Hablemos de ciencia ficción (I): La anticipación.

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Hablemos de ciencia ficción (I): La anticipación
Publicado por E. J. Rodríguez
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Caricatura de Jules Verne en la portada de la revista L’Algerie, 15 de junio de 1884.
Ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto con el enemigo. (Helmut von Moltke, militar alemán)

El futuro no se puede buscar en Google. (William Gibson, escritor de ciencia ficción)

Imaginen que hubiesen llegado hasta nosotros las memorias escritas de la primera persona que encendió un fuego o de la primera persona que utilizó ruedas para transportar una pesada carga. ¿Qué nos dirían? Es de suponer que nada parecido a «imagino un futuro de ciudades iluminadas» o «dentro de miles de años, el mundo estará repleto de carreteras por las que circularán millones de vehículos provistos de mi gran invento, la rueda». No había ciencia ficción en el Neolítico o el Paleolítico. De hecho, no la hubo hasta hace dos siglos.

Lo más probable es que aquellas personas no fuesen conscientes del impacto que sus creaciones iban a provocar en el futuro y que, de habernos legado alguna crónica, se hubiesen limitado a comentar las comodidades específicas que, en ese momento concreto, les ofrecían esos descubrimientos. Dos de los más grandes innovadores en la historia de la humanidad, cuyos rostros y nombres por desgracia no conocemos, hubiesen dejado tras de sí unas memorias muy pedestres, centradas en ideas como «ya no pasamos frío en la cueva» o «ya no tenemos que acarrear piedras y troncos a pulso». Poco más que una descripción escueta de ciertas ventajas momentáneas.

La falta de perspectiva histórica sobre los efectos a largo plazo de la tecnología y la ciencia no implica creer que aquellos humanos fuesen menos inteligentes que nosotros o que sus elaboraciones intelectuales fuesen menos profundas que las nuestras, solo que sus pensamientos seguían otras direcciones. No sabemos cómo fueron las primeras ruedas, pero las más primitivas no debieron de inspirar la visión de una sociedad en la que personas y bienes fuesen transportados a grandes distancias con relativa brevedad. Quienes empezaron a dominar el fuego debían de contentarse con calentar e iluminar una caverna y, huelga decirlo, no imaginaban algo como el motor de combustión o la máquina de vapor; ni siquiera hubiesen concebido el faro de Alejandría.

Esto fue cierto para muchas otras invenciones que tardaban un tiempo en extender su uso y alcanzar un diseño óptimo. La concepción del avance tecnológico como un proceso de cambios repentinos resultaba impensable. Los inventos que ayudaban a mejorar la vida aparecían de manera paulatina y no solían estar disponibles hasta mucho después de que se hubiesen formulado las ideas teóricas que los inspiraban. En el caso de que hubiese tales ideas, pues otras invenciones aparecían sin grandes hipótesis científicas que las respaldasen más allá del genio práctico de determinados inventores o ingenieros. Incluso hoy a la mayoría de nosotros no nos importa demasiado qué principios teóricos se esconden detrás de los inventos que usamos a diario, salvo que seamos profesionales especialistas o que nos dejemos arrastrar por una curiosidad ociosa. Podemos disculpar, pues, el desinterés de los antiguos por estas cuestiones. La tecnología era vista como un conjunto de herramientas útiles con aplicación concreta en el presente, no como un contexto filosófico desde el que ponerse a conjeturar sobre un lejano futuro o sobre la naturaleza misma del ser humano. La especulación sobre las secuelas que el progreso produce a largo plazo no formaba parte de su visión del mundo.

En la ficción antigua ya se elaboraban historias fantásticas sobre otros mundos y épocas futuras, pero eran historias que recurrían a la magia como mecanismo central de la acción. Para los antiguos, salvo raras excepciones, el mundo era un lugar mágico. Los dioses, desde otras esferas, gobernaban la materia; los avances tecnológicos estaban subordinados a la voluntad divina al igual que todo lo demás. La idea de que los avances científicos o técnicos pudieran operar sobre el ser humano en una dimensión distinta (o incluso superior) a la de Dios parecía absurda. Incluso los grandes científicos pensaban que sus descubrimientos ahondaban en la exploración del universo como obra creada; en cierto modo consideraban que eran parte del mismo proceso de revelación que había empezado con los profetas y las escrituras sagradas. Isaac Newton, por ejemplo, suponía que hallazgos como las leyes de la gravitación universal revelaban parte de una verdad apriorística cuya esencia era divina. Como algunos otros pensadores de su tiempo Newton creía que esa antigua sabiduría, la prisca sapientia, había sido revelada por Dios a los filósofos del pasado, aunque mantenida en secreto dentro de grupos cerrados como los pitagóricos o los alquimistas. La prisca sapientia habría sido olvidada durante los «tiempos oscuros» de la Edad Media. Es bien sabido que Newton, genio de la física y la óptica, dedicó considerables esfuerzos al estudio de la alquimia, pese a que los fundamentos científicos de esa disciplina (al menos en el sentido que hoy le damos al adjetivo «científico») eran por completo inexistentes.

La noción de estar redescubriendo verdades científicas que habían sido reveladas por Dios en tiempos antiguos y después olvidadas no era una extravagancia de Newton. Estaba inspirada por conceptos renacentistas como la prisca theologia, el conocimiento sobre Dios que el propio Dios habría comunicado a los seres humanos de todas las culturas en tiempos remotos, o la philosophia perennis, una verdad metafísica compartida también por todas las tradiciones religiosas. La evidencia, contemplada desde una perspectiva religiosa, parecía apoyar esa tesis. Había rasgos comunes en el cristianismo, el budismo y el hinduismo. Era fácil comparar a los dominicos con los taoístas, o a los franciscanos con los jainas. Más allá de sus muy diversas cosmogonías o concepciones del hombre, había nociones compartidas sobre el bien y el mal, sobre las cuestiones prácticas del camino hacia la iluminación o santidad. Desde el punto de vista religioso, esto tenía que deberse a que el universo era un artefacto diseñado por una mente. Todo nuevo conocimiento era la mera confirmación de que existían leyes universales previas a todo; si existían leyes universales, existía un legislador. El orden no podía haber emergido del caos. Una máquina requería un ingeniero y el ingeniero de la máquina cósmica tenía que ser un ente previo y distinto de ella: Dios.

Pensadores mecanicistas los había habido siempre, cierto, o por lo menos los hubo desde la antigua Grecia, pero sus ideas no habían estado sostenidas por mejores demostraciones que las usadas por la fe religiosa. Los atomistas griegos como Demócrito y Leucipo afirmaban que la materia estaba compuesta de partículas tan pequeñas que escapaban a la visión. El tiempo les dio la razón, pero solo en parte, pues los átomos que ellos habían imaginado por mera deducción lógica y sin pruebas experimentales no encajaban en lo que la ciencia conoce hoy. Ellos pensaron que, si un objeto puede descomponerse en partes y estas pueden descomponerse en otras partes aún más pequeñas, el proceso no puede ser infinito. Llegará un momento en que nos encontraremos con una parte elemental, el átomo, «lo indivisible», de la que se compone la materia. Aquel átomo griego no se parecía en nada a las partículas que maneja hoy la física y cuya existencia sí ha podido demostrarse. Así, aunque la inteligencia e intuición de aquellos pensadores mecanicistas de la antigüedad nos asombra como debería, las deducciones de Demócrito y Leucipo no eran necesariamente más brillantes, como artefactos lógicos en sí mismos, que las deducciones de los metafísicos o los teólogos. Incluso cuando uno sienta más simpatía por Demócrito que por Aristóteles, nada garantiza que el segundo hubiese perdido una hipotética discusión sobre la naturaleza del universo. En la antigüedad, ambas visiones —la mecanicista y la metafísica— eran racionales por igual. Tuvieron que transcurrir milenios hasta que la experimentación demostró que la cosmovisión de Demócrito era, con sus imperfecciones, la más próxima a la realidad. Él no anticipó el moderno átomo, pero sí la filosofía que subyace a la ciencia moderna: el universo está hecho de materia (o energía) que funciona bajo sus propias reglas.

El pensamiento mecanicista fue minoritario durante buena parte de la historia. La religión explicaba la realidad de manera más comprensible y, según los parámetros de tiempos pasados, más «lógica». Para colmo, poca aplicación práctica tenían los átomos de Demócrito; puede ser que el actual conocimiento de las partículas está presente en cada minuto de nuestra vida diaria, pero a los conciudadanos del insigne pensador tracio poco les debía de importar el que existiesen átomos si no eran algo que les hiciese la vida más fácil.

Isaac Newton, quizá en contra de sus intenciones, fue uno de los descubridores que más contribuyeron a la transición entre un universo teocéntrico y un universo antropocéntrico. Esto es, entre un universo mágico donde Dios era el centro y un universo mecánico donde el hombre, si no era el centro, al menos sí se convertía en un agente importante de cambio. Aquella transición fue, eso sí, un proceso complejo; algunos historiadores y pensadores sienten la tentación de creer que fue un producto exclusivo del mundo de las ideas, pero también tuvo importancia la aplicación práctica de esas ideas. El conocimiento científico —todo el ámbito intelectual, en realidad— era todavía patrimonio de unas pequeñas élites educadas, pero, gracias a la imprenta y otras mejoras en las comunicaciones, los descubrimientos empezaron a circular con gran velocidad y de manera extensiva entre esas élites, propiciando que los inventos apareciesen de manera más continuada. Esa aplicación práctica de las nuevas ideas se extendía también con una rapidez insólita, por lo que se hacía más evidente su carácter revolucionario de cada nueva herramienta y llegó el momento en que los ciudadanos de a pie fueron muy conscientes del proceso de cambio.

Una nueva invención podía mejorar la vida de las personas en pocos años mucho más de lo que se había conseguido con siglos de plegarias, ceremonias religiosas o prácticas supersticiosas y acientíficas. Las ideas eran patrimonio de unos pocos, sí, pero sus consecuencias prácticas empezaron a ser entendidas por cualquiera. No es que esto condujese a las masas hacia el ateísmo, desde luego, pero incluso la mayoría de creyentes tuvo que empezar a ceder parcelas de su religiosidad tradicional a una nueva visión mecanicista del mundo. Es verdad que el conflicto entre una cosmovisión mágica y otra mecanicista pervive hasta hoy dentro de ciertos grupos, aunque cabe pensar más en factores psicológicos, emocionales e incluso políticos que en que la pervivencia de la idea de que el universo esté regido por fuerzas mágicas, noción que ya solo defienden algunos fanáticos que son vistos con malos ojos incluso dentro de sus propios ámbitos religiosos.

Con la gran Revolución Industrial del siglo XVIII la gente de a pie empezó a entender el progreso tecnológico como un factor decisivo en la historia. La tecnología se convirtió en una fuente de cambios en la forma de vivir de todas las capas sociales, cambios que se sucedían con rapidez y sin previo aviso. Ahora se veía con claridad que estaban apoyados en hipótesis científicas generales. Apareciendo de manera tan imprevisible y atropellada, tantos avances tenían por fuerza que suscitar una nueva pregunta: «¿A dónde nos conduce todo esto?». Con esta nueva preocupación nació la moderna literatura de anticipación.

Antes de la Revolución Industrial, el futuro era imaginado como la continuación lógica de las leyes celestiales inmutables que imperaban en el presente. Eso no significa que cuando los historiadores previos a la revolución miraban hacia atrás no se diesen cuenta de que la humanidad había evolucionado. A un estudioso del siglo XIII le bastaba con contemplar un mosaico romano del siglo XI para comprender que la sociedad ya no era la misma. Pero, desde su punto de vista, los factores de cambio que explicaban el cambio tenían poco que ver con la tecnología. La historia era una mera sucesión de guerras, invasiones, reinos e imperios; como en una partida de ajedrez, el porvenir podía ser imprevisible, sí, pero hasta cierto punto. Lo que ya se ha jugado determina qué futuras jugadas son posibles y cuáles no. Se seguiría jugando con las mismas reglas.

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Boris Karloff, James Whale y John J. Mescall en set de La novia de Frankenstein (1935). Imagen: Universal Pictures.
A partir del siglo XVIII, el futuro se convirtió en un lienzo en blanco. El porvenir dependía por completo, o casi, de las acciones del ser humano. Las leyes de la providencia dejaron de existir, la partida de ajedrez ya no tenía reglas y cada pieza podía ser movida según criterios nuevos. Por simple deducción se empezó a pensar que el pasado había estado determinado también por el progreso; con mucha mayor lentitud, pero sin la influencia de reglas divinas. Había que determinar cuáles eran, pues, las nuevas leyes con las que cabía analizar el mundo. No solo era que conceptos como la prisca sapientia o la philosophia perennis, manejados por estudiosos muy ajenos a la gente común, hubiesen dejado de tener sentido. Era que toda una cosmovisión colectiva se venía abajo. La religión seguiría existiendo (y existe) como agarradero emocional ante la incertidumbre, pero entre los pensadores ya no constituía una explicación aceptable de los mecanismos del universo. El neoplatonismo y el neopitagorismo, con los que los pensadores religiosos del Renacimiento habían intentado adaptar los nuevos descubrimientos científicos a la fe, se extinguieron —salvo en algunos círculos poblados por excéntricos— cuando el universo se convirtió en una máquina sin ingeniero, sin una voluntad detrás. La única voluntad inteligente conocida era la del ser humano, así que este empezó a ver la ciencia y la tecnología como los únicos motores de su propio destino. Cada nueva máquina inventada contribuía a desmentir ese concepto de armonía divina porque la armonía podía ser modificada a golpe de ingeniería. El ser humano podía cambiar el mundo, y lo estaba cambiando de hecho. La tecnología ya no era un mero conjunto de herramientas en manos de la humanidad; si acaso, era la humanidad la que bailaba al son de esas herramientas. La percepción del desarrollo tecnológico como un proceso inevitable y hegemónico hizo que las herramientas pareciesen cobrar vida propia y que, a imagen de las especies animales, pareciesen evolucionar sin un plan previo. Por más que fuesen los seres humanos quienes diseñaban esa evolución, nadie podía asegurar qué efectos tendría.

Un mundo regido por nuevas reglas iba a propiciar la aparición de una nueva literatura. En ese contexto fue cuando nació la ciencia ficción; la fecha —más o menos oficial— fue el 1 de enero de 1818, día en que se publicó Frankenstein o el moderno Prometeo, novela escrita por una veinteañera llamada Mary Shelley. En realidad, el género como tal no se consolidó hasta décadas más tarde, sobre todo con Jules Verne y después con H. G. Wells, pero Shelley fue la pionera, por más que nunca llegase a ser consciente de su papel. La ciencia ficción, al igual que el análisis marxista de la historia, la teoría de la evolución darwiniana o la psicología freudiana, fue un destilado del racionalismo y del nuevo (y ahora sí, definitivo) mecanicismo que trataba de averiguar cuáles eran las leyes universales. Como nuevo género de ficción que aún no tenía un nombre ni una definición, su primera tarea consistió en intentar anticipar la manera en que el progreso cambiaría el mundo. También fue una creación característicamente europea, aunque los Estados Unidos se convertirían en la superpotencia del género a principios del siglo XX y ya no dejarían de serlo.

En general, la anticipación era de carácter optimista. Es verdad que el miedo al cambio propició la aparición de movimientos como el ludismo, que se oponía a la proliferación de máquinas; se cuenta que en 1811 —siete años antes de la publicación de Frankenstein—, un trabajador inglés llamado Ned Ludd destruyó varios telares automatizados como protesta laboral ante la amenaza que suponían para los artesanos del sector textil. Fuese Ned Ludd real o no, puesto que la existencia del personaje nunca se ha comprobado, representaba preocupaciones auténticas y encarnaba el vértigo ante el progreso. Pero los luditas constituyeron una minoría. La esperanza de una vida mejor terminó sobreponiéndose al miedo porque los nuevos avances demostraron tener, en su mayor parte, efectos positivos.

A mediados y finales del siglo XIX las visiones sobre el futuro eran alentadoras. La humanidad iba a cambiar para mejor y, en la ficción, los peligros de la tecnología eran imaginados como el mal uso que hacían mentes aberrantes: científicos locos, villanos novelescos. En el porvenir imaginado por los tecnófilos, las máquinas se ocuparían de las labores desagradables, mientras los seres humanos trabajarían una o dos horas al día, quizá ninguna. El ocio se convertiría en la ocupación predominante de nuestra especie y el mundo entero se transformaría en una especie de nueva academia ateniense donde las artes, las humanidades, los deportes, los juegos y cualesquiera otras actividades enriquecedoras del espíritu estarían al alcance de todo ser humano. Recuerdo ver en una exposición una colección de ilustraciones francesas que ofrecían ingeniosas visiones del porvenir: niños en la escuela provistos de auriculares conectados a una máquina que devoraba libros y les transmitía todo el conocimiento acumulado en ellos; robots articulados que limpiaban las casas; incubadoras automáticas donde se introducían huevos de gallina de los que emergían, al instante, pollitos correteando; reparto del correo mediante helicópteros; salones de belleza donde una mujer se peinaba y maquillaba mediante el uso de palancas y botones; incluso orquestas donde los instrumentos se tañían solos. Por descontado, tareas pesadas como la agricultura, la minería o la construcción serían asunto de máquinas, mientras los hombres apretaban el botón de encendido y se limitaban a verlas trabajar desde una cómoda hamaca. La maldición bíblica de «ganarás el pan con el sudor de tu frente» dejaría de tener sentido. Desaparecerían el trabajo duro, el hambre y la pobreza.

Los tecnófilos eran optimistas incorregibles, desde luego, pero su optimismo procedía de un sincero humanismo y del hecho innegable de que la tecnología parecía ofrecer la única salida a los males de la sociedad europea y estadounidense. Hasta en los países más ricos existían amplias capas de miseria e imperaban condiciones de vida atroces que padecían incluso quienes tenían un trabajo; para los espíritus cultivados y bienpensantes, el progreso científico constituía la solución. En parte, tenían razón. Hoy, las condiciones de vida son —en general y con las muchas excepciones que conocemos— mucho mejores que entonces. Y lo son como resultado, entre otras cosas, del progreso científico y tecnológico. Algunas enfermedades han sido erradicadas y otras han encontrado eficaces tratamientos. Se produce alimento en gran cantidad y la población mundial ha crecido hasta niveles nunca vistos, algo que sería imposible con los viejos sistemas agropecuarios. Hay, sí, más tiempo de ocio, aunque (¡por desgracia!) no el imaginado por los optimistas del XIX.

El problema es que todo esto vino acompañado por dolorosos efectos secundarios. La debacle laboral temida por los luditas nunca se produjo, o no de la manera que habían previsto; es verdad que muchas personas sufrieron cuando sectores de producción enteros experimentaban una metamorfosis o desaparecían, pero siempre aparecían otros en donde las oportunidades de trabajo eran las mismas o, casi siempre, mejores. Pero la nueva concepción mecanicista del mundo conllevó numerosos malentendidos y manipulaciones cuyos efectos iban a probarse devastadores. Un ejemplo obvio: la teoría de la evolución de las especies mediante selección natural originó el mal llamado «darwinismo social», que a su vez degeneró en idearios raciales y eugenésicos. La relectura de la historia, también influida por una deficiente comprensión de las nuevas leyes naturales, generó mitologías nacionalistas. Esas dos cosas, combinadas, dieron origen a movimientos como el nazismo. Otro ejemplo: la mecanización de la producción conllevó el fordismo y el estajanovismo, que no propiciaban el ocio del trabajador sino que favorecían una prolongación innecesaria de situaciones de explotación. La creciente complejidad de las relaciones financieras provocó severas crisis económicas que ya no tenían que ver con la producción, sino con el manejo irresponsable del capital acumulado. El análisis marxista de la historia inspiró revoluciones que subvertían viejos absolutismos para instaurar totalitarismos de nuevo cuño. Cada nueva idea puede ser desarrollada para el bien o para el mal; en la transición entre los siglos XIX y XX, apenas hubo idea revolucionaria que no cayese en manos equivocadas.

La ciencia ficción, que había ayudado a inspirar las esperanzas de finales del siglo XIX, sintió estos efectos secundarios tanto como la sociedad de la que provenían sus lectores. A lo largo de todo el siglo XX el género acompañó a las sucesivas generaciones en su desencanto. A principios de la centuria empezó a producir visiones distópicas de un futuro donde la tecnología era puesta al servicio de las ansias de poder de las élites. Tras las guerras mundiales y la invención de la bomba nuclear, abundaron los argumentos postapocalípticos en los que el progreso tecnológico, antaño deseable, conduciría al mundo hacia el desastre atómico. Desde los años sesenta el género trató cuestiones como la libertad e identidad en una sociedad más rica y estable, pero percibida como cada vez más individualista y deshumanizada; imaginaban un futuro donde el individuo era diluido en la búsqueda del bien común. En los setenta y ochenta la redefinición de la relación entre el ser humano y tecnologías como la informática o las redes cibernéticas hizo que la ciencia ficción se cuestionara la misma idea del hombre como gobernante de su destino y la posibilidad de que las inteligencias artificiales, algún día, se hicieran con el timón. Cada época ha tenido sus corrientes características de anticipación, avivadas por las preocupaciones sociales del momento. No es que se extinguiese del todo aquella esperanza utópica de los inicios, porque en muchos relatos se siguió describiendo la manera en que, tarde o temprano, el ser humano encontraría su lugar ya fuese en la tierra, en el fondo de los océanos o en el espacio, y, sobre todo, en armonía consigo mismo. Algunos autores aún se empeñaban en ver todavía el vaso medio lleno.

En la actualidad la principal crítica que recibe el género es la de que lleva mucho tiempo repitiendo conceptos. Pero es comprensible; casi todo lo que podía imaginarse ha sido imaginado ya. Desde los años setenta es cada vez más difícil que aparezcan ideas nuevas sobre el futuro. Aunque eso no debería ser un problema; toda la ficción lleva milenios repitiendo argumentos y esquemas. Como en las aventuras o las historias de amor, la originalidad de los relatos de ciencia ficción no es lo importante, sino su pertinencia. Lo que sí ha cambiado, como tendencia general, es el balance entre optimismo y pesimismo. Desde hace ya algunos años, predomina lo segundo.

Hoy, la premisa «cada generación vivirá mejor que la de sus padres gracias a la tecnología» está empezando a desmoronarse porque la tecnología y la ciencia ya no son considerados los únicos motores que impulsan el cambio, como se pensaba en el siglo XIX. El nuevo motor es un juego económico que se las arregla para mantener una estructura piramidal tendente, cuando no se le pone freno, a una suerte de feudalismo financiero. Ya no son las máquinas las que producen miedo, sino la pérdida del estatus y de los estándares de vida que, sin llegar a los extremos imaginados en el siglo XIX, se habían conseguido gracias al progreso. La ciencia ficción actual trata con frecuencia el asunto del abismo entre ricos y pobres; las nuevas distopías ya no se basan solo en las estructuras de opresión política o en los mecanismos de manipulación ideológica, sino también, y sobre todo, en una desigualdad material provocada de manera deliberada por quienes poseen los recursos y no desean compartirlos. No es una ficción, sino una realidad, el que la mayor parte de los recursos están en manos de un porcentaje reducido de la población. Y el temor comprensible de todos nosotros es que la tendencia gravitatoria siga consistiendo en que los recursos fluyan hacia arriba, acumulándose en unos pocos castillos que ya no están hechos de piedra. La ciencia ficción tiene nuevos villanos, que ya no son robots o alienígenas, sino, por ejemplo, corporaciones que representan nuestros miedos ante la realidad de que nuestras vidas están cada vez más en manos de unos pocos sectores de empresas que manejan nuestra información, nuestro dinero, nuestra supervivencia. El individualismo, uno de los pilares ideológicos del nuevo siglo, choca de frente con la telaraña de poderes económicos que, en la práctica diaria, cortan las alas al individuo. La propiedad es un lujo; nos hipotecamos para poseer una vivienda y, en algunos países, también para poder cursar estudios superiores e incluso para poder recibir asistencia médica. En las sociedades modernas el banco es una especie de segundo gobierno. Lo mismo sucede con otras empresas. El poder de decisión individual está limitado y el ciudadano se da cuenta de que, mientras la ciencia y tecnología progresan, él ya no puede progresar. La vida es ahora más cómoda que en siglo XIX, pero no tenemos la impresión de que vaya a ser más cómoda dentro de cincuenta o cien años. Podría serlo, quién sabe, pero la cascada de invenciones parece limitarse a mejorar lo que ya tenemos, no a revolucionar por segunda vez el mundo.

Otro de los miedos es el de la pérdida progresiva de la libertad; los relatos sobre sociedad totalitarias que tanto abundaron en el primer tercio del siglo XX aún sirven como poderosas metáforas aunque, al menos en buena parte de las sociedades avanzadas, no constituyen una amenaza tan inmediata como lo eran entonces. La nueva amenaza a la libertad no es un mecanismo prediseñado por un partido fascista o estalinista —más allá de que movimientos de esa índole puedan crecer— sino lo que Aldous Huxley denominaba «fuerzas impersonales», procesos de degeneración de las democracias, más parecidos al envejecimiento o a la acumulación de infecciones en un organismo. Es un tema de la ciencia ficción actual que ya estuvo vigente en los años sesenta: ¿hasta qué punto es aceptable la entrega de libertades individuales en la búsqueda del bien común? ¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? ¿Qué prerrogativas debe tener la opinión común respecto de los que opinan de manera diferente? Cada vez más, en la nueva ciencia ficción aparecen temas como el rearme de moralidades colectivas que empiezan a penalizar a los discrepantes por el mero hecho de discrepar.

Un factor más para el pesimismo es la percepción de que la carrera tecnológica ha renunciado a buena parte del idealismo que la impulsó en tiempos pasados. La exploración espacial, por ejemplo; aunque sigue consiguiendo logros dignos de todo aplauso, es obvio que muchas de las viejas metas quedaron aparcadas. Hace unas décadas se pensaba que a estas alturas ya habríamos pisado Marte. Más allá de la importancia que cada cual quiera otorgar a la hazaña —en mi opinión, es mucha, pero podría entender otras posturas—, lo que esto pone de manifiesto es que se ha perdido la capacidad para soñar a largo plazo. Las colonias espaciales de Asimov o Clarke empiezan a parecer antigüedades, como las ciudades submarinas del siglo XIX.

A todo esto se suman amenazas nuevas como la del clima. En los años setenta, aunque hoy suene extravagante, algunos profetizaban un enfriamiento global. Pensaban que el efecto invernadero produciría un «invierno nuclear» antes de que el calor empezase a acumularse bajo esa capa de gases y partículas que impedían su diseminación. A fin de cuentas, sin la atmósfera, la Tierra sería un planeta mucho más frio; la temperatura media ya no sería de unos quince grados centígrados, sino de casi veinte bajo cero. No era una profecía irrazonable. La realidad, sin embargo, ha traído lo contrario: cada vez hace más calor, los casquetes polares se reducen, y nadie sabe decir muy bien hasta dónde puede llegar el proceso. Lo que sí sabemos es que el efecto invernadero, una vez alcanzado cierto punto crítico, se retroalimenta y es casi mejor no imaginar las consecuencias. En el pasado las catástrofes naturales eran puntuales: terremotos, volcanes, sequías, tsunamis. Sí, había hambrunas y epidemias mucho más terribles que las de hoy, pero constituían excepciones trágicas dentro de un mundo visto como entorno estable. Ahora tememos una catástrofe global, una pérdida completa del equilibrio: que sea el propio aire que respiramos el que nos dificulte la existencia. La nueva ciencia ficción apocalíptica ya no recurre a la amenaza nuclear, sino al cambio climático, que ya no tiene nada de puntual.

El pesimismo de la nueva ciencia ficción no es vocacional, ni fruto de una moda. Es un reflejo del estado de ánimo de las sociedades modernas. Es una ciencia ficción que ya no imagina que se expandan fronteras, sino que se levanten muros. Ya no imagina que más recursos significa más para todos, sino más para unos pocos. Ya no imagina que se trabaje menos para producir lo mismo, sino que se trabaje lo mismo para producir más. Ya no imagina catástrofes cuyo carácter evitable hace que sirvan para expresar grandes mensajes morales, sino catástrofes inevitables que inspiran mensajes desmoralizantes. El futuro de la humanidad ya no es visto como una fuente de promesas, sino una larga agonía. La ciencia ficción decimonónica ha muerto, o está en trance de muerte, y su mensaje optimista ha sido recogido una vez más por el pensamiento mágico, como muestra el auge del subgénero de los superhéroes, esas divinidades modernas que, como los héroes griegos, lo cambian todo para que nada cambie.

(Continuará)

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Isaac Asimov, 1980. Fotografía: Cordon.
https://www.jotdown.es/2018/09/hablemos-de-ciencia-ficcion-i-la-anticipacion/
 
Veo muy pillada por los pelos la idea de que la imaginación futurista nació con la Revolución Industrial. Tenemos el ejemplo de Leonardo Da Vinci, que ideaó artefactos considerados imposibles en su época


Los 30 Inventos de Leonardo da Vinci Más Importantes

Los inventos de Leonardo da Vinci siguen influyendo en el mundo hasta nuestros días. El helicóptero, el paracaídas o la ballesta son algunos de los muchos que siguen usándose.

Leonardo da Vinci es uno de los inventores más prolíficos de la historia, ingenió inventos e innovaciones en una gran variedad de campos.

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Ya sea el diseño de armas de guerra, máquinas voladoras, sistemas de agua o herramientas de trabajo, da Vinci, el inventor (al igual que el artista) nunca tuvo miedo de mirar más allá del pensamiento tradicional.

30 famosos inventos de Leonardo da Vinci

1- Helicóptero (Hélice)
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A pesar de que el primer helicóptero real no fue construido hasta la década de 1940, se cree que los esbozos de Leonardo da Vinci de finales del siglo XV fueron el predecesor de la moderna máquina voladora.

Al igual que muchas de las ideas de da Vinci, nunca lo construyó, pero sus notas y dibujos trazaban exactamente cómo funcionaría el dispositivo.

2- Anemómetro
Los historiadores estipulan que fue la fascinación de vuelo de Leonardo da Vinci lo que le inspiró a innovar el anemómetro, un instrumento para medir la velocidad del viento.

Su esperanza era que, con el tiempo, el dispositivo podría ser utilizado para dar a la gente una visión de la dirección del viento antes de intentar volar.

Mientras que da Vinci no inventó realmente el dispositivo, hizo variaciones en el existente diseñado, originado por León Battista en 1450, (el diseño de da Vinci fue hecho probablemente entre 1483 y 1486), de modo que fuera más fácil medir la fuerza del viento.

Junto a sus bocetos del anemómetro, da Vinci hizo las siguientes notas: “Para medir la distancia recorrida por hora con la fuerza del viento, aquí se requiere un reloj para mostrar el tiempo”.

3- Máquina voladora
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De las muchas áreas de estudio de Leonardo da Vinci, tal vez el área favorita de este hombre renacentista era la de la aviación. Da Vinci parecía realmente emocionado por la posibilidad de que la gente se elevara a través de los cielos como pájaros.

Uno de los inventos más famosos de da Vinci, la máquina voladora (también conocida como el “ornitóptero”) muestra idealmente sus poderes de observación e imaginación, así como su entusiasmo por el potencial de vuelo.

El diseño de esta invención está claramente inspirado en el vuelo de los animales alados, el cual da Vinci esperaba replicar. De hecho, en sus notas, menciona los murciélagos, cometas y aves como fuentes de inspiración.

Tal vez la inspiración del murciélago brilla por encima de la mayoría, ya que las dos alas del dispositivo poseen puntas comúnmente asociadas con la criatura alada. La máquina voladora de Leonardo Da Vinci tenía una envergadura que superaba los 33 pies y el marco debía ser de pino cubierto de seda cruda para crear una membrana ligera pero robusta.

4- Paracaídas
Aunque el crédito por la invención del primer paracaídas práctico se lo dan generalmente a Sebastien Lenormand en 1783, Leonardo da Vinci concibió realmente la idea del paracaídas cientos de años antes.

Da Vinci hizo un esbozo de la invención con esta descripción: “Si un hombre tiene una tienda hecha de lino, cuyas aberturas han sido todas taponadas, y será doce braccias (unos 23 pies) de ancho y doce pulgadas de profundidad, podrá arrojarse desde cualquier gran altura sin sufrir ningún daño”.

Quizás el aspecto más distinto del diseño de paracaídas de da Vinci era que el dosel era triangular en lugar de redondeado, lo que llevó a muchos a preguntarse si realmente tendría suficiente resistencia al aire para flotar. Y puesto que el paracaídas de da Vinci debía hacerse con lino cubriendo un marco de madera, el peso del dispositivo también era visto como un problema.

5- Máquina de guerra o mortero de 33 cañones
El problema con los cañones de la época era que tardaban mucho tiempo en cargarse. La solución que da Vinci daba a ese problema era construir morteros de múltiples cañones que pudieran cargarse y dispararse simultáneamente.

Los cañones se dividieron en tres filas de 11 cañones cada uno, todos conectados a una sola plataforma giratoria. Atados a los lados de la plataforma había grandes ruedas.

La idea era que mientras se disparaba un juego de cañones, otro conjunto se enfriaría y el tercer set podría ser cargado. Este sistema permitía a los soldados disparar repetidamente sin interrupción.

6- Vehículo blindado
Los vehículos blindados inventados por Leonardo da Vinci eran capaces de moverse en cualquier dirección y estaban equipados con un gran número de armas.

La máquina de guerra más famosa de da Vinci, el coche blindado, fue diseñada para intimidar y dispersar a un ejército contrario. Este vehículo tenía una serie de cañones ligeros dispuestos en una plataforma circular con ruedas que permitían un rango de 360 grados.

La plataforma estaba revestida por una gran cubierta protectora (muy parecida a la concha de una tortuga), reforzada con placas de metal, que debía ser inclinada para desviar mejor el fuego enemigo. Tenía una torre de observación en la parte superior para coordinar el disparo de los cañones y la dirección del vehículo.

7- Ballesta gigante
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Una cosa que Leonardo da Vinci pudo haber entendido mejor que cualquiera de sus contemporáneos fue los efectos psicológicos de las armas de guerra. Da Vinci sabía que el miedo que las armas podían infligir a los enemigos era igual de importante (si no más) que el daño que realmente podían infligir.

Ésta era la idea principal detrás de muchos de los inventos de la guerra de da Vinci como su ballesta gigante. Diseñada para la intimidación pura, la ballesta mediría 42 braccia (o 27 yardas). El dispositivo tendría seis ruedas (tres en cada lado) para la movilidad, y el arco en sí mismo sería hecho de la madera fina para la flexibilidad.

La invención de la ballesta gigante es un gran ejemplo de la forma en que las ilustraciones de da Vinci realmente llevaron sus ideas a la vida. A través de sus ilustraciones, una idea, por improbable que sea, se vuelve realista y plausible.

8- Mortero de triple cañón
Como ingeniero militar, una de las creencias clave de Leonardo da Vinci era que la movilidad era crucial para la victoria en el campo de batalla. Esta idea se ve en muchas de sus invenciones de guerra.

Durante el tiempo de da Vinci, los cañones se usaban generalmente en casa en posiciones estacionarias más que en el campo de batalla. Da Vinci diseñó su mortero de triple cañón para resolver estos dos problemas, un arma rápida y ligera que podría hacer mucho daño en el campo de batalla.

A diferencia de un cañón, el cañón de da Vinci permitía a los soldados cargar tres disparos a la vez. El peso más ligero y las ruedas grandes permitían que el carro del arma fuera movilizado a áreas diferentes durante la batalla.

9- Reloj
Para evitar cualquier confusión inicial, Leonardo da Vinci no inventó el reloj. Lo que hizo fue diseñar un reloj más preciso. Mientras que los relojes que mostraban horas y minutos se habían hecho cada vez más precisos en el tiempo de da Vinci (siglo XV), no hicieron un gran salto hasta la incorporación del péndulo unos 200 años después. Pero, da Vinci realmente diseñó un reloj más preciso.

El reloj de Leonardo tenía dos mecanismos separados: uno para los minutos y otro para las horas. Cada uno estaba compuesto de pesos, artes y arneses elaboradamente conectados. El reloj también tiene un dial para seguir la pista de fases de la luna.

10- El Coloso
Quizás más interesante que la ambición y la innovación detrás de la invención del coloso de Leonardo da Vinci, es la genial historia de sus intentos de traerla a la vida. En 1482, el Duque de Milán comisionó a da Vinci para construir la estatua de caballos más grande del mundo. Leonardo da Vinci, nunca le tuvo miedo a los retos así que diseñó una estatua de bronce de 24 pies y luego fue a trabajar la creación de un modelo de arcilla.

El siguiente paso fue cubrir el modelo en bronce, lo que no era una tarea fácil. Debido al tamaño de la estatua, se requerían 80 toneladas de bronce, que tenía que ser aplicado en un espesor uniforme o la estatua sería inestable.

Para ello, da Vinci utilizó su experiencia en el diseño de cañones para inventar una nueva técnica de fabricación de moldes. También tuvo que inventar un horno innovador para alcanzar la temperatura necesaria para calentar una cantidad tan grande de bronce.

11- La ciudad ideal
Quizás ninguna idea habla de la ambición épica y el alcance de las invenciones de Leonardo da Vinci mejor que su ciudad ideal. Esta invención se centra no sólo en una sola área sino que combina los talentos de da Vinci como artista, arquitecto, ingeniero e inventor para crear una ciudad entera. La idea perfecta de la ciudad de da Vinci surgió después de que la peste devastó Milán, matando a casi un tercio de la población.

Leonardo quería diseñar una ciudad que estuviera más unida, con mayores comunicaciones, servicios y saneamiento para prevenir la propagación futura de tales enfermedades. Su ciudad ideal integró una serie de canales conectados, que se utilizarían para fines comerciales y como sistema de alcantarillado.

La ciudad contaría con áreas inferiores y superiores, la inferior serían canales para comerciantes y viajeros y la parte superior serían caminos para “caballeros”. Los caminos fueron diseñados para ser amplios, muy probablemente en respuesta a las calles estrechas de Milán, donde la gente estaba atascada, contribuyendo a la propagación de la peste. Lamentablemente su ciudad ideal nunca llegó a concretarse.

12- Brazo robótico o caballero robótico

Con su innovadora mente de ingeniería, Leonardo da Vinci tenía muchas ideas que empleaban el uso de poleas, pesas y engranajes. Ciertamente, estos tres componentes eran cruciales para muchas de sus invenciones automatizadas – incluyendo sus versiones del reloj, aire acondicionado y sierra hidráulica.

Da Vinci también incorporó estos mecanismos en su invención automotriz, que muchas personas consideran el primer robot. Pero da Vinci usó las piezas para crear otro robot también, su caballero robótico. Aunque un dibujo completo del caballero robótico de da Vinci nunca ha sido recuperado, fragmentos que detallan diferentes aspectos del caballero se han encontrado esparcidos en sus cuadernos.

Diseñado para un concurso en Milán (que el Duque había puesto a Leonardo a cargo de supervisar), el Caballero Robótico consistía en un traje de caballero lleno de engranajes y ruedas que estaban conectados a un elaborado sistema de poleas y cables.

A través de estos mecanismos, el caballero robótico de da Vinci era capaz de movimiento independiente: sentarse, levantarse, mover la cabeza y levantar la visera. Utilizando varios dibujos diferentes de da Vinci, el roboticista Mark Rosheim construyó un prototipo del caballero robótico en 2002, que fue capaz de caminar.

Rosheim observó cómo Leonardo había diseñado el caballero robótico para ser construido fácilmente, sin una sola parte innecesaria. Rosheim también utilizó los diseños de da Vinci como inspiración para los robots que desarrolló para la NASA.

13- Carro autopropulsado

Antes de que los vehículos motorizados existieran, Leonardo da Vinci diseñó un carro autopropulsado capaz de moverse sin ser empujado. Los historiadores más tarde dedujeron que da Vinci diseñó específicamente el carro para uso teatral.

El carro era impulsado por resortes enrollados y también ofrecía capacidades de dirección y de freno. Cuando el freno se soltaba, el carro se propulsaba hacia adelante, y la dirección fue programable para ir, ya sea de manera recta, o en ángulos preestablecidos.

14- Equipo de buceo
Mientras trabajaba en Venecia, la “ciudad del agua”, en 1500, da Vinci diseñó su equipo de buceo para los ataques furtivos a las naves enemigas desde el agua.

El traje de buceo de cuero estaba equipado con una máscara tipo bolsa que pasaba por encima de la cabeza del buceador. Atados a la máscara alrededor de la zona de la nariz había dos tubos de caña que conducía a una campana de buceo de corcho flotando en la superficie.

15- Puente giratorio
El puente giratorio diseñado para el Duque Sforza, podía ser empacado y transportado para su uso por los ejércitos en movimiento. El puente se balanceaba sobre un arroyo o una fosa y se ponía al otro lado para que los soldados pudieran pasar sin problemas.
El dispositivo tenía ruedas e incorporaba un sistema de cuerda y poleas para un empleo rápido y fácil transporte. También estaba equipado con un tanque de contrapeso para fines de equilibrio.

16- El tanque
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El tanque de Leonardo da Vinci fue diseñado mientras estaba bajo el patrocinio de Ludovico Sforza en 1487. Fue diseñado para ser conducido directamente a un campo de batalla y diezmar al enemigo con sus cañones de 360 grados.

El tanque se basa en la concha de una tortuga. Leonardo se inspira a menudo de la naturaleza para sus invenciones.

17- El rodamiento de bolas o cojinetes de bolas
Leonardo da Vinci inventó el cojinete de bolas entre los años 1498-1500. Lo diseñó para bajar la fricción entre dos placas que estarían en contacto en su otro famoso diseño, el helicóptero. Aunque el diseño del helicóptero no tuvo éxito, el rodamiento o cojinete de bolas es una historia diferente.

La siguiente mención conocida de cualquier tipo de cojinete de bolas fue casi 1500 años más tarde que el diseño de Leonardo. 100 años después del diseño de Leonardo, Galileo Galileo también mencionaría una forma temprana de rodamiento de bolas.

No sería hasta 1792 que se hiciera una patente archivada para el rodamiento de bolas “moderno”; fue concedido al inglés Philip Vaughn en 1791.

18- El planeador
El planeador de da Vinci estuvo cerca de poder volar, de hecho, se han creado experimentos usando los materiales que él tendría disponible y encontraron que el planeador podría haber volado realmente con hacer un par de pequeñas modificaciones.

Este diseño estaba basado en los pájaros que da Vinci compraba para tratar de crear e imitar los mecanismos de vuelo de las aves.

19- Cierre de canales
Este es uno de sus inventos más duraderos. Este tipo de esclusa todavía está en uso hoy en casi cualquier canal o vía navegable. El diseño de Leonardo era más eficiente, más fácil de mover y hacía su trabajo exactamente como se pretendía.

El bloqueo de ingletes de Leonardo era de dos ángulos de 45 grados que se encuentran en un punto. Cuando el agua inminente los golpeaba, forzaba a los dos mitres a juntarse, lo que resultaba en un sello aún más estrecho entre ellos.

20- Máquina para pulir espejos
Este invento es una obra maestra de la ingeniería mecánica. Tiene varios engranajes en malla y también tiene varios ajustes variables incorporados en él.

Esta máquina fue diseñada muy probablemente por Leonardo mientras que estaba investigando las diversas maneras en que la luz se reflejaba fuera de las cosas; o planeaba quizás inventar un telescopio u otro dispositivo óptico.

21- Tijeras
Algo tan simple, pero tan importante como las tijeras, tenía una enorme importancia en el desarrollo de la humanidad.

¿Quién sabe cuántos siglos habrían pasado sin esta herramienta si no hubiera sido por da Vinci? Aunque hay referencias de tijeras más antiguas usadas por los egipcios, las tijeras tal cual la utilizamos ahora fueron creación de Leonardo.

22- Grúa giratoria
Durante su aprendizaje en los patios de los edificios florentinos, Leonardo tiene la oportunidad de observar muchas grúas, entre las cuales están las diseñadas por Brunelleschi. Los dibuja en muchas páginas de sus manuscritos.

Estos modelos están diseñados para ser utilizados en pozos de piedra y excavaciones de canales. Las grúas giratorias inventadas por da Vinci, no sólo funcionan en alturas, sino que también permiten el transporte rápido de materiales; en la versión de doble brazo, el movimiento es facilitado por el contrapeso.

23- Modelo de tambor mecánico
El tambor mecánico de Leonardo da Vinci fue diseñado para entretener a los invitados de uno de sus empleadores.

El tambor estaba destinado a girarse alrededor y a través de una serie de mecanismos que los tambores batían automáticamente. El modelo está hecho de plástico y un conjunto de broche a presión, por lo que no se requiere pegado.

24- Modelo de catapulta
El diseño de Leonardo para la catapulta es simple e ingenioso. Se trata de un sistema de trinquete y rachet que aumenta gradualmente el sistema de disparo.

A medida que el sistema se aprieta, las fuerzas puestas en el sistema por el operador (1 soldado) se transfieren tanto a los cables como a los brazos de tensión de la catapulta.

Al soltar el percutor (el trinquete), la energía almacenada se transfiere instantáneamente desde los cables y brazos tensores al brazo oscilante, que contendría una bala de plomo o bala de cañón.

25- Botes de remos
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El modelo de bote de Leonardo da Vinci es de plástico y es un conjunto de broches de presión juntos, por lo que no es necesario pegarlos.

El bote de Leonardo es uno de los primeros barcos de remo diseñados. El barco permanecería en funcionamiento durante cientos de años hasta la invención de la hélice marina.

26- Imprenta
El modelo de imprenta de Leonardo consiste en un pequeño conjunto de maderas unidas englobando una sola pieza y no se requiere pegamento. El modelo también muestra la mecánica que diseñó Leonardo para operar la imprenta.

27- Flotadores de agua
Leonardo también buscó dispositivos de flotación eficientes, diseñando un conjunto de zapatos y palos que son similares a los equipos de esquí modernos.

Pensaba que permitirían a los hombres caminar sobre el agua, sin embargo, Leonardo no estaba pensando en términos de una actividad de ocio. Más bien, su consideración era su potencial durante la guerra, cuando los soldados necesitaban caminos para cruzar ríos y mares.

28- El asador
El asador automatizado es un diseño que tiene una aplicación perfectamente práctica y es bastante simple. Leonardo no inventó realmente esta idea, pero dibujó ilustraciones que demostraban que estudió su funcionamiento y cómo el bosquejo de fuegos de diversos tamaños produjo un resultado que variaba durante el asado de la carne.

Un fuego caliente tiene un bosquejo más fuerte y por lo tanto un asado más uniforme. Leonardo señaló que: “El asado se tornará lento o rápido dependiendo de si el fuego es pequeño y fuerte”.

29- El gato de elevación
El gato de elevación de Leonardo no es muy diferente de los gatos usados actualmente. Compuesto de engranajes reductores, un estante y una manivela, habría sido de gran utilidad en los días de Leonardo.

No sabemos si esto fue una invención de Leonardo, una modificación de una pieza de un equipo, o simplemente un esbozo detallado del equipo.

30- Máquinas textiles
Las máquinas textiles de Leonardo están entre sus piezas menos conocidas, sin embargo, mostró una gran previsión en esta área y diseñó máquinas de recorte, husillos automáticos, cizallas y dos máquinas de torsión de cuerdas que aparecen en el Codex Atlanticus. El más complicado de estos bastidores es uno de quince hebras simultáneas.

Referencias:

  1. Davinci Inventions (2008). Leonardo Da Vinci inventions. 1-2-2017, de Davinci Inventions. Tomado de da-vinci-inventions.com.
  2. Lairweb ORG. (2016). Leonardo Da Vinci. 1-2-2017, de Lairweb. Tomado de: org.nz.
  3. Da Vinci inventions. 1-2-2017, de leonardodavincisinventions.com.

A[URL='https://www.lifeder.com/author/alberto-cajal/']lberto Cajal[/URL]
Licenciado en Magisterio. Maestro de Instituto. Me encanta leer, la ciencia y escribir sobre lo que conozco y sobre cosas nuevas que aprender.


 
Por otra parte, Giordano Bruno, quemado por hereje en la hoguera en 1600, afirmó que la Tierra no era el único mundo habitado, que el Universo era infinito y estaba convencido de que habia vida y otras civilizaciones en el Universo, y que podian ser inteligentes, por lo que la Humanidad dejaba de ser la cúspide de la Creación.

De acuerdo que no cuestionaba la existencia de Dios y que no se le puede calificar de filosofo d ela ciencia-ficción, pero si mostró una realidad solo comprobada siglos después y su mente soñaba con space-operas.
 
Los mejores libros de ciencia ficción


Me gusta la selección, muy asimoviana, pero también recoge los más famosos y clásicos.

Creo que el video olvida títulos fabulosos que son obras maestras:

- La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. LeGuin.
- "Nosotros" de Zamiatin, de 1922 y antecesora de "1984" de Orwell.
- "Las torres del olvido" de George Turner
- "El cuento de la criada", de Margaret Atwood
- "Neuromante", de William Gibson.
- "La guerra interminable" de Joe Haldeman
- "El mundo interior", de Robert Silberberg
- "El mundo sumergido" de Ballard
- "El hombre en el castillo" de Philip K. Dick (nombrado su Blade Runner en el video)
- El cuento "Gira, Gira", de Domingo Santos, seleccionado por una revista especializada norteamericana en 1974 como uno de los 14 mejores de todo el mundo.
- "El dia de los trífidos" de John Windham.
- "Genesis" de Bernard Becket - inadaptable al cine, la primera imagen sería el spoiler más grande de la historia -.
- "Las tropas del espacio" de Robert Heinlein.
- "Todos sobre Zanzibar", John Brunner.

Y me dejo algunos, pero éstos completan el video.
 
Cuáles son las novelas o cómics que más os gustan sobre ciencia-ficción?
 
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