HÉROES DEL DEPORTE. VIDAS

JUAN FRANCISCO RODRÍGUEZ (1949-2019)
El boxeador al que birlaron la medalla
Campeón de Europa amateur y profesional, perdió la opción del bronce en Múnich 72.
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SeguirFernando Rojo@FernandoRojo
Actualizado:18/04/2019 01:23h
0 Manolo Alcántara me dijo: «Gracias por venir a verme después de muerto»

La historia del deporte está plagada de incomprensibles errores arbitrales que ningún VAR pudo corregir. Uno de los más llamativos ocurrió en Múnich a las ocho de la tarde del 6 de septiembre de 1972. Se disputaban los cuartos de final de los pesos gallos del torneo de boxeo de los Juegos Olímpicos. Subieron al ring el español Juan Francisco Rodríguez y el mexicano Alfonso Zamora. El ganador de ese combate tenía segura la medalla de bronce pues en el boxeo no existe la pelea por el tercer y cuarto puesto.

Según narró el mítico Gilera en su crónica del día siguiente en ABC, el púgil almeriense «boxeó extraordinariamente bien» en los dos primeros asaltos, «pero como tenemos muy mala suerte internacional, sucedió en el tercero algo inefable». El mexicano derribó a Rodríguez de un duro gancho. El árbitro tailandés Tapsuman Sakhye empezó a contar los segundos, «pero el púgil español se levantó al cuarto, sacudió su cabeza para despejarse, esperó y tuvo la ocurrencia de agacharse para recoger el protector de boca que se le había caído a consecuencia del golpe». El juez creyó que Rodríguez había vuelto a caerse e interrumpió el combate, dando por ganador al mexicano. Nada ni nadie pudo convencer a Sakhye de que el K.O. no había existido. «El público -remataba el cronista de ABC- dio una ovación enorme de desagravio al púgil español cuando abandonaron el ring el favorecido vencedor y la víctima de una ligereza del árbitro tailandés. Juan Francisco lloró de rabia en su rincón». No era para menos.

Aquella injusticia marcó el resto de su carrera. Rodríguez, que un año antes se había proclamado campeón de Europa amateur del peso mosca, había renunciado a una prometedora carrera profesional por el sueño de conseguir una medalla en los Juegos. Intentó desquitarse cuatro años después en Montreal, pero cayó a las primeras de cambio. El salto al profesionalismo le llegó con 26 años, edad a la que la mayoría de los púgiles estaban curtidos en mil batallas. Esa falta de bagaje la pagó en 1977, cuando le disputó al mexicano Carlos Zárate, uno de los mejores boxeadores de la época, el título mundial de los pesos gallos en el Palacio de los Deportes de Madrid. Zárate se presentaba con 49 peleas, todas ellas ganadas, 48 antes del límite. Rodríguez solo llevaba diez. La abismal diferencia se saldó con la retirada del almeriense en el quinto asalto tras recibir dos durísimos golpes en el hígado. Bastante hizo con salir vivo.

Hijo y padre de boxeadores, Rodríguez fue un púgil muy elegante y técnico que tuvo su mayor momento de gloria en septiembre de 1978 cuando logró el trono europeo de los gallos en una sangrienta pelea en Vigo contra el italiano Franco Zurlo. Esa noche, José María de Hita escribió en «Marca»: «Su boxeo es de computadora, programado para hacer blanco allá donde más le duela a su contrario». Así fue Juan Francisco Rodríguez, el boxeador al que birlaron un medalla olímpica.
https://www.abc.es/deportes/abci-boxeador-birlaron-medalla-201904180123_noticia.html
 
Un jovencito llamado Bjorn Borg
El sueco, con apenas 17 años, ya era un fenómeno de masas en el escaparate internacional
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Imagen del Conde de Godó (Pedro Hernández)
PEDRO HERNÁNDEZ
25/04/2019 00:05
Actualizado a 25/04/2019 09:58

En octubre de 1973, por primera vez en la historia del Trofeo Conde de Godó, los jugadores se inscribieron en la competición a través de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP). Pese a que varios de ellos enviaron, como en años anteriores, su inscripción a las oficinas del RCTB, fue finalmente la ATP quien supervisó el proceso.

La lista de inscritos contaba con tenistas ilustres como Ilie Nastase, Manuel Orantes, Rod Laver, Tom Okker, Jan Kodes, Nicola PIlic, Ion Tiriac y Guillermo Vilas. Pero, en la posición número 30 del cuadro individual, un nombre acaparaba la atención por encima de todos. Se trataba de Bjorn Borg. Tenía apenas 17 años, pero el sueco ya era un fenómeno de masas en el escaparate internacional.

Bergelin fue el primer entrenador que comenzó a viajar con un tenista durante toda la temporada”

MANUEL ORANTES Extenista
De la mano de Lennart Bergelin, que en 1953 fue cabeza de serie número 1 en la primera edición del Trofeo Conde de Godó, y que mantenía una excelente relación con el RCT Barcelona, Borg llegó a la Ciudad Condal con retraso, afectado por una huelga internacional de controladores aéreos, pilotos y personal de tierra, que obligó a modificar los órdenes de juego de los dos primeros días del torneo.

Borg había dado el primer aviso de su calidad con apenas 15 años, cuando debutó en Copa Davis en Bastad ante el neozelandés Onny Parun, y remontó la pérdida de los dos primeros sets para dar a Suecia el primer punto. Bergelin , capitán del equipo sueco, tomó allí la decisión de ocuparse de tutelar la carrera de Borg. “Bergelin fue el primer entrenador que comenzó a viajar con un tenista durante toda la temporada”, recuerda Orantes.

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Imagen del Conde de Godó (Pedro Hernández)
Y esa carrera estalló de éxito en 1973, cuando, antes de llegar a Barcelona, el joven sueco alcanzó la final de Monte Carlo, los octavos de Roland Garros y US Open y, en especial, los cuartos de Wimbledon. Magnificada por los sensacionalistas tabloides británicos, la imagen de Borg se convirtió en la de un sex-symbol. El All England Club debió tomar medidas de seguridad especiales para protegerle de sus fans. “Había chicas por todos lados, en las pistas, en la entrada del club, en los restaurantes y en el hall del hotel”, explicó Borg años más tarde.

Borg era un joven muy educado, pero de pocas palabras. Se relacionaba bien con los jugadores, pero rehuía las entrevistas. Una de sus obsesiones era la tensión de los cordajes de sus raquetas. “Llevaba unas 20 raquetas y, al llegar al vestuario, golpeaba con el marco de una de ellas el cordaje de las del resto y escuchaba el sonido. Depende de como sonara, las ponía en un lado u otro. Al final se quedaba con una diez y el resto las llevaba a encordar”, explica Vittorio Selmi, enlace de los jugadores con la ATP y el torneo.

“Le pegaba tan duro a la pelota, que encordaba a tensiones muy altas para tener más control. Los encordadores no estaban acostumbrados a esas tensiones. Era su obsesión. Probaba todo tipo de cordajes, y fue un precursor en lo de cambiar varias veces de raqueta durante un partido, algo ahora habitual”, añade Orantes.

Fue un precursor en lo de cambiar varias veces de raqueta durante un partido, algo ahora habitual”

MANUEL ORANTES Extenista
De las pocas cosas que Borg reveló a los medios de comunicación en aquellos años, fue cuando accedió a ser entrevistado por Johny Carson en Nueva York. Preguntado cómo era capaz de mantener esa imagen fría e inalterable durante los partidos, Borg explicó que la ‘culpa’ la tenía su madre. “Cuando era pequeño, en un partido me volví loco, rompí la raqueta,

discutí con el árbitro y grité en más de una ocasión. Recuerdo a mi madre, avergonzada, escondida detrás de un árbol. Al final del partido se fue al club, y dijo que alguien con ese carácter no podía jugar al tenis. Cogió mis raquetas y las encerró en un armario durante seis meses. Estuve medio año sin jugar ni entrenar, así que no decidí nunca más abrir la boca”, dijo Borg.

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Imagen del Conde de Godó (Pedro Hernández)
Manolo conocía bien a Bjorn Borg. En mayo de 1973, se había enfrentado por primera vez a aquel joven sueco en Bastad, en una eliminatoria de Copa Davis que España venció por 3-2. “Gané el partido por 6-1, 6-2 y 6-1, pero se veía que Borg iba a ser muy bueno. Tenía un físico impecable, y era especial. Jugué con mucha gente joven en aquellos años, pero sólo con Borg, y luego con John McEnroe, tuve esa sensación de que iban a ser muy grandes”, explica el jugador que este año celebra el 50 aniversario de su primera victoria en el RCT Barcelona.

Dos meses después, Manolo repitió victoria ante Borg en Montreal, que entonces se disputaba en tierra, superándole por 7-5 y 7-6(4). Y ya en Barcelona, donde ante el clamor del público, el sueco alcanzó los cuartos de final sin ceder un set, y derrotando consecutivamente a Bob Carmichael, Patricio Rodríguez, Jaime Fillol y Andrew Pattison, Orantes fue nuevamente quien cerró el camino del sueco por 6-3, 6-2 y 6-3. Borg jugaba aún sin los grandes contratos publicitarios de ropa y raqueta que le inmortalizaron en los años siguientes.

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Imagen del Conde de Godó (Pedro Hernández)
En 1974, Borg regresó a Barcelona como una figura consagrada, apodado el vikingo de hielo por su frialdad, con la etiqueta de primer favorito del torneo, y abarrotando las pistas. Sólo otro gran deportista de talla mundial le arrebató el protagonismo durante unas horas, ante multitud de aficionados buscando su autógrafo. Era Johan Cruyff, quién acompañado por José María Fuster, visitó el torneo y saludó a los jugadores. Orantes nuevamente cerró el camino de Borg hacia el título superándole en semifinales por 6-1, 7-5 y 6-2.

Borg ya nunca más perdería un match en Barcelona, donde jugó y ganó las finales del Trofeo Conde de Godó en 1975 (Panatta) y 1977 (Orantes). En 1975 jugó todo el torneo con fiebre alta. “De la pista iba directamente a la cama”, recuerda Antonio Muñoz. Y de esa semana, cuenta el rumor, que aceptó la apuesta, que todo y enfermo, ganaría en blanco los dos primeros sets al estadounidense Eddie Dibbs. Borg se impuso por 6-0, 6-0 y 6-4 al entonces número 9 del mundo y uno de los cinco mejores tenistas sobre la arcilla roja.

Cuando Borg tomó la decisión de abandonar el tenis profesional, quiso hacerlo con los cuatro tenistas que más habían marcado su carrera y con quien, pese a lo que dijeron los medios en ocasiones, tenía una buena relación. “Nos invitó a McEnroe, Nastase y a mí a jugar una serie de partidos de exhibición por Asia. Fue un detalle muy bonito por su parte”, concluye Orantes.
https://www.lavanguardia.com/deport...87/bjorn-borg-debut-trofeo-conde-de-godo.html
 
Le llamaban loco
Publicado por Gonzalo Vázquez
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Fotografía: Cordon.
Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 3

Tanta gente abarrotaba el vestuario que abstraerse del alboroto era imposible. Salvo para él, que poco antes había salido de la ducha y ocupaba empapado su taquilla con la mirada perdida. Una toalla cubría sus piernas, sobre las que apoyaba los codos cruzando las manos como en lunática oración. Estremecía descubrir sus tatuajes, el mayor de los cuales le rajaba el pecho desde los hombros. Permanecía inmóvil, ensimismado, y no parpadeaba. Era como si no estuviese allí. Me impresionó tanto que me quedé observándole. Y con tan poca discreción debí de hacerlo que cuando levantó la mirada lo hizo hacia mí, clavándome sus ojos y dejándome helado. Encerraban un doloroso misterio. Y esa misma escena se repitió sin falta la decena de veces que pude ser testigo. No era que tuviese prohibido hablar. Era algo más inquietante que toda prudencia, algo que solo le pertenecía a él.

Puede que todo empezara a torcerse dos años atrás. En la pretemporada de 2008, de estreno con los aspirantes Cavaliers, explotó contra un inocente árbitro de instituto que alquilaban para regular partidillos de entreno. Aquel repentino estallido de furia por el que tuvieron que detenerle era tan anormal que despertó una fuerte sospecha. Desapareció varios días, fue sometido a psicoterapia y el diagnóstico devolvió un trastorno bipolar. Su mal venía de atrás, había buscado ayuda, echado valor y confesado abiertamente el problema a los micrófonos. Pero hacerlo en aquella jungla viril le condenaría, poco a poco, al prejuicio, el rechazo y la distancia, una mezcla que lejos de mejorar las cosas alentó el polvorín que latía en su interior.

Ni blanco ni negro, Delonte West no era como los demás. Descendiente de los indios piscatawayde la bahía de Chesapeake, hoy Maryland, era uno de los apenas dos centenares de miembros que en el censo de 1980 aparecían ya mestizados. Esa diferencia étnica imantaba las crueldades tempranas, interiorizando las burlas en edad escolar por su ardiente pelo rojizo, las orejas de soplillo, su piel moteada y una enorme verruga en la nuca que eliminó con su primer dinero profesional en los Celtics de 2004. Para aliviar la primera soledad pidió a su hermano mayor, Dmitri, que se trasladara a Boston con él. Hacía no mucho que Dmitri había conocido a una mujer, pero ahora contaba con todas las facilidades que un hermano en la NBA puede proporcionar. Una tarde, al volver del entrenamiento, Delonte supo que se había largado dejando una nota: «Esta vida no es para mí». Al cabo, Dmitri contrajo matrimonio en Washington para formar una familia normal. Costaba entender que Delonte envidiara a su hermano. Pero con el tiempo lo haría, aprendiendo que el dinero y la vida en la NBA actúan de freno a la madurez hasta incluso detenerla. Hacen olvidar todo cuanto uno sabía hacer antes, hasta freír un huevo.

Después de tres años en Boston, donde nada apreció más que el trato cercano y adulto de su técnico Doc Rivers, fue enviado a Seattle para padecer medio año de vacío. Hasta que en febrero de 2008 el destino le brindó la oportunidad. Recaló en los entonces vigentes subcampeones junto a la guardia principal de LeBron James en su obsesión por el anillo. Zurdo, agresivo y técnicamente limpio, Delonte ejerció de utilísimo combo que tanto coartaba rivales como reparaba la escasez anotadora de los Cavaliers. Presentaba también una extraña falta de empatía con toda aquella agitación que, antes de frustrarse con tres sucesivas eliminaciones, gustaban de lucir sus compañeros en los largos meses de viento a favor. En pista Delonte era un tipo oscuro, introvertido y solitario. Y solo la gravedad de la derrota ante Orlando en las finales del Este de 2009, en las que disputó más minutos que nadie, avivó en su interior un silencioso sentimiento de culpa por no haber podido hacer más que sufrir ante el mejor Turkoglu en vida. El largo verano ayudó a olvidar. Pero no a esquivar la fatalidad.

A eso de las diez de la noche del 17 de septiembre, Delonte volaba por una autovía de Maryland a lomos de su Can-Am Spyder de tres ruedas cuando una brusca sucesión de cambios de carril llamó la atención de una patrulla de policía. Minutos después el arcén era testigo del incómodo encuentro con los agentes, que al revisar el interior de la moto encontraron un arsenal difícilmente creíble: una pistola Beretta de 9 mm, un revólver Ruger .357 Magnum, una escopeta corredera Remington 870 dentro de una funda de guitarra, un enorme cuchillo de caza y munición suficiente para resistir un asalto. El frío de las esposas fue la señal que partiría su vida en dos. El juicio quedó fijado para el mes de julio y su abogado le prohibió cruzar una sola palabra del caso con la prensa, que estrenó las portadas de temporada con aquel sórdido episodio y de cuyas terribles interpretaciones Delonte cometió el error de saciarse. Ni tres semanas después, en los prolegómenos de otro trivial partido de pretemporada, una decena de periodistas aguardaba en el vestuario la presencia de LeBron cuando uno de ellos se adelantó hasta la taquilla de Delonte pronunciando un tímido «Hola». Según testigos, el jugador se incorporó como un resorte vociferando una retahíla inyectada en furia: «¡Tu put* madre, hijo de put*, y vosotros, basura de mierda…!». Compañeros y técnicos se apresuraron a contenerle, momento en que escapó a pista a calentar. Alguien le advirtió allí de no jugar el partido y Delonte desapareció del mundo. Lo hizo durante días y bajo nuevo tratamiento.

El incidente era serio y el asunto muy delicado. «No disponemos de ninguna guía —resumía una línea local— para tratar a un deportista con enfermedad mental». De manera que la franquicia acabó rogando, uno por uno, a los periodistas que cubrían su actualidad no tanto ocultar lo sucedido como evitar abordarle durante la temporada que estaba a punto de comenzar. Y como se mezclaban a diario con los foráneos, era cuestión de correr la voz. Pero no todos respetaron el pacto. La trama era muy tentadora y hubo quien quiso elevarla a niveles de alarma social. Mientras Scott Raab alegó que Delonte había detenido su medicación, Peter Vecsey inquietaba a los lectores del New York Post con la posibilidad de que se presentara en cualquier pabellón NBA armado hasta los dientes y acabara un mal día con quien tuviera delante. Porque a esas alturas se había extendido por el orbe de la liga un estigma inapelable: «Delonte West está loco». Y aquel aislamiento forzoso fue exactamente el escenario que encontré aquella primera vez en el Izod de Nueva Jersey.

Habiendo certeza clínica, sabiendo que alternaba despertares de total abatimiento con otros de saltar de la cama a comerse el mundo, los doctores creían más en la depresión transitoria que en un caso crónico. Pero coincidían en reconocer aquella fase como la de mayor riesgo. En los meses siguientes al arresto, meses de intensa presión deportiva, el temor a la cárcel y un divorcio en ciernes martilleaban diariamente su cabeza hasta hacer incluso peligrar su presencia en pista. «Me voy a mi casa, no merezco jugar este año, siento vergüenza». Los mismos compañeros que trataban de aliviarle ignoraban que los sentimientos de humillación y culpa venían azotándolo desde niño. Su técnico de instituto nunca olvidaría haberlo encontrado llorando a solas en el banquillo. Lloraba por haber perdido (por dos puntos). Como universitario en St. Joseph, bastaba una mala tarde de tiro para quedarse a solas en el gimnasio ametrallando el aro hasta caer agotado de madrugada y acurrucarse a dormir en un rincón de la grada. Contaba Mike Malone que entrenando con Cleveland interpretaba un silbato en su contra como una cruel injusticia universal. Y no había forma de quitárselo de la cabeza. «Déjalo ya, tío», le gritaban ya hartos. Ese torturante anhelo de perfección tenía como origen combatir el menosprecio. Pero también la promesa que se había obstinado en cumplir desde que, siendo un crío, antes del divorcio de sus padres, salió a recibir al autobús de los Bullets, de corto y con un balón en las manos, y una fuerza incontenible le hizo arrojarlo a las ventanillas para que alguien se fijara en él, que supieran que también jugaba al baloncesto y que, de no ser un niño, sería tan bueno como ellos. Aquella carga de frustración saldría después por la menor fisura. Durante una charla digital en la página de los Cavs, un chico le hizo saber que era objeto de burlas por el solo hecho de llamarse Delonte. «Yo también las sufrí —respondió—. Pero siéntete orgulloso. Es gente infeliz y tienes que tratarlo con humor. Y si no, dales un puñetazo en la cabeza».

El fatal comienzo de aquella temporada presagió un desenlace aún peor. Los Cavaliers cayeron ante los Celtics en semifinales del Este. Y el Garden estalló de júbilo por el pase y por un gozoso sadismo hacia LeBron James, que camino del túnel se arrancó premonitoriamente la única camiseta que había conocido. Nunca vi mayor hundimiento en un vestuario, como tampoco imaginé que sería testigo por última vez de aquellos ojos turbados de pesadumbre y menos aún del sucio golpe que estaban a punto de recibir. Porque al día siguiente comenzó a circular un rumor que tenía como base un correo anónimo que decía: «Sé a través de mi hermano que una fuente muy fiable ha confesado a mi tío que Delonte lleva tiempo follándose a la madre de LeBron». Como era de esperar, aquel veneno se extendió por las redes como la pólvora causando el daño previsto en el seno del equipo, y, a la dramática huida de LeBron mes y medio después, se disolvió como el humo.

Víctima entonces de algo más poderoso que él, Delonte quedó descolgado de todo asidero, deambulando por una travesía nómada que suplicaba un nuevo hogar donde establecerse. Fue enviado a Minnesota para volver a Boston y pagar, de entrada, diez partidos de suspensión y la prohibición de salir del país al ser declarado culpable por transporte ilegal de armas. Hundido en la agencia libre como un nombre maldito, solo el humanismo de Mark Cuban, el hombre que dio a Dennis Rodman una última oportunidad once años atrás, aprobó su fichaje por los vigentes campeones, Dallas Mavericks, con los que Delonte no se presentó a la tradicional cita en la Casa Blanca. Para entonces su mujer le había abandonado y, con serios problemas para alquilar un apartamento, durmió semanas en su furgoneta, en el oscuro parking bajo el pabellón. Una noche, desvelado con el móvil, encontró su nombre manchado en un foro y reaccionó con un enfurecido chorro de tuits que al cabo acabó borrando antes de eliminar su cuenta de la red social. En abril, un bizarro incidente en la pista de Utah remataría sus cenizas cuando acabó metiendo un dedo en el oído del joven Gordon Hayward. Molesto con una renovación por el mínimo fue suspendido en pretemporada, otra vez pretemporada, por una fuerte discusión de vestuario tras una derrota. A través de un SMS el presidente del equipo le ordenó no presentarse al siguiente entrenamiento. Alegaba que Delonte se había enfrentado a dos compañeros. Él no desmintió la trifulca. Solo defendió que no había sido parte de ella. Dos semanas después era despedido. De pronto se había apagado la luz. Descendió a la D-League, emigró a China y regresó un año después a la liga de verano de los Clippers para acabar volviendo a China y tener que parar a los cuatro partidos. Supimos de él ya en Venezuela, donde ni pudo debutar. El pasado marzo regresaba a los Legends de la D-League y, sin cumplirse un mes, una lesión le apartó del equipo. «Mi santuario, mi rincón de paz, se convirtió en una broma. Solo quiero que dejen de reírse de mí», confesaba a David Haglund, autor de uno de los mejores perfiles jamás escritos sobre un jugador marginado.

Mientras se va gestando uno de ellos, prevalece en la NBA una farsa que repite al vacío «ya se arreglará» y que la realidad traduce como lavarse las manos. «Nadie me enseñó a sentarme, reconocer mis sentimientos y saber exactamente qué me afligía». Tampoco nadie contó qué había precedido al fatal arresto en carretera. Ocurrió que varios primos pasaban unos días en casa de Delonte. Y que una noche su madre le despertó alarmada porque había visto a los críos abrir un armario y encontrar las armas. «Tienes que sacarlas de aquí». Delonte se incorporó, metió su arsenal en la moto y cumplió la orden camino de alguna otra casa. Había tomado su dosis de Seroquel, un fuerte antipsicótico que produce aturdimiento en la conducción. Y por algún motivo el destino se la tenía guardada.

En mayo de 2012, con tan solo veintiocho años, disputó su último partido en la NBA, una NBA que lo repudió mucho antes y a la que sigue luchando por volver mientras emplea hoy parte de su tiempo en aliviar el sufrimiento de jóvenes aquejados, como él, de trastorno bipolar.
https://www.jotdown.es/2019/05/le-llamaban-loco/
 
Vasili Oschépkov, el seminarista que fundó el sambo
Publicado por Miguel Juliá.

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Hijo de una presa condenada al destierro en la isla de Sajalín (a orillas del océano Pacífico) y de un antiguo reo, Vasili Oschépkov estaba llamado a ser uno de los padres del estilo de lucha soviético por excelencia: el samozashchita bez oruzhiya, o lo que es lo mismo, el sambo.

Adentrarse en los inicios del sambo es adentrarse en uno de los periodos más turbulentos de Rusia. La historia de este sistema de lucha está llena de espacios en blanco que, como siempre, son ocupados por la leyenda. Una de ellas dice que el sambo fue creado siguiendo las directrices del mismísimo Vladímir Ílich Lenin, que ordenó a los mejores luchadores de la URSS que viajaran por todo el mundo para empaparse de los más diversos estilos de lucha y artes marciales. Luego, de vuelta en Moscú, deberían armar un estilo nuevo, netamente socialista y científico, que condensara lo mejor de cada uno de los viejos estilos.

La revolución acababa de triunfar y necesitaba puños para hacerse valer. El almirante Alexandr Kolchakestablecía en su refugio siberiano la capital de la Rusia blanca, la antítesis del nuevo régimen, la mítica legión checoslovaca controlaba el Transiberiano y en el sur, en el Kubán, los cosacos seguían luchando por un zar que ya no existía.

Sin embargo, como suele pasar, la realidad supera a la ficción. Y sus episodios se suceden en el tatami de un seminario ortodoxo en el Japón de principios del siglo XX, en la escuela del Ejército Rojo en Novosibirsk, en abarrotadas exhibiciones callejeras en Moscú y, como epíteto final, en una fría celda de la histórica cárcel moscovita de Butirka.

El protagonista de esta historia se llama Vasili Oschépkov, una figura que permaneció en el olvido oficial hasta la década de los ochenta del siglo pasado. Oschépkov nació a orillas del océano Pacífico, en la isla de Sajalín, en 1892. Concretamente, en un punto de destierro llamado Alexándrovksi. Antón Chéjov, en su libro de viajes La isla de Sajalín, dijo del lugar: «Sobre todo caminábamos hasta el faro, que está sobre una colina en el cabo Jonkier. De día, si se mira el faro desde abajo, parece una casita blanca con un mástil y una luz. Por la noche destaca brillante en la oscuridad, y entonces parece que el presidio mira al mundo con su ojo rojo». Oschépkov pasó precisamente sus primeros años bajo la implacable mirada de aquel ojo rojo en el fin del mundo.

El apóstol San Nikolái de Japón

El destino del joven Vasili, que no tardó en quedarse huérfano, pronto se cruzó con el del padre Iván Kasatkin y su seminario ortodoxo de Tokio. Desde 1874 este misionero estaba al frente de un seminario en la capital de Japón, donde se educaba tanto a japoneses ortodoxos como a jóvenes venidos de Rusia.

El misionero Kasatkin nació en 1836 en la gubernia de Smolensk. Con veinticuatro años este monje y sacerdote decidió partir a Japón, un país que a mediados del siglo XIX seguía siendo un completo enigma, a dar misa para los miembros del consulado ruso en el reino de los samuráis.

Las cosas le fueron bien y en 1874 abría un seminario y una escuela femenina en Tokio. Una foto de 1882 muestra al propio Kasatkin con la comunidad de religiosos ortodoxos del momento en Japón. En total aparecen unas ciento cuarenta personas, la mayoría, japoneses. En 1891 también se construyó en Tokio la catedral ortodoxa de la Resurrección, que aún sigue en pie en el barrio de Chiyoda. Por estos y otros méritos, Kasatkin fue canonizado en 1970 por el patriarca de Moscú como san Nikolái, apóstol de Japón.

El seminario ortodoxo de Tokio: cuna de judocas

No se sabe por qué Oschépkov, huérfano y solo en un presidio al aire libre, en la inclemente isla de Sajalín, decidió con catorce años ir a estudiar al seminario ortodoxo de Tokio; todo hace pensar que no fue una decisión que tomara por sí mismo.

El propio Kasatkin, en una anotación de su diario, nos da una pista: «Desde Vladivostok y Jarbín las autoridades militares más de una vez me han pedido aceptar aún más estudiantes en el seminario, y yo me negué, y de Sajalín hoy ha aparecido un nuevo alumno sin haber hecho antes la petición llamado Gavril Zhuravlev, ha venido con Vasili Oschépkov, que ya había sido aceptado en esta escuela».


Era el año 1907, hacía dos años que Rusia había sufrido una dolorosa derrota frente a Japón, y sus posesiones en aquel rincón del mundo estaban en peligro. En parte, la humillante derrota frente a los japoneses en 1905 se había debido a una absoluta minusvaloración del enemigo, espoleada por los prejuicios raciales imperantes en la época. La falta de información, sumada a la arrogancia colonialista, comportó la pérdida de importantes territorios en favor de los japoneses. Rusia necesitaba entender y conocer a aquella potencia que empezaba a despuntar en sus fronteras, y para ello necesitaba traductores e informantes.

De aquel seminario, en el que se estudiaba teología, lengua rusa, lengua japonesa, lengua china o confucianismo, no solo salieron sacerdotes y monjas, sino también escritores, traductores y, por extraño que parezca, judocas.

La eclosión del judo en Japón

En 1882 Jigoro Kano había fundado el Kodokán y la práctica del judo se estaba extendiendo con fuerza. El visionario Kasatkin fue de los primeros en ver el potencial de aquel arte marcial que, según su fundador, no solo servía para formar el cuerpo, sino también el espíritu. El judo pasó a formar parte del programa de estudios del seminario y era impartido por un instructor japonés. Oschépkov debió destacar desde temprano, ya que en 1911 empezó a entrenar en el mismísimo Kodokán, vetado incluso para muchos japoneses. El tatami de Kano era el más selecto del país y para ser aceptado había que pasar un duro proceso de selección en el que se pedían al aspirante cartas de recomendación y se le exigía un gran nivel físico y de respeto por la etiqueta sobre el tatami. Solo Oschépkov y otro compañero ruso del seminario, Trofim Polepev, fueron aceptados. La leyenda dice que cuando Kasatkin envió a Oschépkov al Kodokán le dijo «¡Puede que el arte marcial no sea ruso, pero el alma será rusa!».

En junio de 1913 Vasili Oschépkov terminó sus estudios en el seminario de Tokio y, como una especie de san Nikolái, se convirtió en un apóstol del judo en tierras rusas. En 1917 organizó en Vladivostok el primer campeonato internacional de este arte marcial y para ello invitó al judoca Jidetosi Tomabeti, con el que había trabado amistad durante su paso por el Kodokán en Tokio, y sus alumnos japoneses. Se desconoce quién ganó, pero a los practicantes de judo de ambos países se sumaron algunos marineros extranjeros de paso por la ciudad portuaria. El espectáculo tuvo que ser colosal.

El estallido de la guerra civil rusa tras la revolución partió la vida de Oschépkov y de toda su generación. Vladivostok vio en aquellos años desfilar por sus calles a soldados japoneses, ingleses y estadounidenses, además de las tropas de la legión checoslovaca, que acabaron abandonando el país de los soviets por esta ciudad. Tras la guerra, parecía que el poder soviético recién consolidado tenía planes para el antiguo seminarista, aunque estos estaban lejos de los tatamis.

1920-1926, el Oschépkov espía

El primer destino de Vasili fue la Embajada de la URSS en China. En aquellos años, China acababa de convertirse en una república y era un país de vital importancia para Moscú. En Nankín coincidió con el embajador Lev Karaján, un cercano colaborador de Trotski que estampó su firma en el tratado de Brest-Litovsk —que sacó a Rusia de la I Guerra Mundial—. Karaján acabaría corriendo la misma suerte que Oschépkov en la gran purga de Stalin. De su paso por China sabemos que estuvo también en Jarbín, una ciudad fundada por la Rusia zarista junto a la línea férrea del Transmanchurio y que pasaría a manos de los japoneses poco después, en 1932.

De ahí Oschépkov viaja de vuelta a Japón, en 1924, y junto a su segunda esposa monta un negocio de cines ambulantes, aunque también se dedica a tareas de inteligencia. Su segunda aventura japonesa no tardó mucho en terminar. En abril de 1926 fue relevado por las autoridades militares y convocado de vuelta a Vladivostok debido a un trabajo «no lo suficientemente efectivo».

Vuelta al judo

Parece que la errática carrera de Oschépkov demuestra que lo de espiar no era lo suyo. Seguramente tampoco le interesaba. De vuelta en Vladivostok puede volver a hacer lo que de verdad le gusta: difundir el judo. En la promoción de este arte marcial Vasili demuestra ser insuperable y los ascensos no tardan en llegar. Poco después de establecerse en Vladivostok se muda a Novosibirsk, donde estaba la base del Distrito Militar Siberiano, y allí trabaja como traductor e instructor de judo. Su fama no tarda en ser conocida en toda la URSS y empiezan a aparecer artículos de prensa sobre su trabajo. A Novosibirsk comienzan a llegar en peregrinación luchadores de diversos tipos de lucha que se practicaban en aquel entonces en la URSS, especialmente luchas tradicionales del Cáucaso o de Asia Central, para entrenar con aquel misterioso maestro. Pese a sus progresos en la entonces pujante ciudad siberiana, Oschépkov esperaba la llamada de Moscú, y esta llegó en 1929.

Aquel huérfano, hijo de condenados a trabajos forzados en Sajalín, entró a la capital por la puerta grande. Pasa a ser instructor de judo del ejército, algo totalmente exótico a finales de los años veinte del siglo pasado. Su trabajo no solo fue reconocido y promovido por las autoridades militares soviéticas, sino que despertó también el interés de la inteligencia japonesa en la URSS. En agosto de 1932, sus progresos en la promoción del judo y la propia figura de Oschépkov son tratados en un cable de la embajada japonesa en Moscú. En ese cable se detalla que la práctica del judo ya se había extendido a Vladivostok y Leningrado y se recogen los diferentes cursos y número de estudiantes del exseminarista.

En aquellos años la popularidad del judo aumenta de forma exponencial y Vasili Oschépkov conduce multitudinarias exhibiciones callejeras en las que se usan mullidas colchonetas a modo de tatami. Es en esos años, en contacto con diversos estilos de lucha y con la práctica diaria, cuando Oschépkov crea, según uno de sus alumnos, el embrión del sistema de lucha del sambo sobre la base del judo —aunque no sería hasta 1946 cuando sería bautizado como sambo, el acrónimo en ruso de «autodefensa sin armas»—.

Parecen ser los mejores años de su vida, cuando por fin le dejan hacer lo que quiere. Aunque su encarcelamiento y muerte no tardarían en llegar.

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Fotografía: Cordon.
La Gran Purga y las aficiones decadentes

En aquellos años también se consuma el ascenso al poder de Yósif Stalin y el 1 de diciembre de 1934 el asesinato de Serguéi Kírov en Leningrado sería utilizado como pretexto para desatar una oleada de purgas contra los disidentes o contra casi todo lo que se le pusiera entre ceja y ceja a la maquinaria represiva del Estado soviético. El clima en la URSS ya había cambiado y atrás quedaban los años de apertura y fascinación por lo extranjero y lo nuevo. En el plano interno, los trotskistas eran el enemigo, y en el externo, cualquier país capitalista. Lo vientos parecían soplar en contra de Oschépkov y su trabajo de popularización de aquel exótico arte marcial.

En 1936 el judo entra en la lista negra. El origen japonés de esta práctica no ayudó en absoluto, dado que el insaciable Imperio japonés ya había entrado en colisión con Moscú y con su aliado chino. Tras años de promoción y difusión por parte de las autoridades soviéticas, el judo y todo lo japonés pasaron a estar en la diana.

Arresto y muerte

El golpe definitivo llegaría en octubre de 1937, en la gran purga. Oschépkov es entonces detenido y acusado de trabajar como espía para los japoneses y de haber trabajado para el general blanco Alexandr Kolchak —ejecutado por los bolcheviques en Irkutsk en las postrimerías de la guerra civil rusa— como traductor en 1919. El hecho de que no firmara la declaración en la que se presentaban los cargos contra él y de que posteriormente no cayeran personas de su círculo cercano hace pensar que se negó a colaborar en aquella patraña. Murió el 10 de octubre en la prisión de Butirka de Moscú, un viejo presidio levantado en el siglo XVIII. La versión oficial de su muerte fue una angina de pecho. Hubo que esperar a 1957 para que el padre del sambo fuera rehabilitado, una insistente demanda de su viuda y tercera mujer, Anna Oschépkova.

Oschépkov vs Spiridónov, el ‘padre’ en la sombra

Pese a que Vasili es reconocido como el padre del sambo, su forma de entender las artes marciales chocaba con la de Víctor Spiridónov, otro de sus fundadores. Las biografías de ambos se cruzan en la parte oriental de Rusia y, de nuevo, se entrelazan en Moscú. Spiridónov luchó en la guerra ruso-japonesa en unidades de reconocimiento y por su desempeño en este conflicto recibió varias condecoraciones. Herido después en el frente en 1914, en los primeros compases de la I Guerra Mundial, le fue concedida una pensión militar tras pasar un año en el hospital y pudo dedicarse a su gran pasión: la enseñanza y práctica de las artes marciales.

Frente al judo, que se estaba abriendo paso en aquellos años en Japón, Spiridónov conoció su versión clásica: el jiu-jitsu, que había aprendido sobre todo de forma autodidacta y a través de libros y revistas. Su trabajo se desarrolló especialmente en torno al club deportivo Dinamo, de Moscú, muy vinculado a ámbitos policiales.

Parece que la capital se quedó pequeño para ambos. Frente al trabajo público, de difusión y casi circense de Oschépkov, Spiridónov apostaba por mantener esos conocimientos en secreto, únicamente en manos de las fuerzas de seguridad. Y no era el único que pensaba así.

Un documento secreto del OGPU (las iniciales en ruso del Directorio Político Unificado del Estado) de 1933 abordó con alarmismo las prácticas de Oschépkov y su trabajo de popularización de las artes marciales entre las masas. Según la OGPU aquello era tan peligroso como armar a la población civil.

Spiridónov, que era un fumador empedernido y arrastraba diversas heridas de guerra, acabó sus días en su casa de Moscú, en 1944, sin ver cómo las tropas soviéticas tomaban Berlín. Durante los últimos años de su vida se encargó de formar a los batallones del NKVD —los mismos que habían arrestado injustamente a Oschépkov —.

La II Guerra Mundial hizo que muchos entrenadores y practicantes de artes marciales y del incipiente sambo partieran al frente. Solo tras la desmovilización se recuperó y condensó definitivamente el trabajo de Spiridónov y Oschépkov a través de las enseñanzas transmitidas a sus respectivos alumnos. Al judo inicial se añadieron golpeos, derribos usando las piernas, además de luxaciones en las articulaciones del tren inferior y proyecciones típicas de las luchas tradicionales de Asia Central.

https://www.jotdown.es/2019/05/vasili-oshchepkov-el-seminarista-que-fundo-el-sambo-mayo/

Hubo que esperar a 1947 para que se celebrara el primer campeonato de sambo en la URSS y, entonces sí, el ascenso de este deporte fue meteórico hasta llegar a convertirse en lo que es hoy, uno de los estilos de lucha más populares de Rusia y muchos de los países de la antigua unión
 
Margaret ‘Peggy’ Scriven: la primera zurda campeona de Grand Slam
Autodidacta, fue la primera tenista británica en ganar en Roland Garros
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Margaret Scriven, primera campeona zurda del Grand Slam de tenis
PEDRO HERNÁNDEZ
02/06/2019 07:00
Actualizado a 02/06/2019 07:53

Sólo seis tenistas británicas han logrado triunfar en la prueba individual de Roland Garros. Margaret Croft ‘Peggy’ Scriven fue la primera de ellas (1933), la única que ganó en dos ocasiones al revalidar su título en 1934, y la primera campeona zurda en la historia de un torneo de Grand Slam. También fue la primera tenista en vencer en Roland Garros sin ser cabeza de serie, hazaña que igualó Jelena Ostapenko en 2017.

Nacida en Leeds el 12 de agosto de 1912, Margaret Croft Scriven tuvo su primer contacto con el tenis gracias a sus padres, que practicaban el deporte de la raqueta en un club cercano a su casa. Margaret siempre fue autodidacta, y forjó su tenis fijándose en cómo golpeaban a la pelota los mejores jugadores locales. Siempre iba elegantemente vestida, y fue una de las primeras en utilizar una visera sobre su cabello pelirrojo.

A los 17 años, tras vencer varios torneos locales, Margaret ganó los Campeonatos Junior de Gran Bretaña sin haber asistido jamás a una clase, ni haber sido aconsejada por un técnico. Gracias a su gran capacidad atlética, desarrolló un tenis de golpes poderosos y profundos, que le valían para ser una rival muy difícil de batir, tanto en pista de tierra como en pistas indoor de madera.

Margaret participó en Wimbledon por primera vez en 1930

Pese a todo, los padres de Margaret creyeron que era el momento adecuado para que su hija tuviera un entrenador. Contrataron a Dan Maskell, un excelente jugador y técnico, que pasaría a la historia como ‘La Voz de Wimbledon’, ya que durante muchos años fue el comentarista de la BBC en las transmisiones televisivas desde el All England Club. Maskell no fue un entrenador a tiempo completo, pero sí una especie de asesor para su carrera.

En 1930, Margaret participa por vez primera en Wimbledon, donde es derrotada en tres apretados sets por la australiana Kathleen Le Messurier. Regresa a Wimbledon al año siguiente, y con apenas 18 años alcanza los cuartos de final superando sucesivamente a Josane Sigart, Ermyntrude Harvey, Mary Heely y Joan Ridley.

Su rival en los cuartos de final es la francesa Simonne Mathieu, la tercera favorita del torneo, lo que incide para que el Comité de Wimbledon programe el partido en la pista central. Fue un partido de poder a poder, con grandes ovaciones del público, y en el que la francesa se impuso por 1-6, 6-2 y 7-5. Los técnicos quedaron impresionados por el desparpajo de Margaret, que lejos de ponerse nerviosa en un primer partido en la central más bella del mundo, jugó un tenis tranquilo y preciso para ganar el primer set.

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La tenista zurda Margaret Scriven
En 1932 acude por primera vez a Roland Garros, pero cede en segunda ronda ante la francesa Doris Metaxa. Semanas después, también obtiene un discreto resultado en Wimbledon, cayendo en segunda ronda ante su compatriota Vera Montogomery. Margaret decide trabajar aún más duro en sus golpes.

1933 va a ser el gran año para la tenista británica. Viaja a los torneos de la Costa Azul, y en Monte Carlo le endosa un 6-0 y 6-2 a la ídolo del tenis alemán Cilly Aussem. Simonne Mathieu acaba con sus esperanzas de victoria en el Principado al eliminarla en semifinales, pero el partido es incluso más reñido al que años atrás jugaron en Wimbledon.

Margaret viaja París bastante contrariada porque los directivos de la federación británica no la incluyen en su equipo oficial, lo que significa que debe costearse el viaje y la estancia. También el comité de Roland Garros la menosprecia, y no le da plaza en la lista de cabezas de serie del torneo. Por si fuera poco, Margaret empieza el torneo muy mermada por una fortísima amigdalitis.

Scriven gana la prueba individual y los dobles mixtos de Roland Garros en 1933, su gran año

Arthur Wallys Myers, periodista del Daily Telegraph y la voz más influyente del tenis británico, creía en el tenis de Margaret y, tras su victoria en segunda ronda ante Hilde Sperling, habló con ella, y le dijo que la veía en condiciones de ganar el torneo. Margaret se planta en la final ganando sucesivamente a sus compatriotas Mary Heeley y Betthy Nuthall. Allí aguarda, como no, Simonne Mathieu, que en semifinales había noqueado a la estadounidense Helen Jacobs, la gran favorita.

En otro partido intenso y lleno de valentía, Margaret Scriven vence a la francesa por 6-2, 4-6 y 6-4. La primera en felicitarle en pista es la Diva Suzanne Lenglen , la mujer que da nombre al trofeo de campeona. Lenglen escribió después en un rotativo francés sus impresiones sobre Margaret. “Siempre tuve la sensación de que estaba destinada a algo grande. Si te encuentras con ella en el vestuario, o fuera de la cancha, eres consciente de que es una figura. Mantiene la cabeza alta con gran seguridad, camina con paso firme y rara vez queda impresionada por alguien o algo”.

Margaret remató su gran Roland Garros ganando la prueba de dobles mixtos junto al gran tenista australiano Jack Craword , y superando en la final por 6-2 y 6-3 al tándem británico integrado por Betty Nuthall y Fred Perry. A su regreso a Londres, fue recibida con todos los honores por un delegación oficial encabezada por Herbert Wilberforce, presidente del All England Club de Wimbledon.

A la mañana siguiente, Margaret fue solicitada por numerosos medios de comunicación para entrevistas y reportajes, pero ella prefirió quedarse cuidando el jardín de su casa en Byfleet Surrey. Scriven cerró la temporada llegando a los cuartos de final de Wimbledon, y viajando por primera y única vez en su carrera a Forest Hills, donde fue eliminada en tercera ronda de los Campeonatos Internacionales de los Estados Unidos.

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La tenista Margaret Scriven
En 1934, en esta ocasión ante la estadounidense Helen Jacobs, Scriven revalidó su título en Roland Garros. Fue una final no exenta de polémica. En aquellos años las finales individuales se jugaban el mismo día, y la masculina entre el Barón Gottfried Von Cramm y el australiano Jack Craword consumió los cinco sets con victoria para el primero.

Jacobs y Scriven comenzaron su partido a las 18.30. Margaret se impuso por 7-5 en el primer set, y Jacobs comenzó a quejarse al juez árbitro de que no veía la pelota por la escasa luz en pista. La americana redobló sus protestas cuando empato el match ganando el segundo set por 6-4. Pero las protestas no prosperaron, y la determinación de Margaret le da el título al imponerse por 6-1 en el set decisivo.

Margaret completó su carrera con unas semifinales en Roland Garros en 1935, dos cuartos de final en Wimbledon (1934 y 1937), su designación como componente del equipo británico de la Wightman Cup en 1933, 1938, y ganando los dobles femeninos de Roland Garros de 1935 formando pareja con Kay Stammers.

En 1940, Margaret contrajo matrimonio con Harvey Vivian, oficial de la RAF en tiempos de guerra. Una semana después de la boda, el avión de su marido fue derribado los alemanes que capturaron a Harvey y lo confinaron en un campo de prisioneros. Margaret y Harvey no pudieron reencontrase hasta 1945.

Margaret jugó por diversión las ediciones de 1946 y 1947 de Wimbledon. Tras su retirada del tenis activo, se dedicó a dar clases a jóvenes tanto de tenis como de educación física.

https://www.lavanguardia.com/deportes/tenis/20190602/462579549796/margaret-sriven-roland-garros.html
 
John Curry, el primer atleta olímpico abiertamente gay

LGTBI

El documental 'The Ice King' cuenta la historia de este patinador sobre hielo, que revolucionó esta disciplina para ir más allá de la técnica y crear arte
Tras su medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976 en Innsbruck (Austria), dejó la competición para crear su exitosa compañía de patinaje
Curry murió en 1994, a la edad de 44 años, como consecuencia de un ataque al corazón relacionado con su enfermedad, el sida

Edgar Sapiña
07/06/2019 - 21:04h
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Imagen que aparece en el documental 'The Ice King', que relata la vida de John Curry, el primer atleta olímpico abiertamente gay

'Me llamo Violeta', el documental que retrata la vida de la hija trans de Nacho Vidal
John Curry fue un revolucionario. Su obsesión por cambiar el patinaje sobre hielo, una disciplina hasta entonces anticuada y muy técnica, hizo que transformara este deporte para llevarlo al campo del arte. Además, fue el primer atleta olímpico que se declaró abiertamente homosexual. Lo dijo en Innsbruck (Austria), la misma noche que cosechó la medalla de oro en esta modalidad, en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976. La avalancha de reconocimientos, tanto públicos como privados, demostraron que su gesto fue un soplo de aire fresco que oxigenó al conjunto de la sociedad.

25 años después de su muerte, a causa del sida, se estrena este domingo en España The Ice King, un documental de James Erskine de 88 minutos de duración sobre el rey del hielo. Este film hace un viaje completo por la vida de Curry: desde su atormentada infancia hasta su éxito como deportista y artista, pasando por los demonios que le perseguían, como muestra este relato en el que se han recuperado imágenes, entrevistas y testimonios que pasaron por la vida de este personaje.

"Quería patinar mejor que nadie que hubiera visto antes, de una forma distinta", contaba Curry en una entrevista realizada en los 70. Y lo hizo. Tras un primer tanteo de pequeño con el mundo del ballet, su padre se lo prohibió. Sin embargo, descubrió el patinaje artístico gracias a un campeonato que se retransmitía por televisión. Tras pedirles permiso, sus padres accedieron a que aprendiera esa modalidad. "El patinaje sobre hielo está protegido bajo el paraguas del deporte", apuntaba Curry en otra entrevista de aquella época.

El patinaje sobre hielo fue la vía de escape de Curry, aunque no lo tuvo nada fácil. Durante una época entrenó en el Richmond Ice Rink, una pista de patinaje abierta al público situada en Londres que ya no existe, esquivando a centenares de personas mientras trataba de ensayar. La salida la encontró en 1973 al otro lado del océano, en los Estados Unidos, cuando un patrocinador americano, Ed Molser, le dio su confianza para que se dedicara exclusivamente a lo que Curry amaba: el patinaje. Y con 26 años se convirtió en el mejor patinador artístico del planeta.

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Imagen que aparece en el documental 'The Ice King', sobre la vida de John Curry, el primer atleta olímpico abiertamente gay

Tras dejar en 1976 la competición olímpica, ya con el oro colgando en el cuello, creó su propia compañía de patinaje sobre hielo, la John Curry Skating Company. Gracias a eso realizó diversas giras por todo el mundo, como si de un grupo de música se tratase. Junto a un enorme despliegue artístico, que contaba con una orquesta en directo, una pista de hielo creada para la ocasión, patinadores y coreógrafos, Curry brillaba en todo tipo de escenarios. Una de sus actuaciones más destacadas tuvo lugar en 1984, en la Ópera Metropolitana de Nueva York. Una de las patinadoras recuerda en el documental que el público se puso en pie y estuvo más de 20 minutos aplaudiendo tras la actuación.

A pesar de los éxitos, también había sombras en la vida de Curry. Aunque era distante, a su vez demostraba una necesidad tremenda de amor. Era rebelde pero elitista, así como ambicioso y autodestructivo. También contribuyó a que los patinadores de su compañía, inicialmente de un nivel medio, se proyectaran como artistas profesionales. De todos modos, fue arrogante con ellos en ocasiones, especialmente con las patinadoras de la compañía que no cumplieran unos cánones de belleza muy estrictos.

En 1987 fue diagnosticado con el VIH y en 1991 con sida. Tres años más tarde y viviendo con su madre, murió de un ataque al corazón, vinculado a su enfermedad, con 44 años.

FIRE!!
Basado en el libro de Bill Jones, Alone: The Triumph and Tragedy of John Curry [Solo: El triunfo y tragedia de John Curry, en su traducción al castellano], Erskine ha dirigido The Ice King, un documental producido por New Black Films que ya se ha estrenado en países como Australia, los Estados Unidos o el Reino Unido. Ahora se estrenará por primera vez en España este domingo a las 20h en el Instituto Francés de Barcelona.

Lo hace en el marco de la 24ª edición del FIRE!!, una muestra internacional de cine gay y lésbico que tiene lugar en la capital catalana del 6 al 16 de junio y que este año tiene como lema "Ni un paso atrás". El mensaje de esta nueva edición surge como reacción al ataque a la sede del centro LGTBI de Barcelona, tan solo una semana después de su inauguración, según explicaron a la prensa Antoine Leonetti y Joako Ezpeleta, director y coordinador de este festival respectivamente.



https://www.eldiario.es/catalunya/sociedad/The-Ice-King-John-Curry_0_906759838.html
 
Muere «Gabe» Grunewald, la atleta que luchó contra el cáncer
La estadounidense ha fallecido a los 33 años tras unas últimas semanas en las que su estado de salud había empeorado
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@abc_deportes
Actualizado:12/06/2019 13:05h

La atleta estadounidense Gabriele «Gabe» Grunewald ha fallecido tras diez años de lucha contra el cáncer. En 2009, en los inicios de su carrera en las pistas, se le fue diagnosticado un carcinoma adenoide quístico, el cual le fue extirpado y tras cuya intervención pudo volver a competir con éxito. Sin embargo, un año después le volvieron a diagnosticar un cáncer, esta vez papilar tiroideo.

Pero Gabe no se rindió y tras someterse a una tiroidectomía volvió a correr un año después. En 2016 llegó a participar en los Juegos Olímpicos de Río, siendo ya entonces un ejemplo de lucha y superación de la enfermedad. Antes, en 2014, Gabe había competido en el Mundial Indoor de Sopot. Pero tras la cita de Brasil, volvió el cáncer. Le diagnosticaron de nuevo el carcinoma adenoide quístico y le tuvieron que extirpar el hígado junto con el tumor. Desde entonces se sometía a sesiones de quimioterapia con el objetivo de erradicar por completo el cáncer. Desgraciadamente no lo consiguió.

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Compitió hasta cumplir los 31 años y más tarde creó junto a su marido Justin el evento «Brave Like Gabe» («Valiente como Gabe»), una carrera benéfica de cinco kilómetros en la que ella misma participaba y que recaudaba fondos para ayudar a los enfermos de cáncer.

Después de unas últimas semanas en las que su estado de salud había empeorado de manera significativa, Gabe murió ayer martes a los 33 años.

«Cuando me diagnosticaron de cáncer por primera vez intenté priorizar las cosas de la vida que me gustaban y, por eso, quise centrarme en ser tan buena atleta como pudiera», declaró Gabe en 2014.

La Federación Internacional de Atletismo se ha querido despedir con un mensaje que resume a la perfección la figura de Gabe: «Hay gente que hace cosas extraordinarias frente a la adversidad y una de ellas es Gabriele Grunewald». Su marido, quien no se ha separado de ella en ningún momento, ha compartido en sus redes sociales el dolor: «Siempre me sentí como si fuera Robin de Batman y sé que nunca podré llenar este enorme agujero en mi corazón o llenar los zapatos que dejas aquí».

TEMAS

Original:
https://www.abc.es/deportes/abci-mu...lucho-contra-cancer-201906121209_noticia.html
 
Billie Jean y su “amor a primera vista” con Wimbledon
La tenista estadounidense debutó con 17 años en 1961 en el All England Club, donde ganó seis títulos individuales y trece de dobles
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Billie Jean King levantando el trofeo de Wimbledon. (DIOMEDIA / Keystone Pictures USA)
PEDRO HERNÁNDEZ
03/07/2019 06:00
Actualizado a 03/07/2019 08:00

Nacida el 22 de noviembre de 1943 en Long Beach, California, Billie Jean Moffit tuvo los genes del deporte en su familia. Su padre, Bill, nacido en Montana en 1918, jugó a baloncesto en el Long Beach City College, estuvo a punto de dar el salto a los profesionales, sirvió en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial y fue ingeniero del Departamento de Bomberos de Long Beach durante 35 años. Betty Jerman, su madre, era una excelente nadadora y también una entusiasta del baile.

Bill y Betty inculcaron a sus hijos Randy y Billie Jean los valores del deporte. Randy Moffit fue un excelente pitcher de las ligas profesionales de béisbol entre 1972 y 1983, jugando en los San Francisco Giants, los Houston Astros y los Toronto Blue Jays. Billie Jean, que se inició en el deporte jugando al baloncesto, se pasó al soft-ball a los 10 años, defendiendo entre la segunda y tercera base, y logrando el título de campeona de los Ángeles sub-14 en un equipo en que todas las jugadoras eran cuatro años mayores que ella.

Billie adoró aquel deporte desde el primer minuto. “Mamá, un día seré la mejor del mundo”, le dijo a su madre pocas semanas después.

Billie Jean le preguntó a su padre qué deporte era el más aconsejable para ella. Bill no tuvo dudas. Le presentó a Susan Williams, una amiga que la introdujo a un club en el que Billie Jean empuñó por primera vez una raqueta. Bastaron unos minutos para que Susan notara que la habilidad de Billie Jean era enorme. Billie adoró aquel deporte desde el primer minuto. “Mamá, un día seré la mejor del mundo”, le dijo a su madre pocas semanas después. Se compró la raqueta que le gustaba tras ahorrar ocho dólares.

Bill y Betty inculcaron a sus hijos valores más allá del deporte. Les trataron siempre por igual, les aconsejaron durante las cenas familiares y les apoyaron con todas sus fuerzas. Eran todo un equipo. Betty se encargaba de ayudar a su hija con los deberes escolares, y también le daba clases de piano.

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Billie Jean con 15 años. (Terceros.)
En 1955, la mayor decepción de Billie Jean fue que no la dejaron posar en la foto de grupo del equipo juvenil del club. El motivo fue que su madre le había confeccionado para el momento unos pantalones para sustituir a la tradicional falda. Billie supo desde ese instante que también debería luchar ante las injusticias.

Apenas dos semanas más tarde, recibió de su padre una gran lección de vida. Billie Jean llegó a su casa furiosa y enojada porque aparecía su foto en la portada de la sección de deportes del diario de Long Beach. El motivo era porque le habían endosado un doble 6-0. Su padre cortó el drama de inmediato con la siguiente conversación

- ¿Qué dice el artículo?.

- Que perdí.

- ¿Y cuándo dice que sucedió?.

- Ayer

- Es historia. Se acabó. Enfócate en el día de hoy.

“Después de eso, nunca leí mis recortes de prensa y todavía no lo hago. Aprendí que si pierdes, dejas de llorar, continúas y mejoras para la próxima vez”, explicó Billie Jean. En 1958, Bille Jean ganó el Campeonato Juvenil del Sur de California, y comenzó a recibir clases de Frank Sennan y Alice Marble. Adquirió la condición de profesional en 1959, cuando disputó y perdió su primer partido en el US Open. En 1960 ganó en Filadelfia su primer torneo, y ya era considerada como una de las grandes promesas del tenis estadounidense al aparecer como cuarta jugadora del ranking nacional.

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Billie Jean en 2016 con Yolanda Ramírez, la que fue su primera rival en Wimbledon. (Terceros.)
Los propietarios del Century Club de Long Beach pensaron que había llegado el momento de dar cumplimiento al sueño de Billie Jean. Recolectaron 2.000 dólares, que era lo que costaba el viaje de su jugadora a Wimbledon.

Cuando voló desde Los Ángeles a Londres para participar en su primer Wimbledon, Billie Jean tenía apenas 17 años. Nunca había estado en el All England Club, pero conocía muchos detalles de aquel lugar al que parecía predestinada. Había leído y releído ‘The Road to Wimbledon’, el libro escrito en 1946 por Alice Marble, su entrenadora hasta 1960, y la mujer más influyente del deporte de la raqueta desde sus columnas de opinión en la revista American Lawn Tennis Magazine. También se había empapado de las memorias escritas por Darlene Hard, otra de las grandes figuras del tenis americano en Wimbledon.

A su llegada al All England Club, Gerry Williams, uno de los mejores periodistas del momento, acompañó a Billie Jean hasta la pista central. “Me hizo cerrar los ojos mientras subía las escaleras, y cuando los abrí, fue como un amor a primera vista. Era como lo había imaginado. La simetría, la forma que era pequeña e íntima”, recordó Bille Jean en una entrevista.

Victoria en dobles con Karen Hantze en su debut
Vencieron el torneo sin ceder un set, y dejando sólo 26 juegos en cinco partidos

Era una edición especial del torneo, ya que celebraba su 75ª edición. Entre los distintos actos programados, destacó la invitación a una comida en el salón social a 38 campeones del torneo. La figura más destacada fue Charlotte Cooper Sterry, la campeona en 1895 y la primera mujer en colgarse un oro olímpico tras vencer en los Juegos de París de 1900. Todos ellos recibieron una pluma de plata grabada como recuerdo de la celebración.

Y como regalo inesperado, Billie Jean fue programada para su debut en la pista central. Su rival era la mexicana Yolanda del Monte Carmelo ‘Yola’ Ramírez, quinta favorita del torneo. El partido, interrumpido por la lluvia, se prolongó durante dos días. Billie Jean ganó solo un juego menos que su rival, y cedió por 11-9, 1-6 y 6-2. Pero salió de la pista con la convicción de que algún día aquel sería el jardín de sus éxitos.

Y ese primer éxito se demoró apenas unos días. Billie Jean se había inscrito en la prueba de dobles, formando pareja con Karen Hantze, californiana como ella, y que disputaba por segunda vez el torneo. Karen tenía 18 años, uno más que Billie Jean, y desde el primer momento, pese a ni tan siquiera ser cabezas de serie, no paraba de decirle que podían ganar el torneo.

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Billie Jean y Karen Hantze, ganadoras de Wimbledon en 1961. (Terceros.)
Cada victoria era una fiesta. Alcanzaron las semifinales tras superar a las británicas Lyon y Wilson, a las alemanas Dittmeyer y Ostermann y a las sudafricanas Reynolds y Schurmann, primeras cabezas de serie del torneo. Su pase a la final fue contundente, superando a Lelsley Turner y Sally Moore por 6-3 y 6-0. Y en la final, pese a competir ante la reina australiana Margaret Court y su compañera Jan Lehane, ganaron por 6-3 y 6-4. Vencieron el torneo sin ceder un set, y dejando sólo 26 juegos en cinco partidos.

Karen y Billie Jean no fueron a la cena de campeones del torneo que organizaba la federación británica en el Hotel Grosvenor House.El motivo fue que no tenían dinero para comprarse un vestido apropiado para esa suntuosa fiesta. Pero Billie Jean había iniciado su historia de amor con el All England Club, competición reflejada en su palmarés con seis títulos individuales, el primero doce meses después, nueve títulos de dobles y cuatro de dobles mixtos.

https://www.lavanguardia.com/deport...70885/billie-jean-historias-de-wimbledon.html
 
Leche, leche fresca
publicado por Peio Ruiz Cabestany

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Marc Madiot y Julián Gorospe (1989)

El puerto de Sollube era la última dificultad que tenían que afrontar los corredores participantes en la Clásica de Bermeo. Las cunetas de la parte alta del puerto estaban atestadas de aficionados que esperaban, ansiosos, el paso de los ciclistas. Era una simple carrera amateur, pero allí no faltaba nadie con sus neveras repletas de bebidas y bocatas en un ambiente festivo, pasando el día y mirando las estribaciones del puerto por donde ascendía, retorciéndose, la carretera. Todos esperaban el gran duelo entre los dos ídolos del momento: Jokin Mujika, guipuzcoano de diecinueve años, y Julián Gorospe, vizcaíno de veintiuno.

El pelotón comenzaba a subir las primeras rampas del puerto y todos los ciclistas esperaban el ataque de los dos favoritos. Jokin decidió colocarse a rueda del «veterano» Gorospe, y este último resolvió no atacar mientras tuviera a su rival a rueda. Al rato, un corredor se atrevió a arrancar y se marchó hacia adelante y, tras él, otro, y otro, y otro, mientras Gorospe y Jokin continuaban vigilándose. Así ascendieron gran parte del puerto, perdiendo cada vez más tiempo con respecto al resto de corredores, y perdiendo todas sus opciones en la carrera. Hasta que decidieron retirarse, decepcionando a seguidores y al resto de aficionados, a los que privaron del esperado duelo.

Como decía, no eran profesionales; no se ganaban la vida con el ciclismo. Aun así, al día siguiente llenaron páginas de periódicos y protagonizaron encendidos debates en los programas deportivos de todas las emisoras de radio. Quizá fue un día especial, sí, pero cada semana los medios de comunicación del País Vasco daban cuenta de lo que habían hecho estos dos corredores —y otros— en la carrera del anterior fin de semana. La prensa no hacía este seguimiento porque quisiera promocionar el ciclismo, que también, lo hacía porque el público vasco demandaba y buscaba información sobre las gestas de los ciclistas.

Jokin Mujika, nacido en el pequeño pueblo de Itsasondo, en el Goierri, fue mi compañero de equipo en la categoría de aficionados, y pasamos juntos a profesionales. En el equipo también estaban Betegui, de Urretxu, Izuzkiza, de Gabiria, Etxezarreta, de Zaldibia, y Dorronsoro, de Bidania. Yo era el único de ciudad; alguno me llamaba, entre bromas, kaleume, que quiere decir algo así como urbanita, o niñato de ciudad. De hecho, en mi ciudad solo dos ciclistas han corrido y terminado el Tour de Francia: mi hermano Jordi y yo. No quiero decir con esto que el arraigo de la afición al ciclismo en el País Vasco provenga mayoritariamente del mundo rural; muchos grandes ciclistas vascos provienen de la ciudad de Bilbao o de Vitoria-Gasteiz, pero sí creo que la pasión por el ciclismo tiene que ver, y mucho, con los deportes rurales.

Jokin estudiaba FP en Tolosa, pero tenía que ayudar en las labores del caserío; no les sobraba de nada, pero nunca les faltaba comida. Tenían que segar la hierba, alimentar a las vacas, cuidar la huerta y demás trabajos, pero «mi padre tenía mucho cuidado en no ponernos tareas los domingos», contaba. Cada año, cuando se disputaba la Clásica de Ordizia profesional, a escasos cinco kilómetros de Itsasondo, iba a ver a su ídolo ciclista, Txomin Perurena. Empezó con el ciclismo a los dieciséis años, tarde en comparación con otros chavales, pero su contacto con la bicicleta ya venía de bastante antes. Desde los diez años hasta los diecisiete salía a diario desde el caserío, con su bicicleta, a repartir la leche de las vacas. Llevaba dos marmitas de diez litros, una a cada lado del manillar, y un cazo para medir y servir. Leche fresca, claro, como ha sido siempre.

Julián Gorospe y Jokin Mujika arrastraban aficionados a las carreras ciclistas, fomentaban discusiones y rivalidades, protagonizaban páginas enteras en los medios de comunicación y llenaban horas de radio, siendo solamente aficionados. Lo pedía la gente. Gorospe lo siguió haciendo siendo ya ciclista profesional; Jokin no pudo adaptarse del todo al terreno profesional a pesar de su calidad, lo mismo que otros muchos corredores como Etxabe, Gastón, Lejarreta o quien esto escribe. Pero antes de llegar nosotros, la afición vasca no perdía detalle de los triunfos de Perurena y Lasa, o de Galdós, en el Giro. Y antes, en los sesenta, todo el mundo se volcaba con el mítico equipo Kas, o el Fagor, y con Antón Barrutia, Momeñe, Errandonea o Gabica. Y aún antes, el aficionado se enfervorizaba con la rivalidad entre Loroño y Bahamontes, o con Dalmacio Langarica. Y si nos remontamos todavía más atrás, a los años treinta, la afición vasca vibraba con Montero, Mariano Cañardo o Federico Ezkerra. Estos, y otros muchos que no he nombrado, alimentaban esa pasión de los vascos por el ciclismo. Pero la afición vasca valora y anima a todos los ciclistas por su entrega, por su sufrimiento, por la épica y por muchas otras razones, sean estos de donde sean. La opinión de los ciclistas sobre la afición vasca se mueve siempre entre «la mejor afición del mundo» y «una de las mejores aficiones». Tenía un compañero de equipo llamado Anastasio Greciano, modesto gregario, que siempre me decía riendo: «En mi pueblo ni saben que soy ciclista, y cuando corro en el País Vasco me reconocen y me animan jaleando mi nombre».

A pesar de que ganó unas cuantas carreras, Jokin Mujika no cumplió con las expectativas que se habían puesto en él. En el ciclismo profesional no llegó al nivel de su gran rival en aficionados, Gorospe. A veces pasa eso, y lo contrario también. Había dejado de estudiar y de realizar las duras tareas del caserío. También dejó de salir a repartir leche con sus dos marmitas colgando del manillar de la bicicleta. Quizá, si hubiera seguido haciéndolo, hubiera creado otra modalidad de deporte rural vasco. Ya existe uno parecido, las txingas, que consiste en correr con dos pesos colgando de cada mano, y su origen está en el trabajo de las ferrerías. Pero, tranquilamente, podría tener su origen en el reparto de leche. En el País Vasco los trabajos se acabaron convirtiendo en deportes.

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Fotografía de Humberto Bilbao.
Los segalaris empezaron apostándose algo a quién cortaba más hierba; los aizkolaris, a quién cortaba más rápido el tronco. Lo mismo con los que levantan piedras. Incluso las más conocidas regatas de traineras tienen su origen en el trabajo de los pescadores que salían a por ballenas. Otros dicen que viene de atoar barcos, pero, para el caso, es lo mismo; era trabajo. Cuando se divisaba una ballena se daba el aviso, y salían las traineras del puerto con el arponero en la proa. El que llegaba primero y arponeaba se llevaba la mejor parte del animal. Cuando se extinguieron las ballenas en el Cantábrico las tripulaciones de las traineras siguieron retándose, pero ya sin la recompensa de la pieza; quedó el reconocimiento del público.

El público vasco, amante del buen comer y del buen beber, y atraído hasta el límite por los deportes extremos y agónicos y por los deportistas duros y sacrificados. Esta querencia por los deportes más duros, unida a la atracción por viajar o por subir a las cimas de los montes y montañas, por las apuestas y por los retos cada vez más difíciles, convierten al ciclismo en el deporte más seguido. Después del fútbol, claro, pero eso es algo bastante más vulgar.

Jokin ganó varias carreras como ciclista profesional, y tomó parte en cinco ediciones del Tour de Francia, con un 30.º puesto como mejor resultado en 1986. Una carrera a la que acuden miles de aficionados a ver a los corredores, vascos o no, en las rampas de los puertos pirenaicos. Como si de una tradición legendaria del mes de julio se tratara, hasta allí se desplazan cuadrillas de amigos y familias enteras para acampar, comer y beber, mientras esperan durante horas el paso de los ciclistas. La primera edición del Tour se remonta al año 1903, con seis etapas, cuatro de las cuales superaban los cuatrocientos kilómetros. En el reglamento se les prohibía a los corredores cualquier tipo de ayuda externa, mecánica o alimentaria, y tenían que cubrir el recorrido por encima de los veinte kilómetros por hora si no querían ser descalificados. Por caminos de tierra y con bicicletas rudimentarias, los ciclistas pasaban de diecisiete a veinte horas pedaleando. Con semejante panorama, las narraciones de las gestas de estos deportistas no tardarían en calar entre los vascos. El primero en intentarlo fue el bilbaíno Vicente Blanco, el Cojo, en 1910. Según el reglamento, los premios y dietas no se pagaban a los corredores hasta que no hubieran terminado el Tour. Vicente Blanco no tenía medios y tuvo que ir desde Bilbao hasta la salida en París pedaleando sobre su bicicleta. Solo pudo aguantar hasta la tercera etapa antes de retirarse, pero fue el que señaló el camino a otros muchos ciclistas.

Patxi Alkorta, alias Panadero, presidente de la Sociedad Deportiva Danena de Zizurkil, fue el «padre» deportivo de Jokin. El mío también, pero sin duda tenía más querencia por Jokin, al que tuvo en su equipo desde juveniles; yo empecé más tarde a correr en bici. Patxi era el panadero de Zizurkil, y dedicaba todo su tiempo libre a la S. D. Danena, al ciclismo y a los ciclistas. Trabajaba muy duro y disfrutaba mucho también, siempre de manera altruista. Como Patxi Panadero, hay cientos de personas en el País Vasco que dedican su tiempo de ocio a dirigir clubes, crear escuelas de ciclismo, sacar equipos ciclistas de categorías inferiores u organizar carreras para la chavalería. Patxi tenía un equipo juvenil, pero consiguió crear otro equipo en la categoría superior, la de aficionados, para que Jokin, ya con dieciocho años, no se fuera a otro sitio. Allí nos juntamos los Betegui, Izuzkiza y compañía. Al cabo de tres años de competir en aficionados y de ganar carreras, ya estaba bastante claro que, tanto Jokin como yo, estábamos llamados a ser corredores profesionales. Entonces ocurrió lo excepcional. En lugar de fichar por un equipo profesional, Patxi y el capacitado grupo de gente de la que se rodeó en la S. D. Danena consiguieron patrocinadores y crearon un nuevo equipo profesional. Los chavales de Itsasondo, Urretxu, Gabiria, Bidania y el kaleume, junto a corredores fichados de otros lugares, nos vimos en el equipo del Panadero de Zizurkil corriendo la Vuelta a España y el Tour de Francia. Por supuesto, también participamos en las carreras que clubes y sociedades deportivas organizaban en el País Vasco, que siguen adelante con la ayuda de muchos voluntarios. La Clásica de Ordizia, la carrera que iba a ver Jokin de pequeño y cuya primera edición se remonta a 1922, o el Gran Premio de Getxo y la Vuelta al País Vasco, con origen en 1924, que fueron escenario de nuestros sueños infantiles, se convirtieron en escenarios de nuestras gestas adultas.

No creo que exista una única razón por la que el ciclismo goce de tanto arraigo y predilección en el País Vasco. Es difícil de explicar, como lo es descifrar el porqué de esa pasión por subir a los montes más altos o de disfrutar viendo a unos pelotaris dando manotazos a una pelota dura como una piedra. Hay muchas cosas que son comunes en otras partes del mundo o sentimientos parecidos que hacen que no parezcamos diferentes, pero tampoco iguales. Muchas pequeñas cosas que, unidas, marcan una característica.

Salgo con mi amigo David a rodar con la bicicleta. Él es de la nueva hornada de apasionados del ciclismo; le gusta comer y beber, arrastra muy dignamente su barriguita sobre la bici. No se pierde una carrera ciclista en la tele, pero le gusta también salir, como a otros muchos miles de vascos. Le pregunto mientras rodamos juntos:

—¿Por qué hay una afición tan especial al ciclismo en el País Vasco?

Y no duda un instante:

—Porque no follamos.

—¡Venga, en serio! —replico.

—En serio te lo digo. Fin de la conversación.

Al menos alguien lo tiene claro.

Hay lugares en el mundo en los que tienen una predilección por el ajedrez, aunque también les guste el ciclismo. En el País Vasco esa predilección es por el ciclismo, a la vez que existe afición por el ajedrez. Eso sí, si este se jugara sobre un tablero del tamaño de un campo de fútbol, con piezas de cincuenta kilos que se tuvieran que mover en un tiempo limitado, sería un deporte de masas.

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Fotografía de Humberto Bilbao

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Una foto y un plumier
publicado por Ramón Besa

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Los jugadores de la selección brasileña festejan durante la final Brasil – Italia de la Copa Mundial de Fútbol en México, 1970. Fotografía: Sven Simon / Cordon Press.

A ningún objeto le he tenido más cariño en la vida que al plumier ni recuerdo una imagen que me haya causado mayor impacto que la delantera de Brasil en el Mundial de México 1970. Ambas se me aparecen de vez en cuando, siempre a la vez, como si fueran indisociables, sin saber cuál es consecuencia de la otra, las dos vinculadas a la infancia. El plumier y la fotografía de Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino funcionan como referentes de mi vida laboral, incluso ahora, cuando las nuevas tecnologías y el fútbol evolucionan sin parar, como si no tuvieran límites.

Aunque nunca se deja de aprender a escribir, y a veces solo se acaba por saber copiar, hubo un tiempo en que a los niños se les enseñaba a juntar las letras con cierto sentido y sin tacha. Aquel proceso se simbolizaba en el plumier, un estuche de madera que, en mi caso, constaba de tres pisos que se abrían y cerraban por separado con el giro de los dedos índice y pulgar. Arriba colocaba los lápices y las gomas, los bolígrafos se guardaban en el de en medio y en el de abajo quedaban a buen recaudo las plumillas y un par de mangos.

El método era tan sencillo como efectivo: se empezaba por utilizar los lápices hasta que no se cometían faltas de ortografía y la letra se hacía inteligible, momento en que se obtenía el permiso para pasar al bolígrafo —azul, negro y rojo—, signo de afirmación y al mismo tiempo de provisionalidad todavía, porque se mantenía el riesgo de regresar a la goma de borrar en caso de error, y finalmente aparecía la pluma como símbolo de triunfo. La caligrafía y, por extensión, la capacidad de dar estilo y volumen a la letra ya se consideraba una cuestión de gusto personal.

Recuerdo todavía muy bien cuando estrené la estilográfica: fue para poner «Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino» un momento antes de que Brasil goleara a Italia en la final de México 70. Había quedado hipnotizado por una delantera conocida como la de los «cinco dieces». Los mejores se repartían el frente de ataque mientras los italianos, la selección del cañonero Riva, reñían porque no había manera de meter a solo dos en su equipo: al parecer, Rivera y Mazzola eran incompatibles para Valcareggi y tenían que repartirse el tiempo de partido.

Los cinco delanteros de Brasil completaron una muy buena actuación en la final (4-1), coronada con un último gol de Carlos Alberto, uno de los más hermosos de la Copa del Mundo, por el despliegue del equipo, de portería a portería, con veinte pases de por medio, hasta que el lateral batió a Albertosi. También marcaron Gerson, después de un sombrero, y Jairzinho, como era costumbre en cada partido de la fase final. Y, naturalmente, dejó su gol Pelé, célebre por sus remates ante Viktor, Mazurkiewicz y el inglés Banks, protagonista de la parada del Mundial.

El alma competitiva de Pelé era tan temida como los centros y tiros cruzados de Jairzinho, extremo explosivo y de regate largo; o la inteligencia de Tostão, el único capaz de jugar de espaldas al marco, generador de espacios y momentos decisivos para que se exhibieran los demás; o la contundencia de Rivelino, un zurdo con pinta de mexicano por su bigote que le pegaba de maravilla al balón; o la sapiencia de Gerson, cuyo juego estaba en consonancia con su fama de fumador empedernido: manejaba el balón con la misma destreza con la que daba una calada a un pitillo; jamás se angustiaba

Aquella delantera que armó Zagallo después de la salida de Saldanha jamás me ha abandonado en el viaje por el fútbol, de la misma manera que no me olvido del plumier. Hasta cierto punto es natural, por tanto, que no me olvide nunca de la cola de vaca de Romario; ni de las decenas de goles de Rivaldo, solo contra el mundo; ni de los eslálones de Ronaldo, por quien todavía se balancea el botafumeiro; ni del virtuosismo de Ronaldinho, el jugador de playa por excelencia, amenizador de la fiesta del gazpacho, la más espontánea y divertida del Camp Nou.

Me parece muy difícil progresar en el fútbol si no se toma en consideración el Brasil de 1970 y entiendo que hay pocas fórmulas mejores para aprender a escribir que la pluma. Imposible cambiar de año o de siglo sin aquella foto de la delantera y el plumier. Asegura Javier Marías que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia y yo le creo, el siglo pasado y el presente.

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Simona Halep, Novak Djokovic y casi todo lo que nos deja Wimbledon 2019

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Hay un mundo paralelo en el que, después de haber ganado a Rafa Nadal en semifinales, Federer remonta un dos sets a uno en la final contra Djokovic, se sobrepone a un 4-2 en contra en la manga definitiva y gana uno de losmatch points que tiene con 8-7 y su propio servicio. Yo quiero quedarme a vivir en ese mundo paralelo: el mundo de los nueve Wimbledons a los treinta y ocho años en la final más larga de la historia del torneo y el de la sumisión, por fin, de sus dos grandes némesis.

Pero el mundo es el que es y hay que reconocerle a Djokovic su triunfo porque rendirse, para Nole, nunca es una opción. Con este triunfo, Djokovic no solo llega a los dieciséis grandes sino que acumula quince en menos de nueve años. Para hacernos a una idea, en este mismo período Nadal solo ha ganado dos veces fuera de Roland Garros (US Open 2013 y 2017) mientras que Federer ha ganado otras dos fuera de Wimbledon (Australia 2017 y 2018).

Esta es la era de Djokovic y lo lleva siendo desde 2011 con el único matiz del mágico 2013 de Nadal. Salvo desplome inesperado, como le sucedió a partir del verano de 2016, el serbio conseguirá adelantar a Federer en el número de semanas como número uno y se quedará muy cerca de su número total de torneos de Grand Slam si no le supera. Tiene el H2H ganado tanto con el suizo como con el español y además ha logrado algo que ninguno de los dos ha conseguido: ganar todos los Masters 1000 y las ATP Tour Finals (cinco veces, además).

Hagamos un repaso de lo que han sido estos catorce días de tenis en Londres.

1. Hay que empezar con el campeón. Es de justicia. Ganó «a lo Djokovic» tanto como su rival perdió «a lo Federer», es decir, resolviendo en los momentos clave. Hasta quince puntos más ganó Roger a lo largo del partido, donde dio la sensación de que pudo llevarse los cinco sets… pero, ay, en los tie-breaks la cosa cambió y en los tie-breaks es donde se deciden los partidos tan igualados. Djokovic sacó diecisiete veces y ganó catorce puntos (10/11 en los últimos dos y 5/5 en el quinto). Federer tuvo un 40-15 con su saque para levantar el torneo y no fue capaz de ganar ni uno solo de los puntos. Luego, desquiciado, se dejó llevar, como en el US Open de 2011, y acabó cediendo su saque. Mentalidad.

2. De hecho, esta es la cuarta vez que Federer y Djokovic juegan un partido a cinco sets y las cuatro veces ha ganado el serbio. En tres de ellas, Federer ha tenido dos match points a favor, como los tuvo el año pasado contra Anderson… como los ha tenido hasta en siete partidos que ha acabado perdiendo en los últimos dos años y medio. Son estadísticas impropias de un campeón… pero, volvemos a lo de siempre, si Roger fuera el mejor jugador de la historia —que lo es— y además fuera el mejor competidor, ¿cuántos grandes llevaría? ¿Treinta? No se puede pedir todo.

3. Lo que también es impropio es que un tío de casi treinta y ocho años con hijas ya casi adolescentes se deje la vida por el tenis como se la sigue dejando Federer. Que se sobreponga a la pérdida de un primer set que debería haber ganado. Que se sobreponga a la pérdida del tercer set en idénticas circunstancias… y que después de todo, salga de un 4-2 en contra en el quinto para acabar poniéndose 8-7 y saque ante el número uno del mundo y gran dominador de la década. Hay veces que siento que soy injusto con el suizo, quizá porque le admiro demasiado. Competir no es solo ganar el match point, competir también es llegar hasta ese match point. El domingo, Roger compitió como una bestia y no se rindió nunca. Para muchos, él perdió el partido; más justo sería decir que se lo arrebataron de las manos.

4. Esto nos lleva al recuento «histórico» de Grand Slams. La victoria de Federer ante Nadal garantizó que el español no se pusiera a tiro. Aun así, Nadal aún va a ganar dos o tres Roland Garros más, así que esa cuenta me da que hay que darla por cerrada. No creo que Federer se vea en una igual, pero, ojo, dependerá mucho de los cuadros que le toquen. Un cuadro como el de este año, una buena victoria… y alguien que le gane a Djokovic o a Nadal por el otro lado y ya tenemos el número veintiuno. Un poco como pasó en Wimbledon 2017 o después a Nadal en el US Open de ese mismo año.

5. En cualquier caso, la victoria de Djokovic aprieta muchísimo la cuenta. Cada uno está separado del otro por dos Grand Slams. Es una carrera importante pero yo me niego desde hace tiempo a reconocerla como la única. Para mí, aunque queda mucho tiempo por delante, el veredicto histórico no cambia. El mejor «jugador»: Federer; el mejor «competidor»: Nadal; el más «completo», Djokovic. Y por completo no entiendo al que tiene mejores golpes más distintos sino al que es capaz de producirlos en el momento clave y lo que es casi tan importante: el que es capaz de impedir que los produzca el contrario.

6. Vamos con el tercer vértice del famoso «Big 3». Rafa Nadal cumplió de sobra. No tiene treinta y ocho años, pero tienet reinta y tres, que no son pocos y lleva desde abril sin parar de jugar y normalmente de ganar. Aun así, se planta en semifinales sin demasiados apuros y juega un partido aceptable ante un enorme Federer. ¿Lo malo? Que precisamente la competición con Federer está ya claramente del otro lado: Nadal ha perdido los seis últimos partidos contra el suizo fuera de la tierra batida y el H2H entre ellos en pistas rápidas ya está en 12-8 a favor de Roger, si no me equivoco. Era el que más tenía que ganar y el que menos tenía que perder, así que puede estar satisfecho.

7. El único que puede estar satisfecho aparte de los tres grandes es Roberto Bautista. Qué enorme torneo el suyo. Se plantó en cuartos de final sin perder un solo set y confirmando lo que ya habíamos visto en Halle, cuando puso a Federer contra las cuerdas. Bautista jugó de maravilla, pero tiene ya treinta y un años, es decir, aún le quedan siete hasta llegar a lo máximo de su carrera así que habrá que esperar (es broma… o no). La presencia de Verdasco en octavos insufló un cierto aire nacionalista a la prensa local obviando que Fer, enorme jugador bajo mi punto de vista, va para los treinta y seis también.

8. El resto, calabazas. Desde hace años repito que a los nuevos jugadores no hay que pedirles que ganen a los tres grandes. Hay que pedirles que lleguen a las rondas donde puedan enfrentarse a los tres grandes. Para eso, hay que derrotar a los Bautistas, los Berankis y los Querrys de turno, pero no hay manera. Hagamos un repaso al parte de bajas: Zverev, Tsisipas y Thiem se quedaron fuera en primera ronda; Kecmanovic, lesionado en segunda —después de ganar el torneo previo, un clásico— y a partir de ahí, un lento goteo: Fritz, De Miñaur, Khachanov, Medvedev… incluso Auger Aliassime perdió un partido asequible ante Ugo Humbert, aunque al menos Humbert tiene solo veinte años y no cuarenta y uno como Karlovic.

9. Por cierto, para llegar a tercera ronda, Aliassime tuvo que ganar dos partidos. Sus primeras dos victorias en un torneo de Grand Slam. Cuando logró la primera, corrí a Twitter a escribir: «Es un día histórico, será la primera de muchas», pero nada más darle a enviar me puse a pensar en cuántas veces habría mandado ese mensaje anteriormente. A favor del canadiense está su juventud. A los dieciocho años, no es probable que vaya a coincidir muchos años más con los grandes dictadores, pero si ya empezamos a hablar de «presión», como hizo en rueda de prensa, mal vamos.

10. Toni Nadal escribió un interesante artículo en El País viniendo a decir que los jóvenes no se esfuerzan lo suficiente porque les dan todo hecho. Mitad y mitad. Lo hablábamos en Roland Garros: la fe que tiene Wawrinkacon treinta y cuatro años y la rodilla destrozada no la tiene Zverev, desde luego. Por otro lado, Toni es un hombre con tendencia a los extremos competitivos: modeló a su sobrino como un campeón histórico a base de hacerle jugar de niño con su mano mala. ¿Se imaginan lo que es tener siete u ocho años, estar obligado a dedicarle no sé cuántas horas de tu día a jugar y jugar al tenis en vez de estar con tus amigos y encima tener que hacerlo con tu mano izquierda cuando eres diestro? No sé, salió bien. Nada que decir. Pero como ejemplo tampoco me entusiasma, la verdad.

11. La más dura de todas estas derrotas fue, sin duda, la de Grigor Dimitrov, aunque vaya ya camino de los treinta: dos sets a cero, 6-5 y saque en el tercero… y a la calle en la primera ronda. Me temo que le hemos perdido definitivamente, después de ese espejismo de 2017.

12. La única buena noticia y el único reflejo de la edad: a estos chicos siempre les quedarán los torneos más o menos menores. Por ejemplo, en los dos últimos años, Djokovic ha ganado «solo» siete torneos, pero cuatro han sido de Grand Slam. Es decir, mientras los grandes se dosifiquen, ahí tienen a su disposición el ATP de Estambul y cosas así. Mucho ánimo.

13. Último comentario al respecto: en octavos de final, la media de edad era de 29,6 años y solo dos jugadores estaban por debajo de los veinticinco. Uno, ya lo sabemos, era Humbert. Es justo hablar del otro: el italiano Marco Berrettini, que lleva una temporada muy interesante pero que defraudó por completo en su partido contra Federer, al que solo pudo ganarle seis juegos. Tiene veintitrés años, seguiremos atentos.

14. Otro italiano puso la nota más desagradable del torneo: Fabio Fognini, cabreado como un mono porque la organización había programado su partido en la pista 15 pese a ser un top ten, se desahogó con un «ojalá les pongan una bomba a estos ingleses» claramente salido de tono. He oído por ahí hablar de «amenaza». No, no fue una amenaza, fue una brutalidad y punto. No es la primera. Tanto pedirle a la ATP que no le haga el juego a Kyrgios y luego resulta que nos llevamos a Fognini de cenita…

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15. Por cierto, Kyrgios en su línea. Un par de partidos, cobra el cheque y se va. Se montó un circo importante porque tiró a dar a Nadal en una subida del español a la red y no solo los medios españoles saltaron a una sino que el propio mallorquín se lo recriminó en rueda de prensa. A ver, una cosa es tirar sillas a la pista y otra es tirar al cuerpo lo más fuerte posible, algo que hacía Ivan Lendl continuamente. Tampoco nos pongamos excesivamente melindrosos que esto es tenis. Lo del saque por debajo ojalá cree escuela, puede ser efectivo.

16. Pasamos ya al torneo femenino: Ashleigh Barty ganó el torneo de Simona Halep y Simona Halep ganó el torneo que parecía destinado a Ashleigh Barty. Dos auténticas sorpresas consecutivas. Habrá quien piense que esta múltiple amenaza resta atractivo al circuito porque nadie se consolida como verdadera estrella… pero a mí me encanta. No puedo evitarlo. Me encanta que empiece un torneo y que no sepa si va a ganar Halep o Serena o Barty u Osaka. Pliskova, ya me voy haciendo a la idea de que no. Mejor eso que la misma final todo el rato, por espectacular que sea.

17. De hecho, la final femenina no tuvo nada de espectacular porque Serena Williams jugó como una mujer de treinta y ocho años, que es lo que es. Ya en el resumen de Roland Garros decíamos que no se podía descartar que ganara siete partidos consecutivos sobre hierba pero que era complicado. Se quedó en seis. Van ya tres finales de Grand Slam consecutivas perdidas en su intento de igualar a Margaret Court Smith a veinticuatro Grand Slams. Perdidas, además, sin ganar un solo set. Como en el caso de Federer, el número veinticuatro dependerá de que coincida un cuadro amable con un par de buenos partidos en los momentos clave. Como en el caso de Federer, también, el mérito es impresionante. Hay que recordar que esta mujer ganó el US Open… en 1999.

18. Con todo, la gran atracción mediática fue Cori «Coco» Gauff, la niña de quince años que llegó más allá del número 300 de la WTA, se impuso a Venus Williams (veinticuatro años mayor) en primera ronda y alcanzó los octavos después de un partido espectacular en el que tuvo que remontar un 3-6, 2-5 y varios puntos de partido frente a Polona Hercog. Me preocupa tanto hype a su alrededor, como si ganar tres partidos te convirtiera en la próxima Serena Williams. Luego llega la ansiedad y el pánico.

19. Hablando de ansiedad y pánico, no apunta nada bien lo de Naomi Osaka. Algo pasa pero no sabemos el qué. Cumples tu sueño de ganar el US Open ante Serena, luego refrendas tu jerarquía en Australia, eres joven, con talento, número uno del mundo… y acabas perdida, cambiando de entrenador y llorando en las ruedas de prensa después de perder en primera ronda. Nadie se merece algo así, pero Naomi menos que nadie porque es un pedazo de pan. Muguruza no está mucho mejor y por fin se ha deshecho de Sam Sumyk. Digo «por fin» no porque el trabajo de Sumyk haya sido malo sino porque si no hay confianza, no hay confianza… y es absurdo eternizarse.

20. Carla Suárez Navarro sí que cumplió, como casi siempre. Creo que llevo cinco años escribiendo este mismo párrafo. Llegó a octavos, que es su límite, y ahí perdió contra Serena Williams. Nada que objetar. Por detrás, como en el tenis español masculino, no se ve a nadie capaz ni de entrar entre las veinte primeras. ¿A qué se debe este atasco generacional? Puede que Toni Nadal tenga la respuesta.

21. Aparte de Muguruza y Osaka, centrémonos en varias decepciones: la alemana Angelique Kerber, defensora del título, cayó en segunda ronda pese a hacerse con el primer set; Madison Keys hizo lo propio en la misma ronda; Ashleigh Barty aguantó hasta cuartos, pero todos la veíamos campeona… y Karolina Pliskova, pues, en fin, como siempre, grandes esperanzas y hecatombe final. Yo sigo pensando que la checa acabará ganando un grande por pura insistencia, pero, ¿cuándo? Ni idea.

22. Último cara y cruz del cuadro femenino: Elina Svitolina llegó a semifinales después de haber perdido siete de sus anteriores nueve partidos previos a Wimbledon. Después de pasar serios problemas físicos, es una suerte poder verla ahí de nuevo. Es cierto que no compitió demasiado bien ante Halep, pero su lugar es ese y no las primeras rondas a las que nos ha acostumbrado este año. ¿La cruz? Maria Sharapova. No ya por la derrota ni la retirada ni la lesión sino por el feo gesto de hacerlo cuando tu rival va ganando 5-1 en el set decisivo y tu lesión no es grave. Aguanta cuatro puntos ahí y dale el gustazo de disfrutar de una victoria sin asteriscos.

23. Si fue una satisfacción ver a Svitolina recuperada y cerca de su máximo nivel, también lo fue ver a Andy Murray de nuevo sobre una pista de tenis y más concretamente sobre su amada hierba de Wimbledon. En su caso aún no está para jugar torneos individuales y no está claro si lo estará algún día, pero sí para jugar los dobles individuales y los mixtos, donde hizo pareja con Serena Williams y juntos llenaron la pista central. En ninguno de los dos cuadros llegó muy lejos, pero estar ahí ya era todo un triunfo. Por cierto, los campeones de estas categorías fueron los colombianos Cabal y Farah, una de las mejores parejas del circuito, y la pareja Latisha ShanIvan Dodig respectivamente. En el dobles femenino, las campeonas fueron Hsieh su-wei y Barbora Strycova.

24. Vamos cerrando ya el chiringuito veraniego con los resultados de las jóvenes promesas. El torneo junior masculino lo ganó el japonés Shintaro Mochizuki, con el español Carlos Gimeno —que debutaba sobre hierba— como finalista. El femenino fue a las manos de la ucraniana Daria Snigur, derrotando en la final a la estadounidense Alexa Noel.

25. Por cierto, último apunte: ni una sola jornada tuvo que suspenderse por la lluvia. De hecho, no hubo ni que cambiar a nadie de pista ni retrasar un solo partido. Hay años así, pero son pocos. En cuanto a la máxima novedad de este año, el tie-break en el quinto set con 12-12, solo se utilizó una vez: justo el último día, en la final masculina, y en el mundo paralelo al mundo paralelo ideal.

Disfruten del verano, nos vemos en septiembre en Nueva York.

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La épica aventura del español que está cruzando el Pacífico en paddle surf
Se cumplen 40 días desde que Antonio de la Rosa empezara la aventura que le lleva desde la Bahía de San Francisco hasta Hawai en paddle surf, en completa autonomía y sin ningún apoyo externo
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@abcviajar
Actualizado:20/07/2019 01:17h
La épica y peligrosa aventura del español que ha dado la vuelta al mundo a pie

Ya son 40 días los que lleva el vallisoletano Antonio de la Rosa en la aventura de intentar ser el primero en cruzar el Pacífico a bordo de un paddle surf, en completa autonomía y sin ningún apoyo externo. Ahora mismo le quedan en torno a 2.400 km para llegar a su meta (se puede consultar su ubicación aquí).

A la aventura se la conoce como Pacific SUP Challenge, comenzó el 9 de junio (tras dos semanas de espera por condiciones climáticas desfavorables) desde Cavallo Point, en la Bahía de San Francisco, y si todo va bien, debería llegar a Hawái entre el 15 y el 30 de agosto (aunque es díficil decir una fecha con exactitud). En Facebook publica diariamente post donde explica cómo ha ido el día.

Criado en un pueblo de Valladolid, solo veía la costa durante los meses de verano, lo cual no le impidió que en 2014 consiguiera la hazaña de cruzar el Atlántico a remo y sin asistencia en 64 días, todo ello sin ningún tipo de experiencia previa en navegación. Desde ese momento, cada año ha emprendido un reto diferente con resultados muy satisfactorios. El último de ellos ha sido conseguir ser el único participante en completar la Lapland Extreme Challenge en Laponia.
https://www.abc.es/viajar/top/abci-...acifico-paddle-surf-201907200117_noticia.html
 
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