas que sufrieron cuando la compañía se dedicaba a vestir al nacionalsocialismo.

Temporada 2000

En la época moderna, quienes quieren hacerse con un uniforme del KKK lo tienen algo más complicado que en los años veinte. Con el Klan diseminado y convertido en grupúsculos que juegan al escondite, hasta hace poco solo era posible encontrar a un par de personas dedicadas a la confección de sus paños. Uno de ellos era Richard Bondira, un señor de Indiana que desde los inicios de los noventa se dedicó a mantener una web repleta de información histórica sobre el Ku Klux Klan, un museo digital que cabreaba tanto a los miembros de la orden como a los opuestos a ella. Bondira se emperraba en alabar las bondades del Klan asegurando que la mayoría de sus miembros se dedicaban a hacer el bien y ayudar a la gente, y desde su web (KKKlan.com, ahora difunta) comercializaba uniformes del KKK, manufacturando exclusivamente las variantes blancas porque no acababa de dar con el material y la tonalidad exacta de las batas de colores más complejos. Lo gracioso del asunto es que, pese a que los trajes se confeccionaban en Estados Unidos, todos los tejidos provenían de fábricas chinas, un detalle que el propio Bondira evaluaba de manera delirante cuando se le planteaba la cuestión: «Todo está hecho en China. Encuéntrame tú a alguien en este país que todavía fabrique tejidos […] Pero tenemos a gente blanca haciendo las túnicas, cosiéndolas a máquina. Aunque si en algún momento necesitamos que alguien nos elabore una túnica y la única persona disponible es un oriental, eso no nos preocupa. Lo único que le pedimos es que no la convierta en un kimono». La empresa de Bondira vendía mil atuendos al año a noventa y cinco dólares la pieza, y despachaba encargos tanto a miembros del Klan como a Hollywood (asegura que el equipo de vestuario de la película O Brother! de los hermanos Coenle hizo un pedido), a particulares interesados en la historia de la asociación o a gente que quería tener un disfraz aparente para Halloween. En general, su negocio cabreaba a los militantes más fanáticos del KKK, aquellos que consideraban que los uniformes solo deberían llegar a las manos de quienes realmente se adhirieran a la causa. Lo último que sabe internet sobre Bondira, gracias a los cotilleos de un blog de simpatizantes del KKK, es que andaba bastante pachucho de salud.

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Imagen: Michael Casim (CC).
Año 2008, una mujer de casi sesenta años llamada Mrs. Ruth (Mama Ruth para los amigos) cuida personalmente de su hija enferma Lilbit en su vivienda en el sur de Estados Unidos. «Dijeron que no viviría más de tres meses, así que la saqué del hospital y me la traje a casa». Tras cambiar los líquidos intravenosos de la convaleciente, se encarga de atender a diversos animales que tiene por mascotas: «¡Otro día más en el zoo!», exclama entregada a sus tareas. A continuación, se sienta ante su máquina de coser y se concentra en el trabajo que ha estado realizando durante los últimos años a razón de diez horas al día y siete días a la semana: confeccionar uniformes para el Ku Klux Klan bajo demanda. La devoción de Mama Ruth por su ocupación costurera rezuma candor, ella no solo elabora cada una de las prendas a medida y poniendo todo su cariño en cada puntada dada bajo la foto de Nathan Bedford Forrest, uno de los fundadores del primer KKK, sino que además bendice personalmente los ropajes con un abrazo justo antes de enviárselos a quienes pagan los ciento cuarenta dólares que cuesta la pieza. Anthony Karen, un fotógrafo especializado en retratar los hábitos del Klan, realizó un curioso —y escalofriante por culpa de algún niño enfundado en un uniforme del KKK— reportaje en imágenes sobre Mrs. Ruth para la web Mother Jones.

Hermanos por pelotas

Tras la Primera Guerra Mundial, los hermanos Adolf y Rudolf Dassler erigieron la Gebrüder Dassler Schuhfabrik, una empresa especializada en fabricar calzado deportivo que había comenzado a operar en la cocina de la madre de ambos. Cuando Adolf Hitler comenzó a ganar followers en la Alemania de los años treinta, ambos hermanos se apuntaron al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, aunque Rudolf era el que estaba verdaderamente entregado a la causa, y acabaron triunfando al colocar sus productos en los Juegos Olímpicos de 1928 y especialmente en la edición de 1936 celebrada en Berlín.

La Segunda Guerra Mundial envió unos cuantos meses a Adolf Dassler a formar parte de las filas de la Wehrmacht durante el inicio de la contienda, y en enero de 1943 reclutó a Rudolf para la causa. Durante el conflicto, Hitler reconvirtió la fábrica de los hermanos en un taller de repuesto para tanques y lanzamisiles, mientras ambos Dassler se peleaban por arramblar con los enseres que no tenían uso militar y se podrían guardar en el almacén. Al finalizar la guerra, Adolf Dassler, una persona que había procurado desentenderse en la medida de lo posible de sus lazos nazis, señaló a su hermano como un trabajador a sueldo de la Gestapo y las tropas americanas ataron en corto al sospechoso Rudolf. Tras un cacao importante de declaraciones a favor y en contra, Rudolf sería liberado definitivamente durante el verano de 1946 al no ser considerado un peligro para la sociedad. A partir de aquel momento, ambos hermanos se enfrentaron por el control de la Gebrüder Dassler Schuhfabrik y finalmente acabaron fundando sus propias compañías por separado.

Rudolf inicialmente bautizó a su empresa como Ruda (por Rudolf Dassler), pero pronto lo cambió por Puma al darse cuenta de que tenía más tirón. Adolf hizo algo parecido con su compañía al nombrarla combinando el apodo por el que era conocido («Adi») con la primera sílaba de su apellido. Y de este modo nació Adidas.

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MAGA

En Carson, California, a las afueras de Los Ángeles, se encuentra la fábrica textil de Cali-Fame, una compañía que lleva más de noventa años en activo y que en la actualidad se ha beneficiado del éxito de un presidente con tupé imposible gracias al encargo de cubrir las testas de sus votantes. Porque Cali-Fame es la compañía que se encarga de fabricar las famosas gorras oficiales que lucen el lema «Make America Great Again» de la campaña política enarbolada por Donald Trump. Cada una de aquellas gorras, conocidas popularmente como «gorras MAGA» por la consigna que anuncian, se fabrica por completo en Estados Unidos, y se comercializan en distintos formatos, con precios que varían entre los veinticinco y los cuarenta y cinco pavos, considerándose todos los beneficios de sus ventas como contribuciones al Partido Republicano. Lo simpático de todo esto es que la fábrica de Cali-Fame, además de trabajar con Trump desde hace años —manufacturaba las gorras para los campos de golf del empresario—, está compuesta en un 80% por trabajadores de origen latino, aquellos a los que el propio Trump no guarda demasiado respeto. En una entrevista para Business Insider uno de los empleados contestaba así a las preguntas del reportero.

—¿Qué pensó al enterarse de que iba a encargarse de fabricar las gorras para Trump?

—Bueno, que eso significaría más trabajo para nosotros.

—Algunas de las cosas que el presidente ha dicho sobre la comunidad latina no han sido particularmente agradables. ¿Qué pensáis al escuchar esas declaraciones?

—Trato de ignorarlas.

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Imagen: Gage Skidmore (CC).
Polo is the new nazi

Los manifestantes que se reunieron en Charlottesville durante el agosto de 2017 para protestar, en el conocido como Unite the Right rally, por la retirada de una estatua en honor a Robert E. Lee lo hicieron bajo la llamada de los supremacistas blancos y a la sombra de banderas nazis, pero la mayoría se presentaron en el lugar sin capuchas o túnicas. En un artículo para GQ, el periodista Cam Wolfanalizaba la estética de la marcha: los manifestantes ondeaban banderas confederadas y esvásticas, portaban antorchas (de una marca que condenó públicamente el desfile) y, por lo general, aunque de tanto en tanto aparecía algún uniforme del KKK, vestían polos y pantalones caquis. «Es como si una tropa de maniquíes de J. C. Penney hubiese cobrado vida de repente», escribía Wolf bromeando sobre lo terrorífico de la concentración. Susan Campbell Bartoletti remataba el asunto: «Lo que proyectan las imágenes de Charlottesville son jóvenes con muy buena apariencia. Y lo que están haciendo es colocar la cara de un caballero en unos valores que son cualquier cosa menos caballerosos». El denominado «Imperio invisible» por el que se conocía al Ku Klux Klan había dejado de ser invisible y misterioso. El mal ahora no necesita cubrirse la cara, le basta con peinarse, ponerse una camisa bien planchada y hacerse pasar por bueno. Y cuando los tarados hacen esto dan mucho más miedo que cuando se juntan para quemar cruces escondidos bajo sus capuchas.
https://www.jotdown.es/2018/10/que-coses-cosas-nazis/
 
EL DESERTOR – Siegfried Lenz
Publicado por Rodrigo | Visto 1630 veces

En plena Segunda Guerra Mundial, un soldado alemán en la veintena, de nombre Walter Proska, regresa al frente –en la zona soviética- tras una breve licencia en su pueblo natal. El tren que lo transporta descarrila a causa de una operación de sabotaje efectuada por los partisanos, y el soldado se ve obligado a incorporarse a un diminuto destacamento del ejército, cuya base de operaciones es un improvisado refugio en medio de una región boscosa y pantanosa (¿Bielorrusia?), próximo a un villorrio que es también una pequeña estación ferroviaria (con su correspondiente custodia militar). La unidad consta de apenas siete hombres, contando el suboficial que los comanda; uno de ellos muere tiroteado por el enemigo el mismo día que Proska se les une: el nuevo será su reemplazo. El suboficial, un cabo, es un sujeto un tanto extravagante y desquiciado, alcoholizado y propenso a la brutalidad; poseído por su (ínfimo) rango de autoridad, vela puntillosamente por el más nimio artículo en tanto sea propiedad del ejército –así sea una manta raída o una simple cuchara-, ejerce el mando con aspereza y desecha todo cuanto asemeje unos escrúpulos humanitarios: no titubea en ejecutar a traición a un sacerdote polaco al que juzga coludido con los partisanos. Sus subordinados constituyen un muestrario de personalidades de variada extracción social, incluyendo un antiguo artista circense –un tragafuegos que se niega a demostrar sus artes mientras sus compañeros no le hagan una generosa cesión de sus raciones de aguardiente-, un universitario que ha debido interrumpir sus estudios superiores en Königsberg y que gusta de filosofar, y un silesiano de habla polaca y que a trancas y barrancas se da a entender en lengua alemana; en sustitución de su largo e impronunciable apellido, lo apodan “Cadera”: cojea levemente desde que fuera herido en esa parte del cuerpo, circunstancia que, unida a su físico alto, huesudo y desgarbado, lo vuelve una figura característica (por si fuera poco, es también un parlotero incansable aunque simpático). A la alucinante atmósfera moral que brota del nuevo destino de Proska, obligado a adaptarse a la compañía de individuos que pronto se revelan bastante extraños, se suman las agobiantes condiciones del lugar (hace mucho calor y los mosquitos son una plaga insufrible) y las que derivan del estado de guerra; las cosas no marchan bien para las armas del Eje y los guerrilleros amenazan con sobrepasar a las exiguas fuerzas alemanas.

Decisiva para la trama novelística es la presencia de una mujer, una polaca sumamente atractiva que integra la banda local de partisanos y que tiene embrujado a Proska desde que la conociera a bordo del tren de marras; “Ardilla”, que así la apoda el protagonista, reaparece cuando él no se lo esperaba, y lo hace como portadora de muy malos augurios. Pero no es sólo ella, con su belleza, su vivacidad y sus maneras desenvueltas, lo que sume al soldado en la referida atmósfera; ni es él el único que parece perder la chaveta en aquel inusitado contexto. Aunque distante de la zona en que se libran las grandes batallas, aquel recóndito paradero está por completo inficionado de la desmesura de los tiempos; también allí la templanza, la cordura y las inhibiciones se volatilizan de manera inadvertida, tanto más fácilmente cuanto poco recuerda a los hombres que transcurre un siglo que debía presenciar el triunfo de la civilización (en cambio, los totalitarismos, las guerras y las matanzas indiscriminadas y a gran escala imponen a Europa una segunda edad de la barbarie). La conflagración en curso, muy especialmente la que se verifica en el frente germano-soviético, supedita la vida humana a la aberración ideológica y a la voluntad de exterminio, arrebatándole todo asomo de sustancia y dignidad. Los odios ancestrales entre los pueblos se combinan en ponzoñosa mixtura con discordias de nuevo cuño, impulsándolos a atrocidades sin límite. Son tantos los que perecen a diario, tantos los mutilados y los humillados, desde hace años; es tanta la oscuridad y arbitrariedad de los motivos por los que se despedazan unos a otros; tan rutinaria se ha vuelto la muerte por causas violentas, tan cotidiana la devastación de las ciudades y la corrosión de los valores, otrora los pilares de la orgullosa civilización occidental: como si lo anómalo escamotease el lugar de la normalidad. Un cierto aire de irrealidad sobrevuela la región, o tal vez es algo más profundo, la sensación de vivir la peor de las pesadillas, y los momentos que parecen deparar una gratificante tregua no hacen más que propiciar las desgracias que se ciernen sobre todos. Un apacible baño en el río desemboca en la muerte, dispensada por el enemigo emboscado; la enésima tentativa del larguirucho silesiano de capturar un lucio enorme y escurridizo provoca en él una súbita crisis, un rapto de locura que por poco no lo mata… Todo se precipita cuando los partisanos se hacen con la iniciativa. Proska, por su parte, se convertirá en el desertor anunciado en el título.

Siegfried Lenz (1926-2014) escribió la novela a principios de los años cincuenta, en los albores de una trayectoria que lo ungiría como uno de los mayores escritores alemanes del siglo XX, compañero de generación de los célebres Heinrich Böll y Günter Grass (los tres pertenecieron al llamado Grupo 47, especie de conciencia literaria de la Alemania de posguerra). El desertor posee un trasfondo autobiográfico, aunque el protagonista no es un trasunto exacto del escritor; como éste, Proska proviene de la localidad de Lyck, en la antigua Prusia Oriental, pero es unos diez años mayor y su experiencia bélica es mucho más dilatada que la que consumara Lenz, llamado a filas en las postrimerías de la guerra. De todos modos, Lenz sí desertó, y en su novela volcó la zozobra moral que a buen seguro lo consumía unos años después de finalizada la contienda. En el caso del personaje de su invención, Proska, lo cierto es que su drama va más lejos que el de la sola deserción, pues involucra la desgracia de unos seres cercanos: como si arrastrara consigo el peso de la fatalidad, como si un demonio lo hubiera convertido en agente involuntario de la calamidad. Lenz pasó por el mal trago de ver rechazada su novela por los editores, que la consideraron inconveniente e invendible en una coyuntura en que la rivalidad de las superpotencias amenazaba con hacer de Alemania el escenario primero de una nueva crisis mundial; peor aún, en un tiempo en que el recuerdo del régimen nazi seguía siendo una llaga abierta y supurante en el alma de la nación. Todo vaticinaba la más negativa de las recepciones para una historia como que Lenz ofrecía en El desertor. (¿No era el mismo público alemán que poco después repudiaría Represalia, de Gert Ledig?) La novela permaneció inédita el resto de la vida del escritor, y sólo vio la luz de manera póstuma, en 2016 (casi dos años después del fallecimiento de Lenz).

Los acontecimientos empujan a Proska, como empujan a millones como él en el vasto y aciago escenario histórico. Procura salvar a su hermana y a su cuñado, granjeros en territorio apisonado por el avance incontenible del Ejército Rojo; el infortunio parece cebarse en él. Tras la guerra, los remordimientos le roen la conciencia. ¿Podrá el esfuerzo supremo de una confesión redimirlo de la culpa, liberarlo de un peso que lo doblega más allá de lo soportable?

Bienvenido el rescate de El desertor. No hace sino reforzar el bien ganado prestigio de su autor.

– Siegfried Lenz, El desertor. Impedimenta, Madrid, 2017. 365 pp.

http://www.hislibris.com/el-desertor-siegfried-lenz/#more-23397
 
HISTORIA DE UN PUEBLO
El extraño caso de los bosnios que siguen hablando español (medieval)
Según la UNESCO, el ladino es un idioma a punto de desaparecer. Su procedencia se remonta al final de la Edad Media, con la expulsión de los judíos de la Península Ibérica


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Sinagoga de Sarajevo donde se habla ladino, construida en 1902. (EFE)


E. ZAMORANO

21/10/2018

"Fazer", "lavorar", "pasharo" o "djente". No, no se trata de errores tipográficos; son, como su forma sugiere, palabras en español antiguo. En concreto, “hacer”, “trabajar”, “pájaro” o “gente”. Todavía hay un grupo reducido de personas que las usa en un país cercano a nuestra Península Ibérica pero lejano en cuanto a historia, costumbres y modo de vida. En Bosnia, existe una comunidad de judíos sefardíes que usan esta lengua antigua, también llamada ladino, judeoespañol, judezmo, espanyolit, djidió y haketia (en el norte de África).

Las lenguas representan el más básico nexo de unión de una comunidad. Aunque su función sea eminentemente práctica y a veces seamos incapaces de valorar su importancia, es la esencia de la identidad y del sentido de pertenencia a un país o una cultura determinada. La historia nos lo ha demostrado en innumerables ocasiones. Cuando un pueblo estaba condenado al exilio o abandonar forzosamente un territorio, el idioma pervive entre ellos como el más arraigado vínculo de toda la cultura.

Según la UNESCO, el ladino es una lengua que está condenada a la extinción en los próximos años

Si hay un año determinante en la historia de España ese es 1492. En esos doce meses, sucedieron tres hitos que supusieron un cambio completo de paradigma, tanto político como social: el descubrimiento de América por la expedición comandada por Cristóbal Colón; el final de la Reconquista con la entrega de las llaves de Granada de Boabdil, último reducto de Al-Andalús ya convertido en reinos de taifas; y, por último, la expulsión de los judíos de la Península Ibérica como minoría religiosa. Este último hecho es clave para comprender la deriva de un pueblo, los judíos sefarditas, a los que no les quedó más remedio que huir debido a la mala convivencia con los distintos grupos religiosos, que hasta entonces había sido difícil pero buena, y que en dicho año se volvió completamente insostenible.




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"La rendición de Granada", por Francisco Pradilla Ortiz, 1882.


En la actualidad, la población de judíos sefardíes alcanza los dos millones y la mayor parte de ellos residen repartidos entre países comoIsrael, Francia, Estados Unidos, Turquía y Alemania, entre muchos otros. Uno de ellos, quizás el más curioso, es Bosnia. Nadie diría que en pleno siglo XXI y después de seis siglos de su expulsión, se continuara hablando español sefardí en la parte occidental de la península de los Balcanes.

La noticia surge del diario británico 'BBC', en el que una de sus periodistas llamada Susanna Zaraysky decide viajar a Sarajevo para investigar las raíces de la cultura de esta comunidad cuya lengua, según la Unesco, está condenada a extinguirse. “De camino a la sinagoga Ashkenazi para el servicio del shabat (sábado), mi amiga Paula Goldman y yo caminamos por calles empedradas, pasando por mezquitas, tiendas y una madrasa (escuela islámica). Era el año 2000, y la capital de Bosnia-Herzegovina todavía tenía visibles las cicatrices de la guerra de los Balcanes”, comienza Zaraysky.

La Inquisición les obligó a convertirse al cristianismo so pena de muerte o destierro

Las dos amigas se internaron en el centro de rezo y escucharon el Torá recitado y cantado por David Kamhi, un habitante de la zona. “Adonaj es mi pastor”, escucharon de repente. Después del servicio, Zaraysky preguntó a la esposa de Kamhi, llamada Blanca, que por qué la multitud estaba rezando en español. “No es español”, le contestó. “Rezamos en ladino”. La periodista se quedó sorprendida. De pronto, se encontró entre los descendientes de los judíos sefardíes expulsados de España por el Edicto de 1492. La Inquisición les obligó a convertirse al catolicismo bajo pena de muerte o destierro. De esta forma, el sultán del Imperio Otomano, que por aquel entonces era Bayezid II, decidió acogerles en el seno de su territorio, en los Balcanes, permitiéndoles mantener su religión y sus costumbres. Otros acudieron al norte de África, a los Países Bajos o, incluso, a las Américas recién descubiertas.

"El ladino me salvó la vida"
Una de las peculiaridades más curiosas del ladino es que conserva las estructuras y fonética del español medieval, de tal forma que escucharlo puede resultar como una especie de viaje en el tiempo hacia épocas remotas. “No pudimos tener contacto con España y su idioma, de ahí que suene así”, asegura Kamhi a la 'BBC'. “Antes de la Segunda Guerra Mundial, la población judía de Sarajevo era de aproximadamente 12.000 personas, incluso había un periódico en ladino. Pero después del Holocausto, solo regresaron a la ciudad unos 2.500, y muchos de ellos tuvieron que restringir el uso del idioma para sobrevivir”, explica Zaraysky.



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Conmemoración y homenaje a los fallecidos por la guerra civil yugoslava, en Srebrenica. (EFE)


A principios de los 2000, la periodista se encontraba trabajando en Sarajevo en proyectos de desarrollo económico de la posguerra. “A menudo, acudía al centro comunitario judío de la sinagoga a la hora del almuerzo para reunirme con los pocos habitantes que hablaban ladino que quedaban y aprender su historia”, narra. “Hoy, el ladino tiene un profundo significado de pertenencia cultural y supervivencia para aquellos que todavía lo hablan”.

A muchos de ellos, el idioma les salvó la vida durante la Segunda Guerra Mundial. ya que les ayudó a comunicarse con oficiales del ejército italiano cuando fueron internados en un campo de concentración frente a las costas de Croacia. “Los padres de Kamhi usaron el idioma para hablar con los oficiales”, cuenta Zaraysky. “Para el propio Kamhi, hablar ladino facilitó su asistencia a la escuela en la isla”. Dado que ambos idiomas, ladino e italiano, son más o menos parecidos, Kamhi pronto aprendió italiano.

Los últimos cuatro oradores de ladino en Sarajevo lamentan que el uso del idioma probablemente termine tras su muerte


La situación de los judíos sefardíes tuvo visibilidad en los medios de comunicación gracias a una noticia de 2015 por la que el gobierno de Mariano Rajoy anunciaba que permitiría solicitar la ciudadanía española a los descendientes de los judíos expulsados durante la Inquisición. El por entonces ministro de Justicia, Rafael Catalá, ordenó otorgar la ciudadanía española a 4.302 judíos sefardíes expulsados de la Península Ibérica en 1492. Entre los requisitos se encontraba demostrar sus conocimientos básicos del idioma, aprobar un examen de cultura española y demostrar de alguna forma una hipotética conexión moderna con España.

“Ahora, a sus 70 y 80 años, los últimos cuatro oradores de ladino en Sarajevo lamentan que el uso del idioma en la ciudad probablemente termine tras su muerte”, reconoce Zaraysky. “Para ellos, el ladino representa de forma única sus historias e identidades, recordándoles a la intimidad familiar”. Nadie sabe con exactitud si de aquí a unos años se extinguirá por completo. En todo caso, será una gran pérdida para la cultura española y judía y, sobre todo, como un bien histórico que nos retrotrae a una época que ya solo podemos imaginar o vislumbrar a través de restos arquitectónicos, libros arcaicos y lenguas a punto de desaparecer.


https://www.elconfidencial.com/alma...osnia-espana-judios-mundo-castellano_1632769/

Este tema merecería un hilo propio
 
LA CONQUISTA DEL POLO NORTE – Fergus Fleming
Publicado por Rodrigo | Visto 6450 veces

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«El descubrimiento del Polo Norte representa la victoria inevitable del valor, la persistencia, la capacidad de aguante, sobre todos los obstáculos. En el descubrimiento del Polo Norte están escritos los capítulos de la última de las grandes historias geográficas del hemisferio occidental, que empezó con el descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón». Robert E. Peary, explorador del Ártico

Epopeya de la voluntad y la resistencia física, paradigma de las grandes exploraciones, la denodada empresa de alcanzar los 90° de latitud norte, en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del siglo XX, es materia de la espléndida relación escrita por el periodista británico Fergus Fleming (n. 1959), autor de varias obras sobre exploradores y sus hazañas. La conquista del Polo Norte (Ninety Degrees North, 2002) es una historia de sonados éxitos y de rotundos fracasos, de heroísmo pero también de muy humanos tropiezos, en que lo admirable y lo emotivo alternan casi sin pausa con lo sórdido y lo espantable. Es la historia de una gran aventura en el más implacable de los entornos, en que la relativa precariedad de medios debía superarse a punta de tenacidad y en que la imprevisión o la incompetencia solían pagarse con la muerte.

Paraje extremo e inaccesible por siglos, la zona ártica alimentaba disparatadas fantasías y alocadas conjeturas, algunas de ellas –ya en la era de la Razón- revestidas de empaque científico. Todavía en el último cuarto del siglo XIX el Polo Norte inspiraba teorías en las que alentaban efluvios de los mitos arcádicos, remanentes de la época anterior a la modernidad: no faltaba quien pensaba –y lo exponía en forma de libro- que el polo revelaría a sus descubridores una entrada a una región interior del planeta, perfecta e ideal, suerte de Jardín del Edén que exhalaba una pureza que se materializaba en la aurora boreal. Ya directamente en materia, fue la desaparición de la partida del capitán John Franklin, en 1845, lo que gatilló la fiebre del Polo Norte. Docenas de barcos partieron en su búsqueda en los años siguientes, y muy pronto el desconocimiento de los 90° de latitud norte adquirió rango de máximo acicate para espíritus osados y ambiciosos. Ser los primeros en llegar a tan ansiada meta dio lugar a una de las grandes carreras del siglo, y es que pocos motivos podían ser más auspiciosos para el orgullo nacional, la expansión del conocimiento científico y la publicidad capaz de multiplicar las ventas de los periódicos (en efecto, los propietarios de ciertos periódicos se contaron entre los mayores patrocinadores de travesías polares, y también se multiplicaron los «Stanleys» que iban en busca de exploradores perdidos en las desolaciones árticas). Por no hablar, claro está, de la vanidad de los exploradores. Los intrépidos individuos que se atrevían a desafiar las condiciones extremas del Ártico apenas tenían necesidad de escudarse en la ciencia, aunque los reconocimientos otorgados por instituciones científicas eran calurosamente recibidos por ellos; bien lo dice nuestro autor: «Como en realidad sabía todo el mundo, y como la prensa no titubeaba en decir, la exploración del Ártico era un asunto de pura ambición».

Exhaustivamente documentada y bien escrita, la narración traza los antecedentes necesarios y se adentra pronto en su tema con la expedición de Elisha Kent Kane (1820-1857), cuyo objetivo primero era la búsqueda de Franklin y sus hombres, sin despreciar la eventual conquista del Polo Norte (la historia del desastre de Franklin es narrada por Fleming en un libro anterior, Barrow y sus hombres, edición en castellano por National Geographic, Barcelona, 2005; no he leído este libro). Culmina con la travesía aérea liderada por Roald Amundsen, célebre conquistador del Polo Sur, Lincoln Ellsworth y Umberto Nobile, quienes a bordo del dirigible Norge sobrevolaron el Polo Norte en 1926 y fueron los primeros de quienes se puede asegurar sin vacilaciones que arribaron a dicha meta.

El lector encontrará en este libro toda clase de exploradores, desde un «cruzado polar» como el muy piadoso Charles Francis Hall (1821-1871), quien súbitamente vendió el periodicucho que dirigía en Cincinnati, Ohio, para convertirse en improvisado explorador, sin más bagaje que la inspiración divina de la que se creía imbuido; desde un vástago de la aristocracia europea, Luigi Amadeo Giuseppe de Saboya-Aosta (1873–1933), duque de los Abruzos y primo del rey de Italia, cuyo alojamiento provisorio en el Ártico requería de algo más digno que un miserable iglú o una modesta cabaña de madera, haciéndose construir un pabellón principesco –literalmente- a modo de campamento; hasta un prodigio de ambición y arrogancia como Robert Edwin Peary (1856–1920), quien se proclamó primer hombre en llegar al Polo Norte (en 1909, logro desmentido posteriormente) y es descrito por Fleming como «el más obstinado, posiblemente el más exitoso y probablemente el más desagradable de los hombres que aparecen en los anales de la exploración del polo».

Nota destacable de las exploraciones del Ártico en el siglo XIX es que, como enfatiza Fleming, sus patrocinadores y participantes se negaban a aprender las lecciones del pasado. Había constancia de que el escorbuto podía prevenirse gracias al consumo de verduras y carne fresca, no obstante lo cual algunas expediciones se empecinaban en colmar sus bodegas con provisiones saladas. Se sucedían las exploraciones en pos de un mar Polar abierto que, según todos los indicios, no existía. Se sabía que los buques pequeños y los trineos tirados por perros eran los vehículos de transporte más eficaces, pero se insistía en usar buques grandes y trineos tirados por hombres. En fin, sostiene nuestro autor, «donde saltaba a la vista que la mejor forma de alcanzar un objetivo era viajar por tierra, en vez de ello se mandaban barcos». Era también una manifestación del racismo de la época la renuencia a admitir que una clave para sobrevivir en el Ártico era adoptar la dieta y la indumentaria de los inuit o esquimales, cosa que fácilmente podía deducirse de los diarios de los exploradores árticos –leídos con avidez por quienes aspiraban a incorporarse al gremio-.

La conquista del Polo Norte selló una época de desafíos descomunales a la imaginación y la capacidad de los hombres, de proezas heroicas y de pesquisas quiméricas. De alguna manera, las riñas entre competidores, las patrañas de algunos inescrupulosos (el doctor Frederick Cook, sobre todo, puesto en evidencia como un farsante que había inventado su llegada al Polo Norte, pero también el mismo Peary, quien al parecer creía sinceramente haber arribado a la meta pero rellenó sus informes de exploración con datos falsos); las muertes por inanición, escorbuto, congelamiento, accidentes diversos, incluso episodios escabrosos de asesinato y canibalismo: detalles sórdidos más y menos, entran en la cuenta del romanticismo sombrío de una era. El final fue un tanto decepcionante, pues nada de particular había en los 90° septentrionales. No había un mar polar abierto, ni tierra firme, ni una entrada al paraíso soñado:

«En términos imperiales y comerciales, el Polo Norte no tenía ningún valor. Desde el punto de vista científico, su descubrimiento no trajo ningún beneficio inmediato al género humano. Nada se había encontrado en él, salvo el mismo hielo con el que los exploradores habían batallado durante centenares de años, y poco se había demostrado, excepto la capacidad de los seres humanos para llegar a una serie de coordenadas que ellos mismos habían inventado» (p. 449).

– Fergus Fleming, La conquista del Polo Norte. Tusquets, Barcelona, 2007. 508 pp.

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TIGERS. LA GARRA ACORAZADA DE LA PANZERWAFFE – Juan Campos Ferreira
Publicado por David L | Visto 223 veces

Si hay un carro de combate mítico en la Segunda Guerra Mundial ese no fue otro que el Tiger. No hay aficionado a este conflicto que no haya admirado este magnífico blindado y todos sus derivados surgidos de la matriz de este mismo, aquello que el autor denomina la Familia Tiger y que incluirá, además de los Tiger I y Tiger II, los Ferdinand, los Jagdtiger y los Sturmtiger, versiones y modelos derivados de los mencionados carros de combate que dan título a este libro. De sus características técnicas, del modelo de producción de los mismos, del análisis de las doctrinas militares que utilizaban de su efectividad en el campo de batalla, del liderazgo de sus comandantes y tripulantes y del historial operativo de cada una de las unidades que dispusieron de blindaos Tigers se va hablar en este lúcido trabajo de síntesis de Juan Campos Ferreira, experto en Historia Militar y autor de dos libros más sobre la guerra en el frente del Este.

El libro está estructurado de una manera muy amena: son nueve capítulos, incluido en estos un anexo con una relación de los más destacados ases que comandaron Tigers y unas ilustraciones con los diferentes modelos de estos mismos carros de combate, además de un buen número de material gráfico muy interesante. En definitiva, casi cuatrocientas páginas de excelente contenido.

Lo primero que me gustaría destacar de este trabajo es su perfecta organización a la hora de ir desentrañando cada una de las características de los Tigers, desde su génesis en los despachos de los grandes industriales del Tercer Reich, pasando por la descripción exhaustiva de las peculiaridades tecnológicas, hasta su implementación en las unidades de combate propiamente dichas, todo ello perfectamente sincronizado como si estuviésemos en una de esas fábricas de carros de combate perfectamente adaptadas al trabajo en cadena. Uno puede llegar a suponer que la obra puede resultar un frío análisis donde las mencionadas cuestiones técnicas desborden la misma, pero no es así; este trabajo va mucho más allá que una mera descripción metódica de estos carros de combate, hay un plus de calidad que se puede observar en el estudio global de lo que no fue otra cosa que un producto industrial creado en un determinado momento de la guerra y su verdadero valor como material de guerra en una contienda que acabarían perdiendo los alemanes, tal y como acertadamente afirma el autor. Desde luego hay un gran trabajo de análisis de los Tiger I y II y los otros blindados surgidos de las entrañas de estos mismo Tigers, además de una brillante exposición de las diferentes formaciones blindadas que se nutrieron de estos carros de combate y su historial operativo. Una obra perfectamente válida para seguir consultando datos durante mucho tiempo, de eso no cabe duda. La narración de las operaciones sobre el terreno de estas unidades harán las delicias de cualquier aficionado a la guerra de blindados.

Cuando he mencionado que este libro va más allá de cuestiones técnicas, me refiero a que la subjetividad del autor se pone de manifiesto en las diferentes conclusiones a las que llega tras un excelente conocimiento del arma y que ofrecen a su vez al lector un gran bagaje: saber sobre los Tiger y todo lo que rodea a este blindado realmente interesante. Intentar conocer los Tigers solamente desde un punto de vista técnico es un gran comienzo, pero hay que ir más allá para entender la filosofía de guerra germana a la hora de construir estos magníficos blindados, seguramente los mejores de la Segunda Guerra Mundial, pero no lo suficientemente buenos como para hacer cambiar el curso de la guerra ni tan siquiera para ofrecer perspectivas de victoria en la misma. Tácticamente fueron de un gran valor, pero estratégicamente resultaron la perdición de Alemania. Desde 1943 Alemania ya no podía implantar su famosa Blitzkrieg y estaba a la defensiva, era la hora de la cantidad más que la calidad y es ahí donde los Tigers no cumplieron su misión, no estaban destinados a ser producidos masivamente por su alto coste. Hay una serie de datos que ofrece el autor que son realmente significativos; por ejemplo, un Tiger necesitaba 540 litros de gasolina para recorrer 195 kilómetros frente a un T34 soviético que podía recorrer 455 kilómetros con 480 litros de gasoil, u otro no menos sorprendente, las miles de horas empleadas en su producción solamente para conseguir destruir a un blindado enemigo que podía haberse materializado también con un panzerfaust que costaba menos de 100 RM. En definitiva, el Tiperprogramm resultó un derroche de consecuencias fatales para la estrategia alemana durante el resto de la guerra. Si además de conocer cómo eran aquellos magníficos blindados nos adentramos en las vicisitudes logísticas, económicas, estratégicas y particulares de los principales actores en la producción de los Tigers, entonces nuestro conocimiento de lo que supuso en la práctica este arma será lo suficientemente amplio para poder valorar en toda su extensión lo que fue la creación del más mítico de los carros de combate de la Segunda Guerra Mundial: los Tigers.

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KL: HISTORIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN NAZIS – Nikolaus Wachsmann
Publicado por Rodrigo | Visto 3747 veces

El 22 de marzo de 1933 fue una fecha clave en la andadura del Tercer Reich: fue el día de la apertura del campo de concentración de Dachau, el primero de los que conformarían la vasta y mortífera red de campos de concentración nazis. En aquella aciaga jornada, un centenar de individuos, principalmente comunistas de Munich, fueron recluidos en lo que había sido una fábrica de munición, sometiéndoselos a lo que eufemísticamente se denominó un régimen de “custodia protectora”. Los doce años transcurridos entre la inauguración y la liberación de Dachau harían irreconocible su aspecto original, no solo por la reedificación y el crecimiento del campo sino, además, por el régimen deparado a los internos: el trato benigno de los días iniciales, cuando la policía del Land de Baviera ejercía la custodia del recinto, se convertiría en la proverbial brutalidad de la SS, bajo cuya férula fallecieron cerca de 40.000 prisioneros. Dachau fue la primera estación de la infraestructura del terror nazi, y la única que permaneció en funcionamiento hasta el colapso del Tercer Reich; sentó las bases para la fundación de otros veintiséis campos principales, a los que hay que sumar la friolera de 1.100 recintos secundarios, muchos de los cuales supieron de una existencia efímera. El KL, del alemán Konzentrationslager (en el habla coloquial de la SS, término aplicado de manera genérica a toda la red), fue en verdad lo que su primer descriptor sistemático, el superviviente de Buchenwald Eugen Kogon, calificó como el “Estado de la SS”: fue el coto de acción privilegiado de la infame Orden Negra y una realización paradigmática del ideario nacionalsocialista, que modeló en él un submundo premunido de una lógica, unas normas y unos estándares valóricos incomparables en su sordidez. Al igual que otras instituciones, el sistema concentracionario nazi debió su condición primigenia a la improvisación, y a lo largo de su trayectoria experimentó una serie de cambios en todas las facetas imaginables, desde la administrativa hasta la relacionada con el tamaño y los propósitos de cada campo. En términos proporcionales, por otra parte, ni siquiera su equivalente soviético, el Gulag, resultó tan letal. Mientras el 90% de los prisioneros de los campos de concentración soviéticos lograron sobrevivir, más de la mitad de los reclusos del KL fallecieron. Pero la mortandad en las estaciones del sistema nazi no se verificó de forma pareja, y no cabe concebirlo a éste como un entramado de duplicados de Auschwitz de distintos tamaños y diversa duración.

Para comenzar, una parte de la toponimia del KL (Belzec, Sobibor, Treblinka, etc.) designa no a campos de concentración propiamente dichos sino a campos de exterminio, en que la muerte era por lo general dispensada de manera inmediata; el complejo de Auschwitz, por su parte, ocupaba un lugar singularísimo en el sistema, difiriendo su estructura, su funcionamiento y las dinámicas de su mortalidad de cuanto pudo observarse en los restantes campos. La realidad del sistema alemán de campos de concentración fue asaz compleja y variopinta, su devenir estuvo surcado de vuelcos de todo tipo. (Apunta Wachsmann que Auschwitz fue «la joya de la corona [de la SS]: un modelo de colaboración con la industria, un puesto avanzado para las colonias alemanas y su principal campo de exterminio»; su misma magnitud y su especificidad lo vuelven inadecuado como parámetro excluyente del KL.) Símbolo del terror hitleriano, el sistema concentracionario exigía una historia panorámica que hiciese hincapié en dichas cuestiones, una historia como la que ofrece justamente el alemán Nikolaus Wachsman en una obra de reciente publicación, objeto de la presente reseña.

Empeñado en delinear una visión del KL que dé cuenta de su índole multiforme, además de superar los yerros de las consideraciones abstractas que sobre él han vertido pensadores y cientistas sociales (filósofos, sociólogos, politólogos), Wachsmann acomete su indagación desde una perspectiva que fusiona dos elementos: a) la realidad cotidiana de los campos de concentración como un microcosmos, obteniendo el máximo provecho del corpus de testimonios de los reclusos y de sus verdugos (de los primeros, nombres como Primo Levi, Jean Améry y Margarete Buber-Neumann son sólo los más famosos entre muchos otros); y b) la inserción de la red de campos en la realidad global del Tercer Reich, escudriñando la ligazón del KL con las dinámicas políticas, económicas y militares del régimen nazi así como el lugar del sistema en el mapa social de la nación alemana (los campos más allá de las alambradas, incluyendo el cómo eran percibidos por la población urbana y rural y el cómo interactuaban con ella).

Aparte de simbolizar la consubstancial criminalidad del nazismo, los campos de concentración eran la expresión quintaesenciada de la condición del Tercer Reich como régimen policial y estado totalitario, en que muy tempranamente se impuso la represión como mecanismo fundamental de gobierno, con las fuerzas paramilitares de la SA y la SS sustituyendo más pronto que tarde a los organismos policiales en la persecución de las agrupaciones de izquierda –y con un ensañamiento exponencialmente mayor-. Para la instauración del KL, los nazis no tenían necesidad alguna de imitar experiencias extranjeras como la del Gulag: les bastaba con echar mano de una tradición nacional de disciplinamiento y control, en que el sistema penitenciario y el ejército alemanes proporcionaban suficiente modelo de inspiración –tanto en lo referente a las prácticas punitivas aplicadas a los reclusos como en lo relativo a las formalidades y la rutina laboral de los guardias, que reproducían en gran medida los modos de la vida castrense-. El sistema era la niña de los ojos de Himmler, que no perdía ocasión de defenderlo como el mejor modo de proteger al estado alemán de sus enemigos internos; también era para él la más útil de las herramientas a la hora de incrementar su poder personal, y el hecho de verse como dirigente supremo de una suerte de imperio privado en los márgenes del Reich no hacía sino acicatear su vanidad, que corría pareja con su voluntad homicida. Pero Hitler no le iba a la zaga en cuanto al propósito de sostener un instrumento del terror como los campos. Después de todo, una iniciativa como la que representaba el KL no hubiera podido llevarse a cabo sin su consentimiento, y fue Hitler quien tuvo la última palabra la vez que los primeros campos estuvieron cerca de ser clausurados, en 1935: no sólo ordenó mantenerlos sino que aumentó el financiamiento de la red con vistas a su expansión; al mismo tiempo, incrementó las prerrogativas del líder de la SS, dotando de paso a este cuerpo de una autonomía tal que lo instalaba por encima de la ley. Himmler y los más activos de sus subordinados en la SS, responsables del KL, materializaban en grado extremo el principio de “trabajar en la dirección del Führer”, fundamental en el andamiaje y la mecánica del Tercer Reich.

La descripción poliédrica del Kl emprendida por Wachsmann atiende aspectos como el de la integración funcional del sistema de campos en la economía del Reich, una faceta fervorosamente impulsada por Himmler y potenciada por la guerra –aunque nunca en la escala soñada por el Reichsführer-; la estructura y el funcionamiento diversificados y siempre cambiantes de los campos; el sórdido día a día del personal SS y de los internos; el rol y las características de la violencia ejercida sistemáticamente sobre éstos; el lugar del sistema concentracionario en las políticas de exterminio del régimen, con especial énfasis –como cabe esperar- en la Solución Final; los experimentos con seres humanos en Dachau, Ravensbrück, Auschwitz y otros lugares, llevados a cabo por médicos como Sigmund Rasher, Claus Schilling y Joseph Mengele, entre otros; o, en fin, los mecanismos de adaptación de los agentes de la SS a los cometidos de terror y asesinato en masa al interior de los campos. A este respecto, el análisis de Wachsmann se asoma a una faceta espeluznante de la condición humana, habida cuenta de la disposición de individuos corrientes –no unos anormales patológicos- a convertirse en asesinos profesionales. En el proceso intervenía una serie de factores asociados con el adoctrinamiento intensivo, comprendidos la identidad corporativa de los miembros de la SS como soldados políticos y como élite de la “comunidad del pueblo”, la deshumanización de las víctimas (subsumidas indistintamente en el colectivo pernicioso del “enemigo judeobolchevique”, o el de los elementos socialmente disfuncionales) y la conceptualización de las tareas de exterminio como una prolongación de la denodada guerra contra los adversarios del Reich. Los factores ideológicos eran reforzados por mecanismos propios de las dinámicas psicosociales, en que la presión social, la conformidad de grupo, la complicidad compartida y el sistema de gratificaciones y castigos anulaban las inhibiciones morales y vencían los escrúpulos de los verdugos reticentes. Tal cual observa Wachsmann, el mundo de los campos de concentración invertía los valores al punto de que los agentes SS que se resistían al abrumador status quoeran tachados de cobardes, y a la larga la rutinización de las labores asesinas solía insensibilizar al personal; esto, cuando no estaba ya embrutecido por su participación en las atrocidades del frente oriental (por ejemplo, las ejecuciones masivas perpetradas en suelo polaco o soviético por los Einsatzgruppen).

El descubrimiento de los campos de concentración por las tropas aliadas, en las postrimerías de la guerra, hubiera debido hacer de revulsivo de la conciencia de la nación alemana, mas lo cierto es que alimentó el mito de la invisibilidad de los campos: muchos alemanes alegaron un desconocimiento total de lo que ocurría en ellos, refugiándose en una mixtura de victimismo y amnesia generalizados. Prefirieron olvidar que el régimen hitleriano no había ocultado en absoluto la existencia de tales recintos, antes bien, en los primeros tiempos les había dado amplia difusión en la prensa como muestra de su determinación de aplastar a la izquierda –lo que concitaba el apoyo de gran parte de la población- pero también como medida disuasoria. Luego, cuando la marcha de la guerra puso en manos del régimen a millones de los llamados “infrahumanos” (prisioneros de guerra soviéticos, extranjeros forzados a realizar un trabajo esclavo, judíos), ni la mayor de las discreciones podía embozar la realidad de los campos de concentración diseminados a lo largo y lo ancho del Reich. Ni hablar de las “marchas de la muerte” de las etapas finales de la guerra, que hicieron de muchos alemanes corrientes unos testigos de la aberrante brutalidad que anidaba en suelo patrio… pero que con tanta frecuencia se negaron a reconocer (por de pronto, entre los que presenciaron las marchas no fueron pocos los que pensaron que “algo debían haber hecho” aquellos famélicos desarrapados para llegar a tan lamentable condición). Haría falta el transcurso de varias décadas para que la memoria alemana de la guerra y del pasado nazi asimilase el horror del sistema concentracionrio.

En conjunto, la de Wachsmann es una obra robusta y necesaria, que no agota necesariamente su ámbito de estudio pero que sí establece un hito de referencia en lo tocante al conocimiento del Tercer Reich.

– Nikolaus Wachsmann, KL: Historia de los campos de concentración nazis. Crítica, Barcelona, 2015. 1136 pp.

http://www.hislibris.com/kl-historia-de-los-campos-de-concentracion-nazis-nikolaus-wachsmann/
 
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  • TÍTULO: LA DIVISIÓN ESPAÑOLA DE HITLER
  • SUBTÍTULO: La División Azul en Rusia
  • AUTOR: Gerald R. Kleinfeld y Lewis A. Tambs
  • EDITORIAL: San Martín
  • COLECCIÓN:
  • PÁGINAS: 532
  • FORMATO: 21 cm
  • ENCUADERNACIÓN: Tapa blanda
  • ISBN: 9788471402189
  • FECHA DE PUBLICACIÓN: 1 de Junio de 1979 (1 de Noviembre de 1983 en España)
  • SINOPSIS: Todo un estudio historiográfico acerca de la División Azul de Voluntarios. Libro que a mi parecer no debiera faltar en ninguna biblioteca de los interesados en la participación española en la segunda guerra mundial.
    Las fuentes consultadas por los autores no se reducen a otras obras editadas ya con anterioridad, sino que acuden a fuentes documentales trascendentes para la compresión del fenómeno divisionario. Incluso, van más allá de los simples hechos de armas para introducirse en el intrincado mundo de la pólitica, que tanto influyó en el desarrollo de la vida divisionaria pese a que los propios soldados permanecieron ajenos a aquellas oscuras maniobras.
  • CRITICAS Y RESEÑAS:
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  • Opinión de Raskolnikov Todo un estudio histórico acerca de la División Azul de Voluntarios. Para ser un libro de 1979 (fecha en la que los archivos de muchos paises permanecía aun cerrados) aporta muchisima información, y quizás por tratarse de historiadores americanos, ello le da al estudio cierta distancia (necesaria) u otra perspectiva. Es una obra que a mi parecer no debiera faltar en ninguna biblioteca de los interesados en la participación española en la segunda guerra mundial.


He puesto esto sobre el libro " La division española de Hitler " por su interes general. Escrito por Pablo Romero Montesino-Espartero
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La División Española de Hitler: la División Azul en Rusia / Gerald R. Kleinfeld y Lewis A. Tambs; [traductor, Roberto López].- Madrid: San Martín D.L. 1983.- 530 pág.
Versión española del que acaso sea hasta el momento el mejor estudio historiográfico sobre la División Española de Voluntarios. Las fuentes consultadas por los autores no se reducen a otras obras editadas ya con anterioridad, sino que acuden a fuentes documentales trascendentes para la compresión del fenómeno divisionario. Incluso, van más allá de los simples hechos de armas para introducirse en el intrincado mundo de la pólitica, que tanto influyó en el desarrollo de la vida divisionaria pese a que los propios soldados permanecieron ajenos a aquellas oscuras maniobras.
Gerald R. Kleinfeld y Lewis A. Tambs son profesores de Historia en la Universidad del Estado de Arizona, en Tempe. El primero de ellos - editor de la German Studies Review- es un reputado germanista, igual que Tambs es hispanista.
Existe la versión publicada en inglés:
Hitler's Spanish Legion: the Blue Division in Russia / Gerald R. Kleinfeld and Lewis A. Tambs - Carbondale, EE.UU.
Southern Illinois University Press, London, Gran Bretaña. Ferfer & Simons, cop. 1979 - 434 pag.
Versión original en inglés de esta magnífica obra historiográfica de la que debieron realizarse dos ediciones consecutivas en el mismo año 1979.
Un saludo.
http://memoriablau.es/viewtopic.php?f=6&t=3216
 
Mussolini, Ceaucescu, Videla, Husein... ¿dónde están enterrados los peores dictadores de la historia moderna?

JACOBO ALCUTÉN
01.11.2018


En las democracias consolidadas reposan en lugares reservados y sin honores. En otros países todavía permanecen en mausoleos abiertos al público. El Gobierno comunicará a la familia Franco que no puede ser enterrado en La Almudena. El Vaticano matiza al Gobierno y no se pronuncia sobre dónde enterrar los restos de Franco.


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Hitler, Ceaucescu, Stalin y Pinochet. WIKIPEDIA


La exhumación de los restos de Franco ha abierto una nueva polémica en España: ¿qué hacer con ellos? Los descendientes del dictador quieren depositarlos en la cripta de la catedral de La Almudena, en pleno centro de Madrid, donde la familia Franco posee una tumba familiar. El Gobierno, lógicamente, quiere evitarlo a toda costa porque prefiere un lugar más discreto. Y es que no es cuestión de sacarlo de Guatemala para meterlo en 'Guatepeor'. Si repasamos qué ha pasado con dictadores de otros países, vemos que son pocos los que reposan en algún lugar de privilegio como es el Valle de los Caídos. Es más, la mayoría de autócratas están enterrados sin pena ni gloria en lugares reservados, sobre todo en las democracias consolidadas:

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António de ElAceitunoMisogino Salazar (Portugal) Quizás por cercanía y por ser coetáneo a Franco, el dictador portugués, que gobernó el país vecino hasta prácticamente su muerte en 1970, es un ejemplo a tener en cuenta. Sus restos se hallan en Vimieiro, la pequeña freguesia del centro de Portugal que le vio nacer en 1889. Está enterrado en una modesta tumba de un humilde cementerio, "tan humilde que solo una pequeña parte de los que querían entrar lograron hacerlo", rezaba el día del sepelio la crónica del diario ABC. Su cuerpo, eso sí, fue trasladado con todos los honores desde Lisboa y hubo funeral de Estado porque su dictadura permaneció en pie cuatro años más.


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Nicolae Ceaucescu (Rumanía) Ejecutado en 1989 junto a su mujer por un pelotón de fusilamiento, dicen algunos que entonando La Internacional, el conducator de Rumanía fue enterrado casi en secreto y sin ningún tipo de ceremonia en el cementerio civil de Ghencea, en las afueras de Bucarest. Durante años hubo mucha controversia sobre si el cuerpo de Ceaucescu se encontraba realmente en ese lugar, dudas que se despejaron en 2010 cuando sus restos fueron exhumados para someterlos a una prueba de ADN. Volvió a ser inhumado junto a su esposa (antes reposaban separados) en una tumba renovada de granito rojo y sin motivos religiosos para respetar su ateísmo.


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Adolf Hitler (Alemania) El destino del cadáver del peor villano de la historia sigue siendo un misterio que ha dado pie a múltiples teorías. Con el Ejército Rojo asediando Berlín en los estertores de la II Guerra Mundial, Hitler se suicidó junto a su mujer, Eva Braun, un 30 de abril de 1945 en el búnker en el que se había recluido bajo la Cancillería del III Reich. Los cadáveres fueron quemados por sus asistentes, pero agentes soviéticos lograron recuperar los restos y, según las teorías más aceptadas, los enterraron en secreto en la ciudad de Magdeburgo, en la RDA. Allí permanecieron hasta 1970, fecha en la que el KGB los desenterró para evitar que fueran descubiertos en el futuro y se convirtieran en lugar de peregrinaje. Los restos fueron destruidos y las cenizas se lanzaron al río Biederitz.


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Benito Mussolini (Italia) Capturado por la Resistencia italiana cuando intentaba huir de Italia en abril de 1945, Mussolini fue fusilado junto a otros mandos fascistas y sus cuerpos fueron expuestos ante la multitud colgados del techo de una gasolinera en la plaza de Loreto de Milán. El cadáver del Duce permaneció durante años en una tumba anónima de un cementerio de Milán hasta que un grupo de fascistas italianos lo desenterró y robó en 1946. El Gobierno italiano lo encontró meses después en un convento, pero decidió mantenerlo escondido hasta que en 1957 se lo devolvió a la familia. Desde entonces, Mussolini reposa en una cripta familiar del cementerio de San Cassiano, muy cerca de donde nació. Su tumba se ha convertido en lugar de culto y peregrinaje para nostálgicos del fascismo.


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Iosif Stalin (Unión Soviética) El líder de la Unión Soviética y amigo del gulag murió en 1953 en un país que rendía culto a su figura. Tras su multitudinario funeral, su cuerpo embalsamado se expuso durante años a sus camaradas soviéticos en el mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú, junto a la momia del padre de la URSS. En 1961, bajo la presidencia de Nikita Khrushchev y en pleno proceso de desestalinización, su cuerpo se trasladó a un lugar menos destacado: la necrópolis de la muralla del Kremlin, a solo unos metros de distancia y donde descansan destacadas figuras soviéticas. Su actual tumba sigue siendo lugar de peregrinaje para mitómanos del comunismo. Lenin, en cambio, sí mantiene su mausoleo en la Plaza Roja.


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Tito (Yugoslavia) El cuerpo del mariscal Josip Broz 'Tito' descansa en la llamada Casa de las Flores, un mausoleo situado en los jardines del Museo de Historia de Yugoslavia, en Belgrado. Aunque Tito rigió con puño de hierro el destino de Yugoslavia durante 35 años, hasta su muerte en 1980, su figura está en auge en Serbia, donde muchos lo recuerdan con nostalgia. Su mausoleo recibe a numerosos ciudadanos serbios que acuden a mostrarle sus respetos y es también visitado por muchos turistas.



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Enver Hoxha (Albania) El dictador que intentó convertir Albania en una autarquía murió en 1985 y recibió un multitudinario funeral de Estado antes de ser enterrado con todos los honores en el cementerio Nacional de los Mártires de Albania, el más grande del país, situado a las afueras de Tirana. Tras la caída del régimen comunista, su cadáver fue exhumado en 1992 y trasladado a una tumba más modesta de un cementerio civil de la capital.

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Augusto Pinochet (Chile) El dictador chileno murió a los 91 años en diciembre de 2006 en el Hospital Militar de Santiago, días después de sufrir un infarto y con numerosos procesos judiciales abiertos contra él. Aunque la presidenta Michelle Bachellet denegó a la familia un funeral de Estado, sí recibió honores fúnebres como excomandante en jefe del ejército y su funeral se realizó ante más de 50.000 personas. El cadáver fue incinerado y sus cenizas, depositadas en una ánfora, se encuentran en la residencia de veraneo del dictador, en Los Boldos, cerca de la costa del Pacífico. Su figura sigue siendo muy controvertida en Chile.


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Jorge Rafael Videla (Argentina) Murió en 2013 sentado en el váter de su celda de la prisión de Marcos Paz, en Buenos Aires, donde cumplía cadena perpetua por delitos de lesa humanidad. Hasta el día de su muerte, a los 87 años, defendió la dictadura militar argentina y nunca renegó de los crímenes cometidos. Su funeral se realizó en secreto y sin honores militares. Después de que varios cementerios se negaran a acoger sus restos, la familia del dictador consiguió enterrarlo en un cementerio privado de Pilar, al norte de la capital, bajo una lápida con el falso nombre de 'Familia Olmos'.


SIGUE...
 
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Fidel Castro (Cuba) Después de nueve días de luto nacional y multitudinarios homenajes, una caravana con el cadáver de Fidel Castro recorrió la isla de Cuba desde La Habana hasta Santiago, donde el líder de la revolución cubana fue incinerado y enterrado en el cementerio de Santa Ifinegia, en 2016. Una gran roca gris traída desde Sierra Maestra, donde Castro inició la revolución, guarda sus cenizas. La tumba se ha convertido en una de las grandes atracciones turísticas de Santiago de Cuba.


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Rafael Leónidas Trujillo (República Dominicana) El hombre que gobernó la República Dominicana hasta su asesinato en 1961 descansa en un entorno privilegiado, pero no en su país de origen, sino curiosamente en España. En el cementerio de El Pardo, un mausoleo anónimo de mármol negro, con un impersonal número 46, oculta el cadáver del dictador dominicano, cuyo féretro llegó a nuestro país en 1970. Simpatizantes de Trujillo trasladaron su cadáver a Francia para evitar que cayera en manos de opositores. Tras un primer sepelio en París, sus restos fueron exhumados para trasladarlos al cementerio madrileño por iniciativa de su esposa gaditana, María Martínez de Alba.



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Muamar Al Gadafi (Libia) Asesinado por rebeldes libios en 2011 cerca de su ciudad natal, Sirte, el cadáver de Gadafi fue enterrado en secreto por el llamado Consejo Nacional de Transición en un lugar remoto y desconocido del desierto de Libia. El objetivo era evitar que sus fieles lo convirtieran en lugar de peregrinación.




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Sadam Husein (Irak)

Tras ser condenado a muerte y ahorcado, el dictador de Irak fue enterrado en 2006 en un panteón familiar en su ciudad natal de Tikrit, al norte de Bagdad. Recibía numerosas visitas de simpatizantes de su régimen, pero su pequeño mausoleo fue destruido entre 2014 y 2015 durante los combates entre el ejército iraquí y las fuerzas de Estado Islámico. Su cadáver, sin embargo, había sido trasladado por la familia antes de la destrucción y se encuentra en paradero desconocido. Circulan numerosas teorías sobre cuál podría ser su destino actual.


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Mao Tse Tung (China) El fundador de la República Popular China descansa embalsamado en un espectacular mausoleo en la plaza Tiananmen de Pekín. Para su construcción se emplearon materiales traídos desde todos los rincones de China, incluida piedra de las laderas del Everest. Aunque la popularidad de Mao ha caído con los años en el gigante asiático, su ataúd de cristal sigue expuesto al público 42 años después de su muerte y es visitado a diario por miles de chinos y turistas extranjeros.


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Pol Pot (Camboya) El sanguinario líder de los Jemeres Rojos murió (o fue asesinado por sus antiguos camaradas) en la selva camboyana en 1998 a la edad de 78 años. Su cadáver nunca ha aparecido porque fue quemado en una hoguera por los nuevos jerifaltes de los Jemeres, que lo tenían prisionero y que no permitieron la autopsia al gobierno camboyano. Existe una humilde tumba que se cree guarda los restos de Pol Pot, está en la localidad de Anlong Veng, muy cerca de la frontera entre Camboya y Tailandia.


https://www.20minutos.es/noticia/3478266/0/donde-enterrados-grandes-dictadores-historia/
 
La costa fatidica - Robert Hugues

De presidio a país floreciente

Autor: Robert Hughes
Editorial Galaxia Gutenberg-Circulo de Lectores
Precio : 29 euros
Páginas 728.
ISBN: 8481093769


Es difícil encontrar buenos libros sobre la historia de Australia. Por eso extraña y sorprende que una obra de esas características no sólo haya sido editada en España, sino que además esté firmada por un prestigioso crítico de arte y resulte tan grandiosa y agradable de leer como los mejores melodramas de Dickens o Victor Hugo. «La costa fatídica» es la crónica de una epopeya fantástica: el nacimiento de un país.

Deberíamos conocer a Robert Hugues por haber firmado dos trabajos brillantes: una irreverente historia del arte en el siglo XX, titulada «El impacto de lo nuevo» (Galaxia Gutenberg 2000) y Barcelona (Galaxia Gutenberg), un estudio sobre la arquitectura en una de sus ciudades favoritas.

En «La costa fatídica» regresa a sus raíces, nació en 1938 en Australia, para contar el siniestro origen de la civilización en ese lugar. Y es que entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX infinidad de barcos repletos de presidiarios partían de Inglaterra y, después de meses de penurias en alta mar, depositaban su siniestro cargamento en las remotas costas australianas. La gran isla se convirtió en una descomunal cárcel, habitada por cientos de miles de convictos.

Hugues se ha documentado a conciencia. A los pocos conocimientos de la población local sobre la Australia antigua se une el deseo de olvidar unos orígenes cimentados en el delito y la barbarie. Por eso fue necesario husmear en decenas de archivos y bibliotecas, rescatar diarios, papeles oficiales y caratas privadas, y por supuesto entrevistar a numerosos historiadores y geógrafos. La información y los datos obtenidos en tan ardua investigación son hábilmente camuflados entre los vigorosos párrafos de una narración perfecta.

Algunas descripciones marineras recuerdan al mejor London, las peripecias más increíbles parecen rescatadas de una novela de Stevenson y los protagonistas de las mismas se sentirían cómodos en las peores pesadillas narrativas de Poe. Hugues ha tenido la habilidad de convertir un estudio histórico un libro de aventuras.

«La costa fatídica» rescata unos tiempos difíciles, y dibuja la transformación de una tierra desértica y salvaje en una nación floreciente. El proceso colonial fue largo, doloroso y en demasiadas ocasiones cruel. Hubo que cambiar las leyes primitivas por otras más civilizadas, acabar con el libertinaje y la barbarie y esperar a que el tiempo y el trabajo convirtiesen este refugio de delincuentes en un estado prospero.

La cuidada edición de Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores añade al texto de Hugues una serie de antiguos grabados, oleos, fotografías y páginas de viejos libros, ejemplos visuales de una época y un lugar agreste que, tras superar una etapa inicial marcada por el látigo y la esclavitud, luchó hasta convertirse en un lugar libre.

http://elmundoviajes.elmundo.es/elmundoviajes/noticia2.html?seccion=libro&nombre=1032802293
 
HISTORIA
1918 puñaladas: cien años de la Revolución de noviembre en Alemania
Hace 100 años, cuando la Gran Guerra se apagaba, la revolución estalló en Alemania: esta es su historia, también la de Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo y el mito de la "puñalada por la espalda"


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Revolución Alemana de noviembre de 1918


AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN
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03/11/2018
En la Historia hay algunos momentos tan repletos y trascendentes que el mismo relato oficial oculta -y consolida- una retahíla de tópicos, esferas delimitadoras que sirven para explicar lo ocurrido desde una dirección concreta y asumida por la mayoría. En el siglo XX alemán el engranaje ciego es la llamada Revolución alemana acaecida entre 1918 y 1919, también llamada Revolución de Noviembre. En el imaginario de la cultura general los cadáveres de los espartaquistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht ocupan una destacada 'pole position'. A mucha distancia figura la abdicación del Káiser y luego alcanza el podio la proclamación de la República de Weimar, como si se tratara de un proceso sin matices en los estertores de la I Guerra Mundial.

En realidad, el pistoletazo de salida de esta catarsis esquizofrénica tiene varios natalicios, todos en relación con las metamorfosis del SPD, el partido clásico de la socialdemocracia alemana. Un posible inicio llegaría en 1890, cuando la renuncia de Bismarck levantó las leyes antisocialistas del Reich. Ello hizo posible el renacimiento de los socialdemócratas, hasta entonces paralizados por esas medidas. El partido mantuvo en sus estatutos la voluntad revolucionaria, pero lo cierto es que el levantamiento de las limitaciones los integró en el sistema, hasta el punto de votar a favor de los créditos de guerra en 1914, en los primeros compases del primer conflicto mundial.


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El general Hindemburg, el káiser Guillermo II y el general Ludendorff, durante la Primera Guerra Mundial


Sin embargo, algunos discreparon, en una tendencia manifiesta en el socialismo de esos años, quebrado entre la lealtad al Estado y el pacifismo. 1914 y el problema de apoyar o rechazar la guerra fueron la semilla para desmembrar la unidad. En el caso germánico estas tensiones condujeron a la ruptura de 1916, cuando un núcleo se desmarcó de la connivencia con el poder, se escindió del SPD y fundó el USPD para no perder el sueño de luchar contra el régimen.

Se derrumba el castillo de naipes
Los contrarios a la escisión siguieron apoyándolo con la aspiración de convertir al Imperio en una verdadera monarquía parlamentaria. Se conformaban con ese postulado mientras el desarrollo de la contienda había proporcionado al Alto Comando Militar una posición de preponderancia en forma de dictadura encubierta. La dirigían Erich Luddendorf y Paul Von Hindenburg. El primero mandaba. El segundo asentía. A posteriori sirven para explicar la crisis y el posterior ascenso del nazismo.

El desarrollo de las operaciones en el campo de batalla fue favorable a los intereses de este particular consulado. Hasta 1917 todo iba sobre ruedas para las potencias centrales. La entrada de Estados Unidos iba a ser decisiva para cambiar el curso de la contienda, pero ese año la revolución rusa allanó el frente del Este y posibilitó a Alemania concentrarse en el Occidental para poner toda la carne en el asador. El optimismo se incrementó mediante el más que ventajoso tratado de Brest-Litovsk con la Unión Soviética.

Todas estas perspectivas de victoria se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. En 1918 el bloqueo inglés hizo mella, la producción, aguas, y las trincheras se desmoronaron para abrir la ruta aliada hacia el interior del Reich.

Estas condiciones decidieron a Luddendorff a una insólita renuncia el 29 de septiembre de 1918. Aconsejó firmar un armisticio para frenar el riesgo de una debacle militar. Al ceder su mando pretendía salvar al ejército de la deshonra de la derrota para cargarla al ejecutivo, pues a partir de entonces el bastón pasaba a manos de un gobierno parlamentario donde, por primera vez en la Historia de Alemania, ingresó un socialdemócrata, Philipp Scheidemann.



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Friedrich Ebert


Con el giro copernicano del 5 de octubre, Friedrich Ebert, líder del SPD, consideró concluido el trayecto deseado por el partido. Ahora tocaban carteras y estaban en la mesa de las responsabilidades. El nuevo y pionero ejecutivo pidió el armisticio al presidente norteamericano Wilson, quien exigió a Alemania la retirada de los territorios ocupados, cesar la guerra submarina y la abdicación del Káiser Guillermo II. Este punto hizo salir de su letargo a Luddendorff, quien a finales de octubre pidió retomar la contienda cuando era imposible; las deserciones abundaban y la mayoría de soldados habían aceptado el desenlace, incubándose en muchos de ellos un deseo de paz y democracia. En un mes Luddendorff devino un fantasma del pasado y desapareció del mapa durante unos años, demasiado pocos. Fue reemplazado como adjunto al jefe del estado mayor por Wilhelm Groener, quien más tarde desarrollaría un papel primordial en el desarrollo de los acontecimientos.

¿Los socialdemócratas en el poder?
Nadie pensaba en Kiel. Desde esta localidad báltica un hombre quería ser dadaísta con galones. El Almirante Scheer codiciaba poner un absurdo broche de oro con un último ataque contra la Royal Navy. El 29 de octubre las tripulaciones de dos buques se amotinaron. Más de mil hombres fueron trasladados a la cárcel, antesala de la corte marcial que debía dictar sentencia y firmar su previsible ejecución.

La detención de los marineros rebeldes prendió la mecha de la revolución. Muchos de sus compañeros pidieron su liberación, rechazada por los mandamases. El 3 de noviembre se reunieron con los astilleros, manifestándose por las calles hasta recibir los disparos de las tropas del teniente Steinhaüser. Los nueve cuerpos tendidos en el suelo de la alianza entre obreros y marineros encendió su reacción. Horas más tarde formaron el primer consejo de soldados y trabajadores, al que fueron uniéndose otros militares llegados al lugar para sofocar la revuelta.



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Soldados revolucionarios ondeando la bandera roja frente a la Puerta de Brandeburgo en Berlín, el 9 de noviembre de 1918


El gobierno de Berlín reaccionó con rapidez y envió al diputado socialista Noske. El consejo de nuevo cuño pensaba que los socialdemócratas estaban de su lado, y por eso no vacilaron en nombrarlo gobernador. Noske respiró tranquilo y pensó tener todo bajo control. El problema es que la llama se había extendido por todo el país. Los revolucionarios ocupaban casernas y administraciones públicas. Según Sebastian Haffner querían un gobierno de la socialdemocracia reunificada para gestar una democracia proletaria donde los obreros reemplazarían a burgueses y aristócratas como clase dominante desde la democracia, nunca desde una coyuntura dictatorial.

El 9 de noviembre fue el día clave: se proclamó la República en Baviera y en Berlín empezó a condensarse el caos en un despacho. El canciller Max von Baden comprendió que la revolución social sólo podía pararse con la abdicación del Káiser, quien tras muchos vaivenes aceptó para evitar el desastre y facilitar la firma del armisticio con los aliados.

La calle no quería saber nada del orden imperante y ni siquiera contemplaba la vía parlamentaria desde la normalidad

Pocas horas después, en otra vuelta de tuerca del enrevesado guión, von Baden cedía su sillón en la cancillería a Friedich Ebert. De este modo el dirigente socialdemócrata ponía la rúbrica a sus metas políticas. Su partido alcanzaba el vértice de la pirámide. La disyuntiva en apariencia shakesperiana surgía con sólo abrir la ventana. La calle no quería saber nada del orden imperante y ni siquiera contemplaba la vía parlamentaria desde la normalidad.

En todo Berlín se calcaron los hechos ocurridos en otras ciudades. Los soldados encargados de aplacar la revolución abandonaban las armas. Los socialdemócratas, inmersos en un doble juego, convencieron a muchos militares para unirse a la causa del nuevo Estado mientras ofrecían a la USPD unirse al gobierno. No sabían cómo capear el temporal, siempre más próximo al ciclón. El 9 de noviembre clausuró sus puertas con la ocupación obrera del Reichstag, metamorfoseado en cámara revolucionaria que convocó elecciones para el día siguiente con el fin de elegir a los miembros del Consejo de Representantes del Pueblo.

El gatopardo alemán
Esta iniciativa hizo que Ebert diera en el clavo tras muchas intentonas fallidas. Durante toda la semana de revolución, pese a creerlo, no había llevado nunca la iniciativa. El encadenamiento de sucesos, la abdicación del Káiser, su ascenso a la cancillería y, sobre todo, la gobernación de Noske en Kiel le hicieron vivir su propia fantasía de llevar las riendas. El caballo se había desbocado, pero aún le quedaba una carta en la mesa.



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Alfred Döblin - 'El regreso...' (Edhasa)




Los millones de personas que ocupaban las ciudades de toda Alemania querían ser ciudadanos de pleno derecho. Lo logrado era increíble. La lectura de la tetralogía 'Noviembre de 1918' de Alfred Döblin da voz a implicados de todas las vertientes. Entre lo que aún podía llamarse pueblo nadie tenía en la punta de la lengua un héroe revolucionario, entre otras cosas porque no existían directores de orquesta y el vuelco se había producido de modo espontáneo ante el cortocircuito del sistema. A eso se le suele llamar revolución, pero en noviembre de 1918 la aplastante mayoría de los que votarían en los comicios confiaban en el SPD al identificar sus siglas con otro mundo mejor, no en el gatopardismo de Ebert, quien al ser incapaz de bloquear las votaciones optó por presentarse al Consejo de los Representantes del pueblo.

Fue elegido junto a dos representantes socialdemócratas y tres militantes del USPD para asegurar un simulacro de unidad obrera. La victoria revolucionaria era un espejismo víctima de sus ilusiones y credos de ingenuidad. Al día siguiente se firmó el armisticio. Para los militares, y en eso Luddendorf ganó su envite, la responsabilidad del mismo, con el agravio de Versalles, recaería en los socialdemócratas, a quienes se acusaría de propinar la puñalada por la espalda, el falso pero muy eficaz mito narrativo para explicar la derrota como producto de la traición del que se apropiarían más tarde los nazis.

Ebert interpretó bien su asunción del nuevo poder, que supuestamente comandaba. Quería revertir la situación y pactó con Groener la liquidación de la hegemonía obrera. En diciembre se celebró en Berlín un Congreso de los Consejos. El SPD impuso su abrumadora superioridad numérica y consiguió convocar elecciones para una Asamblea Constituyente que decidiría la forma del Estado.



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Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo


Otra vez se había parado el golpe, pero la idea previa era impedir la reunión del Congreso. Un regimiento se precipitó y se descubrieron las intenciones, posponiéndose para una mejor ocasión, en la que ya intervendrían los temibles 'freikorps', fuerzas de choque contrarias a la República y felices de integrar las fuerzas armadas. En enero de 1919 reprimirían con fuerza la revuelta espartaquista, con la que Doblin finaliza su trilogía con el recuerdo de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht encabezando su último volumen, deudor de la épica generada en torno a estos dos ideólogos del KPD, el Partido Comunista Alemán que con su creación zanjaba la división izquierdista para establecer su dualismo entre socialismo y comunismo hasta los estertores de la Guerra Fría.

Rosa desde el periódico fue un bastión ideológico que en enero de 1919intentó disuadir cualquier intentona revolucionaria, mientras Karl tenía vocación agitadora y era un estorbo para sus enemigos entre arengas y carisma. Lo cierto es que ninguno fue clave en la revuelta espartaquista fracasada de ese mes que los hizo célebres. El 15 de enero los 'freikorps' encontraron a Rosa y a Karl en su escondite berlinés. Los destrozaron a culatazos de rifle y los remataron a tiros. A él le enterraron en una fosa común;a ella la arrojaron al Landwehr Canal. Ebert y sus socialdemócratas habían traicionado a sus acólitos en aras de cimas más altas y conformistas. Para corroborarlas no les importó pactar con el enemigo de clase y dar alas a los extremismos humillados por la derrota, el caldo de cultivo para un mañana incierto. El SPD quería ser el orden y en él figuraba. Otra cosa es que los habituales del mismo lo aceptaran en la familia y le dieran las gracias.

https://www.elconfidencial.com/cult...al-noviembre-1918-recolucion-alemana_1638740/
 
LOS 900 DÍAS: EL SITIO DE LENINGRADO
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Publicado el domingo, enero 18, 2015
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Sección de libros.

SEGUNDA PARTE


Leningrado agonizaba. Sitiada por el Ejército alemán, formidablemente atrincherado, y cortadas sus vías de acceso al resto de Rusia, la ciudad recibía, a través del bloqueo, apenas una pequeña ayuda en alimentos y combustible. En medio de la metralla, las bombas y el hambre, la urbe se hundía en una apocalíptica blancura de nieve, hambre y terror. Harrison Salisbury, uno de los más importantes redactores del Times de Nueva York y ganador del Premio Pulitzer de periodismo, ha pasado 25 años recopilando material para este relato. Estos hechos no se habían revelado anteriormente ni en el mundo libre ni en la Unión Soviética. Salisbury demuestra en estas páginas asombrosas que el desastre final de Leningrado no obedeció a órdenes de Berlín, sino del propio Kremlin. Esta epopeya de intolerables penalidades y tragedias pone de manifiesto el triunfo del pueblo de Leningrado, abandonado, a merced de sus fuerzas exclusivamente.

"El relato de uno de los más horribles, y también de los más heroicos, episodios de la historia humana. El señor Salisbury reúne todas las cualidades que se requerían para escribirlo, y por cierto que lo ha hecho con verdadera maestría. De su pluma ha salido una obra maestra de la narración".
— C.P. Snow, en la sección bibliográfica del Times de Nueva York.

"Es una historia de extraordinaria sensibilidad, y al mismo tiempo es literatura auténtica ... digna de figurar al lado de La guerra y la paz".
— Harry Barnard, en Book Week.

Condensado del libro de Harrison Salisbury.



EN DICIEMBRE comenzaron a aparecer los trineos infantiles pintados de rojo o amarillo, deslizándose por las pendientes, regalos quizá de alguna Navidad. Pero ahora llevaban una tétrica carga: los enfermos, los moribundos... y los muertos, amortajados en sábanas o dentro de ataúdes de madera sin pintar.


Por todas partes se veían estos trineos: por los amplios bulevares, sobre el helado río Neva, en la espléndida Perspectiva Nevsky, símbolo del pasado imperial de Leningrado. El chirrido monótono de los patines sobre las nevadas calles resultaba ensordecedor; incluso ahogaba el distante tronar de los cañones alemanes. No había automóviles en las calles : sólo gente arrastrando trineos. Con frecuencia caían muertos los que arrastraban, sin hacer ruido, sin proferir un quejido, ni un grito.


A mediados de diciembre de 1941 6000 personas morían de hambre cada día a causa del asedio alemán. Hasta el olor de la ciudad comenzaba a cambiar. Desaparecieron las emanaciones de gasolina, tabaco, caballos, perros y gatos. La ciudad olía ya a nieve fresca y piedra mojada. A veces uno arrugaba la nariz al percibir en la calle el tufo amargo del aguarrás, señal de que acababa de pasar un camión lleno de cadáveres, camino del cementerio. El aguarrás que se usaba para rociar con él el vehículo y los cuerpos, permanecía en el aire helado como si fuera el rastro de la muerte.*


Todos los leningradenses se preguntaban qué había sucedido, cómo habían llegado al borde mismo de la catástrofe. Convencidos por años de propaganda de que era invencible el poderío soviético, muchos se resistían a creer que los alemanes hubieran recorrido 800 kilómetros a través de los Países Bálticos para llegar a las puertas de la ciudad. Y sin embargo, la bfitzkrieg germana, que comenzó el 22 de junio de 1941, lo había logrado en poco más de dos meses.


Con la caída de dos poblaciones, Mga y Shlisselburg, la ciudad de Leningrado había quedado aislada del resto de Rusia; el asedio comenzaba. Los envíos de alimentos y combustible procedentes del exterior habían disminuido casi por completo. El primero de enero de 1942, después de 123 días de sitio, las reservas alimenticias de la ciudad estaban casi agotadas; pero eso era un hecho sólo conocido por Andrei Zhdanov, secretario del partido en Leningrado, y su grupo de colaboradores.


En Moscú, Stalin y sus generales habían planeado una nueva ofensiva rusa para liberar a Leningrado. Pero también aquella esperanza había muerto. Batido durante seis meses por fuerzas alemanas superiores, habiendo sufrido hasta el 100 por ciento de bajas en algunas unidades, el Ejército Rojo no pudo realizar la operación.


Sólo quedaba a Leningrado una posibilidad de supervivencia: la ruta del hielo sobre el lago Ladoga, enorme extensión de agua que se halla al nordeste de la ciudad. Esta ruta estaba formada por una red de unas 60 trochas, con una longitud total de 1600 km. aproximadamente. Desde el primero de noviembre se transportaban suministros por dicha vía, pero las dificultades que producían los ataques aéreos, las bajas temperaturas y los resquebrajamientos de la superficie helada, la hacían poco práctica. La temperatura en la zona oscilaba entre los 10 y los 20 grados bajo cero. Algunos conductores morían congelados, y sus camiones quedaban paralizados.


El 5 de enero Zhdanov, que trabajaba sin cesar para mantener en actividad la débil arteria salvadora, tuvo que confesar que la ruta "lleva a Leningrado sólo la tercera parte de los víveres indispensables para mantener siquiera sea el más escaso nivel de subsistencia. El pueblo sufre las más increíbles penalidades".


Desesperados, Zhdanov y sus ayudantes echaron mano de todos los recursos que tenían a su disposición: uno de ellos era la juventud comunista. Pese a que sus filas habían sido diezmadas en el frente, los que quedaban se organizaron en destacamentos para ir de edificio en edificio, ayudando a los vivos, retirando a los muertos. Las escenas que se ofrecían a sus ojos superaban todo lo imaginable.


Una joven, después de una de estas visitas a un apartamento de Leningrado, contaba: "Había escarcha en las paredes. En una silla reposaba el cadáver de un muchacho de 14 años; en una cuna, el de un niño de meses. Sobre la cama, muerta, el ama de la casa. En la puerta, una vecina contemplaba, sin comprender, el espeluznante cuadro. Al día siguiente moriría ella también".


Tal era Leningrado en enero de 1942. "La ciudad está muerta", escribía un cronista. "No hay electricidad. Ni tranvías. Ni agua. Casi el único medio de transporte son los trineos que llevan cadáveres. La ciudad se muere tal como ha vivido desde hace medio año: apretando los dientes".


Zhdanov y sus colaboradores sabían que sólo las medidas más extremas podrían lograr que Leningrado sobreviviera aquel invierno. Nadie podría salvar a los leningradenses... Ni Stalin, ni el Ejército Rojo, ni el partido comunista... Sólo sus ciudadanos, hombres y mujeres, hambrientos, muertos de frío, combatiendo en las ruinas de su ciudad, luchando mientras tuviesen fuerzas.



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CIUDAD DE LOS MUERTOS


EN EL Museo de Historia de la ciudad hay unas pocas hojas arrancadas de un cuaderno escolar. Son páginas del abecedario ruso. Bajo las letras correspondientes, se leen diversos apuntes hechos por una mano infantil:


Z—Zhenya murió el 28 de diciembre de 1941. B—Babushka murió el 25 de enero de 1942. L—Leka murió el 17 de marzo. M—Mamá, el 13 de mayo. Todos murieron. Sólo queda Tanya.


Estas notas las escribió Tanya Savicheva, colegiala de 11 años, y en ellas se lee la historia de su familia durante el asedio. A Tanya la evacuaron de Leningrado en la primavera de 1942, pero sufría de disentería crónica, y, en 1943, también ella murió.


La extinción de toda una familia no era infrecuente. Según palabras del cronista oficial de Leningrado, "cada día que uno sobrevivía en la ciudad asediada equivalía a muchos meses de vida corriente. Resultaba aterrador ver cómo, de hora en hora, se iban agotando las fuerzas de los seres queridos que nos rodeaban. Ante los ojos de las madres, morían hijos e hijas; los niños quedaban huérfanos; multitud de familias desaparecieron por completo". La gente solía comer cualquier cosa que calmara las punzadas del hambre. Un día, el almirante Yuri Panteleyev, jefe de estado mayor de la Flota del Báltico, recibió la visita de la esposa de uno de sus amigos. Ella y su familia se morían de hambre, pero Panteleyev confesó que él nada podía hacer. Cuando se levantó para despedirse, la señora vio una cartera de cuero que el almirante tenía en su mesa.


—¿Me permite llevármela? —preguntó. Perplejo, el almirante se la dio.


Pocos días más tarde Panteleyev recibió un regalo de su visitante: un plato de gelatina de carne y, aparte, los herrajes niquelados de su cartera. En una tarjeta, la señora explicaba que no había podido hacer nada con ellos, pero que la gelatina era producto del cuero de la cartera.


Aquel invierno fue uno de los más fríos de los tiempos modernos, con una temperatura media de 13 grados bajo cero en diciembre y 20 grados bajo cero en enero. Las únicas fuentes de combustible eran los pequeños bosques en torno a la ciudad, un poco de turba que se encontraba bajo la nieve en la ribera norte del Neva, y las casas y edificios de madera de Leningrado. Andrei Zhdanov autorizó la demolición de casi la totalidad de los edificios de madera.


El helado suelo parecía de hierro; para poder enterrar a los muertos, los zapadores del Ejército tenían que abrir con dinamita largas zanjas en los cementerios y en algunas de las plazas públicas.


En el cementerio Piskarevsky se ordenó emplear máquinas de vapor. Una noche el periodista Vsevolod Kochetov, del Pravda de Leningrado, vio las máquinas trabajando. Pensó que estaban construyendo nuevas fortificaciones, pero su chofer aclaró:


—Están abriendo tumbas. ¿No ve los cadáveres?


Kochetov observó más detenidamente. Lo que había tomado por haces de leña eran montones de cuerpos humanos.


—Los hay por millares —comentó el chofer—. Paso por aquí diariamente y todos los días abren una nueva zanja.


Aun así, quedaban muchos muertos sin enterrar. Con amenaza de ser juzgados por un "tribunal revolucionario" —lo que significaba so pena de fusilamiento—, las autoridades habían ordenado el cumplimiento de "las más estrictas normas sanitarias". Para muchos leningradenses era una amenaza inútil. A medida que se debilitaba la población, iba quedando cada vez menos gente con fuerza para enterrar a los muertos. Muchas veces solían trasladar el cadáver al cuarto más frío de la casa, con lo que, paulatinamente, las casas de Leningrado fueron llenándose de muertos.


A veces los sobrevivientes dejaban los cadáveres en las calles, con la esperanza de que una patrulla que pasara les diera sepultura. Las calles eran entonces lugares de horrores inconcebibles. Un transeúnte se alarmó al ver a varias personas sentadas en las puertas con la cabeza entre las manos. Sólo al aproximarse pudo observar que estaban muertas. Los vivos pasaban a su lado, casi con indiferencia.


A orillas del Neva el escritor Nikolai Chukovsky vio que alguien había abierto en el hielo una docena de agujeros y que centenares de mujeres, con cubos en la mano, esperaban su turno. Las cañerías de la ciudad estaban todas congeladas, y el agua se obtenía principalmente del río y de los canales. Pero, horrorizado, Chukovsky observó que en el hielo alrededor de los agujeros había muchos cadáveres abandonados de gente que había muerto allí mientras esperaba para llenar su cubo.


Nadie que hubiera bebido del agua de los agujeros del hielo aquel invierno podía quitarse ya el gusto de la boca. Daba lo mismo que se hirviera (por lo general no había fuego con que hacerlo), o que se utilizara para hacer un sucedáneo de café o de té. El gusto delator, entre dulce y mohoso, siempre parecía quedar.


Incluso los ánimos más esforzados comenzaban a dudar de que Leningrado pudiera sobrevivir a tal situación.



LA VOZ DE LA VIDA


UN DÍA en que el escritor Lev Uspensky fue a la Casa de la Radio, sede de Radio Leningrado, se sorprendió al ver en el gélido estudio un curioso aparato de madera, especie de rastrillo corto sin dientes, en forma de T. El director, Y. L. Babushkin, le explicó que era una muleta que le permitía leer ante el micrófono cuando estaba demasiado débil para tenerse en pie.


—Y hay que leer —agregó el director—. En millares de casas están a la escucha. Nuestra voz puede salvarlos.


La T de madera no era un simple invento ocioso. El poeta Vladimir Volzhenin había desfallecido de inanición en la emisora después de leer sus versos al público de Leningrado. A los pocos días murió. Un actor que cantó en la representación de La doncella de la nieve, de Rimsky-Korsakov, estaba tan débil que tenía que apoyarse en un bastón. Al caer la noche él también había muerto.


Vsevolod Rimsky-Korsakov, sobrino del célebre compositor, hacía servicio de vigía de incendios sobre el techo del edificio de siete pisos de la Casa de la Radio. Una noche de enero estaba de guardia mientras los fuegos iluminaban el horizonte donde se proyectaban las siluetas de los edificios. Hablaba con un amigo del día de la victoria, que estaba seguro vendría. Antes de la mañana, había muerto.


En enero la vida de la Casa de la Radio se concentraba en una habitación alargada del cuarto piso que, según un testigo, tenía el aspecto de un campamento de gitanos. La estancia estaba siempre llena, con veinte o treinta hombres y mujeres. Había catres y divanes, mesas de despacho y cajas de embalaje, montones de periódicos, archivos y unas estufas pequeñas. Cuando el frío, los bombardeos y el hambre estaban en su apogeo, se instalaron los micrófonos en aquella sala, para evitar a los debilitados locutores el esfuerzo de subir al estudio principal de la emisora.


"Los teatros y cines estaban cerrados", recuerda la poetisa Olga Berggolts. "La mayoría de los leningradenses carecía de fuerzas hasta para leer en sus casas. Creo que nunca se han escuchado recitales poéticos como lo hicieron los habitantes de Leningrado aquel invierno: hambrientos, hinchados, casi sin vida".


Pero el 8 de enero de 1942 la radio enmudeció en casi todas las zonas de Leningrado. No había energía eléctrica para la trasmisión. Pronto, desde todos los confines de la ciudad, comenzaron a afluir personas hacia la Casa de la Radio para preguntar qué pasaba y enterarse de cuándo volvería a transmitir la emisora. Un anciano llegó penosamente desde la isla Vasilevsky, con un bastón en cada mano, y dijo: "Si algo piden de nosotros, si es cuestión de valor personal... está bien. Incluso si se trata de reducirnos las raciones... podemos aceptarlo. Pero que no nos quiten la radio. Sin ella, la vida es demasiado terrible. Sin ella, es como estar ya en la tumba".


Posteriormente volvió la corriente eléctrica, y se reanudaron las emisiones de poesía, sinfonías y óperas. La radio, según estimación de los que en ella trabajaban y de los que sobrevivieron al asedio de Leningrado, fue lo que mantuvo viva la ilusión en la ciudad cuando no había ni alimentos, ni calor, ni luz, ni virtualmente esperanza alguna.



UNA NUEVA CLASE DE CRIMEN


AL ENTRAR el invierno, y a medida que pasaban las semanas, fue propagándose lo que entre la policía leningradense se denominó "una nueva clase de crimen".


Era el asesinato para proporcionarse comida. Sucedía a diario. Un golpe por la espalda... una anciana que esperaba en una cola de racionamiento caía muerta... y un joven pálido echaba a correr después de haberle arrebatado el bolso y su cartilla. El relámpago fugaz de un cuchillo... un hombre que salía de una panadería caía mortalmente herido en la nieve... y una sombra oscura se alejaba con la hogaza de pan que la víctima llevaba.


La policía de Leningrado, como toda la de Stalin, estaba bien organizada y con personal suficiente, aun en aquellos tiempos difíciles. Pero la mayoría de los crímenes no los cometían delincuentes habituales (entre los que las autoridades contaban con una buena red de confidentes). Eran actos de ciudadanos ordinarios, movidos al robo y al asesinato por el hambre, los bombardeos, el frío, los sufrimientos.


A medida que avanzaba el invierno, aparecieron bandas de asesinos. A veces había entre ellos desertores del frente, ex soldados del Ejército Rojo, elementos de toda índole. Asaltaban a los peatones de día o de noche. Organizaban golpes contra las panaderías e incluso robaban los camiones o los trineos que transportaban provisiones. Penetraban en los pisos y los saqueaban; si un ocupante alzaba la voz (por lo general allí no había más que muertos), le daban un golpe en la cabeza y después prendían fuego al apartamento para borrar sus huellas.**


La reacción oficial ante este tipo de crímenes fue rápida y directa. El subsecretario del partido en Leningrado, A. A. Kuznetsov, delegado de Zhdanov, explicaba más tarde: "Les diré sencillamente que fusilábamos a la gente sólo por robar un pan".


En noviembre el Pravda de Leningrado comenzó a publicar sueltos breves, invariablemente en la última página, en los que se informaba de las sentencias de los tribunales militares en los delitos de robo de alimentos: tres hombres fusilados por robar en un almacén; dos mujeres ejecutadas por ganancias ilícitas en el mercado negro; cinco individuos fusilados por robo de harina de un camión; seis hombres ajusticiados por conspirar para distraer alimentos del sistema estatal. A veces algunos acusados eran condenados a 25 años en un campamento de trabajo.


Pero la pena más usual era la capital. Fueron destacadas patrullas de soldados del frente para vigilar las calles. No se seguía ningún procedimiento legal. Simplemente, hacían detener a los sospechosos y los cacheaban. Si les hallaban cartillas de racionamiento robadas, o cualquier alimento cuya posesión no pudieran justificar, los fusilaban en el acto y en el lugar.


Cada mes se expedía una nueva tarjeta de racionamiento, y antes de diciembre la gente podía obtener en las oficinas regionales duplicado de las cartillas extraviadas, pero en diciembre comenzaron a formarse largas colas en esas oficinas y, antes de que el jefe de abastos, Dimitri Pavlov, pudiera impedirlo, se habían expedido 24.000 tarjetas nuevas a gente que alegaba haber perdido la suya en algún incendio provocado por el fuego enemigo. Pavlov sabía que muchas personas obraban fraudulentamente. Por ello se privó a las oficinas regionales de la facultad de expedir duplicados de cartillas. En adelante, las nuevas tarjetas sólo podrían obtenerse en la oficina central tras presentar pruebas irrefutables: la declaración de testigos, corroborada por la del administrador del edificio, un agente local del partido o la policía. Las solicitudes pronto bajaron a cero, pues, en realidad, si uno perdía la cartilla le era poco menos que imposible obtener un duplicado.


Por tanto, lo peor que le podía ocurrir a un leningradense era la pérdida de su tarjeta de racionamiento. Una noche, una pensionista y su hija Lulya, de 16 años, se presentaron en el Hospital Erisman. Las dos se hallaban en un estado de gran agitación. Una embaucadora había prometido a la hija conseguirle un buen empleo, con buenas comidas, en un hospital militar. Aquella noche la mujer persuadió a la madre para que le prestara 45 rublos (todo lo que tenía), tomó las cartillas de racionamiento de las dos y las condujo al Hospital Erisman, donde iban a "entrevistar" a la joven. De pronto, madre e hija oyeron que su bienhechora les gritaba en la oscuridad: "Por aquí", y después desapareció.


En el hospital las dos lloraban. La madre decía y repetía: "¡Lulya: me has llevado a la tumba... todavía viva!" Uno de los médicos las ayudó a hacer un informe para la policía. Pero nadie sabía si les serviría o no. Habían quedado sin tarjetas de racionamiento y apenas estaban a principios del mes. Cuatro semanas sin alimento: una sentencia de muerte.



ARDE LA CIUDAD


LAS PRIVACIONES llevaron a muchos al borde de la locura. Yelizaveta Sharypina, maestra que trabajaba para el partido, fue un día a una tienda de la calle Borodinsky. Allí vio a una señora muy excitada que insultaba sin cesar a un muchacho de unos diez años, mientras lo golpeaba repetidamente. El chico, sentado en el suelo, hacía caso omiso de los golpes y, con gran avidez, devoraba un trozo de pan negro, embutiéndoselo en la boca con toda la rapidez que sus mandíbulas le permitían. Alrededor de la mujer y el niño se formó un grupo de espectadores silenciosos.


Sharypina sujetó a la mujer, mientras trataba de hacerla desistir.


—Es un ladrón... ¡un ladrón!... ¡un ladrón! —gritaba la mujer desesperada.


El dependiente le acababa de dar su ración diaria de pan, y ella la había dejado un instante sobre el mostrador. El muchacho agarró el pan, se sentó en el suelo y comenzó a engullirlo, sin importarle los golpes ni los gritos, ni nada de lo que sucedía en torno suyo. La señora decía que unas pocas semanas antes había llevado a su único hijo al depósito de cadáveres. Sharypina logró que la gente que había en el despacho de pan diera trozos de sus respectivas raciones a la desdichada mujer. Luego interrogó al muchacho. Su padre, según creía, estaba en el frente. Su madre había muerto de hambre. Quedaban dos hermanos: él y uno menor, y vivían en el sótano de una casa que había sido destruida por una bomba.


Aumentaron los sufrimientos. Los niños más pequeños se criaron sin conocer lo que eran perros ni gatos, pues ya no quedaba casi ninguno en Leningrado. Tampoco había pájaros. Los primeros en desaparecer fueron los cuervos. Volaron hacia las líneas alemanas en noviembre.


Se acabaron después las gaviotas y las palomas, devoradas por los ciudadanos. Después se extinguieron los gorriones y los estorninos. Morían de frío y de hambre, lo mismo que las personas. Algunos decían haber visto gorriones caer como piedras al volar sobre el Neva, simplemente congelados durante el vuelo.


También las ratas habían desaparecido casi totalmente. Es posible que hubieran muerto congeladas. Pero los soldados del frente no lo creían así. Decían que los roedores de Leningrado saliendo de los helados sótanos, abandonando los edificios bombardeados, se habían abierto paso, por decenas de millares, a las trincheras del frente. Allí la comida era menos escasa. Muy cierto era que las ratas abundaban en el frente. El único consuelo que podían tener los hambrientos soldados rusos era el saber que esos animales eran más numerosos en el frente alemán, donde la alimentación era bastante mejor.


El 25 de enero Kuznetsov recibió una llamada telefónica urgente de la última central de energía eléctrica que funcionaba. Era la número 5, que había estado en servicio gracias a un escaso suministro diario de 500 metros cúbicos de madera. Pero aquel día se había agotado el último combustible, y no había más en camino.


"Hagan lo que puedan durante algunas horas", suplico Kuznetsov. Pero no había con que alimentar las calderas. Las turbinas fueron girando cada vez más lentamente hasta pararse al fin. Ello privó de electricidad a la única estación de bombas de agua que quedaba. Dejaron de funcionar las bombas. Sin agua, los panaderos no podían seguir haciendo pan.


A la panadería del distrito Frunze, una de las ocho que aún funcionaban en la ciudad, se llevaron dos bombas del cuerpo de bomberos y con ellas se logró trabajar. En otro distrito se hizo un llamamiento a la Juventud Comunista: "Se necesitan 4000 cubos de agua antes de la noche para la panadería, o no habrá pan mañana. Necesitamos un mínimo de 2000 voluntarios, porque ninguno de ellos puede transportar más de dos cubos; no tienen las fuerzas suficientes".


Se logró movilizar a los jóvenes, los cuales formaron una cadena humana desde las heladas riberas del Neva hasta la panadería, para pasarse los cubos de agua. Luego, con los trineos de los niños, se repartió el pan a los despachos.


Al acabarse las reservas de combustible en la central número 5, la estación principal de bombeo estuvo sin recibir energía eléctrica durante 36 horas. La temperatura era de 35 grados bajo cero y, mientras las bombas volvían a funcionar, las tuberías de Leningrado se helaron. El resultado fue que no se pudieron combatir más incendios y la ciudad comenzó a arder.


Estallaron centenares de incendios, provocados por las defectuosas y mal instaladas estufas improvisadas con que los leningradenses trataban de calentar sus casas. Desde el primero de enero al 10 de marzo se registraron 1578 siniestros, causados por las 135.000 estufas que había, según ciertos cálculos. Los edificios ardían día tras día.


Una tarde Fedor Grachev, médico director de un hospital en la isla Vasilevsky, andaba por la Plaza del Teatro cuando vio el fulgor de un gran fuego en la calle Decembrists. Las llamas se habían apoderado de los tres pisos superiores de un edificio que estaba decorado con figuras del folklore ruso.


Las llamaradas salían de las ventanas, proyectando una luz tétrica sobre la escena. El calor del incendio derretía la nieve y el hielo, y esto había atraído una multitud que pacientemente llenaba sus cubos con la escasa agua. Nadie hacía ningún intento de extinguir las llamas.


—¿Lleva ardiendo mucho tiempo? —preguntó Grachev a una mujer que estaba allí.
—Desde esta mañana.


Grachev se quedó un rato para calentarse; luego siguió su camino.



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"¡QUÉ REGALADA VIDA!"


EN AQUEL osario en que se había convertido Leningrado, las acciones más simples asumían proporciones épicas. Olga Berggolts ofrece uno más de entre muchos ejemplos. Su padre, el Dr. Feodor Berggolts, le había advertido al comienzo del asedio que si su esposo Nicolai no salía de la ciudad, estaba condertado a muerte. Su salud era tan precaria que lo habían eximido del servicio militar. Pero Nikolai, especialista en literatura, había permanecido y seguido sus estudios, y Olga había trabajado en la Casa de la Radio, declamando sus versos a la ciudad.


El 29 de enero se cumplió la predicción de su padre. Nikolai murió. Fue la única vez que Olga lloró durante el asedio, pues, tal como escribía en uno de sus poemas, "las lágrimas de los leningradenses se han congelado".


En los primeros días de febrero Olga emprendió la caminata más larga que haría en su vida. Iría a visitar a su padre en la fábrica donde trabajaba como médico residente, a unos 20 kilómetros del centro de la ciudad. Sus camaradas de la Casa de la Radio le dieron cuantas provisiones pudieron; ella tenía su propia ración de pan: 250 gramos, que colocó en la funda de una máscara antigás.


Comenzó su viaje lentamente un día encapotado y frío. No estaba segura de si tendría fuerzas para llegar a su destino. Por tanto, resolvió pensar sólo en cada etapa de su viaje. Primero, la caminata a lo largo de la Nevsky, contando, uno por uno, los postes del alumbrado...


Así llegó a la estación de Moscú. Allí pudo hacer alto durante un rato, para seguir luego por el Staro Nevsky en dirección a la fábrica Lenin. Iba de poste en poste. Había cadáveres por la calle... y trolebuses parados, vacíos. Le parecían reliquias de otra vida, de otro siglo diferente.


Siguió andando, y el camino comenzó a parecerle sorprendentemente corto y tranquilo. Todo era suave y dulce; si pudiese abandonarse en uno de aquellos montones de nieve blanda...


Después de haber estado andando durante más de tres horas, Olga descansó nuevamente y encendió uno de sus dos cigarrillos. Más tarde, en la fábrica Lenin, cortó cuidadosamente un pedazo de pan.


Por fin llegó al lugar por donde debía cruzar el helado río Neva. Caía ya la tarde, y sobre el río parecía flotar una especie de bruma color lila. La fábrica le pareció entonces más lejana que nunca, a pesar de que ya podía divisarla en la nevada lontananza; sabía que a la izquierda de los talleres principales estaba el viejo edificio enmaderado donde su padre tenía la clínica.


Le quedaba un trozo de pan: unos cien gramos. Tan pronto como me reúna con mi padre —se decía Olga— tomaremos una taza de agua caliente y nos comeremos este pan.


Salió al lecho del Neva. El sendero era muy angosto y los pasos de Olga se tornaron indecisos. Al llegar a la otra ribera, se sintió desfallecer. Aquella margen del río era como una montaña de hielo. Delante de Olga, subiendo a gatas por el hielo, iba una mujer con una jarra de agua sacada del río.


"No puedo subir esa cuesta", se dijo Olga en voz alta. Todo aquel terrible viaje había sido en vano. Pero al aproximarse más a la montaña de hielo notó que habían abierto escalones en la ladera. La mujer que llevaba el agua le habló:


—¿Lo intentamos?


Las dos comenzaron a subir juntas, apoyándose una en el hombro de la otra, a gatas, parando cada dos escalones para descansar.


—El doctor abrió estos escalones —dijo la mujer mientras descansaban por cuarta vez—. Así es un poco más fácil llevar agua.


Llegaron arriba y siguieron hacia la fábrica y la clínica. Olga entró en la salita de espera, mal iluminada. Sobre un banco de madera yacía una mujer, envuelta en una chaqueta. Parecía dormir, pero estaba muerta. En el aposento adyacente se hallaba, sentado ante una mesa, un hombre cuyo pálido rostro iluminaba un grueso cirio de iglesia.


—Papá, soy yo —dijo Olga.


Su padre comprendió al instante por qué había venido, pero no quiso hablar de ello. Se levantó, le echó el brazo por el hombro y le dijo:


—Ven, vamos a tomar el té.


En otro cuarto, a la luz de una vela, tomaron té y comieron galletas hechas del grano rebuscado en los sótanos de una fábrica de cerveza. Olga ofreció a su padre el cigarrillo que le quedaba. Él aspiraba placenteramente el humo mientras exclamaba :


—¡Qué regalada vida nos estamos dando!
—Papá: por lo que a mí respecta, ya no me considero con vida —respondió ella.
—¡Tonterías! —le contestó él bruscamente—. Claro que estás viva. Mírame. Le tengo mucho apego a la vida. Hasta me he hecho coleccionista.


Era una especie de sicosis, explicó. Se había puesto a coleccionar tarjetas postales, botones, semillas de rosa. Alguien había prometido enviarle las de una rosa especial llamada "Gloria de paz". Desgraciadamente habían quemado como leña la cerca de madera que rodeaba la clínica. Pero en la primavera erigirían otra, y junto a ella él sembraría las rosas.


—Ahora —dijo el padre— duerme. El sueño es lo mejor de todo. Así verás a lo largo de mi cerca las nuevas rosas "Gloria de paz".


Al recostarse, Olga contempló las manos de su padre a la incierta luz de la vela... manos de médico, manos de cirujano, que habían salvado millares de vidas... manos que habían tallado escalones en la ladera helada... manos que cultivarían flores fragantes, nunca vistas en la Tierra.


—Sí —pensaba ella—, veré las rosas de mi padre. Será tal como él lo dice.



OSCURAS CALLES DOSTOIEVSKIANAS


EL MERCADO ocupaba el corazón de Leningrado. Durante doscientos años había sido centro de vendedores ambulantes, traficantes de todo tipo, buhoneros, floristas y prost*tutas. Antes de la guerra había florecido allí un gran mercado de campesinos, cerrado ya desde hacía tiempo. Pero a medida que el hambre se hizo más intensa, resurgió el comercio de alimentos.


Con la llegada del invierno, el lugar se había convertido en el más animado mercado de la ciudad. El papel moneda no tenía ningún valor práctico: el pan era el principal medio de cambio; el vodka ocupaba el segundo lugar.


Todo se vendía en el mercado. Había hombres de rostro impasible, que ofrecían vasos llenos de tierra del Badayev —tierra pura excavada de los sótanos de los almacenes Badayev, en donde habían caído toneladas de azúcar cuando en septiembre se incendiaron aquellos edificios. Una vez que se extinguió el gran fuego, los equipos de recuperación, organizados por el jefe de abastos, Pavlov, habían sacado con bombas durante días enteros el azúcar derretido, pero millares de toneladas saturaban todavía las cenizas y la tierra de los sótanos. No tardaron en penetrar en el lugar hombres y mujeres armados de picos para extraer tierra. La del primer metro del suelo la vendían a 100 rublos el vaso; la de más abajo, a 50.


Se vendía alcohol metílico —decían, falsamente, que pasándolo por seis capas de lino resultaba potable— y dentífrico con el cual podían hacerse budines (mezclándolo con almidón), o también goma de escritorio que se expendía en barras, como chocolate.


Había quien ofrecía pan, a veces hogazas enteras. Pero los vendedores lo mostraban con desconfianza. No era porque tuviesen miedo de la policía; temían más a los ladrones hambrientos que en cualquier momento pudieran sacar un cuchillo o golpearlos en la cabeza.


Detrás del mercado, en una maraña de callejuelas retorcidas, quedaban los arrabales del tiempo de los zares. Allí había escrito Dostoievski su Crimen y castigo; allí quedaba la casa de Los hermanos Karamazov. A lo largo de todo el siglo XIX habían existido aquellos bulliciosos antros y los conocidos cuchitriles donde muchos habían entrado para no volver a salir con vida.


Todo aquello, naturalmente, había quedado abolido hacía muchos años por la Revolución. La prostit*ción y el crimen se habían acabado... o así se decía al menos. Pero nuevamente el distrito que rodeaba al mercado se había convertido en el centro de toda índole de delitos en la ciudad sitiada. Vagaban por las calles personajes que parecían arrancados de las páginas de Dostoievski.


De vez en cuando pasaba un hombre o una mujer de cara redonda, rosada y suave; un estremecimiento cundía entre la multitud. Aquella gente era la más temible en aquellos días.


En enero, un joven llamado Dimitri y su novia, Tamara, decidieron comprar un par de valenki, botas gruesas de fieltro, para una amiga. (Tras una larga serie de economías, Tamara había logrado reunir 600 gramos de pan para dar a cambio de las botas.) Se encaminaron al mercado.***


Al principio no encontraban lo que querían, pero al cabo de un rato repararon en un individuo alto, que aparecía excesivamente bien vestido para lo que se estilaba durante el asedio. Llevaba un magnífico gorro de piel, un pesado abrigo de piel de carnero y hermosas botas grises. Lucía una abundante y llamativa barba y, a pesar del hambre reinante, parecía estar lleno de vigor. En la mano tenía una sola bota de mujer, exactamente de la clase que la joven pareja deseaba comprar.


Regatearon. El sujeto pedía un kilo de pan. Dimitri ofrecía 600 gramos. El gigante, después de examinar el pan, convino finalmente en hacer el trato. La otra bota, les dijo, estaba en su apartamento, situado en una callejuela inmediata. No sin cierto temor, el joven siguió al buhonero. Tamara le advirtió que tuviese cuidado. "Mejor quedarse sin valenki que sin cabeza", le dijo medio en broma.


Los dos hombres penetraron por un silencioso callejón y no tardaron en llegar ante un edificio que no había sido dañado ni por las bombas ni por la artillería alemanas. Dimitri siguió los pasos del gigante por unas escaleras. El otro subía ágilmente, mirando hacia atrás de trecho en trecho. Al ir aproximándose al piso superior, una sensación de zozobra se apoderó de Dimitri. Acudieron a su mente los terribles episodios que había oído relatar. El hombre alto parecía demasiado bien alimentado.


Al llegar al último piso, el individuo llamó a la puerta, y alguien preguntó :


—¿Quién es?
—Soy yo —respondió el interpelado—; ¡traigo uno vivo!


Dimitri se estremeció al oír aquellas palabras. La puerta se abrió, y pudo ver una mano colorada, velluda, y una cara que le hacía una extraña mueca. De pronto una ráfaga de viento agitó la puerta del pasillo y, a la luz vacilante de las velas, el joven vio varios trozos de carne blanca que colgaban de unos ganchos del techo. Uno de los trozos terminaba en una mano humana de dedos largos y venas azules.


En aquel momento los dos hombres se abalanzaron sobre Dimitri, que bajó a saltos la escalera y logró llegar al portal antes que sus perseguidores. Afortunadamente para él, en aquellos momentos pasaba por la callejuela un camión militar.


—Caníbales! —gritó Dimitri.


Dos soldados saltaron del vehículo y se adentraron en la casa. Se oyeron unos tiros, y a los pocos minutos reaparecieron los soldados, uno con un pesado gabán y el otro con el pan de Dimitri, que devolvió a este.


El joven dio las gracias a los soldados. Ellos volvieron a subir al camión y siguieron hacia el lago Ladoga, donde formaban parte de la guarnición de la ruta del hielo. Antes de despedirse dijeron a Dimitri que en el apartamento habían hallado, colgados de los ganchos, cinco muslos, todos de seres humanos.



EL HORROR CULMINANTE


¿QUIÉNES eran los caníbales? ¿Cuántos eran? No es un tema del que gusten tratar los sobrevivientes de Leningrado. Las pruebas de esta historia macabra aparecen aquí y allá, en referencias casuales, en memorias. "Durante lo más arduo del asedio", comentaba un sobreviviente, "Leningrado estuvo en poder de los antropófagos". Este mismo sobreviviente aseguraba haber conocido casos en que los maridos se habían comido a sus mujeres, o estas a los esposos, y los padres a sus hijos. Otros sostienen que esta práctica era poco frecuente, y que sólo surgía cuando la gente enloquecía.


La verdad es que existieron antropófagos por lucro y que el centro de tal comercio estuvo en el mercado. Los hambrientos no preguntaban demasiado por la naturaleza de las bolitas de carne picada que se ofrecían en venta. Los vendedores, impasibles con sus pesadas botas y grandes abrigos, se encogían de hombros ante cualquier pregunta. "Si lo quiere, lo compra; si no, lo deja". Los precios eran fantásticos: de 300 a 400 rublos por unas pocas bolitas.


A veces cortaban la carne de los muertos. Hay muchos indicios de que la práctica de mutilar los cadáveres estuvo ampliamente extendida. Muchas mujeres de Leningrado descubrieron con horror en los cementerios que alguien había cortado trozos de las partes carnosas de los cadáveres que yacían amontonados como leña. Por espantosa que fuera la necrofagia, no había leyes que prohibieran la mutilación de cadáveres ni el consumo de su carne.


Entre los relatos fantásticos que circulaban por Leningrado estaban los de los círculos o cofradías de consumidores de carne humana. Se decía que tales sociedades se reunían con motivo de bacanales a las que sólo asistían los socios de la cofradía. Esta gente era la hez del infierno terrenal en que se había convertido Leningrado. Los estratos más abyectos los constituían aquellos que insistían en comer carne humana "fresca", designación que se empleaba para distinguirla de los trozos pertenecientes a cadáveres. El que tales relatos se ajustaran a la verdad, no tenía importancia. Lo principal era que en Leningrado creían en su existencia, y ello añadía un tremendo horror a sus desdichas.



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EL CAMINO DE LA VIDA


UNA CIRCUNSTANCIA esperanzadora comenzó a levantar los ánimos. La ruta del hielo a través del lago Ladoga, única vía de comunicación de la ciudad con el resto de Rusia, comenzaba por fin a funcionar. Se habían tomado medidas urgentes para mejorar el enlace ferroviario desde el lago a Leningrado, y se estaba construyendo una segunda línea de enlace. En los primeros diez días de enero cruzaron por el hielo 10.300 toneladas de carga; en los diez días siguientes el total de mercancías recibidas se duplicó. Por primera vez desde el comienzo de la guerra estaban llegando más alimentos de los que se consumían.


Al mismo tiempo, la muerte estaba modificando las exigencias de la urbe. En noviembre, 11.085 personas habían muerto de hambre. En diciembre, el número era casi cinco veces mayor: 52.881. En enero, según el cálculo, más bien moderado, de A. Karasev, morían diariamente de 3400 a 4000 personas, haciendo un total al mes de entre 108.500 y 124.000. Las estadísticas no se cuidaban demasiado; todas las autoridades soviéticas lo reconocen así. Pero era evidente que el número de bocas que alimentar disminuía notablemente de día en día.


El 20 de enero Pavlov tenía provisiones para tres semanas, bien disponibles, bien en tránsito por la ruta del lago, o en depósitos listos para entregar. Era cierto que en Leningrado sólo había harina para tres o cuatro días. Pero el futuro se veía más esperanzador; así, el 24 de enero Pavlov elevó la ración de pan a 400 gramos diarios para los obreros, 300 para los empleados y 250 para sus dependientes y los niños. El 11 de febrero volvió a elevarla.


Se procedió a estas medidas al mismo tiempo que Zhdanov tomaba una determinación importante: la de evacuar por lo menos una cuarta parte de la población —medio millón de personas— por la ruta del hielo. La orden se dio oficialmente el 22 de enero, y Alexis Kosygyn, hoy jefe del gobierno de la Unión Soviética, se encargó de esta operación.


Pasaron muchas semanas antes de que todo marchara con fluidez. Los evacuados estaban tan débiles que sólo tomarles los datos requería horas enteras. Un grupo, al llegar a Borisova Griva, en la línea férrea de Leningrado, estaba tan agotado que en el trasbordo del tren a camiones y autobuses se tardó día y medio. Ni los trenes ni los camiones tenían calefacción, y la mayoría de los evacuados no sobrevivieron a las penalidades. Pero tampoco hubieran podido resistir en Leningrado.


Pavel Luknitsky, corresponsal de la agencia Tass, cruzó el lago en misión informativa a principios de febrero. Llegó a Zhikharevo, en la orilla opuesta, ya entrada la noche, esperando hallar una habitación abrigada, comida y descanso. Se encontró con un caos. Millares de personas que iban a ser evacuadas vagaban por las heladas calles del pueblo, destruido por la guerra: mujeres y niños, débiles, desfallecidos, congelados. Nadie sabía dónde se podía encontrar un comedor, ni dónde podían obtenerse los documentos para los trenes de la evacuación, ni cuándo saldría el tren, ni dónde se podía pasar la noche, ni siquiera a dónde ir para calentarse.


La ruta del hielo ofrecía un espectáculo increíble. Sus trochas estaban atestadas, noche y día, por interminables filas de camiones. Todo el mundo andaba a gran velocidad, y el camino se extendía hacia un blanco infinito, un poco parecido, como hacía ver Luknitsky, a las estepas de Kazakhstan. A ambos lados se levantaban unos muros helados formados por las máquinas quitanieves. A cada kilómetro había un agente de tráfico, con capa blanca, protegido contra el viento por un refugio de bloques de hielo. A grandes intervalos se encontraban talleres de reparación, centros de control y puestos antiaéreos camuflados, cuyos artilleros también vivían en construcciones hechas de hielo. Aquí y allá, medio ocultos por la nieve, se veían los restos de camiones averiados o quemados.


Al caer la tarde, los agentes de circulación usaban señales luminosas verdes y blancas, pues la evacuación continuaba de día y de noche. Muchos vehículos no amortiguaban la intensidad de sus faros, y los haces de luz se proyectaban espectralmente sobre la nieve y el hielo.


Desde el 22 de enero hasta mediados de abril fueron transportadas a través del lago Ladoga 554.186 personas, entre ellas 35.713 heridos del Ejército Rojo. El movimiento no cesaba nunca, a pesar de los aviones alemanes, las terribles tormentas de nieve y las temperaturas, que llegaban a los 20 grados bajo cero. La ruta del Ladoga —el "camino de la vida"— funcionaba. Era un torrente constante: de combustible y alimentos que entraban en Leningrado. Y de gente que salía.



"¿POR QUÉ ESTARÉ TAN ALEGRE?"


EN LA ciudad, los cadáveres todavía yacían por millares en. las calles, entre los bloques de hielo, junto a los amontonamientos de nieve, en los patios y en los sótanos de las casas. Si no se sacaban, junto a las toneladas de basura acumulada, Leningrado perecería víctima de las epidemias que se desatarían en la primavera.


En marzo el Ayuntamiento ordenó emprender una campaña de limpieza, en la que participarían todos los ciudadanos físicamente capaces. Se pusieron carteles y la radio lanzó unos llamamientos urgentes; el primer día salieron a las calles 143.000 hombres y mujeres, débiles, tambaleantes. Pronto estaban trabajando 300.000 personas. Entre el 27 de marzo y el 15 de abril se limpiaron 12.000 patios, se despejaron dos millones y medio de metroscuadrados de vías públicas y se sacó un millón de toneladas de desperdicios.


En la Nevsky se removieron los escombros de los edificios bombardeados; en los espacios vacíos se erigieron fachadas falsas, pintadas a imitación de los exteriores de los edificios destruidos, hasta el punto de que se reproducía la colocación de puertas y ventanas. Al pasar rápidamente por la calle, parecía que esta no hubiera sufrido castigo alguno. El impacto de una granada en una de las cúpulas bizantinas de la "Iglesia de la Sangre", lugar donde fue asesinado Alejandro II, fue reparado con madera laminada. Tales esfuerzos continuaron durante el resto del asedio, de modo que la ciudad entera, pese a los grandes sufrimientos, daba la apariencia de orden y limpieza.


Desde fines de diciembre se habían acabado los baños públicos y las duchas y lavado de ropas comunes. Pero entonces comenzaron a abrirse de nuevo. Un día Nikolai Chukovsky, el escritor, organizó una expedición de baño para unos marinos que trabajaban con él en el periódico de la Flota del Báltico. Se presentó, no obstante, un problema a causa de Zoya, una de las cajistas. Era justo que ella también tuviese derecho al baño. Pero, ¿qué hacer con una sola mujer entre un grupo de hombres?


En la casa de baños resultó que el problema era a la inversa: era el día de las damas y no se permitió la entrada sino a Zoya. Chukovsky apeló al director —tan raro era entonces el placer del baño— y dieron permiso también a los marineros de lavarse. El pequeño grupo de hombres se desnudó y tomó el baño junto a las mujeres.


Chucovsky no pudo menos de pensar cuál hubiera sido la reacción de sus marinos unos meses atrás, al verse rodeados de mujeres desnudas. Hoy, estando todos en los huesos, a nadie le importaba un comino. No se produjo el menor indicio de sentimiento sexual ni de los unos ni de las otras. Chucovsky opinaba que los cuerpos hambrientos conservaban la fuerza eliminando el impulso sexual, suposición que confirman las estadísticas, las cuales revelan que el índice de nacimientos en Leningrado fue en 1942 un octavo del de 1941.


En algunos pequeños detalles la ciudad comenzó a revivir. El 11 de abril, Pyotr Popkov, presidente del Comité Ejecutivo, ordenó a la administración de tranvías restablecer el servicio normal en varias rutas, y cuatro días más tarde 116 coches salían de sus cocheras. Su efecto fue notable.


"Los tranvías circulan, atestados de pasajeros", escribía un cronista; "la ciudad vuelve a la vida. ¡Qué sorprendente, qué extraño, después del silencio en que había vivido Leningrado!"


Un prisionero de guerra alemán dijo a sus captores que había perdido la fe en Hitler al oír los tranvías aquella mañana. El estruendo de las ruedas, el chisporroteo de la electricidad en los cruces, llenó de alegría la ciudad. Algunos, en la Perspectiva Nevsky, lloraban ante el espectáculo.


Los alemanes celebraron el primero de mayo —día 244 del asedio—con un intenso cañoneo. El día era hermoso en la ciudad: soleado, con cierto aire veraniego. Pavel Luknitsky observó que, por las calles, algunas mujeres llevaban ramilletes de flores primaverales; otras llevaban ramas de abeto o manojos de hierba... cualquier cosa que pudiera suministrar una fuente de vitamina C para combatir el escorbuto del invierno.


El pueblo convalecía de sus penalidades. La gente se movía lentamente al calor del sol, dejando que sus beneficiosos rayos penetrasen profundamente en sus delgados cuerpos, sus pálidas caras y sus brazos enflaquecidos. La cortesía de Leningrado, que había desaparecido durante aquel terrible invierno, volvía a aparecer. Un soldado ayudaba a una anciana a subir a un tranvía, levantándola con notable esfuerzo desde el suelo hasta el último escalón.


El hielo del lago Ladoga comenzó a resquebrajarse el 24 de abril, pero ya se había planeado un oleoducto subacuático por el que se seguiría suministrando combustible. Dicho oleoducto entró en servicio el 19 de junio. Entre tanto, por orden de Alexis Kosygyn, se había ampliado la capacidad del puerto, y también se preparó gran número de barcazas. Hacia finales de mayo, considerables cargamentos de alimentos y mercancías estaban en camino.


Las "noches blancas" de junio y julio, cuando el sol septentrional nunca se pone, proporcionaron a Leningrado una apariencia de bienestar y alivio. En la Perspectiva Liteiny un jorobado puso una báscula e hizo un rápido negocio. Todos querían saber cuánto peso habían perdido durante el invierno. Sobre los puentes que atravesaban ríos y canales, Luknitsky vio grupos de mujeres lavando ropa o platos. Parecían saludables. Algunas se habían pintado los labios. La ropa que llevaban no sólo estaba limpia, sino bien planchada.


La Sala Filarmónica, que había sufrido un impacto directo, abrió nuevamente sus puertas el 9 de agosto y, a las 7 de la tarde, la élite de Leningrado comenzó a congregarse allí. Todos llevaban sus mejores ropas; era el público más elegante que se vio durante el asedio. La ocasión resultaba especialmente apropiada. Durante los comienzos del sitio Dimitri Shostakovitch había trabajado en su apartamento de Leningrado en la composición de su Séptima Sinfonía, a pesar del hambre y los bombardeos. Tenía terminados los tres primeros movimientos cuando, en octubre, ordenaron su evacuación. Había seguido trabajando, y la partitura terminada se envió por avión a Leningrado en junio. Los ensayos se habían llevado a cabo durante más de seis semanas en preparación para la función de aquella noche.


Se oyó la majestad y gloria de aquella música sobre un fondo formado por el estrépito de los cañones. El jefe de estado mayor del 18avo Ejército alemán, al enterarse de que sus soldados estaban escuchando la sinfonía por radio —se trasmitió a toda la Unión Soviética y, por onda corta, a Europa y Norteamérica—, ordenó a las baterías hacer fuego sobre la zona del teatro. Pero los rusos, que habían previsto tal posibilidad, silenciaron con su artillería las baterías germanas.


A los que habían sobrevivido aquel invierno, les parecía que las penalidades tocaban a su fin. Seguramente pronto sería levantado el asedio. Pero, en realidad, la ciudad todavía se hallaba en grave peligro. Hacia el sur estaba en pleno apogeo un nuevo ataque alemán, y los ejércitos rusos habían evacuado Sebastopol y Crimea. Las tropas germanas avanzaban hacia el Volga a través del vasto cinturón de las estepas meridionales rusas. En torno a Leningrado había indicios inconfundibles de que, una vez más, tratarían de tomar la ciudad.


En septiembre, las tropas que defendían a Leningrado recibieron orden de pasar a la ofensiva, tanto para aliviar la presión alemana sobre el sur, como para levantar el bloqueo. Pero el mando supremo de Moscú no podía aún enviar al frente de Leningrado reservas suficientes para abrir brecha. La ofensiva fracasó.


Sin embargo, el ánimo de Leningrado seguía optimista, y la ciudad comenzaba a prepararse con nuevos arrestos para el segundo invierno de guerra. Un día, la joven Galina Alekseyevina, gerente del Hotel Astoria, subía cantando las escaleras de mármol del hotel.


—¿Por qué estaré tan alegre? —preguntó a Luknitsky—. Realmente no lo sé. Están bombardeando la ciudad, y se me ocurre cantar. Mire, yo vivía bastante bien, pero lloraba con frecuencia. ¡Las cosas que me hacían llorar! Hoy me río de pensar en ellas. Ahora he perdido a todos mis seres queridos. Creí que no podría sobrevivir a la prueba. Pero en estos momentos me siento preparada para cualquier cosa. Si muero, qué le vamos a hacer. Ya no le temo a la muerte.



RUGEN LOS CIELOS


LA CIUDAD se parecía muy poco a la suntuosa capital de la preguerra. No sólo centenares de edificios habían quedado destruidos, sino que las calles aparecían casi vacías. Zhdanov había decidido evacuar a otras 300.000 personas por la ruta del Ladoga, a fin de que únicamente quedara el personal mínimo necesario para la defensa y los servicios esenciales. De hecho se evacuaron 528.000 habitantes desde el momento en que se restableció el transporte hasta que volvió a formarse el hielo en noviembre. Para el día de Año Nuevo de 1943 quedaban en la ciudad sólo 637.000 habitantes, menos de una cuarta parte de la población de un año antes.


A medida que se recrudecía el invierno se hacían planes para romper el sitio definitivamente. La empresa, al final, iba a necesitar dos campañas mayores, distanciadas entre sí por un año, 365 días durante los cuales los leningradenses seguirían viviendo bajo la influencia de los terribles acontecimientos que habían pasado, con el alma sobrecogida por lo que les podría deparar el incierto porvenir.


La primera acción comenzó a las 9:30 de la mañana del 12 de enero de 1943, cuando los rusos abrieron fuego contra los alemanes con 4500 cañones. Por primera vez ya no era la vieja cuestión de demasiado poco, demasiado tarde o demasiado débil. El cañoneo duró cerca de dos horas y media. El rugir del arma más temible de los rusos, los lanzacohetes múltiples, llamados Katyushas, estremeció los campos cubiertos de hielo.


Hacia el 14 de enero, las tropas de Leningrado y otra fuerza soviética cerca del Volkhov distaban entre sí menos de cinco kilómetros. Al día siguiente la distancia disminuyó a 1200 metros. Se aproximaba el final.


Los altos jefes alemanes ordenaron un desesperado contraataque el 18 de enero; pero este falló, y en pocas horas las unidades de Leningrado y del frente del Volkhov se habían unido. Shlisselburg, la ciudad que había cerrado el cerco alemán, fue reconquistada por los rusos. El asedio de Leningrado había sido roto, después de 506 días.


Los alemanes habían sido rechazados, pero todavía estaban a las puertas de la ciudad, y sus cañones aún barrían el casco urbano. Nada había cambiado fundamentalmente para los leningradenses. Aunque las raciones se aumentaron, ninguno engordaba.


Hasta muy entrado el año de 1943 no comenzaron a llegar las provisiones norteamericanas de mantequilla y carne enlatada, huevos deshidratados, leche en polvo y azúcar. La ciudad vivía en el temor de que su débil conexión con el resto del país se pudiera romper de nuevo en cualquier momento.


La conexión se mantuvo a través de lo que pronto llegó a llamarse el "pasillo de la muerte", estrecha faja de terreno a cuyos lados había cañones alemanes emplazados a 450 metros de distancia. En febrero sólo 76 trenes lograron atravesar el pasillo, y en marzo apenas mejoró la situación. Una y otra vez las granadas alemanas estallaban en medio de la vía: los nazis cortaron los rieles 1200 veces en tan sólo once meses. A pesar de todo, a Leningrado llegaron por ferrocarril cuatro millones y medio de toneladas de mercancías.


Los alemanes seguían haciendo que Leningrado pagara cara su situación. A fines de julio, y en el mes de agosto, la sometieron al más intenso cañoneo de la guerra, tan nutrido que la plaza frente a la estación Finlandia fue llamada "el valle de la muerte". En las calles del sector se fijaron carteles blancos y azules: CIUDADANOS : EN CASO DE CAÑONEO, ESTE LADO DE LA CALLE ES EL MÁS PELIGROSO. Tan certero era el fuego, que había razones para creer que los alemanes habían introducido agentes en la ciudad para proporcionar a sus artilleros las necesarias correcciones de tiro.


La segunda y definitiva ofensiva rusa comenzó en enero de 1944. (El mando supremo de Leningrado había descubierto hacía tiempo que el invierno les proporcionaba una ventaja natural sobre los alemanes.) El general Leonid Govorov, comandante del frente, era especialista en artillería, y concentró un enorme conjunto de baterías, que dispararon 104.000 granadas sobre las líneas germanas en un bombardeo de 65 minutos. Las grandes piezas de la Flota del Báltico y las baterías de Kronstadt se unieron al fuego. En Leningrado todos sabían lo que pasaba. El rugir de la artillería y el estallido de las bombas cubría el firmamento. Durante tres años habían estado esperando este día, este estremecerse de la tierra, este tronar de los cielos.


El combate se prolongó durante dos semanas. Finalmente, en la mañana del 27 de enero, sobre la aguja de la torre del Almirantazgo, sobre la gran cúpula de la catedral de San Isaac, sobre la amplia extensión de la Plaza de Palacio, surgió una lluvia de flechas doradas, un haz de cohetes brillantes, rojos, azules y blancos. Era un saludo de los 324 cañones que anunciaba la liberación de la ciudad. Después de 880 días había llegado a su fin el asedio de Leningrado, el más prolongado que una ciudad moderna haya sufrido.


La acción alemana había producido un saldo con pocos paralelos en la historia: 716.000 leningradenses perdieron sus hogares; 526 escuelas e institutos infantiles y 21 instituciones científicas quedaron destruidas; igual suerte corrieron 191 museos y otros edificios cívicos, los parques botánico y zoológico, 840 fábricas, 71 puentes... El catálogo de ruinas era interminable. Los daños materiales fueron estimados en 45.000 millones de rublos.


El número exacto de los que perdieron la vida nunca será conocido. Según las estadísticas de Pavlov, jefe de abastos, las muertes llegaron a 632.653, pero parece que la cifra se queda corta en varios centenares de millares. No se han publicado jamás, por ejemplo, cifras oficiales que incluyan las bajas del Ejército. Es más, por razones políticas y tácticas, el gobierno soviético ha subestimado deliberadamente las pérdidas civiles y militares de la guerra.


Mijail Dudin, poeta que pasó todo el tiempo del asedio dentro de las líneas de Leningrado, insinúa que murieron un mínimo de 1.100.000 personas. Dudin fundamenta sus cálculos sobre la base de que se suponen enterrados 800.000 cadáveres en fosas comunes en el cementerio Piskarevsky y 300.000 en el de Serafimov. (Algo más que una figura poética hay en la observación formulada por el poeta leningradense Sergei Davidof sobre Piskarevsky: "Más de media ciudad yace aquí".) Uno de los más rigurosos especialistas soviéticos calcula las víctimas del hambre en Leningrado en número "no inferior al millón", conclusión que comparten los dirigentes actuales del partido en la ciudad. El total más aproximado, entre civiles y militares, oscila entre 1.300.000 y 1.500.000 muertos.



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"QUE NADIE OLVIDE"


YA EN la primavera de 1944, la ciudad había vuelto casi al ritmo de los tiempos de paz, o tal le parecía a Luknitsky, al ver a las muchachas ayudando a cargar escombros de las ruinas de un edificio de la Nevsky. Estaba en obra la restauración de la Plaza de Palacio y se estaba quitando el andamiaje protector de la Columna de Alejandro. Pronto los caballos de Klodt estarían nuevamente en el puente Anichkov, y la estatua de bronce de Pedro el Grande saldría de su refugio.


La reconstrucción de Leningrado se había planeado. Zhdanov presentó las líneas maestras de esta tarea en un discurso de dos horas, el 11 de abril de 1944, en la sesión plenaria regional del partido en la ciudad de Leningrado, la primera que se celebraba desde el comienzo de la guerra. Ante el Smolny se iba a crear una vasta plaza, y todo el sector alrededor de la estación Finlandia iba a transformarse en un gran parque en honor de Lenin.


El novelista Ilya Ehrenburg tenía una visión del futuro que Leningrado se estaba forjando. La metrópoli no pretendía ser objeto de reparaciones superficiales. Leningrado, la ciudad eterna, iba a transformarse.


"Nos hemos convertido en el corazón de Europa", decía el novelista, "los portadores de su tradición, sus constructores y sus poetas". La nueva Leningrado había de ser el símbolo de aquella Rusia. La ciudad aspiraba a ser nuevamente "el balcón hacia el Occidente" o, como sugería Ehrenburg, pórtico a través del cual surgiría Rusia, nueva portadora y defensora de la cultura occidental.


Era un sueño en escala digna de Pedro el Grande, sueño nacido en las profundidades del infierno que el pueblo había tenido que soportar. Pero aquel renacimiento no se iba a producir. Leningrado había sobrevivido a los nazis; no era tan seguro que sobreviviera al Kremlin. Ni por un momento, durante los 900 días, había habido tregua en el secreto forcejeo político con Moscú.


La política asesina y suicida ocupaba el primer lugar. La muerte de un hombre nada representaba; la de un millón quedaba reducida a un problema de propaganda; la destrucción de una gran urbe, sólo una simple jugada en la interminable lucha por el poder. El mariscal Nikolai Bulganin no hablaba en vano al decir una vez a Nikita Kruschef: "Uno no sabe, cuando lo llaman al Kremlin, si saldrá vivo o no". Esta era la moda de aquella época, la esencia del sistema estalinista-leninista, la medieval concentración del poder, la paranoica aureola de la vida del Kremlin.


Al finalizar el cerco de Leningrado, una nueva etapa se abrió en este juego mortal. Al comienzo de la guerra Zhdanov aparecía como el presunto heredero de Stalin y el segundo hombre más poderoso de Rusia. Pero su papel había bajado súbitamente con el ataque alemán, pues él había sido el artífice del pacto de no agresión con Hitler. Zhdanov había sido enviado a Leningrado a compartir la suerte de la ciudad; si esta hubiese caído, habría tenido que pagarlo con su vida.


En los días más terribles del asedio, Zhdanov se había convertido en el símbolo de la ciudad aislada, de la desesperada lucha. En todas las esquinas aparecía su retrato, al igual que en todos los despachos. Apenas podía encontrarse un cartel con la imagen de Stalin. Los leningradenses habían dado su veredicto: Stalin no era amigo de la ciudad.


Es imposible reconstruir todas las medidas y contramedidas tomadas por el Kremlin después de la guerra. Durante un tiempo pareció que Zhdanov había recobrado su antigua posición de poder. Pero en 1948 Stalin lo culpó de la ruptura del bloque soviético llevada a cabo por el mariscal Tito, primera grieta en la estructura monolítica que Rusia había forjado en la Europa oriental de la posguerra. El 31 de agosto de 1948 se anunció la muerte de Zhdanov. No se puede excluir la posibilidad de un envenenamiento o una intervención de los médicos.


La historia comenzó entonces a marchar hacia atrás a pasos agigantados. Una tras otra, desaparecieron las figuras de la epopeya de Leningrado: Kuznetsov, Popkov, los restantes secretarios del partido, los dirigentes de las grandes industrias de la ciudad y casi todos los que habían estado íntimamente asociados a Zhdanov, unas 2000 personas sólo en Leningrado.


Ciudadanos apolíticos cayeron a centenares. En 1949 se cerró el Museo de la Defensa de Leningrado sin ninguna clase de notificación. Su director fue detenido y desterrado a Siberia.


Los carteles de aviso, en blanco y azul, en los que se leía: CIUDADANOS: EN CASO DE CAÑONEO, ESTE LADO DE LA CALLE ES EL MÁS PELIGROSO, habían sido conservados como recuerdo del bombardeo nazi. Pero un día de 1949, al pasear por la Nevsky, los ciudadanos contemplaron a grupos de pintores, brocha en mano, tapando cuidadosamente todos y cada uno de los avisos. A muchos les parecía que no sólo se borraban las letras, sino la memoria misma de los 900 días.


Las novelas sobre el asedio fueron suprimidas o mutiladas. Los datos oficiales se ocultaron. Todos los documentos del Consejo de Defensa de Leningrado, por ejemplo, se pasaron a los archivos del Ministerio de Defensa. Ningún historiador soviético ha tenido acceso a ellos y todavía se consideran como altamente secretos. Aún no se han publicado los documentos de Zhdanov. No existe ningún volumen con sus discursos. Sus archivos personales (si aún se conservan) no están al alcance de los investigadores. Ni siquiera los archivos del tiempo de la guerra de los periódicos de la ciudad están a disposición del público. La epopeya de Leningrado fue borrada de la memoria pública.


Esta purga, que ha sido llamada "el aftair Leningrado", fue concebida por Malenkov y Beria, con la estrecha colaboración de Stalin, para destruir la organización del partido en Leningrado, y a todos los funcionarios importantes que hubiesen estado vinculados a Zhdanov. ¿Qué cargos se les hacían? Se tergiversó el heroísmo de Leningrado: se acusó a las autoridades de haber proyectado volar la ciudad y hundir la Flota del Báltico; al Consejo de Defensa se le imputó ser parte de una conjuración para entregar la ciudad a los alemanes. Al término de la guerra se alegaba que los conspiradores habían tratado de trasladar la capital de Moscú a Leningrado y establecer un nuevo régimen con la ayuda de algunas naciones extranjeras.


No importaba el hecho de que estas inauditas acusaciones carecieran por completo de fundamento. Los cargos se utilizaron para exterminar a todos los lugartenientes de Zhdanov y a millares de simples funcionarios.


No hubo nada en la cámara de horrores de Stalin que igualara al bloqueo y a su epílogo, "el aftair Leningrado". Un cuarto de siglo más tarde la gran ciudad del Neva no se había recuperado de las heridas de la guerra. Todavía podían apreciarse las cicatrices físicas y espirituales. La nefasta ilación de los acontecimientos estalinistas, comenzando con las feroces purgas de 1930 a 1940, dejó señales indelebles. Jamás llegaron a realizarse los sueños de un nuevo pórtico hacia Europa. Leningrado fue la última gran ciudad restaurada después de la segunda guerra mundial, bastante tiempo después que Moscú, Kiev, Odesa, Minsk y, claro está, Stalingrado.


Pero algo se logró al fin : los letreros en blanco y azul que habían advertido de los cañoneos reaparecieron en la Perspectiva Nevsky en 1957. Cada primavera los retocan cuidadosamente. Los leningradenses los aprecian mucho, de la misma forma que estiman los recuerdos que les traen. Han grabado en el muro, al lado de la llama eterna, en el Piskarevsky, las palabras de Olga Berggolts:

Aquí yace el pueblo de Leningrado.
Aquí están los ciudadanos
que ofrendaron sus vidas
defendiéndote a ti, Leningrado,
cuna de la Revolución.
Son incontables los espíritus nobles
que yacen bajo el eterno granito.
Que nadie olvide a ninguno
de aquellos que conmemora esta piedra,
que nadie olvide nada,
que nada caiga en el olvido.

Stalin está muerto. También lo están Zhdanov, Kuznetsov, Popkov, Govorov. Pero el recuerdo de los 900 días vivirá eternamente.

*Los datos incompletos recopilados en el Smolny, sede del partido en Leningrado, indican que de 3000 a 4000 personas morían diariamente. Algunos leningradenses opinan que el número llegó a los 10.000 por día durante la época más difícil del asedio.
**No todos los criminales eran rusos. También había agentes alemanes en la ciudad; resultaba sencillo atravesar las líneas del frente en los suburbios. Los infiltrados propalaban rumores y cometían actos de sabotaje.
***Los jóvenes eran amigos de Anatoly Darov, quien refiere este episodio en su libro Blokada.

http://mdarena.blogspot.com/2015/01/los-900-dias-el-sitio-de-leningrado.html
 
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