LA GUERRA ALEMANA – Nicholas Stargardt
Publicado por Rodrigo | Visto 457 veces
Con un liderazgo y un armazón ideológico como los que la impulsaron, la conflagración desencadenada por la Alemania hitleriana volvió irrelevantes los esquemas convencionales sobre la guerra, además de empequeñecer los estragos causados por la Primera Guerra Mundial. Su misma etapa inaugural contuvo varios de los ingredientes que justificarían el uso de la terminología más rotunda para su caracterización, exigiendo incluso el acuñamiento de conceptos nuevos, capaces de abarcar su extremada, anómala condición (Alemania se propuso, recordémoslo, reducir a esclavitud a Polonia, enviando escuadrones asesinos -los Einsatzgruppen- encargados de aniquilar el estamento dirigente e ilustrado de la nación polaca). Durante y después de su desarrollo, la guerra emprendida por Alemania mereció ser calificada como una guerra de supremacía racial y de exterminio, también como una guerra total y absoluta. Más tarde se impondría el concepto de “guerra genocida”. Mucho dice de su naturaleza el que Hitler y sus secuaces más cercanos la asumieran en el tramo final como un conflicto de “todo o nada”, una lucha derechamente apocalíptica. El costo que supuso para el país fue terrible, redoblado en el último año por la obstinación de su dirigencia en proseguir una guerra irremediablemente perdida. (En ese lapso prácticamente cayeron tantos soldados alemanes como los que habían perecido en los cinco años anteriores.) Huelga tener presente que las víctimas de la voluntad exterminadora del Tercer Reich se contaron por millones, y que la obsesión por la pureza racial puso a la propia nación alemana en la mira de aquel régimen homicida. Ante tamaña escala de calamidades, es lógico preguntarse por el estado de ánimo del pueblo alemán, esto es, el clima moral del frente doméstico pero también el sentir de los combatientes. ¿Qué pensaban y qué decían los alemanes corrientes sobre la guerra? ¿Qué sabían en torno a la forma que imprimían su gobierno y sus mandos militares a la contienda, especialmente en el frente europeo oriental? ¿Cómo reaccionaban ante las señales e informaciones que circulaban sobre lo que ocurría en el este, escenario de las mayores atrocidades perpetradas por el nazismo? ¿Qué opinaban respecto de un conflicto que atrajo sobre Alemania la enemistad y el formidable potencial bélico de una coalición que aglutinaba estados de otro modo irreconciliables? ¿En qué grado varió su percepción de la guerra -y del régimen- desde que la fortuna de las armas alemanas se tornó adversa? El historiador Nicholas Stargardt (Melbourne, Australia, 1962) procura responder a estas inquietudes en La guerra alemana (‘The German War: A Nation under Arms, 1939-45′), obra publicada por primera vez en 2015.
A objeto de tomar el pulso a la Alemania en armas, Stargardt (formado en Cambridge y hoy docente en Oxford) escudriña un conjunto de fuentes testimoniales, compuesto fundamentalmente por archivos epistolares y diarios personales, así como los informes de la censura militar -que controlaba la correspondencia enviada desde el frente- y los reportes que el SD elaboraba periódicamente a partir del fisgoneo de agentes e informadores insertos en la sociedad alemana (SD: el Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad, organismo de información y contraespionaje de las SS). Entre los testigos seleccionados por el historiador figuran al menos dos personalidades reconocibles por el gran público: el filólogo Victor Klemperer, autor de LTI: la lengua del Tercer Reich y de unos diarios que desde su publicación en 1995 han devenido un filón para los historiadores del régimen nazi; y Wilm Hosenfeld, el oficial del ejército que ayudó en Varsovia al pianista judeo-polaco Wladyslaw Szpilman (una circunstancia popularizada por la película El pianista, de Roman Polanski). La muestra seleccionada cubre un amplio espectro de la sociedad alemana, incluyendo a individuos de diversa extracción socioeconómica y diferentes niveles educacionales, representativos en grado razonable de la diversidad confesional. También es considerada la actuación de las autoridades religiosas más notorias, protestantes y católicas, tanto si guardaron silencio como si alzaron la voz (en sentido aprobatorio o encarnando posturas disidentes, como cuando algunas de ellas se manifestaron en contra del asesinato sistemático de personas discapacitadas). El estudio de Stargardt se ciñe a un esquema cronológico, progresando en paralelo a la evolución de los hechos militares: obviamente, un procedimiento funcional al designio de analizar las oscilaciones del humor y las opiniones de la población en el contexto variable de la guerra.
Entre las conclusiones que el autor extrae de su indagación destacan las relativas a la impopularidad de la guerra, un parecer mayoritario que pese a todo resultaba compatible con la idea de que se trataba en esencia de una guerra justa y que, por lo mismo, no mermó el compromiso nacional con la contienda. También sobresale lo concerniente al flujo de información sobre las campañas de exterminio y la conciencia de que en el este europeo (pero también en suelo patrio, al interior de los campos de concentración, y en menor medida en el frente occidental) ocurrían cosas de las que era peligroso hablar en público, y de que el país no estaba librando en modo alguno una guerra ortodoxa ni mucho menos “limpia”: conciencia esta que no solo se entremezclaba con la victimización de Alemania sino que contribuía a potenciarla al interpretar las acciones de la alianza enemiga como una represalia por lo obrado en contra de los judíos. El victimismo alemán, sustentado en la ilusión de una simetría moral entre vencedores y vencidos, daría fuelle al afán de sumir en el olvido los crímenes cometidos en el marco de la guerra -por alemanes y en nombre de Alemania-, propiciando una “Hora cero” que, además de enfatizar la voluntad de reconstruir un país devastado, haría las veces de borrón y cuenta nueva en la historia nacional.
Antes incluso de que la Wehrmacht se abalanzara sobre Polonia, el propio Hitler dejaba de hacerse demasiadas ilusiones con respecto al entusiasmo bélico de los alemanes, que desde el inesperado desenlace de la Gran Guerra solían abominar de los polacos, juzgando una cuestión de honor el someterlos pero no al punto de arriesgar una nueva confrontación con las potencias occidentales (que se proclamaban garantes de la seguridad del vecino oriental). El régimen debió recurrir a cuanto subterfugio estuviera a su alcance para justificar el crucial paso dado el 1 septiembre de 1939, presentándolo como una acción defensiva. Justamente, el pretexto de acometer una “guerra defensiva” cuando el asalto a la Unión Soviética supuso para Goebbels un desafío mayúsculo a sus artes propagandísticas, y la presión creció conforme se multiplicaban los adversarios y se difería el desenlace de un conflicto que adquiría proporciones globales. Los alemanes se vieron otra vez arrastrados a la pesadilla de una guerra en varios frentes, pero no siempre y no en todos los casos fue bastante como para moverlos a una resuelta disconformidad, mucho menos para engrosar las filas de una (eventual) oposición política. Antes al contrario: fuera de algunas individualidades de una u otra forma marginales (los jóvenes estudiantes de la agrupación “Rosa Blanca” o los encumbrados conspiradores de la “Operación Valquiria”), no emergería del frente interno -del seno de la sociedad germana- una disidencia capaz de amenazar la integridad del régimen nazi. Por más que la población tomara distancia de un Hitler reacio a pactar una salida airosa de la guerra, desentendiéndose de la aclamación que brindara al Führer en días venturosos (aquellos en que la Wehrmacht aplastaba a Francia y parecía a punto de poner de rodillas al Reino Unido y a la URSS), Alemania no caería de resultas de un desmoronamiento interno ni flaquearía su combatividad por un cuestionamiento masivo de la rectitud de su causa.
Aunque Hitler, en su desquiciada visión de las cosas, terminara por sentirse defraudado por el pueblo al que pretendía erigir en dominador del mundo, nada debía temer de él en cuanto al espantajo de una “puñalada por la espalda”. La nefanda leyenda pergeñada por el dueto Hindenburg-Ludendorff a fin de explicar la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial era desde antiguo una obsesión en la mentalidad del líder nazi, y tuvo un lugar destacado a la hora de inspirar la cruenta represión de los conspiradores del 20 de julio de 1944 (represión que hizo presa de muchos familiares de los involucrados); pero Stauffenberg y sus asociados eran casi todos de origen aristocrático o de la alta burguesía, dato que la maquinaria propagandística explotó con fruición. Lo cierto es que el declive de la popularidad del régimen, provocado por el cambio de tornas en la guerra, fue una circunstancia por completo inane en lo tocante al compromiso de la nación con la causa. Podía fallar el sentido de solidaridad orgánica de la nación, un principio indistinguible de conceptos como los de “comunidad del pueblo” y “comunidad de destino”, axiales en la ideología nacionalsocialista (falló cada vez que afloraron los prejuicios de clase y los antagonismos regionalistas, falló cuando había que acoger a refugiados de zonas asoladas por los bombardeos aéreos o a alemanes étnicos provenientes de la Europa oriental); pero el sentido del deber para con la patria no experimentó fisura alguna. Los señuelos con que el régimen movilizó inicialmente a la población siguieron teniéndose por válidos, y la idea de la legitimidad de la lucha resistió incólume a todo lo que hubiese podido minarla. Resistió aun a los indicios de que la mismísima conducción de la guerra por el gobierno de la nación hacía de ella una guerra criminal.
La convicción de la licitud de la causa alemana no sufrió un menoscabo sustancial por aquella otra, ligada a un motivo sobremanera caro al régimen y su arsenal propagandístico: la convicción de que los judíos eran entre las fuerzas motrices de la coalición antialemana una de las más importantes, si no la principal, y de que el calvario de los bombarderos aéreos y la amenaza creciente de la apisonadora soviética eran espoleados por el propósito de vengarse del violento trato deparado a los judíos. Aunque faltara una perspectiva de conjunto sobre la manera en que el régimen enfrentaba la llamada “cuestión judía” -muchos de los pormenores de las actividades genocidas permanecían en la bruma-, el desconocimiento que la mayoría de los alemanes adujeron al final de la guerra era por supuesto una mascarada; el temor de un ajuste de cuentas a gran escala, en parte materializado en los bombardeos anglo-estadounidenses y en la feroz arremetida del Ejército Rojo, se nutría ni más ni menos que de la mala conciencia de la población. Los prejuicios étnicos -de añeja raigambre- y la prolongada exposición a los eslóganes antisemitas de cuño nacionalsocialista tenían su parte en la creencia de que Alemania de verdad se había embarcado en una cruzada contra el peligro judeo-bolchevique, y el que estados eminentemente liberales como el Reino Unido y EE.UU. se allanaran a una alianza inimaginable con la URSS no parecía sino confirmar la idea de una pasmosa confabulación contra la nación germana… instigada sin dudas por el judaísmo internacional. Así pues, Alemania resultaba ser una víctima, y aunque así no fuera, sus padecimientos eran bastante graves como para prestar excesiva atención a otra cosa que su necesidad de sobrevivir y levantarse de las ruinas. La destrucción de Hamburgo, Nuremberg, Dresde; los desmanes de las huestes soviéticas (asesinatos, violaciones, saqueos): todo parecía prestarse para pensar que, cualesquiera fuesen los cargos imputables a Alemania, quedaban suficientemente empatados con lo sufrido por el país por obra y gracia de la coalición enemiga. El victimismo que subyacía a la equiparación de los bombardeos y el terror soviético con la matanza de judíos hallaba un oportuno apuntalamiento en la sensación de vulnerabilidad del país, incapaz -a pesar de todo su poderío y de su determinación combativa- de soportar el embate de sus antagonistas (que en última instancia eran los instrumentos del enemigo hebreo).
En opinión de Stargardt, ni el quiebre del sentido de comunidad nacional, evidente en la decepcionante respuesta a las exigencias de solidaridad, ni la sima abierta entre la población y las estructuras de poder (estado y partido), fruto de la impopularidad del régimen, autorizan a hablar de una atomización de la sociedad alemana según aumentaban las probabilidades de una derrota. En vez de una disolución de las redes sociales y una disgregación de los vínculos personales, lo que se desprende de los testimonios de la época es que el distanciamiento entre gobierno y población era contrarrestado por el reforzamiento de las comunidades locales (aldeas, regiones) y de los circuitos tradicionales de sociabilidad (a nivel familiar, profesional, religioso y vecinal). El ideal de solidaridad nacional mostraba más que nunca su carácter quimérico, producto de ensoñaciones románticas que chocaban con la realidad de una sociedad moderna, industrializada y burocratizada, una sociedad de masas cuajada de desigualdades; pero de ello no se desprende un colapso total e irreversible del tejido social constituido por las comunidades básicas, ni una desintegración de los valores e intereses supraindividuales. Por demás, el que algunos osaran cuestionar al gobierno no implicaba necesariamente una pérdida de lealtad para con el mismo, o con la nación; en medio del descalabro, una parte significativa de la población seguía apelando a las autoridades nacionales para que resolvieran sus problemas, lo que conllevaba una atribución de legitimidad para el régimen (sin olvidar que la popularidad de Hitler en particular vivió un efímero repunte a raíz del fallido atentado de julio del ’44).
En cierto sentido, puede decirse que las penurias de la guerra aproximaron a los miembros de un país que, ya consumada la derrota, debía por fuerza abocarse a la reconstrucción. Pero esto tenía su faceta sombría, la del victimismo, la de la amnesia; los alemanes optaron por ensimismarse en sus tribulaciones y en sus urgencias, relegando al olvido las complicidades y las violencias ejercidas sobre otros. A la generación de los hijos o de los nietos tocaría el dar cara al más execrable capítulo de la historia de Alemania.
- Nicholas Stargardt, La guerra alemana: Una nación en armas (1939-1945). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016. 800 pp.
http://www.hislibris.com/
Publicado por Rodrigo | Visto 457 veces
Con un liderazgo y un armazón ideológico como los que la impulsaron, la conflagración desencadenada por la Alemania hitleriana volvió irrelevantes los esquemas convencionales sobre la guerra, además de empequeñecer los estragos causados por la Primera Guerra Mundial. Su misma etapa inaugural contuvo varios de los ingredientes que justificarían el uso de la terminología más rotunda para su caracterización, exigiendo incluso el acuñamiento de conceptos nuevos, capaces de abarcar su extremada, anómala condición (Alemania se propuso, recordémoslo, reducir a esclavitud a Polonia, enviando escuadrones asesinos -los Einsatzgruppen- encargados de aniquilar el estamento dirigente e ilustrado de la nación polaca). Durante y después de su desarrollo, la guerra emprendida por Alemania mereció ser calificada como una guerra de supremacía racial y de exterminio, también como una guerra total y absoluta. Más tarde se impondría el concepto de “guerra genocida”. Mucho dice de su naturaleza el que Hitler y sus secuaces más cercanos la asumieran en el tramo final como un conflicto de “todo o nada”, una lucha derechamente apocalíptica. El costo que supuso para el país fue terrible, redoblado en el último año por la obstinación de su dirigencia en proseguir una guerra irremediablemente perdida. (En ese lapso prácticamente cayeron tantos soldados alemanes como los que habían perecido en los cinco años anteriores.) Huelga tener presente que las víctimas de la voluntad exterminadora del Tercer Reich se contaron por millones, y que la obsesión por la pureza racial puso a la propia nación alemana en la mira de aquel régimen homicida. Ante tamaña escala de calamidades, es lógico preguntarse por el estado de ánimo del pueblo alemán, esto es, el clima moral del frente doméstico pero también el sentir de los combatientes. ¿Qué pensaban y qué decían los alemanes corrientes sobre la guerra? ¿Qué sabían en torno a la forma que imprimían su gobierno y sus mandos militares a la contienda, especialmente en el frente europeo oriental? ¿Cómo reaccionaban ante las señales e informaciones que circulaban sobre lo que ocurría en el este, escenario de las mayores atrocidades perpetradas por el nazismo? ¿Qué opinaban respecto de un conflicto que atrajo sobre Alemania la enemistad y el formidable potencial bélico de una coalición que aglutinaba estados de otro modo irreconciliables? ¿En qué grado varió su percepción de la guerra -y del régimen- desde que la fortuna de las armas alemanas se tornó adversa? El historiador Nicholas Stargardt (Melbourne, Australia, 1962) procura responder a estas inquietudes en La guerra alemana (‘The German War: A Nation under Arms, 1939-45′), obra publicada por primera vez en 2015.
A objeto de tomar el pulso a la Alemania en armas, Stargardt (formado en Cambridge y hoy docente en Oxford) escudriña un conjunto de fuentes testimoniales, compuesto fundamentalmente por archivos epistolares y diarios personales, así como los informes de la censura militar -que controlaba la correspondencia enviada desde el frente- y los reportes que el SD elaboraba periódicamente a partir del fisgoneo de agentes e informadores insertos en la sociedad alemana (SD: el Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad, organismo de información y contraespionaje de las SS). Entre los testigos seleccionados por el historiador figuran al menos dos personalidades reconocibles por el gran público: el filólogo Victor Klemperer, autor de LTI: la lengua del Tercer Reich y de unos diarios que desde su publicación en 1995 han devenido un filón para los historiadores del régimen nazi; y Wilm Hosenfeld, el oficial del ejército que ayudó en Varsovia al pianista judeo-polaco Wladyslaw Szpilman (una circunstancia popularizada por la película El pianista, de Roman Polanski). La muestra seleccionada cubre un amplio espectro de la sociedad alemana, incluyendo a individuos de diversa extracción socioeconómica y diferentes niveles educacionales, representativos en grado razonable de la diversidad confesional. También es considerada la actuación de las autoridades religiosas más notorias, protestantes y católicas, tanto si guardaron silencio como si alzaron la voz (en sentido aprobatorio o encarnando posturas disidentes, como cuando algunas de ellas se manifestaron en contra del asesinato sistemático de personas discapacitadas). El estudio de Stargardt se ciñe a un esquema cronológico, progresando en paralelo a la evolución de los hechos militares: obviamente, un procedimiento funcional al designio de analizar las oscilaciones del humor y las opiniones de la población en el contexto variable de la guerra.
Entre las conclusiones que el autor extrae de su indagación destacan las relativas a la impopularidad de la guerra, un parecer mayoritario que pese a todo resultaba compatible con la idea de que se trataba en esencia de una guerra justa y que, por lo mismo, no mermó el compromiso nacional con la contienda. También sobresale lo concerniente al flujo de información sobre las campañas de exterminio y la conciencia de que en el este europeo (pero también en suelo patrio, al interior de los campos de concentración, y en menor medida en el frente occidental) ocurrían cosas de las que era peligroso hablar en público, y de que el país no estaba librando en modo alguno una guerra ortodoxa ni mucho menos “limpia”: conciencia esta que no solo se entremezclaba con la victimización de Alemania sino que contribuía a potenciarla al interpretar las acciones de la alianza enemiga como una represalia por lo obrado en contra de los judíos. El victimismo alemán, sustentado en la ilusión de una simetría moral entre vencedores y vencidos, daría fuelle al afán de sumir en el olvido los crímenes cometidos en el marco de la guerra -por alemanes y en nombre de Alemania-, propiciando una “Hora cero” que, además de enfatizar la voluntad de reconstruir un país devastado, haría las veces de borrón y cuenta nueva en la historia nacional.
Antes incluso de que la Wehrmacht se abalanzara sobre Polonia, el propio Hitler dejaba de hacerse demasiadas ilusiones con respecto al entusiasmo bélico de los alemanes, que desde el inesperado desenlace de la Gran Guerra solían abominar de los polacos, juzgando una cuestión de honor el someterlos pero no al punto de arriesgar una nueva confrontación con las potencias occidentales (que se proclamaban garantes de la seguridad del vecino oriental). El régimen debió recurrir a cuanto subterfugio estuviera a su alcance para justificar el crucial paso dado el 1 septiembre de 1939, presentándolo como una acción defensiva. Justamente, el pretexto de acometer una “guerra defensiva” cuando el asalto a la Unión Soviética supuso para Goebbels un desafío mayúsculo a sus artes propagandísticas, y la presión creció conforme se multiplicaban los adversarios y se difería el desenlace de un conflicto que adquiría proporciones globales. Los alemanes se vieron otra vez arrastrados a la pesadilla de una guerra en varios frentes, pero no siempre y no en todos los casos fue bastante como para moverlos a una resuelta disconformidad, mucho menos para engrosar las filas de una (eventual) oposición política. Antes al contrario: fuera de algunas individualidades de una u otra forma marginales (los jóvenes estudiantes de la agrupación “Rosa Blanca” o los encumbrados conspiradores de la “Operación Valquiria”), no emergería del frente interno -del seno de la sociedad germana- una disidencia capaz de amenazar la integridad del régimen nazi. Por más que la población tomara distancia de un Hitler reacio a pactar una salida airosa de la guerra, desentendiéndose de la aclamación que brindara al Führer en días venturosos (aquellos en que la Wehrmacht aplastaba a Francia y parecía a punto de poner de rodillas al Reino Unido y a la URSS), Alemania no caería de resultas de un desmoronamiento interno ni flaquearía su combatividad por un cuestionamiento masivo de la rectitud de su causa.
Aunque Hitler, en su desquiciada visión de las cosas, terminara por sentirse defraudado por el pueblo al que pretendía erigir en dominador del mundo, nada debía temer de él en cuanto al espantajo de una “puñalada por la espalda”. La nefanda leyenda pergeñada por el dueto Hindenburg-Ludendorff a fin de explicar la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial era desde antiguo una obsesión en la mentalidad del líder nazi, y tuvo un lugar destacado a la hora de inspirar la cruenta represión de los conspiradores del 20 de julio de 1944 (represión que hizo presa de muchos familiares de los involucrados); pero Stauffenberg y sus asociados eran casi todos de origen aristocrático o de la alta burguesía, dato que la maquinaria propagandística explotó con fruición. Lo cierto es que el declive de la popularidad del régimen, provocado por el cambio de tornas en la guerra, fue una circunstancia por completo inane en lo tocante al compromiso de la nación con la causa. Podía fallar el sentido de solidaridad orgánica de la nación, un principio indistinguible de conceptos como los de “comunidad del pueblo” y “comunidad de destino”, axiales en la ideología nacionalsocialista (falló cada vez que afloraron los prejuicios de clase y los antagonismos regionalistas, falló cuando había que acoger a refugiados de zonas asoladas por los bombardeos aéreos o a alemanes étnicos provenientes de la Europa oriental); pero el sentido del deber para con la patria no experimentó fisura alguna. Los señuelos con que el régimen movilizó inicialmente a la población siguieron teniéndose por válidos, y la idea de la legitimidad de la lucha resistió incólume a todo lo que hubiese podido minarla. Resistió aun a los indicios de que la mismísima conducción de la guerra por el gobierno de la nación hacía de ella una guerra criminal.
La convicción de la licitud de la causa alemana no sufrió un menoscabo sustancial por aquella otra, ligada a un motivo sobremanera caro al régimen y su arsenal propagandístico: la convicción de que los judíos eran entre las fuerzas motrices de la coalición antialemana una de las más importantes, si no la principal, y de que el calvario de los bombarderos aéreos y la amenaza creciente de la apisonadora soviética eran espoleados por el propósito de vengarse del violento trato deparado a los judíos. Aunque faltara una perspectiva de conjunto sobre la manera en que el régimen enfrentaba la llamada “cuestión judía” -muchos de los pormenores de las actividades genocidas permanecían en la bruma-, el desconocimiento que la mayoría de los alemanes adujeron al final de la guerra era por supuesto una mascarada; el temor de un ajuste de cuentas a gran escala, en parte materializado en los bombardeos anglo-estadounidenses y en la feroz arremetida del Ejército Rojo, se nutría ni más ni menos que de la mala conciencia de la población. Los prejuicios étnicos -de añeja raigambre- y la prolongada exposición a los eslóganes antisemitas de cuño nacionalsocialista tenían su parte en la creencia de que Alemania de verdad se había embarcado en una cruzada contra el peligro judeo-bolchevique, y el que estados eminentemente liberales como el Reino Unido y EE.UU. se allanaran a una alianza inimaginable con la URSS no parecía sino confirmar la idea de una pasmosa confabulación contra la nación germana… instigada sin dudas por el judaísmo internacional. Así pues, Alemania resultaba ser una víctima, y aunque así no fuera, sus padecimientos eran bastante graves como para prestar excesiva atención a otra cosa que su necesidad de sobrevivir y levantarse de las ruinas. La destrucción de Hamburgo, Nuremberg, Dresde; los desmanes de las huestes soviéticas (asesinatos, violaciones, saqueos): todo parecía prestarse para pensar que, cualesquiera fuesen los cargos imputables a Alemania, quedaban suficientemente empatados con lo sufrido por el país por obra y gracia de la coalición enemiga. El victimismo que subyacía a la equiparación de los bombardeos y el terror soviético con la matanza de judíos hallaba un oportuno apuntalamiento en la sensación de vulnerabilidad del país, incapaz -a pesar de todo su poderío y de su determinación combativa- de soportar el embate de sus antagonistas (que en última instancia eran los instrumentos del enemigo hebreo).
En opinión de Stargardt, ni el quiebre del sentido de comunidad nacional, evidente en la decepcionante respuesta a las exigencias de solidaridad, ni la sima abierta entre la población y las estructuras de poder (estado y partido), fruto de la impopularidad del régimen, autorizan a hablar de una atomización de la sociedad alemana según aumentaban las probabilidades de una derrota. En vez de una disolución de las redes sociales y una disgregación de los vínculos personales, lo que se desprende de los testimonios de la época es que el distanciamiento entre gobierno y población era contrarrestado por el reforzamiento de las comunidades locales (aldeas, regiones) y de los circuitos tradicionales de sociabilidad (a nivel familiar, profesional, religioso y vecinal). El ideal de solidaridad nacional mostraba más que nunca su carácter quimérico, producto de ensoñaciones románticas que chocaban con la realidad de una sociedad moderna, industrializada y burocratizada, una sociedad de masas cuajada de desigualdades; pero de ello no se desprende un colapso total e irreversible del tejido social constituido por las comunidades básicas, ni una desintegración de los valores e intereses supraindividuales. Por demás, el que algunos osaran cuestionar al gobierno no implicaba necesariamente una pérdida de lealtad para con el mismo, o con la nación; en medio del descalabro, una parte significativa de la población seguía apelando a las autoridades nacionales para que resolvieran sus problemas, lo que conllevaba una atribución de legitimidad para el régimen (sin olvidar que la popularidad de Hitler en particular vivió un efímero repunte a raíz del fallido atentado de julio del ’44).
En cierto sentido, puede decirse que las penurias de la guerra aproximaron a los miembros de un país que, ya consumada la derrota, debía por fuerza abocarse a la reconstrucción. Pero esto tenía su faceta sombría, la del victimismo, la de la amnesia; los alemanes optaron por ensimismarse en sus tribulaciones y en sus urgencias, relegando al olvido las complicidades y las violencias ejercidas sobre otros. A la generación de los hijos o de los nietos tocaría el dar cara al más execrable capítulo de la historia de Alemania.
- Nicholas Stargardt, La guerra alemana: Una nación en armas (1939-1945). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016. 800 pp.
http://www.hislibris.com/