Hablemos de música

El fin de la armonía

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Por Cósima Ramírez

Hola soy Cósima; para algunos amigos, Cósmica. Quizás por eso siempre sentí unas ansias terribles por hacer cosas que rompieran los moldes de la mediocridad y me pusieran en órbita. ¡Quién pudiera ser estratosférica!

Comienzo una nueva faceta como autora de este blog en el que hablaré de mis desventuras en el mundo de la moda. Espero que me perdonéis el esnobismo, pero un extraño alineamiento de los planetas -en la vía cósmica- me ha llevado a este punto.

El fin de la armonía

En las profundidades más pintorescas de Alemania junto a la frontera azorada de Suiza, el festival de música clásica contemporánea más importante del mundo tiene lugar bajo el magnánimo amparo de los príncipes de Furstenberg. El pequeño pueblo de Donaueschingen, somnoliento el resto del año por los sosegados ciclos de la vida suburbial alemana, se ve invadido cada otoño por un peregrinaje de los personajes más peculiares y sediciosos del mundo de la música.

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El cuidadosamente ordenado pueblecillo - radiando prosperidad gracias a su histórico lazo señorial a la familia real más importante de los miles de principados que formaron la actual Alemania- se transforma en una meca del vanguardismo cultural más insospechado. Los estrambóticos intereses de un tatarabuelo Furstenberg hacia la música modernista y experimental forjaron a principios de siglo una excéntrica reunión de genios, como Richard Strauss o Igor Stravinsky, dispuestos a llevar las posibilidades de la música al límite.

Aquí tuve la oportunidad de escuchar música en su expresión libertina más esencialista junto a las macabras y sorprendentes majaderías que presentaron los miembros mas temerarios de la elite cultural. La libertad de creación musical, capaz de acceder y manipular los sentimientos humanos en su estado más puro, era el eje ideológico al que muchos se intentaban aferrar (con varios niveles de éxito). Ver una orquesta entera dirigida con esbelta precisión mientras un chirrido enloquecedor cubría los harmoniosos intentos de los músicos fue sin duda una experiencia singular.

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Al principio no podías evitar una carcajada ante una situación tan absurda, tan incómodamente abstracta que te hacía dudar de la cordura mental de los que te rodeaban. ¿Cómo podía ser que estuvieramos todos allí reunidos en silencio absoluto y en deferente decoro para oír algo tan aparentemente alejado de la armonía? Estaba segura que nos estaban tomando el pelo estos directores modernistas.

Admito que el "ruidismo" estrafalario de Peter Ablinger fue algo duro de entender en un principio. El comienzo de la pieza había sido tan brusco y antiestético - un asalto de caos conceptual capaz de estallarte los tímpanos - que su desarrollo en comparación llegó a ser más placentero. A través de grabaciones de palabras repetidas que interrumpían una especie de sinfonía deconstruida, poco a poco empecé a ver un atisbo de sus intenciones. A la salida, un crítico se lamentaba que había esperado más del compositor modernista, que había sido demasiado melodioso el tío.

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A mi me había sonado a un saco de gatos peleándose, mas anti-armónico imposible; vamos, todo un éxito vanguardista. En este curioso microcosmo de la teoría sublimada, el caos meticulosamente preparado era el rey. La paradoja de tal conceptualización rebuscada era suficiente para morirte de risa. Nuestro benevolente patrón afrontaba su propia confusión ante el género que venía cobijando año tras año. Se preguntaba si Mozart entendería el progreso de la música clásica si nos viniera a visitar al futuro, si pensaría "¡Hombre! Esto es exactamente lo que hubiese hecho yo después..."

Los chirridos y pitidos en una discordia similar a la armonía eran difíciles de valorar, tampoco podía repudiarlos enteramente mientras el corazón me latía en la garganta. La excéntrica Chiyoko Szlavnics presentó una composición siniestra y suculenta, decisivamente femenina y seductora. Inspirando su partitura en una imagen visual, siguió el anárquico método del gran pionero John Cage que, por ejemplo, trazó una canción a través de un mapa astral en 1970. Su inquietante balada modernista, Tres Voces Interiores, ponía en escena violines con gemido de ballena y pitidos electrónicos que simulaban al murciélago. Envueltos en una reverberación artificial que uno no podía asignar a un solo instrumento, los músicos emitían un sonido hipnótico, como la dulce llamada de una nave espacial. Entre tanta abstracción, le sonaron las tripas al que estaba sentado a mi lado y al oír aquel retortijo tan acorde con la representación me dio un ataque de risa floja.

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El Sonido Como Voluntad del venerado Wolfgang Rihm fue capaz de enseñarme un poquillo más sobre el aparente absurdo en el que me había adentrado. El trino trompetista mareaba a una sinfonía deconstructivista, entre músicos contorsionados por espasmos musicales. La precisa inexactitud de la melodía, y la seriedad con la que la representaban, tanto director como orquesta, eran asombrosas. La complejidad estructural, con los toques de un xilófono macabro y unos tambores tremebundos, producía escalofríos. La discordia subía y subía, hasta colmarse en un crescendo monumental y un silencio que me dejó perpleja. Que entendiéramos estas piezas claramente no formaba parte del propósito de sus respectivos autores. "Entender" la música era un concepto anticuado, decididamente burgués según los genios contemporáneos.

El festival también daba protagonismo a varios poetas que habían querido mojarse en el surrealismo modernista de aquellos rebuscados músicos de la vanguardia. La oscura y atormentada Herta Muller (ganadora del premio Nobel de Literatura por su despiadado retrato de la violencia de un régimen comunista en Rumania) honró al público con sus poemas-collage mutados de recortes de periódicos. Supuestamente fueron de una intensidad inmensurable y una maravilla, pero al estar en alemán tuve que tomarles la palabra sobre ello.

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Construyendo esculturas sonoras de emoción humana, otros poetas como Michael Lentz intentaron superar las barreras mismas de lo epistemológico. Añoraban un lenguaje alternativo con el que acceder al nervio humano. La única actuación epistemológica que supuestamente podía entender, al ser en inglés, me dejó mas desubicada que nunca. La excentricidad de Jennifer Walshe - una escocesa neo-hipstera que comentaba la sobre-dosis de información con la que la tecnología nos asaltaba - era más parecida a un grave trastorno psicológico que a otra cosa. Ante aquel ataque nervioso puesto en el escenario, acompañado por extraños visuales de ancianos con máscaras de animales y un barullo de referencias populares sin sentido, estaba segura que la única reacción podía ser internar a la pobre chavala en un centro especializado con amables doctores en batas blancas...
http://www.elmundo.es/yodona/blogs/laviacosmica/2014/10/21/el-fin-de-la-armonia.html
 
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