HÉROES DEL DEPORTE. VIDAS

Y Alexander Karelin se hizo hombre
publicado por Karlos Zurutuza

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Sidney, 2000: el mejor luchador grecorromano de la historia intenta voltear sin éxito a un granjero de Wyoming al que no conoce nadie. «No puede estar pasando», pensó él, pensó el mundo, antes de que la campana certificara la única derrota internacional de aquel coloso siberiano que acumulaba ochocientas ochenta y siete victorias. Pocos segundos después, Alexander Alexandrovich Karelin anunciaba su retirada abandonando sus botas sobre la lona.

De acuerdo, no desapareció. El cambio de siglo le trasladó del tapiz al parlamento ruso de la mano de Putin pero, ¿dónde reside el mérito de llegar a sentarse en la Duma para alguien como él? Cráneo rapado y mirada glacial bajo una frente cincelada como su mandíbula, su cuello, o cada centímetro de su cuerpo. Era como si la imponente estatua de un héroe soviético hubiera bajado de su pedestal para darse un paseo triunfal alrededor del mundo. Esperen, ¿no habría sido Karelin el molde de todos aquellos gigantes de bronce?

Empecemos por el principio. Alexander Alexandrovich Karelin nació envuelto en un cuerpo de seis kilos un 19 de septiembre de 1967 en Novosibirsk (Siberia). Las constantes ausencias de su padre, un boxeador amateur que se ganaba la vida conduciendo un camión por la tundra, lo llevaron a gozar de una temprana libertad. Crecer entre días que parecen no acabar nunca en verano ni empezar en invierno a orillas del río Ob, en ese mar de hormigón en el que las krushevkas hacen piña en hileras intentando protegerse de la naturaleza más hostil. Y no era la única amenaza. A sus trece años, Alexander Alexandrovich tenía una edad en la que muchos en Novosibirsk contaban con antecedentes penales. Su madre le advertiría de los urcas: auténticos aristócratas siberianos del crimen, amos indiscutibles de las cárceles del país más grande del mundo. A los únicos que Stalin no pudo deportar a Siberia fue a los propios siberianos.

Pero el destino reservaba una suerte muy distinta al joven Alexander Alexandrovich. Una tarde de verano sin final de 1981, alguien lo vio en la calle y lo invitó a acercarse al gimnasio del Dynamo Novosibirsk, donde Viktor Mijailovich Kuznetsov, entrenador, mito, buscaba candidatos para la cantera del club. 1,78 de altura y 78 kilos de peso para un chaval de trece años era un potencial que no se podía desaprovechar. Coincidieron todos, incluido Kuznetsov, quien se convertiría en su mentor desde aquel mismo día hasta ese último combate en 2000. Y así fue como Alexander Alexandrovich entró por primera vez en ese círculo de nueve metros de diámetro donde caen gigantes. Lo llaman «superficie de combate».

Bronce

A sus padres no les hizo mucha gracia aquello, sobre todo cuando el chaval se rompió una pierna peleando a los quince. Fue durante una fiesta nacional como la del 8 de marzo: «Su hijo está en el hospital», le dijeron a su madre en mitad de una multitudinaria marcha de mujeres de Novosibirsk. Su enfado fue tal que le prohibió entrenar y le quemó el uniforme para intentar evitarlo. Fue inútil. Para entonces, Alexander Alexandrovich pasaba más horas en el gimnasio que en cualquier otro lugar. Solo él y Kuznetsov saben cuántas veces abandonó el anillo entre lágrimas; cuántas arrastró su cuerpo tumefacto atravesado por miles de cristales de ácido láctico pensando en si podría volver al día siguiente. Tras la pierna se rompió las manos, dos veces, y hasta ocho las costillas. Kuznetsov ya le había avisado de que aquello era una carrera de fondo, que las victorias no llegarían de un día para otro. Se lo recordaría una vez más tras perder en la final del Campeonato de la Unión Soviética de 1987 ante Ígor Rastórotski, dos veces campeón mundial. Karelin era aún un crío, pero se encontrarían de nuevo al año siguiente en Tbilisi (Georgia), poco después de que el siberiano sufriera una conmoción cerebral que casi le deja fuera del equipo olímpico. Aun así, saltó a la lona y venció con solvencia a su máximo rival poniéndolo de espaldas. Así es como se gana un combate, o dominando dos de los tres periodos de los que consta. Documentada desde hace dos milenios en bronce y mármol, en frescos o en la cerámica de vasijas que se apilan en museos, esta disciplina es un arte entre caballeros en el que la técnica y la astucia juegan un papel mucho más importante que la simple fuerza bruta.

Tras vencer por segunda vez al único hombre que logró derrotarle —además del granjero de Wyoming—, Karelin recuerda que fue entonces cuando, por primera vez en su vida, levantó los brazos e hizo «algo parecido a un baile». A partir de ese momento único de emoción descontrolada, aquel soldado soviético de 1,91 de estatura y 130 kilos de peso se dedicaría a encadenar una victoria tras otra, sin aspavientos ni estridencias innecesarias, a la mayor gloria del socialismo. Era lo que la patria esperaba de él. Como en la final de las Olimpiadas de Seúl en 1988, ahora frente al búlgaro Rangel Guerovski. Se fueron al descanso con un marcador de 3-2 a favor del último. A quince segundos del final, el búlgaro se amarraba al suelo esperando a la campana que le diera como ganador a los puntos, así que Karelin se agachó, le agarró de la cintura, lo volteó por encima de su hombro derecho y lo tumbó de espaldas. Era un ritual que repetiría centenares de veces. En la máxima categoría, donde los combatientes superan los cien kilos, se necesita una enorme fuerza para ejecutar ese volteo vertical. Karelin era el único capaz de hacerlo entre los chicos más grandes y, a día de hoy, la maniobra aún lleva su nombre.

De él se decía que no solo era el más fuerte, sino también el de técnica y estrategia más exquisitas. Aunque resultara imbatido durante trece años, quizás sea aún más impactante el hecho de que no encajó ni un solo punto en una década. Tras completar estudios universitarios en la Academia Siberiana de Cultura Física, la férrea defensa que desplegó siempre sobre el tapiz quedó ampliamente diseccionada en su tesis doctoral. Más tarde completaría su formación académica licenciándose en Derecho, y sepan que Alexander Alexandrovich es también un contumaz intérprete de las partituras de Sostakovich, Gershwin o Bach. Pero su mundo, al menos el de fuera del anillo, se derrumbaba a finales de los ochenta. Tras firmar las gemelas Perestroika y Glasnost el certificado de defunción del imperio soviético, Karelin volvería a abanderar al equipo olímpico en 1992. Ya no era la URSS, sino una entidad amorfa de quince países en ciernes, representada con un acrónimo más propio de una academia de idiomas o una correduría de seguros: CEI, la «Comunidad de Estados Independientes». Ni siquiera contaba con una enseña propia. Karelin desfiló con la bandera olímpica.

En más de una ocasión, el siberiano dijo no perdonar a Occidente lo ocurrido. Encajar la derrota de la guerra más larga, la fría, resultaba aún más difícil para alguien tan acostumbrado a la victoria como a ver alzarse el sol entre el humo de las chimeneas de Novosibirsk. Para entonces, hacía tiempo que su carisma trascendía los lodos de la geopolítica y fueron sus propios rivales los que le enviaron el equipamiento necesario para que pudiera seguir entrenando en mitad de la desintegración del país que le vio nacer. No sabemos si aquella frustración se trasladó a la superficie de combate, pero lo cierto es que le bastaron diecinueve segundos para derrotar al sueco Thomas Johansson en la final de Barcelona.

Precisamente, fue Estocolmo la que acogió el Campeonato del Mundo el año siguiente. Tras intentar voltear al estadounidense de origen iraní Matt Ghaffari se le desprendieron dos costillas que acabaron presionándole el hígado; «de ahí el sabor de bilis en la boca durante todo el combate», recordaría al final del mismo. Por aquel entonces, la antigua selección de la URSS se estaba transformando en la de la Federación Rusa pero, contaba Karelin, se olvidaron de los doctores. Gracias a la ayuda desinteresada de un galeno alemán, el ruso eliminó a todos sus rivales sin siquiera poder enderezarse con normalidad por sus costillas rotas. Tres años después volvería a firmar una nueva gesta. En los europeos de Budapest, un hematoma de un kilo y medio en su pecho le dejó casi inutilizado el brazo derecho, pero consiguió ganar el campeonato únicamente con el izquierdo. Tras ser operado de urgencia en la capital húngara, los médicos le dijeron que no se recuperaría para la cita olímpica ese mismo año. Pero lo hizo. En Atlanta 96, ya oficialmente con la Federación Rusa, el de Novosibirsk conseguió su tercer oro olímpico. Contaba uno por cada bandera bajo la que había competido.

Carne

Mientras seguía imbatido, Karelin fue nombrado «Héroe de la Federación Rusa» en 1997, la más alta distinción en el país más grande del mundo que, obviamente, merecía el mejor deportista de su historia. Cargado de metales, su carrera hacia la Duma fue un paseo cuando todavía era un luchador en activo. Quedaba Sidney 2000, su cuarta cita olímpica que se antojaba como un mero trámite en el que Karelin volvería a aplastar a su adversario en la final. Además, ¿quién era ese tal Rulon Gardner? ¿Qué posibilidades tenía aquel estadounidense sin pedigrí ni experiencia? Y toda esa grasa que rebosaba su licra azul… Del granjero se decía que había entrenado levantando vacas en su granja de Wyoming, los típicos chascarrillos de cada cita olímpica para enganchar a la audiencia. Lo cierto es que nadie, ni siquiera los seguidores americanos en el público, se tomaron en serio a Gardner. Al fin y al cabo, era Karelin con quien tenía que disputar el exiguo mundo circular de la superficie de combate.

Acabó siendo un encuentro tan sorprendente como mediocre: mucha defensa y muy poca acción, ambas tachonadas por una polémica decisión arbitral. Fue una innovación más de entre las muchas —demasiadas para algunos— que se producen en las reglas de la grecorromana; una que hizo perder un punto a Karelin cuando este soltó por un instante a Gardner durante un agarre. En los siguientes tres minutos, el de Wyoming se dedicó a escabullirse para acabar refugiándose bajo sus 130 kilos amarrados a la lona.


Con la ceremonia habitual, Alexander Alexandrovich se agachó para hacerle el cinturón y voltearlo por encima del hombro. Lo había hecho en centenares de ocasiones, ¿por qué ahora no era posible? Y no fue posible. Apenas un minuto después, Gardner saltaba de alegría mientras intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir. De hecho, aquella gesta justificó una autobiografía publicada incluso antes de que el de Wyoming sobreviviera a un accidente de avión o participara en The Biggest Loser, un reality americano en el que perdió ochenta kilos en directo durante dieciséis semanas.

https://www.jotdown.es/2019/07/y-alexander-karelin-se-hizo-hombre/

En cuanto a Karelin, el siberiano podía haber ocultado fácilmente su derrota en el zarzal en el que se ha ido convirtiendo el reglamento de la grecorromana. Prefirió asumirlo desde la sinceridad que le había caracterizado siempre. «A veces te da igual todo, y no puedes hacer nada contra eso. A veces te acuestas y parece que no te late el corazón. Y lo peor de todo es cuando te das cuenta de que ya no quieres nada», explicó en una de las muchas entrevistas que dio después de aquello. Cuatro segundos antes de que sonara la campana, Karelin agachó la cabeza asumiendo su nueva condición. Ya solo era un hombre
 
El dueño del abismo

publicado por Pablo Mediavilla Costa


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Free Solo (2018). Imagen: National Geographic / Parkes+MacDonald Image Nation / Little Monster Films

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Free Solo (2018). Imagen: National Geographic / Parkes+MacDonald Image Nation / Little Monster Films.

En un mundo estrecho para pioneros, huérfano de héroes y donde toda posibilidad de aventura parece desterrada a los confines de la ciencia y del espacio, un californiano de treinta y un años hizo algo por primera vez. En la mañana del 3 de junio de 2017, Alex Honnold escaló El Capitán, una pared de granito de novecientos metros de altura y lisa como tapa de piano, sin cuerdas ni seguridad alguna. La mole, en el valle de Yosemite (Estados Unidos), es una de las paredes más codiciadas por los escaladores, el sueño de toda una vida, pero nunca había sido sometida por la fuerza, la destreza y el control del miedo de un ser humano en solo integral, como es conocida dicha modalidad. Camiseta roja, pantalones cortos negros, pies de gato y una bolsita de magnesio para secar el sudor de las manos.

«La montaña no parecía tan amenazante esta mañana. Todo ha sido igual a las otras veces. No llevaba mochila y las sensaciones al escalar han sido alucinantes. No arrastrar sesenta metros de cuerda durante todo el ascenso me ha hecho sentirme fuerte y fresco. Creo que podría repetirlo ahora mismo», dijo Honnold a National Geographic, recién descendido de las alturas. Parece un farol, pero nada en Honnold lo es; finalizada la entrevista, se fue a entrenar a su furgoneta, diseñada para poder colgarse durante horas y fortalecer sus dedos, muñecas y brazos. «Entreno cada día y hoy es un día más». Su gloria, reciente y deslumbrante, es la consecuencia de una obsesión: escalar como nadie se había atrevido a hacer hasta ahora.

«Si sigue con esto es evidente que va a morir joven, porque ese tipo de escalada es muy expuesto y no admite el más mínimo fallo», dice Sebastián Álvaro, alpinista y creador y director durante casi tres décadas de Al filo de lo imposible. «Sin estar entre las diez personas del mundo que más grado de dificultad logra superar, sorprende lo mucho que está dispuesto a arriesgar. Su fortaleza es psicológica; hacerlo sin cuerdas, en paredes que están más allá de la vertical y con un vacío aterrador que te atrae». Un pedazo de roca que se quiebre —a veces, de unos pocos milímetros—, arena que haga resbalar la zapatilla, un error de cálculo o apenas una duda en el momento equivocado se pagan con la vida.

«Es la llegada a la Luna de la escalada en solo integral», dijo Tommy Caldwell, compañero de faenas y amigo de Honnold, en cuanto supo de la hazaña de El Capitán. La irrupción del californiano en el Olimpo de las montañas es deslumbrante. Demasiado tímido en su adolescencia como para pedir a otros que le dejaran usar sus cuerdas y equipos, empezó a practicar la escalada más desnuda, pura y aterradora. «Para mí todo tiene que ver con la preparación. Cuando estoy en la vía es solo una cuestión de ejecución», explica Honnold en su libro Solo en la pared (Desnivel, 2016). Primero, ensaya sus escaladas con cuerdas, descendiendo desde la cumbre hasta los puntos más complicados, donde repasa cada movimiento. Luego, en la soledad de su furgoneta, memoriza cada paso, cada agarre, los posibles fallos a los que puede enfrentarse y hasta su propia muerte: «Me vi a mí mismo rebotar contra un saliente abajo y caer, rompiéndome la mayoría de los huesos mientras me golpeo contra la montaña como un muñeco de trapo. Y luego, desangrarme en la base».

Madrugada del 3 de junio. Honnold desayuna lo que acostumbra: avena, arándanos y semillas de chía. Camina hacia la base de El Capitán de noche, mira hacia arriba y empieza su sinfonía de agarres y contorsiones. Superados los primeros quince metros, cualquier caída es fatal; ha entrado en la Zona de la Muerte. Tardará tres horas y cincuenta y seis minutos en subir el equivalente a dos veces el Empire State hasta la punta de su antena, en hacer lo que otros tardan tres o más días con cuerdas y seguridad. La primera sección, conocida como Free Blast, es difícil, de pura adherencia de los pies de gato sobre una piedra lisa, inhumana. «Mentalmente muy exigente y muy inseguro, tienes que confiar mucho en los pies», dirá Honnold.

Nacido en Sacramento, California, en 1985, el oeste norteamericano era un paraíso por descubrir: los parques de Zion, Joshua Tree y, sobre todo, Yosemite, cuna de la escalada moderna. Su padre, profesor de inglés, reservado y de pocas palabras, le llevó a un rocódromo con diez años y luego, en largos viajes en coche, a las competiciones nacionales donde empezó a destacar. Su muerte repentina de un ataque al corazón destruyó el camino planeado por Honnold, que abandonó sus estudios de Ingeniería en Berkeley para dedicarse en cuerpo y alma a su única pasión.

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Free Solo (2018). Imagen: National Geographic / Parkes+MacDonald Image Nation / Little Monster Films.
Volvió a Sacramento, le pidió la furgoneta familiar a su madre, hizo algunos arreglos para hacerla habitable y empezó, una por una y tras un entrenamiento espartano, a conquistar todas las cumbres que sus ídolos de los sesenta y setenta habían alcanzado con cuerdas y seguridad. En menos de diez años ha conseguido subir en solo integral y por primera vez Astroman y Rostrum (en un solo día, como ya había hecho su ídolo Peter Croft en el 87), Moonlight Buttress, Half Dome y ahora El Capitán. Su determinación, casi rayana en el autismo, hizo que, salvo en el último caso, no avisara a nadie para confirmar las hazañas. El nombre de Honnold, apodado «No Big Deal» —algo así como ‘No Es Para Tanto’—, ya reconocido entre el círculo de escaladores norteamericanos, hizo que nadie pusiera en duda las ascensiones.

Entregado al sacerdocio del abismo, Honnold no bebe café, no toma drogas, no prueba el alcohol. En una entrevista reciente, un periodista le preguntó si podría estar mucho tiempo sin escalar. ¿Un mes? «¡Un mes! Pensé que por mucho tiempo te referías a tres días», respondió. Algunas entradas del diario que lleva desde que empezó están anotadas con emoticonos. Una cara sonriente, otra triste cuando cree que podría haberlo hecho mejor. Solo algunas veces refiere estados de ánimo y situaciones límite, como un momento al final del Half Dome, muy cansado y con dudas, a la vista de decenas de turistas en la cumbre, que él define como «mi infierno íntimo».

«Descubrí que si tenía algún don en particular era de naturaleza mental, la habilidad para mantener el control en situaciones que podrían convertirse en estresantes», comenta en su libro. Jane E. Joseph, neurocientífica cognitiva en la Universidad Médica de Carolina del Sur, se interesó por él y quiso estudiar su cerebro. Durante una resonancia magnética, Joseph hizo dos experimentos con Honnold. El primero, un estudio de su amígdala —encargada de enviar la información que, luego, la corteza cerebral traduce en lo que llamamos miedo— mediante el visionado de cerca de doscientas imágenes inquietantes o excitantes: cadáveres con caras desfiguradas y ensangrentadas, niños ardiendo, una mujer que se depila, etc. El segundo, centrado en la recompensa y la producción de dopamina, un neurotransmisor que despierta las sensaciones de placer y deseo. Comparado con un sujeto de control —otro escalador de su misma edad sometido a las mismas pruebas—, el resultado fue asombroso: el cerebro estaba sano, pero la amígdala no presentaba actividad. En el segundo experimento, solo podía concluirse que estaba despierto y viendo la pantalla. Honnold rechaza que no sienta miedo: «Para mí, la cuestión crucial no es cómo escalar sin miedo —eso es imposible—, sino cómo lidiar con él cuando se desliza por todas tus terminaciones nerviosas. No me gusta el riesgo. No me gusta cruzar la raya continua. No me gusta jugar a los dados».

Conquistado el Half Dome, Honnold se marcó, en secreto, un nuevo objetivo. Durante los dos últimos años ha viajado por el mundo para preparar la subida a El Capitán. Una vista rápida a su cuenta de Instagram dibuja la ruta: Australia, Nueva Zelanda, Angola, Chile, Ecuador, Irlanda, Suiza, Francia, Noruega, Marruecos, Kenia y Chile. Con patrocinadores como The North Face y una creciente atención mediática en Estados Unidos, Honnold iba a dar la campanada definitiva.

Al otro lado del teléfono, le pido a Carlos Suárez, escalador, alpinista y saltador base español, que me comente algunas de las secciones de la ruta seguida por Honnold. Suárez coronó El Capitán por esta misma ruta hace veinte años en escalada libre (con cuerdas que no se usan para progresar, sino en caso de caída). Tardó cinco días con sus correspondientes vivacs:

Hay un largo que es el Hollow Flake, una especie de chimenea muy estrecha, donde no te cabe todo el cuerpo, como si la pared te escupiera y requiere de mucha técnica. Es un tramo muy aéreo.

Luego hay un boulder (un punto de pura explosividad), donde estás haciendo palanca con el pulgar izquierdo para alcanzar otro agarre con la mano derecha. Son dos o tres agarres, pero son minúsculos. Eso, psicológicamente, es brutal.

Pasado el Cap Spire hay un tramo, el Teflon Corner, en el que los pies van en adherencia y las manos en agarres pequeños. Muy vertical, muy aéreo. El pie de gato tiene que tener la goma con la temperatura y el tacto adecuados, no sirven unos nuevos o unos muy gastados.

Hacia el tramo final, Freerider [la vía seguida por Honnold] se escapa un poco de la clásica ruta Salathé. Ahí hay una travesía que a mí me hizo devolver. No me había pasado nunca. No es muy difícil, pero es muy aérea, y yo llegué con mucho estrés y nervios en el estómago. Ahí aprendí que no es lo mismo estar a trescientos o cuatrocientos metros que a ochocientos.

Por fin, lo que llaman Offwidth, otra chimenea de fisuras romas, que no tienen agarres muy concretos, muy precisos, y hace que vayas muy incómodo. Tienes que tener mucha técnica de fisura, mucha técnica de granito. Es muy difícil cuando llevas ochocientos metros y todavía toca hacer esos cuatro largos para llegar a la cima. Muy difícil, sobre todo si subes encadenado [de una vez, como Honnold] y sin cuerda.

Hay una foto en la cumbre que le hizo su amigo Jimmy Chin, que ha grabado el documental Free Solo para National Geographic sobre la proeza. Honnold se ha quitado la camiseta y los pies de gato y luce una ligera sonrisa. A un paso, el abismo. Abajo, el punto de inicio, casi invisible, de su aventura. «Cuando caminaba hacia la base estaba todavía oscuro. Vi a un oso alejarse. Creo que le asusté».

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Free Solo (2018). Imagen: National Geographic / Parkes+MacDonald Image Nation / Little Monster Films
https://www.jotdown.es/2019/08/el-dueno-del-abismo/
 
No es deporte para caballeros: Villard-de-Lans y el Tour de Francia en los 80
Jean-François Bernard estaba llamado a ser el ciclista de la época, hasta que el Tour de Francia de 1987 le mostró la realidad

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Pedro Delgado, durante el Tour de Francia de 1987. (Archivo)

MARCOS PEREDA
18/09/2020 10:31

Jean-François Bernard tiene pelazo. Negro, espeso. También lleva una sonrisa tímida, ojos tristes, pero sobre todo destaca el pelazo. En conjunto gasta cierto aire a galán de la Nouvelle Vague, un Belmondo sobre ruedas.

Y, además, viste de amarillo. Con lo bonito que es eso.

Lunes, 20 de julio. Año 1987, por aclarar términos. La etapa del Tour de Francia (porque ese mes siempre hay etapa del Tour, salvo ahora, con el añito que llevamos) termina en Villard-de-Lans. Sí, sí, como la del martes, esa que ganó Kämna mientras los favoritos subían de la mano, qué alegría, qué paisajes más bonitos, hasta la estación de esquí. Bien, si usted es de lágrima fácil y con tendencia a lo depresivo debería dejar de leer a partir de este mismo instante. Por no comparar, vaya.

El Tour de 1987, decíamos. Bernard de amarillo. Y llegada a Villard-de-Lans. Segunda vez en la historia. Tercera, si contamos Lans-en-Vercors, nombre de apoteosis cafetera un par de años antes. Parra primero, Herrera segundo. Lucho se permitió el lujo de soltar las manos del manubrio a poco de meta, sacar un pañuelo, limpiarse el sudor, que siempre queda feo en la tele. Entraron juntos. Qué bello. Al día siguiente crono por los alrededores del pueblo que ganó Eric Vanderaerden. Por seguir con los pelazos, vaya.

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Jean-François Bernard estaba llamado a ser el ciclista francés del momento. (Archivo)

En fin, que nos disipamos. Aquel 1987... ahhh, qué jóvenes fuimos. Carrera abierta. O no, porque Bernard parece tenerlo todo bien encarrilado. Muchas cosas a su favor. Es francés (que igual no ayuda, pero tampoco va a perjudicar), es joven, talentoso, corre en el conjunto que ha tiranizado el bienio anterior, aunque ahora se llame distinto, porque a Tapie quería promocionar Toshiba. Es, además, líder del Tour. De uno donde se han corrido dieciocho etapas, con muchas cosas en medio. Crono llana de 87 kilómetros (los Tours de antes eran distintos). Dos tiradas en los Pirineos con dureza de sobra (los Tours de antes eran distintos). Incluso cronoescalada hasta la cima del Mont Ventoux (los Tours de antes eran... bueno, ya saben). Y allí está nuestro hombre, con el maillot dorado, la sonrisa triste, la confianza plena.

Precisamente ha sido el Ventoux su gran día. El que quedará, para siempre, como instante de gloria para Bernard. Es el único de todo el pelotón que termina por debajo de la hora y veinte minutos (recuerden, los Tours de antes, etcétera). Minuto y cuarenta a Lucho, diez segundos más a Delgado. El resto, por encima de los dos. En la general segundo es Roche, a más de esa distancia. Sentenciado. Bernard sucederá a Hinault, que sucedió a Fignon, que vino después de Thevenet. Impensable que los franceses estén mucho tiempo sin ganar su carrera...

Solo que... Bien, ¿recuerdan lo que dijimos antes? Lo de las virtudes de Bernard. Pues bien, se nos pasaron algunos defectos. Por no afear el retrato, vaya. Que es inconstante. Que no mide bien las fuerzas. Que falla en estrategia. Y, sobre todo, que el chico resulta... bueno, especial. “Tiene piernas de caballo y cabeza de mosquito”, dijo de él Luis Ocaña, y al conquense hay que escucharlo cada vez que transforma “erres” en “ges”. Entre otras cosas porque suele tener razón.

“He demostrado que soy el mejor tanto en montaña como contra el reloj”, dijo Jean François a los periodistas, totalmente subido en el personaje. “Queda mucho Tour pero mis rivales ya saben quién es el más fuerte”. Ya ven, le faltó decir que iba a ganar cinco Tours, dos Goyas al mejor actor y el certamen de Miss Universo. En fin, lo de agitar el avispero de forma gratuita no parece la opción más inteligente, claro.

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Así que al día siguiente... gresca. Todos picados contra el francés, niño bonito de Tapie, cómo los odio a los dos, vamos a hacer que suden sangre. Camino de Villard-de-Lans, claro. Rompiendo varios códigos de esos que a los millenials les suenan como si fuesen palabra divina. Comencemos... Si el líder pincha no se aprovecha esto para atacar... ejem. Pues vaya, primer fallo. Casi en la cima de Tourniol, después de pegarse una buena pechada persiguiendo a Stephen Roche (el irlandés había arrancado a 100 kilómetros de meta, porque antes estas cosas se hacían así, y ya no, joder, qué miseria). Bernard empieza a pegar saltitos sobre su bici, la llanta chocando furiosa contra el asfalto. Zafarrancho. Oye, que el de amarillo ha tenido que cambiar la rueda, sí, sí, como lo oyes. Pues venga, lo lógico, el resto a tirar como perros, relevándonos. Si quería (falsa) deportividad que hubiese mantenido cerrada la boquita.

En fin, que Bernard enlaza justo tras la bajada, y empieza a relajar sus piernas pensando que lo peor ya pasó. Ahora unos kilometritos tranquilos y luego ya veremos qué nos depara la tarde. Si hasta llega el avituallamiento, qué ratito más majo para respirar un poco. Segunda regla no escrita del ciclismo actual: no se ataca en los avituallamientos. ¿Adivinan? Eso en los ochenta... carrera abierta desde el kilómetro uno hasta la línea de meta. Puñaladas, traiciones, actitudes canallescas. Qué hermoso todo.

La jugada corre a cargo del Système U. Cyrille Guimard, Laurent Fignon. También Charly Mottet, que está bien situado y parece optar al pódium. Pero es lo de menos. Lo otro importa, lo otro. Que Tapie y toda su banda paguen por los dos añitos que nos han hecho pasar. De nuevo Ocaña, después de la etapa. “No entiendo a Système U, salvo que corran para fastidiar a Bernard”. Pues eso, no podemos ser más claros, aunque nos hagamos los tontos.

Así que otra vez persiguiendo. Por delante todos los favoritos, comiendo entre hipidos, guardando cuatro o cinco menudencias en sus maillots. Por detrás Jean-François, que a estas alturas tiene el mirar un poco cruzado. Qué puto día, qué bien estaba en el hotel, leyendo la prensa. ¿Esto es siempre así? Porque a lo mejor el ciclismo no me pega, ¿eh?, yo prefiero algo tranquilito, trabajo de oficina. En fin. Conseguirá cazar más adelante, pero va completamente sentenciado. Su candidatura como ganador del Tour termina allí, en ese terreno quebrado camino de Villard-de-Lans. Volveré más fuerte al año siguiente. Pero no, nunca más tuvo opciones. Jean-François Bernard acabó como (buen) gregario de Miguel Indurain antes de volver a Francia para vestir dos de los maillots más feos de siempre (Chazal y Agrigel, por si están pensando en regalar algo original a su cuñado).

Delante, ataques. Sobre todo uno. El definitivo, el que va a marcar la Grande Boucle. Arranca Pedro Delgado, a su rueda sale Stephen Roche. Pronto cruzan miradas, ponderan intereses. Los dos colaboran. Tipos solitarios, corredores de un mismo equipo... el suyo. Delgado lleva maillot del PDM, pero los holandeses pasan bastante de él. Solo Knetemann lo ha ayudado a preparar alguna emboscada en el plano. El resto... ausentes. Me duele la falangina del dedo meñique. Tengo molestias en el cartílago de la oreja izquierda. Hace viento y me caigo. Hace calor y no veas qué sed. Steven Rooks y Gert-Jan Theunisse dan para lo que dan, tampoco nos engañemos. Trotones en llano y repechitos, incapaces en las cumbres. Rooks, por ejemplo, ha sido el 154 (undécimo por la cola) en Mont Ventoux, y se retirará en Villard-de-Lans después de entrar de los últimos. Raro es lo que vino más tarde, créanme. Pero raro de verdad. En ese momento Pedro es un uomo solo. Al menos su maillot sí que es bonito...

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Perico Delgado se llevaría su revancha en 1988. (RTVE)

¿Y Roche? Bueno, lo suyo es peor. No es que no le ayuden en Carrera, es que lo quieren matar. Ganó el Giro de Italia después de apuñalar a Visentini camino de Sappada (en serio, los ochenta eran otro mundo), y el italiano, pelín picado, estuvo a punto de liarse a hostias con él en la cena. Después pasó unos días cruzándose en los descensos, intentando que Roche cayese, sonrisita de “ya verás, ya”, según cuenta Stephen en su autobiografía. Unas risas. La afición italiana, que tiende a pasional, tampoco se tomó muy bien la traición y llenó al irlandés de escupitajos mientras subía Marmolada. Como si no costase ya suficiente eso de la Malga Ciapela. Ah, por ahí pululaba Robert Millar, viejo conocido de Delgado. Si es que el mundo es un pañuelo...

Pues eso, dos parias. Bueno, uno más que otro, pero ustedes me entienden. ¿Saben eso de los trenecitos y los bloques agrupados que tanto vemos en el Tour últimamente? Pues olvídenlo. Una cosa de tú a tú, que es más noble. Bueno, menos por lo de las perfidias, y los ataques que, hoy, irían seguidos de un video en instagram, lo siento, me he equivocado, no volverá a pasar...


En meta Pedro gana su tercera etapa en el Tour, primera fuera de los Pirineos. Parece que ya no es solo animador de cordilleras, sino aspirante a algo más. Roche, por su parte, arrebata el amarillo a Jean-François Bernard, que entra jurando en francés. Merde. Enculé. Putain. Salaudes. Nique ta mere! Connard. Esas cosas. Ya ven, en el idioma de Molière todo suena más fino.

En fin, que desde Villard de Lans aun quedaba mucho Tour, porque aquel año la carrera se fue casi al mes de duración. Menos lloros, que cobráis de sobra. Quedaba, por ejemplo, que Perico cogiese al liderato en Alpe d´Huez, día de calor extremo en el que Roche suda como una mula arando tierra. Quedaba La Plagne, con el segoviano atacando desde Segovia y el irlandés desvanecido en meta, oxígeno, ambulancia, sonrisilla de picaruelo en el rostro. O eso cuentan. La Joux Plane, que tiene una bajada malísima. Y Dijon. Crono. Exhibición de Bernard (en qué estaría yo pensando, joder, menuda bocaza la mía), Roche otra vez de amarillo. Doblete. Antes que él solo lo hicieron medianías como Coppi, Anquetil, Merckx o Hinault. Seamos serios, el nombre canta bastante en la lista pero... nada que reprochar en ninguna de las dos carreras. Y falta el Mundial. Digo yo que llegará muerto, pero vaya usted a saber, el tío está que le sale todo...



Hubo más Villard-de-Lans, claro, porque el sitio es tan ochentero como las BH. O los yonquis robándote cinco duros, que aquella década no tiene mucho que ver con Stranger Things, amiguitos. Al menos no aquí, vaya. En el 88 vuelve a ganar Perico (Perico y el perico también son omnipresentes esos años) . Cronoescalada y el Tour sentenciado en la etapa trece. Aquel día fue segundo Bernard (qué cabeza, macho, qué cabeza la mía) y tercero Rooks, mejorando 132 puestos respecto al año anterior. Vaya salto, ¿eh? En el 89 Fignon dejó muerto el Tour de Francia después de un ataque de lejos, portando el amarillo. Cincuenta segundos metía a Lemond en la general, que deben ser más que suficientes antes del epílogo parisino, creo yo. Por mucho manillar y casco y gafas y ziritione que saque el americano. En fin. Ah, tercero fue Rooks, que ya era un ogro declarado en Grandes Vueltas. Y, por terminar, en el noventa hubo otra cronoescalada. Para Breukink, que parece va a comerse el mundo. Segundo Delgado, tercero un tipo grandote llamado Miguel Indurain. El día antes hizo un esfuerzo supremo para poner en jaque la carrera (solo que la carrera no se dejó) y de cara a esa contrarreloj sus directores le dijeron que saliese relajado, a recuperar. Ya ven, si se descuida gana. Menuda fiera. Yo creo que el 91 es su año.

Veremos...

P.D. Para la elaboración de este artículo no se ha maltratado a ningún ciclista ochentero. Todo aquel que lo lea y quiera comparar con la etapa del Tour 2020 que acabó en Villard-de-Lans lo hará bajo su estricta responsabilidad.

 
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